En el ensayo que
presentamos a continuación,
el destacado investigador argentino Daniel Prieto aborda un
conjunto de indicadores
que nos permiten ubicarnos en el centro mismo
de la problemática de formación de los
periodistas en América
Latina.
Y como es su costumbre ya, Daniel asume el reto de pensar
este tema
no desde la perspectiva de algunos teoricismos
reduccionistas
que aún podemos encontrar -con más facilidad
de lo que imaginamos-
en las Escuelas de Comunicación
Social de la región,
sino desde las exigencias que plantea la propia realidad
social
en las que se sitúan nuestras instituciones
universitarias.
Esta opción de análisis lleva el riesgo de
provocar
nuevos debates y polémicas que -seguramente-
habían sido
previstos ya por el autor de este ensayo,
en el entendido de que ese constituye un camino
válido
en la perspectiva de encontrar respuestas adecuadas
a las muchas interrogantes que nos plantea la
formación de los periodistas.
El problema de la formación del periodista tiene
una ya larga historia en América
Latina pero, a mi entender, todavía no ha sido resuelto.
La polémica entre la capacitación a través de la
práctica y la capacitación mediante el paso por las
escuelas sigue vigente.
Es imposible referirse a la formación sin analizar los
argumentos en juego en dicha
polémica.
Hay en la actualidad en América Latina alrededor de 220
escuelas de periodismo y
comunicación, la gran mayoría de
ellas en algunos países, como Brasil (cerca de
70) y México
(más de 60). En 1960 la cifra no alcanzaba a 35.
¿Cuál fue la causa de un crecimiento tan
vertiginoso de establecimientos? Las escuelas se multiplicaron
bajo el impulso de las ilusiones desarrollistas de aquella
década. Todos sabíamos entonces que la
situación de nuestros países era una simple
cuestión de desfase temporal. Habíamos entrado
tarde a la historia y para integrarnos a sus primeras
líneas no teníamos más que apurar un tanto
el paso. Como en pocos años íbamos a ser
desarrollados era necesario prepararse.
Si el desarrollo
pleno supone una enorme circulación de información, ¿por qué no
empezar a formar desde ahora a quienes se harán cargo de
esa labor? Estoy ironizando sobre la base de un referente muy
objetivo.
Quienes empezamos a estudiar periodismo en los años 60 o
61 (yo lo hice, aunque a los pocos meses abandoné esa
carrera para integrarme directamente a la práctica
periodística) participamos en la ilusión
desarrollista que tenía perfectamente diseñado el
futuro. Como los sueños, sueños son, el desarrollo
no llegó de la manera esperada y las escuelas se
encontraron un buen día con que no había mercado
ocupacional para sus egresados.
Esta situación no se ha solucionado. En la actualidad
hay más de 30.000 estudiantes de periodismo y
comunicación en América Latina, menos de un 10 por
ciento alcanza a ingresar a los medios o a
practicar alguna actividad afín a la de los conocimientos
y habilidades adquiridos. Pero volvamos a los 60. Recuerdo mi
paso por la entonces Escuela de
Periodismo de Mendoza, Argentina.
Alguien había decidido, desde muy lejos de la
práctica, como ocurre ahora, que un periodista
debía:
1 . Tener una cultura
general lo más amplia posible;
2. conocer historia internacional y nacional;
3. saber algo de comunicación (filosofía, psicología, sociología);
4. tener nociones de legislación de prensa y de
ética
profesional;
5. reconocer lo elemental del lenguaje
(lingüística y gramática);
6. reconocer el funcionamiento de algunos medios (impresos
sobre todo);
7. dominar algún mecanismo de expresión (la
palabra escrita, algo de la oral para radio).
Veamos las proporciones: los puntos 1 a 5 se llevaban el 65
por ciento del total, un 10 por ciento le tocaba a medios y el
resto a desarrollo de la expresión.
Pero el análisis de cada punto proporciona muchas
sorpresas:
1. La cultura general comenzaba en los griegos del
período clásico y terminaba en el Renacimiento,
a través de un laberinto de obras de arte y de
ilusiones a la literatura, matizado con
anécdotas de las amantes de los pintores o descripciones
tediosas de un centenar de catedrales…
2. La historia
universal comenzaba en el paleolítico,
describía minuciosamente el neolítico, se deleitaba
en las guerras
púnicas, penetraba en las intimidades del imperio romano a
través de la lectura del
Satiricón o de las desmesuradas andanzas de
Heliogábalo, y luego de una serie interminable de
descripciones de igual valor,
finalizaba en el siglo XIX, porque todo el mundo sabe que el
siglo XX no tiene importancia alguna para los periodistas. La
historia nacional, por una terca coincidencia, se detenía
en los umbrales de los años 30, al menos con la ventaja de
que ellos eran de este siglo. La historia regional, el acontecer
cotidiano de la ciudad, relucían
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