Fascismo y capitalismo: la apoteosis del estado hegeliano en el liberalismo humanista de Ortega y Gasset
El idealismo
trató a la cultura como un sistema vivo de
ideas y valores, retornando con ello a la oralidad del
mito, como si
un volver a las raíces prehistóricas superadas
(religión,
familia,
tribu) fuese a purificarnos del presente. El liberalismo de
Ortega y Gasset adoptará la misma definición de
cultura, pero
afincándola en el reino de la humanista de la moralidad
universal y alejándola de las reminiscencias nacionalistas
que el Romanticismo
había incorporado. Una cultura como moral kantiana
(el formalismo de los derechos humanos
y el constitucionalismo) vendrá a servir de contrapeso no
ya al capitalismo,
del que el liberalismo es visto como complementario, sino al
peligro de la estatalización y socialización, in extremis comunismo, que al
privar al hombre de la
libertad le
condena a convertirse en una masa amorfa. Ortega sufre de
melancolía liberal porque descubre que en el
Occidente capitalista hay hombres-masa y, por tanto, no pueden
ser producto de
los comunistas asquerosos. Entonces, llega a la conclusión
de que un cierto liberalismo deficiente ha producido la
rebelión de las masas y que su nuevo liberalismo,
basado en la recuperación del mando y dirección moral de la cultura por parte de
los intelectuales
como él, corregirá semejante situación.
Curiosamente, los liberales se lamentan del surgimiento del
hombre-masa que ellos mismos producen. Y expresan su lamento
desde sus posiciones privilegiadas, de la manera
aristocrática y elitista que han mamado cuando vivieron el
fascismo. Para
ellos la hiperdemocracia, que consiste en echar una
papeleta guiado por los mass media cada cuatro años y que
en las Constituciones se declare el derecho a la vivienda cuando
las masas a lo que tienen derecho real es a un esclavizante
crédito
hipotecario a 25 años, constituye un desbordamiento del
liberalismo político por el liberalismo
económico. No se dan cuenta de que son las dos caras de
una misma moneda. No se enteran de que llamar democracia a
nuestro capitalismo burgués occidental es una broma.
Defienden un Estado
keynesiano basado en el falso y supuesto equilibrio
entre lo social y lo económico, llamándolo lucha
por la cultura, sin darse cuenta que ese es el Estado
hegeliano capitalista, donde se educa para la producción y el consumo a la
mayoría, condenándola al embrutecimiento, a la
esclavitud del
trabajo
asalariado 40 horas semanales durante 40 o 50 años; y
luego lloran los burgueses privilegiados porque los trabajadores
no son ciudadanos como Pericles y, encima de que se les ha
"liberado" se dedican a consumir futbol y televisión en lugar de diálogos de
Platón.
La melancolía por la pérdida de la autoridad y la
obediencia, la añoranza del mando, la grave
cuestión del mando, que llama a gritos al caudillaje,
no sólo es un tema sacado en España de
los falangistas, sino también, de las fuentes
ideológicas prenazis, aún bien vivas hoy en
día entre confundidos seguidores, malos lectores de
Nietzsche y
que sólo comprenden a un mal lector como Ortega
(rebelión de los esclavos/rebelión de las
masas). Pero que se autoconciben como liberales,
demócratas e incluso socialistas. La recepción de
la idea de superhombre en el hombre
noble orteguiano no ha podido ser más castiza y menos fiel
al pensador alemán:
«No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a
algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como
una opresión. Cuando ésta, por azar, le falta,
siente desasosiego e inventa nuevas normas más
difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es
vida como disciplina -la
vida noble» (Ortega y Gasset, OC[i], IV, 182).
Consideran estos fascistas encubiertos que dominan el planeta
que el individuo es
autónomo (Kant), libre
(Adam Smith) y
autosuficiente (PseudoNietzsche), por el hecho de estar
comprendido en unas declaraciones de derechos formales que se
autoanulan al comprender como uno de ellos el derecho a la
acumulación y posesión ilimitada de riqueza; de
manera que si el hombre del vulgo no se desarrolla, es culpa
suya, le falta energía interior, no es un
héroe, carece de nobleza, mientras que a Billy Gates le
sobrará la energía interior. Pero resulta que en
ese marco jurídico que se supone que protege a los
ciudadanos de las desigualdades sociales, donde se supone que
prima el bien común, la única ley que viola un
B.Gates es la ley antimonopolio, en lugar de violar muchas
más, lo que demuestra que el marco jurídico liberal
no es más que la cobertura del capitalismo. Y lo que
más les preocupa a los liberales filántropos que
despues de producir al hombre-masa, a quien trabaja en las
fábricas de las que ellos son dueños, descubren que
conviven con esa chusma descerebrada, es, en el fondo, que esos
seres alienados y sin vida propia se crean sus iguales. Pero
lo decisivo ahora, a diferencia de otras épocas, es que
este hombre-masa se cree un hombre superior. Frente a eso, a
la tiranía democrática de la masa, el
filósofo anuncia entre 1929 y 1937 que habrá
reacción por parte de los europeos nobles y superiores
como él:
«El presente ensayo
-escribe Ortega y Gasset en La rebelión de las
masas– no es más que un primer ensayo de ataque a ese
hombre triunfante y el anuncio de que unos cuantos europeos van a
revolverse enérgicamente contra su pretensión de
tiranía» (OC, V, 208).
Reacción que efectivamente se materializaría con
Franco en España, Mussolini en Italia y Hitler en
Alemania. El
fascismo clásico quiso evitar que el hombre-masa se
considerase como igual a sus patronos y dirigentes, pero no lo
consiguió. Astutamente triunfaba el fascismo encubierto y
el liberalismo humanista-capitalista descubría el método
para dominar sin revoluciones. Acerca de los fascistas y de
Ortega, el liberal demagógico podría haber
realizado la siguiente interrogación: ¿Es que no se
dan cuenta de que la condición de la existencia del
burgués capitalista reside en que su esclavo se crea su
igual? Si los esclavos se dieran cuenta de que son esclavos
acabarían por rebelarse, luego la verdadera jugada maestra
del liberalismo, humanista y capitalista al mismo tiempo, es
hacer creer al esclavo que es libre y que no tiene razones para
la rebelión. Por eso dirá Michel Foucault:
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