¿Cómo imaginan los ciegos? ¿Cómo
sueñan? La experiencia con sujetos ciegos me
permitió vislumbrar que el ciego no está privado de
nada; que a un ciego que nunca vio le sea dada la vista es un
deseo de quienes vemos, no de aquel que nació privado de
la luz. Ante la
pregunta sobre si estaría contento de tener ojos, Nicholas
Saunderson, un célebre matemático ciego del siglo
XVI, contestó: "Me gustaría igualmente tener brazos
largos; me parece que mis manos me informarían mejor sobre
lo que pasa en la luna que sus ojos o sus telescopios;
además, los ojos dejan de ver antes que las manos de
tocar. Sería mucho mejor, entonces, que perfeccionaran en
mí el órgano que tengo, antes que concederme el que
me falta" (narrado en 1749 por Denis Diderot, en su
irónicamente titulada Carta sobre
ciegos para uso de los que ven, ed. El cuenco de plata).
Saunderson, profesor de
óptica,
jamás vio la luz. Sin embargo, la imaginó, y
construyó una imagen del
universo. Esto
emocionó inmensamente al joven Diderot, quien, habiendo
conocido personalmente al ciego ilustre, afirmó que los
ciegos pueden construir un mundo suficiente y no sienten
sensación de insuficiencia alguna. Para Diderot, "el
interés
de los filósofos por la mentalidad de los ciegos
no es humanitario sino abstracto y central en toda teoría del
conocimiento: el pasaje de la sensación al
juicio".
La ceguera, como privación de la luz, aparece ominosa
al mundo de los videntes. Como significante, metaforiza las
innumerables formas de la estupidez: la pretensión, el
alarde, la vanidad. Tanto para las lenguas
antiguas como para las modernas es metáfora de debilidades
físicas y psíquicas.
La etimología indoeuropea del término "ciego",
antes que la privación de la luz, evoca la sombra (Bril,
J: "Ascendencia indoeuropea de los vocabularios relativos a
sombra y ceguera", en Entre dos mundos. Revista de
traducción sobre discapacidad
visual, Nº 27, de la ONCE, Organización Nacional de los Ciegos de
España,
Madrid, 2005).
Compromiso entre la luz y la oscuridad, la sombra atestigua la
ambivalencia semántica, se atreve a nombrar la ceguera
bajo una cierta atenuación. En rigor, la monoftalmia, el
hecho de ver con un solo ojo, dio origen a las raíces a
partir de las cuales nuestras lenguas se atrevieron a nombrar la
ceguera. Transacciones semánticas consistentes en
movilizar raíces que en primer lugar significan, no la
opacidad, sino la semitransparencia de la nube o del humo. Modos
imaginarios de desdramatización lingüística en las lenguas
indoeuropeas: ¿temor o pudor ante la calamidad del no ver?
¿Intento mágico de conjuro del drama íntimo
que resulta para el sujeto? Estas lenguas siempre se guardaron
muy bien de nombrar la ceguera con precisión. En la
lengua griega,
la raíz correspondiente a "humo" está ligada con
"ciego", y está igualmente en el origen de una red semántica
sobre la oscuridad, tanto del espíritu como del cuerpo:
"polvo", "suciedad", "mancha", "noche", "negro", "espanto".
Sin embargo, la oscuridad, al menos como nosotros la
imaginamos, no parece estar presente en el mundo de los ciegos.
Una joven, ciega congénita, imagina personas rubias o
morenas por el sonido de sus
voces. Otra,
ciega desde niña, sostiene que llamar oscuro a su mundo no
es apropiado: ella ve "nada", dice. Es una sensación,
dice, imposible de explicar.
Diderot y otros filósofos procurarán resolver la
cuestión del pasaje de la sensación al juicio
investigando las reacciones de un ciego que recuperase la vista.
Ya a principios del
siglo XVIII, William Molyneux había propuesto la siguiente
cuestión: supongamos un ciego de nacimiento a quien se le
haya enseñado a distinguir, por el tacto, un cubo y una
esfera del mismo metal e igual volumen, de modo
que al tocarlos pudiera decir cuál es el cubo y
cuál la esfera. Si ese ciego llegase a ver
¿podría diferenciarlos sin tocarlos? John Locke
sostuvo, como el mismo Molyneux, que el ciego no los
distinguiría porque no sabe que aquello que afecta su
tacto de tal o cual manera debe impresionar a sus ojos de tal o
cual modo. En contraposición, Condillac intentó
demostrar que, si el ciego de nacimiento logra ver,
discernirá cuerpos y figuras; si su juicio vacila se
deberá a razones metafísicas.
Planteo a una joven ciega de nacimiento la hipótesis de Molyneux. Me sorprende su
categórica respuesta: "¡No!". Ella sería
incapaz de distinguir un cubo y una esfera por la vista.
"¿Por qué?", le pregunto. "Porque no sé
qué es ver."
Según Diderot, ambas posiciones tienen parte de
razón: hace falta tiempo para
que el ojo se vuelva experto.
Hay distintos ejemplos con respecto a la construcción del espacio en ciegos
congénitos. Históricamente célebre es un
caso del cirujano William Cheselden, en el siglo XVIII: el
paciente, luego de ser operado de cataratas, no distinguió
por mucho tiempo tamaños, distancias, situaciones, ni
siquiera figuras; anduvo, digamos, a ciegas durante dos meses.
Todos los pacientes descritos en la literatura sobre el tema
encontraron, tras la operación, dificultades para percibir
el espacio y la distancia que se prolongaron meses o años.
Oliver Sacks (Un antropólogo en Marte, ed. Anagrama)
presenta varios testimonios. Tres pacientes, nacidos ciegos,
fueron operados aproximadamente a los 50 años. Uno de
ellos, al poco tiempo, fue llevado por su neurólogo al
Museo de la Ciencia de
Londres para que viera una magnífica colección.
Ante una pieza exhibida en una vitrina de cristal, fue incapaz de
decir de qué se trataba: le pidieron al guardia del museo
que abriera la vitrina y se le permitió al paciente tocar
la pieza; la recorrió ávidamente con los dedos,
cerrando los ojos. Entonces retrocedió un poco,
abrió los ojos y dijo: "Ahora que la he tocado, puedo
verla".
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