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El totalitarismo no funciona



  1. Sociedades
    monolíticas
  2. Estado
    totalitario
  3. El totalitarismo no
    funciona
  4. Lavar el
    cerebro
  5. Indulgencia y
    presión
  6. Ver el mundo como
    un teatro
  7. Psicodrama y
    sociodrama
  8. Entrar a
    escena
  9. El teatro
    político
  10. Sentirse
    importante
  11. Gratificación emocional de acciones
    políticas
  12. Fuente

Walter Truett Anderson (1933- ),
politólogo, psicólogo social y escritor
estadounidense. Su libro REALITY, Isn"t What It Used To Be,
traducido al español como: La Realidad Emergente. Ya nada
es como era, cuenta con el mayor número de ediciones y fue
galardonado como "Uno de los 100 libros más importantes
sobre el futuro".

Sociedades
monolíticas

Las sociedades monolíticas anteriores
reconocían sólo una realidad oficial, y estaban
poco interesadas en las opiniones del público. En
ocasiones, los reyes necesitaban obtener el apoyo de las masas,
en especial cuando planeaban pedir a los ciudadanos que
sacrificaran sus vidas en batallas contra otros reyes. Esto
estaba muy lejos de albergar un interés genuino por lo que
la gente pudiera pensar, o considerar con seriedad que pensara.
La idea de una opinión pública es
democrática y también constructivista. Implica que
puedan existir realidades diferentes en un mismo entorno, que las
personas puedan llegar a distintas conclusiones a partir de los
mismos datos.

Estado
totalitario

Un estado totalitario es un fenómeno de la
modernidad camino a la posmodernidad, un intento de crear
estructuras monolíticas de la realidad en un mundo
pluralista. Y, a pesar de que consideramos al totalitarismo como
la antítesis de la democracia, éste surge en verdad
de las mismas raíces. Tanto la democracia como el
totalitarismo son modos de distintas concepciones de la realidad,
en donde la existencia de éstas es un lugar común.
Ambos reconocen al individualismo y a la opinión
pública como fuentes de poder; y ambos expresan un impulso
creativo, revolucionario. Una disposición correspondiente
al último tramo de la modernidad para destrozar las
antiguas estructuras de la realidad y comenzar todo de
nuevo.

Los líderes totalitarios gustan de adjudicarse el
papel de héroes y, en verdad, existe algo inherentemente
heroico en su ambición.

Mantener una estructura social de la realidad estable y
separada en un mundo en plena transformación social, a
causa del globalismo y el cambio cultural, no es para nada
fácil. En el análisis final, puede que esto resulte
imposible y se convierta en un consumidor gigantesco de
energía política. El estado totalitario está
en constante pie de guerra, contra los enemigos del
régimen, contra su propia población, contra las
fuerzas modernizadoras e internacionalistas de la historia y su
persistente amenaza de socavarlo.

El totalitarismo se alimenta de la necesidad moderna de
poseer una identidad personal y de la opinión
pública. Utiliza a ambas y las subvierte. Resuelve el
problema de la identidad otorgando al individuo una auto-estima
prefabricada, basada en la grandeza y el propósito de
trascender al estado. La opinión pública es
manipulada al principio y luego reprimida, el aspirante a
dictador debe ser un demagogo eficaz.

Adolfo Hitler. Sus logros obtenidos no parecen
tan fantasiosos. Tomó un pueblo desilusionado, humillado
por la derrota militar y el derrumbe económico,
desorientado por un conflicto ideológico que tironeaba de
sus alianzas en todas direcciones. Ofreció a su pueblo una
nueva historia, simple, dramática, conformada por la raza
privilegiada y los constructores de un super estado que
sería la maravilla del mundo moderno.

Al igual que los líderes del Club Identidades,
Hitler no estaba creando nada. Allí donde estos
líderes utilizaban los estereotipos de la cultura
literaria inglesa, él utilizaba los restos de la herencia
germana: el concepto hegeliano del estado como instrumento de
voluntad de Dios, las ideas de Nietszche acerca del super hombre
que se eleva por sobre las hordas, y la movilizadora
música de Wagner que habla de héroes y
heroínas teutones.

Pero el relato que se desarrolló en la Alemania
nazi fue, desde un principio, mucho más sombrío y
brutal que la fantasía caprichosa de Nigel Dennis. Hitler
nunca consideró que la persuasión fuera suficiente.
Complementó la propaganda con la fuerza física y el
terror que ésta generaba. Utilizó el poder del
estado para evitar que las personas expresaran pensamientos
subversivos, y arrojó el país a una guerra, porque
era el mejor camino para evitar que su auditorio descubriera, que
la debilidad de sus argumentos era estar montados sobre amenazas.
La premisa básica de los guionistas vulgares es que cuando
la acción se vuelve lenta, hay que mostrar un oso en la
playa.

En sus discursos, Hitler bramaba contra todos los
movimientos internacionalistas, contra todo lo que pudiera
subvertir la grandeza del Reich. Hizo del Estado la gran nueva
fuerza unificadora que serviría de vehículo a las
necesidades psicológicas de todos sus miembros. Ser
alemán era ser alguien a quien había que tomar en
cuenta, la identidad germana debía ser clara, incapaz de
ser confundida con ninguna otra. Los límites de Alemania
marcaban la línea que separaba a los héroes de los
seres inferiores. Todo aquello que fuera valioso debía ser
totalmente alemán, no internacional ni universal. La nueva
realidad germana se convirtió en una barricada contra las
dudas de pertinencia en la comunidad internacional. El
régimen nazi rechazó el Derecho Internacional con
la declaración de que: la legalidad era sólo lo que
es bueno para el pueblo alemán. A su debido tiempo,
proclamó la creencia que existían las
matemáticas alemanas, la medicina alemana y que la carne
alemana tenía un valor nutritivo superior a la de otros
países. Y enfocó el odio de la gente hacia los
judíos, una raza internacional con una identidad no
alemana.

En bastante poco tiempo, como todos sabemos, este
ejercicio demencial siguió su curso sangriento a
través del genocidio y la guerra, hasta llegar a un
derrumbe funesto que dejó a la nación derrotada y
dividida y llevó a Hitler al suicidio en un estrecho
bunker de cemento bajo las ruinas de su ciudad
capital.

La aventura germana se parece de alguna manera a la
experiencia de una persona inestable que encuentra una nueva
religión, o un nuevo estilo de terapia, y entra en un
eufórico estado de satisfacción exagerada al
imaginar que es capaz de todo, hasta que finalmente llega a un
punto donde se golpea, contra una parte del mundo que se niega
con rudeza a compartir su delirio y entonces cae abatido como una
pila de huesos. El suicidio suele ser la etapa final de tales
aventuras y se confirma el patrón recurrente de Durkheim:
las huidas desesperadas hacia nuevos sistemas de creencias son
defensas desesperadas contra la alienación, y el fracaso
puede hacer que la vida pierda literalmente su
sentido.

El totalitarismo no
funciona

Debido a que tantas aventuras totalitarias han culminado
en tan espectaculares fracasos, sería reconfortante llegar
a la conclusión de que el totalitarismo no funciona, que
cualquier empresa de esta índole está destinada al
fracaso. Creo que puede ser cierto a largo plazo, que las fuerzas
del globalismo y posmodernismo derrotarán en última
instancia cualquier intento de acorralar a las personas en un
único y estrecho sistema de realidades, pero no
aconsejaría ser complacientes.

Las fuerzas que dan origen al totalitarismo están
latentes en todas las sociedades, en todas las culturas y
subculturas y los costos posibles para el aventurero totalitario
exitoso son bastante altos como para que valga la pena hacer el
esfuerzo y correr el riesgo.

Una razón para suponer que los proyectos
totalitarios continuarán siendo lanzados una y otra vez,
es que la construcción social de la realidad dejó
de ser un secreto. Existe amplia evidencia ante nuestros ojos de
que los sistemas de creencias pueden ser alterados
fácilmente. Los operadores políticos se tornan
más audaces en el empleo de toda clase de persuasiones
para crear nuevas realidades para el mundo, lo logran con
sólo reestructurar la realidad dentro del psique del
individuo. Uno de los avances más importantes en esta
dirección ha sido el descubrimiento del lavado de cerebro,
la sorprendente pieza de tecnología psicológica que
ha contribuido tanto en el surgimiento de la política
posmoderna.

Lavar el
cerebro

A comienzos de la década del 50, poco
después de la victoria comunista en China, un periodista
norteamericano acuñó este término, lavar el
cerebro, a partir de la expresión coloquial china hsi nao.
El término se refería a una forma de
adoctrinamiento político que utilizaban los comunistas
chinos con los extranjeros y los enemigos de la
revolución, y que parecía capaz de desarraigar de
la mente un sistema de creencia completo y reemplazarle por uno
nuevo.

Esta expresión comenzó a ser tan amplia y
descuidadamente utilizada como cualquier otra dentro de la
retórica política. Gente de todos los bandos
acusaba con entusiasmo a sus oponentes de lavar cerebros.
Sirvió como alimento para la creciente paranoia
norteamericana acerca del comunismo: si no te cuidas, lo
introducirán en tu cabeza.

Pero detrás de la histeria aparecía la
evidencia perturbadora de que en realidad se usaban nuevas y
efectivas técnicas de adoctrinamiento político. Los
refugiados que venían desde China contaban historias
espeluznantes sobre los largos periodos de prisión durante
los cuales habían sufrido un constante acoso físico
y psicológico hasta que se produjeran cambios masivos en
sus valores y creencias, cambios que el sistema deseaba
producir.

Robert Lifton, describió un estudio
psicológico clásico sobre lavado de cerebros,
identificó una secuencia de pasos preestablecidos en el
proceso. Comenzaba con un, asalto a la realidad, a la manera de
Nigel Dennis. Se le decía a un sujeto que no era un
misionero, sino un espía. Luego de meses o años de
dolor físico y un acoso interminable, culminaba en un
renacimiento, una conversión total a la causa del
comunismo chino. Algunos de quienes regresaron a occidente
perdieron su nueva fe, pero otros permanecieron
conversos.

Indulgencia y
presión

En la guerra de Corea, que comenzó poco
después de la revolución comunista en China, los
norteamericanos se vieron confrontados con noticias aún
más alarmantes. Por primera vez en la historia del
país, los soldados capturados por el enemigo decidieron
permanecer con el enemigo porque, según decían,
preferían su forma de gobierno. Peor todavía, luego
de la guerra se supo que casi uno de cada tres prisioneros
norteamericanos en Corea eran culpables en algún grado de
colaboracionismo con el enemigo. Asimismo, ni un solo prisionero
había escapado de un campo de prisioneros y regresado a
las filas norteamericanas. Esto no había sido resultado
del lavado de cerebro clásico descrito por Lifton. Los
coreanos no habían utilizado mucha crueldad física,
sino que habían desarrollado una técnica que
combinaba de manera eficaz la indulgencia y la presión.
Las noticias desde Corea contribuyeron sin duda a incrementar la
ola de anticomunismo que estaba acercando de modo peligroso a
Estados Unidos hacia su propia forma de totalitarismo.

Ver el mundo como un
teatro

Uno de los individuos sometidos a un lavado de cerebro
que fuera entrevistado por Lifton informó que había
comenzado a interpretar la experiencia que estaba viviendo como
una especie de obra de teatro fabricada, aunque no del todo
artificial. Esto coincide con el hecho de que fuera uno de los
sujetos con más éxito en atravesar esa
situación sin perder la noción de realidad de su
vida anterior, el sentido de quién había sido y en
qué cosas había creído. Mediante el recurso
de ver la experiencia del lavado de cerebro como una obra de
teatro, había conseguido mantener de alguna manera una
conciencia compartimentada. También había
encontrado uno de los modos más comunes de familiarizarse
con la idea de la construcción social de la realidad: ver
el mundo como si fuera un teatro. Cuando es posible verle
así, las personas no parecen estar muy perturbadas por el
descubrimiento sino que están ansiosos por entrar a
escena.

Esto tiene que ver con una necesidad política
profunda, que se torna cada vez más importante en la
dinámica de la vida posmoderna, de que la acción
política está motivada sólo por impulsos
convencionales como el poder y la identidad nacional, pero que
tendemos a pasar por alto en nuestras creencias.

Teatro improvisado

Para familiarizarnos con ella, demos una mirada a las
primeras décadas del siglo, cuando el posmodernismo
recién comenzaba a asomar por entre las grietas del
antiguo orden.

J. L. Moreno, en Viena, durante el período
transcurrido entre las dos guerras mundiales, por la misma
época en la cual dadaístas y surrealistas
realizaban su experiencia deconstructivista en parís, este
joven psiquiatra fundó una empresa artística
denominada Stegreiftheater o teatro improvisado. Era un grupo de
teatro basado en improvisaciones muy parecido al teatro de la
guerrilla de décadas posteriores en cuanto a su definido
sesgo político. Creció a partir del sentido
creciente de estar formado parte de un escenario social
más grande, más allá del pueblo o la ciudad,
en el cual sucedían hechos interesantes e importantes. Una
de las representaciones más populares era el
Periódico Viviente. En estos cuadros, los actores
inventaban y dramatizaban lo que estaba aconteciendo en el gran
mundo, lo que la gente podía leer en los
periódicos. A menudo, los miembros del auditorio tomaban
parte en las producciones. Moreno creía que las personas
necesitaban actuar, ponerse en el lugar del intérprete de
los acontecimientos que se desarrollaban a su alrededor, y que
esta necesidad no se satisfacía en sus aburridas vidas
cotidianas. En cierto sentido, estaban emocionalmente privados de
sus derechos.

Psicodrama y
sociodrama

A partir de estos primeros experimentos teatrales de
Moreno nació el psicodrama, la primera terapia de grupo, y
un invento menos conocido, denominado sociodrama. Aún se
puede encontrar la práctica del sociodrama en algunos
sitios. Es la improvisación teatral y terapéutica,
parecida al Periódico Viviente, en el cual las personas
desempeñan roles sociales, debaten diversos temas y, a
menudo, toman el lugar de los líderes políticos
mundiales para actuar sus pensamientos y sentimientos. W. T.
Anderson cuenta que tomó parte en sociodramas durante la
guerra de Vietnam y los conflictos sobre derechos civiles en los
años 60, y en comparación las películas le
parecían aburridas.

Moreno reconoció que las personas podían
descubrirse y crearse, en tales actividades. Descubrió por
accidente que existía otra dimensión en la
política, la dimensión dramática. Los medios
y la creciente movilidad en la vida habían creado un
teatro, como espacio social extendido, donde los personajes
importantes se quedaban con toda la diversión. La gente
común también deseaba participar en el desarrollo
histórico de las obras de su época, no sólo
votar sino participar de manera emocional. Su descubrimiento
podría resumirse en la frase favorita de Jimmy Durante:
Todo el mundo quiere entrar a escena.

Entrar a
escena

Cualquiera que haya vivido en la época del
asesinato de John F. Kennedy y de todos los sucesos que lo
circundaron, como la televisación del asesinato del propio
asesino, la súbita explosión en la conciencia
pública de un extraño reparto de nuevos personajes,
la subsiguiente actividad febril de los teóricos de la
conspiración, que intentaban producir nuevas explicaciones
de lo que había sucedido, sabe que tales acontecimientos
no se reducen al patrón estándar, de poder
más dinero, mediante el cual intentamos comprender la
política, ni a la psicodinámica
freudiana.

A quien recuerdo de manera especial de todo este
psicodrama nacional es a la madre de Lee Harvey Oswald, una mujer
cuyo logro más importante en la vida era haber dado a luz
al hombre que había matado al presidente. Los reporteros
la asediaban y durante un tiempo disfrutó de una cantidad
considerable de publicidad. Y quiero decir que en verdad la
disfrutó. Dijo una vez a la prensa: Yo también soy
una persona importante. Se acordarán de
mí.

La señora Oswald no intentaba hacer aprobar
ninguna ley y no estaba loca. Sabía con exactitud lo que
quería. Deseaba entrar a escena. Sabía que una vez
que formara parte de la enorme historia que se desarrollaba en
millones de pantallas televisivas, todo el mundo hablaría
de ella, sería alguien real. Alcanzaría a completar
el requisito que la era moderna impuso sobre todos nosotros: el
imperativo de ser alguien. Comprendió que cuanta
más gente pensara que ella era alguien importante,
más importante sería. Decidió, al igual que
muchas personas, que la fama es la moneda corriente más
segura para el valor personal.

El teatro
político

Las personas hablan de la política como un
teatro, tienden a hablar de los hechos políticos como si
fueran menos reales en cuanto más se parezcan a una obra
teatral. Pero esto no es precisamente lo que ocurre. La
política es el teatro de la realidad. La arena
política, como se la suele denominar, es un escenario
sobre el cual se improvisan las obras, mientras que las personas
reales tienen éxito, sufren, fracasan o mueren y sobre el
cual las personas reales crean sus concepciones acerca de
quiénes y qué son.

Adolfo Hitler dejó su impronta en el mundo no
como teórico político, ni como táctico
militar, sino como dramaturgo. Era un hacedor de historias. Otros
hacedores de historias se encontraban trabajando en la sociedad
de habla germana en ese mismo momento: freudianos,
existencialistas, teólogos, científicos e
ideólogos de toda clase, ofrecían su propia
versión de lo que estaba ocurriendo. Hitler les
sobrepasó a todos, al menos por un tiempo, y lo hizo
porque fue capaz de introducir al pueblo alemán en una
historia impresionante que les conmovió la sangre y los
huesos.

El teatro político es inseparable de la vida
política. Todos los días se ponen en escena para el
público pequeñas obras completas, con el
asesoramiento de los departamentos de vestuarios y
utilería.

Jimmy Carter se vistió con jersey y se
sentó junto al fuego para hablar sobre conservación
de energía.

Ronald Reagan, ese viejo vaquero proveniente de
Pacific Palisades, empalizadas pacíficas, se hizo retratar
con un traje del oeste hachando madera en su rancho.

Los reporteros de la televisión escriben
las historias frente a sus escritorios y luego parten con el
equipo de exteriores a transmitir desde las puertas de la Casa
Blanca o el Capitolio.

Los terroristas actúan frente a auditorios
de todo el mundo.

Las masas del Tercer Mundo acceden a agitar los
puños frente a las cámaras de televisión.
Todos ellos contribuyen con una pequeña pieza a la
construcción de la realidad social y obtienen de ella una
definición de su identidad personal.

En algunos aspectos, nosotros los habitantes del siglo
veinte, no estamos tan alejados de nuestros ancestros, quienes no
tenían un concepto de sí mismos separado de sus
roles sociales o de su clase.

La diferencia consiste en que nosotros tenemos egos que
son anteriores a nuestro roles y somos capaces de elegir,
improvisar, definir y, si es necesario, redefinir nuestras
personas asignándonos nuevos roles. El joven que decide
alistarse en las fuerzas armadas para resolver la crisis de
identidad de la adolescencia, la mujer que se encuentra a
sí misma en el activismo feminista, el cristiano que
descubre un nuevo propósito al tomar parte de una
demostración en contra del aborto, el hombre de negocios
exitoso que decide postularse para el Senado de Estados Unidos,
todos ellos están utilizando el orden político como
fuente de definición personal.

El terrorismo no sólo es una obra de teatro para
el espectador, también lo es para el terrorista, quien
proviene de un entorno social emocionalmente empobrecido, en el
cual existen pocos caminos para entrar a escena y convertirse en
un intérprete en el escenario del mundo.

Debido a que no tomamos en serio las dimensiones
teatrales de la vida política, no logramos reconocer que
al actuar en política las personas intentan definirse a
sí mismas. Cuando logramos reconocerlo, lo desaprobamos.
Se supone que las personas no deben obtener esa clase de
gratificación emocional y de ayuda personal de la conducta
política. Se supone que están realizando estas
actividades para lograr un efecto en los resultados
políticos. Despreciamos este tipo de activismo como una
mera terapia personal.

Sentirse
importante

Nat Hentoff, durante la década del 60,
escribió un ensayo titulado, Ellos y nosotros: ¿Son
las protestas pacifistas una terapia personal? (¿Them and
Us: Are Peace Protests Self-Therapy?), en la cual cita un acto de
protesta en particular, no muy inusual en esa época, que
convocó a veintitrés personas que permanecieron de
pie durante una misa en la Catedral de San Patricio en Nueva York
y desplegaron carteles que mostraban a un niño vietnamita
lisiado.

Hentoff era un periodista de izquierda que apoyaba con
fervor esta causa y, sin embargo, sospechó que el efecto
principal de este acto era que ellos se sintieran importantes,
que ellos sintieran que lavaban algo de sus culpas como
estadounidenses ante estos testigos. Sospechó que se
trataba de una terapia personal y agregó: Estoy a favor de
la terapia personal, si eso es lo que es, llamémosle
así. Se preguntó a quién se dirigían
los activistas, y si era a los asistentes a la misa, si no
existía una mejor manera de dirigirse a ellos.

La demostración era un acto de teatro
político, y el resto de los asistentes a la catedral eran
en realidad los extras más que el auditorio. Los
periódicos y la televisión cubrieron el
acontecimiento y era para ese gran público, los millones
de consumidores de medios, que los activistas habían
actuado. En la obra, los militantes eran los chicos buenos y el
resto de la gente debía jugar el papel de los
norteamericanos indiferentes y desenfrenados que continúan
con sus rutinas mientras los niños sufren. No tenemos
cómo saber cuál fue el impacto político de
la demostración o si hubo algún cambio de
opinión como resultado de ella. Sí podemos
aventurar cuál fue el impacto emocional: los activistas se
sintieron mejor, los asistentes a la catedral se sintieron
peor.

Gratificación
emocional de
acciones políticas

¿Acaso la gente no debería sentirse mejor
como resultado de sus acciones políticas? Creo que la
gratificación emocional es una recompensa buena y que nos
resultaría difícil evitar que la gente se incorpore
a actividades políticas que satisfagan sus necesidades
psicológicas.

Pero existe algo que hay que dilucidar, investigar y
aprender con el tiempo. Existe una diferencia, si bien es muy
sutil, entre una posición política y una pose
política.

Pose política. Una pose política en
el teatro de la política tiene mucho que ver con ser un
héroe o una heroína.

Posición política. Tiene que ver
con comunicar, o que nos comuniquen una opinión.
También tiene que ver con la fama, tal vez no con gran
fama, pero sí con un poco de confianza, si al tomar parte
en una demostración pública o al hacer algo, se
consigue un reportaje, o lo mejor de todo aparecer por
televisión.

Esta era la preocupación de Hentoff: cierta clase
de acciones crean situaciones, de ellos y nosotros, sobrecargadas
de la representación teatral, de rectitud política,
pero desprovistas de diálogo. En la actualidad, todos
vivimos en el teatro político, pero no tenemos una
ética para ello y poco entendimiento de lo que podemos
lograr en él o de lo que provoca en nosotros. Y todo lo
que sabemos con seguridad acerca de nuestros líderes, de
izquierda, de derecha o de centro, es que se las han arreglado
para conseguir buenos papeles protagónicos.

Fuente

La Realidad Emergente de Walter Truett
Anderson

 

 

Autor:

Rafael Bolívar
Grimaldos

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