UNO
Casi en su lecho de muerte, a
fines de 1936, Miguel de Unamuno confiaba a Nicos Kazantzakis,
aquel griego obsesionado con la figura de Cristo: "No soy ni
fascista ni bolchevique; soy un solitario". Es muy posible que
personalmente lo haya sido; mucho más difícil
será conceder que su pensamiento
sea verdaderamente el de un espíritu marcado hasta la
médula por la soledad. Me temo que sus lamentos, sus
lances, sus sueños y sus aborrecimientos son los de todo
un pueblo. Un pueblo y una historia que —llegado
el momento— se sienten amenazados por sus propios (aun si
torvamente deseados) engendros. Es la voz de una
civilización que asiste entre el espanto y la indiferencia
a su propia consumación y a su propio desahucio.
Vamos a ver. El hombre al
que con descomunal desparpajo se opone Unamuno es la caricatura
arquitectónica, gélida y abstracta, generada por la
razón científica decimonónica. A ese
adefesio del positivismo le
enfrenta lo que para él es un hombre
"completo", un hombre de verdad, el de carne y hueso, un humilde,
batallador y sufriente mortal. Atisbos o ecos del existencialismo. Y de un existencialismo, lo
veremos, tan metafísico como el de Sartre o el de
Kierkegaard; es decir, en eso acabaremos, la metafísica
de otro humanismo
más (y no, según cabría esperarse
de un verdadero filósofo, de lo otro del
humanismo).
El combate de Unamuno, decimos, y ello a pesar de su
proclamación de ser en sí mismo "una especie
única", no es el de un solitario. Es el de toda la
civilización cristiana. No contrapone al descarnado sujeto
de la razón técnica una realidad más
compleja y más libre, sino, enésima vuelta de
tuerca, la indestructible figura de ese animal aterrorizado,
dolorido, consternado y resentido por la finitud propia y ajena.
Mortal, sí, pero inasumible en cuanto tal. La soledad
unamuniana es la soledad del alma cristiana
cuyo problema único, de creerle al (inmortal)
vasco, es la salvación.
Es evidente que la razón científica no ayuda
mucho en esta empresa.
Más bien la obstruye. Pues no se trata de justificar
racionalmente la existencia de Dios o la inmortalidad del
alma-y-cuerpo ni la del Sentido Último de la Vida, sino de
quererlo. "No sé, cierto es; tal vez no pueda
saber nunca, pero quiero saber. Lo quiero, y basta".
Esto, que anota en Mi religión, resume
en este respecto la posición de Unamuno. Podemos
preguntarnos, al margen de cada línea, si a esta bravata
le corresponde el ya en nuestro tiempo
extremadamente deteriorado rótulo de "filosofía". Por lo pronto, la
posición es de una franqueza que roza el histrionismo. Es,
como muchos críticos (y amigos) lo han hecho notar,
quijotesca.
Pero lo importante es, para nosotros, en este recodo del
tiempo, hacer notar que la lucha de Unamuno se entabla con y
contra Dios, el Dios del cristianismo,
a fin de afirmar lo humano. Muy bien, pero
¿qué humano? "Que busquen ellos, como yo
busco", continúa escribiendo en el apunte citado; "que
luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto
arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará
más hombres, hombres de más espíritu".
Unamuno nunca sabe a ciencia cierta
quién es ni qué exactamente quiere, pero conoce a
la perfección qué personajes le patean el
hígado. La mojigatería, la pereza, la
superficialidad, el dogmatismo y el acartonamiento son los
signos que por
todas partes lee entre los hombres. El inicio del siglo XX
contempla la eclosión de un mundo de pedantes, de
oportunistas, de señoritos.
Nada tan distinto del paisaje del inicio de nuestro XXI.
DOS
Bien, payasadas y poses aparte (aunque son de lo más
simpático de Unamuno), lo que Don Miguel defiende es
un cierto tipo de ser humano. Al resistir el proceso de
abstracción al que "lo humano" en la modernidad se ha
sometido, uno se adhiere con espontánea naturalidad.
Bravo, por fin un hombre de pelo en pecho, un hombre de
verdad. Ser humano, o, mejor dicho, ser un hombre, no es un
mero dato biogenético. Se llega a ser un hombre,
ser un hombre es una conquista y
jamás una dádiva no pedida. Ser un hombre, en suma,
y dando un paso delante de Kant, es ser
lo que se quiere ser.
"Cúmplenos decir, ante todo", leemos en Del
sentimiento trágico de la vida, "que la
filosofía se acuesta más a la poesía
que no a la ciencia".
Sentencia que hará feliz a no pocos filósofos de este siglo incipiente. Al
menos a todos aquellos que, en su misma ladera, se han cansado de
reservar al pensamiento un estatuto desfalleciente y servil.
"Acostarse" a la poesía tiene algo de audaz y sexy, algo
que la filosofía desde años casada con Dama Ciencia
ya tenía desconsoladamente perdido. Pero, una vez
más, ¿con qué poesía hay que
acostarse? ¿Qué cosa de la poesía es lo que
solivianta y resucita a la filosofía?
Veremos enseguida algunos rasgos de la vena poética del
filósofo que aquí recordamos. Mientras tanto
señalemos brevemente que la Carta sobre el
Humanismo de Heidegger nos
mostró con entera nitidez —en su (aun si
elíptica) recusación del existencialismo
sartreano— hasta dónde resulta impracticable y hasta
risible un ateísmo "humanista". Suprimir (teatralmente) a
Dios para erigir un altar al Hombre difícilmente
será un gesto de soberanía. Reconozcámoslo:
será siempre lo contrario. Creo que algo similar
podrá aplicarse a toda la operación
unamuniana.
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