Este diálogo de
Platón
se centra en el problema de la transmisión:
¿Es o no es posible enseñar la virtud? La virtud
(areté) es un concepto clave de
la política
de Platón.
En La República -en donde convergen con el tema del
Estado temas
anteriores como éste de la virtud-, el ciudadano debe
desplegar, según su función,
la capacidad que le corresponde. La virtud consiste en el
ejercicio excelente de esa actividad. El gobernante deberá
dirigir la polis ejerciendo la sabiduría
(sofía) y con pleno conocimiento
de qué es la justicia;
deberá también emplear los medios
adecuados a los fines que corresponde, es decir, deberá
ejercer la prudencia (frónesis) en su grado de
perfección. El militar, por su parte, deberá
cumplir las órdenes del gobernante con valentía
(andreia), obedeciendo sin reserva al gobernante que rige
conforme a la razón; y el productor, el artesano o el
comerciante, habrán de moderar su apetito
(sofrosine) económico y su afán de riquezas,
limitándose a satisfacer las necesidades materiales de
la polis.
La idea de establecer las limitaciones que impone la
virtud recae tiene por finalidad alertar contra el ejercicio
inmoral de la capacidad, tentación a la que están
predispuestos los distintos miembros del Estado por su peculiar
función. Esta malversación de la capacidad
está orientada, en todo caso, hacia la invasión del
poder que no
corresponde. En última instancia, el peligro consiste en
ejercer una dirección política desde
ámbitos no apropiados. Un ejercicio de la valentía
sin observar obediencia al gobernante sólo puede
significar que su fin no es acorde con la naturaleza. No
persigue defender al Estado de los peligros que le acechan, sino
lograr fama y honores, una tentación propensa al estamento
militar. Con ello, se invade el terreno de los gobernantes,
puesto que las decisiones que les corresponden se las arrogan los
militares. Si un comerciante sigue la tentación de
acumular riquezas intentará medrar con su poder
económico en los asuntos del Estado. Por tanto, el
conocimiento de la virtud hace posible que cada cual ocupe su
sitio, o mejor, el sitio que Platón ha
pensado para cada estamento.
La virtud es la actividad excelente no sólo en
abstracto, es también disposición concreta que,
según la función ejercida, puede elevar a una
Atenas derrotada en la guerra del
Peloponeso y en crisis
permanente. Conviene a este fin, en opinión de
Platón, un retorno a la aristocracia, en el sentido
etimológico, un retorno al poder de los mejores
(aristoi), de los más excelentes. El gobierno de los
mejores, es aquí el gobierno de los que saben y, por
tanto, de quienes saben y pueden hacer. La élite se erige
sobre el exclusivismo del saber sobre el Bien, que en la participación política se traduce
por un saber sobre qué es justo. La idea de Justicia
comporta una exigencia de fundamentación de la ley que necesita
la polis.
La democracia
como institución la instauró Pericles. Desde
entonces, los demócratas, no de manera ideal sino con un
peso político real, consideraban la ley bajo un principio
que podría formularse así: lo importante es que el
otro no tenga lo que yo no tengo, que no goce de lo que yo no
gozo, de ahí la necesidad de igualdad
(isonomía). Esto se concretaba, a nivel
jurídico-político, en un sorteo de las
magistraturas, en un dar cuenta de las mismas, y en una toma de
decisiones por la comunidad. Pero,
Platón, está pensando en otra
fundamentación. Como buen aristócrata, el principio
que defiende es otro. Partamos del término que se le opone
en la dinámica de su constitución. Ese término es
equidad
(epiqueía). La epiqueía era la
consideración jurídica del caso concreto, a
esta atención particular Platón opone la
opinión del hombre justo.
La particularidad del caso no introduce criterio suficiente, es
necesaria la universalidad del concepto jurídico y este
concepto lo tiene quien sabe. La ley y el derecho no deben
fundarse en un neonaturalismo como pretendían los
sofistas. Trasímaco, por ejemplo, afirmaba que "Lo justo
es aquello que conviene al más fuerte". El hombre
justo procede con justicia por estar en posesión de la
verdad. Y esta la obtiene en la medida en que no se deja llevar
por los sentidos, por
la particularidad del caso, sino por la razón, que a todos
es accesible si renuncian a los engaños de lo sensible.
Pero renunciar a estos señuelos requiere un entrenamiento
racional y una ascesis. En estos dos pilares se asienta su
concepción elitista: El cambio del
goce del cuerpo por la apreciación del discurso
ético, que lo captura, y el conocimiento de supuestas
verdades eternas.
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