Descansemos en el significante, evoquemos:
Platón…, Tomás Moro…,
Campanella…, Vasco de Quiroga…, Fourier…, Marx…
Desde la Ciudad-Estado a la
Isla de Utopía, desde la Ciudad del Sol a los
Falansterios, desde la sociedad
comunista de Marx a las utopías negativas tipo Huxley,
todas tienen algo en común: todas responden a la angustia
con la creación de una ficción y formulan una queja
sobre la realidad. El peso de la ficción oscila, en un
más o un menos, entre la libertad y el
orden, entre la satisfacción de la demanda y la
exigencia del nuevo orden que haga de freno al exceso de goce. La
queja sobre la experiencia del tiempo real
está orientada por la idea de justicia
matizada por la historia. En este sentido,
Freud
entendía la justicia como concepto
negativo. En la justicia, no se trata de una distribución igualitaria, sino de que el
otro, "los demás", no tengan lo que a mí me falta.
Se trata de una vigilancia sobre el goce del otro, en definitiva
de un intento de control sobre el
exceso mal repartido.
Así lo escribe Jacques Allen Miller en La
naturaleza de
los semblantes: "Sabemos que quejarse es uno de los rasgos
más constantes de la especie humana, pero
¿habría queja si no hubiera semblante del padre? Se
imagina, pues, que en alguna parte este goce es indebidamente
acumulado. Y no faltan que apoyen esta idea, puesto que la
sociedad está organizada para dar consistencia al
semblante del padre."
El lugar en donde se acumula el goce aparece ficcionado,
revestido como semblante del padre. En el caso que nos va a
ocupar, son los ricos, los poderosos, los que hacen semblante de
tener ese objeto de goce tan particular que se desliza de
aquí para allá, para nunca encontrar una
localización fija.
Nos centraremos en una utopía de principios del
siglo XX, en una utopía que condensa todas las
aspiraciones sociales y políticas
en la
educación, en la transmisión de saber. Se trata
de la Escuela Moderna,
fundada por Ferrer i Guardia.
La ironía hizo que esta escuela, fundada por un
enemigo acérrimo de la Iglesia,
abriera sus puertas el 18 de octubre de 1901, en el local de un
antiguo convento de la calle Bailén de Barcelona, antes
dedicado a Escuela Asilo. La historia de esta nueva escuela
duró apenas cinco años, pero sus "aportaciones" las
recogerán sus seguidores, entre los que cabe contar al
célebre Celestí Freinet.
En el acta de sesiones del pleno de 12 de septiembre de
1989, del Ayuntamiento de Barcelona, se lee:
"Actuelment, els seguidors de la Escuela Moderna de
Freinet i amb ella, potser sense sabe massa, seguidors de la
línea ideológica de Ferrer i Guàrdia, tenen
un lloc gelosament defini guardat, en la renovació
pedagógica vigent en el día a día de
diverses escoles, així com el la Pedagogía de l’Alliberament de
Paulo Freire,
parent ideológicament de la pedagogía
llibertària." La misma tradición libertaria, que
aquí se refleja, reconoce en Piaget –cual
si fuese máxima autoridad de
la pedagogía científica– la "confirmación"
del método y
los procedimientos
ferrerianos.
Parece claro, que la educación es el
núcleo de toda utopía, pues siempre se ha querido
ver en ella el instrumento para cambiar la faz del mundo. Sin
embargo, en el caso que nos ocupa, la educación se
constituye casi en el objeto exclusivo -tamizado por le discurso de
la
ciencia-.
Desde el corazón de
las utopías se ha querido siempre trazar una línea
ascendente partiendo del escrutinio del dolor hasta alcanzar el
recuento de las satisfacciones posibles. Desde el síntoma
al ideal. Y para tal fin se ha ideado el instrumento o
vehículo que haga posible ese ascenso. Este
vehículo es la enseñanza colocada como ideal. De todos
modos, hay que tener en cuenta, que una cosa son los ideales, las
aspiraciones altruistas a ser mejores y tener mejores relaciones,
y otra muy distinta el Ideal del Yo. Este último es un
punto de vista del sujeto, un sostén de su mirada que,
además, está implicado en el acto.
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