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Filosofía y sabiduría de Oriente a Occidente



Partes: 1, 2

    1. De cultos,
      cultivos y culturas
    2. La necesidad de
      hacerse obedecer
    3. Dos
      apéndices

    1. El servicio
    filosófico

    Comencemos, sin más trámite, con una pregunta
    incómoda:
    ¿para qué sirve la filosofía? Una interrogante así no
    podría dejar de formularse en estos tiempos en los que
    precisamente la filosofía tiene que luchar cada día
    y en todos los frentes para defender su simple derecho a la
    existencia. Vivimos en un mundo regido por la idea de que las
    cosas -y las gentes- inútiles no tienen-o no
    deberían te-ner- cabida entre nosotros. Vivimos, o
    intentamos vivir, en el reino de la fun-cionalidad, en el reino
    de la eficiencia.
    Intentamos hacer de nuestras vidas algo productivo. Si no es
    útil, ¿qué sentido tiene permitir su
    existencia? Si no nos hace la vida más fácil, o
    más segura, o más divertida, o más
    cómoda, o más rentable, ¿quién, en su
    sano juicio, podría dedicarle un minuto de su propia vida?
    Nuestro mundo reposa por entero en la tranquila identidad de
    lo bueno, lo legítimo y lo útil. Lo inútil
    es una carga, un peso muerto. Algo ante lo cual es preciso
    perma-necer alerta y de lo que es necesario desembarazarse una y
    otra vez.

    La filosofía, si ha de ser una ocupación
    legítima, deberá decirnos, para empezar,
    cuál es el servicio que
    nos presta. ¿Simplifica la existencia, la resuelve, la
    hace más llevadera? ¿Nos proporciona información valiosa sobre el universo y
    sobre nosotros mismos? ¿Ayuda a eliminar carencias, a
    satisfacer necesidades, a combatir aquello que nos amenaza, a
    vencer nuestras debilidades? ¿Nos prolonga la vida, nos
    aporta nuevas fuerzas, nos hace mejores?

    Lo más fácil, para alguien que dedica buena
    parte de su tiempo a la
    filo-sofía, o que vive y come de ella, sería
    contestar afirmativamente a algunas o a todas estas preguntas – y
    a otras más. No dudaré un instante en que tal cosa
    sea posible. De hecho, es algo que encontraremos en casi todos
    los discursos que
    intentan justificar la presencia de las disciplinas
    filosóficas en el mapa de la cultu-ra en general y de los
    saberes universitarios en particular. Saber en qué ayuda
    la filosofía dentro de un mundo como el que nos ha tocado
    en suerte vivir no es en absoluto un saber inútil. Pero es
    más que probable que justificar su existencia y determinar
    su necesidad sean dos cosas muy distintas.

    Quizá escandalizará conocer la verdadera
    respuesta, la única decente: la filosofía tiene,
    desde luego, pleno derecho a la existencia – pero justamente
    porque no sirve para nada. La dignidad y la
    prenda más alta de la filosofía consis-te en que no
    es útil, no es medio o instrumento para alcanzar fin
    alguno. El pen-samiento no funciona si de lo único que se
    trata es de plantear y resolver problemas o de
    diagnosticar y solucionar conflictos. A
    pesar de haberla engendrado, la filosofía no es lo mismo
    que la ciencia. Y,
    a pesar de su innegable parentesco, tampoco deberíamos
    confundirla con la religión. El pensamiento
    es, por el contrario, aquello que ningún saber
    podría aplacar y ningún poder
    lograría poner del todo a su servicio. La imposibilidad de
    que la filosofía sirva y se someta a algo diferente de
    ella misma es lo que real y efectivamente la vuelve -o la
    conserva- interesante. Pero vayamos por partes.

    La filosofía es una invención relativamente
    moderna, dicho sea esto a pesar de que todos sabemos que tiene
    unos venerables veinticinco siglos de histo-ria. Es moderna no
    por su edad, sino por el sueño que la vio y la hizo nacer.
    Ese sueño, en el mundo técnico, se encuentra
    práctica y materialmente realizado. Posiblemente sea el
    sueño de todos los hombres en todas las circunstancias de
    su historia: en
    suma, es el sueño de vencer a la muerte.
    Ganarle el paso al paso del tiempo. La filosofía ha nacido
    -y acaso nace todos los días- con esa idea fija en
    mente.

    Sócrates, verdadero inventor del género,
    decía con todas sus letras que le importaba bastante poco
    morir: la filosofía le había enseñado a no
    temer a la muerte
    porque la filosofía consistía precisamente en saber
    que sólo muere la parte mortal de cada uno de nosotros; a
    saber: el cuerpo. La filosofía fue inventa-da para hacer
    del cuerpo -de lo mortal- una especie de accesorio, un
    instru-mento prescindible, un útil que podría ser
    desechado en el momento en que ya no daba servicio.
    ¿Qué filósofo que se precie puede sentir
    miedo ante la extinción de su parte más
    despreciable? ¿Qué otro servicio podría
    aportar la filosofía al hom-bre común además
    de esta docta resignación ante la caducidad de todas las
    cosas que encontramos en la vida – de todas las cosas que
    pasan?

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