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Apuntes sobre la Universidad (México 1999) (página 2)



Partes: 1, 2

 

  1. Esa convicción, se repitió cada uno de
    los largos días del conflicto
    en la UNAM –a veces con resignada desesperanza, otras con
    atropellada ilusión–. Desde luego, después de
    una huelga de
    varios meses y de costos
    inmediatos tan diversos y altos como los que ha padecido la
    Universidad debido a la suspensión de actividades, es
    más que obvio que esta institución no
    podría permanecer idéntica.

       Pero más allá de
    lugares comunes como esos que suelen encontrar parteaguas
    históricos en cada acontecimiento social, es
    pertinente enfatizar que la UNAM, aunque quisiera, no
    podría seguir siendo igual después, a como era
    antes de la huelga de estudiantes que comenzó en abril
    de 1999. No podrá serlo debido al desgaste interno, a
    la escisión quizá irreconciliable entre algunos
    de sus sectores más polarizados en este conflicto. No
    lo será, debido al cuestionamiento que han padecido
    sus estructuras, al deterioro irremediable en
    el trabajo
    académico. Y no será igual, especialmente,
    porque la imagen
    pública de la Universidad Nacional, que no se
    encontraba precisamente en las mejores condiciones, ha
    experimentado un grave y acaso irreversible estropicio.
    Posiblemente no resulte exagerado decir que antes de esta
    huelga, la sociedad
    mexicana tenía confianza en la UNAM. Después
    del conflicto, quizá tenga fe –si acaso–.

       Vale la pena insistir en el
    cambio
    drástico en la situación de la Universidad,
    porque después de la prolongada suspensión de
    actividades no serían pocos los universitarios
    interesados en retornar a las labores regulares suponiendo
    que la tarea principal, es volver a lo de antes. No es
    posible. Aquella Universidad "de antes", ya no
    existe.

       Es ilusorio, sin más, volver a
    tomar el hilo de la cátedra suspendida en abril, o
    reemprendida con parches en las sesiones fuera de las
    instalaciones regulares de la UNAM, con un simple
    "decíamos ayer…" Lo que decíamos ayer, ahora
    se ubicará en un contexto distinto. El sustrato de los
    conocimientos que se impartían e intercambiaban en la
    Universidad, se habrá modificado de manera
    contundente. La UNAM no podrá ser la misma, no
    sólo porque su presencia social ha cambiado.
    Además, sus preceptos básicos quedaron
    impugnados desde dentro, pero también desde fuera de
    esa institución.

       Volver a las aulas, o a los
    cubículos, como si nada hubiera ocurrido,
    entraría en contradicción con el carácter reflexivo que, por
    definición, tendría que singularizar a la
    Universidad. Pero al mismo tiempo,
    dejar sin concluir los cursos abruptamente suspendidos, o las
    tareas de investigación que de una u otra manera
    quedaron afectadas por la huelga, sería tan suicida
    como irresponsable.

       La tensión que la inopinada
    huelga impuso a las tareas de la Universidad, creó
    exigencias adicionales a los universitarios. No es posible
    recuperar, como si nada hubiese ocurrido, el hilo de una
    rutina definitivamente alterada debido a un conflicto que
    hizo aflorar, como nunca, las contradicciones y limitaciones
    de la Universidad. Pero tampoco sería admisible que en
    vez de cumplir con sus tareas sustantivas los universitarios
    se ensimismaran en una autocrítica colectiva tan
    intensa y prolongada que los apartase de la docencia y
    la investigación.

       En un trecho quizá largo, pero
    en el cual cualquier retraso aumentará los ya elevados
    costos del conflicto, será preciso atender los cursos
    y proyectos al
    mismo tiempo que se emprendan las reformas de estructura, de orientación y en la
    definición misma de sus principios,
    que la sociedad le exige y que la Universidad se reclama a
    sí misma. La tentación de muchos universitarios
    para retornar a la normalidad de antes, sin mayor ajuste de
    cuentas
    con esa reflexión necesaria, no haría mas que
    diferir la evolución, que mientras más se
    retrase será involución, en la reforma o
    refundación de la Universidad.

  2. La Universidad ya no será la
    misma.

    Lo es, desde luego, pero tiene que serlo de acuerdo
    a las circunstancias actuales y futuras del país. Hace
    largo rato, que la UNAM ya no tiene la exclusividad de la
    enseñanza ni la investigación
    superiores en México. En términos
    territoriales, a pesar de que cuenta con instalaciones en
    varios sitios del país, el crecimiento de otras
    instituciones la han conducido a ser, cada vez
    más, una Universidad local. Incluso en ese plano, no
    es la única Universidad en la capital
    del país.

       Por su presencia
    académica, por sus dimensiones y tradición, la
    UNAM ha sido la Universidad Nacional pero sin
    preguntarse si lo que el país necesita es una
    institución elefantiásica y totalizadora. En la
    práctica, a través de convenios de la
    más diversa índole o de una colaboración
    más allá de compromisos formales, la UNAM ha
    participado en proyectos esporádicos o permanentes
    –incluso para la evaluación de sus egresados, con el
    propósito de tener parámetros comunes– junto
    con varias docenas de instituciones de enseñanza e
    investigación superior en todo el país. Antes,
    a la UNAM se le miraba como el hermano mayor que
    establecía pautas y definía resultados en el
    trabajo
    con universidades de provincia. Ahora, ya no sólo no
    se le considera como ese, en varios aspectos, por lo
    demás indeseable big brother. La UNAM es un
    eslabón más, seguramente el más grande
    aunque como ahora se ha visto no el más sólido,
    en un elástico, desigual y a veces inestable sistema de
    educación superior en
    México.

       Lo nacional se lo dan a la
    Universidad sus propósitos y su orientación,
    más que su tamaño. Durante casi todo este
    siglo, ha sido la Universidad de los mexicanos. Sin embargo,
    legítimamente, otras universidades participan ahora de
    esa vocación y ese compromiso.

       Al mismo tiempo, en vez de servirle la
    UNAM ha comenzado a costarle –y mucho– a la nación. Sus rendimientos y no
    sólo en una utilitaria estimación de
    contribuciones prácticas, aunque ese no es un
    parámetro desdeñable, quizá han
    comenzado a ser menores que los costos que la Universidad
    significa para el país. Ser nacional, hoy en
    día implica abandonar la candorosa pretensión
    de que la UNAM es la Universidad mexicana. El
    carácter nacional que ahora y en el futuro
    podría ser reivindicable, sería aquel que le
    permitiera ser parte, quizá la principal pero desde
    luego no la única, de un auténtico sistema de
    enseñanza e investigación superior en todas las
    regiones del país. Ese carácter
    nacional, también está relacionado con
    la capacidad para mirar al país desde una perspectiva
    comprometida con la reivindicación de la soberanía, más allá de
    posiciones facciosas o disputas coyunturales.

  3. La
    Universidad debe ser Nacional.

    Claro que debe serlo, para asegurar la libertad
    indispensable en el trabajo académico. Sin libertad no
    hay creatividad plena y sin ellas, la
    investigación y la docencia quedan supeditadas a
    mandatos o conveniencias de ocasión. Sin embargo,
    entendido de manera esquemática, el carácter
    autónomo de la UNAM, además de garante, ha
    llegado a convertirse en amenaza para el trabajo
    académico.

       La autonomía es
    condición para que el Estado,
    sin desentenderse de sus responsabilidades financieras,
    respete el desempeño de su Universidad
    pública. Hemos dicho su y no la
    Universidad pública. Valen la pena esos subrayados,
    porque a menudo se ha pensado, dentro y fuera de ella, que la
    Universidad es ajena al Estado.

       No es, ni puede, ni debiera ser
    así. Entendido como conjunto de instituciones variadas
    funcional e ideológicamente y no solo como gestor
    monolítico del poder, el
    Estado cobija, preserva y acota a la Universidad
    pública. Hipotéticamente, no interfiere en las
    tareas académicas (por eso, un requisito fundamental
    de la autonomía es la capacidad de la Universidad para
    designar a sus autoridades internas) pero no se desentiende
    de ellas. En la práctica, al menos hasta hace pocas
    décadas, cada vez que podía el poder
    político trataba de influir en las actividades de la
    Universidad. Ahora no lo hace, o no de manera tan directa y
    quizá no por falta de instrumentos sino porque la
    Universidad dejó de estar –si alguna vez estuvo–
    entre los asuntos de mayor inquietud para el gobierno.
    En algunas ocasiones, desde el poder a la Universidad se le
    ha visto como contendiente, o como contrapeso. Luego su
    pérdida de protagonismo político, pero
    también la disminución de su peso
    específico en la producción de profesionistas y de
    conocimiento, desplazó a la Universidad
    de las prioridades del poder.

       En el conflicto de 1999, la Universidad
    volvió a adquirir relevancia. Pero no por sus
    contribuciones académicas, ni debido a sus posiciones
    críticas sino porque, mas que nunca antes, se le vio
    como problema. El pasmo de los legisladores, la impavidez de
    las agencias encargadas de administrar la justicia y
    las dudas del gobierno federal y del gobierno de la ciudad de
    México para actuar ante el secuestro de
    la UNAM –o el intento para someter sus decisiones al
    plebiscito de los universitarios–, demostraron cuán
    inasible, pero también qué ajena, le resulta la
    Universidad al resto del Estado mexicano.

       La autonomía, más
    allá de ser aval para el respaldo financiero, se ha
    convertido en pretexto para que el resto del Estado se
    desentienda de sus compromisos con la Universidad. El rechazo
    del gobierno federal y del gobierno de la ciudad de
    México a garantizar la seguridad
    de los universitarios dentro del campus, ha sido la
    expresión más palmaria de ese dejadez. Una
    concepción moderna de autonomía,
    establecería pautas de respeto,
    pero también compromisos mutuos.

  4. La
    Universidad debe ser autónoma.

    Claro que lo es. Pero debe serlo en serio. No lo es,
    o no del todo, cuando mantiene reglas y candados corporativos
    como los que impiden el ingreso a la licenciatura, en
    igualdad
    de circunstancias, a los alumnos de cualquier bachillerato.
    Un estudiante que cursó la preparatoria en un plantel
    de la UNAM, tiene privilegios con los que no cuenta quien
    hizo la enseñanza media en el Colegio de Bachilleres,
    por ejemplo. La UNAM no es de México, o no lo es del
    todo, cuando se cierran las posibilidades para que quienes
    pueden y quieren, paguen una cuota por
    colegiatura.

       La concepción populista, pero
    sobre todo atrasada e incluso clientelar que tienen quienes
    han pugnado por la abolición de las colegiaturas y
    luego de cualquier pago por servicios
    que ofrece la Universidad, la ha colocado en una suerte de
    limbo institucional. La UNAM ha estado a un paso de
    convertirse en una entidad de excepción pero no por la
    calidad de su
    desempeño académico, sino por estar al margen
    de los compromisos y obligaciones que suelen existir entre los
    usuarios de cualquier servicio
    público.

       Con la misma postura que se
    impidió el aumento de las colegiaturas para que
    alcanzara un nivel racional y siempre muy por debajo de su
    costo
    real, se podría exigir que la seguridad social no les
    costara a los trabajadores pero tampoco a los patrones, por
    ejemplo. El resultado de esa lógica sería, en términos
    prácticos, el desmantelamiento de las instituciones de
    atención a la sociedad y en
    términos ideológicos, la apuesta por la
    omnipresencia del Estado tutelar. Ni una, ni otra, son
    aceptables en un país en donde la sociedad requiere
    mayor responsabilidad de las instituciones
    públicas, al mismo tiempo que el Estado deja de
    intervenir en todo y abandona la pretensión de
    resolverlo todo.

       La Universidad está dejando de
    ser de México. El mantenimiento de candados corporativos y la
    cancelación de cuotas que permitían una
    mínima corresponsabilidad en su financiamiento por parte de los alumnos y sus
    familias que querían y podían hacerlo
    significa, paradójicamente, su privatización. Si se cumple la
    tendencia que han propiciado grupos como
    los que estallaron y alentaron la huelga de 1999, la
    Universidad será cada vez menos de México y
    cada vez más, de los privilegiados que logren la
    patente para permanecer prácticamente sin
    límite de tiempo y para aprovechar sin
    corresponsabilidad los servicios de esa
    institución.

       Nada tiene de cuestionable que la
    enseñanza de la UNAM sea gratuita. Al contrario: la
    posibilidad de que los estudiantes que no pueden, no paguen,
    es una de las garantías del compromiso social de esa
    institución. Sin embargo, la ausencia o el
    debilitamiento de las evaluaciones internas y externas y la
    displicencia para que quien se ha inscrito una vez pueda
    estarlo casi de por vida, dificultan que quienes aprovechen
    esos servicios, sean los mejores estudiantes.

       La enseñanza superior deja de
    ser democrática cuando, debido a las vicisitudes de la
    UNAM, muchos o algunos de sus mejores estudiantes y
    profesores deciden migrar a universidades privadas.
    También allí, hay una consecuencia
    sombría del conflicto de 1999.

  5. La Universidad
    es de México
    .

    Parece exagerado pero, en rigor, incluso el
    carácter universal de la UNAM ha quedado en
    cuestión en el conflicto reciente. Esa universalidad,
    no se debe solo a la cobertura de su matrícula, sino
    antes que nada a la ausencia de limitaciones para que
    el
    conocimiento que allí se enseña y produce
    carezca de barreras temáticas, disciplinarias o de
    cualquier índole.

       La universalidad de la Universidad,
    implica que allí exista cabida lo mismo para las
    ciencias
    que para las técnicas, para las humanidades tanto
    como las artes. Gracias a ello, la UNAM ha sido casa de los
    mejores astrónomos, biólogos y
    matemáticos, igual que de antropólogos,
    economistas y arquitectos, químicos y veterinarios,
    filósofos y abogados, contadores e
    ingenieros, bailarines y actores, músicos y cineastas.
    No habría Universidad sin la posibilidad (a veces
    acotada por limitaciones prácticas) para que en ella
    se propague y conciba el conocimiento y la creatividad de las
    más diversas áreas.

       Lamentablemente, cuando se considera
    que la Universidad ha de estar antes que nada al servicio de
    la solución de problemas
    prácticos, se llega a privilegiar al conocimiento
    técnico por encima de la reflexión
    teórica o de la creación artística.
    Incluso, se llega a establecer una distinción
    artificial, pero lacerante, entre la producción de
    conocimientos "útiles" y la que tiene resultados a
    más largo plazo.

       La Universidad debe tener a su cargo la
    atención de asuntos prácticos, desde luego.
    Pero ello, sin demérito de la reflexión en
    otros terrenos. Eso casi nadie lo discute. Sin embargo,
    cuando la Universidad se desgarra y paraliza como ha sucedido
    con la huelga que inició en abril de 1999, dentro y
    fuera de ella se despliegan dos concepciones –aparentemente
    contradictorias, pero que coinciden en cuestionar su
    universalidad–.

       Por un lado, en ocasiones como
    ésta, hay quienes sugieren una modernización
    tan drástica de la Universidad que, si se pusiera en
    práctica, solo permanecerían en ella las
    disciplinas más requeridas por el mercado
    laboral. Al
    mismo tiempo cuando, como ha ocurrido en los meses recientes,
    el trabajo de la mayor parte de los universitarios queda
    inmovilizado, se acentúan las debilidades de la
    institución. Y en una situación de mayor
    fragilidad, que incluso coloca entre los asuntos de
    discusión nacional la posibilidad de que la
    Universidad desaparezca, las áreas en mejor capacidad
    de defenderse son aquellas que tienen lazos gremiales y
    corporativos más fuertes con el mundo de la
    producción y la
    administración en el resto de la sociedad. Es
    posible que los médicos, los ingenieros y los
    abogados, tengan mayores condiciones para preservar a sus
    facultades y escuelas que los músicos, los
    filósofos o los astrónomos. Es decir, la
    parálisis de la Universidad afecta a mediano plazo,
    antes que nada, a sus sectores con menor cobertura
    externa.

  6. La UNAM es
    Universidad
    .

    Es indudable que lo es. Sus 280 mil estudiantes, 32
    mil profesores y casi otro tanto de empleados, hacen que la
    UNAM tenga una población superior a muchas ciudades
    medianas. Las causas de esa masificación han sido
    explicadas y discutidas desde que el crecimiento de la
    Universidad, hace un cuarto de siglo, abrió sus
    puertas a una matrícula tan superior a sus capacidades
    de entonces que, de la misma manera, se tuvo que habilitar a
    millares de profesores.

       Lo paradójico es que esa
    sociedad de masas que dentro de sí misma es la UNAM,
    no cuente con mecanismos para que sus integrantes se expresen
    e influyan eficazmente en el rumbo de dicha
    institución. En el conflicto reciente, que ha sido la
    situación más grave que la Universidad ha
    padecido en varias décadas si no es que en toda su
    historia, la
    inmensa mayoría de sus profesores y estudiantes
    permanecieron marginados. Por desidia, o por falta de canales
    para expresarse, un enorme porcentaje de los universitarios
    fue víctima, pero prácticamente no fue actor
    del conflicto. Minoritarios los grupos en huelga,
    también lo son aquellos que se les opusieron de manera
    activa. Muy masificada, pero las masas no cuentan.

       Si es de masas, es porque la
    Universidad atiende la demanda
    escolar de una población crecientemente joven. En tal
    sentido y si su vocación es servir a la sociedad,
    resulta explicable que la UNAM reciba a tantos alumnos como
    le sea posible. Sin embargo, el crecimiento hasta el
    límite de sus capacidades e incluso más
    allá, se debió a una concepción de la
    Universidad que quizá no ha sido suficientemente
    discutida: la UNAM como proveedora de la mayor parte de los
    profesionales del país.

       Esa función, era razonable en un
    país de pocos millones de habitantes y con muy
    limitadas oportunidades de acceso a la
    educación superior, como el que teníamos
    hasta la década de los sesenta. Más tarde,
    pretender que la Universidad recibiera a una creciente
    cantidad de jóvenes, fue tan ambicioso como ineficaz.
    Por mucho que creciera, la UNAM tendría que
    circunscribir su apertura tal y como ha sucedido en los
    años recientes. Quizá esa no tendría que
    ser su tarea fundamental. Sobre todo, cada vez parece
    más clara –no para todos, desde luego– la
    pertinencia de separar al bachillerato de una Universidad
    cuyas prioridades no suelen estar en la atención a la
    enseñanza media.

       ¿Debe la UNAM ser una
    institución de masas? En realidad toda
    institución nacional, en un país como el
    nuestro, es de masas. El dilema es hasta dónde su
    crecimiento, que es reflejo del crecimiento del país,
    responde a consideraciones de justicia social y en qué
    momento, se vuelve un dique para atender cabalmente sus
    tareas académicas.

       Cuando la cantidad compite de manera
    irremediable con la calidad, es preciso sacrificar una de las
    dos. El remedio que la UNAM encontró fue en
    demérito de la calidad, en casi todas sus
    áreas. Es tiempo de invertir esas
    prioridades.

  7. La Universidad es
    de masas.

    Lo es, pero no lo suficiente. Es crítica, pero no consigo misma. Y
    además, la sola crítica no basta.

    En la Universidad se ejerce la crítica
    respecto de todos los actores políticos y sociales.
    Allí radica uno de los grandes valores de
    esa institución. En ella, la sociedad cuenta con un
    nutrido manantial de reflexiones sustentadas en el examen,
    sin complacencias, de la realidad. No ha sido casual que de
    la Universidad surjan los argumentos más severos y
    también, muchos de los profesionistas con mejor
    capacidad para reformar al sistema
    político y, en otro plano, para contribuir con
    imaginación y talento a la modernización
    productiva del país. Pero, crítica como es
    respecto de todo y todos, la UNAM ha sido inexcusablemente
    indulgente consigo misma.

       La visión que de su propio
    desempeño campea en la Universidad, dista de ser
    rigurosa. Peor aún, en no pocas áreas de esa
    institución se ha afianzado una suerte de complacencia
    convenenciera –o cínica–  que suele dispensar
    la ausencia de rigor académico en aras de la
    benevolencia corporativa y las complicidades mutuas. No
    pretendemos que esta descripción sea aplicable a toda la
    Universidad, pero sin duda en numerosas dependencias se
    pueden encontrar profesores que llevan décadas de
    impartir la misma materia,
    de la misma rutinaria manera, sin actualizar un ápice
    sus conocimientos; o investigadores que llevan años
    con el mismo experimento o el mismo libro, sin
    reportar avance alguno.

       El rechazo a las evaluaciones
    frecuentes, o la reticencia de importantes núcleos de
    investigadores para impartir cátedra aunque se trata
    de una obligación que establece la legislación
    universitaria, son parte de una actitud de
    indiferencia (y de defensa de privilegios) respecto de las
    necesidades que la UNAM tiene para mejorar su propio
    desempeño. En las universidades públicas se ha
    asentado, como en ningún otro sitio, el dogma de los
    "usos y costumbres" tanto para mantener prerrogativas
    laborales, como en los asuntos propiamente académicos.
    Una práctica, aunque sea abusiva, queda legitimada por
    la inercia. La manifestación más palmaria de
    esa complacencia –aunque no la única– ha dispensado
    negligencias y abusos de muchos trabajadores. Lejos de ser la
    palanca de cambios que permitieran afianzar el rigor
    académico de la Universidad, el sindicato
    administrativo se convirtió en cómplice de
    indolencias y abusos corporativos.

       El debilitamiento en la exigencia a los
    estudiantes, es expresión de esa crisis. La
    enseñanza, tiende a volverse una ceremonia en donde no
    cuenta el intercambio de conocimientos sino la permanencia en
    el mesabanco. La evaluación, llega a ser meramente
    simbólica: se le entiende como trámite y no
    como oportunidad para medir el
    aprendizaje.

    Cuando hay evaluación y es rigurosa, se le
    confunde con intolerancia.

  8. La
    Universidad es crítica
    .

    Los mecanismos verticales que se mantienen para la
    designación de los funcionarios más importantes
    y que concentran decisiones fundamentales en unas cuantas
    manos (exactamente en treinta: las de los 15 integrantes de
    la Junta de Gobierno) marginan a las comunidades de cada
    facultad o instituto. Lamentablemente no existe un mecanismo
    que además de alternativo delante de ese, resulte
    convincente para los universitarios. Hasta ahora, junto con
    su intrínseco autoritarismo, el procedimiento
    tradicional para la designación de los directores y el
    Rector de la UNAM ha permitido mantener esas decisiones, casi
    siempre, a salvo de presiones clientelares como las que
    existirían si, en el caso extremo, dependieran de una
    votación abierta entre estudiantes y
    profesores.

       Ninguna solución sería
    del todo satisfactoria. Pero quizá buscando entre los
    modelos
    extremos –entre el autoritarismo del esquema actual y el
    populismo de
    la elección abierta– podría encontrarse un
    procedimiento distinto. Posiblemente, lo más
    importante sea precisar un nuevo eje para la
    designación de autoridades. Hasta ahora, los
    impugnadores del esquema actual suelen cuestionar la falta de
    democracia
    de la Junta de Gobierno. Pero ese es un enfoque oblicuo.
    Pretender que en la Universidad funcionen los principios de
    la democracia con los que se gobierna a un país, o a
    un sindicato, implica desconocer la naturaleza
    de esa institución.

       Las prioridades y las funciones de
    la Universidad, son académicas. Así que su
    gobierno, para responder a ellas, tendría que
    reivindicar la autoridad
    académica. Eso no se logra ahora, necesariamente, con
    la designación de autoridades según la Ley
    Orgánica que tiene la UNAM. Mucho menos, se
    conseguiría con un procedimiento clientelar. Si la
    UNAM no tuviera las dimensiones descomunales que padece
    ahora, sería posible pensar en mecanismos como los de
    otras universidades en el mundo, en donde la gestión administrativa está a
    cargo de profesionales en esos menesteres y las decisiones
    académicas, dependen de los profesores con mayor
    autoridad y antigüedad. Así que la
    solución a los dilemas de gobernabilidad interna que
    tiene la Universidad, depende en parte de la reducción
    de sus actuales dimensiones.

       Con motivo de la huelga, se ha
    actualizado una ya antigua propuesta: la
    reestructuración de la actual UNAM en, quizá,
    una docena de unidades. Cada una de ellas, sería una
    universidad con sus propios proyectos, presupuesto, autonomía y autoridades,
    posiblemente con alguna forma de coordinación para los asuntos
    académicos que así lo requiriesen.

       En todo caso, conviene insistir en que
    el problema de la democracia en la Universidad no está
    supeditado a las características plebiscitarias que
    reviste en el resto de la sociedad. La democracia en la
    Universidad no pretende que los planes de estudio o los
    proyectos de
    investigación sean aprobados en asambleas. Tampoco
    se trata de que las responsabilidades de conducción
    académica recaigan en los funcionarios más
    populares.

       Democracia en la Universidad, significa
    igualdad de oportunidades para estudiar, libertad para
    enseñar y posibilidades equitativas para la
    propagación del conocimiento. Pero a diferencia de la
    república de ciudadanos en donde la legitimidad
    depende del consenso o del sufragio,
    en la república universitaria (si es que resulta
    legítimo denominarla así) la jerarquía
    se deriva del talento y de la autoridad
    académica.

  9. La
    Universidad debe ser democrática.

    Ya no existe más. El crecimiento de la UNAM
    ha propiciado una diversidad, incluso con contradicciones
    insalvables, que antes no había en esa
    institución. Más que una comunidad, la
    Universidad Nacional tiene hoy decenas de ellas. En algunas
    de las escuelas y facultades más grandes, existen
    núcleos de universitarios que no convergen ni siquiera
    en ocasión de las crisis más drásticas.
    Probablemente solo en los centros e institutos más
    pequeños, varios de ellos ubicados fuera del campus de
    Ciudad Universitaria, se pueda decir que hay
    auténticas comunidades académicas, es decir,
    grupos que conviven en el trabajo cotidiano y cuyas
    experiencias en común les permiten tener concepciones
    también compartidas sobre la Universidad y su
    entorno.

       Comunidad, no es uniformidad. La
    homogeneidad sería todo lo contrario a la diversidad
    que supone el espíritu universitario. No pretendemos
    que la o las comunidades de la UNAM, vean al mundo y lo
    quieran cambiar, o preservar, de las mismas maneras. Lo que
    antaño definía a la "comunidad universitaria",
    era la coincidencia en torno a
    objetivos
    de carácter general, los objetivos de la Universidad.
    La calidad en la enseñanza, la preeminencia de
    criterios académicos, la reivindicación de la
    autonomía como garante de la libertad y de la libertad
    como condición del pensamiento científico, eran algunos de
    los preceptos que la mayoría de los universitarios
    compartían –o al menos, así lo
    parecía– en otras épocas de la Universidad. A
    partir de esos principios, cada quien trabajaba y pensaba
    según sus capacidades, intereses y convicciones, pero
    solía haber una preocupación común para
    reivindicar, por encima de todo, el interés de la Universidad.

       Eso, es algo de lo mucho que la UNAM ha
    perdido. Cuando las autoridades (que son quienes suelen
    reivindicar ese concepto)
    hablan de "la comunidad universitaria", olvidan la variedad
    incluso contradictoria de posiciones que respecto de la
    Universidad hay dentro de esa institución. "La
    comunidad", se vuelve coartada y pretexto en primer lugar de
    las autoridades pero también, de los grupos que
    supuestamente hablan y actúan a nombre de los
    universitarios. El Consejo de Huelga, en los meses recientes,
    llegó a pretender que defendía el
    interés de los universitarios aunque solo muy pocos
    estudiantes habían designado a sus
    integrantes.

       Las comunidades de la Universidad,
    cuando existen, por lo general se encuentran desarticuladas y
    son sus miembros más activos
    quienes se expresan y deciden, oficiosa o formalmente, en vez
    de ellas. La restauración de ese entramado sin el cual
    la Universidad no puede ser una institución
    académica, solo podría partir de los
    profesores. Los académicos y nadie más,
    constituyen el sustento de la Universidad.

       Los estudiantes, son transitorios y su
    interés vital no se encuentra en la Universidad que,
    para ellos, es sitio de paso y espacio de preparación
    profesional. Las autoridades, tienen que ser temporales por
    mucho que representen intereses de sectores, o gremios, de la
    misma Universidad. Los trabajadores administrativos,
    sí tienen su prospecto de vida cifrado en la
    Universidad pero sus tareas son de apoyo a las de
    carácter sustantivo. Por populismo, o condescendencia
    excesiva, en algunas universidades e incluso en distintas
    escuelas de la UNAM, se ha pretendido que las decisiones
    académicas sean compartidas por los alumnos y hasta
    por los trabajadores administrativos. Allí se
    encuentra uno de los orígenes de la decadencia de la
    Universidad.

       Por muy impopular que pueda ser,
    resulta preciso reivindicar el origen académico que,
    para tener solidez y escrupulosidad, requieren las decisiones
    sobre los contenidos de la enseñanza en la
    Universidad. Esas decisiones, no pueden estar sino a cargo de
    los profesores e investigadores. Toda excepción a ese
    principio, no es mas que concesión a la
    demagogia.

  10. La comunidad
    universitaria.

  11. La Universidad
    es insustituible.

Parte de la autocomplacencia de muchos universitarios
radica en la creencia de que nada, ni nunca, reemplazará
las tareas que hasta ahora han sido cumplidas por la UNAM. Se
equivocan. Las instituciones de educación e
investigación superior se han diversificado de tal manera,
que gran parte de la enseñanza y la creación de
conocimiento que antes eran exclusivas, o casi, de la Universidad
más grande del país, ahora se realizan en otros
sitios. No sólo hay más universidades
públicas. Además, las de carácter privado
han crecido y se propalan con una rapidez que solo se explica
gracias a los vacíos que crean las instituciones a cargo
fundamentalmente del Estado.

   La especie de que la Universidad es
irreemplazable, ha servido para afianzar la confianza –y el
orgullo– de muchos universitarios. Pero tiende a causar un
exceso de certezas que no siempre resulta provechoso, ni
realista, para el trabajo académico. Como suponen que lo
que hacen es exclusivo, hay quienes creen que es, también,
insuperable. Y es que la Universidad no es muy rigurosa para
evaluar su propio desempeño, pero en cambio se ha
convertido en excelente publicista de sí misma.

   Dentro de la Universidad se sabe, pero no
se dice, que la preparación de los alumnos deja mucho
qué desear, que la calidad de la investigación en
muchos casos ya no es tan competitiva como antes respecto de
otras instituciones nacionales y extranjeras, que la
producción artística llega a estar contaminada por
grandilocuencias más que singularizada por la excelencia.
En cambio, el discurso
magnificador de las virtudes universitarias es reiterado dentro y
fuera de la institución.

   El país, se afirma entonces,
necesita de los profesionistas universitarios; en esas aulas se
forma el futuro de México; la ciencia y
la técnica no tendrían perspectivas al margen de la
Universidad; ella, es estratégica para el crecimiento y la
soberanía de la nación.
Todo eso es cierto, pero solo en parte. Por un lado, las
responsabilidades en materia de formación académica
son cada vez más compartidas por otras instituciones. En
el campo de la investigación científica la UNAM
sigue estando a la vanguardia,
aunque quizá ese sitio no se mantenga por mucho tiempo en
todas las áreas. Además si el papel de la
Universidad es tan fundamental, entonces no siempre se entiende
por qué los universitarios no se empeñan más
y mejor para que las tareas académicas se cumplan con
mayor rigor.

   El discurso de la insustituibilidad de la
Universidad, paradójicamente, llega a ser fuente de
irresponsabilidad en al menos dos sentidos. Por un lado, a partir
de la convicción de que al país le resulta
imperioso el funcionamiento de la UNAM, muchos universitarios
consideran que merecen mayores recursos
financieros. Seguramente así es. Sin embargo, las demandas
monetarias no siempre se hacen cargo de las insuficiencias que
México padece en otras áreas. En la Universidad
está muy extendida la convicción de que el papel de
los universitarios es exigir, y la obligación del Estado
es dar. No advierten que en toda sociedad moderna las relaciones
tienden a ser recíprocas, o al menos a implicar
compromisos mutuos. Y por lo general, no se aprecia mayor
empeño de los universitarios en el cumplimiento de las
tareas sustantivas de esa institución. Pueden seguir
exigiendo mucho, pero más allá de la por
demás discutible razón moral que
puedan tener en sus requerimientos presupuestales, seguirá
echándose de menos el compromiso de la UNAM a cambio de la
satisfacción de sus necesidades financieras (desde luego
nos referimos a la actitud, en términos generales, de
muchos universitarios: es evidente que hay profesores, alumnos y
funcionarios que cumplen, y muy bien, con sus
responsabilidades).

   Por otro lado, esa creencia en la
indispensabilidad de la Universidad llega a crear una suerte de
espíritu de prepotencia en grupos como los que han
protagonizado la huelga reciente. Contagiados por tal
suposición, llegan a figurarse que por muchos excesos que
cometan, el Estado no se animará a emprender acciones que
pudieran lastimar demasiado a la UNAM.

   A diferencia de esas imágenes
que muchos universitarios tienen de sí mismos y de la
Universidad, quizá por primera vez en su historia la UNAM
ha sido considerada como prescindible, por importantes sectores
de la sociedad. Se ha dicho en voz alta y de varias maneras, que
una solución para enfrentar situaciones de crisis como la
de 1999 sería la clausura de la Universidad. Ante esas
opiniones, la mayoría de los universitarios han
reaccionado con indignación –y, por cierto, con poca
tolerancia–.
Sin embargo, quedó roto el tabú que hasta ahora
existía para decir que la UNAM no es intocable. Se puede
considerar que esas opiniones son debatibles, o que son
erróneas. Pero no se puede negar que forman parte de la
discusión que ya hay sobre la pertinencia, o no, de la
Universidad misma. Hasta ahora, los universitarios han respondido
a esas opiniones con muchas exclamaciones y pocos razonamientos.
Se les ha considerado poco menos que herejías y
fundamentalmente se les han opuesto posiciones de principio, o
actos de fe. Esa es la peor forma de enfrentar una inquietud que
va más allá del reciente conflicto, pero que se
exacerbó a partir del extenso e injusto secuestro que la
Universidad ha padecido en las fechas recientes.

   Si la UNAM ha de sobrevivir a estos
desafíos, será transformándose. Si esa
renovación no la emprenden los universitarios,
llegará de fuera. El único camino para que la
Universidad Nacional no desaparezca de pronto o no languidezca
paulatina pero irremisiblemente, radica en el reconocimiento de
esa necesidad de cambios, que tendrían que ser
drásticos y profundos. Por indolencia o petulancia de los
universitarios, la UNAM puede seguir estancada, lo cual
significaría marchar hacia su propio abismo. La
alternativa, es una refundación que reivindique los valores,
el compromiso, la libertad y la autoridad de la
academia.

 Granja de la Concepción,
D.F., septiembre de 1999

Raúl Trejo Delarbre

Investigador en el Instituto de Investigaciones
Sociales de la UNAM.

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