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Monumentos prerromáticos y románicos asturianos, según Fortunato de Selgas. (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

      Este
monumento, el más antiguo en su clase que se conserva de
los primeros tiempos de la Restauración, erigido setenta
años antes que el de Santa María del Naranco, tiene
subido valor histórico y arqueológico, porque ante
él se postraron ilustres monarcas y nos da una idea de
cómo eran los altares en aquella remota edad; pero carece
de importancia artística, desprovisto de
ornamentación, sin inscripciones, ni el más
insignificante grafito, tanto más de extrañar
cuanto que la piedra por su blandura se presta fácilmente
a la talla. El altar está sostenido por un enorme
pedestal, achaflanados los ángulos, y tiene un metro y
medio de largo, cuya mitad o algo más estaba hincado en la
tierra para mantenerse estable. En la cara horizontal sobre que
descansa la mesa, se ve un hueco cuadrado muy profundo, en donde
existía una caja de madera y dentro de ella había
una arqueta pequeña de plata de forma rectangular sin
adornos ni leyendas, en la cual yacían escondidas las
reliquias de los santos (2).

(2) Consérvase esta caja en poder
del párroco de Santianes con algunos vendajes en que
estaban envueltas las reliquias. Es de temer su
desaparición.

      La sagrada
mesa se compone de una gran losa cuadrilonga, de un metro y medio
de largo por uno de ancho, más gruesa por su unión
con el pedestal que por los cantos, y en la cara superior se ve
un hueco de pie en cuadro y una pulgada de hondo, al que se
adaptaba la pequeña piedra del ara.

      Los
altares de la basílica ovetense, principalmente el del
Salvador, por su mayor importancia debieron estar decorados con
toda la riqueza que el arte podía prestar, ostentando la
sagrada mesa caprichosos dibujos, como círculos
entrelazados, ñores y tallos, cruces, de cuyos brazos
pendían las apocalípticas alfa y omega; los
símbolos de los evangelios, leyéndose curiosas
inscripciones de intrincados caracteres que decían los
nombres de los obispos que las consagraran, la era de la
fundación del templo, las reliquias escondidas bajo el ara
y acaso terribles imprecaciones contra los violadores del
santuario. Ricos frontales de lino y sérico cubrían
los frentes de los altares, substituidos más tarde por
pallas de plata, representando en relevadas esculturas el Cristo
en la Vesica piscis , los Doce Apóstoles y escenas de la
Pasión o de la Vida de los Santos, de las que nos ofrece
hermosa muestra el arca de las reliquias de la Cámara
Santa.

      Sobre
la mesa de cada altar se eleva un cuadrado templete, semejante en
la forma, si no en el estilo arquitectónico, a los
baldaquinos que aún se ven en las basílicas de
Italia y a las modernas custodias de nuestras iglesias. Coronaba
este cuerpo un cupulino, del que colgaba una cadena que
suspendía la simbólica paloma con las alas
abiertas, guardando en su interior el pan
eucarístico.

      Del
cornisamento de este templete pendían las ricas ofrendas
que los reyes, los obispos, los abades y los proceres
hacían a los santos, bajo cuya advocación estaba el
templo, exhibiéndose cruces votivas como las
célebres de los Ángeles y de la Victoria,
custodiadas hoy en la Cámara Santa, principal ornamento
del altar del Salvador, que aún conservan las anillas que
les suspendían; coronas, cual las del tesoro visigodo de
Guarrazar; dípticos consulares, capsas o arquetas de
reliquias y otras muchas joyas que hacían del sagrado
lugar un rico museo de orfebrería, visible solamente
durante la celebración de los divinos misterios, pues
fuera de ese acto estaba oculto por los velos que
envolvían el ciborio y el altar. Elevábanse los
ábsides sobre el nivel del crucero la altura de un
escalón, que servía de basamento a un podio o
transenna de un metro de altura, que impedía a los laicos
penetrar en el santuario reservado para los ministros del
templo.

      En la
ornamentación de estas vallas de piedra se agotaba el
genio inventivo de los artistas de aquella edad, con las
múltiples combinaciones de líneas
geométricas, tallos ondulantes y otros motivos tomados de
la indumentaria, de las miniaturas de los códices y de los
restos decorativos de los monumentos visigodos, como puede verse
en algunas que aún se conservan, cual la de Santa Cristina
de Lena o la de la basílica de Santianes de Pravia, hoy
custodiada en la cripta de la citada iglesia de Jesús,
cubierta de relevados dibujos que acusan la presencia del arte
visigodo en sus mejores tiempos.

      Suponen
algunos arqueólogos que la basílica del Salvador no
debió contener más que un solo altar, para lo cual
interpretan torcidamente las muchas citas y referencias que se
encuentran en antiguos documentos, contemporáneos algunos
de la fundación del templo, que dicen terminantemente que
eran trece (1).

(1) El historiador D. Pelayo
refiriéndose a la erección de la catedral por el
Rey Casto, dice: «Adjecit non humano sed potius divino hoc
praemostrante consilio in parte ipsius principalis altaiis dextra
apostolorum sena altarla totidem positis apostolorum aris in
parte sinistra».

      Esa
errónea opinión ha sido, sin duda, sugerida por el
hecho de que las basílicas latinas no tenían
más que un sólo ábside, ante el cual se
levantaba el único altar; pero en las iglesias asturianas
de planta basilical, siguiendo el ejemplo de las visigodas, a
cada nave correspondía un ábside, donde
necesariamente tenía que albergarse una ara y a veces
más, como sucedía en la ovetense, debido a estar
dedicada al Salvador del Mundo y a los Doce Apóstoles
(2).

(2) El citado obispo D. Pelayo, al
describir la capilla de San Miguel o Cámara Santa se
refiere a los altares del ábside del lado de la
epístola «Altari meridionali in ultima parte
ecclesiae Sti. Salvatoris, ubi ascensus fit per gradus »;
es decir, junto a la escalinata de la Cámara Santa hacia
donde está hoy el altar de Santa Teresa en el trozo
meridional del crucero. Los primeros historiadores de la
monarquía dicen que las iglesias del Rey Casto y San
Julián de los Prados tenían cada una tres
ábsides y otros tantos altares.

      El Sr.
Amador de los Ríos, en su monografía de la
Cámara Santa, publicada en la magna obra Monumentos
arquitectónicos de España, dice que la miniatura
inicial del libro gótico, o de los testamentos que
representa en la zona inferior el Cristo y sus discípulos,
es copia exacta del retablo que Alfonso el Casto debió
donar al Salvador y que probablemente desaparecería con
las restauraciones llevadas a cabo en la catedral en tiempo de
Pelayo Ovetense para ser sustituido por otro más rico y de
mayores proporciones. No parece acertada la opinión de
este anticuario, y por lo mismo que su autoridad y conocimientos
en arqueología y orfebrería religiosa es grande,
como lo ha demostrado en su erudito estudio sobre las coronas
góticas de Guarrazar y el tesoro de la Cámara
Santa, me detendré a combatirla.

      En los
siglos VIII y IX, en que fue erigido el altar del Salvador, no se
conocían los retablos, tal cual aparece en la miniatura
del citado Códice ovetense. Tenían estos muebles la
forma de un arca, generalmente de madera, chapeada, como los
frontales, de metales preciosos, y se colocaban sobre la mesa del
altar en la parte posterior, y en ellos solían guardarse
las reliquias de los santos, las actas de los mártires y
las joyas que se exhibían en las solemnidades religiosas.
Andando el tiempo cambiaron estos retablos de forma, se adosaron
a los muros del testero, adquirieron proporciones colosales,
elevando sus pináculos y cresterías hasta los
arranques de las bóvedas; tan modesto origen tuvieron esas
gigantescas máquinas que agobian con su mole los altares
de nuestros templos. Los bizantinos fueron los primeros que los
usaron, y de ellos los tomaron los occidentales, siendo el
más antiguo que se conoce el de San Marcos de Venecia
(976), que fue primero palla o frontal, monumento
notabilísimo de orfebrería, cuyos caracteres
arquitectónicos revelan su procedencia oriental. Le sigue
en importancia el que Carlos el Calvo donó a la iglesia
abacial de San Dionisio, y desde entonces empezaron a extenderse
por Occidente, pero lentamente, porque se oponían a su
introducción exigencias del culto, especialmente en las
iglesias catedrales. Como se ve, la aparición de los
más antiguos retablos en países que estaban
más en contacto con los bizantinos que nosotros, tuvo
lugar después del reinado de Alfonso el Casto, en cuyo
tiempo mal podía erigirse el del Salvador cuando
todavía no estaba en uso en las iglesias
occidentales.

      Los
monjes de Cluny, que tantas innovaciones introdujeron en
España, fueron, a mi parecer, los que importaron entre
nosotros los retablos. Dos causas, general la una y particular la
otra, impedían su admisión en los altares. Sabido
es que en las primitivas iglesias el lugar que ocupaba el clero
era el fondo del ábside, alrededor del cual  y
adosadas al muro se levantaban las sillas, descollando en el
centro la del obispo o abad, que se elevaba, como ya he dicho,
sobre la de los presbíteros o monjes. Cualquier objeto
voluminoso que se pusiera sobre el altar tenía que impedir
al clero la vista del pueblo que ocupaba las naves, a no ser que
se alzaran desmesuradamente los sitiales del ábside, como
en la catedral bizantina de Torcello, en Venecia, que parecen
situados en las graderías de un anfiteatro. Este fue el
motivo de que tardara en introducirse en nuestros templos el uso
de los retablos.

      Los monjes
cluniacenses perfeccionaron en los siglos XI y XII la
arquitectura, dando a sus monumentos proporciones más
vastas que los erigidos por los seculares, en los cuales
armonizaban las severas lineas del Arte latino con la
risueña ornamentación de las basílicas de
Bizancio. Fastuosos, como lo fueron más tarde los
Jesuítas, decoraban suntuosamente los santuarios, y con el
fin de contemplarlos de frente, trasladaron el coro, del
ábside a la nave o crucero donde estaba la tribuna
reservada a los diáconos, chantres y lectores.

      Cuando
a fines del reinado de Fernando I esta religiosa milicia
invadió nuestro país y comenzó la reforma de
la orden de San Benito, conservábase intacta la liturgia
visigoda o mozárabe, compilada en el siglo VI por San
Isidoro. Según las prescripciones de este rito, el preste
decía la misa en la parte posterior del altar, mirando al
pueblo; por consiguiente, si los fieles habían de ver los
oficios divinos, era necesario que la mesa estuviera libre de
objetos, como el retablo, que interceptaba la vista. Con la
importación del ritual latino, realizada en tiempo de
Alfonso VI por dichos monjes cluniacenses, y la traslación
en esa misma época del coro al sitio  que hoy ocupa
en nuestros templos, desaparecieron los obstáculos que
impedían la introducción de estos muebles, que
empezaron a exhibirse entonces en los altares de las iglesias
monacales primero, y después en las catedrales.
Consérvanse datos precisos que confirman mi
opinión.

       De la
época de Alfonso el Casto tenemos el célebre
testamento de 812, en el cual se citan las alhajas y objetos del
culto donadas por este monarca al Salvador con fecha posterior a
la erección del altar, entre las que no se encuentra el
retablo, que si existiera no dejaría de incluirse en aquel
curioso inventario. No debió aparecer ni a principios del
siglo XII, pues en Asturias se hizo sentir más tarde que
en Castilla la influencia de los cluniacenses, introductores de
estos muebles. Sugiéreme esta deducción la lectura
del catálogo de las obras hechas en la basílica
ovetense por el obispo D. Pelayo, que restauró de nuevo el
altar del Salvador y los de algunos apóstoles, el cual
guarda silencio acerca de los retablos, y en verdad que si aquel
historiador tan celoso de transmitir a la posteridad cuanto hizo
por su diócesis y por su basílica los hubiera
eregido, no dejaría de decirlo en aquel curioso documento,
en que cuenta el número de vigas que entraron en la
restauración de la techumbre de las naves.

      El
estudio de las iglesias catedrales más cercanas a la
ovetense confirman mi opinión. Sabemos positivamente que
la de Santiago no tuvo retablo hasta muy entrado el siglo XI. Ni
en la Crónica compostelana ni en otros documentos
contemporáneos que nos dan algunas noticias de la antigua
basílica de Alfonso III se encuentran datos que prueben su
existencia. Al obispo Gelmírez, que levantó el
grandioso templo que hoy se admira, se debe la
restauración del altar, dándole la nueva forma
francesa, sobre el cual se colocó un suntuoso retablo,
digna ofrenda de aquel gran Pontífice. Fue destruida tan
rica presea en el siglo XVII, pero sabemos de él por
Ambrosio de Morales, que le describe cumplidamente en su Viaje
Santo, poco antes de su desaparición. «Era —
dice — como una arca formada de buen talle, en la frontera
y tumbado de ella, tan larga como el altar, con figuras de medio
relieve, todo plateado, y en medio una plancha grosezuela de
plata, con historias, santos también de medio relieve, y
en lo alto del tumbado remataba en
frontispicio».

       El conjunto del
altar, y en especial el frontal, también de plata, con
esculturas medio relevadas, representando escenas religiosas,
recordaron al cronista cordobés el de la iglesia de
Sahagún, erigido algunos años antes que el de
Santiago por los monjes franceses, lo que prueba su procedencia
cluniacense, y por tanto perteneciente al estilo románico,
como todos los monumentos de arquitectura y orfebrería
debidos a aquellos religiosos. Acaso la resistencia que opuso el
cabildo compostelano a la restauración del altar del
Apóstol, vencida por la tenacidad de Gelmírez, fue
producida por el odio que el país en general profesaba a
estos monjes destructores del rito nacional e introductores del
monaquismo feudal francés, tan heroicamente combatido por
los burgueses sahaguntinos y de Cárdena y por los de la
misma ciudad compostelana.

     Tampoco
consta la existencia de retablos en la iglesia de León
antes del reinado de Alfonso VI. Hallábase este antiguo
templo, frigidarium de las termas de la romana Legio, en los
primeros años del gobierno del Conquistador de Toledo, en
estado de ruina, tal cual  lo dejaron los árabes
cuando fue desmantelada la ciudad por Almanzor. El obispo Pelayo,
según dice una escritura del 1073, inserta en la
España Sagrada, devolvió el culto al abandonado
templo, haciendo de nuevo los altares de los ábsides, que
fueron enriquecidos con valiosas ofrendas, entre las cuales no
aparecen los retablos. Pocos años antes los reyes Fernando
I y Sancha donaban a la Colegiata de San Isidoro en la misma
ciudad, un rico tesoro religioso que recuerda los de Monza y
Garrazar, del que se conserva un detallado catálogo, cuyo
silencio respecto de estos muebles revela que no existían
entonces en aquella basílica, a no ser que quiera
considerarse como tal el arca argentina que guardaba las cenizas
de San Isidoro, expuestas a la adoración de los fieles en
sus altares (1).

(1) Existen algunas donaciones del tiempo
de la monarquía que comienzan con las de Alfonso I y
Adelgastro a los monasterios de Covadonga y Obona. Ni en ellas,
ni en las de Ordoño I y Alfonso III que citan las alhajas
ofrendadas al Salvador aparecen los retablos.

      Sin
embargo, el ejemplo de las grandes basílicas
románicas construidas en los siglos XI y XII, cuyos
altares ostentaban magníficos retablos, como los citados
de Sahagún y Compostela, tenía forzosamente que ser
imitado en la ovetense, pero el que exornaba la Sagrada Mesa del
Salvador no debió ser una obra maestra de
orfebrería, a juzgar por su escasa duración. El
sucesor del obispo, Guillén de Monteverde, que
levantó la actual capilla mayor, D. Diego Ramírez
de Guzmán, hizo, según consta en documentos del
Archivo catedral, un nuevo retablo, enriquecido con los metales
preciosos del anterior, destacándose entre sus piedras un
camafeo de cornalina, acaso romano, como los que
embellecían las cruces votivas de la Cámara Santa,
cobijados altar y retablo bajo un magnífico ciborio de
madera tallada, cuajado de imaginería y de afiligranada
crestería, construido en 1497, que fue ofrecido por el
cabildo al maestro Giralte cuando contrató la estupenda
máquina que se eleva hasta los ventanales del
ábside (2).

(2) El Arzobispo de Valladolid, Sr. Cos,
que me ha comunicado esta referencia al primitivo altar, siendo
canónigo magistral de la iglesia ovetense, copió y
extractó numerosos documentos de su rico archivo, formando
un volumen solo a los que se refieren a la construcción
del retablo. Es de sentir que este erudito trabajo
histórico y arqueológico esté
inédito, privando a los que se ocupan en investigar el
pasado de la catedral y del obispado de datos valiosos que
debieran ser publicados.

      Acaso
le sugeriría al Sr. Amador de los Ríos la idea de
que la composición de la zona inferior de la miniatura de
la donación del Rey Casto, que representa el Cristo en la
Vesica piscis y los Doce Apóstoles, cada uno albergado
bajo un arco, era tomada de la del primitivo altar del Salvador,
por la semejanza del asunto con la del célebre retablo
donado por el emperador Enrique a la catedral de Basilea, obra
del siglo XI, hoy custodiado en el Museo Cluny. En efecto, era
éste generalmente el motivo de la escultura de estos
muebles, pero no se empleaba exclusivamente en ellos, apareciendo
desde los primeros tiempos de la Iglesia en los mosaicos de los
cascarones de los ábsides de las basílicas latinas,
en los sarcófagos cristianos; y más tarde en
frontales, relicarios, pinturas murales, y sobre todo en los
códices, exornados casi siempre de arquerías con
santos.

    Idéntica
composición que la del Libro gótico es la del arca
de las reliquias de la Cámara Santa, en cuyo frente se ve
al Señor en la Vesica piscis rodeado de sus
discípulos, colocados en dos filas en vez de tres que
aparecen en aquél . Este mismo asunto debió estar
representado en los dos retablos que tuvo el altar de la
basílica ovetense, dada su dedicación al Salvador y
a los doce apóstoles, siendo el segundo, como ya dije,
destruido a principios del siglo XVI, yendo sus repujadas
esculturas al crisol del platero, para con su producto contribuir
a la construcción de la monumental y aparatosa
arquitectura Gótica que cubre los muros del ábside,
debida a los entalladores Giralte y Balmaseda.

LA PRIMITIVA BASÍLICA DE SANTA
MARÍA DEL REY CASTO DE OVIEDO Y SU REAL
PANTEÓN.

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Desde que el pontífice
ovetense D. Gutierre de Toledo, al finar el siglo XIV,
echó los cimientos de la moderna iglesia catedral, todos
sus sucesores, imitando su ejemplo, dedicáronse con
afán a la realización de tan magnífico
monumento. A medida que las obras avanzaban, iban desapareciendo
las venerables construcciones de la época del Rey Casto:
primero, las tres capillas absidales que albergaban los altares
del Salvador y los doce apóstoles; luego, las naves,
crucero y vestíbulo, y después los edificios
religiosos en que estaba envuelta la vieja basílica.
Corriendo el siglo XVI alzóse la fachada, con su espaciosa
lonja, coronada de una torre que vence en esbeltez y gentileza a
las de Burgos y Toledo. En el transcurso del XVII, los prelados
ovetenses rodean la gótica iglesia de construcciones
greco-romanas de depravado gusto; D. Simón
García Pedrejón erige la capilla de Santa Eulalia
para guardar las cenizas de la mártir
emeritense; D. Bernardo Caballero de Paredes, la de
Santa Bárbara, bajo cuyas churriguerescas bóvedas
quería esconder el sagrado tesoro de la Cámara
Santa; y el obispo Vigil de Quiñones, la clásica
capilla que lleva su nombre, con su bello altar esculpido por
Luís Fernández de la Vega, el mejor de los
escultores asturianos.

En medio de tantas renovaciones manteníase casi
intacta la venerable iglesia de la Virgen del Rey Casto,
panteón de los monarcas asturianos. Ya en el siglo XV
perdió su primitivo ingreso, sustituyéndole el que
hoy se contempla, hermosa muestra de escultura gótica, lo
mejor que de este género se encuentra en Asturias. Al
pontífice Fr. Tomás Reluz, no menos
ilustre por sus virtudes que por su carácter, se debe la
destrucción de la vieja basílica del siglo VIII y
la construcción de la moderna. Mejor acierto tuvo el
buen prelado en las causas de los supuestos hechizos de Carlos II
que en la reedificación de este monumento, digno por
tantos conceptos de pasar a la posteridad. Más sensible
aún que su desaparición ha sido la bárbara
profanación de las tumbas donde yacían los primeros
héroes de la Reconquista, cuyos restos, hacinados y
confundidos, hallaron miserable albergue en churriguerescas cajas
impropias de un regio panteón. Apenas terminado el nuevo
templo, como en castigo de haber turbado la paz de aquellos
sepulcros, se vino al suelo la cúpula que le coronaba,
costando muchos caudales su restauración. Falleció
el obispo Reluz en 1706 sin tener el consuelo de consagrar su
iglesia, ceremonia que se realizó seis años
después, ardiendo la ciudad con tal motivo en fiestas
durante ocho días, no faltando certámenes
poéticos, espectáculos teatrales, procesiones, y,
sobre todo, elocuentes y gongorinos panegíricos
pronunciados por los más afamados oradores que contaba
entonces la capital del Principado.

Afortunadamente tenemos algunas referencias de antiguas
crónicas que nos dan una idea aproximada de su forma, y
aun de su ornamentación. Cítanle los primeros
historiadores de la monarquía al contar las construcciones
religiosas con que Alfonso II embelleció su capital,
aunque sin dedicarle las frases encomiásticas que a otras
obras contemporáneas, como la de San Tirso y la
Cámara Santa. Los escritores del siglo XVI,
Morales, Carballo y Tirso de Avilés ocupáronse
de este monumento, especialmente los dos primeros, a quienes
debemos curiosas noticias. Por ellos sabemos que la primitiva
basílica de Santa María estaba situada en el
cementerio del Salvador, separada de las demás
construcciones que rodeaban la catedral, y orientada como todos
los edificios religiosos de aquel tiempo. Encerrada
después entre el crucero de la Iglesia Mayor, las capillas
de Santa Eulalia y de los Vigiles, el monasterio de San Pelayo y
la antesacristía, al ser reedificada tenía que
conservar necesariamente las dimensiones primitivas,
levantándose los muros de la moderna, próximamente
sobre los cimientos de la antigua. De sus ingresos se
respetó el que actualmente da paso al brazo septentrional
del crucero y el de la antesacristía, por donde entraban
antiguamente los monjes de San Vicente. Se tapió la
pequeña puerta que conducía al claustro del
monasterio de San Pelayo, cuyas huellas aún se ven en el
moderno panteón; y en la fachada frontera al altar mayor
se abrió la entrada principal en el mismo lugar donde se
alzaba el sarcófago de Alfonso el Casto. Afectaba su
planta un cuadrilongo, cuyas dimensiones eran: 106 pies desde el
fondo del panteón hasta el muro exterior del testero; 52
el largo del crucero, incluyendo sus dos brazos, y su mayor
altura llegaba a 63 pies. Eran, pues, sus proporciones bastante
vastas, dada la exigüidad de las iglesias de aquel
tiempo.

Aunque los citados cronistas del siglo XVI no han dado
en la descripción que de ella hicieron más que una
idea del conjunto, fijándose solo con algún
detenimiento en el panteón, podemos con el auxilio de la
arqueología conocer cada una de sus partes, su estructura
y el carácter artístico de su arquitectura. El
maestro Tioda fue el autor de las trazas; célebre
arquitecto que levantó todos los monumentos erigidos en
Oviedo durante el reinado de Alfonso II, cuyo nombre aparece
entre obispos y próceres, suscribiendo los
testamentos reales. Tenía este templo la planta de
basílica latina, cual las erigidas en Roma en los primeros
siglos del cristianismo, con el narthex o vestíbulo, y el
cuerpo de la iglesia dividido en tres naves, terminadas en otros
tantos ábsides separados de aquellas por el crucero. El
ingreso principal, en vez de estar en la fachada o imafronte, se
le llevó al brazo meridional del crucero con el fin de
dedicar exclusivamente el narthex a enterramiento de los cuerpos
reales. Estaba este vestíbulo dividido en tres
compartimientos, ocupado el central por el panteón,
formando una pequeña estancia cuadrilonga de 20 pies de
largo, o sea la anchura de la nave, y 12 de fondo, sin más
comunicación con el templo que una estrecha puerta
frontera al altar mayor y a un lado una ventanita, cerradas ambas
con gruesas barras de hierro que apenas daban paso a la luz. La
altura de este antro era de 8 ó 10 pies, y su techo, de
madera, servía de suelo al coro alto que, como en San
Miguel de Lillo y en San Salvador de Valdediós, se elevaba
sobre el narthex. Los camarines que flanqueaban el panteón
en donde terminaban las naves laterales, tenían los dos
igual superficie que aquel, albergando uno de ellos la escalera
que conducía al coro, y el otro serviría acaso para
guardar el tesoro, libros y objetos del culto, cual los exiguos
retretes que se ven en la iglesia de Santa Cristina de Lena. La
nave central contaba 20 pies de ancho y 10 cada una de las
laterales. Estaban estas naves separadas por seis arcos, tres a
cada lado, y perpendiculares a ellos perforaban el muro a
bastante altura seis pequeñas ventanas cerradas de
arquillos de medio punto. Otros tres arcos, el del medio mayor
que los colaterales, daban paso al crucero, el cual tenía
de largo la anchura del edificio, unos 48 pies, descontando el
grueso de los muros, y de ancho lo que la nave central. Desde el
arco toral que daba ingreso al crucero se contemplaba todo el
frente del santuario con sus tres altares, sobre los que se
veían las figuras del Cristo, San Juan y la Magdalena,
hechos a pincel los cuerpos y de bulto las cabezas, que
afortunadamente se conservan incrustadas sobre la puerta
principal de la moderna iglesia. En el ábside central se
alzaba el altar de la Virgen; en el lateral de la derecha el de
San Julián, y en el opuesto, el de San Estéban
protomártir, uno de los cuales todavía se
conservaba en tiempo del historiador P.
Carballo. 

Bajo sus aras se ocultaban las reliquias de estos santos
según cuentan antiguos documentos. Decoraban los ingresos
de los ábsides tres arcos torales y había otros
tantos en el fondo adosados al muro del testero, los cuales
estaban sostenidos por columnas, cuyos fustes de ricos
mármoles pertenecieron a construcciones romanas de alguna
ciudad monumental, como Legio Astúrica o Iria Flavia.
Carballo supone que estas columnas fueron traídas de las
ruinas de la vecina Lugo, pero tal suposición nos parece
poco fundada, porque en aquella pequeña aldea no se han
encontrado restos de edificios artísticos, y es de creer
existieran allí tan solo algún castro y vilas o
casas de labor. Eran doce los fustes que exornaban los
ábsides, siendo de menores proporciones los que se
albergaban en los ángulos entrantes de los muros de los
santuarios que los de los ingresos. Alumbraban esta parte
ventanas abiertas en el testero, distinguiéndose la del
medio por sus tres arquitos separados por pequeñas
columnas, como las que vemos en San Tirso y Santullano, y el
crucero recibía luz por vanos semejantes a los de los
ábsides. Como casi todas las basílicas de aquel
tiempo, tendría encima del ábside central un
camarín de las mismas proporciones que aquel, sin
comunicación alguna con el templo, y al que no se
podía subir sino por un hueco exterior que perforaba la
pared del testero. Siguiendo las prescripciones del arte a que
pertenecía este monumento, solo estaban cubiertos de
bóvedas de medio cañón los ábsides, y
las naves y crucero con un techo de madera a dos aguadas,
decorados las trabes y cabrios de pinturas figurando enlaces de
líneas geométricas y otros ornatos de estilo
latino. El pavimento era de hormigón, formado de cemento y
fragmentos de ladrillo y piedra caliza, igual al que hoy se ve
todavía en la Cámara Santa y en uno de los
ábsides de Santullano.

El carácter arquitectónico de este
monumento era clásico, y tanto, que en el Renacimiento,
época en que no existía crítica
artística, sorprendióle a Morales el parecido de
este templo, no ya con las obras similares visigodas de Hornija,
Wamba y San Juan de Baños, sino con las romanas,
recordándole las arquerías de estas naves, las que
en aquellos días levantaba Juan de Herrera en los
cláustros menores del Escorial. En efecto, cuantos
elementos entraban en la composición de esta
basílica, eran reproducción de los que decoraban
los edificios romanos, si bien la ejecución era tosca y
descuidada, pobres los materiales de construcción, y las
líneas de las molduras sin la pureza y corrección
que distinguen las obras clásicas. Los arcos de las naves
y crucero eran de medio punto y los formaban robustas dovelas sin
molduras en sus estrados, sosteniéndolos pilastras de
planta cuadrangular con sus basas, y coronadas de una saliente
imposta semejante a las que ostentan sus hermanas las iglesias de
San Tirso y San Julián de los Prados. La riqueza
decorativa la guardó el arquitecto para el santuario, el
cual presentaría un bello efecto con los tres
ábsides exornados de columnas de ricos jaspes sobre cuyos
fustes se exhibían corintios capiteles con una o dos filas
de hojas pobremente agrupadas y envolviendo el cilíndrico
tambor.

II

La circunstancia de haber sido erigido este
templo, según cuentan los más antiguos cronistas,
para enterramiento de su fundador Alfonso II, nos mueve a exponer
algunas observaciones acerca de la época en que empezaron
a hacerse las inhumaciones de los primeros reyes de la
restauración, dentro de las iglesias: observaciones que
pudieran excusarse habiendo ya tratado este asunto extensamente
el Sr.Madrazo en su excelente monografía de San
Salvador de Leire. En las primitivas basílicas cristianas,
como en las catacumbas, servía de altar para celebrar los
divinos misterios la tumba de un mártir, y después
el ara bajo la cual se guardaban sus reliquias. Hasta entonces
hacíanse los sepelios fuera de los muros de las ciudades,
a los lados de las vías o calzadas, pero desde el siglo IV
empezaron a abandonar los cristianos aquellos lugares para
enterrarse en cementerios situados delante de los templos donde
yacían las cenizas de los santos. Los fieles, llevados de
una ardiente devoción, querían abrir sus tumbas
dentro de las naves, próximas al santuario, a lo que se
opuso terminantemente la Iglesia. En España
prohibiéronlo los concilios Iliberitano y Bracarense y la
epístola del papa Pelagio, cuyos cánones fueron
observados por la grey hispano-visigoda. Pudiera citarse en
contrario el ejemplo del presbítero Crispino inhumado en
Santa María de Sorbaces en Guarrazar, donde se
descubrió el célebre tesoro, pero creemos que la
reducida estancia en que descansaba aquel levita, ni por la
planta, ni por sus exiguas dimensiones revela haber sido un
templo, y sí solo una cámara sepulcral del
inmediato cementerio. Menos obedientes los francos a las
prescripciones canónicas a esto referentes, en especial
las del Concilio de Nantes de 600, que solo permitía los
enterramientos en los pórticos exteriores y en los atrios,
hacían las inhumaciones de los grandes personajes, ya
desde los primeros tiempos de la monarquía merovingia, no
solo en el narthex, sino dentro de los templos, según dice
una capitular de Teodulfo, obispo de Orleans, y otra de
Carlomagno del 797, dada por este emperador para corregir
semejante abuso, aunque sin resultado. Precisamente en los
días en que aparecía esta capitular.

Alfonso el Casto labraba la
capilla que lleva su nombre (793 a 812) para su enterramiento,
siendo acaso el primero que aceptó entre nosotros la
costumbre francesa, debido probablemente a la influencia que la
Francia carolingia ejercía sobre el monarca asturiano; el
cual, si hemos de atenernos a una tradición corriente en
la Edad Media, consignada en nuestra poesía popular, hizo
poco menos que feudataria su monarquía del Imperio
franco.

Con Carlomagno consultaba los arduos
negocios del reino: pidióle venia para la
celebración del Concilio Ovetense; su esposa Berta era
francesa, y acaso de esta afición a Francia, mirada con
celos por la altiva e independiente monarquía asturiana,
provino aquella enérgica protesta contra toda
dominación extranjera que la leyenda ha personificado en
la heróica figura de Bernardo del Carpio.

Se nos objetará que la tumba del
Rey Casto no estaba bajo las naves como las de los
reyes merovingios en San Dionisio, pero hay que tener en cuenta
que si el narthex en las basílicas era una dependencia
exterior, un vestíbulo para dar paso a las naves,
destinado tan solo a penitentes y catecúmenos, en la de
Santa María formaba parte del interior, pues ya hemos
dicho que no tenía comunicación alguna por la
imafronte, para dedicarle exclusivamente a panteón, cual
las capillas sepulcrales anejas a las catedrales góticas
erigidas del siglo XIII en adelante. La única entrada a
esta cámara hacíase por la nave central, frente al
altar mayor, de modo que cuando los capellanes reales
decían misa por el alma de aquel monarca, al rezar las
oraciones especiales que la iglesia ovetense le dedicaba,
podían ver a través de la enrejada puerta el
sarcófago donde yacían sus restos.

Los primeros cronistas de la
Restauración y los historiadores del Renacimiento, tampoco
dicen que los reyes asturianos que precedieron a Alfonso II
fueran inhumados dentro de los templos. De Pelayo cuentan que
estaba sepultado con su mujer Gaudiosa en Santa Eulalia de
Abamia, fuera de la iglesia, es decir, en el
cementerio; y cuando en el siglo XIII ó XIV se
levantó el actual templo Románico, de mayores
proporciones que el anterior, quedaron las tumbas de los reyes
dentro y a los pies de la nave. A Favila le supone Ambrosio de
Morales sepultado en el prehistórico dolmen sobre el que
se alzaba Santa Cruz de Cangas, cuya cámara sepulcral
servía de enterramiento al monarca. El cronista
cordobés se hace eco de la tradición que así
lo afirma. Carballo con mejor acierto lo niega, porque si bien
los primeros cristianos se inhumaban, como la plebe y los siervos
romanos en los columbarios y en las catacumbas, habíase
olvidado esta costumbre en la época visigoda y de la
monarquía restaurada, como lo prueba la carencia de
criptas en los templos. No es, pues, de creer que perdida
completamente aquella práctica, renaciera en el siglo VIII
en Asturias, solo para un caso determinado. Además no
contradice nuestra opinión, pues por las descripciones que
se conservan de la primitiva iglesia de Santa Cruz, sabemos que
se reducía a una pequeña cella de planta
rectangular de unos 8 pies por lado, a la que se
añadió andando el tiempo una nave, comprendiendo
dentro de ella y haciendo de cripta la gruta del dolmen que antes
estaba en el cementerio delante del ingreso del templo. Los reyes
de Asturias anteriores a Alfonso II, llevados del espíritu
religioso de aquel tiempo, fundaban en sitios de su
predilección, monasterios que en vida les servían
de corte y de tumba a su finamiento. El Católico
yacía en Covadonga, y su hijo Fruela ante la
basílica del Salvador de Oviedo. Tres monarcas, Silo,
Adosinda y Mauregato moraron en el monasterio de San Juan
Bautista de Pravia, donde descansan sus cenizas. El P.Yepes
que visitó este monasterio, a fines del siglo XVI,
consigna que los restos reales estaban a los pies y fuera de la
iglesia, esto es, en el vestíbulo de la basílica, y
Morales añade que las tumbas eran lisas sin
inscripción alguna; pero se equivocan estos cronistas,
porque el concienzudo Carballo, según cuenta en la
descripción que hace del monumento, conservado intacto en
su tiempo, no halló rastro ni reliquia de ellos, y lo
mismo en el siglo pasado el ilustre Jovellanos y Bances el
historiador de Pravia. Los datos expuestos nos autorizan para
afirmar que los reyes asturianos de la octava centuria, desde
Pelayo hasta Veremundo, fueron inhumados en los cementerios que
circuían los templos, y en los pórticos y
vestíbulos exteriores, siendo Alfonso el primero que
alzó su tumba dentro del sagrado recinto de la
basílica enfrente del santuario. No siguieron el ejemplo
de este monarca los de Aragón y Navarra, teniendo aquellos
su panteón en el atrio de San Juan de la Peña, y
estos en el de San Salvador de Leire. Los reyes leoneses
yacían en iglesias por ellos erigidas, ya en los narthex y
en las naves, como Ordoño II y su sucesor Froila, de
quienes dice Sampiro fueron sepultados "in aula sanctæ
Mariæ Sedis Legionensis", ya en los cementerios, como
Ramiro II, Ordoño III y Sancho I, inhumados en el atrio de
la basílica del Salvador de León, fundado y
espléndidamente dotado por la infanta Geloira o Elvira.
Fernando I construyó para enterramiento suyo y de sus
sucesores el magnífico panteón de San
Isidoro, pero no le puso en el templo, sino en el
cementerio, siguiendo antiguas costumbres nacionales.

III

Las exiguas proporciones del panteón
y la pobreza de la fábrica revelan que su fundador lo
destinó exclusivamente a enterramiento suyo y de su esposa
Berta. A la fijación definitiva de la capital de la
monarquía en Oviedo, merced al desarrollo que la ciudad
adquiriera bajo el largo gobierno del Casto, y al respeto y
veneración tributados a la memoria de este monarca,
debióse que los que posteriormente ocuparon el trono,
quisieran descansar en aquella pequeña estancia,
haciéndola el Escorial de los reyes de Asturias. Su
estrecho recinto albergaba once tumbas, de las cuales tres, por
sus cortas proporciones, parecían ser de príncipes
muertos en la infancia. Estaban tan juntas y apretadas, que no se
podía andar sino por encima de ellas. En el centro,
próxima al ingreso, se veía la tumba del fundador,
alzada dos pies sobre el suelo, y la formaba una arca de piedra
ordinaria más ancha por la cabeza que por los pies,
cubierta de una tapa acofrada, sin adornos ni inscripción
que dijera el nombre de la persona en ella sepultada,
sabiéndose por tradición que pertenecía a
este; y lo confirma el lugar preeminente que ocupaba entre las
demás. El erudito Pellicer supone que las frases con que
el cronicón Albeldense termina la historia de este
monarca, son copiadas de la inscripción que cree
existió en la tapa y que publica en la siguiente
forma:

Qui cuncta in Pace egit, in Pace
quievit.

Bissena quibus hæc Altaria Sancta,
Fundataque vigent,

Hic tumulatus jacet.

La leyenda tiene en efecto el carácter de las
sepulcrales de aquella época y no habría dificultad
en considerarla auténtica si los críticos del
Renacimiento que alcanzaron y describieron el sarcófago no
dijeran terminantemente que carecía este de toda
inscripción. Los citados cronistas ignoraban si los restos
de la reina Berta yacían en esta urna con los de su
marido, o en una de las tumbas lisas próximas. Tampoco
habían podido averiguar el sitio donde estaban sepultados
Fruela y su mujer Mumia, trasladados como hemos dicho, por su
hijo a este templo, después de profanadas sus cenizas por
los árabes. Carballo, siguiendo la tradición, opina
que se guardaban en el cuerpo de la iglesia en un sepulcro mural
sin inscripción, cobijado bajo un arco en la pared del
lado del Evangelio.

A la derecha de la tumba del Rey Casto había un
sarcófago muy interesante desde el punto de vista
artístico, único resto que ha sobrevivido a la
vandálica destrucción de la Basílica. Tan
notable debió parecer este monumento en el siglo pasado,
que se le consideró digno de conservarse,
trasladándole al moderno panteón. Nada de
particular ofrece la urna que es de piedra ordinaria sin ornato
de ningún género, lisos y rectangulares los
paramentos, cual los arcosolia de las catacumbas;
curiosa nada más, porque nos da una idea de cómo
eran las demás tumbas reales. Pero en cambio la tapa que
la cubre es uno de los fragmentos decorativos más bellos
que de aquella edad han llegado a nuestros días.
Fórmala una gran losa de rico mármol, más
ancha por la cabeza que por los pies, toda cubierta de relieves
pertenecientes al más puro estilo latino. Tiene la forma
acofrada con tres bandas, próximamente de la misma
anchura; la del centro, horizontal, y las laterales pendientes
hasta morir en dos filetes que resaltan algo de la urna. Terminan
los extremos perpendicularmente, y en ambos campean relevados los
monogramas de Cristo, incluídos en una corona sostenida
por una columnita, a cuyos lados aparecen las
simbólicas letras alfa y omega. Vense a los lados de estas
cruces dos palomas que pican un ramo, al parecer de vid, que
brota de una jarra o crátera. Exornan las bandas laterales
graciosos follajes formados de tallos serpeantes, orillados de
menudos funículos, y por la central corre una bien
ejecutada inscripción en caracteres de relieve, repartidos
en dos renglones, que dice así:

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El texto de la leyenda llamó tanto la
atención de los críticos del siglo XVI, como a los
modernos arqueólogos el carácter artístico
de los ornatos que embellecen tan precioso mármol.
Ignórase qué persona real ha sido sepultada bajo
esta losa. Morales cree que el tenerum corpus era de
Gimena, esposa de Alfonso el Magno, e Itacio el nombre del que
esculpió el sarcófago. Carballo la supone de un
príncipe muerto en la infancia, y en nuestros días
el Sr. Assas se adhiere a esta opinión,
añadiendo que pertenecía a un hijo de Ramiro I.
Difícil, si no imposible, nos parece dilucidar este asunto
y más con las razones expuestas por los citados cronistas;
pero nos atrevemos a afirmar que el mármol no fue labrado
para guardar las cenizas de ningún rey, ni príncipe
asturiano, procediendo de una época anterior, como lo
revela la exornación algo diferente de la usada en los
primeros tiempos de la Restauración. Es extraño que
el Sr. Assas, conocedor de la arqueología
visigoda, no se haya fijado en los caracteres de los ornatos, que
revelan la presencia del Arte cristiano de los primeros siglos.
He aquí los fundamentos en que apoyamos nuestra
opinión. 1.º El monograma tal cual aparece en este
mármol, incluído en una corona, forma empleada en
los sarcófagos y lápidas sepulcrales cristianas del
siglo IV al VI, no se encuentra en las inscripciones funerarias y
votivas de la monarquía asturiana, usándose
únicamente el crismón compuesto de la cruz griega o
latina, aisladas. 2.º El místico símbolo
cristiano que representa dos palomas picando un ramo, tan
prodigado en las catacumbas y en los monumentos visigodos, se
había olvidado completamente en el siglo IX, época
en que supone el Sr. Assas haberse ejecutado esta
tumba. 3.º Los caracteres de la leyenda, por su forma
relevada y por la pureza de los contornos, tienen más
semejanza con los monumentales romanos que con los de la novena
centuria, toscamente grabados, con siglas o abreviaturas, y
entrelazados para ocupar poco espacio. 4.º La
corrección del dibujo de los relieves y su buena
ejecución recuerdan días mejores para el arte que
los de la monarquía asturiana, en que se labran las
bárbaras esculturas de Santa María del Naranco, tan
encomiadas por los cronistas contemporáneos. Podemos
añadir a las razones expuestas, que el contraste que
ofrecen la urna y la cubierta, aquella por su pobreza y desnudez,
y esta por su suntuosidad, muestran, a primera vista, distinta
procedencia. Todas las tumbas del panteón, desde la del
vencedor de Lutos, hasta la del de Clavijo, no revelaban, por su
humildad y carencia de exornación, pertenecer a ilustres
reyes, y no es de creer se agotaran los primores del arte para la
de un tierno infante. Debió pues ser labrado en el siglo V
o VI, y llevado de una ciudad monumental, acaso de Oporto, de
donde Alfonso III -otro príncipe sepultado también
por el obispo asturicense Genadio en un antiguo
sarcófago,- llevó preciosos restos
arquitectónicos para decorar los ingresos de la primitiva
basílica compostelana.

Entre la tumba descrita y el muro que por aquel lado
cerraba el panteón, levantábase apenas del suelo
una pequeña sepultura que Carballo y Morales
suponían ser la de Alfonso el Magno y su esposa Jimena,
trasladados de Astorga a esta capilla cuando la
destrucción de León por Almanzor. La exigüidad
de sus proporciones hace sospechar que debieron yacer allí
los restos de un infante, y no los de una persona adulta.
Exornaban la cubierta algunos relieves que rodeaban la leyenda,
viéndose en la cabecera una cruz semejante a la de la
Victoria ofrendada por el citado rey al Salvador de Oviedo. La
frecuencia con que se encuentran cruces de esta forma en
monumentos y códices de la segunda mitad del siglo IX,
hizo suponer a los historiadores del Renacimiento, que
creían el uso del blasón entre nosotros anterior a
la conquista de Toledo, que Alfonso III las pintara por armas,
llevándolas en su escudo desde entonces la antigua
monarquía y el moderno Principado. Decía de esta
tumba en el siglo XIV el maestro Custodio, haciéndose eco
de una tradición, que Alfonso el Magno puso una
lápida sobre la puerta del Alcázar de Oviedo, y en
ella la Cruz de la Victoria rodeada del versículo de la
Biblia: «Signum salutis pone Domine in domibus istis et non
permittas introire…..» dejando el texto truncado, y
continuando la inscripción en la losa de su
sepulcro:

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Al lado derecho de la tumba del Rey Casto,
según se entraba en el panteón, estaba la de
Ordoño I, algo elevada del suelo, y en su tapa acofrada,
cubierta de relieves, corría en toda su longitud la
siguiente inscripción:

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Pudiera hacer dudosa la autenticidad de esta
inscripción la circunstancia de que el príncipe
Ramiro, hijo de Alfonso el Magno, no se cuenta entre los monarcas
asturianos; mas estas dudas se desvanecen al recordar que a la
muerte de su hermano Ordoño II en 924 intentó
ceñirse la corona de Oviedo, y aun la llevó
algún tiempo, según dicen antiguos documentos.
Engáñanse, pues, Ambrosio de Morales y el P.
Flórez, atribuyendo el primero esta tumba unas veces a
Alfonso IV, otras a D. García, hijo del Magno, y hasta a
alguna reina de estirpe leonesa; y el segundo al suponerla
perteneciente a Sancho Ordóñez, rey de Galicia, no
conocido en la lista de nuestros reyes por no haberlo sido de
León. Otra sepultura existía al lado de esta,
más pobre y humilde que las demás, sin ornatos ni
letras que dijeran el nombre del que allí
yacía.

El panteón, por sus pequeñas dimensiones,
no era bastante a contener los restos de los descendientes de
Ramiro y Ordoño, y en el transcurso del siglo X
hiciéronse los sepelios de las personas reales en la misma
iglesia. En el crucero del lado del Evangelio, y junto al ingreso
principal de la basílica, alzábase, adosada al muro
y cobijada bajo un arco de medio punto, la tumba de la reina
Urraca, en cuya tapa se veía una larga inscripción,
que por estar algo maltratada no fue bien leída por los
que lograron alcanzarla. Decía así:

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Cuatro reyes de Asturias y León, contando entre
ellos al hijo de Alonso el Magno, cuya tumba hemos citado,
llevaban el nombre de Ramiro, y sus esposas el de Urraca. Todas
estas reinas, siguiendo la costumbre de la época, tomaban
uno, y a veces dos apelativos más, con los que
indistintamente confirmaban las donaciones y testamentos, no
dando preferencia a ninguno. Los cronistas del siglo XVI y los
agustinos de la  España Sagrada, en sus
investigaciones sobre tan oscura época, viéronse
confundidos con tal variedad de nombres, dándose el caso
de suponer a un monarca casado tantas veces cuantos eran los
apellidos de su esposa.

Urraca y Paterna se llamaba la del primer Ramiro; la del
segundo, Urraca, Teresa y Florentina, y la del tercero,
Urraca y Sancha. ¿Qué Urraca era la yacente en esta
sepultura? Una tradición corriente en el siglo XVI
asignaba esta tumba a la de Ramiro I, y así lo dice la
inscripción puesta a principios del reinado de Felipe V en
el panteón moderno.

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No nos detendremos a refutar a estos cronistas, una vez
demostrado que la tumba fue erigida a mediados del siglo X,
ciento seis años después de la muerte de Ramiro I.
Tampoco pudo yacer aquí la esposa del tercero, porque esta
señora falleció con posterioridad al año de
mil, y en este caso debía estar notada la era con una T o
con el «Post millesima» de costumbre. Además,
se sabe positivamente que fue sepultada con su marido en el
panteón que Alfonso V erigió en el cementerio de
San Juan, restaurado cual hoy se ve por Fernando I en San Isidoro
de León. Sandoval y el P. Flórez, la
atribuyen con fundamento a la Urraca de Ramiro II.
Falleció este rey en León en 950, al retorno de su
viaje santo a la iglesia ovetense. Su esposa, como toda reina
viuda, se hizo monja -acaso en el monasterio del Salvador de
León, fundado por ella y su marido para su hija Geloira,
donde, como en el de San Juan de Oviedo, sólo entraban
princesas y señoras de alta alcurnia- pasando a la otra
vida seis años después de su cónyuge, en el
de 956. Poco tiempo después de su fallecimiento
fueron removidos y trasladados sus restos a la basílica de
Santa María, y encerrados en esta sepultura. No deja de
haber algunas razones para atribuir esta tumba a la esposa del
pretendiente Ramiro, hijo de Alfonso el Magno. Murió
aquel, joven aún, en 927; por consiguiente, su viuda,
acaso de menos edad que él, bien pudo alcanzar el
año de 956, en que falleció la Urraca aquí
yacente.

Poco separado de este sepulcro, e incrustado
también en la pared de la nave lateral bajo un arco de
medio punto, estaba el de doña Geloira, Elvira o Munia
Domna, esposa de Ordoño II, con una inscripción que
así decía:

«Hic colligit tumulus regali ex semine
corpus

Geloyrae Reginae Ordonii secundi Vxor.

Obiit Era DCCCC… Et hoc etiam loculo

Regina Tyresia clauditur.»

Cuando Morales copió esta inscripción, se
hallaba tan deteriorada, que no logró leer más que
unas cuantas palabras que apenas formaban sentido; pero en la
Crónica general la inserta íntegra, sacada, como la
de Ramiro hijo del Magno, de antiguos traslados entonces
existentes, llegados a sus manos después de realizado el
viaje santo. La reina Teresa, sepultada en este lucillo, era la
esposa de Sancho el Craso. Ambas fueron traídas de
León a fines del mismo siglo. Inmediata a esta tumba
alzábase otra adosada al muro que, como las anteriores, la
cubría un arco de medio punto, pero sin que en su acofrada
tapa se leyera inscripción alguna que dijera el nombre del
que allí yacía. Decíase en el siglo XVI,
según Carballo, que la erigió Alfonso el Casto para
guardar las cenizas de sus padres, sepultados, como hemos dicho,
en el cementerio del Salvador. No todos los cuerpos reales
yacían en tumbas levantadas y en sepulcros murales; muchos
príncipes por pobreza y humildad fueron inhumados en el
suelo, viéndose esparcidas por las naves y especialmente
junto al panteón, modestas lápidas de piedra
ordinaria sin ornatos y en general sin inscripciones. Cerca de la
escalera que daba acceso al coro alto había, entre varias,
una losa de mármol con una leyenda ininteligible por lo
gastada, de la que solo se podían leer las palabras
«Adepti… Regna Celestia potiti». Teníase en
gran veneración esta tumba en el siglo XVI por creerse
estaban guardadas en ella cuerpos santos, que Morales supone
habían sido ya extraídos de allí para
colocarlos en lugar más decoroso.

Temeroso Bermudo II de que Almanzor en la campaña
de 986 se apoderara de la capital de la monarquía, hizo
trasladar a esta basílica las cenizas de los reyes y
príncipes sepultados en León, Astorga y otros
lugares, para evitar su profanación por los árabes.
Trajeron los cuerpos reales en siete cajas de madera, las cuales,
no habiendo bastante espacio dentro del panteón, fueron
colocadas delante en el cuerpo de la iglesia. La primera arca
(techa), situada en el centro de la nave, contenía los
restos de Alfonso III y su esposa Gimena; la segunda, y a la
derecha, Ordoño II con sus mujeres Munia Domna y Sancha;
la tercera, Ramiro II, Sancho I y Teresa, y Ordoño III y
Elvira; la cuarta, Fruela II y Munia Domna; la quinta, la reina
Elvira, llamada la Casta; la sexta, más alta que las
demás, guardaba las cenizas de la Teresa esposa de Ramiro
II; y por fin la séptima, que estaba dentro del
panteón junto a la tumba de Alfonso II, contenía
los huesos de los príncipes y princesas que no
habían llevado el cetro. Después de la derrota y
muerte de Almanzor y de su hijo Abdulmelic, pasados los temores
de otra invasión, fue repoblada León en 1020 por
Alfonso V, y entonces volvieron a esta ciudad la mayor parte de
los cuerpos reales; pero no a sus vacías tumbas, sitio al
panteón del cementerio de San Juan que aquel monarca, como
hemos dicho, levantara para su enterramiento, restaurado pocos
años después por Fernando I. En un cubo de la
muralla antigua que formaba parte del atrio o cementerio, yacen
hoy las cenizas de Ramiro II, Sancho I, Ordoño III y su
segunda esposa Elvira, Ramiro III y Urraca y Alfonso IV, cuyas
cenizas no fueron llevadas a Asturias, dejándolas
expuestas a ser profanadas por los árabes en San
Julián de Rioforco. Ordoño II volvió a
ocupar su tumba en la iglesia catedral por él fundada, y
cuando más adelante se levantó la actual
basílica por el magnífico don Manrique de Lara, se
le trasladó al bello sepulcro mural que hoy se contempla
detrás del altar mayor. Quedaron en el panteón de
Oviedo para siempre las reinas Gimena, Munia, Urraca, Elvira,
Teresa, el rey Froila II, y aquel ilustre príncipe,
émulo de Pelayo, y Alfonso el Casto, conquistador de Toro
y Zamora, de Viseo y Coimbra, el último y más
glorioso de los monarcas de Asturias, conocido en la Historia con
el nombre de Alfonso III el Magno.

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PANTEÓN DE LOS REYES. SAN
SALVADOR. OVIEDO.

Cudillero, 20 de Mayo de 1887.

SANTA MARÍA DEL NARANCO

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En la época romana, cuando la colina
de Ovetao estaba cubierta de espeso bosque, existía en la
falda de la sierra de Naurancio, a la mitad de su altura, una
villa formada de algunos edificios, en cuyas inmediaciones se han
encontrado inscripciones sepulcrales que dicen los nombres de los
moradores de aquella pintoresca residencia, desde donde se
contemplan hermosas vistas sobre la ciudad y el extenso valle de
Plañera (1).

El rey Ramiro I, atraído por la
belleza del lugar y por su proximidad a la capital, de la que
dista dos millas, se estableció en esta villa que
encerraba dentro de su recinto tierras de labor de 300 radios de
sembradura y una gran pomarada (2).

(1) Ambrosio de Morales vio una
lápida en el pavimento del coro de San Miguel, que
decía: "Caesar domitat Lancia", que dio lugar a la
errónea suposición de que la célebre Lancia
donde los astures hicieron tenaz resistencia a los romanos,
estaba en el vecino Pico de Lancia, situado sobre el río
Nalón. Esta lápida medio borrada, no fue bien
leída ni interpretada por dicho cronista. En nuestros
días se ha encontrado otra estela sepulcral que dice:"Q.
Vuidericus Agidii f". Quinto Vindirico hijo de Agido. El segundo
y tercer nombre es de los abirígenes del país, como
la mayor parte de los que se encuentran en las inscripciones
romanas de Asturias.

(2) Dice el rey Alfonso Magno en su
donación de 905: Ecclesiam Sti Michaelis cum pomario magao
eircunvallato, cum senra capiente trócente modios
sementé; cuyus terminus est a parte occidentis perterminum
Januales; et a Biancos usque ad exitum montis Naurancii ab
integro cum brancas prenominatas Pótales, Quamoneto,
Cogullos, Obrias»

Boletín de Sociedad española
de Excursiones 2.

Los edificios que formaban aquella colonia
agrícola los había convertido el tiempo en un
montón de ruinas, y en su lugar levantó el monarca
unas termas, dos templos y las dependencias para la servidumbre y
los cultivadores de la villa, y una hermosa fuente. El palacio
donde Ramiro vivió y murió estaba cerca de la
iglesia de Santa María; pasó poco después a
poder de los obispos ovetenses; y en la segunda mitad de la Edad
Media sirvió de cárcel de corona, hallándose
en ruinas en el siglo XVI, conservándose entonces la
puerta principal según cuentan los cronistas de aquel
tiempo que alcanzaron a verla (1).

Un historiador del siglo XI, del Silense,
que visitó Asturias en tiempos de Alfonso VI, sea por
referencias equivocadas, sea por la mala interpretación de
la inscripción del ara del altar, acaso no legible
entonces, enunció en su crónica el grave error de
que la iglesia de Santa María había sido construida
para palacio de Ramiro, convertida poco después en iglesia
(2). Un arqueólogo moderno, el Sr. Amador de los
Ríos, en la monografía que publicó en los
«Monumentos Arquitectónicos de España»
de estas iglesias, acepta la opinión del Silense, y
llevándola a la exageración, asigna las tres
pequeñas cámaras que forman el templo al uso
doméstico del rey y de su esposa, como si aquellos
templetes de filigrana abiertos a los vientos y al agua pudieran
ser habitables (3).

La citada leyenda del ara dice que en el
mismo sitio existían las ruinas de una habitación
(habitaculum) consumida por el tiempo, que Ramiro
reedificó dándola la forma monumental que hoy tiene
(4). Muy difícil, sino imposible, es averiguar si el
derruido edificio era civil o religioso, aunque casi se puede
asegurar que sería la cámara principal de la villa
convertida acaso en templo.

(1)Multa non longea supradicta ecclesia
condidit Palatium et balnea pulchra atque decora. Dice Morales de
este palacio: "a cuarenta pasos de Santa María se ven unos
palacios de tan poca dura que está casi ahora todo
caído por tierra".

(2) Fecit quoque in spatio LX passum ab
ecclesia, Palatium siuc ligao, miro opere inferius, superiusque
cumulatum… Palatium Ecclesiam postea versum Beata Dei Genitrix
Virgo Maria iuibi adoretur. At ubi, a prívalo tuniultu
aimus quieverat ne per otium torperet, multa duobus milllariis
remota ex múrice et marmore opere forniceo aedificia
construxit.

(3) Supone el Sr. Amador de los Ríos
que la nave servía de sala o estrado y los dos camarines
de dormitorios, habitando acaso el oriental la reina Urraca y en
el opuesto su esposo y en la cripta se acomodaba la familia,
destinando el retrete de la derecha para guardar los tesoros y el
de la izquierda para despensa (¿y la cocina?).

Dice interpretando el texto del Silense que
Ramiro falleció en esta iglesia: "ubique a eculo recessit
et Oveto túmulo quieverat. Sebastián dice
solamente: "in pace quievit".

(4) Criste, filius nei qui in uterum
Virginale Beata Mariae ingresus est sino humana conceptione et
egresas sine corruptione qui per fauníulum tuuní
Ranimirum principe gloriosum cum Paterna regina conx uge
renovasti hoc habitaculum nimia vetustate consumptum et pro eis
aeditícasti hancaram benedictionis gloriosae Sancta Mariae
in locum hunc sanctum exaudí eos de celorum
habitáculo tuo et dimitto pecata eorum qui vivís et
regnas per inunita sécula seculorum. Amen; "die VIII,
kalendas iulias era DCCC LXXXVI".

Ya he dicho que en Asturias durante las
épocas romana y visigoda no debieron alzarse
basílicas, dada la barbarie y postración en que
cayó el país en tan triste período de su
historia; y así como el caserío roma no era
bastante a contener la escasa población, los templos
serian humildes habitaciones para que los fieles cumplieran sus
deberes religiosos. Que no debieron construirse templos, al menos
de carácter monumental, antes de la invasión de los
árabes, lo prueba la carencia que tenían en sus
templos, ejemplo seguido fielmente en los tiempos de la
monarquía asturiana, en cujas naves se veían
numerosas leyendas, conservadas a pesar de las reedificaciones
que sufrieron las iglesias del inscripciones votivas y
lápidas de consagración que los visigodos pusieron
en el siglo XI a nuestros días. En la magna obra
epigráfica, tantas veces citada, del Sr. Vigil, no se
encuentra ninguna inscripción visigoda, ni se refieren a
ellas jamás los historiadores del Renacimiento que
describen algunas iglesias hoy desaparecidas. La célebre
inscripción de Santa Cruz de Cánicas, de los
primeros días de la Restauración, dice que
anteriormente a la erección, sobre aquel
prehistórico dolmen, del pequeño santuario, de unos
ocho pies en cuadro, bautizado por Favila con el pomposo nombre
de Macina Sacra, descrito por Morales en su Viaje Santo, se
dedicaron altares a Cristo por el obispo Astemo o Asterio, en la
centuria trigésima (1).

Fuera sagrado o profano el edificio
anterior a la iglesia de Santa María, se puede asegurar
que no tenía carácter arquitectónico, porque
si así fuera se verían incrustados en los muros de
la actual restos decorativos, como capiteles, fustes y frisos, o
siquiera fragmentos de materiales constructivos que no se ocultan
al ojo del arqueólogo. Obsérvase en este monumento,
desde los cimientos a la cornisa, una perfecta unidad
artística e idéntica construcción, como que
ha sido levantado por lo menos en el corto espacio de seis
años, del 842 en que comienza el reinado de Ramiro I hasta
el de 848, fecha de la consagración, según dice la
leyenda del ara del altar.

(1) Favila se refiere indudablemente a
una tradición corriente en su tiempo, y a la que no se
puede dar fe.
En la era 300 ni los astures estaban
convertidos al cristianismo ni podían erigir altares
dedicados a Cristo cuando en Roma no los había
todavía. Los francos llamaban machina a la tristega o
campanario de madera que se elevaba sobre el crucero; no es de
creer que lo tuviera esta iglesia.

Las iglesias erigidas antes de la subida al
trono, de este monarca, estaban cubiertas de techo de madera,
conservando, casi sin alteración, la forma típica
del templo cristiano, la basílica constantiniana,
importada en Asturias por los visigodos huídos de la
dominación musulmana. Las circunstancias especiales en que
se hallaba el país al mediar el siglo IX, hicieron
necesario el empleo de la bóveda en la cubrición de
las naves, y su inmediata consecuencia fue la proscripción
de la planta basilical, o por lo menos una alteración del
trazado para preservar los edificios, especialmente los
religiosos, de un posible incendio.

En todos los tiempos se ha procurado,
pues,cubrirlos de bóvedas que impidieran prender fuego a
las armaduras de la techumbre, y aun suprimirlas, haciendo
descansar el tejado directamente sobre la fábrica
abovedada. Los romanos, grandes maestros en el arte de edificar,
habían logrado defender de las llamas algunas
construcciones monumentales, como las grandes salas de las termas
y los templos circulares, cubriéndolos de bóvedas
de arista y de cúpulas hemisféricas, pero la
basílica por su planta y por su construcción era
imposible abovedarla por los débiles soportes de las
columnas, que no podían resistir el enorme peso que sobre
ellas gravitaba, ni era fácil contrarrestar su empuje con
contrafuertes y arbotantes. Una basílica abovedada nos
queda del tiempo de los romanos: la de Constantino; comenzada por
Magencio, si bien no es más que de nombre, porque su
planta y su construcción es similar a una sala de la
terma, de la de Caracalla. En ella se sustituyen las columnas que
separan la nave central de las laterales por grandes pilares,
distanciados la anchura de aquella para levantar bóvedas
de arista de planta cuadrada, y las naves bajas no tenían
diafanidad, interrumpidas longitudinalmente por arcos que
sostienen los grandes estribos que sufren el empuje de la nave
mayor.

Un acontecimiento muy importante acaecido
al mediar el siglo IX, vino a hacer indispensable la
construcción de bóvedas en los templos, si
habían de ser preservados del fuego que les amenazaba;
calamidad que a un tiempo sufrían Asturias y Francia, por
lo cual la construcción pasó en los dos
países por iguales vicisitudes. Durante el reinado de
Alfonso el Casto, su pequeño Estado disfrutaba de
seguridad interior, defendido por la cordillera, pero no los
Campos Góticos y las márgenes del Duero, teatro de
la lucha entre árabes y cristianos, cuyos templos eran
destruidos por aquéllos en sus rápidas algaradas.
Al mismo tiempo aparecen en nuestro litoral los normandos,
haciendo terribles depredaciones que los historiadores
contemporáneos pasan en silencio, no queriendo transmitir
los posteriores sucesos adversos. La Francia carlolingia
veíase combatida, como Asturias, por los mismos enemigos.
Los árabes, que no renunciaban a su dominación en
una parte de la Galia Narbonense, hacían frecuentes
invasiones por el interior del país, mientras que los
normandos por el Norte y Occidente, remontando los ríos
navegables, destruían a su paso basílicas y
monasterios. En estas rápidas campañas los
bárbaros del Norte y del Mediodía no tenían
tiempo para destruir los templos con la piqueta, empleando la
tea, que les daba mejor resultado, pues al arder la armadura de
la cubrición, los muros, desprovistos de las vigas
tirantes que los sujetaban, se desplomaban sobre los calcinados
fustes y se convertía el edificio en un montón de
ruinas. Sabemos el procedimiento de que se valían los
normandos para prender fuego a las basílicas. Cuenta Dozy
refiriéndose a un historiador árabe del siglo IX,
que en el califato de Abderrhaman II, apenas se había
terminado la gran aljama de Sevilla desembarcaron los normandos e
intentaron incendiarla arrojando dardos incendiarios al techo y
amontonando materias combustibles en una de sus naves. Entonces,
cuando ya todo iba a arder, vino un ángel por el lado del
Mirab en figura de un mancebo de peregrina hermosura y
lanzó de allí a los incendiarios.

Como coincide la construcción de
templos abovedados en Asturias al mismo tiempo que en Francia,
podría creerse que esta manera de edificar nos vino de
allá, por existir entonces relaciones de intimidad con el
Imperio franco, y era natural que ejerciera éste
influencia sobre el pequeño reino cristiano, alcanzando
esta influencia a la arquitectura. En el estado en que hoy
están los estudios arqueológicos no se puede
afirmar ni negar esta suposición; sólo
consignaré que las causas a uno y otro país,
más que a moda o a capricho debemos atribuirlas a la
apremiante necesidad de impedir su destrucción por la tea
de los bárbaros. Sin embargo, hay la probabilidad de que
las formas extrañas que afectan estos monumentos no son
imitadas de las que entonces exhibían los edificios
religiosos franceses, pues de lo contrario veríamos que
originaron la cubrición de los templos con bóvedas
eran iguales en nuestras iglesias el ábside semicircular,
la bóveda de sección de esfera y la de arista, no
fueron empleadas en la arquitectura asturiana.

Algunos arqueólogos ven en el domo
de Aix-la-Chapelle, erigido en aquellos días por
Carlomagno, el origen de estas construcciones abovedadas, lo que
no es cierto, pues la célebre rotonda es un monumento que
no tiene semejanza con los del tiempo de los reyes de la primera
raza y con los visigodos, ni ha sido imitado después.
Carlomagno reprodujo en el domo de Aquisgrán la
octógona iglesia de San Vital, latina por su planta y
cubrición, bizantina por su ornamentación; y
así como aquel gran monarca fue impotente para resucitar
el Imperio de Constantino, también lo fue para aclimatar
en Francia la arquitectura de Justiniano, no la de Bizancio, sino
la de Rávena, y su domo no fue reproducido más que
una sola vez en la Alsacia, sin que aparezca su influencia en los
monumentos erigidos posteriormente en Francia.

Los historiadores contemporáneos nos
transmiten la admiración que producían estas
construcciones tan diferentes de las de la época del Rey
Casto. Sebastián de Salamanca, que vivió en tiempo
de Ramiro I, y que probablemente asistió a la
consagración de ambas iglesias, dice que si se quisiera
hacer otras iguales no se encontraría en toda
España un arquitecto que las imitara.

(1). El Albeldense la cita con encomio (2),
y el Silense, aunque de tiempos posteriores, que vería
acaso los albores del arte románico en Castilla, alaba sus
peregrinas formas.

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