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El castillo de Egaña



Partes: 1, 2

  1. Breve
    reseña histórica
  2. Los
    nuevos cánones de la
    distinción
  3. Fantasmas
  4. Un
    recorrido final por el abandono

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PARTE 1

Breve
reseña histórica

Hacia 1825, en épocas de Bernardino Rivadavia y
durante la llamada "feliz experiencia porteña",
el general Eustoquio Díaz Vélez, activo y
comprometido protagonista del proceso revolucionario iniciado en
mayo de 1810, adquirió en enfiteusis algo más de 17
leguas en la zona del Fuerte Independencia, hoy Tandil.
Poco después, sumó 20 leguas más dando
origen a una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en
honor a su esposa (Carmen Guerrero y Obarrio), bautizó con
el nombre de "El Carmen".

Treinta y un año más tarde, cuando el
viejo general murió (1856), sus hijos, Carmen, Manuela y
Eustoquio (h), hicieron efectiva la propiedad del latifundio y,
tras la sucesión, el varón se quedó con la
estancia, manteniendo su antigua denominación.

Millonario próspero y renombrado miembro de elite
porteña, Eustoquio Díaz Vélez (h)
acrecentó la fortuna a lo largo de su vida, dejó un
suntuoso palacio en el barrio de Barracas y, cuando finalmente
falleció en 1910, la estancia "El Carmen" se
dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos,
que era ingeniero, y Eugenio, arquitecto de profesión.
También sus cuatro nietas recibieron una fracción
del campo

Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien
levantaría, sobre la porción de tierra heredada, el
casco de la estancia San Francisco, muy cercano al
pueblo/estación de Egaña, por donde pasaba el tren
desde 1891.

Así es como nace el famoso castillo que nos
convoca.

Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo
europeo muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires
y Europa la mayor parte de los materiales de construcción.
Los trabajadores fueron contratados en Capital Federal y enviados
al sitio de la obra; que se prolongó desde 1918 hasta
1930.

A lo largo de esos doce años, el castillo
experimentó ampliaciones, mejoras y una decoración
de excelencia. Debió ser una especie de hobby para su
propietario, en donde poder experimentar y plasmar sus proyectos
de arquitectura, mientras la familia lo ocupaba
estacionalmente.

Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930,
"San Francisco" fue heredado por su hija mayor,
María Eugenia, quien arrendó las tierras,
administradas por la Casa Bullrich y Cia.

Todo parece indicar que no fue una decisión
acertada. Los actuales descendientes coinciden en afirmar que,
desde entonces, se inició la lenta y persistente
decadencia de la estancia y su fabuloso edificio.

En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende
(UCRI), el proyecto de reforma agraria, tan resistido por los
terratenientes y alentado desde los días del presidente
Perón, finalmente tocó a las puertas de la
estancia; y, con la intensión de implementar planes de
colonización y afincar a pequeños propietarios
rurales (mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la inmensa
propiedad fue expropiada por la provincia, según ley
5.971, del 2 de diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de
1960. De este modo, antiguos arrendatarios se convirtieron en
propietarios de las tierras que antes alquilaban, apoyados por
créditos del Banco de la Provincia de Buenos
Aires.

El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces
la colonia Langueyú, dentro de la cual
quedó gran parte de la estancia San Francisco y
su reputado casco. Más tarde, la estancia se
subdividió y adjudicó en lotes a los colonos. En
tanto el mobiliario, equipos de trabajo y demás enseres
del edificio fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice
una tradición que circula).

Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno
provincial con semejante construcción, en medio del campo?
Los hechos revelan que no tomó una determinación
rápida y el castillo empezó a sufrir el
deterioro.

Finalmente, en 1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP)
lo transfirió al Consejo General de la Minoridad (mediante
decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un
hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en
un reformatorio, alojando a jóvenes con problemas de
conducta. Hacia mediados de los "70, y tras un asesinato que
comprometió a uno de los internos, los menores fueron
reubicados y el castillo quedó, una vez más,
olvidado.

Deshabitado.

Abandonado, hasta el día de
hoy.[1]

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PARTE 2

Los nuevos
cánones de la distinción

Cuando el castillo de la estancia San Francisco fue
construido, el comportamientos de las elites en Argentina
experimentaba una interesante transición que iba de las
sencillez al "empaquetamiento".

Este cambio, gradual y profundo, no sólo se dio
en el mundo de las relaciones sino también en la
vestimenta, el modo de hablar, el lugar donde se vacacionaba y
socializaba, el nivel de gasto y, naturalmente, en la
arquitectura de sus residencias.

Se estaban construyendo los nuevos cánones de la
distinción; muchos de los cuales siguen vigentes o
adquiridos recientemente por la leudante burguesía
vernácula, nacida a la sombra del
neoliberalismo-conservador de la década de 1990 y el
menemato.

La transición que se operó a fines del
siglo XIX y principios del siglo XX, dejó en desuso muchas
prácticas que habían tomado forma a partir de 1810.
las nuevas afortunadas minorías de la década
1880/1890 (elites para unos, oligarquías para otros)
abandonaron los rasgos de austeridad que habían
caracterizado a sus abuelos, más adeptos a las reuniones
sencillas de "corte familiar", informales y sin mucho boato. Por
el contrario, los miembros finiseculares de las familias
"patricias" (como les gustaba llamarse), olvidaron las simplezas
de la vida, que pasaron a ser incorporadas por las clases medias
urbanas, en una especie de tardío mimetismo.

El desacartonamiento y la "naturalidad" de los gestos,
que tanto llamaron la atención de los primeros visitantes
y viajeros europeos a principios el siglo XIX, se esfumaron de
las tertulias. Pasaron de moda y quedaron en recuerdo y
patrimonio del periodo colonial y primeros años de la
independencia.

Las fortunas en aumento, la concentración de
tierras y poder en un número limitado de familias, pero en
franco crecimiento numérico con relación al pasado,
es señalado por algunos especialistas como una de las
causas del cambio. Cambio que puede resumirse en un concomitante
aumento de la formalidad y un notorio retraso de la espontaneidad
de antaño.

La teatralidad se incorporó a la vida de las
elites. Se naturalizó. Y hacia finales del siglo XIX, ya
era impensable, por ejemplo, participar en una reunión sin
haber recibido una "tarjeta de presentación" para
ser admitido o consumir mate o chocolate con tortas fritas. El
consumo se volvió más "elegante" y las
tertulias europeizaron lo que empezó a ser denominado
"el buen gusto".

También el autocontrol, la rigidez de las
posturas y el "estiramiento" terminaron
imponiéndose, no solo en el ámbito de lo
público, sino especialmente en la vida privada (machista,
sexista y autoritariamente paternalista); alcanzando ribetes (hoy
ridículos) cuando se salía a pasear y a exhibirse
por los barrios aristocráticos e la ciudad.

Rostros tensos, mandíbulas apretadas, gestos
medidos y poco demostrativos ganaron espacio junto con una
profunda diferenciación sexual y social, acompañada
por mayores controles, en especial sobre las "niñas
bien
". Todo esto mezclado con un marcado crecimiento de la
ostentación; que implicó, entre otras cosas, un
cambio en la conceptualización del ocio y, como dijimos
antes, del consumo.

Lo que se advierte a fines del siglo XIX y primeras
décadas del XX es una evidente y marcada
sofisticación de las costumbres. No sólo el mate
quedó atrás. También la comida criolla fue
reemplazada por la gastronomía extra, en especial la
francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en los ambientes
llamados "chetos", se caracterizó no sólo
por la calidad sino también por la cantidad.
Todavía no se había instalado la idea que
distanciaba la elegancia de lo abundante.

El banquete pantagruélico se convirtió en
signo de pertenencia (en especial masculina) de la "alta
sociedad"; frente a un país que, en gran parte, pasaba
hambre o vivía en la miseria (como lo indican las huelgas
y protestas populares que la elite no deseaba ver, ni
atender)-

Por tanto, cuando el castillo de Egaña fue
levantado, la principal preocupación
"aristocrática/patricia" era mostrarse. Como bien
dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el mundo de la alta
burguesía occidental, "el hábito hace al
monje
". Lo importante no era sólo "ser",
sino "mostrar/aparentar" que se era. Y si de
hábitos hablamos, el mundo de la moda también
sufrió grandes modificaciones.

Desde aproximadamente 1880, las elites dejaron de
confeccionar sus propias ropas. Ahora el vestuario tenía
que develar el consumo ostentoso e los ricos. Fue así como
se impuso el jacquet, el smoking y el frac, entre los hombres;
además de prendas femeninas traídas de Europa o
confeccionadas por modistos famosos (que empezaban a instalar sus
talleres en Argentina).

Idéntica transformación experimentó
la joyería, los muebles y los medios de transporte.
Incluso la muerte pretendió ser burlada y dejó de
ser la "gran igualadora": las señoriales y
costosísimas bóvedas del cementerio de la recoleta
marcaron la diferencia, aún después de a
muerte.

Pero no hacía falta morirse par expresar donaire
y alto posicionamiento social. Las residencias se convirtieron en
el mejor, más visible y grandilocuente ejemplo de consumo
conspicuo. Y al castillo de Egaña hay que inscribirlo
dentro de esta tendencia, como tantos otros palacios construidos
durante y después de la celebración del centenario
(1910)

Basta con observar hoy sus ruinas para reconocer que, en
esa zona aislada de la pampa bonaerense, se levantó un
edificio que sintetiza gran parte de los aspectos que explicamos
más arriba.

Como residencia de la elite, el castillo debía
encarnar ese universo burgués del que tan orgullosos
estaban sus acaudalados miembros. La espectacularidad de sus
dimensiones y estilo ecléctico de su construcción
es un signo más que evidente de ese afán por
destacarse que tuvieron los representantes del "patriciado"
vernáculo.

Ya para la primera década del siglo XX, las
viviendas bajas y horizontales, propias de la época
colonial, habían dado paso a los palacios y petit
hotels
(éstos en la ciudad) cuya nota esencial y
novedosa era la verticalidad (no sólo del
edificio, sino del status que daba algo que empezaba a ser
buscado y muy valorado: la privacidad). Y en castillo de
la estancia San Francisco eso fue posible. La intimidad
podía conseguirse dentro de sus paredes; y con ella
combatir la teatralidad de la exigente vida social.

El hecho de que el edificio tuviera muchas habitaciones
con funciones específicas y especializadas,
permitía que el aislamiento del resto de las personas
fuera una realidad concreta (y que, aunque muchos la vieran con
malos ojos, especialmente para los niños y adolescentes,
la buscaban). Por otro lado la verticalidad de lo privado se nota
en la siguiente característica: mientras que los salones
de reunión y reopción se ubicaban en la planta
baja, los dormitorios y cuartos de estar, estaban en el piso
superior inmediato. Se perfilaban así dos mundos
diferentes y separados, sólo conectados por estrechas
escaleras

Aunque, a la hora de deslindar mundos, los pisos
más altos también cumplían con ese cometido,
ya que en ellos, usualmente de instalaba la servidumbre o
personal doméstico (que por entonces aumentó su
número y especialización; siendo los criollos y
mulatos suplantados por empleados de origen europeo).

Una verdadera torta social. Una estratigrafía
bien marcada. Un Titanic encallado en plena pampa.

Visitar y recorrer actualmente lo que queda del castillo
de Egaña resulta una experiencia sobrecogedora. Es como
ingresar en un retorcido laberinto de pasillos, cuartos de
diferentes tamaños, baños y salones, todos
destruidos, sucios y en franca decadencia. Dependencias que han
perdido el destino que tuvieron o le dieron sus arquitectos. En
muchos casos cuesta imaginar para qué servían. Se
conectan y entrelazan conformando un todo abigarrado, complica,
difícil de entender, ya que muchos son las puertas
clausuradas y los vanos tapiados, cubiertos de
graffiti.

Cual un majestoso palacio de Cnosos criollo, sólo
falta en él, el famoso minotauro del mito griego. Y no son
pocas las estancias para imaginar que eso pueda ser posible. Con
77 habitaciones, 14 baños, 2 cocheras, galerías,
patios, talleres, un mirador y varios balcones, el castillo de
Egaña es el escenario ideal para el imaginario más
descabellado (como veremos en la siguiente parte de este
trabajo). Un enredado universo de ambientes que señalan y
prueban una de las características propias de la
época de su construcción: la de la "casa
poblada
". Muy poblada, ya que lo común era que, en
palacios de ese tipo, convivieran no sólo el matrimonio
con sus hijos, sino también otras generaciones de pariente
(solteros o viudos) con la consabida servidumbre.

No conozco a la fecha ninguna foto que muestre su
interior en épocas de esplendor; pero con seguridad, el
castillo arrastraba también otra costumbre bien arraigada,
tanto de la burguesía argentina como de la europea: el
horror vacui, el miedo al vacío, y su
consiguiente atiborramiento de muebles, adornos, obras de arte y
la recargada decoración de sus ambientes: si en algo se
parecía a otros palacios del país era en su aspecto
semejante a un museo.

Muebles caros, importados y pesados, macizos,
señoriales, que iban desde las grandes mesas inglesas
hasta los pianos de incalculable valor; modulares, bibliotecas,
cuadros, platos, porcelanas y platería, fuentes, mantillas
y cortinados. Todo unido persiguiendo un único objetivo:
resaltar a través de lo material el status familiar, su
fortuna y posición social e intelectual.

En el castillo de Egaña el tamaño
sí importaba.

Por aquel entonces (fines de la década de 1910 y
años subsiguientes)las dimensiones de las viviendas de la
elite aumentaron enormemente, en especial las residencias
suburbanas y rurales que, en su mayoría, eran de
ocupacional estacional, nunca permanente. El castillo es entonces
un ejemplo elocuente de la estacionalidad del ocio
aristocrático
y de una nueva práctica: el
veraneo en las estancias (otra de las tantas pautas que el status
demandaba).

Ir al campo, "al palacio del Tata", se
convirtió en un costumbre que encumbraba al depositario de
ese privilegio. La vuelta al campo implicó, así,
revalorizar lo rural; pero no desde una óptica criolla,
autóctona o localista, sino a través de una mirada
claramente europeizante, importada del otro lado del
Atlántico, donde todos suponían estaba la
civilización y el progreso.

El mate fue suplantado por el five o´clock
tea
, imponiéndose también la producción
de ganado refinado, al amor por los caballos (pura sangre) y la
vida ociosa y distendida del campo, tal como se practicaba en
Inglaterra (de donde lo copiaban).

Así, la búsqueda de un status calcado de
Europa se injertó en la llanura pampeana, adoptando forma
con ladrillos, tejas y columnas, de las mansiones y palacetes del
interior del país.

El castillo de Egaña fue un claro ejemplo de todo
ello.

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PARTE 3

Fantasmas

Cuando los rumores se solidifican y la leyenda desplaza
a la "historia que realmente ocurrió", nos
topamos de lleno con el inestable terreno del mito urbano (o
rural).

Dentro de sus límites lo inverosímil y lo
fantástico se vuelven posibles y la frontera que separa
"lo natural" de "lo sobrenatural" se desdibuja, se mueve de un
lado a otro, diluyendo las certezas, desgastando las leyes de la
física que consideramos inmutables;
retrotrayéndonos a un imaginario casi medieval que
exacerba el sentimiento más enraizado y primitivo que hay
en el ser humano: el miedo; puerta de entrada al universo
onírico de los fantasmas y sus mansiones
encantadas.

El castillo de Egaña, cercano a la ciudad de
Rauch (provincia de Buenos Aires), posee toda una serie de
características que, a nuestro entender, lo convierten en
el sitio ideal para que en él germinen las más
afiebradas elucubraciones fantasmagóricas.

Si bien a la fecha éstas no parecen haberse
asentado todavía con fuerza, detectamos indicios que
habilitan la sospecha de que existe al menos la volunta y el
deseo de que eso ocurra. Creemos que, a medida que el edificio
salga del anonimato en el que se encuentra, la
fantasmogénesis relacionada con él
irá en aumento; y no será raro que termine captado
por los modernos cultores de los misterios paranormales, tan de
moda y pululantes en el universo de los canales de
televisión.

Por eso, en este apartado del trabajo, vamos a
identificar aquellos elementos que facilitan la difusión
de relatos fantásticos, relacionados con mencionado
castillo.

¿Qué tiene de extraordinario este antiguo
casco de estancia? ¿Qué elementos de su
arquitectura alimentan el imaginario popular, hasta convertirlo
en un lugar en donde ocurren supuestos "sucesos
extraños
"? ¿Qué grado de
responsabilidad tiene el "homo internéticus" en
este proceso creativo? ¿Qué sucesos de su
"historia real" son los que abonan todas y cada una de
estas creencias?

En primer lugar habría que hablar del
escenario.

Protegido por la inmensidad de la pampa, rodeado por
leguas de terreno apisonado y llano, el castillo de Egaña
(con su bosque circundante) semeja una isla de exuberante verdor
en medio del desolado "desierto" bonaerense.

De lejos, el tupido monte que lo contiene en su seno, y
que nos recuerda la figura de un gigantesco reptil aplastado
contra el suelo, mantiene al edificio fuera del campo visual de
los ocasionales viajeros.

Verde, larga, irregular en su "lomo", la
conglomeración arbórea funciona a modo de valla
protectora (en su origen, de la privacidad de sus propietarios).
Pero hoy en día, lo que antaño fuera un parque
prolijo y domesticado, un espacio párale solaz y el
esparcimiento, se ha convertido en una mata irredenta,
desaforada, salvaje, que avanza sobre la construcción,
colonizando superficies antes controladas por el hombre. Las
ramas, con sus millones de hojas, las malas hierbas, los yuyos y
plantas trepadoras empezaron a abrazar al castillo; y, en ese
acto de inconciente cariño, sus paredes se rajan, los
techos se desmoronan y las rejas se oxidan con la humedad,
dándole un apariencia lúgubre, siniestra, muy
propicia para que la imaginación lo pueble de entidades
tan extrañas como inmateriales.

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El aislamiento y la distancia siempre operaron de la
misma manera a lo largo de la historia. Los conquistadores
españoles lo decían claramente en sus refranes,
durante los días de expansión: "cuanto
más lejos, más raro
". Idea que perduró
en el tiempo y que supo ser muy bien explotada por la literatura
de horror. Desde la novela gótica del siglo XVIII, hasta
la ghost story del siglo XIX, los lugares aislados,
lejanos y solitarios, se convirtieron en fuente de sospechas
permanentes. El hecho de estar ocultos, o ser poco accesibles,
contribuyó a que se los poblara con características
extraordinarias; de las cuales pocos (o nadie) pueden dar cuenta
de manera directa, a no ser a través de relatos de
terceros, por lo general poco fiables. "Esto le pasó a
un amigo de mi primo
" suele decirse para convertir la
historia en algo necesariamente verosímil (condimento
necesario para que una fábula circule y se difunda, hasta
pasar a ser parte del acerbo folclórico de un
lugar).

Más allá de lo expuesto en relación
con el contexto geográfico en el que se levanta el
edificio, lo que debemos tener en cuenta y no olvidar, es que, en
este caso, lo que convoca nuestro interés es, nada
más ni nada menos, que un "castillo".
Construcción poco común en medio del campo
argentino y que nos retrotrae a las sesiones de cine y filmes de
horror que veíamos cuando éramos chicos.
Drácula, Frankenstein y demonios varios de Hollywood
vivían y dirigían sus maquiavélicos planes
desde instalaciones de ese tipo.

El "castillo", como alegoría, representa
el misterio por antonomasia. El secreto devenido en ladrillos y
piedras. El más adecuado escenario para el temor, las
intrigas, las conspiraciones y el crimen.

El "castillo", como elemento indispensable del
imaginario gótico, y tema de tantísimos cuentos,
encarna el romanticismo en su estado más puro; y el
período más apreciado y admirado por ese movimiento
cultural: la Edad media.

Desde un punto de vista simbólico, estas
imponentes construcciones pueden presentarse de maneras
diferentes: como un "castillo luminoso", símbolo
de poder, riqueza y purificación (amén de seguridad
y resguardo físico y moral); o como un "castillo
negro
", mansión de monstruos y alquimistas, habitado
por caballeros oscuros y fantasmas. En esta última
acepción el castillo adquiere el significado de puerta, de
pasaje, de acceso al otro mundo; especialmente cuando está
abandonado. Situación en la que se encuentra hoy el
castillo de Egaña.

Pero si al deterioro físico y al abandono le
añadimos el gran tamaño de la construcción y
su origen añejo, el cuadro de situación se completa
y terminamos parados frente a una potencial usina de rumores
y leyendas
que, como era de esperar, el majestuoso edificio
de Rauch también posee.

Hace poco más de un siglo, el escritor y
filólogo español Daniel Granada publicó su
libro Supersticiones del Río de la Plata (1896) y
nos dejaba una análisis critico, pormenorizado y profundo
de muchas de las leyendas más extendidas que, ya por
entonces, circulaban tanto en Argentina como en Uruguay. En uno
de los capítulos (el XXXI), Granada encara el estudio de
las apariciones y de los lugares "asombrados", como le
gustaba llamarlos ( y eran denominados en estas latitudes hacia
fines del siglo XIX).

"Un sitio asombrado es el teatro de todas las
travesuras y a veces maldades que por medios extraños y
espantables puede ejecutar el demonio. Las almas del otro mundo
asombran también casas y otros lugares. Se espanta o
asombra la gente con ruidos, voces y visiones con que los
demonios o almas en pena se manifiestan; de ahí el nombre
que recibe el lugar en que ocurren. Así como hay casas
(que son muchas en el Río de la Plata) asombradas, hay
también vados o pasos, lagunas, ruinas o taperas y hasta
árboles asombrados
".[2]

Por todo lo dicho, nadie se "asombrará"
si decimos que, en torno al castillo en ruinas de Egaña,
circulan ya algunas historias (no muy desarrolladas, por cierto)
que hacen referencia a "misteriosas apariciones
espectrales
" en el lugar.

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Según dicen, en el viejo casco de la estancia San
Francisco, suelen escucharse por las noches (tal vez
también durante el día) ruidos extraños,
pasos y lastimeros sollozos que espantan a los siempre
anónimos testigos que arriesgan sus pasos por las ruinas.
Naturalmente, esta "actividad paranormal" (como les
gusta llamarla a los "especialistas") siempre afecta a
personas difíciles de encontrar, testigos ausentes y nunca
directos. Y aún cuando estos últimos aparecen las
pruebas que dan son tan endebles como las historias en las que
esos fenómenos se apoyan. Porque hay que aclarar que,
detrás de cada fantasma, existirían acontecimientos
reales que sustentan y explican el porqué de tales
eventos.

Vayamos, entonces, a uno de ellos, muy extendido en las
páginas de Internet que, como ya hemos dicho en otra
oportunidad, se ha convertido en el nuevo fogón (ahora
digital) en donde nacen los mitos y leyendas (tal vez con mucha
menos crítica que cuando la gente los oía en
directo y se veían la cara).

¿De quiénes son los esos sollozos del
más allá? ¿Qué alma en pena es la que
arrastra sus pies en las derruidas dependencias del castillo de
Egaña? ¿Por qué pena? ¿Qué
acontecimiento traumático del pasado es el que
provocó este drama, que parecería ser ya
eterno?

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Si seguimos las habladurías publicadas en la red,
el espectro que ronda en el laberíntico castillo
parecería no ser otro que el de su antiguo propietario y
constructor, el arquitecto Eugenio Díaz Vélez, hijo
de don Eustoquio Díaz Vélez (h), quien fuera
propietario de otro palacio en el barrio de Barracas y que
(oh sorpresa) tiene también fama de estar
embrujado.

Según sostiene una de las apócrifas
leyendas que circulan, un accidente fatal sería el
responsable del encantamiento del castillo de
Egaña.

Cuentan que en el día de la inauguración,
con la fiesta preparada y todas las mesas puestas para celebrar
tamaño acontecimiento, los invitados empezaron a ponerse
ansiosos por el retraso de dueño de casa. Don Eugenio
parecía haber olvidado apersonarse en el "novel"
castillo, pero su hija (heredara universal de todo el patrimonio
de su padre) los calmó diciéndoles que estaba en
camino desde Buenos Aires y que llegaría de un momento a
otro. Pero eso nunca ocurrió. Pocas horas más
tarde, y frente a las insistentes preguntas de parientes y
amigos, la joven mujer fue informada de algo terrible: don
Eugenio se había matado en la ruta en un
accidente.

El desconsuelo fue absoluto. La fiesta, como es obvio,
se suspendió y la inauguración se convirtió
en velorio. Los comensales abandonaron la estancia y la heredera
hizo lo propio para no volver nunca más. A partir de ese
día de 1930, el edificio permaneció cerrado durante
tres décadas, sufriendo un razonable deterioro y el saqueo
por parte de la gente de la zona. Claro que el dueño del
campo (dicen que dicen) sigue regresando desde el más
allá (algo tarde) a una fiesta que nunca
terminó.

El recuerdo de la tragedia impidió a la familia
volver al palacio campestre y así, lentamente, la
mansión quedó signada al olvido y, por supuesto, al
alma en pena de su mentor y constructor.

En principio esa sería la historia que
explicaría la actividad fantasmal en el castillo. Pero hay
un inconveniente: todo el relato es una mentira. Un producto de
la imaginación colectiva. Como hemos explicado en la
primer parte de este trabajo, nunca hubo fiesta de
inauguración, ni mesas abandonadas con el servicio listo a
ser consumido, menos aún invitados y, por sobre todas las
cosas, tampoco existió el accidente en la ruta. Don
Eugenio Díaz Vélez murió en Buenos Aires en
su palacio de avenida Montes de Oca (Barracas). Nunca hubo viaje,
ni choque, ni muerte violenta. Entonces, ¿de quién
es el fantasma que todavía estaría rondando en la
propiedad?

Seguramente de la gente que lo creó.

Pero los rumores no terminan con el falso
accidente.

Hay más.

Según cuenta otra leyenda que circula por
Internet, el castillo estaría "maldito".
Aparentemente, una "venganza espectral" ha caído
sobre el edificio y los responsables no son otros que los
errantes espíritus de los indios pampa, muertos en el
siglo XIX durante las campañas comandadas por el entonces
gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en
pos de más tierras para la incipiente ganadería; y
que, tiempo más tarde, la familia Díaz Vélez
adquiriría con la enfiteusis rivadaviana.

La "venganza india del más allá",
un clásico en el imaginario americano, se convierte en una
denuncia solapada, en una crítica no explícita, al
accionar de los empresarios ganaderos, protagonistas de la
postrera conquista de esta parte del continente (y fuente de
incalculables fortunas).

Como si todo esto fuera poco, hay una última
historia que abona a todas las anteriores y actúa como
catalizadora de renovados rumores locales.

Todos los lugares encantados o embrujados tienen (o
deben tener
) en su acerbo algún hecho
traumático, en lo posible un accidente (como ya hemos
visto), un drama familiar y, si se quiere ser exigente, una
asesinato.

Para sorpresa de todos, el castillo de Egaña fue
escenario, lamentablemente, de un hecho luctuoso que se
llevó la vida de un hombre joven.

He tenido contacto con familiares directos de la
víctima que, a diferencia del imaginario accidente rutero
de don Eugenio, confirmaron que el hecho ocurrió el 14 de
mayo de 1974.

Dado que no tengo autorización para revelar el
nombre de la familia, me referiré a ella con el apellido
ficticio de "Burgos".

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Poco antes de mediados de la década de los "70,
cuando el castillo funcionaba como reformatorio de menores, el
señor "Enrique Burgos", que trabajaba para el
ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia, fue enviado a
administrar una de las distintas colonias agrarias que
habían sido creadas en los ´60 a instancias del por
entonces gobernador Oscar "Bisonte" Alende. La colonia
se llamaba Langueyú y estaba comunicada al castillo por un
camino de tierra. Todos los días, la señora de
Burgos, maestra de profesión, recorría el
trayecto para dar clases en el instituto de menores; pero su
marido también se daba tiempo para trabajar con los chicos
internados en el lugar, dándoles tareas en el trabajo de
campo e instruyéndolos.

Relata la hija de Burgos (a la sazón una
niña) que en el castillo había un muchacho ya mayor
al que "Enrique" tuvo que pedirle, en cierta
ocasión, que se volviera a su casa, dado que por su edad
ya no podía permanecer allí. Comenta que
acompañó al chico hasta el tren, pero el muchacho
no se marchó. Seguramente quedó rondando por la
zona, masticando odio; y el 14 de mayo de 1974, mientras
Burgos volvía a su casa desde el castillo, lo
esperó a la vera del camino y lo mató de ocho
tiros. Después se subió al auto en el que
Burgos viajaba y se fue.[3]

Finalmente, un hecho de sangre (cercano al castillo)
queda confirmado, alentando al imaginario por senderos que
desconocemos a dónde nos van a llevar.

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PARTE 4

Un recorrido
final por el abandono

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Opaco, irregular, tortuosamente laberíntico.
Imponente en medio de la nada. Desnudo de vidrios, sólo
vestido por graffitis. Solitario. El castillo de Egaña es
únicamente una sombra, aún digna, de lo que supo
ser.

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Mudo y silencioso, carente de humanos. Pajarera gigante
de la decadencia.

Lúgubre y misterioso. Atrapante. Seductor por
donde se lo mire.

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Sus múltiples ventanas se abren en todas
direcciones. Panóptico ciego desde el que ya nadie vigila
ni mira nada.

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Acopiador de guano, de astillas, polvo y basura.
Receptáculo de suciedad, óxido y manchas de
humedad. Sólo los mosaicos de los pisos, que cambian de
diseños en cada dependencia, conservan algo del color
original. Rojo, negro, azul, amarillo. Observables sólo
cuando las heces de aves y murciélagos son echas a un
costado.

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En medio de ese eclecticismo decaído y en ruinas,
las columnas jónicas que rodean el patio interno,
conservan, a pesar de las irreverentes inscripciones que las
ensucian, el señorío clásico que hemos
aprendido a identificar como arte.

De a ratos, el marco corroído de una ventana o
puerta, cruje; denunciando el óxido de sus bisagras y el
sin-cuidado de una mansión que se sabe muerta.

Italianizante por momentos. Afrancesado, en otros.
Normando, en algunos rincones y medieval en su mirador, el
castillo de Egaña carece de una definición
estilística clara. Lo único claro es su solemne
señorío.

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Cuando se lo ve como está ahora, cuesta creer que
tanta gente haya invertido dinero, esfuerzo, creatividad y tiempo
en su construcción. Pero así es todo. En todos los
órdenes de la vida.

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Universo cerrado del detalle. Hasta sus rincones menos
importantes sobresalen por la calidad y belleza de su
factura.

Una enigmática e irracional furia parece haberse
desatado en lo que queda de baños y cocinas.
Anónimas manos destructoras, libres de la mirada ajena,
descargaron un frenético vendaval de golpes sin sentido,
destruyendo lo que antaño fuera parte importante del
castillo.

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El impulso de muerte se sobreimprime y triunfa sobre el
impulso de vida. Norma generalizada en todos los sitios
abandonados. Y el castillo de los Díaz Vélez no es
la excepción a la regla.

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Jirones endebles, meros tablones podridos. Sus
persianas, que tan bien protegieron la intimidad burguesa de la
mansión, hoy son sólo un recuerdo
carcomido.

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Modulares vacíos, sin puertas, invadidos por la
humedad y la mugre. Sin reservas de comida. Sin nada. Esqueletos
secos en cocinas sin aromas ni recetas.

Desde el patio trasero, el castillo yergue sus tres
plantas exhibiéndose como su fuera una construcción
traída de Europa Oriental. Me recuerda al castillo de Bram
y a su famoso propietario, Vlad Tepes, príncipe de
Valaquia. Cruel defensor de la cristiandad y conocido con el
apodo de Drácula.

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Las ventanas de los altillos, siempre oscuras, remedan
inmensas y rectangulares pupilas dilatadas, prolijamente
enmarcadas por tejas oscuras que, paradójicamente, se
conservan intactas, luminosas, como recién
puestas.

Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo
haber sido un lugar abandonado, es una operación que se
vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con
vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor
incitan a la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable
decadencia.

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Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo y
bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son
escenarios de la recolonización de la naturaleza y el
más firme presagio de la victoria final de la suciedad y
la basura.

El silencio es quien somete, como un tiránico
rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo
sonido de las aves intrusivas que los anidan y
regentean.

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En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene
su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una
pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando
—en larga agonía— espacios otrora llenos de
vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados,
sólo les resta esperar su completa
desaparición.

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Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan.
Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas.
Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables
ante cada mirada.

Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la
soledad meten miedo, ponen en efervescencia la
imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el
destino al que todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el
motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos,
renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza
intrínseca que poseen.

Los lugares abandonados personifican la muerte. Espantan
a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran
buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a
los peligros de la "Parca".

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El dominio de las grietas. El reino del papel que se
tambalea y aún así resiste a las fuerzas del
desgano, la desidia y el olvido. Un pacto fáustico que
desde el vamos se sabe incumplido.

Los lugares abandonados son el campo propicio,
fértil, de las metáforas y adjetivos.

Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares
abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e
inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la
muerte los acompaña.

Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de
humedad una bofetada al "Progreso", en algún
momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una
decadencia particular.

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Se los recorre en silencio, como se recorre un
cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue.
Lamentando lo inexorable. Preguntándonos "por
qué
".

Los lugares abandonados, como la basura, incomodan.
Atentan contra el "buen gusto", y la convivencia con
ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor,
las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra
cultura de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo
inútil.

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Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se
explicita especialmente en los niños y adolescentes. La
aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la
esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso
en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura
controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es
apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado,
para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas,
alimentando el sentimiento de aventura y
rebeldía.

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Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por
los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que
rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen asociadas: la
basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos
en manos del deterioro estén -como los cementerios- en las
periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La
podredumbre se deja fuera.

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Lugares sombríos, marginales, incontrolados.
Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de
cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro
temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo
parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las
sombras adquieren características más
extrañas que durante las horas diurnas. No es de
extrañar, entonces, que sean los escenarios más
propicios para el miedo.

De entre todas las partes que tienen las edificaciones,
los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el
sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas
sin el control ejercido por el hombre, desoyen la
domesticación a la que habían sido reducidas y lo
copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen
hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama
el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un
jardín abandonado es la naturaleza en movimiento. Es
autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por
eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que
ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines
y parques abandonados son la esencia de la revancha. Del
descontrol. La pérdida de una batalla.

"Era". Todo "era". El verbo
"ser" en pasado. Así, con esa palabra conjugada
en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares
abandonados. Esto "era" aquello (un hotel, una casa, un
galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá
se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se
lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre
más. El lugar está vacío, roto, perlado por
goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el
deterioro en tiempo presente.

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Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una
reflexión sobre la muerte, la destrucción y la
insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible
dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como
yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas
ruinas
».

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