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El humanismo de Unamuno (página 2)



Partes: 1, 2

Según es sabido, el primer gesto de Unamuno consiste en
someter el concepto de lo
humano a una reducción. Lo "humano" no es —no debe
ser— ni un adjetivo ni un sustantivo abstracto. Lo humano
es siempre un caso específico de ser hombre. El
giro se produce en dirección al singular concreto, al
—permítaseme la irremediable cita— "hombre de
carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo
muere—, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y
quiere, el hombre que
se ve y a quien se oye (.)"2. Un ser, en suma, que no
viene deducido de ningún universal. Un existente
finito
, diríase en jerga fenomenológica.

El segundo gesto es, y éste justifica en realidad al
anterior, el de una aproximación afectiva. El hombre "en
general" no existe, pero cada uno de los hombres es "un
hermano". Los dos movimientos parecen descender del cielo de la
abstracción pero de inmediato "lo humano" vuelve a
sublimarse. Si somos hermanos es porque El Eterno es Nuestro
Padre. A mí, lo confieso, esta hermandad en primer lugar
me asquea. Por lo demás, ¿qué hacer con un
hermano (o con un Padre) que jamás escucha? Y, en
relación con Unamuno, ¿qué esperar de un
hombre que dice luchar contra sí mismo para llegar a ser
sí mismo pero que de antemano y hasta el final se parapeta
sin esperanza dentro de sí mismo?

Lo humano no puede sostenerse en su vapor conceptual, pero
tampoco puede hacerlo sin él. Ni siquiera la
ferocidad de Unamuno ha conseguido mantener al "hombre de carne y
hueso" en un horizonte existencial concreto. Ningún
hombre
ha llegado a ser su "hermano" —a no ser como
figura retórica.

"Me he despertado soñando, soñé que
estaba despierto, soñé que el sueño era
vida, soñé que la vida es sueño". Unamuno
busca al hombre real, pero no puede hallarlo nunca. Lo tiene
enfrente y no puede verlo. ¿Por qué? Porque
este hombre "de carne y hueso" no es un hombre si no es
al mismo tiempo
una abstracción andante. De carne y hueso y no un pedazo
de pescuezo, como cantamos de niños,
sino con un pedazo que no es ni carne ni hueso. La terquedad
consiste en cegarse a la posibilidad de comprender que "este"
hombre, por el solo hecho de hablar, es todos los
hombres, es cualquier hombre, es un "yo", es. nadie.

Me parece que Pedro Cerezo acierta cuando reconoce que el
"temple de ánimo" de Unamuno es la angustia, y una
angustia emanada de una existencia cercada por el
no-ser. Verdaderamente, para el cristiano, en su ya largo
periplo, el no-ser es temible y se le ha expulsado fuera de
sí. Ser nadie es lo peor, ser nada es horripilante.
Concedido, pero eso es no darse cuenta que el "corazón"
o, mejor dicho, el "alma" es
justamente ese no-ser o esa nada habitando en su propio
interior
. El humanismo de
Unamuno es en tal virtud, y por exigencia sistemática, un
antropocentrismo radical.

Y, tendré que justificarlo, lo que echa a perder toda
su obra no es que sea radical, sino que, si no llega al final, es
por no poder no ser
antropocéntrica.

TRES

En la vuelta de página que a su modo es cada
época, una imagen o una
palabra nos lleva de los cabellos. Es incluso un mal aliento, o
un mal presagio. Alguien o algo no nos sirve de aguafiestas, sino
que nos explica porqué no todo es como quisiéramos.
Porqué no todo es ni puede ser una fiesta. Hemos inventado
algo, hemos descubierto algo, hemos comprendido finalmente algo.
No importa, no será en ningún caso suficiente. Cada
conquista nos
aleja de nuestro deseo profundo. Quizá debido a que ese
deseo es en lo profundo deseo de alejarnos del deseo.

En este movimiento
contradictorio nacen la filosofía, la religión, la poesía.
No las ciencias y las
técnicas, que son inteligencia
servil. Útil, es decir: menor. En el fondo, seguimos
siendo humanos. Muy listos, sin duda. Pero por ello mismo muy
dados a las lamentaciones y los berrinches. Si por la
inteligencia captamos nuestra falta de eternidad, por ella misma
nos embarcamos en enloquecidas y hasta vascongadas empresas de
negación de esa falta.

El único problema que se plantea cada persona, tarde o
temprano, sea chico o sea grande (sobre todo si ya comienza a
escuchar pasos en la azotea) es el siguiente:
¿estaré o no estaré aquí siempre?
Problema filosófico, sin duda. Es decir: si no leo a los
filósofos, una pregunta de esa
calaña seguramente jamás me habría asaltado.
Supongamos que la respuesta es un grosero: "No". "No, no
estaré aquí eternamente". Sólo parecen
legítimas dos respuestas de compañía. Una:
que no esté aquí eternamente me echa a perder la
vida. Dos: que no esté aquí eternamente me permite
valorar sin coartadas la vida.

Si hago de estas preguntas una profesión, lo más
probable es que termine escribiendo (ya no digo publicando, y
mucho menos vendiendo) varios libros. No por
hacer de ella profesión podré resolverla. Al
contrario. Se convertirá en mi modus vivendi. Con
lo cual encontrar una respuesta se convierte en una verdadera
amenaza.

Con esto quiero decir que la pregunta por la inmortalidad es
una pregunta viciosa y perversa. Circunstancia que, por lo
demás, la torna inmediatamente interesante. Al darme
cuenta de que no estaré aquí para siempre me doy
cuenta que quiero estar aquí para siempre. ¿De
verdad? ¿No será que quiero estar aquí para
siempre sólo porque me han dicho que si no estoy siempre
es porque alguien igual que yo o muy parecido a mí
—es decir, mi ascendencia toda— hizo algo muy muy
malo?

Puesto en sintonía, concederé, si bien no de muy
buena gana, que lo que yo quiero es ser, seguir siendo, es decir,
no morirme. No ya. Pero, y aquí se abre el abismo de (la)
verdad, lo que quiero es seguir siendo en la exacta medida en que
estoy dejando de ser —eso que soy. Si muero, seré
sin vuelta de hoja lo que soy. Un cuerpo, una cosa, un organismo,
un individuo, una
existencia finita. Un parásito. Un ser que depende de
millones de otros seres.

De inmediato, la afirmación de mi vida se convierte en
su contrario.

A ver si se puede decir con más (quizá menos)
claridad. Soy un ser cuya afirmación de sí depende
de la negación —abstracta y concreta, productiva e
improductiva— de lo que no soy. Mi vida es inmediatamente
la muerte
—de aquello que me sirve para vivir, pero que no soy. Me
alimento, me visto, me desplazo, me limpio, me desalojo, me pongo
a trabajar. Para lograr todo eso, qué espanto, tengo que
matar.

El "ser para la muerte"
(Sein zur Tod) heideggeriano otorga indeleble
fórmula a esta inescamoteable imbricación. La
afirmación de un ser se hará siempre y en cualquier
circunstancia a expensas de otro ser. Que no haya vida sin muerte
significa que la vida de cada ser —en su unidad y en su
continuidad— depende de privar de la vida a otro ser.

Está feo, pero, ¿hay algo malo en eso?
¿Es malo que los leones se coman a las gacelitas?
¿Es malo que las gacelitas se coman a las hierbitas?
¿Es malo que las hierbitas se coman a las piedritas?

No, no es malo. Es "natural". Eso lo saben los hombres, en la
cúspide de las cadenas tróficas. Pero las cosas
cambian por completo si preguntamos: ¿es malo que un
hombre mate para vivir? ¿Es malo que yo mate para
seguir viviendo? Preguntas que, girando en las cabezas, dan
origen a la pregunta: ¿es malo que yo me muera un
día?

Puedo decir: sí, es malo. Pero igualmente puedo no
decirlo. Con razón o sin ella, con el corazón o sin
él. Que yo muera un día puede que no tenga nada
qué ver con el bien y con el mal. Quizá —y
esto es lo trágico— el sentido de mi vida
consista íntegramente en suspender el juicio de
si es bueno o malo morirse un día.

CUATRO

Ahora bien, el cristiano simplemente no puede adaptarse a
ello. Si su existencia es resultado de un juicio —el Juicio
de Dios—, no puedo imaginármelo resignándose
a dejar de ser un día. Pero esto ocurre porque ya
decidió
que era bueno o malo existir. Y bueno,
precisamente por eso cree en Dios, porque es el juicio trasladado
a ese no-lugar absoluto que es el no ser antes y después
de qué él mismo (en cuanto individuo, en cuanto
organismo) sea. El lugar del juicio absoluto (el que me sirve
para decidir que es bueno vivir y que es malo morir) es ese lugar
que existe como resultado de la negación absoluta de la
justicia.

Nadie puede estar allí. Pero yo, que juzgo mi
mortalidad como producto de un
pecado, como
resultado de un mal, necesito a alguien que me hable
desde ese sitio. Bueno, que me "hable" seguramente es mucho
pedir. Necesito confiar en que alguien —el Summum
Esse— está (ha estado y
estará) allí por siempre.

Considero —ya se veía venir— que esta
exigencia es injusta. Injusta no conmigo y mi insufrible "yo" (y
el de todos los demás), sino con la vida.

Y considero también que "el problema" de Don Miguel de
Unamuno —y lo que nos da siempre de qué
hablar— es que su obra es la formulación más
patética —pero también, o, por lo mismo, la
menos autoengañosa— de esta injusticia vital y
existencial que constituye el cristianismo
en su totalidad.

"Irle a uno con la embajada de que se haga otro, es irle con
la embajada de que deje de ser él", escribe en el
más filosófico de sus ensayos3. Exactamente. Se
agradece en todo momento la claridad norteña. Traduzcamos.
La inmortalidad del alma es el blindaje que el cristianismo ha
edificado en torno de los
seres humanos. "Yo" consiste en la inverosímil
obcecación de seguir siendo "yo" hasta cuando mi cuerpo
—no "mi", sino el cuerpo que me sostiene y soporta
como corpus— se encuentre desperdigado a los
cuatro vientos.

Lo propio del sentimiento y de la experiencia del cristianismo
—lo comprendemos sin dobleces desde San Pablo y desde
Hegel
reside en la negación de la muerte. Pero esta
negación —y esto es mérito de Pascal, de
Kierkegaard y de Unamuno— en absoluto es "natural". De
hecho, esta negación es el origen de todo lo que de
artificial hay en el hombre
.

Volvamos (sin pretender resolverla) a la pregunta moral:
¿es bueno o es malo que el hombre sea un animal
artificial? Hay que preguntar una y otra vez, pero sólo
para escapar aunque sea momentáneamente de su fuerza
gravitatoria.

CINCO

"Conócete, mortal, mas no del todo." Tal es el
"secreto". La idea es pregnante porque (Epicuro dixit)
de la muerte no es posible, en rigor, saber nada. El secreto del
mortal es su mortalidad. Pero la fuerza (y la debilidad) de
nuestros artificios amenaza el secreto. Unamuno se "vela" ante
él. Pero lo guarda porque no puede soportarlo.
Allí radica toda la diferencia.

La diferencia consiste menos en resignarse ante la
inevitabilidad del fin que reconocer en ese límite la
posibilidad más alta —la más profunda—
de ser humanos. El humanismo de Unamuno, como el de
Sénancourt, es un humanismo del rechazo a la mortalidad.
Este rechazo no es trágico, es rechazo a lo
trágico. Sólo en ese rechazo se puede esperar que
alguien grite a su Dios inexistente: "pues si tú
existieras, / existiría yo también de veras".
¿Qué clase de
existencialismo es este de un existente que por
ser finito se sitúa en posición de juez de su
propio existir?

Por decirlo sin ambages: este ultracatolicismo
nordibérico quiere pasar como "cosmovisión
trágica de la vida" sin parar mientes en que lo
trágico consiste en que no hay cosmovisión posible.
Su noción de lo trágico procede sin duda de un
hegelianismo deteriorado. No se trata de enfrentar dos fuerzas
que nunca se comprenden pero que son igualmente positivas. Lo
trágico es el desencuentro permanente entre fuerzas
múltiples que luchan consigo mismas, que luchan y se
afirman en su no ser.

Se comprende el dilema Unamuno (y Agustín, y Pascal, y
Kierkegaard): Dios es una Idea, Dios es el verbo. Pero
su ser lingüístico no alcanza para otorgar a
su portador un viático a la eternidad. El hombre de carne
y hueso sufre por eso mismo: porque no es solamente un
soplo, una palabra, una Idea. Todo ocurre, fijémonos, de
modo contrario. Si ese Dios existiera, o, más bien dicho,
por el extraño hecho de que Dios existe
justamente como personificación de lo inmortal, yo no
puedo existir "de veras".

El cristiano imagina que lo trágico es la existencia a
la vez anudada y disociada de un cuerpo y de un alma. Es
trágico ser algo que decae y fenece —y al mismo
tiempo algo que se eleva y se sostiene en la visión de lo
no mortal. Pero considera trágica esa escisión
porque, según lo hemos anticipado, es incapaz de afirmar
su existencia sin un juicio previo. Es un problema lógico:
sé que yo muero, pero en el instante mismo en que lo digo
escapo un poco de esa muerte. Pues "yo" muere pero no muere
propiamente. ¿Y qué? La muerte no es algo
que se encuentre en mano de yo alguno. Seguramente yo puede matar
o ser muerto, pero yo, hágale como quiera, no
puede
morir.

El cristianismo cumple el prodigio que ninguna otra
religión había logrado (porque no se trataba de
eso). El problema de las religiones
politeístas (o uno de ellos) era que los dioses no
podían
morir. El Dios judío tampoco, vaya
absurdo. Sólo el Dios del Nuevo Testamento ha acumulado el
poder suficiente como para tocar la muerte, como para darse
la muerte
(en su Hijo). Ese sí que es poder.
Quizá demasiado.

Que este Dios se mate —que conozca el secreto— en
su Hijo provoca en el existente finito una exaltación casi
sacrílega. Esa muerte es la única forma de matar
(a) la muerte. Pero entonces Dios no sostiene más al
existente finito, sino que se yergue delante y por encima de
él con una violencia
excesiva. Tanto fulgor lo acaba cegando. El existente finito "ve"
a Dios y a la vez queda infinitamente desconectado de
él.

Tu ensangrentada huella

por los mortales campos encamina.

hacia el fulgor de tu eternal estrella;

hay que ganar la vida que no fina,

con razón, sin razón o contra ella.

El precio
—esto es lo decisivo— el precio de la vida eterna es
impagable. La solución del cristianismo es una
solución lógica,
pero en su potencia deja a
la propia lógica necesariamente en suspenso. Este Dios es
el Dios más potente de la historia humana porque ha
llegado incluso a juntar en sí mismo el poder de morir.
Sólo que al morir —aquí, una vez más,
lo decisivo— torna imposible (a) la muerte. A ese Dios
sólo estando muerto podría
conocérsele.

Así espero a que me muera

para verlo, pues única soporta

la muerte a la verdad nuda y entera.

El Dios-que-muere posee un movimiento que eleva al existente
finito a una altura nunca antes alcanzada. No hay más. Al
parecer, es un Dios creado para hacer justicia a ese
existente. Pero posee al mismo tiempo, y de manera ineliminable,
un movimiento que vuelve a arrojar al cieno más
fétido a su creatura. Es un quiasmo. Un quiasmo que
suscita una doble locura, una "paradoja", un delirio de
direcciones encontradas.

Sólo muerto puedo conocerlo, pero, muerto,
¿qué queda de mí para poder conocerlo? Nada.
Una dicha que es desdicha, una luz que
sólo es tiniebla. "Toda vida a la postre es un fracaso",
llora Unamuno, y ese llanto viene de haber visto demasiado. El
poeta ve que la vida es un engaño, pero al llegar a su fin
también descubre un engaño en la otra
vida. Tendríamos que dar un paso más: desde el
fin
, desde el límite mismo de la vida, el poeta
comprende —pero si este poeta persiste en su cristianismo
no podrá o no querrá hacerlo— que la vida es
un engaño sólo en virtud de que ha podido ser
juzgada desde "la otra" vida
.

SEIS

El "hombre de carne y hueso" que defiende Unamuno retorna una
y otra vez a su guarida metafísica. Uno se pregunta si en
algún momento atinó a salir de ella. Pues lo que
según todo esto nos hermana no es la mortalidad, sino la
imposibilidad congénita de afirmarla. Se le
aplicará al "hombre Unamuno" su propio soneto: "Esa tu
queja, / siendo egoísta como es, refleja / tu vanidad no
más". Podemos estar de acuerdo en eso de que "sólo
el dolor común nos santifica", pero no sin advertir que el
dolor metafísico derivado de la conciencia de la
finitud es un invento de cierto pueblo. Y una invención
emanada no precisamente de la fuerza.

El pueblo al que pertenece Unamuno se ha colocado en una
posición original y finalmente insostenible.
Insoportable.

Por si no hay otra vida después de ésta,

haz de modo que sea una injusticia

nuestra aniquilación; de la avaricia

de Dios sea tu vida una protesta.

Será, por tanto, la escritura
unamuniana, una herejía consentida. La
posición conquistada es la de un juicio infinito.
Si no es posible saber con absoluta certeza, hagamos
posible querer con toda la fuerza. Pero, querer
¿qué? ¿La vida eterna? "Feliz es solamente
aquel que experimentó el vértigo hasta el
estremecimiento de todos sus huesos", escribe
Georges Bataille, "y que ya sin medir para nada su caída
de pronto recobra el inesperado poder de convertir su
agonía en una alegría capaz de paralizar y
transfigurar a quienes la encuentren"4.

Unamuno no sería —que en gran parte lo es,
admitámoslo— otro predicador más si no fuera
por la claridad y la animosidad de su lamento. El cristiano se
desespera entre la esperanza de otra vida y la nostalgia
ante lo que esta vida es. Quizá no se trate de
desear la eternidad futura. Quizá lo que padece el alma
cristiana es la nostalgia ante aquello que ocurre. Esta
nostalgia se percibe en palabras como las que siguen:

Es revivir lo que viví mi anhelo

y no vivir de nuevo vida nueva.

Pero "revivir lo ya sido" significa que no pude vivirlo en
cuanto tal en su momento. Y no lo pude hacer porque previamente
me habían enseñado a despreciar esta
vida.

Despreciable sólo a condición de tragarme
enterito el —productivo— engaño consistente en
poder vislumbrar primero y ocupar después el lugar capaz
de burlar a la muerte.

Un doble y poderosísimo engaño, pues. El mismo
Dios que me ha hecho desear la vida eterna me ha enseñado
—y forzado— cada instante a despreciarla. Gracias a
Él he aprendido a "devorar las horas sin paladearlas". De
ahí que lo de Unamuno, su "fiero desacato" sea un
sacrilegio consentido. Lo es no porque no "convenza a nadie",
sino porque él mismo está privado del poder de
romper el círculo encantado que se cierra entre Dios y el
Hombre. Entre ese Dios y ese Hombre.

Finalmente. El famoso hombre de carne y hueso de Unamuno no
tiene en verdad nada que ver con el concepto abstracto de
"Humanidad", pero tiene todo que ver con el concepto más
restringido aunque igualmente abstracto de "Cristiandad". El
cristiano es un hombre, sin duda, pero esa clase de
hombre que —digámoslo en síntesis— ha perdido la capacidad de
existir sin juzgar. Que sufra, que goce, que sueñe, que
espere, que llore o que celebre. que muera, sobre todo que muera,
le parece obra de una gigantesca injusticia.

Lo paradójico es que esa injusticia sólo puede
concederse arribando al lugar desde el cual podría
revertirse. Sólo que llegando allí, ya
nada podría modificarse. Dios ha muerto, sí, pero
sólo para extraer del mortal su "fiero desacato"
—que es su mortalidad misma, su límite, su finitud
absolutamente inocente.

Por mi parte, y para cerrar de una buena vez este
desvaído comentario, diré que el hecho de que Dios
haya abandonado a su Hijo en la hora nona es lo único que
del cristianismo me parece en verdad perdonable.

El resto, como muy bien declaró Unamuno con su peculiar
insistencia, es pura vanidad.

1 Ponencia presentada en el I Simposio
Internacional "Unamuno y nosotros
", Facultad de
Filosofía, Universidad
Autónoma de Querétaro, Querétaro, 21 de
noviembre de 2006

2 Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico
de la vida
, Editorial Óptima, Madrid, 1997,
p. 47

3 Ibíd.., p. 54

4 Georges Bataille, "La práctica de la
alegría ante la muerte", en La conjuración
sagrada. Ensayos
1929-1939
, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires,
2003, p. 254. El párrafo
continúa: "La existencia mística de aquel para
quien la "alegría ante la muerte" se ha convertido en
violencia interior no puede hallar en ningún caso una
beatitud satisfactoria en sí misma, comparable a la del
cristiano que saborea anticipadamente la eternidad. El
místico de la alegría ante la muerte no puede ser
considerado como un acorralado, porque está en condiciones
de reírse con total liviandad de cualquier posibilidad
humana y conocer cualquier encanto accesible: sin embargo la
totalidad de la vida —la contemplación
extática y el
conocimiento lúcido que se producen en una
acción
que no puede dejar de volverse
riesgosa— es su destino, tan inexorablemente como la muerte
para un condenado". Por mi parte, me habría gustado
muchísimo ver a Unamuno reír de
verdad
.

 

 

 

Autor:

Sergio Espinosa Proa

Doctor en filosofía, antropólogo social,
especialista en investigación educacional y ensayista

Universidad Autónoma de Zacatecas

Partes: 1, 2
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