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Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva




Enviado por Gordon Gordon



    Prólogo

    Al reflexionar sobre la tarea de escribir este
    prólogo constaté el reto que representa agregar
    valor al ya presentado por el doctor Stephen Covey en su
    obra.

    Fue así que recordé la experiencia que
    tuvimos durante un seminario que dictó Walter Santaliz en
    Colombia sobre el tema de los Siete Hábitos de la Gente
    Altamente Efectiva, el cual tenía una duración de
    tres días.

    Durante el segundo día del seminario surgieron
    inquietudes y preguntas sobre los principios que dan sustento a
    los Siete Hábitos. La noche anterior al último
    día nos planteamos algunos de estos interrogantes y
    decidimos hacer una síntesis que nos pudiera mostrar una
    descripción de la esencia de cada hábito y el
    resultado que podríamos esperar al practicarlo.

    La tabla de la página siguiente fue
    el resultado de esa reflexión.

    • El hábito de la proactividad nos
    da la libertad para poder escoger nuestra respuesta a los
    estímulos del medio ambiente. Nos faculta para responder
    (responsabilidad) de acuerdo con nuestros principios y valores.
    Ésta es la cualidad esencial que nos distingue de los
    demás miembros del reino animal. En esencia, es lo que nos
    hace humanos y nos permite afirmar que somos los arquitectos de
    nuestro propio destino.

    Comenzar con un fin en mente hace
    posible que nuestra vida tenga razón de ser, pues la
    creación de una visión de lo que queremos lograr
    permite que nuestras acciones estén dirigidas a lo que
    verdaderamente es significativo en nuestras vidas. Después
    de todo, para un velero sin puerto cualquier viento es
    bueno.

    Hábito Descripción
    Resultados

    • Proactividad •
    Hábito de la • Libertad
    responsabilidad

    • Empezar con un •
    Hábito del liderazgo • Sentido a la vida fin en
    mente personal

    • Establecer •
    Hábito de la • Priorizar lo primero lo primero
    administración personal importante vs. lo
    urgente

    • Pensar en • Hábito
    del beneficio • Bien común ganar/ganar mutuo
    Equidad

    • Procurar primero •
    Hábito de la • Respeto Convivencia comprender,
    y comunicación efectiva después
    ser comprendido

    • Sinergizar •
    Hábito de • Logros Innovación
    interdependencia

    • Afilar la sierra •
    Hábito de la mejora • Balance Renovación
    continua

    Poner primero lo primero nos permite
    liberarnos de la tiranía de lo urgente para dedicar tiempo
    a las actividades que verdaderamente dan sentido a nuestras
    vidas. Es la disciplina de llevar a cabo lo importante, lo cual
    nos permite convertir en realidad la visión que forjamos
    en el hábito 2.

    Pensar en ganar/ganar nos permite
    desarrollar una mentalidad de abundancia material y espiritual,
    pues nos cuestiona la premisa de que la vida es un «juego
    de suma cero» donde para que yo gane alguien tiene que
    perder. Cuando establecemos el balance entre nuestros objetivos y
    los objetivos de los demás podemos lograr el bien
    común. Cuando nuestra determinación se balancea con
    la consideración para con los demás, estamos
    sentando las bases para la convivencia y la equidad entre los
    seres humanos.

    Buscar comprender primero y después
    ser comprendido
    es la esencia del respeto a los
    demás. La necesidad que tenemos de ser entendidos es uno
    de los sentimientos más intensos de todos los seres
    humanos. Este hábito es la clave de las relaciones humanas
    efectivas y posibilita llegar a acuerdos de tipo
    ganar/ganar.

    Sinergizar es el resultado de cultivar
    la habilidad y la actitud de valorar la diversidad. La
    síntesis de ideas divergentes produce ideas mejores y
    superiores a las ideas individuales. El logro de trabajo en
    equipo y la innovación son el resultado de este
    hábito.

    Afilar la sierra es usar la capacidad
    que tenemos para renovar nos física, mental y
    espiritualmente. Es lo que nos permite establecer un balance
    entre todas las dimensiones de nuestro ser, a fin de ser
    efectivos en los diferentes papeles (roles) que
    desempeñamos en nuestras vidas.

    • Las personas con
    hábitos de efectividad son las piedras angulares para
    formar organizaciones altamente efectivas. Es por esta
    razón que el desarrollo de estos hábitos en el
    nivel personal constituye la base para la efectividad
    organizacional.

    Una organización constituida por personas que
    practican los Siete Hábitos cobra las siguientes
    características:

    1. Selecciona proactivamente su rumbo
    estratégico.

    2. La misión de la organización
    está integrada en la mente y los corazones de las personas
    que forman parte de la empresa.

    3. El personal está facultado para
    prevenir y/o corregir los problemas en su origen.

    4. Las actividades y los comportamientos del tipo
    ganar/ganar están sustentados por sistemas alineados con
    la misión organizacional.

    5. Se cuenta con sistemas de información para
    mantenerse al tanto de las necesidades y los puntos de vista de
    empleados, clientes, proveedores, accionistas y la comunidad
    donde operan.

    6. Se propicia el intercambio de información y la
    cooperación entre los diferentes departamentos y/o
    unidades de la empresa.

    7. Se hacen inversiones para renovar la
    empresa en cuatro dimensiones fundamentales:

    Dimensión
    física.
    Se reinvierte en las personas, las
    instalaciones y la tecnología.

    Dimensión espiritual. Se
    reafirma constantemente el compromiso con los valores y
    principios que rigen la empresa. Se renueva la misión de
    ser necesario.

    Dimensión
    intelectual.
    Continuamente se invierte en
    capacitación y desarrollo personal y
    profesional.

    Dimensión social. Se hacen
    depósitos frecuentes en la cuenta de banco emocional de
    todos los protagonistas clave de la empresa: empleados, clientes,
    accionistas, proveedores, miembros de la comunidad,
    etcétera.

    Estas características son, sin duda alguna, los
    atributos necesarios para que las organizaciones humanas sean
    exitosas en el siglo XXI. Comencemos la tarea.

    TOM MORELL

    I

    PARADIGMAS Y
    PRINCIPIOS

    De adentro hacia
    fuera

    No hay en todo el mundo un triunfo
    verdadero que pueda separarse de la dignidad en el
    vivir.

    DAVID STARR JORDÁN

    Durante más de veinticinco años de trabajo
    con la gente en empresas, en la universidad y en contextos
    matrimoniales y familiares, he estado en contacto con muchos
    individuos que han logrado un grado increíble de
    éxito extremo, pero han terminado luchando con su ansia
    interior, con una profunda necesidad de congruencia y efectividad
    personal, y de relaciones sanas y adultas con otras
    personas.

    Sospecho que algunos de los problemas que compartieron
    conmigo pueden resultarles familiares al lector.

    En mi carrera me he planteado metas que siempre he
    alcanzado y ahora gozo de un éxito profesional
    extraordinario, pero al precio de mi vida personal y familiar. Ya
    no conozco a mi mujer ni a mis hijos. Ni siquiera estoy seguro de
    conocerme a mí mismo, ni de saber lo que me importa
    realmente. He tenido que preguntarme:

    ¿Vale la pena?

    He iniciado una nueva dieta (por quinta vez en este
    año). Sé que peso demasiado, y realmente quiero
    cambiar. Leo toda la información nueva sobre este
    problema, me fijo metas, me mentalizo con una actitud positiva y
    me digo que puedo hacerlo. Pero no puedo. Al cabo de unas
    semanas, me derrumbo. Simplemente parece que no puedo mantener
    una promesa que me haga a mí mismo.

    He asistido a un curso tras otro sobre
    dirección de empresas. Espero mucho de mis empleados y me
    empeño en ser amistoso con ellos y en tratarlos con
    corrección. Pero no siento que me sean leales en absoluto.
    Creo que, si por un día me quedara enfermo en casa,
    pasarían la mayor parte del tiempo charlando en los
    pasillos. ¿Por qué no consigo que sean
    independientes y responsables, o encontrar empleados con esas
    características?

    Mi hijo adolescente es rebelde y se
    droga. Nunca me escucha. ¿Qué puedo
    hacer?

    Hay mucho que hacer y nunca tengo el tiempo
    suficiente. Me siento presionado y acosado todo el día,
    todos los días, siete días por semana. He asistido
    a seminarios de control del tiempo y he intentado una media
    docena de diferentes sistemas de planificación. Me han
    ayudado algo, pero todavía no siento estar llevando la
    vida feliz, productiva y tranquila que quiero
    vivir.

    Quiero enseñarles a mis hijos el valor del
    trabajo. Pero para conseguir que hagan algo, tengo que supervisar
    cada uno de sus movimientos… y aguantar que se quejen cada vez
    que dan un paso. Me resulta mucho más fácil hacerlo
    yo mismo. ¿Por qué no pueden estos chicos hacer su
    trabajo animosamente y sin que nadie tenga que
    recordárselo?

    Estoy ocupado, realmente ocupado. Pero a veces me
    pregunto si lo que estoy haciendo a la larga tendrá
    algún valor. Realmente me gustaría creer que mi
    vida ha tenido sentido, que de algún modo las cosas han
    sido distintas porque yo he estado aquí.

    Veo a mis amigos o parientes lograr algún
    tipo de éxito o ser objeto de algún reconocimiento,
    y sonrío y los felicito con entusiasmo. Pero por dentro me
    carcome la envidia. ¿Por qué siento
    esto?

    Tengo una personalidad fuerte. Sé que en casi
    todos mis intercambios puedo controlar el resultado. Casi siempre
    incluso puedo hacerlo influyendo en los otros para que lleguen a
    la solución que yo quiero. Reflexiono en todas las
    situaciones y realmente siento que las ideas a las que llego son
    por lo general las mejores para todos. Pero me siento
    incómodo. Me pregunto siempre qué es lo que las
    otras personas piensan realmente de mí y mis
    ideas.

    Mi matrimonio se ha derrumbado. No nos peleamos ni
    nada por el estilo; simplemente ya no nos amamos. Hemos buscado
    asesora-miento psicológico, hemos intentado algunas cosas,
    pero no podemos volver a revivir nuestros antiguos
    sentimientos.

    Estos son problemas profundos y penosos, problemas que
    un enfoque de arreglos transitorios no puede resolver.

    Hace unos años, mi esposa Sandra y yo nos
    enfrentábamos con una preocupación de este tipo.
    Uno de nuestros hijos pasaba por un mal momento en la escuela. Le
    iba fatal con el aprendizaje, ni siquiera sabía seguir las
    instrucciones de los tests, por no hablar ya de obtener buenas
    puntuaciones. Era socialmente inmaduro, y solía
    avergonzarnos a quienes estábamos más cerca de
    él. Físicamente era pequeño, delgado, y
    carecía de coordinación (por ejemplo, en el
    béisbol bateaba al aire, incluso antes de que le hubieran
    arrojado la pelota). Los otros, incluso sus hermanos, se
    reían de él.

    A Sandra y a mí nos obsesionaba el deseo de
    ayudarlo. Nos parecía que si el «éxito»
    era importante en algún sector de la vida, en nuestro
    papel como padres su importancia era suprema. De modo que
    vigilamos cuidadosamente nuestras actitudes y conducta con
    respecto a él, y tratamos de examinar las suyas propias.
    Procuramos mentalizarlo usando técnicas de actitud
    positiva. «¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes
    hacerlo! Nosotros sabemos que puedes. Toma el bate un poco
    más arriba y mantén los ojos en la pelota. No
    batees hasta que esté cerca de ti.» Y si se
    desenvolvía un poco mejor, no escatimábamos elogios
    para reforzar su autoestima.

    «Así se hace, hijo, no te
    rindas.»

    Cuando los otros se reían, nosotros nos
    enfrentábamos con ellos. «Déjenlo en paz.
    Dejen de presionarlo. Está aprendiendo.» Y nuestro
    hijo lloraba e insistía en que nunca sería nada
    bueno y en que de todos modos el béisbol no le
    gustaba.

    Nada de lo que hacíamos daba resultado, y
    estábamos realmente preocupados. Advertíamos los
    efectos que esto tenía en la autoestima del niño.
    Tratamos de animarlo, de ser útiles y positivos, pero
    después de repetidos fracasos finalmente hicimos un alto e
    intentamos contemplar la situación desde un nivel
    diferente.

    En ese momento de mi trabajo profesional yo estaba
    ocupado con un proyecto de desarrollo del liderazgo con diversos
    clientes de todo el país. En este sentido preparaba
    programas bimensuales sobre el tema de la comunicación y
    la percepción para los participantes en el Programa de
    Desarrollo para Ejecutivos de la IBM.

    Mientras investigaba y preparaba esas exposiciones,
    empezó a interesarme en particular el modo en que las
    percepciones se forman y gobiernan nuestra manera de ver las
    cosas y comportarnos. Esto me llevó a estudiar las
    expectativas y las profecías de autocumplimiento o
    «efecto Pigmalión», y a comprender lo
    profundamente enraizadas que están nuestras percepciones.
    Me enseñó que debemos examinar el cristal o la
    lente a través de los cuales vemos el mundo tanto como el
    mundo que vemos, y que ese cristal da forma a nuestra
    interpretación del mundo.

    Cuando Sandra y yo hablamos sobre los conceptos que
    estaba enseñando en la IBM, y acerca de nuestra propia
    situación, empezamos a comprender que lo que
    hacíamos para ayudar a nuestro hijo no estaba de acuerdo
    con el modo en que realmente lo veíamos. Al
    examinar con toda honestidad nuestros sentimientos más
    profundos, nos dimos cuenta de que nuestra percepción era
    que el chico padecía una inadecuación
    básica; de algún modo, un «retraso».
    Por más que hubiéramos trabajado nuestra actitud y
    conducta, nuestros esfuerzos habrían sido ineficaces
    porque, a pesar de nuestras acciones y palabras, lo que en
    realidad le estábamos comunicando era: «No eres
    capaz. Alguien tiene que protegerte».

    Empezamos a comprender que, si
    queríamos cambiar la situación, debíamos
    cambiar nosotros mismos. Y que para poder cambiar
    nosotros efectivamente, debíamos primero cambiar nuestras
    percepciones.

    La personalidad y
    la
    ética del carácter

    Al mismo tiempo, además de mi
    investigación sobre la percepción, me encontraba
    profundamente inmerso en un estudio sobre los libros acerca del
    éxito publicados en los Estados Unidos desde 1776. Estaba
    leyendo u hojeando literalmente millares de libros,
    artículos y ensayos, de campos tales como el
    autoperfeccionamiento, la psicología popular y la
    autoayuda. Tenía en mis manos la suma y sustancia de lo
    que un pueblo libre y democrático consideraba las claves
    de una vida exitosa.

    Mi estudio me llevó a rastrear doscientos
    años de escritos sobre el éxito, y en su contenido
    advertí la aparición de una pauta sorprendente. A
    causa de mi propio y profundo dolor, y de dolores análogos
    que había visto en las vidas y relaciones de muchas
    personas con las que había trabajado a lo largo de los
    años, empecé a sentir cada vez más que gran
    parte de la literatura sobre el éxito de los
    últimos cincuenta años era superficial. Estaba
    llena de obsesión por la imagen, las técnicas y los
    arreglos transitorios de tipo social (parches y aspirinas
    sociales) para solucionar problemas agudos (que a veces incluso
    parecían solucionar temporalmente) pero dejaban intactos
    los problemas crónicos subyacentes, que empeoraban y
    reaparecían una y otra vez.

    En total contraste, casi todos los libros de más
    o menos los primeros ciento cincuenta años se centraban en
    lo que podría denominarse la «ética del
    carácter» como cimiento del éxito: en cosas
    tales como la integridad, la humildad, la fidelidad, la mesura,
    el valor, la justicia, la paciencia, el esfuerzo, la simplicidad,
    la modestia y la «regla de oro». La
    autobiografía de Benjamín Franklin es
    representativa de esa literatura. Se trata, básicamente,
    de la descripción de los esfuerzos de un hombre tendentes
    a integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y
    hábitos.

    La ética del carácter enseñaba que
    existen principios básicos para vivir con efectividad, y
    que las personas sólo pueden experimentar un verdadero
    éxito y una felicidad duradera cuando aprenden esos
    principios y los integran en su carácter
    básico.

    Pero poco después de la Primera Guerra Mundial la
    concepción básica del éxito pasó de
    la ética del carácter a lo que podría
    llamarse la «ética de la personalidad». El
    éxito pasó a ser más una función de
    la personalidad, de la imagen pública, de las actitudes y
    las conductas, habilidades y técnicas que hacen funcionar
    los procesos de la interacción humana. La ética de
    la personalidad, en lo esencial, tomó dos sendas: una, la
    de las técnicas de relaciones públicas y humanas, y
    otra, la actitud mental positiva (AMP). Algo de esta
    filosofía se expresaba en máximas inspiradoras y a
    veces válidas, como por ejemplo «Tu actitud
    determina tu altitud», «La sonrisa hace más
    amigos que el entrecejo fruncido» y «La mente humana
    puede lograr todo lo que concibe y cree».

    Otras partes del enfoque basado en la personalidad eran
    claramente manipuladoras, incluso falaces; animaban a usar
    ciertas técnicas para conseguir gustar a las demás
    personas, o a fingir interés por los intereses de los
    otros para obtener de ellos lo que uno quisiera, o a usar el
    «aspecto poderoso», o a intimidar a la gente para
    desviarla de su camino en la vida.

    Parte de esa literatura reconocía que el
    carácter es un elemento del éxito, pero
    tendía a compartimentalizarlo, y no a atribuirle
    condiciones fundacionales y catalizadoras. La referencia a la
    ética del carácter se hacía en lo esencial
    de una manera superficial; la verdad residía en
    técnicas transitorias de influencia, estrategias de poder,
    habilidad para la comunicación y actitudes
    positivas.

    Empecé a comprender que esta ética de la
    personalidad era la fuente subconsciente de las soluciones que
    Sandra y yo estábamos tratando de utilizar con nuestro
    hijo. Al pensar más profundamente sobre la diferencia
    entre las éticas de la personalidad y del carácter,
    me di cuenta de que Sandra y yo habíamos estado obteniendo
    beneficios sociales de la buena conducta de nuestros hijos, y,
    según esto, uno de ellos simplemente no estaba a la altura
    de nuestras expectativas. Nuestra imagen de nosotros
    mismos y nuestro rol como padres buenos y cariñosos eran
    incluso más profundos que nuestra imagen del
    niño, y tal vez influían en ella. El modo en
    que veíamos
    y manejábamos el problema
    implicaba mucho más que nuestra preocupación por el
    bienestar de nuestro hijo.

    Cuando Sandra y yo hablamos, tomamos dolorosamente
    conciencia de la poderosa influencia que ejercían nuestro
    carácter, nuestros motivos y nuestra percepción del
    niño. Sabíamos que la comparación social
    como motivación no estaba de acuerdo con nuestros valores
    más profundos y podía conducir a un amor
    condicionado y finalmente reducir el sentido de los propios
    méritos de nuestro hijo. De modo que decidimos centrar
    nuestros esfuerzos en nosotros mismos, no en nuestras
    técnicas sino en nuestras motivaciones más
    profundas y en nuestra percepción del niño. En
    lugar de tratar de cambiarlo a él, procuramos apartarnos
    —tomar distancia respecto de él— y esforzarnos
    por percibir su identidad, su individualidad, su condición
    independiente y su valor personal.

    Gracias a esta profundización en nuestros
    pensamientos y al ejercicio de la fe y la plegaria, empezamos a
    ver a nuestro hijo en los términos de su propia
    singularidad. Vimos dentro de él capas y
    más capas de potencial que iban a dar sus frutos con su
    propio ritmo y velocidad. Decidimos relajarnos y apartarnos de su
    camino, permitir que emergiera su propia personalidad.
    Vimos que nuestro rol natural consistía en
    afirmarlo, disfrutarlo y valorarlo. También elaboramos
    conscientemente nuestros motivos y cultivamos las fuentes
    interiores de seguridad con el fin de que nuestros sentimientos
    acerca del propio mérito no dependieran de la
    conducta «aceptable» de nuestros
    hijos.

    Cuando nos deshicimos de nuestra antigua
    percepción del niño y desarrollamos motivos basados
    en valores, empezaron a surgir nuevos sentimientos. Nos
    encontramos disfrutando de él, en lugar de compararlo o
    juzgarlo. Dejamos de tratar de hacer con él un duplicado
    de nuestra propia imagen o de medirlo en comparación con
    ciertas expectativas sociales. Dejamos de manipularlo amable y
    positivamente para que se adecuara a un molde social aceptable.
    Como lo considerábamos fundamentalmente apto y capaz de
    afrontar con éxito la vida, dejamos de protegerlo cuando
    sus hermanos y otros pretendían ridiculizarlo.

    Había sido educado a la sombra de esa
    protección, de modo que atravesó algunas etapas
    dolorosas, que él expresó a su manera y que
    nosotros aceptamos, pero a las que no siempre respondimos.
    «No necesitamos protegerte —era el mensaje
    tácito—. Básicamente, puedes valerte por ti
    mismo.»

    A medida que pasaban semanas y meses, fue
    desarrollándose en él una tranquila confianza; se
    estaba afirmando a sí mismo. Maduraba según su
    propio ritmo y velocidad. Empezó a sobresalir
    rápida y bruscamente, en comparación con criterios
    sociales —académicos, sociales y
    atléticos—, yendo mucho más allá del
    llamado proceso natural de desarrollo. Con el paso de los
    años, lo eligieron varias veces líder de grupos
    estudiantiles, se convirtió en un verdadero atleta y
    traía a casa las notas más altas. Desarrolló
    una personalidad atractiva y franca que ahora le permite
    relacionarse tranquilamente con todo tipo de personas.

    Sandra y yo creíamos que los logros
    «socialmente impresionantes» de nuestro hijo era una
    expresión accesoria de los sentimientos que experimentaba
    respecto de sí mismo más que una mera respuesta a
    las recompensas sociales. Ésta fue una experiencia
    sorprendente para Sandra y para mí, muy instructiva en el
    trato con nuestros otros hijos, y también en otros roles.
    Nos hizo tomar conciencia, en un nivel muy personal, de la
    diferencia vital que existe entre la ética de la
    personalidad y la ética del carácter. Los salmos
    expresan a la perfección nuestra convicción:
    «Busca tu propio corazón con diligencia pues de
    él fluyen las fuentes de la vida».

    «Grandeza» primaria y
    secundaria

    Mi experiencia con mi hijo, mi estudio sobre la
    percepción y la lectura de los libros acerca del
    éxito se fusionaron para dar lugar a una de esas
    experiencias tipo «¡Eureka!», en las que de
    pronto se sitúan correctamente todas las piezas del
    rompecabezas. Súbitamente advertí el poderoso
    efecto de la ética de la personalidad, y comprendí
    con claridad esas discrepancias sutiles, a menudo no
    identificadas conscientemente, entre lo que yo sabía que
    era cierto (algunas cosas que me habían enseñado
    muchos años antes, de niño, y otras profundamente
    arraigadas en mi propio sentido interior de los valores) y las
    filosofías de arreglo transitorio que encontraba a mi
    alrededor día tras día. En un nivel más
    profundo entendí por qué, mientras trabajaba
    durante años con personas de todas las condiciones,
    había descubierto que las cosas que enseñaba y
    sabía que eran efectivas a menudo diferían de esas
    voces populares.

    No pretendo decir que los elementos de la ética
    de la personalidad (desarrollo de la personalidad, habilidades
    para la comunicación, estrategias de influencia
    pensamiento positivo) no sean beneficiosos y algunas veces de
    hecho esenciales para el éxito. Sé que lo son. Pero
    se trata de rasgos secundarios, no primarios. Tal vez, al
    utilizar nuestra capacidad humana para construir sobre los
    cimientos que nos han legado las generaciones que nos
    precedieron, inadvertidamente nos centremos tanto en nuestra
    propia construcción que olvidemos los fundamentos que la
    sustentan, o bien, al cosechar un campo donde hace tanto tiempo
    que no sembramos, tal vez perdamos de vista la necesidad de
    sembrar.

    Cuando trato de usar estrategias de influencia y
    tácticas para conseguir que los otros hagan lo que yo
    quiero, que trabajen mejor, que se sientan más motivados,
    que yo les agrade y se gusten entre ellos, nunca podré
    tener éxito a largo plazo si mi carácter es
    fundamentalmente imperfecto, y está marcado por la
    duplicidad y la falta de sinceridad. Mi duplicidad
    alimentará la desconfianza, y todo lo que yo haga (incluso
    aplicando buenas técnicas de «relaciones
    humanas») se percibirá como manipulador. No importa
    que la retórica o las in- tenciones sean buenas; si no hay
    confianza o hay muy poca, faltarán bases para el
    éxito permanente. Solamente una bondad básica puede
    dar vida a la técnica.

    Centrar la atención en la
    técnica es como estudiar en el último momento,
    sólo para el examen. Uno a veces acaba
    arreglándoselas, o incluso puede obtener buenas notas,
    pero si queremos lograr realmente el dominio de las materias o
    desarrollar una mente culta, lo que hay que hacer es esforzarse
    honestamente día tras día.

    ¿Alguna vez ha considerado el lector lo
    ridículo que sería tratar de improvisar en una
    explotación agrícola? Por ejemplo, olvidarse de
    sembrar en primavera, haraganear todo el verano y darse prisa en
    otoño para recoger la cosecha. El campo es un sistema
    natural.

    Uno hace el esfuerzo y el proceso sigue.
    Siempre se cosecha lo que se siembra; no hay ningún
    atajo.

    En última instancia, el principio es igualmente
    válido para la conducta y las relaciones humanas.
    También se trata de sistemas naturales basados en la ley
    de la cosecha. A corto plazo, en un sistema social artificial
    como es la escuela, uno puede arreglárselas si aprende a
    manipular reglas creadas por el hombre, a «jugar el
    juego». En la mayoría de las interacciones humanas
    breves, se puede utilizar la ética de la personalidad para
    salir del paso y producir impresiones favorables mediante el
    encanto y la habilidad, fingiendo interesarse en los
    hobbies de las otras personas. Hay técnicas
    rápidas y fáciles que pueden dar resultado en
    situaciones a corto plazo. Pero los rasgos secundarios en
    sí mismos no tienen ningún valor permanente en
    relaciones a largo plazo. Finalmente, si no hay una integridad
    profunda y una fuerza fundamental del carácter, los
    desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos
    motivos, y el fracaso de las relaciones humanas reemplaza al
    éxito a corto plazo.

    Muchas personas con «grandeza» secundaria
    —es decir, con reconocimiento social de sus talentos—
    carecen de «grandeza» primaria o de bondad en su
    carácter. Un poco antes o un poco después, esto se
    advertirá en todas sus relaciones prolongadas, sea con un
    socio en los negocios, con el cónyuge, con un amigo o con
    un hijo adolescente que pasa por una crisis de identidad. Es el
    carácter lo que se comunica con la mayor elocuencia. Como
    dijo Emerson: «Me gritas tan fuerte en los oídos que
    no puedo oír lo que me dices».

    Desde luego, hay situaciones en las que las personas
    tienen fuerza de carácter pero les falta habilidad para la
    comunicación, y ello sin duda afecta también la
    calidad de las relaciones. Pero los efectos siguen siendo
    secundarios.

    En último término, lo que somos puede
    transmitirse con una elocuencia mucho mayor que cualquier cosa
    que digamos o hagamos.

    Todos lo sabemos. Hay personas en las que tenemos una
    confianza absoluta porque conocemos su carácter. Sean
    elocuentes o no, apliquen o no técnicas de relaciones
    humanas, confiamos en ellas, y trabajamos productivamente con
    ellas.

    Según William George Jordán: «En las
    manos de todo individuo está depositado un maravilloso
    poder para el bien o el mal, la silenciosa, inconsciente,
    invisible influencia de su vida. Ésta es simplemente la
    emanación constante de lo que el hombre es en realidad, no
    de lo que finge ser».

    El poder de un
    paradigma

    Los «siete hábitos» de las personas
    altamente efectivas materializan muchos de los principios
    fundamentales de la efectividad humana. Esos hábitos son
    básicos y primarios. Representan la internalización
    de principios correctos que cimientan la felicidad y el
    éxito duraderos.

    Pero antes de que podamos comprenderlos
    realmente, tenemos que entender nuestros propios
    «paradigmas» y saber cómo realizar un
    «cambio de paradigma».

    Tanto la ética del carácter como la
    ética de la personalidad son ejemplos de paradigmas
    sociales. La palabra paradigma proviene del griego. Fue
    originalmente un término científico, y en la
    actualidad se emplea por lo general con el sentido de modelo,
    teoría, percepción, supuesto o marco de referencia.
    En el sentido más general, es el modo en que
    «vemos» el mundo, no en los términos de
    nuestro sentido de la vista, sino como percepción,
    comprensión, interpretación.

    Un modo simple de pensar los paradigmas, que se adecua a
    nuestros fines, consiste en considerarlos mapas. Todos sabemos
    que «el mapa no es el territorio». Un mapa es
    simplemente una explicación de ciertos aspectos de un
    territorio. Un paradigma es exactamente eso. Es una
    teoría, una explicación o un modelo de alguna otra
    cosa.

    Supongamos que uno quiere llegar a un lugar
    específico del centro de Chicago. Un plano de la ciudad
    puede ser de gran ayuda. Pero supongamos también que se
    nos ha entregado un mapa equivocado. En virtud de un error de
    imprenta, el plano que lleva la inscripción de
    «Chicago» es en realidad un plano de
    Detroit.

    ¿Puede imaginar el lector la
    frustración y la inefectividad con las que
    tropezará al tratar de llegar a su destino?

    Se puede entonces trabajar sobre la propia
    conducta: poner más empeño, ser más
    diligente, duplicar la velocidad. Pero nuestros esfuerzos
    sólo lograrán conducirnos más rápido
    al lugar erróneo.

    Uno puede asimismo trabajar sobre su actitud:
    pensar más positivamente acerca de lo que intenta. De este
    modo tampoco se llegaría al lugar correcto, pero es
    posible que a uno no le importe. La actitud puede ser tan
    positiva que uno se sienta feliz en cualquier parte.

    Pero la cuestión es que nos hemos perdido. El
    problema fundamental no tiene nada que ver con la actitud o la
    conducta. Está totalmente relacionado con el hecho de que
    el nuestro es un plano equivocado.

    Si tenemos el plano correcto de Chicago,
    entonces el empeño y el esfuerzo que empleemos es
    importante, y cuando se encuentran obstáculos frustrantes
    en el camino, entonces la actitud puede determinar una
    diferencia real. Pero el primero y más importante
    requerimiento es la precisión del plano.

    Todos tenemos muchos mapas en la cabeza, que pueden
    clasificarse en dos categorías principales: mapas del
    modo en que son las cosas, o realidades, y
    mapas del modo en que deberían ser, o
    valores. Con esos mapas mentales interpretamos todo lo
    que experimentamos. Pocas veces cuestionamos su exactitud; por lo
    general ni siquiera tenemos conciencia de que existen.
    Simplemente damos por sentado que el modo en que vemos
    las cosas corresponde a lo que realmente son o a lo que
    deberían ser.

    Estos supuestos dan origen a nuestras actitudes y a
    nuestra conducta. El modo en que vemos las cosas es la fuente del
    modo en que pensamos y del modo en que actuamos.

    Antes de seguir adelante, invito al lector a una
    experiencia intelectual y emocional. Observemos durante algunos
    segundos el dibujo de la página 16.

    Ahora mire la figura de la
    página 17 y describa cuidadosamente lo que
    ve.

    ¿Ve una mujer?
    ¿Cuántos años tiene? ¿Cómo es?
    ¿Qué lleva puesto? ¿En qué roles la
    ve?

    Es probable que describa a la mujer del segundo dibujo
    como una joven de unos veinticinco años, muy atractiva,
    vestida a la moda, con nariz pequeña y aspecto formal. Si
    usted es un soltero, le gustaría invitarla a salir. Si su
    negocio es la ropa femenina, tal vez la emplearía como
    modelo.

    Pero, ¿y si yo le dijera que está
    equivocado? ¿Qué pensaría si yo insistiera
    en que se trata de una mujer de 60 o 70 años, triste, con
    una gran nariz, y que no es en absoluto una modelo? Es el tipo de
    persona a la que usted probablemente ayudaría a cruzar la
    calle.

    ¿Quién tiene razón? Vuelva a mirar
    el dibujo. ¿Logra ver a la anciana? En caso contrario,
    persista. ¿No identifica su gran nariz ganchuda?
    ¿Su chal?

    Si usted y yo estuviéramos hablando frente a
    frente podríamos discutir el dibujo. Usted me
    describiría lo que ve, y yo podría hablarle de lo
    que veo por mi parte. Podríamos seguir
    comunicándonos hasta que usted me mostrara claramente lo
    que ve y yo le mostrara lo que veo.

    Como ése no es el caso, pase a la
    página 27 y examine esa otra figura.
    Vuelva a la anterior. ¿Puede ver ahora a la anciana? Es
    importante que lo haga antes de continuar leyendo.

    Descubrí este ejercicio hace muchos años
    en la Harvard Business School. El instructor lo usaba para
    demostrar con claridad y elocuencia que dos personas pueden mirar
    lo mismo, disentir, y sin embargo estar ambas en lo cierto. No se
    trata de lógica, sino de psicología.

    El instructor trajo un montón de láminas,
    en la mitad de las cuales estaba la imagen de la joven de la
    página 16 y en la otra mitad la de la
    anciana de la página 27. Entregó
    láminas de la joven a la mitad de la clase, y
    láminas de la anciana a la otra mitad. Nos pidió
    que las miráramos, que nos concentráramos en ellas
    durante unos diez segundos y que a continuación las
    devolviéramos. Entonces proyectó en una pantalla el
    dibujo de la página 36, que combina las otras dos
    imágenes, y nos pidió que describiéramos lo
    que veíamos. Casi todos los que habían observado
    antes la figura de la joven, también vieron a la joven en
    la pantalla. Y casi todos los que habían tenido en sus
    manos la lámina de la anciana, también veían
    a la anciana en la pantalla.

    El profesor pidió entonces a uno de nosotros que
    le explicara lo que veía a un estudiante de la otra mitad.
    En su diálogo, se irritaron al tropezar con problemas de
    comunicación.

    —¿Qué quieres decir con
    que es una anciana? ¡No puede tener más de veinte o
    veintidós años!

    — ¡Vamos! Debes de estar
    bromeando. ¡Tiene setenta años, podría tener
    cerca de ochenta!

    — ¿Qué te pasa? ¿Estás
    ciego? Es una mujer joven, y muy guapa, me gustaría salir
    con ella. Es encantadora.

    — ¿Encantadora? Es una vieja
    bruja.

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