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La guerra silenciosa, de Manuel Scorza: poesía, crónica y parodia


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    Todo escritor sabe que si su obra es verdadera es porque logra
    mostrar, una vez más, la íntima e inseparable
    correlación entre propósito y medio para
    conseguirlo. Esta evidencia lleva al estudioso de la literatura a conocer la vana
    e irresoluble distinción entre forma y contenido.

    La crítica
    en torno a La
    guerra
    silenciosa –Redoble por Rancas (1970), Garabombo, el
    invisible
    (1971), El jinete insomne (1977), Cantar
    de Agapito Robles
    (1977) y La tumba del
    relámpago
    (1979)- ha descuidado el estudio de los
    elementos estéticos que pueblan el ciclo novelesco y le
    dan vida. Este pequeño ensayo
    pretende mostrar que Manuel Scorza
    consiguió una conjunción perfecta -es decir,
    adecuada y significativa- ya que cuantos elementos
    temáticos desarrolla viven en equilibrio con
    la manera en que son tratados.

    El punto de arranque es en verdad comprometido. Manuel Scorza
    presencia las revueltas campesinas de los Andes centrales que
    tuvieron lugar a finales de los años cincuenta.
    Después, desde el reciente recuerdo, escribe las cinco
    novelas que
    conforman el ciclo narrativo La guerra silenciosa. Acaso esa
    capacidad que despliega el novelista para la preterición
    conduce a la frustración de los hechos históricos
    relatados en la medida en que, inevitablemente, los cambia; en la
    historia
    -convertida ya en ficción- habitan imaginaciones y deseos
    junto a los recuerdos. En definitiva, es posible que el escritor
    traicione el presente que vivió cuando realiza el acto de
    escritura:
    Quizá todos los mecanismos del recuerdo llevan ya marcada
    la traición a los hechos recordados.

    En cualquier caso, en el acto de escritura radica el mejor
    sentido del narrador. La novela deviene
    espacio entre dos cortes del tiempo, tales
    cortes nacen de decisiones arbitrarias, que en ningún caso
    pretenden abrir y cerrar un acontecimiento o una suma de
    acontecimientos. Antes al contrario, la ficción novelesca
    insinúa la continuidad de cualquier discurso,
    probablemente invariable, probablemente monótono, como la
    línea del tiempo de la cual nace. Sin embargo, la obra
    literaria ya culminada es capaz -cual vuelco milagroso- de
    deshacer el embrujo lineal del tiempo, el fatal espejismo de su
    monotonía. Así ocurre con La guerra silenciosa. El
    logrado despliegue de recursos consigue
    recuperar, ante los sorprendidos ojos del lector, un tiempo
    -ahora novelesco- habitado por personajes y situaciones. Logra
    recuperarse, así, un tiempo ficticio que -de una manera
    nueva- hace las veces del recuerdo de cuanto el novelista
    vivió y vive, deseó y desea, imaginó e
    imagina.

    Un rasgo esencial en La guerra silenciosa es el acento que el
    narrador pone en la percepción
    del indio respecto a lo inanimado, lo sobrenatural y los
    fenómenos cósmicos. De esta manera, la mitología quechua se incorpora a la
    narración. La evidencia literaria -la muestra estética– es la frecuente plasmación
    de descripciones líricas. También la convivencia en
    un único plano -el meramente narrativo- de dos bien
    diferenciados: el real y el mágico.

    Aquí radica una de las mayores sorpresas del ciclo. El
    narrador incluye dentro del ámbito mágico todo lo
    fantástico. Pero, cuáles son las diferencias entre
    magia y fantasía. Convendrá deslindarlas para
    llegar a una más cabal concepción del ciclo
    scorziano.

    Magia y fantasía aparecen en la narración a cada
    paso; y, ambas, son fabulaciones de lo irreal. La magia, sin
    embargo, está enraizada en una colectividad de hombres y
    mujeres -el campesinado quechua, en este caso- y forma parte de
    sus creencias. Quienes poseen tal mentalidad de índole
    mágica tienen conciencia de que
    tras lo aparente, tras lo visible, tras el hecho estrictamente
    mágico, existe lo trascendente. Desde el punto de vista
    occidental -que es desde el cual escribe el autor de este
    artículo- la magia es incompatible con el pensamiento
    racional y logra su plasmación más vehemente y
    fructífera en el mito. Puede
    decirse que el mito es la fabulación de elementos o hechos
    mágicos.

    La fantasía, por otro lado, nace de la
    imaginación del narrador; es, pues, una operación
    individual de creación en que también puede
    intervenir -y es natural que se dé tal
    intervención- la cultura del
    narrador. La fantasía, en oposición a la magia,
    sí es compatible con el mundo real, puesto que el narrador
    si bien remueve lo real, desquiciándolo, únicamente
    lo hace desde su imaginación y dentro de ella. El receptor
    de esa fantasía imaginada por el narrador -el lector-
    conoce las claves del desquiciamiento de la realidad. El pensamiento
    racional del receptor sabe discriminar lo fantástico y lo
    real.

    Tres son las ocasiones en que Manuel Scorza acude a los
    ámbitos mágicos del campesinado quechua.

    En el capítulo 35 de Garabombo, el invisible
    (1972) se habla de la creencia india en que
    el alma se
    desprende del cadáver emitiendo un sonido. Una
    pequeña mosca anuncia, emitiendo una sílaba
    -¡sió!- el definitivo alejamiento del mundo de los
    vivos. Se trata -según advierte Laura Lee Crumley de
    Pérez- del concepto quechua
    de la chiririnka, la mosca azul anunciadora de la muerte.(1)
    No obstante, la segunda parte de mito no es incluida por Manuel
    Scorza en el ciclo. En esta segunda parte se da noticia de los
    acontecimientos que -según la concepción quechua-
    llevaron al origen de la muerte. La no
    inclusión de este fragmento significaría
    -según la opinión de Laura Lee Crumley de
    Pérez- tanto la pérdida del tiempo primordial del
    cosmos, como la pérdida de la inmortalidad humana. (2) En
    cualquier caso, Manuel Scorza muestra haber tenido conocimiento
    de este mito tras la lectura de
    la narración quechua Dioses y hombres de
    Huarochirí
    . Este manuscrito quechua sin título
    comienza con las palabras "Runa yndio niscap Machoncuna naripa".
    Fue recogido en la provincia de Huarochirí, a finales del
    siglo XVI, por el sacerdote cuzqueño Francisco de
    Ávila. La cuidadosa traducción al español y
    la ejemplar edición
    del texto, en
    1966, corrieron a cargo de José María Arguedas. (3)
    De esta edición es de la que, seguramente, Manuel Scorza
    toma el fragmento con que encabeza el capítulo 35 de
    Garabombo, el invisible: El texto que reproduce es el
    exacto inicio del capítulo 27 de Dioses y hombres de
    Huarochirí
    .

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