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Teoría y praxis (página 2)



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Sólo obrando se aprende ,
decía el Zaratustra de Nietzsche, y
tan sólo quien, vanitas vanitatum, desespera
paradójicamente de cualquier realización, pero
mientras la hace de hecho –acometiendo su propia
desesperanza–, se niega a aprender, recayendo una y otra
vez en los mismos errores de cálculo o
en la misma paradoja. Pero, a la inversa de lo que podría
pretenderse, un punto neurálgico de la subversión
del nihilismo está implicado en el hecho de que ni
la Historia ni los
hombres hayan acabado por aprender dicha lección: se sigue
recayendo en los mismos errores, se repiten de nuevo todos los
fantasmas,
pero no por eso se deja de actuar ni de promover nuevos
cálculos.

Reforma, conservación y revolución
señalan los tres modos de la «praxis
política» que resultan de tener en
cuenta unas relaciones sociales ya dadas, pues es necesario que
haya algo que reformar, conservar o revolucionar. Pero ahora
tenemos que detenernos en la existencia de la
teoría y en el problema de la articulación
de ésta con la praxis, un problema previo al de los
modos políticos de la misma. Hay una acción
teórica concreta, especial, que algunos pensadores han
abordado con anterioridad y cuya dilucidación resulta de
la mayor importancia para la actualidad. Nos referimos a la
determinación teórica de la pregunta leninista por
el «¿qué hacer?» que de algún
modo pretendemos correlativa a la pregunta kantiana por el
«¿qué es el
hombre?». Para ello vamos a centrar la atención en ese Kant que
reflexiona mundanamente sobre la teoría y la praxis
y, también, en ese punto preciso en el que Marx
abordó la misma cuestión, constatando las
afinidades entre la Tesis 11 sobre Feuerbach del segundo
con el ensayo
sobre Teoría y Práctica del
primero.

Dejaremos de lado del texto de Kant
que utilizamos para pensar en el asunto el que en el mismo se
excluya a las mujeres de la ciudadanía u cualesquiera otros momentos en
los que no suscribimos el pensamiento
del filósofo, deteniéndonos más bien en lo
que tanto nosotros como la posteridad hemos considerado digno de
recibo y no en lo que se manifiesta desencaminado. Pues de lo que
se trata es de tomar lo productivo de un pensamiento y pensar a
partir de esa fecundidad, haciendo filosofía del
presente
y ya no tanto historiografía. Si bien una
señalización de lo que se deja de lado en un
pensador tampoco esté de menos.

Yendo entonces a la famosa tesis de Marx
vemos que parece distinguir entre «interpretar el
mundo» y «transformarlo», aunque en cierta
forma la teoría sea ya una forma de acción.
Pensar es ya hacer algo, es una praxis, no es un no hacer
nada, pero puede ser un hacer insuficiente, de ahí la
famosa Tesis 11 sobre Feuerbach: «Los filósofos se han limitado a
interpretar el mundo de maneras diferentes; ahora lo que
importa es transformarlo», con lo que deja claro que
adopta una vinculación entre teoría y
praxis que puede no darse o que en otros
filósofos (¿todos los otros?) no se ha dado. El
joven Marx ve la necesidad de interpretar adecuadamente la
realidad para poder llegar a
transformarla, no como mero ejercicio intelectivo o deriva
ideológica e imaginaria, pero exagera al considerarse el
primero en tener tal cosa presente. Desde luego que interpretar
adecuadamente lo existente significa representarse lo
existente ante la conciencia y
hacerlo no de cualquier manera, sino de forma correcta; estando
el filósofo-político por excelencia completamente
dentro de la forma moderna de concebir la filosofía. Una
forma no única, quizás, pero tampoco descartable,
pese a sus extravíos; una forma que ha de ser purgada y
acaso recuperada en la actualidad.

El realista político actual, el
«reaccionario conservador» que rechaza cualquier
propuesta de cambio, ya
tibia o reformista ya radical o revolucionaria, adquiere en Kant
la voz del se dice, de ese impersonal rebaño-masa
que habla en cada época a través de la
áspera voz del intelectual
orgánico-integrado:

"Pero los Estados -se dirá- no se
someterán jamás a tales leyes coactivas,
y la propuesta de un Estado
universal de pueblos bajo cuyo poder deberían acomodarse
voluntariamente (312/313) todos los Estados particulares para
obedecer sus leyes, por muy bien que suene en la teoría
de un Abbé de Saint Pierre o de un Rousseau, no
es válida, sin embargo, para la práctica; porque,
además, así es como consideraron a tal propuesta
grandes estadistas, y más aún los jefes de Estado,
quienes siempre la han tenido por sospechosa de ser una idea
pedante y pueril, salida de la escuela. Por mi
parte, en cambio, confío en la teoría, pues
ésta parte del principio jurídico de cómo
debe ser la relación entre hombres y entre Estados,
y recomienda a los dioses de la Tierra la
máxima de proceder siempre, en sus disputas, de modo tal
que con él se introduzca ese Estado universal de los
pueblos, admitiéndolo como posible (in praxi) y
como capaz de existir. Pero, a la vez, también
confío (in subsidium) en la naturaleza de
las cosas, que lleva por la fuerza a donde
no se quiere ir de buen grado (fata volentem ducunt, nolentem
trahunt
).
Y en la naturaleza de las cosas se incluye asimismo la naturaleza
humana; como en esta última siempre continúa
vivo el respeto por el
derecho y el deber, no puedo ni quiero considerarla hundida en el
mal hasta el extremo de que la razón práctica
moral, tras
muchos intentos fallidos, no vaya a triunfar finalmente sobre el
mal y no nos presente la naturaleza humana como digna de ser
amada. Así pues, también desde el punto de vista
cosmopolita se mantiene la tesis: lo que por fundamentos
racionales vale para la teoría, es asimismo válido
para la práctica[3]".

Nosotros, con Kant, confiamos en la
teoría
, admitiendo que las propuestas teóricas
racionalmente fundamentadas son «posibles» en la
praxis
y en que serán capaces de llegar a existir,
pero, contra Kant, no confiamos, subsidiariamente, en que
la naturaleza de las cosas colabore especialmente en ello.
Estamos entre los que rechazan toda teleología y toda
acción de la Providencia (o del destino), pero no por ello
entre los que rechazan todo progreso, aunque certifiquemos
sus desmanes y sus elevados costes. No seguimos al Kant que
afirma que «la idea de una historia
universal (…) implica en cierto sentido un hilo
conductor a priori»[4].
Sostenemos que el progreso no es ni tan extenso como quieren los
progresistas ni tan exiguo como pretenden los misántropos.
A diferencia de Kant, sostenemos que esa naturaleza de las cosas,
que incluye a la naturaleza humana, no contiene, al menos
necesariamente, la noción de respeto (identificable
con ese aidós griego o sentimiento moral
acompañante de la diké o justicia, que
otros relacionan con el éleos, la piedad),
sino que dicha noción puede aparecer y desaparecer de la
naturaleza humana, como desaparece de Aquiles pero permanece en
Héctor en la saga homérica. Y aquí
también basta entonces con la posibilidad como para
poder esperar las mejores cosas de la naturaleza humana y no las
peores, arribando a la filantropía antes que a la
misantropía.

Pero Althusser nos advirtió ya con suficiente
fuerza sobre los peligros de los burgueses filántropos,
recogiendo las invectivas de Marx contra los
socialdemócratas de su tiempo e
iniciando con ello el debate
humanismo /
antihumanismo que, bajo diversos ropajes, retorna una y otra vez
en la arena de la discusión
filosófico-política. Aunque Nietzsche, uno de los
padres del «antihumanismo» teórico, ya nos
había advertido con anterioridad que lo que se combate con
ese término no es el humanismo clásico,
renacentista (Pico de la Mirándola[5])
e ilustrado (Voltaire y
Rousseau), sino lo que llamamos aquí nosotros
«humanitarismo», esos falsos motivos éticos
con los que una mirada demasiado condescendiente consigo misma
procura comprarse una buena conciencia:

" Hay dos clases de negadores de la moral
. Negar la moralidad eso
puede querer decir ante todo: negar que los motivos éticos
que pretextan los hombres sean los que realmente les han
impulsado a sus actos (…). Es necesario que cambiemos nuestra
manera de ver, para llegar por fin, quizás demasiado
tarde, a renovar nuestra manera de sentir[6]".

Reconocido esto y denunciado incansablemente el que las
Leyes hayan servido de cobertura jurídico-económica
al imperio mundial de los Estados Unidos y
Occidente, tenemos no obstante la obligación, como
pensadores, de no reducir la totalidad del fenómeno
ético, jurídico y político, a las
servidumbres que las instituciones,
ciertamente, rinden al medio económico en el que se
insertan. Podremos preguntarnos: ¿Cuál es el origen
de esas leyes? ¿Quiénes son aquí los
idealistas, los platónicos dogmáticos y
quiénes los auténticos materialistas?
¿Qué es eso de la ONU?, ¿a
quiénes ha servido? A raíz de esas preguntas vemos
deslizarse la funesta doctrina de la fuerza bruta, según
la cual ser materialista significará dejarse de
filosofías, dejarse de homilías de monjita de
clausura y de palabrería vana y hueca y decir de una vez
por todas que el poder y la fuerza lo deciden todo, que la
política, la justicia, las artes y las ciencias son
inocuas, que la explotación del hombre por el
hombre es la condición necesaria en la que se puede
desenvolver lo que llamamos civilización. Pero aquí
sostendremos que el cosmopolitismo, bien entendido, es un
predicado políticamente posible de nuestra existencia,
enfrentándonos a esos posicionamientos negacionistas del
universalismo pluralista que constituyen la verdadera victoria
ideológica del capitalismo;
ya que son pensamientos semejantes los que suponen la verdadera
consumación del nihilismo y
los que entroncan con la pesimista sabiduría de
Sileno.

Es necesario mostrar la falacia de la idea del imperio
absoluto de la naturaleza depredadora, ya que la máquina
de guerra mundial se
aprovecha de esa bomba lingüística para destruir con ello
todo idealismo, la
esperanza y la solidaridad, la
preocupación por los demás y el impulso a mejorar
la sociedad en
que se vive; pues opera sustituyendo esos peligrosos sentimientos
por el egoísmo narcisista y el resentimiento retorcido,
para que un cinismo generalizado se apodere de las masas y se
llegue a la conclusión de que todo cambio es a peor y que
el sistema
capitalista, con su consustancial desigualdad y su
opresión, es lo mejor que se puede alcanzar.

No deja de ser comprensible que la potencia de fuego
informativo de la sociedad moderna haya conseguido un extenso
éxito
en el nivel de la conciencia de las masas; prueba de ello es que
las últimas guerras del
siglo XX y las que han jalonado el comienzo del siglo XXI han
demostrado que los capitalistas «humanitaristas»
poseen ya la capacidad material de transformar y maquillar su
urgencia militar, haciéndola pasar por la supuesta
urgencia moral prioritaria de la humanidad. Por eso el humanista
Noam Chomsky, en nuestros días, ha condenado firmemente la
pretensión de que la intervención de la OTAN en
Yugoslavia fuese una «guerra
humanitaria», ridiculizando la noción, y ahora dice
sin cesar lo mismo que dijese el antihumanista Althusser
antaño, que «la mejor manera de solucionar los
problemas de
miseria y violencia de
este mundo es dejar de producirlos
». Nada se gana
llevando médicos voluntarios a curar los agujeros de bala
que nuestras armas y soldados
generan. Ahora bien: ¿Está en nuestro poder dejar
de producir miseria y violencia? ¿Es otro mundo posible?
¿Es una cuestión individual, colectiva,
estructural, global?… Ello nos lleva a la cuestión
de dirimir lo que se encuentra en nuestro poder de lo que no
depende de nosotros, teniendo en cuenta que las activas
esperanzas para un mejor futuro no dependen tan sólo de la
acción que ha de acompañar a toda buena
voluntad.

El humanitarismo vulgar es aquel que considera al hombre
abstracto como omnipotente, y así, paradójicamente,
se considera el sujeto alienado de nuestro tiempo; aquel que
cuanto más sometido se encuentra más libre se cree.
Pero Epicuro ya nos decía en su Carta a Meneceo:
«hay que rememorar que el porvenir ni es nuestro ni
totalmente no nuestro, para que no aguardemos que lo sea
totalmente ni desesperemos de que totalmente no lo
sea
». Con lo que vemos que quizás la respuesta a
la pregunta por la posibilidad de dejar de explotar y asesinar no
sea tajante, pero si se inclina hacia la conclusión de que
no está en nuestro poder nada, entonces arribaremos a la
misantropía; mientras que si se inclina hacia la tesis que
sostiene que algo, quizás mucho, está en nuestro
poder, entonces dejar de matar será algo posible,
factible; arribándose con ello a la esperanza y al
optimismo, no siempre descartables como fachadas
hipócritas de poderes inconfesables, ni como ilusiones
vanas de almas cándidas.

El optimismo ilustrado es el que se deriva, según
Kant, del punto de vista cosmopolita por eso Lyotard, al
tratar de El entusiasmo en su libro que
porta tal título, muestra que en
Kant lo histórico-político estaría ligado al
sentimiento de lo sublime y al «entusiasmo»,
funcionando más por signos y por
analogías que mediante el
conocimiento especulativo; pues no se podría presentar
el objeto político en el tiempo presente; sino, tan
sólo, indicar una dirección posible en comunidad de
sentimiento
. No es necesario estar completamente de acuerdo
con Lyotard en su excesiva aproximación de lo
histórico-político a la Crítica del
juicio
, interpretación que coopera con sus propias
tesis sobre el fin de los grandes relatos, pero sí que nos
parece esencial que se retenga cómo detecta y presenta en
Kant el alejamiento de lo histórico-político
respecto de lo especulativo, hasta llegar a un lugar que no es el
reino de lo «objetivo» o desinteresado en absoluto:
«Aquí [en el texto Was ist Aufklärung?]
se trata de un interlocutor a quien hay que dar la fuerza de
luchar (…). Hay que arrancar a ese interlocutor de la
perversa fascinación del indiferentismo, del todo da lo
mismo
y también de la melancolía del no
valemos nada
»[7].
En la escritura
misma y no ya en el propio autor parece latir una
intencionalidad.

Pero no se puede desgajar el filósofo del hombre
o del ciudadano responsable y crítico cuando se tocan
temas políticos y mundanos, aunque en la más alta
abstracción y formalización del pensamiento,
lejos del mundanal ruido –como diría Fray
Luis– se pueda casi llegar a una analogía con el
quehacer científico atribuible a la geometría clásica y rozar la pureza
divina del concepto
inmaculado. En el terreno histórico-político
están involucradas siempre otras cosas que envuelven al
pensamiento y nunca podremos estar del todo seguros de haber
dejado de lado esos envoltorios ideológicos o no tan
ideológicos que circundan a la filosofía y le dan
su plena consistencia.

Respecto a la idea kantiana de «comunidad de
sentimiento» (gemeinschaftlichen Sinn),
«sentido comunitario» y «sentido
común», podemos ver entre sus comentaristas actuales
cómo sirve tanto para explicar el arte como para
explicar el nacionalismo o la tribu, así
como para justificar la democracia. La
«comunidad» precedente terrestre de lo que el mundo
llamaba «comunismo»,
se ha convertido hoy en un concepto desgajado de la economía;
vinculación proscrita por unos poderes interesados en
ocultar esa determinación esencial. Pues tanto el neoliberalismo
globalizador como el identitarismo tribalista se han ocupado
intensamente de ocultar la raíz infraestructural de su
enfrentamiento, en pro de dirimir el conflicto en
la falsa conciencia de la ideología. Muestra de ello sería la
tesis de Huntington del choque de civilizaciones que
estaría encaminada a ocultar la continuidad de la
«lucha de clases».

Para precisar lo antecedente podemos sacar la
conclusión de que el progreso (el tiempo) no
afecta a la política o al arte del mismo
modo que a la ciencia y
que tanto los progresistas se equivocarían siempre que no
se diesen cuenta de ello, como los marxistas al pretender forzar
una armonía preestablecida y unidireccional entre el
cambio infraestructural y el cambio supraestructural. Pero,
curiosamente, la fe en el progreso de la ciencia nunca
ha sido tan vehemente ni tan ciega como en el marxismo
clásico, que de ser los más progresistas y
creer con mayor vehemencia en el progreso y en el desarrollo
científico-técnico se han acabado convirtiendo
luego en los seres más apocalípticos,
robinsonianos y anti-tecnológicos. Es para arreglar tal
desajuste que criticamos la idea de progreso providencialista
kantiano
, que es la misma noción que luego
animará al materialismo histórico, pero con
la salvedad de que retenemos una noción de progreso
«materialista» que sí que nos parece
indispensable para cualesquiera cambio social. Cuando Kant indica
que no nos hallamos en una «época ilustrada»
sino en una «época de ilustración» tenemos que tener
presentes las reservas kantianas hacia toda revolución
que soslaye la verdadera reforma de la manera de pensar.
¿Es que puede darse una verdadera reforma de la manera de
pensar que no sea o bien la causa o bien la consecuencia
de una verdadera reforma (¿reforma o revolución?)
de las estructuras
económicas y jurídicas (políticas,
en fin) que rigen la producción material de la
vida
? Y en contra de la Ideología alemana hay
que decir que la conciencia puede incidir en la
determinación de la existencia, pero no al modo idealista,
sino en cuanto las ideas habrán de ser, ellas mismas,
«ideas materiales» que, si bien se
originarán a niveles de emergencia primarios y
consolidarán en esferas secundarias o terciarias, no
dejarán de incidir y retroalimentar aquellas fuentes de las
que proceden. Por eso Nietzsche se preguntaba respecto a la idea
de Dios el «cómo una nada puede tener
efectos
», siendo la respuesta que podemos dar que una
idea, incluso la de una quimera, no es una nada, sino que es
más bien algo; aunque pueda no ser corpóreamente
tan consistente como aquello de lo que es idea.

Pensar el mundo no es cambiar el mundo, no basta con
pensar en el paraíso para poder arribar a él. Sin
embargo, la idea es algo más que la reflexión que
precede a la determinación de actuar, porque ella misma es
ya una acción. Pero la teoría misma nos muestra
qué puede llegar a tener que ver ese pensar el mundo con
que el mundo cambie. La relación teoría-praxis
puede observarse también en cuanto que el mayor trabajo
teórico del pensador Spinoza, para quien el actuar
constituía algo esencial a la sustancia, llevaba el nombre
de Ética; o en cuanto la Revolución
rusa hubiera sido impensable sin estar precedida por la
redacción de El Capital. Desde
entonces a nuestros días no dejamos de preguntarnos sobre
la manera de lograr refinar la teoría y descontaminar la
praxis, una vez descubierto que ni siquiera la geometría
o la física se
asemejan al mundo de las ideas del platonismo pretérito.
Ese fin del «idealismo platónico» no ha de
suponer relativismo alguno, así como la introducción del tiempo no
habrá de implicar ningún final de la
filosofía; sino tan sólo la admisión de que
incluso las leyes del cambio pudieran llegar a ser
cambiantes.

El cambio político-pragmático, sea
progreso o involución, tiene y tendrá costes y
peligros, pero debido a que los sueños de la Razón
hayan creado monstruos y devenido pesadillas ¿habrá
que resignarse a lo presente como el mejor de los mundos
posibles? Hay que negarse a identificar la racionalidad con
Auschwitz y el Gulag, aun a sabiendas de que sin la ciencia y la
razón, ni éstos ni Hiroshima y Nagasaki hubiesen
sido posibles. El mundo al crecer en poder resultará tan
creativo como destructivo y sólo podremos procurar que el
primer elemento destaque sobre el segundo. Lo mismo ocurre con la
sensibilidad humana, ya que si resultamos dotados de
sensibilidad, o adquirimos una mayor, no podremos elegir estar
dotados solamente para sentir lo agradable con intensidad, sino
que estaremos igualmente dotados para sentir lo desagradable con
la misma intensidad que lo agradable. Ante ello no elegimos,
precisamente, carecer de sensibilidad, sino que actuamos
epicúreamente, procurando que prime el placer sobre el
dolor y buscando la vida buena que se da en la libertad.
Aunque esa libertad sea tanto para el bien como para el mal,
puesto que ambas posibilidades pertenecerán también
al ser.

No obstante, vemos continuamente la constitución de dos maneras opuestas de
concebir la «acción política»; una que
no se hace ilusiones y se plantea la visión
misantrópica de la existencia como el hobbesiano terreno
de juego; la
otra, por el contrario, que no pierde de vista el lado amable o
rousseauniano de la vida, focalizando ese lugar mayormente e
incluso imaginando un amplio espectro para lo posible. Respecto
al primer planteamiento de la acción política,
tenemos el ejemplo de Maquiavelo
cuando decía que
de lo que se trata es de aprender el camino del
infierno, para evitarlo
–como cuando el marxismo
adoptó la forma catecismo para divulgar sus
principios
aprendiendo del enemigo–. Se ocupaba así el fundador
de la politología moderna de la acción
política. Pero acudiendo a la metáfora
ético-religiosa podemos ver que parece querer decir algo
así como lo que, salvando las distancias, pudiera decirse
de los inquisidores respecto al pecado; que pensar en el diablo
era la forma en que los virtuosos frailes podían progresar
en lo divino, o, dicho de otra forma, que la familiaridad con los
vicios pudiera ayudar a evitarlos y a buscar la virtud. De
Maquiavelo a
Sade y Masoch sólo hay un paso, con la salvedad de que en
los últimos se invierte el puritanismo racionalista y la
virtud será entonces la que conduzca al infierno, siendo
el vicio el que conducirá al cielo. Ya mediado el siglo II
de nuestra era, el piadoso Ireneo de Lyon nos narraba la refinada
herejía de Carpócrates. El pasaje corresponde al
libro I de su muy didáctico Adversus Haereses y
decía así: «Proclaman sus discípulos
ser capaces de obrar todo lo impío», pues
sólo el alma que haya
completado su envilecimiento mundano podrá luego retornar,
purificada, al cielo. Debe así esmerarse el alma en la
abyección y «emplearse a fondo en ella, no sea que,
faltando alguna cosa para la liberación se vea obligada a
reingresar en un cuerpo». Lo que nos muestra un doble
peligro que residiría aquí, por una parte, en que
al aprender el camino del infierno se acabase no por evitarlo,
sino por glorificar y cantar la supuesta omnipotencia del
maligno; y por otra, en que pensando y laborando por la construcción del paraíso se puede
igualmente acabar desencadenando y arribando al
infierno.

Ahora bien, yendo desde la necesidad de ser lobo entre
los lobos a la acción política amable y decidida,
vemos que ese Spinoza empeñado en declarar que el
hombre libre en nada se ocupa menos que en la muerte y su
pensamiento no es una meditación sobre la muerte sino
sobre la vida
,
nos recomendará todo lo contrario
que el zorro florentino:

"Así, pues, quien procura regir sus afectos y
apetitos conforme al sólo amor por la
libertad, se esforzará cuanto pueda en conocer las
virtudes y sus causas, y en llenar el ánimo con el gozo
que nace del verdadero conocimiento
de ellas, pero en modo alguno se aplicará a la
consideración de los vicios de los hombres
, ni a
hacer a éstos de menos, complaciéndose en una falsa
apariencia de libertad. Y el que observe y ponga en
práctica con diligencia todo esto (lo que no es
difícil), podrá sin mucha tardanza dirigir en la
mayoría de los casos sus acciones
según el imperio de la razón[8]".

Según los partidarios de escindir ética y
política la cita que acabamos de mencionar versaría
sobre una consideración ética, esto es, su objeto
será bien la felicidad o el bienestar individual o bien la
dicha del hombre considerado en general; mientras que la tesis de
Maquiavelo sería política, y, por tanto, ambos
textos serían difícilmente conmensurables siempre
que se separasen, con relación a su objeto, la
Ética y la Política: Maquiavelo como
ocupándose de las sociedades
políticas, Spinoza como ocupándose del bienestar
del individuo o
del hombre en sentido genérico. Pero no es posible
mantener semejante distinción puesto que la
política contiene, siempre, a la ética, que no es
sino una de sus determinaciones fundamentales.

Como Platón,
Spinoza también vaciaría a la idea de mal de
todo contenido real, pero a diferencia de Platón,
también vaciaría la categoría de bien. El
mal no será ausencia de ser, ni el bien será el
ser, sino que simplemente serían otra cosa, algo
así como construcciones simbólicas. Una lectura de
Spinoza semejante, anacrónicamente constructivista,
pudiera decirnos que bien y mal son sólo nociones confusas
que los humanos usarían para referirse a lo que aman y lo
que odian. Y, en efecto, algo no muy diferente dirá
Maquiavelo y recogerá el Nietzsche de la
Genealogía de la Moral sobre el origen de la
ley y las
reglas morales. Pero con una salvedad en el caso de un
Maquiavelo visto desde el prisma del racionalismo
purista
, la de que el mal, en política,
existiría; ¡vaya si existiría!, consistiendo
fundamentalmente en esa ignorancia o imprudencia que conduce al
infierno social. Se aprecia entonces en esto último, de un
lado, la tendencia a eliminar la consideración moral
vaciando las nociones de bien y mal de contenido real para
remitirlas a un ámbito hedonístico o
psicológico-subjetivo y, de otro, se aprecia cómo
se cuelan de nuevo, con un estatuto de realidad en el sentido
fuerte de la palabra, a través de las dicotomías
dialécticas que se establecen entre
ignorancia/razón, imprudencia/prudencia, e incluso en la
misma de infierno/cielo; ya que si la ignorancia y la imprudencia
conducen al infierno, la razón y la prudencia
habrían de conducir al cielo.

Contraviniendo esas separaciones habría que
volver a decir que la ética forma parte de la
política (e incluso de la ontología, si es que vinculamos bien y mal
con Eros y Tánatos), ya que el hombre genérico
habría que concebirlo siempre dentro de un todo
socio-político, como ya hiciera Aristóteles al decir que el hombre es
por naturaleza un animal social
. De ahí que no
sea tan fácil desligar y separar las consideraciones
éticas de las políticas, máxime cuando la
visión de los pensadores con los que estamos dialogando
suele ser, además, organicista, pues en todos ellos se
establecen analogías entre el cuerpo social y el
individual.

La separación entre la política y la
ética se torna entonces falaz, siendo la dicotomía
real la que se establecería entre la acción
ético-política y la acción suicida, entre el
enfrentamiento contra la adversidad o la rendición y culto
ante la muerte, el vitalismo y el nihilismo. No otro dilema
presenta el monólogo de Hamlet:

"Ser, o no ser: esa es la cuestión: ¿si es
más noble sufrir en el ánimo los tiros y los
flechazos de la insultante Fortuna, o alzarse en armas contra un
mar de agitaciones, y, enfrentándose con ellas,
acabarlas?: morir, dormir, nada más, y, con un
sueño, decir que acabamos el sufrimiento del corazón y
los mil golpes naturales que son herencia de la
carne. (…) Así, la conciencia nos hace cobardes a
todos, y el colorido natural de la resolución queda
debilitado por la pálida cobertura del pensamiento, y las
empresas de
gran profundidad y empuje desvían sus corrientes con esta
consideración y pierden el nombre de
acción…[9]".

El Hamlet de Shakespeare nos
sitúa ante el dilema de «ser o no ser», y
podemos encontrar allí la analogía
ético-política que por otro camino antes esbozamos.
Las dos salidas que Shakespeare propone en el célebre
monólogo de Hamlet, «Ser o no ser»,
afrontar con gran ánimo los golpes de la fortuna o
dormir, tal vez soñar, y con este sueño dar fin a
las miserias de la vida
, conforman en realidad una
alternativa existencial, la de vivir o morir, o más bien,
la de vivir afrontando la realidad o vivir entre sueños y
productos de
la imaginación; de ahí que se pueda llegar
también a interpretar como la dicotomía entre el
compromiso social respecto al apartamiento
epicureísta.

Reformulemos el par de opciones trágicas
antedichas, en la variante antecedente, de la siguiente
manera:

a) La mejor acción política es la de
sufrir estoicamente los embates del destino, endurecerse como la
roca que resiste a los embates del oleaje marino, imperturbables
e insensibles vencer no sintiendo el daño
que se nos causa. El budismo indio
schopenhaueriano convertido en judeocristianismo por la secta
estoica en la recepción de Hamlet príncipe de
Dinamarca.

b) La mejor acción política es la de
afrontar con gran ánimo los golpes de la fortuna bajo la
idea de que es más noble combatir las injusticias,
levantar la voz contra la opresión, devolver los agravios
o vengar las afrentas, esto es, que luchar contra el vicio
ennoblece, hace virtuoso
. Y es una de las opciones de Hamlet,
príncipe de Dinamarca.

c) La mejor acción política que se puede
realizar es la de Epicuro, la de cultivar el propio jardín
y evitar por completo la lucha contra los vicios, ya que la
cercanía respecto del vicio envilece, nos vuelve
mezquinos
. Y preocuparse tan sólo por las risas de
viejos amigos que se mezclan en el huerto, si es que se tiene,
con los ladridos del perro y con esas bellísimas
páginas de esas novelas que,
leídas en soledad, nos transportan a mundos imaginarios. Y
esta es la opción de mantenerse al margen,
refugiándose en la comunidad de amigos, otra de las
posibilidades que baraja Hamlet, príncipe de
Dinamarca.

d) La mejor acción política que se puede
llevar a cabo consiste en la de ser-noser al mismo tiempo y en el
mismo sentido, la copertenecia de pensamiento y acción,
virtud-vicio, ética y política, aglutinando todas
las posibilidades en un soñar el arte y soñar la
política alejados de la hipocresía del actor
(hypocrités) de teatro. No
negarse ni a enloquecer (no patológicamente sino
entusiásticamente) ni a estar cuerdo. La real
opción de la pluralidad humana, conjunción compleja
y bizarra de fuerzas simultáneas.

El propio Shakespeare apuesta, claro, por la lucha
contra la iniquidad, de ahí que el binomio afrontar los
golpes o evitarlos se corresponda con el binomio cartesiano entre
la vigilia y el sueño, provisto ahora de la fuerza
dramatúrgica del que se ve instado a elegir entre la cruda
realidad y los dulces sueños escapistas. Pues
todavía no está reivindicado ni siquiera el espacio
de realidad para el sueño que despejó Freud al
clasificarlo como realización mental de deseos
inconfesables. Un poco más allá de Freud vemos como
son los soñadores quienes con mayor vehemencia enfrentan
el destino, los héroes de la contemporaneidad.

Aunque la representación teatral en tiempo de
Shakespeare sea a la política lo que el sueño es a
la vida, un sucedáneo a través del
espectáculo que explica el que Calderón y Descartes
la vida es sueño y el genio
maligno
– fuesen reflexiones contemporáneas sobre
lo mismo, la superación del miedo a la nada sirve al
príncipe para valorar la vida y responder a la afrenta.
Pero Hamlet hace teatro, se finge loco para así poder
culminar su venganza, ya que se enfrenta a fuerzas superiores
ante las que hay que actuar con astucia. Pero mediante ese
fingimiento corre el riesgo de devenir
realmente loco, ya que una representación de la
situación esquizoide en la que se esbocen los
síntomas, pero sin padecer la enfermedad, resulta
difícil de mantener y acaba por no ser muy creíble.
El talento camaleónico del actor y la fortaleza de
ánimo del político se dan la mano en la obra del
genial dramaturgo inglés
hasta el punto en que no podremos distinguir con nitidez al
personaje de sus máscaras.

A partir del monólogo hamletiano podemos
replantear la falsa dicotomía entre ética y
política como una dicotomía verdadera entre una
acción ético-política y la inacción,
la huida o el suicidio. Ya
Sartre
advirtió que bajo el principio de la libertad
quizás sólo habría una elección
proscrita, la de elegir ser esclavo y bajo el principio de la
vida también pudiera incurrirse en la paradójica
elección del morir. Por eso vemos que dentro de la
acción ético-política, o más bien a
su través, retorna el problema de que la libertad lo sea
tanto para el bien como para el mal; sometiéndosenos
entonces a la reproducción del dilema primitivo, pero ya
no sólo dentro del seno de lo
ético-político, sino también dentro de lo
ontológico y lo cognoscitivo. Ser o no ser, actuar o no
actuar, conocer o ignorar, querer ver la realidad o cerrar los
ojos y conformarse con el teatro, todos estos son correlatos, a
diferentes niveles de emergencia, del problema fundamental de la
existencia; un problema que desde diversos ángulos y
orientaciones recibe diversas respuestas. El dramaturgo
desconfía del poder de su arte y llega a creer,
erróneamente, que ha habido algún príncipe
en la historia más poderoso que su Hamlet.

Respecto al establecimiento tajante de lo que pudieran
ser virtudes y lo que pudieran ser vicios toda precaución
es poca para protegerse del «puritanismo», de la
expulsión de los poetas de la República, de
la quema de los libros de
Don Quijote o
del rechazo de cualquier arte por «degenerado»; de
esa mentalidad que desde el platonismo hasta la Inglaterra
victoriana, el calvinismo, el nazismo, la
Inquisición o el protestantismo estadounidense
contemporáneo, se ha desvelado como mayormente homicida
–en nombre del «amor al prójimo»–
que cualquier otra. Con todo la acción asesina del
nihilismo reactivo se contrapone a la acción vital del
nihilismo activo, aunque ambas se manifiesten contra algo. De
ahí que no aceptemos la dicotomía puritana
virtud/vicio, peligrosamente próxima a la de salud/enfermedad, pero
sí la que pudiese establecerse entre el vivir y el morir,
entre el vivir bien y el morir mal, entre el Eros y el instinto
de muerte, entre un optimismo vitalista y un pesimismo nihilista;
aun a sabiendas de que bien pudiera llegarse a alguna componenda
o equilibrio
precario entre ambos, justo medio no permanente en el que
residirían juntos tanto la razón no impositiva como
el sentimiento no desbocado.

Desde Grecia,
pasando por el Renacimiento y
la
Ilustración, se pensó que la búsqueda
desinteresada de la verdad sólo podría ser
beneficiosa, moral y políticamente, sin plantearse el
problema de los costes, a menudo demasiado altos, de lo
considerado como «progreso». El cristianismo
quiso apropiarse de semejante doctrina ingenua como vemos en el
cuarto evangelio cuando se nos dice que «la verdad os
hará libres» (Juan 8, 32). Pero tras la 2ª
Guerra Mundial, después de ver que los cultos alemanes,
educados con esmero, oyentes selectos de la música wagneriana,
fueran precisamente quienes pusiesen en marcha el intento de
genocidio judío, los beneficios de la educación y de la
búsqueda de la virtud y de la verdad quedaron seriamente
en entredicho. El acto vino a poner en duda la distinción
entre bárbaros y civilizados, llevando a revisar procesos
históricos como las colonizaciones de América, Asia y
África junto con la cruda práctica del esclavismo, ante
lo que quizás hubiese sido mejor ser analfabetos. En la
puerta del campo de concentración de Auschwitz el lema
neotestamentario juánico «la verdad os hará
libres» se transformó en «Arbeit macht
frei
», el trabajo os
hará libres
; lema que los nazis compartirán con
aquellos estalinistas defensores del stajanovismo y con aquellos
liberales amantes del trabajo y detractores de todo ocio; un
slogan que luego pasaría a formar parte de los principios
fundamentales del capitalismo. Como cuando el fabricante de
automóviles Ford entregó a sus empleados Biblias
censuradas por aquella ética protestante que conforma la
ideología del avasallador Imperio hoy
dominante.

Ya Hegel y Heidegger
demostraron, contra Platón, que el mal pertenece al
ser
, que «lo negativo» tiene entidad
ontológica, y que, como dijese Albert Camus,
no hay que curarse de las enfermedades sino aprender a
vivir con ellas
. Lo cual no quiere decir, de ningún
modo, que hayamos de procurar padecerlas. Descartados los
absolutos, la dialéctica se torna infinita y el
escepticismo, en cuanto motor de la
dialéctica, en momento irreductible del ser y del pensar.
Pero «el horror tiene cara», no es una Nada
inconcebible o una mera sensación de vacío o sin
sentido, no es sólo el gran hastío del
burgués aburrido, el insoportable tedio; sino
que su rostro, como el de «lo amable», también
cobra un contenido real, desgraciadamente muy real. Y es que la
pregunta por el «por qué hay ser y no más
bien nada» ha llevado a algunos, demasiado atentos a las
distintas caras del horror, a pensar que mejor es la nada al ser;
doctrina que Nietzsche expondrá sintetizando la cara
oculta de la armoniosa Grecia del siguiente y hermoso
modo:

"Hay una vieja leyenda que cuenta como durante mucho
tiempo, el rey Midas, había intentado cazar en el bosque
al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder
cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta
qué sería lo mejor y más preferible para el
hombre. Rígido e inmóvil calla el demón,
hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo las siguientes
palabras, en medio de estridentes carcajadas: Miserable
estirpe de un sólo día, hijos del azar y de la
fatiga, ¿por qué me fuerzas a decir lo que para
tí es mejor no escuchar? Lo mejor de todo es totalmente
inalcanzable para tí: no haber nacido, no ser, ser nada. Y
lo mejor para tí en segundo lugar es —morir
pronto
[10]".

Contrariamente al optimismo del Rousseau amante del buen
salvaje estaría esa terrible doctrina silénica,
como una enfermedad propia del mundo civilizado con la que
Nietzsche resumía el pesimismo griego. Y si bien la expuso
dejando claro que «los griegos no fueron
pesimistas
», mostró la oscuridad que, junto a
las tinieblas medievales del Romanticismo
alemán, formarán las principales fuentes
«ideológicas» del Nihilismo
contemporáneo. Por eso al final de la primera parte del
Fausto de Goethe el protagonista de la tragedia profiere
la sabiduría de Sileno: «¡Ojalá no
hubiera nacido nunca!
» –dice el científico
humanista que ha vendido su alma al diablo–; aunque
también se proclame en la misma obra, entrando en
contradicción y traduciendo muy libremente la primera
línea del cuarto evangelio, que «al principio era
la acción
». Nihilismo y acción son dos
conceptos que se oponen y se superponen en un culto a las
potencias telúricas y absurdas de la existencia, un
binomio que alimentará tanto al puritanismo de los nazis
como al más fino, sutil y profundo de los
existencialismos. De ahí su condición doble y su
consideración ambigua.

Vista la negatividad como factor de lo dionisíaco
y esencia del mundo, el Nietzsche schopenhaueriano de El
Nacimiento de la Tragedia vinculará al protagonista
de la principal obra de Shakespeare con el hombre intuitivo
–contrafigura del hombre racional– al sostener que
«el hombre dionisíaco se parece a Hamlet:
pues ambos han visto una vez verdaderamente la esencia de las
cosas, ambos han «conocido», y sienten náusea
de obrar
». El «horror» sin cara que el
imperialismo
colonialista situaría en el fondo del salvajismo de las
tribus conquistadas mientras lo practicaba alegremente,
sería la esencia de las cosas, la verdadera cara de la
verdadera realidad y lo demás simples apariencias con las
que encubrir una sabiduría insoportable. La
civilización, todo lo respetable, habría surgido
del encauzamiento sublimado de los instintos asesinos,
incestuosos y caníbales, de esos impulsos y fuentes de
energía que acabarían algún día con
ella rompiendo los diques que los sujetan; volviendo entonces
todo a empezar.

"La tierra
parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla
bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero
allí, allí podías ver algo monstruoso y
libre. No era terrenal, y los hombres eran… No, no eran
inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo; esa
sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente.
Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas
horribles; pero lo que estremecía era pensar en su
humanidad -como la de uno mismo-, pensar en el remoto parentesco
de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable.
Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo
bastante hombre, reconocería que había en su
interior una ligerísima señal de respuesta a la
terrible franqueza de tal ruido, una
oscura sospecha de que había en ello un significado que
uno -tan alejado de la noche de los primeros tiempos-
podía comprender. ¿Y por qué no?. La mente
del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en
ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué
había allí, después de todo?. Júbilo,
temor, pesar, devoción, valor, ira
-¿cómo saberlo?-, pero había una verdad, la
verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre
y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear. Pero
por lo menos debe ser tan hombre como esos de la costa. Debe
hacer frente a esa verdad con su propia verdad, con su propia
fuerza innata; los principios no sirven[11]".

Hasta aquí todo parecería muy claro, de no
ser porque nunca el mayor salvajismo pudo competir con la
barbarie desplegada por esos civilizados que supuestamente
encauzaban sus impulsos en la buena dirección constructiva
de la vida.

Esa constatación de que la ciencia y la
razón no son ajenas al mal, sino que pueden ser los
medios con que
producir las mayores catástrofes, ha llevado a Occidente,
actualmente, a considerarse esencial e intrínsecamente
destructivo; como una máquina nihilista erigida sobre la
cruel y única verdad de la muerte y la
disgregación. El triunfo del nihilismo es el trasunto
conceptual del imperio del capitalismo y de ese cristianismo tan
escarnecido por Nietzsche por negador de la vida y cultivador de
la muerte que hundiría sus raíces en el budismo de
la India. Pero
esa consideración de la totalidad de Occidente como
Nihilismo no es sino la errónea inversión de la también falaz
consideración del Oriente como Paraíso (o
viceversa) y urge para la política contemporánea
romper con esas dialécticas maniqueas. La ciencia y la
razón no son esencialmente nihilistas sino que bien pueden
servir a la construcción en lugar de a la
destrucción, si bien hasta ahora se han esmerado en mayor
medida en lo segundo. Las dialécticas maniqueas
desaparecen y resurgen como el río Guadiana de modo que su
desactivación nunca será definitiva y siempre
habrá que precaverse y estar vigilantes frente a ellas.
Nadie hubiera dicho que la caza del judío que los nazis
enarbolaron antaño pudiera resurgir en nuestro tiempo como
caza del musulmán pero así ha sido.

Ante las diferentes sendas a través de las cuales
la Sabiduría de Sileno emerge en la actualidad ya estaba
dada la réplica con anterioridad, desde la
antigüedad, pues Epicuro se burlará al hablar a
Meneceo de quienes defienden una tesis semejante. Y
contestará, a quienes dicen que «lo mejor es no
haber nacido, no ser, ser nada; y lo mejor en segundo lugar,
morir pronto», que o bien se trata de una estratagema, de
una pose o im-postura intelectual, o si lo dicen en serio no
habrían de esperar tanto a traspasar cuanto antes las
puestas del Hades, puesto que eso está en su mano y no es
de lo que queda fuera de sus posibilidades. Y así,
dejarían de fastidiarnos con su carácter estéril, sus constantes
quejas y sus reiterados lamentos.

Ahora bien, la cuestión que estamos tratando no
es sencilla y contiene no poca controversia. Como la que se
desarrolló en los tiempos de la Revolución
francesa, cuando ante el rostro desolador del terremoto de
Lisboa de 1755, protestó un furibundo Voltaire, matizando
el Ensayo sobre el hombre de Pope. Acertadamente
crítico del providencialismo panglossiano y de la
correlativa y nefasta idea liberal de esa mano invisible
que convertiría la discordia entre particulares en
bienestar colectivo, pero erradamente preso del ataque
silénico que provocaban las aporías de la teodicea,
el ilustrado francés, querrá constatar en su
Poema sobre el desastre de Lisboa, la existencia del mal
en el mundo. Y bien puede verse en esa dialéctica que la
crítica
del Todo está bien leibniciano, luego recogido por
el necesitarismo hegeliano, aunque acertada, no debería
llevar nunca a lo contrario e inverso; a ese Todo está
mal
silénico al que acabará siempre arribando,
no sólo el optimista ilustrado, sino también su
contrafigura dialéctica epocal: el suicida pesimista
romántico.

Voltaire alzará la voz como representante de una
humanidad deísta traicionada por esa Naturaleza ingrata
que el progresismo ilustrado había creído madre
providencial, pero que se revelará, constantemente, como
ambivalente madrastra. Y eso que la posibilidad de la
destrucción total del planeta y de la desaparición
de la raza humana no podía ser contemplada por los
optimistas pretéritos como por los modernos sujetos con
poder nuclear. Para el apocalíptico de antaño el
fin del mundo no estaba en manos del hombre, sino en fuerzas que
lo superaban; de ahí la volteriana revuelta contra los
desastres
naturales. Pero, ironías del destino, sería el
antiprogresista Rousseau quien habría de recoger la
vitalidad epicúrea y poner aquí de nuevo las
desquiciadas cosas en su sitio:

"Pero, por muy ingeniosos que podamos ser fomentando
nuestras miserias a fuerza de hermosas instituciones, hasta el
presente no hemos sido capaces de perfeccionarnos hasta el
extremo de hacer de nuestra vida generalmente una carga, de
preferir la nada al ser, porque, si no, el desánimo y la
desesperación se habrían adueñado de la
mayor parte de la gente y el género
humano no hubiera podido subsistir mucho tiempo. Luego, si para
nosotros es mejor existir que no existir, bastaría eso
para justificar nuestra existencia, aunque no pudiéramos
esperar ninguna compensación por las calamidades que hemos
de sufrir y éstas fueran tan grandes como usted las
pinta[12]".

No es, por tanto, necesario rendir culto a la muerte ni
reivindicar su oscuro imperio, ya que se reivindica ya bastante a
sí misma como para que hayamos de convertirnos en sus
fieles. Y si bien hay un excepcional estilo literario y
filosófico procedente del Romanticismo y del existencialismo que sabe beber de las estancas y
negras aguas del infierno para alumbrar a partir de ello
«lo humano», no hay que confundir esa brillantez
nietzschiana o cioranesca con aquellos apologistas actuales de
los poderes vigentes más macabros; porque la
«reacción revolucionaria», a diferencia de la
«reacción conservadora», siempre está y
estuvo profundamente en contra de lo aberrante en los
«poderes establecidos», recogiendo lo mejor de ellos
y alumbrando porvenir en cada presente[13].

[1]
Immanuel Kant, En torno al
tópico: «Tal vez eso sea correcto en teoría,
pero no sirve para la práctica», III, 308/309,
[1793]. En: Kant Teoría y Práctica, Tecnos,
Madrid, 1986,
p.54.

[2]
«El destino conduce a quien se le somete y arrastra a
quien se le resiste.» Séneca, Epístolas
morales a Lucilio, XVIII, 4. Frase latina que también cita
Kant en La paz perpetua y con la que, por otra parte,
Spengler termina su La decadencia de Occidente.

[3]
Immanuel Kant, En torno al tópico: «Tal vez
eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la
práctica», III, 308/309 [1793]. En: Kant,
Teoría y Práctica. Op.cit.,
p.59-60.

[4]
Immanuel Kant, Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita
, 1784. Ver igualmente: Si el género
humano se halla en progreso constante hacia mejor
, 1798,
& El fin de todas las cosas, 1794. Ya en sus tempranas
Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo
sublime
, 1764, Kant recogía la funesta doctrina del
liberalismo
económico de Adam Smith,
tan acorde con el providencialismo: "Los que tienen fijamente
presente su yo más querido, como el único punto de
referencia de sus preocupaciones, y que procuran que todo gire en
torno al egoísmo, como alrededor de un gran eje, son la
mayoría y nada puede ser más ventajoso pues
éstos son los más asiduos, los más ordenados
y los más cuidadosos. Dan a todo un porte y una firmeza,
siendo además de utilidad general
sin pretenderlo" (Sección segunda, 227).

[5]
Según Pico de la Mirandola el hombre es un "cruce de
la eternidad estable con el tiempo fluyente" («stabilis evi
et fluxi temporis interstitium»). En: De la dignidad del
hombre
. [1.§2.3]. Editora Nacional, Madrid 1984,
p.103.

[6]
Friedrich Nietzsche, Aurora , §103. Del
clásico sentir (inteligir) por la vista platónico,
ese «ver» indoeuropeo, hasta el
«oír» semítico derridiano, llegando
hasta el «tocar» aristotélico-nancyano.
Aparece así el programa de toda
una revolución de los sentidos.
Para ello Nietzsche pide en numerosas ocasiones que se agudice el
«olfato».

[7]
Jean-François Lyotard, El entusiasmo.
Crítica kantiana de la historia
[1986], Gedisa.
Barcelona, 1994, pp. 116-117.

[8]
Spinoza Etica, V, Proposición
X.

[9]
William Shakespeare Hamlet, Acto III, Escena
I.

[10]
Friedrich Nietzsche El Nacimiento de la tragedia,
3.

La frase proverbial con la que se resume la
sabiduría de Sileno «lo mejor es no haber nacido, no
ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es morir
pronto», se encontraba muy extendida en el mundo griego,
pues aparece ya en Hesíodo, Certámen, vv.75-80;
Teógnis, vv.425-428, y luego en un Sófocles, Edipo
en Colono, vv.1224ss, que escribió el lema antivitalista
de Sileno a los noventa años. También aparece en
Heródoto, Historia I, 31 que le hace decir a Solón
algo parecido al rey Creso. Eteocles, hijo de Edipo, dice al
encarar su destino en Los siete contra Tebas de Esquilo:
«mejor morir antes que más tarde». Lema que
podemos encontrar también en Ovidio, que lo enuncia en sus
Metamorfosis, III, I, vv.130-137, o en Epicuro, que lo refuta en
su Carta a Meneceo.
Llegando incluso a aparecer implícito o explícito
en otras culturas, como en los libros bíblicos del
Eclesiastés o en el de Job y en los Rubbaiyat de Omar
Jayyam. Bertrand Russell en su The Conquest of Happiness
clasificará el lema silénico, atendiendo al nivel
de emergencia psicológico, entre esas causas de la
infelicidad que se pueden subvertir voluntariamente, denominando
a sus efectos como estado de «infelicidad
byroniana».

[11]
Joseph Conrad
El corazón de las tinieblas. Alianza Editorial.
Madrid 1991, pp.66-67.

[12]
Jean-Jacques Rousseau Escritos polémicos.
Tecnos, Madrid, 1994, p.8. «Carta de J.J.Rousseau al
señor Voltaire» [18 de agosto de 1756]; en respuesta
al Poema sobre el terremoto de Lisboa que ese mismo
año había escrito y publicado Voltaire.

 

Simón Royo Hernández

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