"Estimaba en mucho la elocuencia y era
un enamorado de la poesía,
pero pensaba
que una y otra son dotes del ingenio más
que frutos del estudio."
Renato Descartes
Para Alicia y Carlos Valdés-Dapena
Los 400 años del nacimiento de Renato Descartes han
sido abundantemente celebrados: congresos, publicaciones,
homenajes, se han referido sobre todo a la impronta del
cartesianismo en la filosofía, en la ciencia y
en la política. Otros elementos de la cultura han
sido menos tratados o
inclusive olvidados. A este último aspecto se dedican las
breves reflexiones que siguen.
Al establecer la razón como la propiedad
fundamental y definitoria del hombre, que
hacía a todos los hombres iguales por naturaleza,
Descartes había abierto una polémica cuyas
repercusiones serían incalculables: ¿qué
genera las diferencias psicológicas? ¿se
trata simplemente de la utilización adecuada de la
razón? ¿es posible explicarse por completo la
naturaleza
humana mediante tal propiedad? ¿por qué
entonces la intuición y no los propios procesos
racionales deben suministrar las primeras verdades?
No fue ni mucho menos fácil encontrar soluciones. Es
sabido que el cartesianismo generó dos vertientes
principales: la de quienes, atenidos a la superioridad de la
razón, se dieron a la tarea de desarrollar los principios
cartesianos en una doctrina más consecuente, y la de
quienes, partiendo de la contradicción y armonía
entre razón e intuición, buscaron una
explicación sobre las reacciones, conducta y
sentimientos humanos menos atenida a esquemas, frecuentemente
expresada a través de la literatura, o de
máximas y reflexiones diferentes del clásico
tratado filosófico. Aquí nos detendremos en la
segunda vertiente.
No hay que repetir que el siglo XVII y gran parte del XVIII
estuvieron bajo la égida cartesiana o al menos
experimentaron su influencia con gran fuerza, lo
cual no significa ni mucho menos hablar de epígonos del
cartesianismo. Los problemas
debatidos por el fundador del racionalismo
moderno resultaban demasiado importantes para que la
reflexión occidental pudiera tomar por otros derroteros.
La reflexión filosófica convencional produjo
figuras tan colosales como Spinoza, Malebranche o Leibniz,
quienes siguieron, aunque críticamente, la línea
cartesiana. Giambattista Vico, fundador
de la filosofía
moderna de la historia, se volvió
hacia los problemas del hombre y el fruto de su obra como
resultado de una reacción anticartesiana donde sin
embargo, el espíritu del cartesianismo estaba presente,
como lo estaba en otras modalidades de la reflexión que
retomaron con la misma fuerza los temas derivados del
cartesianismo, al fin y al cabo meditaciones sobre el hombre y la
vida. En estos marcos han de destacarse dos: los autores de
máximas y tratados morales, y los literatos.
Entre los primeros se destacan algunas figuras de
imprescindible recuerdo: Pascal, La
Rochefoulcault, Cyrano de Bergerac, y otras menos citadas como
Louis De Bans y Abbé de Gérard, vinculados con el
movimiento
libertino. Entre los segundos basta citar a dos: Mme. de
Lafayette y Moliére.
Pascal puso los límites
del cartesianismo sobre todo en sus Pensamientos, al
referirse a las verdades del corazón,
diferentes de las verdades de la razón. Además, su
juvenil Tratado sobre las pasiones del amor había
situado como una de las características más propias
de un espíritu refinado, la sensibilidad ante la belleza,
material y espiritual, frente al control racional
exigido por Descartes para los sentimientos y pasiones, variante
moderna de la frónesis griega(1).
Pero si la conducta humana
ha de regirse por las verdades de la razón, o por las del
corazón, la primera implicación es la inutilidad, o
más bien el estorbo que constituyen las instituciones,
la
educación dirigida por ellas, las normas sociales.
Pues todos ellos forman parte del conjunto de disposiciones y
conocimientos no comprobados, que la duda cartesiana dejó
en suspenso indefinidamente y aceptó sólo como
parte de la moral
provisional. Seguirlos supone conveniencia,
ahorrarse choques con la sociedad, pero
no verdaderas convicciones. De ahí a proclamar su
hipocresía o a emplearlos para huir de los verdaderos
impulsos no había más que un paso.
Esto hicieron los libertinos(2) y los críticos de la
moral
tradicional como La Rochefoulcault y Louis de Bans(3). Para unos
se trataba de hacer más espontánea y libre la
conducta humana, de conducir al hombre a conocerse a sí
mismo y obrar en consecuencia. Para otros la cuestión iba
aún más lejos: desmistificar toda virtud,
desenmascarar su falsedad y dejar bien claro que se trataba de
límites artificiales para la actuación, destinados
a salvaguardar la seguridad de
todos, o la perdurabilidad de instituciones y costumbres. La
doctrina del egoísmo natural de Hobbes
había influído también al respecto.
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