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La pregunta por el inicio (página 2)



Partes: 1, 2

No el libro, sino el
desierto del que es heraldo y también sepulturero.

¿Tiene sentido preguntar por el origen sin sentido del
sentido? Hay aquí una vacilación esencial, que
quizás ya nunca nos abandonaría. Nos atraiga o no,
la pregunta puede ser vehículo de una empresa
"positiva": recuperar ese inicio que se ha perdido.
¿Con qué objeto?

El poema adivina que en el principio no necesariamente era el
verbo. El verbo es ya un encantamiento dirigido a. ¿a
dónde? ¿Cuál es la positividad de ese
"dónde"? Atrevámonos a sugerir que ese dónde
es el cuerpo; un cuerpo que no se sabe, pero que se sabe que ha
de ser sujetado. Un cuerpo necesitado de coordinación. Un cuerpo que ha de
transmutarse en valor de uso.
Un cuerpo caído en el tiempo
—tiempo sucesivo, tiempo con un sentido, tiempo de
trabajo
y en busca de su alma, materia
inmaterial que lo anexa y lo indexa a la comunidad.

CUATRO

EN EL PRINCIPIO NO ERA LA VERDAD, LA VERDAD DE DIOS, LA VERDAD
DEL DIOS-VERDAD. En el principio, esto no es tan ilógico
como parecería, no hay principio. No hay principio
identificable, reconocible. No hay principio asignable desde
aquí.
Nadie, nada "llega" a él.

El salto (¿del pensar? ¿del sentir? ¿del
adivinar?: del ex-tasis) se da pues hacia el inicio. Pero ese
inicio, lo vemos, no "está" en el tiempo. El inicio es
cuanto más la abertura del tiempo. Si no está "en"
el tiempo, cualquier instante es propicio para acceder a
esta abertura. El inicio es el instante, pero el instante
experimentado fuera del tiempo, de espaldas a él,
ignorándolo soberanamente.

Así considerado, el tiempo no funda al mundo,
sino que fundamentalmente lo estremece, lo cuestiona, lo
desfonda, lo pone a temblar. Por eso es posible ahora adivinar
que quizá no se trata de "llegar" o "saltar" al inicio,
que estaría en algún lugar del tiempo, tiempo
primordial perdido y como escondido, sino permitir que (ello)
llegue al instante
.

El inicio no es tampoco un momento ni un lugar en el cual y
gracias al cual todo podría (otra vez) comenzar.
Sólo es la pausa, la pausa en que consiste el
tiempo. Espacio de tiempo que rompe e interrumpe al tiempo
sucesivo, al tiempo con sentido. Esa pausa remite al tiempo no
verbal y no laboral. La
abertura que funda al tiempo es también la abertura por la
cual el tiempo se escapa y se pierde.

El "ser" no permanece si no es amenazando toda
permanencia.

 CINCO

¿CÓMO DEBEMOS ENTENDER LA ALETHEIA? Es,
por una parte, el "antes" de la verdad. ¿Su
condición de posibilidad? Si, según acabamos de
ver, el tiempo inicial es la pausa del tiempo, su paciencia,
diríase que más bien ocurre que en
aletheia la lethé se guarda. Lo excluido
por la palabra sensata se aloja aun en la palabra.

Sin embargo, al fluir en el tiempo del mundo, en el tiempo del
orden, esto guardado discretamente en la palabra queda borrado.
Aletheia es (o conserva) la huella de lethé. Se entiende:
en la palabra griega late aquello que la verdad no alcanza. La
verdad como aletheia significa que la verdad es posterior al
abrirse de las cosas, posterior a su darse. Pero nunca se dan
de una vez.

En la palabra aletheia queda incorporado el cono de
sombra.

Al pasar a la lengua de
Roma, y
más todavía al mundo moderno de Galileo y Descartes,
este cono desaparece. Este cono de sombra, desde nuestro
ángulo, puede ser pensado como la muerte. En
la verdad como aletheia la palabra, la verdad y el
sentido vibran bajo una sombra que es la sombra de la muerte. La
sombra del abandono y del olvido, la sombra del misterio, la
sombra de lo radical y no accidentalmente desconocido.

Se ha perdido esa huella en el quirófano de una verdad
que es a partir de entonces coincidencia, homoiosis,
adecuación, conformidad, ajuste. Conveniencia. La verdad
como aletheia, verdad poética, retrocede ante el
avasallamiento de la verdad como certeza, verdad (de la)
técnica.

En la palabra aletheia se conserva, silente pero no sublimado,
lo que la palabra —lo que ninguna palabra—
puede decir.

SEIS

PARECERÍA, DESDE CIERTO ÁNGULO, UN HEGELIANISMO
INVERTIDO. Aletheia es la negación determinada del
concepto.
Aletheia amenaza la —olímpica— inmortalidad de
la Idea.

Su "positividad".

"El trabajo del
concepto". Sí, pero aletheia muestra el
límite del trabajo conceptual, de su marcha, de su sentido
y de su obrar. Muestra la
desaparición, muestra el ocultarse en el movimiento
mismo de sacarlo a la luz. Esto ya no
ocurre con el concepto. Lo particular ya no deja huella en lo
universal. El concepto es infinito. e inmortal. Todo lo
demás es, para el concepto, heno.

Aletheia da nombre a una verdad mortal. Da lugar,
trémulo y delicado y frágil lugar, a la
singularidad de los seres. Ahora se entiende que los entes son la
inmortalización conceptual, es decir, lingüística, del ser. Pues el ser no
"sobrevive" por encima o al lado de los entes particulares, sino
que da nombre, cierto que elusivo y engañoso, a su
finitud.

Suprimida esta ambigüedad esencial en la superficie sin
fisuras del concepto, el inicio es condenado, proclamárase
en tono emblemático, a una errancia sin fin. Lo finito es
removido sin miramientos, lo finito es "depurado".

De esta manera, la mirada o la escucha que intenta recuperar
el inicio equivale al gesto de recuperar, es decir, dar
lugar
, devolviéndole su soberanía, a esta finitud de lo
singular.

Encontramos así que la finitud del singular es,
propiamente, el ser. No este y este y este singular en su
conjunto, en su "todo", en su infinita universalidad y
conexión, sino, exactamente, en su finitud. El
ser refiere el hecho de que cada singularidad viene de nada y
retorna a nada. Menos la "condición de posibilidad" de las
singularidades que su inserción en una, en la
imposibilidad radical(ii).

El ser designa —sin justificarla, sin condenarla—
la impermanencia del ente. Solamente da —vacilante—
palabra a la finitud del singular.

SIETE

PENSAR —SEGÚN HACE HERÁCLITO— EL SER
COMO PHYSIS CONSTITUYE OTRO MODO DE PRESERVAR ESTA
MORTALIDAD DEL SINGULAR EN LA PALABRA que le sirve de
índice —o de sepulcro. La physis es, en el inicio
griego de la filosofía, la fertilidad del ser.

Se observará que —remontándose a la
"fractura" que funda y separa a Occidente de un horizonte
mítico— Heidegger va
en busca de una palabra acorde con esta suerte de verdad anterior
a la verdad. Quizás ahora nos correspondería
encontrar otras palabras, menos crípticas o menos elusivas
o menos rebuscadas para esta misma experiencia del pensamiento.
DE hecho, eso ya se ha venido haciendo. En cualquier caso, es
preciso encontrar el terreno propicio para replantear el hallazgo
parmenídeo: ¿es lo mismo pensar que ser?
¿Bajo qué exigencias? ¿En qué
sentido?

Preguntar por el inicio del tiempo es lo mismo que preguntar
por el destino. Desde el inicio, el destino aparece como
un destino. No "el" destino, sino uno entre otros.

La physis da nombre y sonoridad a la finitud de los
singulares, y es esa finitud la que se mantiene en la palabra, de
modo semejante a eso que según veíamos acontece en
la palabra aletheia. Si la lectura
aquí ofrecida no es excesivamente oscura, se dirá
que lo que se ha borrado de las cosas, con la palabra, es,
además de las cosas, la borradura misma. La andadura de
Heidegger retorna siempre a un punto: el destino de la metafísica
es el olvido del ser, pero ese olvido no se anula meramente
"rememorando" lo olvidado, sino reconociendo que el ser es
también o, ante todo, olvido.

OCHO

HAY EN TODO ESTO UN MOVIMIENTO EN EXTREMO CAUTELOSO. El inicio
es el inicio del lenguaje.
¿Qué "hay" antes del lenguaje? A fin de hallar el
lugar propicio para que esta pregunta fructifique procede
interrogar lo que el lenguaje
es. Antes que preguntar ingenuamente —desde las ilusiones
propias del lenguaje— por el ser, quizá
habría que preguntar por el ser de la pregunta, por el ser
de la lengua. Por lo pronto, Heráclito enseña a Heidegger que el
logos no es ni una facultad específicamente
humana ni una propiedad de
las cosas.

El logos es el claro, el despeje, la claridad. En el logos se
aloja el ser. No son lo mismo, pues una casa no se confunde con
su habitante, con su huésped. El lenguaje, afirmará
más tarde, es "la casa" del ser. Pero lo es, o lo
será, no como cercioramiento del ser —ni respecto a
sí mismo, ni respecto a la inteligencia
humana—, ni como presencia o comparecencia persistente del
ser al lenguaje (como si fueran dos "cosas" separadas y
distintas), sino como iluminación
súbita
.

El logos no "dice" el ser, sino que, en su
articulación, en su sustitución, aquél
—aquello privado de palabra— relampaguea.

Es decir: en el logos, el ser es la fulminación, la
recusación, la deserción del logos. Al menos, de
sus pretensiones, de sus alucinaciones, de sus tentaciones de y
por decirlo Todo. El ser no habita plácidamente en el
lenguaje sino para violentarlo y hacer que éste,
dígase así, se trague su propia finitud. El ser no
llega al lenguaje para ajustarse a sus patrones, sino para que el
logos recobre su altura y su medida propias. El ser no es dicho,
ni representado, ni reflejado en el logos —como si
éste fuera micrófono, o escenario, o espejo—,
sino que es la irrupción de algo que sin ser propiamente
algo impide en el lenguaje, de modo fundamental, la desmesura.
Su peculiar y característica desmesura. "Ser" no
es una cosa, no es "otra" cosa sino la —oscura—
constancia del impoder del lenguaje. De su límite.

¿Qué podría significar entonces la
afirmación de que lo que se sustrae al logos es
constitutivo de aquello que a él y en él se revela?
Que el ser se oculte y a la vez se desoculte, que sea olvido y
también memoria, que sea
presencia y abandono, equivale a reconocer que el ser "habita"
—como fulguración— en la palabra, pero que
ésta no puede con él.

Si algo "dice" el ser es que ningún decir lo
dice, lo ha dicho ni lo dirá todo. Nunca.

El ser habita en el logos tan sólo para hacerle saber
que el logos nunca será todo, que el logos nunca es un
mero diálogo
entre "pares" o "socios" y que nunca, por lo mismo, podrá
concluir, que en ningún tiempo terminará
de decir eso que desde siempre quiere decir.

NUEVE

ESTA IMPOSIBILIDAD DEL SER-DICHO ES LO QUE EN ÚLTIMA O
EN PRIMERA INSTANCIA PROTEGE AL SER DE LA AMENAZA DEL ENTE, es
decir, del mundo, es decir, de la instalación humana de lo
humano. Nombra el límite de lo humano. El ya no
más
de su voluntad de sentido y de ley.

Con el ser no se puede.

No se puede, pero ¿es pensable? ¿De qué
naturaleza
podría ser esta imposibilidad?

Pensar es (en el caso de que en verdad ocurra, pues no parece
existir ninguna necesidad forzosa para ello) pensar el ser, no el
ente. Las manecillas dan en tal instante un vuelco completo. Lo
impensable es el ente, es decir, el hecho de que hay un
mundo, no el ser. Esto también lo vislumbró
Wittgenstein. Por esto mismo, la ciencia "no
piensa", pues, deslumbrada por el ente, ocupada en él,
sólo ha aprendido a predecir sus cambios, es decir: a
calcular.

Cuando hay pensamiento, lo que hay es ser. Pensar es la
fulguración súbita del ser en el corazón
del mundo, que es también el lugar donde éste cesa
y emprende la retirada. Pero aquella fulguración es un
rayo oscuro. Una interrupción y una rasgadura. Una
tachadura, tachadura no divina, sino, según
completaría Georges Bataille, tachadura soberana.

DIEZ

EL HOMBRE NO
"DIALOGA" CON EL SER POR LA SIMPLE RAZÓN DE QUE EL SER NO
HABLA NI DICE NI PIENSA NI QUIERE NADA. Acaso sería
necesario concebir ese diálogo menos como un vaivén
o balanceo del logos —que iría del hombre al ser y
del ser al hombre en una suerte de conversación infinita,
aun si seguramente trucada y encriptada— que como la
aparición o la irrupción súbita e
indeliberada de una cesura radical e inconciliable en el (cuerpo
del) discurso.

El ser está en el lenguaje como en su casa, pero si
está es justamente porque y cuando sólo es silencio
y ya nada significa.

Se comprende ahora que en el principio o en el inicio no por
fuerza hay una
voluntad de orden y de sentido, no hay una voluntad creadora de
mundo. Esa creencia pertenece al destino del nihilismo. Por
el contrario, lo que hay allí es aquello que el
lenguaje y lo humano han de excluir
a fin de perseverar en
su "ser." Perseverancia mutilada, "inauténtica" o
"impropia", pues reposa sobre la exclusión de la nada, de
la muerte, del olvido, del fin, del lugar sin lugar desde el cual
todas las cosas vienen a depositarse —y a pulverizarse, es
decir, a dar paso— en el instante presente.

Perseverancia que sólo acierta a sostenerse en el mundo
a condición de excluir lo otro del mundo.

De allí que "lo humano" quede enceguecido, calcinado y
como enfangado en su entidad —en su mera positividad, en su
mera identidad— y se pierda, en esa su peculiar
pero multitudinaria caída en la prepotencia, de ser en
sí mismo o de recuperar su ser más propio: en
definitiva, su ser mortal.

ONCE

EL PENSAMIENTO NO "SALTA" AL SER, SINO QUE, POR EL CONTRARIO,
Y REPENTINAMENTE, ÉSTE LO ASALTA. En Parménides, la
huella de semejante asalto es la diosa Aletheia. Pensar es "lo
mismo" que ser, pero sólo a condición de concebir
el pensamiento justamente como aletheia: lo oculto permanece en
el horizonte significativo de la palabra, palabra que tremola o
vacila en lo oculto —sin disiparlo.

Menos que de la curiosidad o del asombro, el pensamiento
arranca, vislumbrado bajo la tenue y lejana luz del poema de
Parménides, de una solicitud expresa. Es la diosa quien
llama, quien conmina, aquello que mueve a pensar.

Lo cual significa, de inicio, que nunca se piensa a voluntad.
En este sentido, el pensamiento no es una "facultad", o un
"atributo", o una "propiedad" del ser humano, sino una
correspondencia —no un "diálogo"— posible,
suscitada en cualquier caso por una interpelación. Y es en
esta vocación —invocación o
provocación— de la diosa —la voz de lo
sacro— que Heidegger se dilata y se demora. No tanto en la
"respuesta" que ofrece Parménides, sino en las condiciones
o el contexto de su "arranque": en el disparo inicial
que pone en marcha su pensamiento.

Sea lo que fuere, la cuestión que enseguida hace
aparición es el olvido del olvido. ¿A
qué obedece este giro? ¿Puede explicarse?
¿Puede evitarse? Es como si de pronto, enseguida del
desgarro, el día disipara por completo la dimensión
de la sombra. Exorcismo de la noche, a eso podría
reducirse el movimiento general del pensamiento que se despliega
y repliega en aquello que andando el tiempo recibirá el
nombre de filosofía.

Exorcismo de la noche, expulsión de la nada,
marginación del devenir, rechazo o defenestración o
desprecio de la apariencia: tales serán las consecuencias
—o, mejor, los presupuestos— de la irresistible erección de la Idea. Hacia allá
apuntaba (el) todo. Una insaciable sed de transparencia. La
sombría aunque exaltante y apasionada aletheia se extingue
sin rastros en la luminosidad abstracta, intachable pero, por lo
mismo, inatacable, de los conceptos lógicos.

Tras semejante exorcismo, la verdad, desquiciada y convertida
en juicio, da inocultables señas de haber perdido el
juicio.

DOCE

CONJURAR LA NOCHE ES LO MISMO QUE SEPULTAR LA TIERRA, o,
por emplear un giro si cabe más forzado, olvidar o
disimular o sepultar la sepultura misma. El mundo, a fin de
funcionar como tal, sepulta a la tierra, la
cubre con una sombra o un velo de olvido para y por convertirla
en mera materia prima
o campo de operaciones. El
mundo se desentiende, se desembaraza de lo que en ella, en la
tierra, retorna, se oculta y se resguarda: a saber, en primer y
en último lugar, ya lo hemos percibido, la mortalidad.

Este recorrido, según se advierte, remite sin cesar a
una especie de lógica
del enterramiento: los muertos no están con
nosotros
, pero la tumba o la cripta o el simple
túmulo de tierra interrumpen o alteran o desquician la
(omni)presencia de lo presente —el avasallamiento de eso
que ahora mismo es y rige— con su turbia,
incómoda y a veces
aterradora no-presencia. Poderoso no poder del
fantasma, del espectro, del espíritu: de lo que
no es. El presente no es todo, por eso seguiremos
creyendo en apariciones de lo que no hay ya.

Los desaparecidos detienen o suspenden la fuerza del mundo con
su absoluta e incalculable ausencia de fuerza. Esta es la tierra
que también resulta exorcizada por la dimensión
técnica (política, religión) de lo
humano.

De este lado del tiempo, pendientes y dependientes del mundo,
nunca aparece el lugar gracias al cual todo aparece.

TRECE

CASI COMPRENDEMOS QUE EL INICIO ES, EXACTAMENTE, LO MISMO QUE
EL FIN. Insiste y retorna ahora la palabra physis. El inicio es
el inicio de la finitud, el inicio siempre en retroceso de lo
finito. Este inicio se mantiene a la vista,
paradójicamente, como aquello que ya no puede ser visto:
para lo que estamos tratando de decir, como una cripta. Pero esto
es, también lo habíamos anticipado, lo propio del
instante.

El instante, que no es precisamente un "espacio de tiempo", a
menos que en semejante expresión se designe su falta, su
resaca, su nada o su vacío, podría ser concebido
como la cripta del ser: su sepultura.

Pero, y esto es quizás lo más extraño,
una sepultura sin lápida. No admite el bloqueo, no acepta
el disimulo. La tierra se retrae y se recoge sin por ello dejar
de mantenerse abierta. Lo sagrado, retorna Bataille, se
manifiesta en la sucia juntura de las piernas obscenamente
abiertas y expuestas de Madame Edwarda.

El instante, ¿qué es sino la membrana que
anticipa lo que viene —sin atinar a desprenderse de lo que
se ha ido?

CATORCE

EN EL INSTANTE NO SE SOSTIENE NADA. Se sostiene o se retiene
la nada, más bien. El instante designa o delimita el filo
del tiempo. No es el individuo,
según quería la escolástica, sino el
instante, lo que es inefable. En todo caso el individuo lo
sería a condición de hundirse en esa indecibilidad
—en esa abismal indisponibilidad— del instante.

El instante es por ello —retorna Adorno
el momento de la no identidad. Una cima, pero por ser una sima.
Es el ritmo de lo térreo. Esto con seguridad
sorprenderá, pero el instante nunca es presente.
Al instante no se le puede localizar ni, por lo mismo, fechar.
Los hombres pueden muchas cosas, pero les es
increíblemente difícil poder estar en, o
posesionarse, del instante. Uno no es ninguno, pero ninguno ya lo
son todos.

Es que el instante no es una cosa, un algo, un lugar o una
estancia. El instante es la ruptura del ser. La ruptura, se
entiende, que —después o antes del todo— el
ser es.

El instante acaece. Pero en esa caída,
caída a o en la cual el ser humano puede o no
precipitarse, ocurre el ser. El ser no es, con perdón del
idealismo
alemán, ni la sustancia ni el sujeto del mundo, ni los dos
al unísono, sino su caída, su acontecer, su
acaecer, su (rítmica, indiferente a la razón y al
juicio) aparición/desaparición.

Se comprenderá a partir de esto el "lugar" del arte. Es el
desierto, el desierto del mundo.

No se trata sólo de que la obra de arte exponga la
inutilidad esencial de lo útil, es decir, la inmundicia
del mundo. La obra de arte es la técnica que descubre a la
técnica in fraganti. En la obra relampaguea
indeliberadamente el fulgor del instante, abismo del tiempo,
abismo del ser.

El arte es el instante que —sin siquiera pretenderlo,
sin alevosía ni premeditación ni ventaja: sin
porqué ni para qué— rompe e interrumpe el
sentido —el tiempo— del mundo.

QUINCE

Lo no-pensado es el don más sublime

que un pensar tiene para ofrecer.

Martin Heidegger(iii)

LA OBRA DE ARTE PONE EN OBRA —Y, DECISIVAMENTE, EN
CUESTIÓN— A LA TÉCNICA, ES DECIR, A LA
VOLUNTAD, ES DECIR, A LO HUMANO. Apunta al inicio, que, lo hemos
adivinado, es, para empezar, el fin. Pensar es habitar —y
es por fuerza un demorarse, paciencia casi infinita, enteramente
improductiva— en lo impensado del lenguaje, del sentido,
del orden, del hombre: resistir o desistir en y a partir y merced
a lo impensado del mundo.

La obra de arte es el relámpago de la obra, no la obra,
o, lo que es lo mismo, el eclipse de la voluntad, la
(generalizada, generosa) deserción de lo humano. En la
obra no se disipa la sombra, sino que, por contra, se realza, se
realiza. Corresponde a lo real desentendiéndose de la
realidad, que es sólo una ficción común, un
fetiche que es posible y conveniente compartir.

El arte se abre al lugar singular y sin lugar de todo dar
lugar(iv). Difícil apuesta, apuesta que no quiere
la salvación sino, rizo sobre rizo, salvarse de su propia
gravedad.

El arte es el doblez sin doblez o sin intención expresa
o disimulada que devuelve o enfrenta a la técnica a y con
su estatuto mediador. El arte devuelve a la voluntad y a lo
humano a su medida verdadera. Con perdón de todas nuestras
buenas e intachables intenciones, el hombre
nunca podrá (ni querrá, al cabo) ser la medida de
todas las cosas.

Y si lo es, o lo llega a ser, o lo ha llegado a conseguir,
qué catástrofe para las cosas —y para el
hombre.

"La obra de arte", explica Otto Pöggeler, "mantiene a la
tierra en lo abierto del mundo, pero deja con ello que la tierra
sea tierra: aquello que hace eclosión y que torna a buscar
en sí y en su inagotabilidad abrigo"(v). Lo humano
no sólo es dictarle e imponerle a la tierra su posibilidad
de mundo, sino permitirle, sea o no conveniente y
benéfico, ser lo que es.

CODA

Toda potencia es
amorosa.

Gilles Renard

TENÍA RAZÓN EINSTEIN, EL FÍSICO
METAFÍSICO: DIOS NO JUEGA A LOS DADOS. De acuerdo, Dios
no, pero el ser, que es tiempo, que es instantáneo y por
ello efímero, el ser que es el desgarramiento y la
inconsistencia del ser, su herida y su huida, ése (eso)
sí que juega, y sólo precisamente y exclusivamente
a los dados. El ser —y tal es la sabiduría del
poema— no es más que ese juego que
ninguna tirada de dados podría abolir. ¿El tiempo
es la única apuesta posible? ¿Negación,
redención, salvación, justificación de la
finitud?

El salto al "otro" inicio, según hemos presentido,
instruye, aunque improbablemente, en otra dirección.

A fin de cuentas, e
incluso a pesar de Heidegger, parece que solamente queda apostar
por la máxima intensidad y por la absoluta inocencia de
esa amorosa potencia y esa frágilísima pero
incansable fuerza en rizo que es el singular finito.

NOTAS

(i) "Lo que nos es legado a partir del comienzo de la
historia del Ser,
que quedó necesariamente sin ser pensado en ese comienzo y
para él, es pensar —la Aletheia— en
cuanto tal en su peculiaridad y, a través de esto,
preparar la posibilidad de una transformada estadía del
hombre en el mundo". Este texto,
considerado el "testamento" de Heidegger, sus "últimas
palabras filosóficas", es citado por Jean Beaufret en sus
Conversaciones con Frederic de Towarnicki.

(ii) Cf. "La sentencia de Anaximandro",
Holzwege.

(iii) Cf. Qué significa pensar.

(iv) Cf. Ángel Gabilondo, Menos que
palabras
, Alianza, Madrid,
1999

(v) Otto Pöggeler, El camino del pensar de
Martin Heidegger
, Alianza, tr. F. Duque, Madrid, 1993, p.
253

Publicado en Konvergencias, Filosofía y Culturas en
Diálogo. Número 14 Año IV Primer
Cuatrimestre 2007.

 

 

 

Autor:

Sergio Espinosa Proa

Doctor en filosofía, antropólogo social,
especialista en investigación educacional y ensayista

Universidad Autónoma de Zacatecas

Partes: 1, 2
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