Como la pregunta planteada por CEDAL abre la posibilidad de la
respuesta a un horizonte muy amplio (¿Qué necesita
el mundo contemporáneo de la
comunicación y de sus mediaciones?), me
detendré en las tecnologías de la información y de la comunicación, que aparecen hoy con
aspiraciones de totalidad planetaria y que se anuncian, otra vez,
como la posibilidad de una revolución
absoluta en el campo de la educación.
Digo otra vez porque van ya más de dos largos
milenios de apuesta por la educación para
transformar la sociedad. La
República de Platón
incluye un inmenso programa de
sostenimiento de un orden ideal de cosas y de seres a
través de la forma en que se educa a las y los
jóvenes. La apuesta tiene destinatarios muy precisos, si
no nos aseguramos miradas, relaciones, conductas diferentes desde
los primeros años de la vida, mal podremos esperar
algún cambio o
alguna continuidad de la ciudad caracterizada por una justa
distribución de los trabajos y los
placeres.
Pues bien, he aquí el universo
digital presentado como un eslabón imprescindible de la
evolución de la humanidad, abierto a todos
quienes puedan acceder a él para lanzarse a la aventura
del conocimiento.
Hemos pasado en muy pocos años a teorizar sobre la
sociedad de la información, del conocimiento y del
aprendizaje.
Tenemos ante nuestras ansias de crecer, ante nuestro anhelo de
ampliar horizontes, el más rico instrumento de
ampliación de nuestros sentidos, más allá de
lo que alcanzó a entrever McLuhan cuando hablaba de las
extensiones del hombre.
Freud, que algo sabía de nuestra condición
humana, se refiere en El malestar en la cultura a nuestra
capacidad de colocarnos prótesis, y
termina afirmando que las mismas a menudo nos dan la
sensación de endiosamiento, pero a la vez tienen su lado
de dolor.
Pues bien, esta fantástica prótesis constituida
por dígitos, liviana como la luz, omnipresente
y veloz; capaz de saltar por encima de cualquier fronteras, esta
maravillosa prótesis aparece hoy como el camino para
calmar nuestras ansias de sabiduría. ¿Acaso alguien
puede negarse a ella? ¿No estamos en presencia de lo
anhelado por generaciones y generaciones de mortales hombres: el
paraíso del conocimiento al alcance de la pantalla?
¿No nos muestra el
crecimiento de las redes esa irresistible
marcha hacia un mundo donde la humanidad en su conjunto
será un océano de científicos, empecinados
en ampliar aún más los horizontes del saber?
De responder afirmativamente a cualquiera de esas preguntas,
estaríamos ante un estallido de búsquedas en
Internet para
saciar tanta hambre contenida durante siglos y siglos. No
deberíamos extrañarnos de verdaderas avalanchas en
los espacios donde se puede acceder a las computadoras,
sea en las viviendas o en lo que en la Argentina llamamos
locutorios. Una irrefrenable marea de aprendices a la caza de
cultura,
historias, epopeyas, futuros, así viviríamos a
diario la relación con la tecnología
digital.
No es la primera vez que tales expectativas se producen.
Cuando apareció la radio,
filósofos de la Escuela de
Francfort veían en ella una posibilidad enorme para la
cultura. Los filósofos, es sabido, siempre intentan ir
más allá de el hombre
ya es para impulsarlo hacia lo que puede llegar a ser.
Pues bien, a los pocos años tal medio de
comunicación se llenó de vida cotidiana, se
colmó de lo que el hombre ya es y quedaron para
otras tecnologías los sueños de un formidable
instrumento cultural.
Que la marcha hacia el crecimiento irresistible del saber no
es tan irrefrenable como se pretende, lo muestran estudios hechos
sobre lo que sucede con la gente en los locutorios: la
maravillosa posibilidad de comunicarse con seres distantes a
miles de kilómetros (piénsese en las oleadas de
migrantes desde nuestros países), los juegos de
red, el chateo,
la pornografía…; muy al final de la
lista aparecen las búsquedas de información para
atender alguna demanda
escolar.
A pocos años de haber nacido, Internet se llenó
de lo que la gente ya es, con sus abismos y sus alturas,
con sus miserias y grandezas, con incitaciones a asumirse como
suicida y a la pedofilia, y con redes de creadores en los
más diversos ámbitos de la cultura. No son casuales
las campañas en los países industrializados para
concientizar a los padres de la necesidad de acompañar a
los niños
en sus incursiones por las autopistas digitales. No es casual la
forma en que se expresó una investigadora que había
dado con una red de
pedofilia: "llevamos varios meses patrullando en la red para
encontrar estos sitios y a sus autores".
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