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El hospital Santa María de Punilla



  1. Introducción
  2. Tuberculosis, progreso y
    locura
  3. El
    lado oscuro
  4. El
    universo de la podredumbre
  5. El
    hospital de las palomas decapitadas
  6. Palabras finales

Introducción

"Como arena, el silencio
sepultará las casa.

Como arena, las casas se desmoronan.
Oigo ya

sus lamentos. Solitarios.
Sombríos. Ahogados

por el viento y la
vegetación."

Julio Llamazares, Pág.
141

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Siempre hay un dejo de nostalgia cuando se
recorren lugares abandonados, impregnados de soledad, sombras y
mutismo; en especial cuando esos sitios estuvieron antaño
llenos de vida, personas y actividades cotidianas.

El contraste entre "lo que es" y "lo que
fue
" impacta, y aquello que conceptualizamos bajo el nombre
de "historia" adquiere una dimensión muy
particular, aprehensible, concreta. Mucho más tangible que
cualquier documento y generadora de fantasías, la
mayoría de ellas por demás improbables. Pero en
esos casos, no interesan. No importa que los "hechos"
hayan sucedido en realidad. La quimera ocupa la escena y cada
rincón, cada ventana destruida, cada pasillo o
galería silente y sucia, se transforman en el escenario de
miles de vivencias particulares, "pequeñas", en
las que (con toda seguridad) se mezclan dolor, alegrías,
decepciones y proyectos. La vida se recrea intelectualmente con
cada paso que se da, y si bien es cierto que los detalles se nos
escapan (tal vez para siempre) resulta difícil impedir que
"la imaginación histórica" complete los
enormes vacíos que han dejado los documentos y la
memoria.

Estas sensaciones me invadieron cuando recorrí,
en enero de 2012, el sector abandonado y casi en ruinas del
antiguo Hospital Colonia Santa María de Punilla,
en las inmediaciones del pueblo de Cosquín, provincia de
Córdoba (Argentina).

El siguiente es el relato de esa experiencia.

FJSR

Febrero de 2012

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Tuberculosis,
progreso y locura

"¿Por qué evocar
ahora

un tiempo que no existe,

un tiempo que es arena

sobre mi
corazón?"

Julio Llamazares, Pág.
139

Hubo una época en que la gente moría con
un diagnóstico que producía, entre los vivos, un
terror inenarrable. Una psicosis colectiva que recorrió
todo el mundo occidental y obligó, a las más
preclaras mentes de la segunda mitad del siglo XIX, a buscar una
solución, que tardó en
llegar.[1]

Ejércitos de médicos se lanzaron en la
lucha contra la tuberculosis. Pero carecían de los
conocimientos y de las técnicas que hoy poseemos.
Aún así, la autoridad y el poder de la medicina
(que no dejaba de crecer en un mundo cada vez más
secularizado y controlado por "higienistas") impulso la
realización de inversiones, muchas veces millonarias, en
pos de la cura.

Como resultado de todo ello, y bajo la creencia de que
el clima, el sol y el aire puro, eran herramientas
terapéuticas eficaces en el combate contra las
disfunciones respiratorias, empezaron a levantarse inmensos
complejos edilicios en "regiones sanas" del mundo. En
nuestro país tuvo su provisoria panacea en la
mediterránea provincia de Córdoba; y fue
allí en donde surgieron espacios preventivos para los
más ricos (grandes hoteles, como el Eden Hotel de
La Falda) y gigantescos hospitales para los desafortunados que ya
habían sido presa de la "tisis".

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La Estación Climatérica y Hospital
Colonia Santa María de Punilla
fue uno de los
más emblemáticos de nuestro país y de toda
América Latina.

Aislado, colgado de las sierras, lejos de los centros
urbanos y de las principales rutas de comunicación para
evitar el tan temido contagio, el Santa María se
construyó en el año1900 a instancias de una famoso
tisiólogo argentino, el doctor Fermín
Rodríguez, quien en febrero de 1899 recibiera del gobierno
nacional un préstamo de $ 250.000 m/n para tal
fin.

De ese modo, y apoyado también por las
consideraciones de otros prestigiosos colegas, el doctor
Rodríguez emprendió por su cuenta y riesgo la
ciclópea tarea de sanar a los tuberculosos en un espacio
apropiado, seguro y aséptico, en medio de un valle
cordobés con el nombre de Punilla.

Así es como nació la Estación
Climatérica
que nos ocupa: como un desesperado
intento por evitar la muerte, controlar a los enfermos e impedir
que el flagelo se siguiera
difundiendo.[2]

El hospital se convirtió en la última
trinchera contra la tuberculosis.

Claro que la vida en las trincheras nunca fue agradable.
A la angustia que origina la incertidumbre se le suman las bajas
que a diario o semanalmente se producen alrededor, anunciando
permanentemente que la muerte merodea cerca. Siempre cerca. Que
es algo palpable, real y que, en sitios como esos, morir no les
ocurre sólo a los otros.

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Hay algo tétrico en las fotos antiguas del
Santa María. Algo que excede en mucho las
sonrisas que se observan en algunos de los internos, o la
seguridad, tal vez fingida, que exhiben los médicos y
enfermeras. En lo personal, creo que todos los hospitales tienen
algo de macabro, de lastimero, a pesar de que hoy en día
la mayor parte de la humanidad que habita en occidente nace y
muere en ellos.

Las viejas fotografías, amén de ser
documentos gráficos de primer orden, alimentan ese clima
de ansiedad e impotencia que muchos debieron experimentar. No en
vano el moderno cine de terror ha hecho de los hospitales
escenarios ideales para el desarrollo de sus truculentas tramas
de ficción.

Ya tenemos, por ende, los ingredientes básicos
para alimentar suspicacias y temores; necesarios ambos para el
despliegue de leyendas urbanas, que el hospital de Punilla, por
supuesto, también arrastra.

La administración del Santa María, a lo
largo de los años, pasó por sucesivas
manos.

Desde su fundación, el 24 de junio de 1900, y
hasta el cumplimiento de su primer década, el doctor
Fermín Rodríguez fue su propietario y principal
administrador. Pero aquel gigante demandaba mucho dinero y
generaba muy pocas ganancias. Por ese motivo, a partir de 1910 el
gobierno nacional lo compró. Ya en manos del Estado, y
dado que por entonces el 50% de la mortalidad general de la
provincia se debía a la tuberculosis, el Santa
María fue depositario de nuevas inversiones que se
tradujeron en una ampliación del complejo, a partir de
1915.[3] Desde ese momento, las denominaciones
"Estación Climatérica" y
"Colonia" desaparecieron y el nosocomio pasó a
llamarse Sanatorio Nacional de Tuberculosos Santa
María
.

La fuerza de la modernidad, que el Estado nacional
pretendía exaltar, también recayó sobre el
lugar. El empuje de la filosofía positivista y la idea de
Progreso, tan propias de esos días, volvieron inevitable
una mirada optimista sobre el sanatorio; y así su
prestigio y difundida fama terminó invirtiendo el poder
que la naturaleza ejercía sobre él. A partir de
entonces, el hospital resultó ser el elemento dominante,
domesticando a la naturaleza que lo había cobijado. Y
así, el progreso nacional quedaba encarnado también
en esa institución. Y lo hizo hasta 1981, año en el
que pasó a manos del poder provincial. Pero por entonces
la tuberculosis hacía casi cuarenta años que
había sido vencida.

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De todos modos, el Santa María de
Punilla
continuó aislando a sus nuevos internos,
alejándolos de la vista de los sanos; y es que desde 1968
el objetivo del complejo cambió hacia el control y "cura"
de la salud mental. Se transformó en un manicomio, en un
centro de control psiquiátrico. Lo que es, en parte, hasta
el día de hoy.[4]

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El lado
oscuro

Cuando me detuve a los pies de la escalinata de acceso
al inmenso pabellón abandonado del Hospital Santa
María de Punilla
supe de inmediato que aquel momento
sería, simplemente, inolvidable.

No me equivoqué.

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El edificio, de un ecléctico estilo
arquitectónico con tintes nórdicos y
centroeuropeos, era la más clara imagen de una sede de
poder en decadencia. Un antiguo instrumento de cura y
prevención, convertido en una jeringa vacía,
inútil, inoperante.

Abandono. Suciedad. Decrepitud y deterioro. Un hospital
que se había vuelto inhospitalario se erguía ante
mi admirada y emocionada mirada; conviviendo con otros pabellones
aún en funcionamiento a muy pocos metros de él.
Pero era ignorado. Era como si nadie se hiciera cargo de su mal
estado. Lo limpio y lo sucio. La vida y la muerte
convivían, la una junto a la otra, dentro de una ciudadela
con más de 30 edificios en los que se combinaban los
habitados y los deshabitados. Unos, útiles todavía;
los otros, inservibles y sumidos por completo en el
olvido.

Todo aquello parecía ser un viejo y desahuciado
set de filmación. Un escenario hoy yermo, pero que en el
pasado había sido el lugar ideal para que se filmaran
películas muy reconocidas por la taquilla y la
crítica, como Boquitas Pintadas, estrenada en
1974 o, ya más cercana en el tiempo, el excelente y
bizarro film de Ulises Rosell, Rodrigo Moreno y Andrés
Tambormino, titulado El Descanso, del año
2002.

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Hoy ya nada nos indica que actores de la talla de
Alfredo Alcón, Mecha Ortiz o Marta González,
desplegaran sus dotes de histrionismo en el predio del
ex-hospital. El silencio es lo que se impone en sus pabellones y
anexos en ruinas.

Tampoco esas paredes agrietadas y techos descascarados y
abiertos, nos hablan de los centenares de enfermos que caminaron
por sus pasillos o descansaron en las galerías,
soñando con una cura próxima y sintiendo el rechazo
del mundo exterior; ignorante, temeroso y ausente de esos dramas
sanitarios.

Pero si de ausencias hablamos, la historia reciente de
nuestro país está, lamentablemente, llena de
ellas.

Durante la última dictadura militar (1976-1983)
la retención ilegal, tortura y desaparición de
personas fue algo que, maquiavélicamente, la sociedad
naturalizó. Centros clandestinos de
detención
crecieron como hongos venenosos a lo largo
y ancho de la Argentina y el Hospital Santa María
no quedó exento de ser el escenario de esas
atrocidades.[5] Numerosos vecinos y ex
–empleados del nosocomio han referido ante la justicia
sobre un edificio copado por militares y prácticas de
apremios ilegales.

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Es irónico, y macabro al mismo tiempo, que una
colonia ideada para combatir la muerte y el sufrimiento se haya
convertido por un tiempo en el espacio predilecto para desplegar
los actos más inhumanos, cobardes y sádicos que se
hayan registrado en la historia argentina del siglo
XX.[6]

Estos hechos, como veremos más adelante, son con
seguridad los que alimentaron (y alimentan en parte) el
imaginario local, relacionado con la moderna leyenda urbana de
Punilla y sus alrededores.

El universo de la
podredumbre

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Pocos vidrios sobreviven intactos, tanto dentro como
afuera del edificio. No hay ventana o puerta, principal o de
servicio, que los tenga sanos. Anónimos cascotazos los
rompieron a lo largo de los años, como queriendo dejar una
muestra de destructivo individualismo en un sitio olvidado. Igual
que los centenares de graffiti que embadurnan las húmedas
y descascaradas paredes de todo el recinto. Nombres propios,
consignas políticas y futboleras, apodos y fechas, decoran
como pinturas rupestres los muros del ex hospital. Tampoco faltan
las inscripciones de neto corte sexual, muchas de ellas de
elevado tono, simpáticas, aunque groseras.

Pero no son los graffiti lo que le dan interior cierto
tinte artístico.

El tono ocre que predomina en la mayoría de las
habitaciones o pasillos, en las escaleras y en el sótano,
lo proveen sus paredes despintadas y, fundamentalmente, las
invasivas manchas de humedad, los hongos y bacterias que
colonizaron todo el ex nosocomio. Del mismo modo, el empapelado
arañado y roto de los muros le otorga al lugar el aspecto
de una cadáver despellejado. Un sitio en donde los gatos
afilan sus uñas.

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Los mosaicos del piso, en cuya conjunción cuatro
de ellos forman un dibujo geométrico y abstracto,
están desgastados por los miles de tacos y suelas que los
transitarios a lo largo de más de siglo. La falta de
mantenimiento de las última décadas han hecho lo
suyo, en especial las heces de las ratas, murciélagos y
aves intrusivas que, sin certificado médico alguno,
colonizan al viejo hospital.

Turbio fondeadero donde van a recalar millones hojas,
acumuladas por el viento y convirtiéndose en basura,
terminaron por quitarle al Santa María el brillo que
alguna vez tuvo. Ya no es un espacio para el orgullo nacional. Un
universo de podredumbre transformó al viejo nosocomio en
un espacio triste, sin destino y amarrado a un débil
recuerdo.

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El irreparable deterioro que los agentes
vandálicos externos le produjeron inescrupulosamente, sin
respeto, a su historia y a su loable función inicial,
materializa la muerte de una ilusión. Y son sus escaleras,
por completo destruidas, el símbolo más cabal de
que allí, en los pabellones abandonados del Santa
María, el ascenso resulta ya algo imposible.

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Al mirar las fotos antiguas, que congelaron para siempre
sus días de gloria, no puedo más que recordar esa
letra de tango que nos dice que "la vida es sueño y nada
más". Que veinte años (o un siglo) no son
nada.

El mármol, el granito, los ladrillos rojos, las
puertas y los pasillos del hospital; las galerías y sus
mosaicos, los balcones, altillos, canaletas desprendidas, el
mobiliario residual, las rejillas, incluso las veletas que
aún sobreviven en el techo, todo, absolutamente todo,
está roto, destruido. Son el rumor apagado de otra
época. De una era vencida por el hastío y la
desidia. Por el frío, el calor extremo y el más
desesperado olvido.

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Hay un tango, escrito por Francisco Canaro en 1935, cuya
letra no puedo dejar de citar, ya que resume, mejor que nada (y
en la voz del "Polaco" Goyeneche) todo lo
antedicho.

Su título: "Casas Viejas".

¿Quién
vivió,quién vivió en estas casas de
ayer?¡Viejas casas que el tiempo bronceó!Patios
viejos, color de humedad,con leyendas de noches de
amor…Platinados de luna los viy brillantes con oro de sol…Y
hoy, sumisos, los veo esperarla sentencia que marca el
avión…Y allá van, sin rencor,como va al matadero
la res¡sin que nadie le diga un adiós!

Se van, se van…Las casas viejas
queridas.demás están…Han terminado sus
vidas.¡Llegó el motor y su roncar ordena y hay que
salir!El tiempo cruel con su burilcarcome y hay que morir… Se
van, se van…¡Llevando a cuestas su cruz!¡Como las
sombras se alejany esfuman ante la luz!El amor…El amor coronado
de luz,esos patios también conocióSus paredes
guardaron la fey el secreto sagrado de dos.Las caricias vivieron
aquí…¡Los suspiros cantaron pasión!…
¿Dónde fueron los besos de
ayer?¿Dónde están las palabras de
amor?¿Donde están ella y él?¡Como
todo, pasaron, igual que estas casasque no han de
volver!…

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El hospital de las
palomas decapitadas

Cientos de personas han recorrido subrepticiamente los
pabellones abandonados del Santa María de
Punilla
, incluso de noche. Ciertamente, no es lo mismo
hacerlo con la luz del sol (antes curativo) que iluminados por
linternas en plena oscuridad. El status ontológico del
edificio cambia cuando baja el sol, al tiempo que cambian
también las percepciones que se tienen de él. Una
cosa va junto con la otra. Imposible separarlas.

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Pero, ¿qué es lo que la gente busca en
esas improvisadas "expediciones" nocturnas? ¿Un
shock de adrenalina? ¿Emociones fuertes? ¿Una
prueba de valentía? ¿Miedo profundo? Con seguridad,
un poco de cada cosa, y el hospital es generoso a la hora de
brindarlas.

Como todo lugar abandonado su aspecto es lúgubre.
Ello exacerba la imaginación. La sugestión se hace
presente y muchos empiezan a ver y sentir cosas que objetivamente
no existen. La experiencia previa (asimilada a través de
la literatura y los filmes de terror) generó un
estereotipo ya clásico de "sitios
terroríficos
" y los hospitales (de tuberculosos y
pacientes psiquiátricos en particular) parecen llevarse
todos los laureles. Invito al lector a recordar (o buscar por
Internet) las numerosas películas de terror que
están ambientas en instituciones de ese tipo.

Además, en "la vida real", son muy pocos
los nosocomios -con las especialidades nombradas- que no
arrastren historias truculentas. Los dos motivos que llevaron al
aislamiento de las personas durante décadas, la tisis y la
locura, contribuyen al morbo general (tal como lo hizo la lepra
durante el medioevo).

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El Santa María de Punilla concentra,
pues, los ingredientes necesarios para que el imaginario se
despliegue sin mucho control; difundiéndose, así,
rumores sobre supuestos (y nunca probados) fenómenos
paranormales (hoy tan en boga).

Tal como dijimos, un lugar de muerte, enfermedades
contagiosas y enajenación, es ideal para que se
desarrollen historias de ese tipo, y son los hoteles y hospitales
los que comparten ciertas condiciones necesarias para convertirse
en usinas de leyendas, propias de la "ghost
story
" literaria.

Todos los viejos hospitales tienen algo de parecido a
los castillos y fortalezas de épocas pretéritas;
edificios que ocuparon un lugar preponderante en la
novelística romántica del siglo XIX y que
terminaron transformándose en los escenarios habituales de
tramas en las que espectros y fantasmas de distinto tipo
hacían acto de presencia. Con la emergencia del cine, en
los primeros años del siglo XX, este estereotipo
encontró una difusión aún mayor,
prolongándose ésta hasta el día de
hoy.

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Pero, ¿qué tienen en común estas
edificaciones?

En primer lugar, hablamos de construcciones inmensas, de
miles de metros cuadrados cubiertos, aisladas e impregnadas de
secretos y misterios, que el propio aislamiento se encarga de
aumentar. Lejanas al resto, pero a la vista de todos, los
castillos y los hospitales antiguos se convierten en el blanco de
todas las suspicacias locales. Dentro de ellos aún lo
más inusual es posible. No en vano el doctor Víctor
Frankenstein vivía y desarrollaba sus terribles
experimentos en un castillo. La medicina y el horror ya aparecen
unidos en la novela de Mary Shelley (1818).

A partir de entonces, particularmente después de
la Primera y Segunda Guerra Mundial (más de un siglo
después de que se escribiera la novela), la imagen del
científico loco, inmoral, capaz de cometer las atrocidades
más horrendas, se instaló en le imaginario
colectivo. La ciencia perdía así la confianza ciega
que los racionalistas optimistas del XVIII le habían
tenido y empezaba a mostrar su lado oscuro, inhumano, inmoral.
Así, los hospitales de la novelística y el cine de
terror, transmutaron en "campos de concentración" en los
que doctores desquiciados practicaban operaciones terribles, en
especial con aquellos pacientes más débiles: los
locos, los niños y las mujeres, conejillo de indias en
horrendos experimentos.

También la antigüedad concede a estas
construcciones cierto prestigio negativo. Los
lugares viejos arrastran historias sospechosas (reales o
inventadas) y si están abandonados esas sospechas se ven
respaldadas con la oscuridad, la suciedad y el deterioro, que por
sí mismos son generadores de temores muy profundos, por
aludir (directa o indirectamente) a la muerte. En ellas los vivos
y los muertos conviven en un mismo espacio, a contramano de lo
que ocurre hoy en día. Cementerios y morgues manifiestan
la presencia cercana de La Parca sin eufemismos
elegantes.

No es extraño, entonces, que el Santa
María de Punilla
con sus característica
edilicias y el actual estado de alguno de sus pabellones, se vea
conectado a historias sobrenaturales, muy poco originales y por
demás trilladas.

"La gente" habla de puertas y ventanas que se
golpean, como si fueran pateadas o azotadas adrede, en
días y noches sin viento. Sonidos de pisadas invisibles
recorren las galerías del gigantesco hospital, al tiempo
que escalofriantes silbidos, provenientes de oscuros rincones,
intentan llamar la atención de los irresponsables
intrusos. Tampoco faltan luces extrañas por las noches
recorriendo los pasillos que, desde hace décadas, carecen
de conexión eléctrica habilitada; o la
aparición de un niño, como de tres o cuatro
años, pelado y un rostro desencajado por tormentos, que
espanta sin motivo conocido a los que arriesgan sus pasos por el
lugar.

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El miedo a la locura también encuentra su canal
de expresión a través de una historia que asegura
que en el hospital se siguen practicando extrañas
operaciones esotéricas producto de mentes enajenadas:
la decapitación de aves. Muchas personas han
denunciado esa práctica, especialmente por Internet.
Palomas, cotorras y pájaros de distinto tipo
aparecerían desperdigados por los pabellones sin sus
cabezas.

De inmediato me viene a la memoria la imagen de
Rendfield, ese personaje secundario de la novela de Bram
Stoker, asesinando y comiendo insectos en el manicomio vecino a
la mansión del conde Drácula; o la de Santos
Godino
(el petiso orejudo) liquidando pajaritos y
pequeños gatos en el penal de Ushuaia.

No hay duda: un loco matando animalitos mete mucho
miedo.

Esa es la imagen que los rumores de pájaros con
sus cabezas tronchadas pretenden difundir.

Y por lo que se ve, con bastante éxito a pesar de
los escépticos (entre los que me incluyo).

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Palabras
finales

Instrumento de ciencia, espacio de esperanza y de cura,
símbolo de compromiso profesional y más tarde de
orgullo nacional, el Hospital Santa María
mantiene, con sus 112 años de existencia, una presencia
insoslayable en el valle de Punilla.

Elogiado, temido y olvidado, es hoy un lugar
multifuncional, en parte destruido y en ruinas, que sigue como
antaño atrayendo la atención, ya no de tuberculosos
ansiosos por sanarse, sino de buscadores de emociones, empleados
del gobierno provincial, enfermos psiquiátricos y turistas
que, por completo ignorantes de su pasado, desconocen su larga,
apasionante y rica historia.

FJSR

 

 

Autor:

Fernando Jorge Soto
Roland

Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de
la Universidad Nacional de Mar del Plata

[1] En 1944 con la aparición de la
estreptomicina y en 1952 con la isoniazida, que pusieron fin a
la amenaza.

[2] La preocupación por la
propagación de la tuberculosis, sostiene el escritor
Norberto Huber (autor del único libro disponible sobre
la historia del hospital), hizo que el gobierno de
Córdoba solicitara, tan tempranamente como en 1831, un
informe médico sobre su grado de contagiosidad. En
él, el doctor Francisco Martínez Doblas,
descartaba el factor hereditario (mito muy difundido por
entonces) y afirmaba que era el contacto directo (incluso con
ropa y/o utencillos) era el principal responsable del contagio.
En años posteriores, otros galenos de renombre
contribuyeron a solidificar la opinión de
Martínez Doblas, como por ejemplo el doctor Oscar Goerin
quien en 1882 asentó la convicción de que el
“aire de las sierras” y “la cura de
altitud” eran los mejores métodos para terminar
con la tisis. Otros famosos higienistas que trabajaron en el
mismo sentido fueron: el doctor Enrique Tornú (en 1887),
el doctor J.M. Astigueta (en 1889) y el doctor Samuel Gache (en
1894). Véase: Huber, Norberto, El Santa María de
Ayer… La estación Climatérica y el
Hospital Colonia, Editorial Copiar, Córdoba, 2000.

[3] Durante la administración de
Rodríguez, el hospital tenía una capacidad
máxima de 100 internos. En 1915, las ampliaciones y
anexos que se construyeron, permitieron alojar un total de 1500
personas, atendidas por unos 800 empleados en total. Por otro
lado se añadieron al complejo nuevas construcciones:
edificio de administración, farmacia, lavadero,
carpintería, solarium, cocina, despensa, morgue, usina
propia, sala de máquinas, laboratorio, cocheras,
lechería, peluquería, correo y la casa de las
Hermanas de la caridad.

[4] Actualmente todo el complejo está
dividido en distintos pabellones con funciones
específicas muy variadas. Allí funcionan CEPROCOR
(Centro de Excelencia de Productos y Procesos de
Córdoba), una dependencia de Córdoba Turismo,
otra de Córdoba Deportes y finalmente pabellones
dedicados a alojar y tratar a personas con problemas
psiquiátricos.

[5] Igual suerte corrieron otros lugares de
la provincia. El más famoso de todos, conocido por la
extrema crueldad que se desplegó en él, estaba
ubicado sobre la ruta 20 y era nombrado como La Perla. Otros,
tal vez menos famosos fuera del ámbito regional, fueron
el Cerro Pan de Azúcar (Cosquín), a muy pocos
kilómetros del Santa María o la Casa de la
Dirección Hidráulica del dique San Roque).

[6] Véase La Punilla de los
desaparecidos en sitio Web:
http://www.canal11lacumbre.com.ar/noticias.php?nid=1727

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