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Antología de poesía cubana. Cuba y la noche (página 4)




Enviado por Orlando Desiré



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que escude de mis restos el sagrario

ningún otro epitafio que mi nombre.

LUNA DE ARRABAL

Sube ahora mismo, con cierta idiotez de sueño,

y su mal humor los grumos quiebra;

está congestionada, y tiene duro el ceño

por la ginebra.

Los borrachos festejan su presencia.

Es bestial la gente de Baco.

Le hacen la ofrenda de su insolencia

y la llenan de humo de tabaco.

Mas la luna de arrabal es una hetaira

que conoce el negocio nocturno;

a ninguno desaira

y en la roja nariz los besa por turno.

Todo el suburbio se alegra;

suenan carcajadas en los vericuetos;

la luna, comadre chismosa de la noche negra,

revela con gracia malignos secretos.

Sobre la plazuela toca un organillo

y parece la misma luna quien lo toca;

retreta lunática de misterioso brillo

que a la gente plebeya vuelve medio loca.

Pero dura bien poco esta alegría.

La luna, tal como una bruja, asciende

en su palo de escoba, y hasta tal lejanía

que su lueñe lenguaje ninguno abajo entiende.

Cada quisque busca entonces su escondrijo;

se cierran las puertas,

la policía disgrega el enredijo

de los curdas, y quedan las calles desiertas.

Sólo Pierrot, poeta lúgubre, sucio de harina y llanto

saca de su bandurria algún motivo fútil,

y aprovecha el momento para hacerle a la luna un nuevo canto

inútil.

SOL DE LOS HUMILDES

Todo el barrio pobre,

el meandro de callejas, charcas y tablados, de repente

se ha bañado en el cobre

del poniente.

Fulge como una prenda falsa el barrio bajo,

y son de óxido verde los polveros

que, al volver del trabajo,

alza el tropel de obreros.

El sol alarga este ocaso,

contento al ver las gentes, los perros y los chicos,

saludarle con cariño al paso,

y no con el desdén glacial de los suburbios ricos.

Y así el sátiro en celo

del sol, no ve pasar una chiquilla

sin que, haciendo de jovial abuelo

le abrase a besos la mejilla.

Y así a todos en el barrio deja un mimo:

a las moscas de estiércol, en la escama

al pantano, sobre el verde limo,

a la freidora, en la sartén que se inflama,

al vertedero, en los retales inmundos;

y acaba culebreando alegre el sol

en los negros torsos de los vagabundos

que juegan al base—ball.

Penetra en la cantina

buen bebedor, cuando en los vasos arde

la cerveza, y se inclina,

sobre nosotros, a beber la tarde.

Pero entonces comprende

que se ha retrasado,

y en la especie de fuga que emprende

se sube al tejado.

Un minuto, y adviene la hora de esplín,

la oración misteriosa y sin brillo,

y el nocturno, medroso violín

del grillo.

SUFRIMIENTO

Yo ni siquiera sé entonar cantos de amor. Ignoro el gesto de las antiguas amorosas, que levantaban los brazos hacia Afrodita, llenas de deseo, de gratitud y de entusiasmo. Pertenezco a una edad que sufre demasiado.

El amor no es para mí sino un esfuerzo largo y doloroso. Aun en los breves instantes de triunfo, de coraje, de exaltación creadora, el fondo de mi felicidad es un inmenso sufrimiento.

Por eso no sé entonar cantos de amor. A los pies del amado, o sobre el lecho grávido, o en la ausencia loca de recuerdos y de ansiedades, en todas las horas de la melodía, en el minuto preciso del canto, yo no hago sino enmudecer, profundamente, enmudecer desesperadamente, como quien se formula una pregunta a la que nunca podrá hallar contestación.

CREPÚSCULOS DEFORMES

A las cinco en punto nos servimos el éter en la casita de suburbio. Concurrimos asiduamente al fine o"clock violentos ella y yo. Hay siempre lujo de invitados: una guitarra, un perro de presa y el viento del mar. Esta tarde he dejado sobre la mesa, al entrar, un paquete de sobre recién rasgados. La mujer los ha mirado, me ha mirado, y yo me he encogido de hombros. Sin embargo, estoy cargado de acusaciones; siento la frente pesada y vacilante. Acabo de preguntarme si en realidad soy un hombre honrado, y no hay daño para la conciencia en ese simple grito. Pero he terminado por echarme a reír, y eso nos ha tranquilizado a la mujer y a mí. Un puro temperamento de soñador no puede detenerse a analizar los aspectos del suceso cotidiano, por el peligro de la muerte. Necesita más bien vivir en cierto abandono instintivo, para evitar la grosería del suicidio. Para no morir poseo esta casita del arrabal, los brazos de esa mujer y algunos crepúsculos deformes. La vida tiene el deplorable efecto de ser perfectamente anodina. Pasado el minuto de la exaltación, lo demás es aburrido. Volverse loco durante unas horas es una liberación y una positiva conquista. Y esta mujer perniciosa —yo las busco completamente pervertidas y sabias en la ciencia del mal— me ha comprendido mejor y me complace más que los que me aman en realidad, porque lo fausto o infausto de mi destino es cosa que le preocupa escasamente. Que yo muriera en sus brazos sería una bella adquisición para su sensualidad ,y por ahora la divierte el espectáculo de la locura. Hay una picante voluptuosidad para las conciencias pulcras, y es la que consiste en degradarse. El suburbio miserable y los torpes crepúsculos sensoriales son abismos a los que desciendo, ave de las cumbres, con alegrías de reptil. Los aplausos de los hombres y la conciencia de mi personalidad ante ellos, no me han dado nunca placeres más intensos que este rincón en el que soy desconocido y en el que no podrán ser admirados sino mis vicios. Ahora mismo el techo pobre que separa mi lecho del cielo, y los fragmentos de mar azul y de naturaleza salvaje que miro por un chato postigo, no son más prodigiosos ni más sin interés que mi cigarro. Todo tiene líneas tan firmes, que evidentemente todo es limitado y sin más allá. En medio de las cosas sucintas, mi conciencia se reconoce sabia y potente; no cree que nada escape a su percepción ni a sus fines. A esta tranquilidad se mezcla luego la suma necesaria de exaltación para que me considere por encima de los hombres y su jefe y su maestro fatal. Salgo de cada uno de estos atardeceres más tenaz , más rico y más soberbio. Los instantes de acopiamiento no son, sin embargo, libres de vicisitudes. La mujer canta canciones glebales, mientras yo pienso, y su guitarra pone comentarios bárbaros a mis pensamientos más nobles. Impulsos que desconozco, fuerzas ciegas y rudimentarias, emociones que no sospechaba en mí, me hacen un hombre más profundo y brutal que el que soy. Me sobresaltan los suntuosos elementos de violencia que se precipitan en mi espíritu. Querida, ¿estás a mi lado? Querida, ¿eres solamente una mujer? Siento desconfianza de aquella sin la cual me sentiría perdido. Temo que no pueda refrenar las fuerzas que desencadena. Y refugio la frente, amparo la frente en la almohada; se reduce un poco el mundo de párpados adentro; se aleja un poco la vida. En la hora de síntesis, todos los conflictos no son sino momentos, y la vida no es sino un momento muy largo. Transcurridos los instantes, no persiste sino el recuerdo, y el recuerdo es sólo un deseo. Probar de cuánto soy capaz sería bien sencillo, pero no menos inútil. Hay jerarquías. ¿Para qué está mi vida por encima de las otras vidas, sino para imponer sus designios sin explicarlos, imponer sumisión y jamás someterse? Probar su virtud de otro modo que actuando es demasiado enojoso para un hombre superior. ¿Tú misma, querida, serías capaz de juzgarme? ¿Quién en la tierra será bastante audaz para juzgarme? ¿Quién será bastante sabio y mezquino para juzgarme después de la tierra? El amargo problema de mí mismo, ¿puede ser clasificado por nadie, si no lo ha sido por mí, que soy el propio problema? La mujer parece asustada de las interrogaciones y me abraza. Ella sabe que un abrazo es una respuesta; que dos pechos unidos son una verdad adquirida. Y mi sangre y mi espíritu, agitados, se precipitan en el abrazo, con vehemencia. Quieren el gozo, y todo goce quiere crear. ¡Breve el minuto, y conminatorio! Sin embargo, el vientre es estéril; todos mis vientres son estériles. La mujer ríe de que yo busque algo más. Ríe de ese tropel de palabras ansiosas que yo llamo ideas: ella no conoce sino estremecimientos sin palabras: "¡Mí pobre loco, mi pobre niño!" —dice. No sabe que mi mal consiste en ser excesivamente un hombre. Yo miro al ocaso, más tarde, desde el patiecillo cercado de espinos, con los ojos letárgicos. La mujer, sentada junto a mí, no habla. Por ningún concepto se arriesgaría a hablar. Sabe lo que me importa su silencio, en el instante de calma posterior a la fiebre, cuando mis ojos abiertos exigen, de la vida que muere, en la tarde vencida, toda la verdad. Un instante aún, le digo, y todo habrá pasado. Sólo un poco de sol, un poco de luz para el punto de sombra fuera, para este solo, pequeño, breve, cruel punto de sombra en el pensamiento. Y no dejes de besarme todavía, el beso es el gozo y todo goce quiere crear. Y no dejes que se ponga el sol todavía; la luz es cierta, y todo lo cierto quiere crear. El perro de presa levanta la cabeza y otea el viento del mar, para saber.

EL HASTIO

Ronda la bacanal en torno mío,

y yo miro lo obsceno de la fiesta,

con el aire elegante que me presta

la pura aristocracia del hastío.

Festejos de lascivia y de bravío

ultraje, tan cansada estoy de esta

violencia, que ya apenas si me resta

un sopor que prestigia el gesto frío.

La orquesta gime quejas mujer

neurótica. Mas de mi boutoniere

ya he desprendido el terebinto loco,

fragante de la droga fina y rara

que me aniquila dulcemente, para

que pueda el corazón morir un poco.

MARIANO BRULL

Camaguey, 1891 -La Habana, 1956.

Obra poética: La casa del silencio (1916); Quelques poémes (1926) ; Poemas en menguante (1928) ; Canto redondo (1934); Poémes (1939) ; Solo de rosa (1941); Temps en peine. Tiempo en pena (1950) ; Rien que… (Nada más que…) (1954).

TIEMPO EN PENA

Yo estaba dentro y fuera, -en lo mirado-

de un lado y otro el tiempo se divide,

y el péndulo no alcanza, en lo que mide,

ni el antes ni el después de lo alcanzado.

Mecido entre lo incierto y lo ignorado,

vuela el espacio que al espacio pide

detenerse en el punto en que coincide

cuanto es inesperado en loe esperado.

Por la orilla del mundo ronda en pena

el minuto fantasma: -último nido

de la ausencia tenaz que lo condena

a tiempo muerto aun antes de nacido-

mientras en torno, el péndulo encadena

el futuro a un presente siempre ido…

EPITAFIO DE LA ROSA

Rompo una rosa y no te encuentro.

Al viento, así, columnas deshojadas,

palacio de la rosa en ruinas.

Ahora –rosa imposible- empiezas:

por agujas de aire entretejida

al mar de la delicia intacta,

donde todas las rosas

-antes que rosa-

belleza son si cárcel de belleza.

II

¡Aspa de claridad, -vértigo-

que hace y rehace la distancia!

Cuando seas eternidad limpia,

luz de ahora,

salvada –entre cenizas de luces-

de ti misma voraz y tiempo nuevo:

retenida y vuelta a perder,

y otra vez en el aire, lúcida.

Cuando seas de ti misma:

sal diáfana de siempre ¡luz de ahora!

¡Cuándo –junto a mi muerte

transparencia,

sin velo de cristal diamante eterno!

III

Almendra –vestida y desvestida de silencio-

desnuda, removida de la espera

mil veces, total y recreada

en la ancha voz de los espejos miradores:

cielo interior, -víspera del azar-

difunto azul caído,

verdeapagado de luna,

sobre sus mismos hombros.

IV

¿Dónde la mano encendida

bajo el sin luz de la luz?

Red de espera, y sin espera

extendida a nueva ausencia:

pestaña del aire quieto

aprisionada sin filos,

reverso de una mirada

libre de toda presencia.

¡De qué ausencia consentida,

sin huella, mano presente

ilesa de consumirse!

DESNUDO

Su cuerpo razonaba en el espejo

vertebrado en imágenes distantes:

uno y múltiple, espeso, de reflejo

reverso ahora de inmediato antes.

Entraba de anterior huída al dejo

de sí mismo, en retornos palpitantes,

retenido, disperso, al entrecejo

de dos voces, dos ojos, dos instantes.

Toda su ausencia estaba –en su presencia-

dilatada hasta el próximo asidero

del comienzo inminente de otra ausencia:

rumbo incierto de espacio sin sendero

al inmóvil azar de su querencia,

¡estatua de su cuerpo venidero!

II

Si no me engaña este olor,

si no me mienten los colores,

los campos están en flor:

¡vamos a buscar amores!

Estela, escala de acento

en tímpanos de verdura:

melodía sin momento,

parálisis de hermosura.

Nudo del árbol que abraza

sólo de la flor latido,

albricias que el tronco enlaza

al júbilo azul del nido.

De agualimpio el cielo toca

verdelamido. Clamores.

¡Ala alucinada y loca

vamos a buscar amores!

III

Saltaba los granizos

con alegría de niño,

lustrosos de aire

y música de agua,

desnudos, con pie frío,

en la tierra aún tibia

recién soleada.

Roncos, freidores,

sobe los tejados,

campanilleantes

en os ventanales.

Támpanos y tímpano,

piedra y brasa,

calca y recalca

la lluvia que pasa.

JOSÉ ZACARÍAS TALLET

(Matanzas, 1893-La Habana, 1989)

Obra poética: La semilla estéril (1951); Vivo aún (1978); Poesía y Prosa (1979).

RELAPSO

Era mi antepasado un patarino

que a Dios honraba pío a su manera,

pero eso abominable crimen era

para los que trazaban el camino.

Acusado de vil luciferino

fue entregado a suasoria misionera

y amenazado con la quemadera.

El recantó con móvil anodino.

Salió guiñapo de entre las tenazas,

el borceguí, las cuerdas y las brasas;

y la pena pagó, con desahogo.

Mas, vieja historia. mi remoto abuelo

murió relapso en crepitante rogo;

y con zapato y todo se fue al cielo.

TARDE O TEMPRANO

Si no me parte un rayo, vendrá por fi el día

en que un buen matasano circunspecto,

arriesgará una negra profecía

monosilábica en un "no" discreto.

Y habrá ese día en toda la casa

profusión de querellas y lágrimas

que quizás se prolongue unas semanas.

No volveré a purgarme el alma

con mi lirismo chabacano,

ni a aliviar con jarabe de ensueño

el crónico mal del fracaso.

Ante el horror de no seguir mintiendo,

despertarán tal vez dormidos miedos

para sólo provecho de unos cuervos.

Demiurgo ruin, ejercerá a conciencia

la facultad fatal, por vez postrera,

de provocar en torno a mí la pena.

¡El pavor de los ojos que se quedan!

¡El pavor del minuto que se allega!

¡El pavor del pavor cuando se piensa!

Y el que busque de un dios el rastro,

hallará solamente, por acaso,

un montón de versos prosaicos.

EL ESFUERZO

Suena el despertador en la mañana.

Tras hora y media me levanto. Luego

mientras por despejar mi mente brego,

me sorprende la hora meridiana.

Libre del sueño, a mi pesar, me anego

en el mar de la vida cotidiana;

y en tanto por cruzarlo, en él se afana,

se extingue con el sol mi interno fuego.

Después la vesperal melancolía

los últimos residuos de energía

de mi agotada humanidad encierra.

Y finalmente llega la anhelada

noche, que el ciclo de mi esfuerzo cierra,

con igual resultado siempre: nada.

CONFESION TREINTEÑA

En la puerta de escape de mi año treinta

quiero echar una carga que me sofoca;

y aunque mostrando el paño baje la venta,

hoy no quiero ponerle tapa a mi boca.

Hago mi examen de conciencia,

me muevo a dolor de atrición

y, de mi orgullo con la anuencia,

doy comienzo a mi confesión.

Yo solamente soy un pobre diablo

que vive su existencia con el perenne afán

(legítimo y humano, desde luego)

de mantener

siempre encendido su farol;

y cuantas cosas escribo o hablo

van

(jugar con fuego)

encaminadas a obtener

que se confunda con el sol.

Y el incauto que se figura

que hay una sólida cultura

y formal desaliño por

"el horror de la literatura",

si hurga, hallará la tortura

del que se empeña, lucha y se cansa,

y notando que en derredor

hay ambiente, a la pose se lanza…

(Sin que Benengeli lo note

se ha deslizado Sancho Panza

en la armadura de Don Quijote).

Mas como sé que es un insulto

a la verdad

que mi propósito quede oculto

y a la justicia le rindo culto,

no pretendo la impunidad;

y pues si callo quedaré inulto,

arrojo este canto cargado

de absoluta sinceridad.

Sin negar que –bípedo honrado-

padecí de ensueño frustrado,

no quiero contar lo que hice

para volverlo realidad:

basta que apunte que quise

marchar a la cabeza y me quedé en la cola

haciendo el irrisorio papel del come bola.

Mas dejemos el tiempo pretérito

(fracaso es ausencia de mérito)

y con dicción impertinente

para molestia de la gente

vengamos a cosas de hogaño.

Puesto en humilde

voy

a confesar como yo soy

aunque de necio se me tilde.

Habla un número del rebaño.

Yo no soy grande ni soy chico,

yo no soy pobre ni soy rico,

no soy un búho ni un borrico,

ni Francisco ni Federico;

buen discípulo de Guizot,

mi historiador es Ingenieros.

La enorme hipertrofia del yo

es mi dolencia principal

—tal vez un bien en vez de un mal.

Entre Pacheco y Regüeiferos,

si me entregara a la política,

tendría un puesto de Don Tal.

Y es mi condición artrítica,

—al cabo soy un tropical.

Eso sí, a nadie remedo

(delirio de original)

y aunque señor del quiero y no puedo,

suelo en mi medio dar el bluff.

Quizá insistiendo, con paciencia,

al fin logre llegar o acaso,

me dé el probable batacazo…

(¿Porqué para mi impotencia

no habrá un segundo Vonoroff?).

Ahora bien, si por otro acaso,

(extraordinaria contingencia)

algún día la Gloria me esculpe

en bronce, montado en Pegaso,

es injusto que se me inculpe.

Finis: lo que pienso dije como un hombre,

y que se asombre quien se asombre.

No mendigo la absolución

ni hago propósito de enmienda:

y el que quiera entender que entienda

estos versos sin ton ni son.

Hoy,

de mi trigésimo primer año

en los confines

sumarizo mi confesión:

soy

un pobre diablo que tuvo antaño

(perdón, hermano Rubén Martínez

Villena), un poco de corazón.

ELEGIA DIFERENTE

A Carlos Riera, en la eternidad.

Carlos, mi amigo Carlos,

hoy hace varios años que te has muerto.

(Mi corazón se encoge

ante la persistencia tenaz de tu recuerdo).

Tú no has muerto del tifus ni la meningitis,

como dicen los médicos:

tú te has muerto de asco, de imposible o de tedio.

¡Qué bien te conocía, Carlos Riera!

¿Ves cómo confirmaste mi sospecha

de que harías algo de mucha trascendencia?

Algo en verdad que no era el libro árido

de aparentes verdades que estabas preparando

para endilgarnos

dentro de 20 o 25 años.

(¿Pretenderás, Pelona, que te demos las gracias

porque de su lectura nos libraste?).

Ya tanto fantaseabas

sobre cosas abstrusas

y mirabas tan poco hacia afuera,

que, descuidado, asiéndote la Intrusa,

te arrastró, compasiva, con ella

para calmar tu sed y tu impaciencia.

Ya estarás satisfecho,

pues sabes lo que ignoran tus maestros.

Ya no serás el ciego

que de noche en el bosque perdiera

su bastón y su perro.

Pero, ¿con qué derecho

te marchaste llevándote mi hacienda?

De ser cierto el refrán "un amigo

es un tesoro", casi me quedo en la miseria.

¡Y eso no está bien hecho, Carlos Riera!

…El día de tu muerte —¡bien me acuerdo!—

me cogió la noticia de sorpresa

a pesar de que el aciago telegrama

era amarillo y negro.

Te lloré con las lágrimas con que llora el niño,

con lágrimas que mojan, verdaderas,

—¡y tanto que creía que su fuente

se había en mí secado para siempre!

(Más tarde, ¡cuántas veces te he llorado

con invisibles lágrimas internas!).

¡Qué extraño era tu rostro entre las cuatro velas!

Verdoso, patilludo; y asomaba a tus labios

una semisonrisa de desprecio o de triunfo.

¡Qué trabajo

me costaba creer que ya nunca

volverías a hablarnos

de intrincados problemas abstractos!

Mas, mi pobre Carlos,

¡ya lo creo que estabas bien muerto!

Como hoy, sin duda, ya estarás podrido;

solamente me queda tu recuerdo,

que se irá conmigo.

Sin embargo, te finjo

en el plácido alcázar de los muertos,

clásicamente revestido

de una inconsútil toga,

que dignifica tu asombrada sombra…

Te habrás apresurado hacia el departamento

de los filósofos que fueron…

—espíritus afines o maestros.

El viejo Spencer

a quien tanto leíste y comentaste,

al verte, satisfecho,

mesará sus diáfanas patillas astrales;

y todos,

protectoramente, golpearán tu hombro

con aire de maestros,

aunque tú sabrás tanto como ellos.

¿Quién me asegura que una carcajada,

de las que, con frecuencia, aquí se te escapaban,

no se te irá al recuerdo

de tu admirado mágister Don José Ingenieros?

¿No sientes lástima por los que nos quedamos,

tú, que ahora conoces el Misterio?

Carlos, si te paseas entre las sombras

de los buenos filósofos de ayer,

dale muchos recuerdos a Spinoza,

estrecha con respeto la mano de Darwin,

y abraza fuertemente de mi parte

a mi gran amigo Federico Amiel.

PROCLAMA

Gente mezquina y triste,

que al par sabéis de las rebeldías vergonzantes e incógnitas

y de las renunciaciones cobardes y heroicas,

escuchad la voz de uno que habla por vosotras.

Yo soy el poeta de una casta que se extingue,

que lanza sus estertores últimos ahogada por el imperativo de la

historia;

de una casta de hombres pequeños, inconformes y escépticos,

de los cómodos filósofos de "en la duda abstente",

que presienten el alba tras las negruras de la noche,

pero les falta fe para velar hasta el confín de la noche.

¿No oís el trueno sordo de la impotencia nuestra?)

Soy uno de los últimos que dicen,

trágicamente, "yo",

convencido a la vez de que el santo

y seña de mañana tiene que ser "nosotros".

Yo soy el que en su día y en su medio

rompió con fiera alacridad moldes arcaicos;

al que los hierofantes tropicales ultranuevos,

a la sazón, de sibilino, desdeñosamente tildaron,

cuando el anarquismo de las imágenes aún no había cruzado el charco,

arribando a las playas criollas

por la vía de los ajenos maestros consagrados.

Soy un hombre genuino de mi clase y mi medio,

soy el representante auténtico

de una casta que se va, que desaparece sin remedio.

Llevo hundidas hasta los tuétanos las raíces milenarias del pasado,

y clavadas en lo más hondo las saetas venenosas del ayer,

contra cuya punzadura mortífera, gallarda e inútilmente me revuelvo,

y aunque me cueste un triunfo, sinceramente lo confieso.

Veo mis taras y enrojezco hasta la punta del cabello;

y cegado por el resplandor de las hogueras del pasado,

no vislumbro el camino que me conduzca a donde se forja lo nuevo.

Palpo la vanidad de todos los dioses y me signo en la sombra

y a hurtadillas de mi mismo, alzo los ojos al cielo,

alimentando a la vez la sospecha de que eso, y nada más, es el cielo.

Y a sabiendas de que 2 y 2 han sido,

son y serán jamás no más que 4,

me estremecen los ruidos ignotos, de cuando en cuando.

Y ante el tumulto mayestático y positivo de las olas del océano,

me seduce la mezquina gota de agua aislada en el microscopio;

y gritando a ratos en voz alta "nosotros",

repito una y mil veces en voz muy baja "yo".

Soy de la estirpe de los hombres puentes;

y justifico la obsesión del ayer, que me retiene preso,

con la preocupación, pueril y remota,

del pasado mañana, que a nadie le importa;

soy capaz del absurdo de todos los oscuros sacrificios,

sin la convicción del profeta, del apóstol o de sus discípulos.

Quise en mi tiempo romper unos cuantos eslabones,

y me expresé en mi tiempo con palabras distintas,

y fui precursor en mi tiempo de lo que era diferente y contrario de

ayer.

Hoy estoy solo, absolutamente solo,

y no soy de mañana ni de ayer.

Pero los de ayer me consideran de mañana

y los de mañana me juzgan un hombre de ayer.

Mas yo me yergo, altivo y arrogante,

cual pétreo monolito en medio del desierto,

y sé quien soy, y lo que soy, he sido y seré

y lo que se me debe y lo que hice y lo que todavía puedo hacer.

Y sé que en mi tiempo di golpes de mandarria para quebrar cadenas,

y que si no pude romperlas fue porque no podía ser.

Y que si otros vinieron detrás y las rompieron,

algo menos duras las encontraron por los golpes con que no las pude

romper.

Yo he cantado las congojas del hombre que no puede ser de mañana

y no quiere seguir siendo de ayer:

angustias que a nadie interesan, mas que experimentan

cuantos, como yo, no son de mañana ni de ayer,

y que están retratados en mis cantos,

con sus debilidades, sus dudas, sus anhelos

y los frenos que no saben o no se atreven a romper.

Y si no gusto a los bardos de ayer y de mañana

¡qué le vamos a hacer!

Es doloroso despreciar a quien se ama,

y desgarrador confesar lo que uno es

cuando otra cosa muy diferente, muy diferente quisiéramos ser.

Y es ridículo hablar de sí mismo cuando a nadie le importa.

La justificación es que yo hablo a nombre de una casta a punto de

perecer.

Por eso me dirijo a la gente mezquina y triste

de las rebeldías vergonzantes y tímidas,

de quien soy el poeta, el cantor por excelencia…

¡Oh, casta que se extingue, que naufraga

en la devastadora tormenta

que se produce al choque del ayer con el mañana!

MANUEL NAVARRO LUNA

(Matanzas, 1894- La Habana, 1966).

Obra poética: Ritmos dolientes (1919); Corazón adentro (1922) Siluetas aldeanas por Mongo Paneque (1925); Refugio. Poemas. (1927); Surco (1928); Cartas de la ciénaga por Mongo Paneque (1930); Pulso y Onda (1932); Pulso y Onda (1939); Poemas mambises (1935); La tierra herida (1936); Doña Martina (1952); Poemas (1963); Manuel Navarro Luna (Antología) (1973).

DOÑA MARTINA

La luz mía, pura y tierna,

más de cien años brilló.

Como era una madre, yo

llegué a pensar que era eterna.

La sombra que nos gobierna

desde su sombra infinita,

un luminar necesita

para la muerte alumbrar…

¡y ya tiene el luminar

de mi dulce viejecita!

Quien ilumina la vida

puede iluminar la muerte,

porque, al cabo, se convierte

en luz. La estrella perdida,

aun lastimada y herida

de su luz, constante y bella,

y nada alumbra como ella

los caminos de la cruz,

porque tan sólo de luz

está formada la estrella.

Llegué a pensar: si ella ha sido

cien años de luz, quizás

pueda vivir mucho más

de lo que hasta aquí ha vivido.

Porque quien así ha podido

tan larga vida vivir…

¡oh muerte, debe seguir…

con su lámpara encendida,

iluminando la vida

sin cansarse de morir…!

Acariciándola un día

sentí que su ancianidad

en piedra de eternidad

y de luz se convertía.

¡Qué alegría, qué alegría

mi espíritu traspasó…!

¡Pero después que murió,

y ahora que ya no la veo,

nadie ha llorado –yo creo-

como estoy llorando yo!

II

Vivió cien años porque era

generosa cual ninguna.

De Doña Martina Luna,

como de la primavera,

puedes decir: ¡qué manera

de dar luz y de dar flor!

Todo lo que hace el amor

Doña Martina lo hizo

porque jamás ella quiso

dejar de hacer lo mejor.

Limpia, pura, trabajada

como una piedra de río,

cuando hizo dolor o frío

en la doliente barriada,

nunca faltó su mirada

de misericordia llena.

Allí donde era la pena

de los pobres, más brutal,

ella era siempre puntual

como agua de yerba buena.

Por los años sacudido

aquel noble corazón,

en cada nueva estación

estaba más florecido.

En la luz, firme y erguido

por el amor absoluto.

No dejó un solo minuto

de florecer y brilla,

ni en cada rama de dar

luz y trino, flor y fruto.

Ni un día, ni un solo día

de esperarme ella dejó

en su puerta, y siempre yo

parada, allí, la veía.

Al llegar, me sonreía

como ramita despierta.

¡Ya está muerta…ya está muerta

mi viejecita adorada,

y sigue, sigue parada

esperándome, en su puerta.

III

En el barrio, su escuelita

era como una lección,

era como el corazón

de la heroica viejecita.

Aquella luz infinita

que irradiaba su bondad,

¡con qué limpia claridad

iluminaba la escuela

donde enseñaba una abuela

una inefable verdad!

En su regazo de perla

-¡luz de celestes armiños!-

viéndola siempre, los niños

no se cansaban de verla.

Tan dulce, que, por tenerla

cerca de ellos, y sentir

su dulzura, su latir

en milagrosos derroches,

se quedaban, muchas noches,

en la escuelita a dormir.

Toda la vida enseñando

a los niños a leer,

la maestra llegó a ser

cual otro niño. Tan blando

fue su regazo, que cuando

la llevamos a enterrar,

yo vi a los niños llorar

a la maestra ancianita

cual se llora a una hermanita,

a una hermanita sin par.

En al mísera barriada

su escuela fue como un templo

de gracia y luz: un ejemplo

de ternura iluminada.

Era como una mirada

hacia otro mundo mejor:

Un celeste resplandor

que aun apagado ilumina…

¡Cómo que es Doña Martina

que sigue enseñando amor!

IV

Ella me enseñó a leer

como ella enseñar sabía:

regalando la alegría

luminosa de su ser.

Era, más que una mujer,

un ala maravillosa;

el alero de una rosa

prendida en el arquitrabe

de la ternura… ¡Quién sabe

qué celeste mariposa!

La debo cuanto yo soy

si es que soy alo; le debo

hasta la luz que me llevo

de la luz en donde estoy.

Si pronto de aquí me voy

me iré con firme pisada,

y no será la jornada

tan difícil de seguir,

pues me queda por morir,

en realidad, casi nada.

Ha muerto lo que tenía

que morir, muriendo ella.

Ahora yo voy a la estrella

que hacia su seno me guía.

El dolor y la alegría

del mundo, quedan atrás.

¡Ya no ha de brillar jamás

la que cien años brilló!

¿Si tanto me acompañó…

no debo llorarla más?

¡Este dolor si es dolor…

pero en ti, muerte, no creo,

pues ahora que no la veo

yo la estoy viendo mejor!

En el pecho en que hay amor

no hay muerte. Para el que ama

el amor su pura rama

en estrella la convierte

y hasta con la misma muerte

después aviva su llama.

V

Debo estar agradecido

a mi madre, que vivió

más de cien años, y no

tuvo, al morir, un gemido.

Su rostro, de luz ungido,

en su ataúd sonreía.

¡Yo no sé lo que tenía

mi madre en la excelsitud

de la muerte: Su ataúd

con ella resplandecía!

¡Qué generosa mujer…!

¡Qué generosa y qué buena!

Era toda de azucena

y toda de amanecer.

Por ser quien era; por ser

una madre, se esforzó

en vivir lo que vivió;

porque quiso acompañarme,

toda la vida, sin darme

lo que su muerte me dio.

Se fue quedando dormida

como se duerme una flor.

Si el más leve dolor

se fue apagando su vida.

No estaba enferma, ni herida

tampoco por el quebranto.

Y yo, que la amaba tanto

y ya muerta la veía…

no la lloraba…¡tenía

los ojos secos, sin llanto!

En su luz de primavera,

como era una madre fuerte,

escogió la mejor muerte

para que yo no sufriera.

Muerte de luz verdadera;

muerte para no llorar;

muerte sólo para andar

el camino que me cuadre,

donde, sin muerte, mi madre

yo sé que me ha de esperar!

VI

Como estaba acostumbrado

a verla todos los días…

a renovar alegrías

y esperanzas a su lado…

ahora, a veces, olvidado

de que ya en casa no está,

salgo a verla, y cuando ya

voy a trasponer su puerta…

¡vuelvo a saber que está muerta

y que verme no podrá…!

¡Con este dolor tan fuerte

que con su muerte me queda,

no, no es posible que pueda

acostumbrarme a su muerte!

¡Yo espero que ella despierte

en las sombras, algún día!

¡No importa que a esta agonía

que en mi garganta se anuda

responda la sombra muda

sobre su estancia vacía!

El que a su madre ha perdido

y la ha podido olvidar,

me debe ¡oh muerte!, enseñar

cómo se aprende el olvido.

Pues mi pecho es el latido,

puro y total, de su pecho;

aun desgarrado y deshecho

su corazón en la sombra…

yo siento que ella me nombra

de la sombra en cada trecho.

A la certidumbre asido

de que ella no iba a morir…

ahora no sé si vivir

en este andar sin sentido.

Soy como un mástil herido

sobre la cruz de una estrella.

Y en la luz, que amor destella,

hablo, pero no soy yo…

¡Morí cuando ella murió

y me enterraron con ella!

CONSEJOS

No tires tu tiempo al río

ni lo tires a la mar.

¡Siembra tu tiempo! Sembrar

en el calor y en el frío,

tal debe ser, hijo mío,

tu divisa verdadera;

pero siembra de manera

que con tu brazo profundo

no coseches, para el mundo,

más que frutos de bandera.

Si puedes, alguna vez,

subir a una estrella, sube

en el hombro de una nube

o en el de alguna embriaguez.

No dejes para después

el camino de la estrella.

Procura llegar a ella

con tu rosa amanecida

para que deje tu vida,

sobre la vida, su huella.

No olvides que la bandera

da siempre el fruto mejor.

En primavera de honor

un honor de primavera.

Tu mano, firme y sincera,

clávala siempre en el suelo,

y con denodado anhelo

el fruto mejor espera,

porque el que siembra bandera

no recoge más que cielo.

La muerte y la vida son

dos corrientes luminosas,

si les tiramos las rosas,

las rosas y el corazón.

La verdadera razón

del hombre para vivir,

es por la estrella subir

a la luz que nos espera,

y si sembramos bandera

será de luz el morir.

REGINO PEDROSO

(Unión de Reyes, Matanzas, 1896-La Habana, 1983)

Obra poética: Nosotros (1933); Antología poética (1918-1938); Más allá canta el mar (1939); Bolívar, Sinfonía de libertad (1945); El ciruelo de Yuan Pei Fu (1955); Poemas (1966); Obra poética (1975).

PARABOLA DE LA VERDAD

Allí estaba él, lo mismo que un semidiós vencido,

en el ritual de sombra de lo desconocido.

Mientras, bajo la noche enigmática y muda,

sobre el ara se alzaba la gran diosa desnuda.

Cansado, como un árbol sin savia, que vacila;

sombrío como Edipo, inquieta la pupila.

¡El que escruta la entraña de piedra de los arcano

soñara con un gesto de arúspice profano!

Ahora que llegaba frente al enigma oscuro

temblaba ante el posible misterio del futuro.

¡Y allí estaba la diosa, palpitante y desnuda!

Al fin, se irguió en la vasta penumbra desolada,

y arrancó el postrer velo de sombra de la duda.

Pero sus ojos, muertos, no vieron nada…. ¡nada!

UN POETA HA PARTIDO HACIA LAS FUENTES AMARILLAS

A Emilio Ballagas, en el país

de los helados bambúes.

Era el más joven, y ya ha partido.

Mensajero del iris en la región de atmósfera de barro

en donde desfallecen sin el vuelo las alas.

Las praderas de sombras, el país de los blancos bambúes,

las Fuentes Amarillas,

para sus ojos nítidos ya no tienen misterios.

Hoy junto al kiosco sólo la soledad mis pasos acompaña.

Ya ni su risa, ni su canto infantil, ni su palabra trémula

enflorecida de musicales ecos.

Ante el cercano invierno sólo el otoño pálido volando

en mi camino conchas amarillentas.

No era el trigal del viento, ni los terrestres ríos, ni la

misma ciudad ni las creencias

lo que en el ancho océano armonioso trenzaba nuestras

almas hermanas.

Era la luz, la atmósfera impalpable, la clara tierra astral

de un universo inexistente.

Apenas si en el breve segundo de la vida pudieron

estrecharse nuestras manos;

pero él se ha ido, amarillo entre rosas, en su brumosa barca

de alas insondables,

y hoy se abre ante mis ojos un mar de sombra en tan

inmensa soledad

que a su sola presencia mi corazón naufraga.

Se alejó con voz de agua de estrellas, de luz, de música

y presencia irreales,

y la raíz de su voz, de su espíritu, nacido en los celajes que

alimentan los sueños.

Hoy todo su presencia en la noche infinita de latidos que

entre mis dedos dejan amargura de ausencia.

La helada que comienza mi sendero a emblanquecer

ya no es aquella que viera retornar las primaveras.

Todo ha empezado a enmudecer para el blanco silencio:

las flautas, las danzas, las manos, las canciones;

recogidas en sus ecos, los caracoles líricos…

¡Qué solo miro en torno amarillear los últimos rosales!

y uno ha partido, sobre mar espumosa de misterios, uno

ha partido.

Ha partido ya aquél con quien en el invierno yo hubiera

querido dialogar calladamente sin pronunciar palabras.

RUBEN MARTINEZ VILLENA

(La Habana, 1899-1934)

Obra poética: La pupila insomne (1936); Poesías (1955).

LA MEDALLA DEL SONETO CLASICO

Ánfora insigne de la fiebre augusta

vertió la miel de su labor divina;

ejercicio de brava disciplina,

troquel de bella suavidad robusta;

añeja forma donde Apolo ajusta

fuerza viril en gracia femenina:

¡aún alzas hoy tu majestad de ruina

bajo el desprecio de la edad injusta!

Reliquia noble, que tomé del arca

donde un viejo perfume de Tetrarca

alienta en Argensola y en Arguijo:

mi triste devoción cuaja una gota,

y, hecha un endecasílabo, la fijo

como una perla en tu medalla rota!

CANCION DEL SAINETE POSTUMO

Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa

(¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?)

y como buen cadáver descenderé a la fosa

envuelto en un sudario santo de compasión.

Aunque la muerte es algo que diariamente pasa,

un muerto inspira siempre cierta curiosidad;

así, llena de extraños, abejará mi casa,

y estudiará mi rostro toda la vecindad.

Luego será el velorio; desconocida gente,

ante mis familiares, inertes de llorar,

con el recelo propio del que sabe que miente,

recitará las frases del pésame vulgar.

Tal vez una beata, neblinosa de sueño,

mascullará el rosario, mirándome los pies,

y acaso los más viejos me fruncirán el ceño

al calcular su turno más próximo después…

Brotará la hilarante virtud del disparate,

o la ingeniosa frase, llena de perversión,

y las apetecidas tazas de chocolate

serán sabrosas pausas en la conversación.

Los amigos de ahora –para entonces dispersos-

reunidos junto al resto de lo que fue mi "yo",

comprobarán la escena que prevén estos versos

y dirán en voz en voz baja: -"Todo lo presintió!"

Y ya en la madrugada, sobre la concurrencia

gravitará el concepto solemne del "jamás";

vendrá luego el consuelo de seguir la existencia,

y vendrá la mañana… ¡pero tú, no vendrás…!

Allí donde vegete felizmente el olvido,

-felicidad bien otra de la que pudo ser-

bajo tres letras fúnebres mi nombre y mi apellido,

dentro de un marco negro, te harán palidecer.

Y te dirán: -¿Qué tienes?" –Y tú dirás que nada;

mas te irás a la alcoba para disimular,

me llorarás a solas, con la cara en la almohada,

¡y esa noche tu esposo no te podrá besar!

EL GIGANTE

¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada

grande que hacer? ¿Nací tan sólo para

esperar, esperar los días,

los meses y los años?

¿Para qué esperar quién sabe

qué cosa que no llega, que no puede

llegar jamás, que ni siquiera existe?

¿Qué es lo que aguardo? ¡Dios! ¿Qué es lo que aguardo?

Hay una fuerza

concentrada, colérica, expectante

en el fondo sereno

de mi organismo; hay algo,

hay algo que reclama

una función oscura y formidable.

Es un anhelo

impreciso de árbol; un impulso

de ascender y ascender hasta que pueda

¡rendir montañas y amasar estrellas!

¡Crecer, crecer hasta lo inmensurable!

No por el suave

placer de la ascensión, no por la fútil

vanidad de ser grande…

sino para medirme, cara a cara

con el Señor de los Dominios Negros,

con alguien que desprecia

mi pequeñez rastrera de gusano,

áptero, inepto, débil, no creado

para luchar con él, y que no obstante

a mí y a todos los nacidos hombres,

goza en hostilizar con sus preguntas

y su befa, y escupe y nos envuelve

con su apretada red de interrogantes.

¡Oh Misterio! ¡Misterio! Te presiento

como adversario digno del gigante

que duerme sueño torpe bajo el cráneo;

bajo este cráneo inmóvil que protege

y obstaculiza en dos paredes cóncavas

los gestos inseguros y las furias

sonámbulas e ingenuas del gigante.

¡Despiértese el durmiente agazapado,

que parece acechar tus cautelosos

pasos en las tinieblas! ¡Adelante!

Y nadie me responde, ni es posible

sacudir la modorra de los siglos

acrecida en narcóticos modernos

de duda y de ignorancia; ¡oh, el esfuerzo

inútil! ¡Y el marasmo crece y crece

tras la fatiga del sacudimiento!

¡Y pasas tú, quizás si es que lo espero,

lo único, lo grande, que mereces

la ofrenda arrebata del cerebro

y el holocausto pobre de la vida

para romper un nudo, sólo un viejo

nudo interrogativo sin respuesta!

¡Y pasas tú el eterno, el inmutable,

el único y total, el infinito!,

¡Misterio! Y me sujeto

con ambas manos trémulas, convulsas,

el cráneo que se parte, y me pregunto:

¿qué hago yo aquí, donde no hay nada, nada

grande que hacer? Y en la tiniebla nadie

oye mi grito desolado. ¡Y sigo

sacudiendo al gigante!

DULCE MARIA LOYNAZ

(La Habana, 1902- 1997)

Obra poética: Canto a la mujer estéril (1938); Versos 1920-1938 (1938); Juegos de agua. Versos del agua y del amor (1947); Poemas sin nombre (1953); Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen (1953); Obra lírica (1955); Últimos días de una casa (1958); Poesías escogidas (1984); Poemas náufragos (1991); Bestiarium (1991); La novia de Lázaro (1991); Poesía completa (1993); Melancolía de otoño (1997); Diez sonetos a Cristo (1998).

PREMONICIÓN

Alguien exprimió un zumo

de fruta negra en mi alma:

Quedé amarga y sombría

como niebla y retama.

Nadie toque mi pan,

nadie beba mi agua…

Dejadme sola todos.

Presiento que una cosa ancha y oscura

y desolada viene sobre mí

como la noche sobre la llanura…

JARDÍN

(NOVELA LIRICA). FRAGMENTO

Del mar a la casa, de la casa al mar.

Y el jardín siempre…

Tiene raíces larguísimas, que no se ven en los retratos, pero que van seguras y precisas por debajo de la casa, por debajo del mar…

Tiene raíces que socavan los cimientos, que se entrelazan a la cabillas de hierro, a la fraguada costra de cemento, penetrándola bien, resquebrajándola en su mismo hueso. Raíces que se fijan por dentro de las paredes, suplantando el esqueleto de la casa, y raíces que van al mar, que horadan con paciencia vegetal el grano de la roca y lo atraviesan a la masa líquida.

Allí siguen creciendo todavía, husmeando las quillas de los barcos, poniendo en fuga peces y crustáceos; hasta los habitantes de las grandes profundidades del Océano, seres ignotos para el hombre, se sienten sorprendidos en su marasmo de siglos, turbados por el avance sigiloso del oscuro producto de la tierra.

No se detienen nunca las raíces; rodean las islas con brazos que no sueltan más, embisten con sus garfios la soldadura de los continentes.

Brotan unas de otras, se alcanzan, se desprende, vuelven a enredarse… De Este a Oeste, de ocaso a aurora, su marcha va en progreso y no le serán obstáculos ni meridianos; no se helarán estas raíces al remover los polos descuajados en nieve crepitante; ni arderán junto al arco del Ecuador en tensión, pronto a saltar en bólidos de fuego.

El globo del mundo habrá de ser tan sólo una naranja, poco a poco exprimida su presión creciente y sólo cuando esté vacío y flojo tal vez lo deje al fin rodar la íntima, terrible trenzadura…

Es la invasión del reino vegetal aliado con la piedra muerta, que triunfa de nuestra hermosa animalidad, de nuestro privilegio anímico, de nuestra inteligencia y nuestra voluntad y nuestra emoción de hombre vivos…

Es el jardín malo al que un viejo dios de quién sabe qué olvidada teogonía ha hecho nacer de pronto un alma obscura y torva.

Es el jardín obscuro invadiendo la tierra.

¿No sientes el jardín minando los cimientos del mundo, el jardín que taladra el piso por donde andas, que levanta imperceptiblemente las alfombras de los palacios, las planchas de acero de las fábricas de la civilización? ¿No lo ves agrietando el pavimento de las ciudades, el mosaico fino de tu casa? ¿No sientes como un cosquilleo —el de las más leves barbillas, el de las raíces últimas— que te sube por el pie, por el trémulo hilo de la sangre, a sorprenderte —aguja ardiente— el corazón en plena sombra?

Es el jardín de Bárbara que viene sobre ti también. Que te busca y te encuentra para macerar tu vida entre sus piedras, para echarte en la boca su tierra blanda, para hacer una umbela de tu tristeza y un gusano amarillo de tu soberbia humana.

Es el jardín de la Muerte que te busca y que te encuentra siempre… Es el jardín que, sin saberlo, riegas con tu sangre.

Es el jardín que es malo…

Jardín fue el mundo en sus albores bíblicos… Jardín volverá a ser, pero jardín obscuro, con pecado y con muerte.

Puedes huir, puedes ocultarte, que la raíz que te está destinada te alcanzará al final, irá a buscarte hasta el rincón del mundo en que te refugies y te echará su leñosa garra. Puedes huir, puedes correr, pero este nudo no falla, ¡Como que lo llevas tramado ya entre las venas, y corriendo sólo lo alargas y lo ajustas más! Porque este es el nudo que no se zafa ni se rompe.

Y algún día tendrás que morir por la raíz, por el remoto misterio vegetal que hizo nacer y morir esta humanidad nuestra, lejos, muy lejos de Dios…

Hay un jardín obscuro que viene sobre el mundo…

¿No lo has sentido en el silencio de las noches trabajando infatigable, urdiendo en la inconsciencia de los humanos sueños un gran sudario verde para el mundo?…

¿No has sentido correr por algún lado el latido de su arteria sorda, que pasa ya por todos los caminos de la tierra?

¿No has visto hincharse las montañas como vientres preñados al golpe vivo de su savia…?

¿No has tentado la herida del barranco donde él mordió hace tiempo, y por la que todavía se desangra el valle en un espeso arroyo coagulado?

¿No ves brillar en los hombros de las mujeres escotadas la húmeda blancura de las babosas muertas que se amontonan a la linde del sendero?

Tú no sabes que cuando marchas con pie derecho y seguro huellas la tierra (la tierra como la tierra del jardín). La tierra que tendrás un día sobre la cara, sobre los ojos tuyos que han mirado el sol… No lo sabes, no te sabes cercado, copado en el espacio que crees tuyo, en la hora que cuentas entre tus alegrías o tus tristezas, en el don que haces con sonrisa ligera, en la boca fina que besas; no te sabes acorralado por una selva en llamas que crece en derredor de ti…

Y hecho a rastrear todos los suelos, ¿no te reconoces en el nudo terco que no sube a la copa trémula de pájaros?… Y siendo todo ciego, no te recuerdas ni presientes en la inmensa ceguera de la tierra, sin ojos, sin corazón, sin amor…

Hay un jardín que viene sobre el mundo, que derrumbará, con el mortal abrazo de sus ramas, las casas de los hombres, con chimeneas, con banderas, con luces, con mentiras…

Y será entonces el triunfo de la selva sobre la faz del mundo; el triunfo de la selva primitiva, que recobra su tierra y la recobra con creces, abonada por el sudor y la sangre y el llanto de los hombres que edificaron inútilmente sobre ella y sobre ella lucharon y amaron y pasaron…

¡Jardín, jardín obscuro, jardín de las tinieblas, no viene, no, sobre la tierra; vuelve a ella agigantado y vengativo!

Y ni siquiera vuelve, no se ha ido… ¿No comprendes ahorra que no se había ido, que no nos había dejado nunca?

El jardín no viene, no vuelve; estaba aquí, está aquí, en tú corazón que se turba…

Asoma ya sus ramas que cabecean por el horizonte, y yerbas menudas te crecen entre los dedos temblorosos…

Aquí está el jardín obscuro. Es agua encharcada en tus ojos, tierra en tu pensamiento, espina en tu corazón.

¿De qué huyes entonces, si estás huyendo en ti mismo, si el jardín eres tú?

ULTIMOS DIAS DE UNA CASA

A mi más hermana que prima,

Nena A. de Echeverría

No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días

este extraño silencio:

elenco sin perfiles, sin aristas,

que me penetra como un agua sorda.

Como marea en vilo por la luna,

el silencio me cubre lentamente.

Me siento sumergida en él, pegada

su baba a mis paredes;

y nada puedo hacer para arrancármelo,

para salir a flote y respirar

de nuevo el aire vivo,

lleno de sol, de polen, de zumbidos.

Nadie puede decir

que he sido yo una casa silenciosa;

por el contrario, a muchos muchas veces

rasgué la seda pálida del sueño

-el nocturno capullo en que se envuelven-,

con mi piano crecido en la alta noche,

las risas y los cantos de los jóvenes

y aquella efervescencia de la vida

que ha borbotado siempre en mis ventanas

como en los ojos de

las mujeres enamoradas.

No me han faltado, claro está, días en blanco.

Sí, días sin palabras que decir

en que hasta el leve roce de una hoja

pudo sonar mil veces aumentado

con una resonancia de tambres.

Pero el silencio era distinto entonces:

era un silencio con sabor humano

Quiero decir que provenía de «ellos»,

los que dentro de mí partían el pan;

de ellos o de algo suyo, como la propia ausencia,

una ausencia cargada de regresos,

porque pese a sus pies, yendo y viniendo,

yo los sentía siempre

unidos a mí por alguna

cuerda invisible,

íntimamente maternal, nutricia.

Y es que el hombre, aunque no lo sepa,

unido está a su casa poco menos

que el molusco a su concha.

No se quiebra esta unión sin que algo muera

en el casa, en el hombre… O en los dos.

Decía que he tenido

también mis días silenciosos:

era cuando los míos marcharon también… Aquel verano

-¡cómo lo he recordado siempre!-

en que se nos murió

la mayor de las niñas de difteria.

Ya no se mueren niños de difteria;

pero en mi tiempo –bien lo sé…-

algunos se morían todavía.

Acaso Ana María fue la última,

con su apellido rubio y aquel nido

de ruiseñores lentamente desmigajado en su garganta…

Esto pasó en mi tiempo; ya no pasa.

Puedo hablar de mi tiempo melancólicamente,

como las personas que empiezan

a envejecer, pues en verdad

soy ya una casa vieja.

Soy una casa vieja, lo comprendo.

Poco a poco –sumida en estupor-

he visto desaparecer

a casi todas mis hermanas,

y en su lugar alzarse a las intrusas,

poderosos los flancos,

alta y desafiadora la cerviz.

Una a una, a su turno,

ellas me han ido rodeando

a manera de ejército victorioso que invade

los antiguos espacios de verdura,

desencaja los árboles, las verjas,

pisotea las flores.

Es triste confesarlo,

pero me siento ya su prisionera,

extranjera en mi propio reino,

desposeída de los bienes que siempre fueron míos.

No hay para mí camino que no tropiece con sus muros;

no hay cielo que sus muros nmo recorten.

Haciendo de él, botín de guerra,

las nuevas estructuras se han repartido mi paisaje:

del sol apenas me dejaron

una ración minúscula,

y desde que llegara la primera

puso en fuga la orquesta de los pájaros.

Cuando me hicieron, yo veía el mar.

Lo veía naturalmente,

cerca de mí, como un amigo;

y nos saludábamos todas

las mañanas de Dios al salir juntos

de la noche, entonces

era la única que conseguía

poner entre él y yo su cuerpo alígero,

palpitante de lunas y rocíos.

Y aun a través de ella, yo sabía

adivinar el mar;

puedo decir que me lo respiraba

en el relente azul, y que seguía

teniéndolo, durmiendo al lado suyo

como la esposa al lado del esposo.

Ahora, hace ya mucho tiempo

que he perdido también el mar.

Perdí su compañía, su presencia,

su olor, que era distinto al de las flores,

y acaso percibía sólo yo.

Perdí hasta su memoria. No recuerdo

por dónde el sol se le ponía.

No acierto si era malva o era púrpura

el tinte de sus aguas vesperales,

ni si alciones de plata le volaban

sobre la cresta de sus olas… No recuerdo, no sé…

Yo, que le deshojaba los crepúsculos,

igual que pétalos de rosas.

Tal vez el mar no existe ya tampoco.

O lo hayan cambiado de lugar.

O de sustancia. Y todo: el mar, el aire,

los jardines, los pájaros,

se haya vuelto también de piedra gris,

de cemento sin nombre.

Cemento perforado

el mundo se nos hace de cemento.

Cemento perforado es una casa.

Y el mundo es ya pequeño, si que nadie lo entienda,

para hombres que viven, sin embargo,

en aquellos sus mínimos taladros,

hechos con arte que se llama nueva,

pero que yo olvidé de puro vieja,

cuando la abeja fabricaba miel

y el hormiguero, huérfano de sol,

me horadaba el jardín.

Ni aun para morirse

espacio hay en esas casas nuevas;

y si alguien muere, todos tienen prisa

por sacarlo y llevarlo a otras mansiones

labradas sólo para eso:

acomodar los muertos

de cada día.

Tampoco nadie nace en ellas.

No diré que el espacio ande por medio;

mas lo cierto es que hay casas de nacer,

al igual que recintos destinados

a recibir la muerte colectiva.

Esto me hace pensar con la nostalgia

que le aprendí a los hombres mismos,

que en loa adelante

no se verá ninguna de nosotras

-como se vieron tantas en mi época –

condecoradas con la noble tarja

de mármol o de bronce,

cáliz de nuestra voz diciendo al mundo

que nos naciera allí un tribuno antiguo,

un sabio con el alma y la barba de armiño,

un héroe amado de los dioses.

No fui yo ciertamente

de aquellas que alcanzaron tal honor,

porque las gentes que yo vi nacer

en verdad fueron siempre demasiado felices;

y ya se sabe, no es posible

serlo tanto y ser también otras

hermosas cosas.

Sin embargo, recuerdo

que cuando sucedió lo de la niña,

el padre se escondía

para llorar y escribir versos…

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