- El padre ausente:
una metáfora del poder - Canonizaciones
populares: una práctica alejada del poder - Los vivos y los
muertos
"El fuego debe calentar de abajo"
Martín Fierro
Alejado y distante del pueblo , el
poder político en América
Latina se ha gestado en la neurótica imitación
foránea, profundizando el desdén y la indiferencia
hacia lo propio. La alegoría del padre
ausente como metáfora del poder
latinoamericano lo refleja: ese padre ha abandonado a su hijo (el
pueblo) librándolo a una condición de
orfandad . A su vez, las elites políticas
locales erigieron, por oportunismo o conveniencia, figuras
míticas para construir los
arquetipos de nacionalidad:
de esta forma, se idealizó al indígena, al mestizo
o al criollo cuando ya no representaron peligro alguno, pero se
los persiguió y hostigó en vida, es decir, cuando
ofrecían resistencia. Como
contrapartida, el pueblo -ante la indiferencia del poder- ha
generado sus propios mecanismos rituales: la
religiosidad popular confirma la
existencia de manifestaciones culturales
ajenas al poder. A través de ella,
se da una proyección de los deseos
del pueblo, que intenta así suturar las heridas de la
ausencia.
Desde los tiempos de la conquista, el
poder político latinoamericano ha mostrado su rostro
mefistofélico: apartado, distante y lejano del pueblo,
acentuó la orfandad y la subordinación del nativo
y, posteriormente, de la población mestiza y criolla. La historia latinoamericana ha
sido moldeada en la preponderancia del poder militar, y en el
intento por instaurar en sus tierras la ciudad europea. Asociado
a los hombres de brega que descendieron de
los ejércitos libertadores, el poder fue usufructuado por
militares y terratenientes en una tierra
avasallada por el ruido de las
armas y el
tropel de los caballos.
Estos hombres de brega que sostuvieron el poder simbolizaron
la clase
hegemónica del continente mutilado, una clase dominante a
la fuerza, por
estricta vocación y necesidad. El héroe heredero de
la hidalguía libertadora constituyó la
alegoría de una épica gloriosa. Ese poder se ha ido
aislando en su discriminación hacia el nativo, el mestizo
y aún, el criollo. Pero no sólo en lo racial
radicó esta discriminación: en Latinoamérica, "la dominación
étnica, racial y de clase fue muy acentuada y
propició formas de sojuzgamiento femenino y predominio
masculino mucho más marcadas que en la sociedad
española o en las culturas nativas" (Fuller 1998). De
alguna manera, la imagen del poder en
Latinoamérica ha estado
asociada a ese rasgo arbitrario, violento, a la voluntad de
dominio del
guerrero vencedor, todos caracteres propios del
universo masculino . Aquel poder
arbitrario, forjado en las luchas intestinas, puede ser
interpretado a partir del frágil desarrollo de
los poderes públicos en América
Latina, vale decir, de instituciones
como la Iglesia y
el Estado. "La
voluntad masculina o del padre de familia
podía prevalecer sobre los poderes públicos. La
conducta
masculina se regía más por códigos
individuales como el honor, propio y de la familia,
que por las leyes civiles o
eclesiásticas" (Fuller 1998).
Gabriel García
Márquez recrea en alguna de sus novelas a esos
héroes y patriarcas políticos del continente y los
satiriza, subvirtiendo el papel de ciertos grupos
sociales, étnicos y genéricos marginales. En "
Cien años de soledad ", la mujer aborda
las cualidades masculinas y toma libertades hasta ese momento
reservadas para los hombres: las mujeres Buendía, como
grupo,
representan la mentalidad estrecha y racista de la clase social
alta de América Latina, cuyo aislamiento de las clases
bajas es la base de la soledad social que infesta al continente.
A su vez, en " El otoño del
patriarca ", representa la agonía del
sistema
patriarcal, el ocaso de aquel poder avasallador y autoritario, y
cuestiona el papel de los padres o patriarcas en la sociedad
latinoamericana. Aquí, el escritor colombiano logra
subvertir el poder del patriarca a expensas de las mujeres
ligadas afectivamente a él, desplazándolo hacia una
posición marginal: su madre influye en todas sus
decisiones políticas y amorosas, y su mujer toma el
lugar de la madre al morir ésta. Si la madre era la
interlocutora de su poder, la esposa logrará despojarle
ese control
hegemónico. Todo el discurso de la
obra revierte el sentido del poder masculino (Rodríguez
Vergara 2002).
Los seres que García Márquez instala en el poder
son seres olvidados por la historia, condenados a la soledad,
espectros que deambulan en un exilio definitivo, y evocan los
personajes de Juan Rulfo,
cuya obra constituye un íntimo diálogo
latinoamericano de la utopía perdida; asimismo, recuerdan
al Señor Presidente de Miguel
Ángel Asturias o Yo, el Supremo de
Augusto Roa Bastos, quienes también estructuran sus obras
a partir de un dictador inespecífico y universal que
alegoriza a cualquier gobernante en algún lugar
latinoamericano (Hernández Carmona 1997).
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