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José Antonio Encinas visto desde el alma de una niña (página 2)



Partes: 1, 2

 

1. Siempre
otorgaba el sitial de mayor superioridad al
niño

Los recuerdos que guardo de mi tío José
Antonio son los más gratos y hermosos de cuantos yo he
tenido la suerte de vivir en mí infancia. Y
creo que no soy la única privilegiada, porque muchos de
mis primos y otros familiares podrían coincidir en decir,
como yo, que él tuvo un trato preferencial, honroso y
distinguido, con cada uno de ellos, especialmente cuando en aquel
tiempo eran
niños.

Porque a todo niño él le daba un trato
preferencial.

Para él, el niño era el personaje
principal, estuviera donde estuviera y fuese quien
fuese.

No había para él niños bonitos y
otros feos, niños limpios y otros sucios, unos adorables y
otros merecedores de indiferencia o menosprecio.

Amablemente hacía que todos atendieran cuando
había que escuchar a un niño y valoraba mucho las
opiniones, ideas o la simple expresión del
niño.

Bastaba que uno de ellos estuviera en la mesa o en la
sala, para que toda su atención se dirigiera a él,
así estuvieran personas con cargos o rangos elevados,
así fueran dignatarios, que siempre los tenía a su
alrededor; sin embargo, él siempre otorgaba el sitial de
mayor superioridad al niño.

2. Eran pasajes redivivos
propios de un
cuento de
hadas

Y tenía una finura, unas cortesías
o unas delicadezas, que a una la hacían sentirse un ser
casi providencial.

Por ejemplo, siendo yo una niña, de siete u ocho
años, él me invitaba a cenar. Pero lo deslumbrante
de todo esto es cómo hacía que ocurriese ello:

Entonces, alguien, un día, tocaba la puerta. Era un
ujier con un azafate y una tarjeta ornamentada preguntando por la
señorita tal. Era un sobre con el sello del Senado de la
República, en cuyo interior decía:

"El Dr. José Antonio Encinas invita a cenar a la
señorita Gloria Zegarra Encinas. Quedaré muy
honrado por su aceptación."

Para una niña de siete u ocho años ese solo
hecho era ya maravilloso.

Pero luego de la aceptación, que él la esperaba
dejando a uno la sensación de que era libre de rechazarla
–pese a que uno se moría por una sola de esas
invitaciones– venían, entonces, en los días
previos al encuentro, los obsequios: un vestido de gala, zapatos
finísimos, guantes, y hasta alguna joyita; todo un ajuar
completo y espléndido que él mismo escogía y
enviaba con mucha reverencia para que "la señorita"
asistiera a la comida, que casi siempre era en la
heladería más lujosa de Lima, con mesa y asientos
reservados para dos personas: él y yo. Eran pasajes
redivivos propios de un cuento de hadas.

3. A cada uno dándole
un atributo, un reconocimiento y un
valor muy
especial

Para ello, enviaba un auto a recogerme, con un chofer
engalonado que me trasladaba en silencio hasta donde él ya
me esperaba. La comida era lo que a mí se me antojara que
fuera, especialmente golosinas que los mozos traían con la
mejor presentación y la mayor reverencia.

Él escuchaba atentamente, se acercaba a retirar o
acercar mi silla y, a veces, cuando le preguntaba algo, me
contaba hechos de su vida o de su fantasía que resultaban
maravillosos.

Durante toda la ceremonia él dispensaba una
atención esmerada a su invitado o invitada. No era
él el protagonista, sino la niña –o
niño– a quien él había elevado en
categoría hasta las nubes y había dedicado horas y
días de su desvelo amoroso para hacerles sentir como la
alteza real más excelsa que existía sobre la faz de
la tierra.

Pero no solamente ocurrían esas invitaciones
principescas, sino que a mí, por ejemplo, me
escribía cartas, sin que
él viajara o estuviera lejos, sino viéndonos en
esos días; cartas todas ellas muy tiernas. Y esto mismo
hacía también con otros sobrinos; a cada uno
dándole un atributo, un reconocimiento y un valor muy
especial en sus vidas.

4. Era tierno,
servicial y generoso

A mí me llamaba "Mi sombrita", y cuando le preguntaba
"¿por qué?" me decía que era así
porque la sombra es lo que uno lleva a todas partes, que uno
nunca puede separarse de ella y que yo era así para
él.

Cuando él murió, yo alcanzaba a cumplir los diez
años, pero mi madre cuenta que cuando era bebita,
él les pedía a mis padres que me llevasen para que
yo duerma con él.

Mi padre, lógicamente, se preocupaba diciendo:
"¿Y si en la noche llora? Él es un señor y
cómo vamos a mortificarlo haciéndole cuidar a una
bebita…" Pero si él lo había pedido, ya no
había nada qué hacer. Porque él era como el
Dios Wirachocha que ordena todas las cosas del universo. El Dios
bueno y protector de quien emana todo lo sabio, probo y
feliz.

Después de él se situaba mi tío Enrique,
su hermano, como un semidiós tutelar, pero en orden menor.
Y después –en mi casa– se ubicaba mi padre, en
un tercer lugar.

¡Imagínese cómo era! Y este puesto mi
padre lo aceptaba con respeto y hasta
reconocimiento. Y mire que mi padre tenía un valor
destacado como abogado y como artista.

Ahora bien, ese poder de mi
tío José Antonio era natural, un poder o autoridad que
surgía de una fuerza muy
profunda, que nadie se había atrevido ni siquiera
discutir. Era así y nada más. Y nunca
ostentó, ni se ufanó, ni dio jamás el
mínimo rasgo de soberbia. Al contrario: era tierno,
servicial y generoso.

5. Como si un Ministro se
acercara a una soberana

Me llevaban, pues, de bebita, a la casa donde él
vivía, para dormir con él. A la mañana
siguiente, muy tranquila y feliz, como si yo supiera que algo
extraordinario estaba ocurriendo –y para lo cual no
hacía nada que dañase esos momentos–
volvía a mi casa con mis padres habiendo pasado una noche
al cuidado de mi tío.

Él adoraba a los niños y buscaba que los
niños sean libres, que solos se impulsen y vuelen, que
asuman mucha confianza en sí mismos y, a partir de
allí, con alegría e imaginación, se eleven.
Mire usted cómo su hijo, José Antonio Encinas del
Pando es una celebridad.

Y él a mí nunca me impuso ni trató de
enseñarme nada, ni me presionó a que estudiara o
alcanzara buenas notas. Lo que él hizo siempre es que yo
me sintiera bien, que tuviera una idea superior de mí
misma.

Incluso en mis rabietas y berrinches, que los tenía,
porque imagínese ser yo hija única de mis padres y
tener toda la dedicación de ellos… ¡era una
engreída! Él entonces buscaba que yo misma me
dé cuenta de mi ser y de mi conducta. Para
eso cuando yo hacía conflictos y a
todos había sacado de sus casillas se acercaba y al
oído, en
inglés,
me decía:

– Lady… you can choice other way.
(Señorita… usted puede escoger otro camino).

Lo cual no era en absoluto un resondro. Su estrategia era
como si un Ministro de Estado se
acercara a su soberana para darle un consejo político, en
un idioma que los demás mortales no entendían. Yo
regresaba calmada, ecuánime, tolerante, como una estadista
que había estado negociando mal un asunto, que
quizá no tenía trascendencia, pero en el cual yo
había estado perdiendo o quedando mal.

En realidad, él me ponía en un plano superior
siempre. Pero el gesto, el idioma que empleaba, y la
cortesía de diplomático, frente a una mocosa
malcriada de 8 años ante la cual todos habían
perdido la paciencia, me devolvía a la cordura, habiendo
hecho que yo misma vea, desde arriba –o desde abajo–,
lo mal que estaba portándome.

6. Obsesionados por
esa
historia prodigiosa y
truculenta

Cuando desarrollaba sus clases, porque yo fui su alumna en el
Colegio Dalton, sencillamente magnetizaba; porque él no
era de fechas, cantidades o nombres de lugares o personas que
había que aprender de memoria.

Recuerdo, por ejemplo, una clase de
geografía
sobre la Cordillera de los Andes, que la describía con sus
nieves, sus nubes, su luz, sus auroras,
sus flores, sus lagunas. ¡Era un poeta! Y la comparaba
luego con una serpiente fabulosa, el amaru, que se mueve y causa
los terremotos. O
la representaba como a un dinosaurio, o un ser mítico, de
fábula, que en un momento cobraba vida propia como algo
portentoso.

Ocurría entonces que todos los niños
sentíamos que teníamos que conocer aquello que
describía el maestro como algo estupendo, tanto que por
algún momento pensábamos que debíamos
dejarlo todo por conocer y estar en ese lugar que él
recreaba vívidamente ante nuestros ojos.

Para conseguir este fin –ahora me doy cuenta–
exageraba algunos rasgos y algunos hechos, todo para que nosotros
tuviéramos más fascinación por algunos
personajes y algunas situaciones. Y hasta creo que él
mismo creía en lo que su imaginación le iba
descorriendo.

Valoraba mucho la imaginación. Nos hablaba de Sócrates,
y nos decía que era inteligentísimo, brillante,
tanto que hasta podría parecerse a la luz, pero
–¡qué horror!–, físicamente era
feo, horrible, pero tan feo que su esposa –que era torpe,
pero muy torpe– terminó envenenándolo, por
ser feo y no por otra cosa, porque Sócrates era bueno.
Nosotras lo escuchábamos con la boca abierta.

Estos hechos eran suficientes para tener una seducción
por ese filósofo griego y terminábamos
lanzándonos, ya por nuestra propia iniciativa, a buscar
las referencias de dicho personaje en los libros,
obsesionados por esa historia prodigiosa y truculenta.
Allí nos enterábamos que su muerte fue
peor, que fue una asamblea de ancianos que lo condenó a
muerte.

7. Sucesos
portentosos, llenos de humor, de tragedia y de
candor

Con los niños transponía fácilmente los
límites
entre la realidad y la quimera.

Le pregunté una vez por su esposa, y me contó
que había tenido una muy linda pero que se fue volviendo
horrible, diciéndome que las mujeres eran así y
asá –cosas graciosas– y que a esta esposa la
descubrió que se estaba volviendo bruja. Y la
encerró fuertemente con grapas y tachuelas en un sobre que
puso en la gaveta de su escritorio.

Y yo, que era una curiosa incorregible, pensé que era
cierto y nunca abrí esa gaveta por el temor que se
escapara esa señora y que, como era bruja, le fuera a
hacer daño a
mi tío.

Hablaba de hechos fantásticos, en donde los personajes
de la vida real participaban de sucesos portentosos, llenos de
humor, de tragedia y de candor.

La tía Victoria, por ejemplo, que era su
contemporánea y quien fue la hermana más cercana
cronológicamente a él, aparecía siempre en
sus relatos como un espíritu entre jocoso y divino,
encarnando la espiritualidad en sus dimensiones rituales,
aparatosas y extravagantes.

Se reía y nos hacia reír a costa de la
tía Victoria, pero en el mundo onírico. Y es que,
al parecer, hubo una rivalidad de pequeños entre él
y ella por el amor de la
madre.

8. Hechos
tragicómicos que nos hacían desternillarnos de
risa

Papá José –porque así lo
llamábamos todos– tenía mucha
predilección por su madre, la abuela Matilde. Y entre la
tía Victoria y mi abuela también había esa
comunión. Como lo tuvo también con su hijo
José Antonio.

Se cuenta en la familia,
que cuando eran chicos, en Puno, José Antonio a una
muñeca le había puesto por nombre Victoria y, a
veces, le pegaba duro en un círculo que él
había trazado en el patio.

Un día, en que llovía, él castigaba a la
muñeca en pleno aguacero. Victoria, en el dormitorio,
hacía su berrinche y gritaba que José Antonio la
estaba pegando.

– Pero cómo, –le decía su
mamá–, si José Antonio está jugando en
el patio.
– Sí, pero me está pegando, –gritaba
Victoria, refiriéndose a la muñeca, la que
ciertamente estaba recibiendo una paliza.

Por eso, en sus cuentos, la
tía Victoria –que en realidad era, por así
decirlo, muy apegada a lo religioso– de un momento a otro
aparecía con un hábito y una cruz y solucionaba o
complicaba aún más un asunto, con hechos
tragicómicos que nos hacían desternillarnos de
risa.

Él tenía un humor, una chispa y una manera de
ser, que con los niños pasaba de lo real a lo imaginario
con extraordinaria facilidad.

9. Esa vez él
quería adornar el hecho mecánico con una referencia
simpática y hasta elogiosa

Y al respecto, le cuento que la única vez que lo vi
enojado, pero más que eso, dolido, fue a causa de un hecho
en que él estaba haciendo ese juego entre lo
real y lo subjetivo. Y sucedió con un sobrino suyo y primo
mío, cuando éste era ya casi un adolescente, y
mientras yo estaba en su casa de Miraflores, cuando llegó
este primo, que no diré su nombre, porque eso no viene al
caso, y le dijo:

– Papá José, présteme 200 soles que
mi mamá le devolverá cuando venga a Lima.
– Bueno, –le dijo él– pero oiga usted,
ayer le vi que despedía a una niña muy bonita en
una esquina y luego caminó hasta la otra esquina, en donde
otra niña lo esperaba…

– ¡Oiga papá! –le interrumpió
mi primo–, dígame si me va a prestar los 200 soles
¡o no!
Fue como un golpe asestado bruscamente a mi tío y del cual
se repuso pero con mucho dolor, y le dijo:
– Claro que le voy a prestar, jovencito, aunque usted se
esté portado muy malcriado con su tío que le quiere
tanto.

Y, pese a que lo acompañé y traté de
hacerle olvidar este exabrupto, no pudo recuperarse totalmente,
en las horas siguientes, de esa torpeza e impertinencia de mi
primo, que seguro
tenía una urgencia o una irritación que
lamentablemente hirió mucho a papá José,
quien en realidad quería hacerle una gracia. Esa vez
él quería adornar el asunto mecánico de la
solicitud de mi primo, con una referencia simpática y
hasta elogiosa para el sobrino.

10. ¡Deja todas
aquellas propiedades que tienes!


¡Obséquialas a la pobre
gente!

Porque, además, le diré que era muy
generoso.

Mire: él a todos obsequiaba, aparte de presentes muy
valiosos, su dedicación y su tiempo.

Por ejemplo, a un sobrino, que era muy enamorador, le dibujaba
un gallo precioso que pintaba con colores
estallantes y en cada ala le ponía el nombre de cada una
de las enamoradas. Y abajo, un lema que decía:

– "Este gallo canta en cualquier corral".

Y ese dibujo lo
pegaba en la caja del regalo… A otro sobrino, que era muy
aplicado y muy formal, lo dibujaba con beatificado junto a los
santos del cielo, y a él le ponía una corona de
bienaventuranza alrededor de la cabeza… Piense usted en lo
que le costaba dibujar todo eso.

En sus conversaciones siempre ponía una nota de humor,
de encanto y solaz. Le gustaba reír, hacer que el ambiente fuera
cordial, alegre y pleno de dicha. Y hasta festivo. Para eso
ponía unos ojos chinitos, muy orientales, y muy
pícaros, expresando la palabra precisa, chispeante, llena
de ingenio y calidez.

Pero más le gustaba escuchar. Tenía ese don, muy
raro en las personas, de escuchar y comprender.

Las más de las veces intervenía para hacer un
comentario que casi siempre marcaba un derrotero y una
orientación. Pero luego venía la nota jovial, fina
y delicada.

11.
¡Despréndete de tus
bienes!
¡Deja todas
aquellas propiedades que tienes!

Lo recuerdo vestido de lino, de colores claros y frescos en
verano, usando "sarita", ese sombrero tradicional que
caracterizó a toda una generación de peruanos de la
primera mitad de este siglo.

En invierno lucía ternos grises u oscuros.

Pero pese al humor y al encanto que tenía para alumbrar
cualquier situación, con una referencia llena de ingenio,
él, en el fondo, tenía dolor, una tristeza y
melancolía profundas, que creo era por la situación
del Perú, y más particularmente de la raza
indígena, a la que dedicaba mucho de sus desvelos.

Quizás también contribuía a ello su
soledad; el no tener una esposa.

Aunque tenía sus amigas muy íntimas. Una de
ellas era una señora muy distinguida y encopetada, que
venía a visitarlo y él en algún momento de
la conversación, después de haber estado
discutiendo, le decía:

– Mira, yo me caso en este momento contigo, tú de
blanco y yo de frac. Te aseguro que en este mismo momento llamo a
mi amigo el arzobispo de Lima y él viene y nos casa. Mi
sobrina Gloria, que está aquí, será la
testigo y aquí mismo nos casamos. ¡Pero
despréndete de tus bienes! Todo lo que impide casarnos son
tus bienes. ¡Despójate de todas aquellas propiedades
que tienes y que cargas a cuestas! ¡Obséquialas a la
pobre gente! Yo te voy a dar todo. ¡Nada te va a faltar,
mujer!
¿Qué más quieres?

12.
¡Cómo sufriría!


¡Y cómo lo verían los administradores
de la
escuela!

Él fue amado por personas inteligentes y superiores,
cuyo amor era una
prueba de valor, porque amarlo suponía haber superado una
serie de prejuicios y convencionalismos, como los del dinero o de
los bienes materiales,
con respecto a los cuales tenía un desprendimiento total.
U otros, como su posición política
socialista.

Sus ideas, para su época, eran hasta cierto punto
disparatadas, como defender al indio, de quien se pensaba lo
peor. Y él, en eso era radical, lo que pensaba lo
hacía. Su casa estaba llena de campesinos, obreros y
artesanos que lo visitaban.

¡Y en educación ni se diga!
Algunos de sus planteamientos no fueron para su época, ni
para ésta, sino para el porvenir. Algunas de sus geniales
intuiciones han cobrado vigencia, pero otras ni el mundo actual
aún está capacitado para comprenderlas. Son para el
futuro.

Por ejemplo: se oponía a los exámenes. Y una vez
regañó a mi mamá, porque yo me había
aprendido una serie de categorías gramaticales, el
sustantivo, el verbo… y que nos enseñaban en la escuela.
Y mamá, para mostrarme, orgullosa y ufana, me llamó
y me hizo repetirlo ante él. Y yo como una lora, de
paporreta, le dije indefinidos, subjuntivos,
pluscuamperfectos,… toda esa terminología.
¡Qué más le diría, pues! Ya no me
acuerdo.

Él volteó asustado hacia mi mamá, que era
maestra y directora del colegio, y le dijo:

– ¿Y tú te sientes orgullosa de esta
crueldad? Hijita –dijo haciendo un movimiento
hacia mí como si quisiera protegerme–
olvídate pronto de esas tonterías.

Y me sentó en sus rodillas, acariciándome. Y con
sus manos trataba de borrar de mi mente algo que a mí me
pareció como si él pensara que fueran heridas o
daños terribles que me habían hecho.

– ¡Cómo le haces repetir así las
cosas! –Le seguía reprochando a mi mamá.
¡La mente del niño es una joya, Aurora! ¡No
podemos maltratar así a los niños!, –le
reclamaba mientras me consolaba.

Eso, cuando lo que esperaba mi madre era más bien que
él celebre a su sobrina querida y que me felicite por lo
que acababa de hacer.

¡Imagínese!, cuando en esos tiempos toda la
escuela era memorística. ¡Cómo
sufriría! Y cómo lo verían los funcionarios
y administradores de las instituciones
educativas ¡que en su casi totalidad se suscribían a
esas prácticas!

13. No formalizó
un
matrimonio pero
fue amado

Recuerdo que solíamos irnos a almorzar a Chosica y
mamá preparaba la comida propia de nuestro pueblo.

Papá José, estando en el auto, decía:

– Pasemos por la señorita Etelvina, en
Miraflores, para ver si quiere acompañarnos.
Mamá se ponía nerviosa y le decía:
– Entonces pasemos por un restaurante para comprar pollo o
algo presentable.

– ¿Qué? –se escandalizaba
él– ¡No, no!, que ella coma nuestro
chuño. ¿Por qué tienes que avergonzarte
tú de nuestra comida?

Ya en el auto con la señorita, papá José,
dirigiéndose a ella le contaba:

– Oye Etelvina, Aurora tiene vergüenza de ti, que
quizás no aceptes comer nuestro chuño
puneño.

– No –decía ella– ¡cómo
no lo voy a aceptar comer, señora! Para mí es un
honor…

Ya se imagina la vergüenza que tenía mi
mamá. Pero él trataba así de romper estas
barreras.

Por eso, amar a José Antonio suponía un acto de
valor, que sólo podían ejercerlo mujeres
superiores, que a la vez debían tener lo mismo que
él: independencia
de criterio, e incluso transponer las barreras de clase social,
que en aquella época eran infranqueables.

No formalizó un matrimonio, pero fue amado
intensamente.

14.
Llenándose los ojos de lágrimas porque amaba mucho
a su pueblo

Le contaré que papá José ayudó,
con una buena cantidad de dinero, para que mis padres
construyeran esta casa en donde ahora vivimos. Eso yo no lo
sabía. Y él nunca comentó ese hecho con
alguien. Pero una vez me escribió una carta que era
para abrirla cuando yo cumpliera veinte años, plazo que
respeté devotamente.

En esa carta me decía que me quería mucho, que
presentía que ya se iba a morir, pero que quería
contarme algo, y esto es: que él les había pedido a
mis padres que le permitieran poner unos ladrillos y hacer un
murito, un pedacito de pared de mi cuarto –¡cuando en
realidad él contribuyó mucho para edificar toda
esta casa!

En esa carta me decía que un pedacito muy
pequeñito de mi cuarto él había pedido que
le permitieran hacerlo (Gloria, en esta evocación de
sobrina agradecida, enjuga unas lágrimas primero y
después llora). Y que por ahí mirara. Que
ahí estaba él. Que era una ventanita. Y que cuando
creyera que todo estaba perdido, cerrado u oscuro, que mirara por
ahí, que recordara que ahí había una
ventana, que él había abierto un resquicio y que
por ahí yo encontraría felicidad, consuelo y que lo
encontraría a él.

Y, en realidad, no es un murito, es toda la pared, es toda
esta casa donde él venía siempre, algunas veces a
almorzar. Y tocaba ese piano que está ahí, o le
arrebataba notas tristes y hermosas a la zampoña que
él interpretaba con inigualable maestría.

O se sentaba en este sillón, en donde yo lo he visto
tantas veces llorar escuchando huaynos que lo conmovían
profundamente, llenándosele los ojos de lágrimas,
porque amaba mucho a su pueblo y le dolía tanto su
miseria, su explotación y su agobio de siglos…

15,
Colofón

Así concluye la entrevista
que le hiciera a Gloria Zegarra Encinas sobre su tío, el
maestro José Antonio Encinas.

Con él, y para él, se podría escribir
y asumir este proverbio, que dice:

"El hierro es
fuerte,

pero el fuego lo
derrite.

El fuego es
fuerte,

pero el agua lo
apaga.

El agua es
fuerte,

pero las nubes la
evaporan.

Las nubes son
fuertes,

pero el viento se las
lleva.

El viento es fuerte,

pero el hombre lo
vence.

El hombre es
fuerte,

pero el miedo lo
derriba.

El miedo es
fuerte,

pero el sueño lo
vence.

El sueño es
fuerte,

pero la muerte lo
es más.

Pero el amor
bondadoso

sobrevive a la muerte.

Sólo quien tenga y ofrezca amor bondadoso es quien
puede alzarse como senda y camino en el Perú.

Porque se puede ser inteligente, y Encinas lo fue, pero no
alcanzaremos con ello a ser horizonte en nuestro
país.

Podemos ser valerosos, y Encinas lo fue, y tampoco con
ello alcanzaremos a ser ruta y destino en nuestra
patria.

Es el amor bondadoso, que él sintió por el
niño, por la juventud, por
la escuela, por el maestro, por el indio, y por el Perú,
el que lo hace sobrevivir y el que hace que nos llegue, su obra y
su personalidad,
como aire puro y
fértil para seguir bregando, convencidos y esperanzados,
por redimir los sufrimientos de nuestra sociedad.

Y para forjar, a partir de la educación, la
patria hermosa que nos merecemos, y la felicidad del hombre, que
es nuestro anhelo y nuestro pleno derecho, ahora y
siempre.

Fuente:

Instituto del Libro y
la Lectura del
Perú.

 

Danilo Sánchez Lihón

Partes: 1, 2
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