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La piel de la humanidad



  1. Introducción
  2. La
    primera piel
  3. La
    segunda piel
  4. La
    tercera piel
  5. La
    cuarta piel
  6. Conclusión

El autor estudia las formas en las que se presenta la
humanidad de los hombres, representada por la encarnación
de la cultura en los sujetos, y a las que llama pieles por su
semejanza con el calce estrecho de la piel natural sobre el
cuerpo físico. Para ello analiza los principales moldes en
los que se expresan los contenidos simbólicos más
constrictores de la subjetividad, desglosándolos con fines
pedagógico didácticos.

Introducción

La realidad no existe sin el género humano ni
éste sin aquella. Ambos términos se referencian,
definen y concretan mutuamente en los incontables actos de
conciencia de los seres humanos. La totalidad de estos actos a lo
largo del tiempo constituyen la historia, o lo que es lo mismo,
la historia de la producción de lo humano, de la humanidad
de los hombres, de aquello que demuestra su singularidad frente a
todos los demás seres vivientes, de aquello que hace a los
hombres humanos.

Puesto que lo humano se construye en procesos
históricos que tienen causas, fines, ritmos y modalidades
históricamente cambiantes se encuentra en un constante
ir siendo que otorga provisoriedad a toda
definición, a toda afirmación. En consecuencia, la
realidad también cambia históricamente, es decir,
situadamente, en coordenadas espacio-temporales concretas y en
todas las escalas que se consideren.

Lo dicho hasta aquí implica (más
allá de la obvia nota de diversidad y cambio constante de
los hombres y de la condición humana) la necesaria
admisión de que la esencia de lo humano nunca puede ser
definida de una vez y para siempre. De ahí que en base a
lo ya conocido (en tiempo pasado) no pueda determinarse lo humano
en el futuro, por más que los hombres lo sueñen,
imaginen y deseen a la medida de sus expectativas presentes,
puesto que el mundo de la cultura es el mundo de la libertad, no
de la necesidad.

Lo humano, la cultura lato sensu, aquello de lo
cual podemos decir algo, ha sido y es observado, puesto a prueba,
interpretado, explicado y conocido, tanto intuitiva como
científicamente, para reducir el campo de lo
incógnito. Consecuencia de esas actividades y de esa
actitud plenamente humanas es la de facilitar las interacciones
humanas, es decir, la producción y reproducción de
la realidad.

A esos efectos el conocimiento es el camino indicado
toda vez que permite articular los elementos de la realidad
–desde las unidades hasta la totalidad- en nociones, ideas,
categorías, teorías, estructuras, sistemas y
paradigmas explicativos de crecientes niveles de complejidad e
integración, de tal modo que desde ambos extremos de esa
serie se puede, por un lado, dar cuenta de la totalidad en las
partes y partículas, y a la inversa dar cuenta de
éstas por su pertenencia a la totalidad.

Del análisis de la realidad se obtiene aquella
serie instrumental de significantes y significados, serie que
condensa la complejidad de las relaciones entre los infinitos
elementos componentes del sistema de signos, significados y
sentidos. Remontando esos peldaños se llegará luego
a las síntesis explicativas finales.

No obstante, cada una de ellas, resultante de la
analítica de división y subdivisión
cognitiva de los fenómenos de la realidad, es
simultáneamente síntesis de elementos concernidos
dentro de ella, tanto teórica como
aplicadamente.

Conocer implica tanto una suerte de fijación y
condensación de significados como una producción de
otros nuevos. Dicho de otro modo, el pensamiento abate
significados tanto como los instala y conserva provisoriamente.
De modo que todo cambia, aunque no cambie al mismo
tiempo.

Una forma de reducir la complejidad cognitiva de lo
humano es estudiar en qué moldes se expresa, o lo que es
lo mismo, reconocer modelos de comportamiento colectivos, formas
en las que se vuelca la complejidad y la magnitud desmesurada de
lo humano, tal como si fueran ropajes o vestimentas al uso de
carácter general, es decir, comunes a las sociedades de
todo el mundo en todos los tiempos, aunque en algunos momentos
alguno de ellos haya tenido mayor o menor predominio.

En esta ocasión voy a utilizar el término
piel en el sentido de vestiduras simbólicas que todos los
hombres llevan puestas y de las que no pueden desprenderse una
vez puestas sobre su naturaleza, salvo excepcionalmente, tanto
así que algunas parecen corsets que comprimen y
rigidizan sus concepciones básicas en múltiples
fenómenos sociales como la etnia, la cultura de base, las
creencias religiosas, la política y eso llamado Patria.

La primera
piel

Si bien la piel que cubre nuestro cuerpo es "la piel",
una piel real, material y visible, de orden biológico, que
habitualmente damos en considerar como naturaleza, ella es mucho
más que naturaleza pues es también cultura, y por
ende sociedad.

Dicho así, trasciende el lugar que a primera
vista se le atribuye, o sea el de la parte externa de nuestra
dotación física. Es decir, esa piel también
es el lugar donde nuestro yo (el de cada uno) tiene su habitat, y
donde el complejo naturaleza/cultura se halla situado,
representado y referenciado en cada ejemplar particular del
género humano. La antropología del comportamiento
humano ha mostrado acabadamente las estrechas relaciones entre
naturaleza y cultura en el equipaje físico de los humanos,
en aspectos como la fonación, la tonada, las formas de
caminar, de sentarse, de saludar, de mirar, etc.

También la piel aloja y oculta el núcleo
de lo íntimo, de lo personal, tanto lo visible como lo
invisible de cada uno ante los ojos de los otros que pueden
mirarnos o leernos. La piel es la primera frontera, o la frontera
por antonomasia de nuestros respectivos yoes porque nos contiene,
nos limita y nos expresa, especialmente en tanto conciencia
alojada en ese sustrato físico al que a su vez trasciende
y es trascendida.

En la piel, por encima y por debajo de ella, se inscribe
y se referencia lo particular, lo propio de cada uno, por
más que en rigor de verdad nada nos sea originariamente
propio. Aquí digo propio en tanto construcción
consciente e inconsciente del propio ser (lo que deseo ser, lo
que soy y lo que aparento ser) alojado en su correspondiente
unidad o ejemplar corpóreo. En este sentido, la piel dice
y nos dice que somos lo que vivimos. Lo que vivimos
socioculturalmente.

La conciencia no nace en el cuerpo sino con el cuerpo, a
partir de estímulos y reacciones originados dentro y fuera
de éste, en contacto con el medio y con los demás
humanos, transformándose constantemente en relación
con los desarrollos biológico, psíquico,
intelectual, moral y espiritual tanto particulares como
colectivos.

El cuerpo, originariamente soma, será
también gradualmente conciencia. Ésta opera con
contenidos de ideas y representaciones resultantes de los
procesos de interacción del complejo humano de cada
individuo, entre el adentro y el afuera de la
piel, en orden a los merecimientos, cuidados, deseos y
gratificaciones que ellos mismos o los demás conceden o
niegan a esas dos dimensiones encarnadas en un individuo para
configurar su yo. Algunos individuos crecen en una o ambas
direcciones, otros clausuran por si o por voluntad ajena alguna
de ellas, o ambas… como viene sucediendo desde que se
convirtieron precisamente en humanos, o sea en animales
"inteligentes".

Esta condición, fruto de ese inefable atributo
que es la inteligencia, se forjó a través de los
intercambios que metafóricamente permearon el reducto
corporal y psíquico de los humanos, desde la
hominización hasta hoy, suscitados por fenómenos
envueltos en términos hoy comunes y hasta con cierta
opacidad, pero siempre trascendentales, como son los de
necesidad, atracción, incitación, desafío,
curiosidad, respuesta, deseo, adaptación, etc, como
podrá verse, a título de ejemplo, si intentamos
responder sencillamente cómo se originó el perfume.
¿Acaso en una bella flor que estaba fuera de la piel de un
circunstancial humano?, ¿o en sus órganos del
olfato? Obviamente, en ambas.

Lo cierto es que desde la primera vez que ello
ocurrió los humanos experimentaron el placer de los aromas
agradables y cuidaron y cultivaron las flores aromáticas,
sin olvidar el desarrollo consiguiente en el campo cognitivo al
ser capaces de crear ideas y palabras, inmateriales, para aludir
a ellas, seguidos más tarde por la producción de
los perfumes, o sea contenidos y envases materiales, y
también por los descubrimientos y transformaciones
sensitivas y emocionales que en ellos encarnaban a través
de la experiencia.

Así, de a poco, a lo largo de su parábola
histórica, los humanos se convirtieron en sujetos mientras
construían y modificaban su conciencia en punto a sus
contenidos, sus implicancias y las consecuencias de su
gravitación o peso real en sus vidas.

En tanto aumentaba el espesor y la densidad de sus
conciencias como equipamiento genérico también
aumentaba y se ampliaba la representación de lo externo,
descubriendo, concibiendo y conquistando crecientes espacios de
acción real y virtual a los que fueron llenando de
infinidad de prótesis, consistentes en objetos,
designaciones y vínculos, es decir, más contenidos
y más envases que a su vez alojaban más
significados y más sentidos. Éstos se fueron
articulando en redes de significación sencilla, luego en
teorías y sistemas, que no son otra cosa que pensamientos
y creencias, mezclados en un amasijo nunca separable totalmente,
y que constituye la expresión de lo que en nuestro planeta
y desde nuestra condición se da en llamar creación
inteligente.

Resumiendo, la primera piel es nuestra referencia
individual material y simbólica en lo corporal, sensorial,
intelectual, espiritual, emocional y actitudinal en tanto que
individuos y sujetos. Es la referencia que nos devuelve el espejo
y la que en conformidad o a despecho de ella nos forjamos en
nuestra conciencia respecto de nosotros mismos individualmente
considerados, y la que sintéticamente exponen hacia
adentro y hacia fuera de cada uno las respectivas denominaciones
con las que somos conocidos por los demás, a saber
nuestros nombres y apodos particulares.

De modo que esa primera piel es, en sentido
simbólico, límite o referencia individual del yo en
tanto sujeto y objeto de actos inteligentes. Cuerpo, mente y
espíritu en una trabazón particular, singular y
cambiante, resultante de la conexión dinámica con
lo externo, es decir, fruto de toda clase de intercambios con
sentido y simultáneamente objeto de ellos.

Esta primera piel es la que ciñe el cuerpo de
cada ejemplar humano, la que lo acota primariamente como tal. Por
tanto, es la menos lábil de todas las pieles que los
hombres se calzan en esta etapa de la historia de su especie, o
bien es lábil hasta cierto punto y no mucho más
allá.

Sin embargo, esta piel se muda. Cambia permanentemente
sin que lo veamos, al compás de los intercambios que los
humanos realizan tanto genérica como particularmente en
contextos donde la dinámica del cambio es la regla. No
obstante, la percepción del cambio de esa piel es
más fácil de realizar desde un punto de vista
situado fuera de uno mismo que dentro un si mismo.

La segunda
piel

Lo de afuera, eso que cada vez se va ampliando
más a lo largo de cada existencia humana y, obviamente, de
la historia de la humanidad, eso que se llama cultura, constituye
la segunda piel: un infinito complejo material y simbólico
que habrá de generar nuevos y más refinados objetos
y métodos para producir renovados estímulos para la
afirmación del yo individual.

La cultura produce también la conducta social,
que funciona como patrón, molde y modelo de
participación a la vez que como disciplinadora y como modo
de control social en relación a la distinción,
consolidación y definición de lo que es, lo que no
es, de lo que debe ser y lo que no debe ser un ser humano en ese
infinito espacio de la conciencia individual en
interacción no con una conciencia colectiva, inexistente
por lo demás, sino con muchas otras conciencias
individuales en torno a objetos de toda clase y a consideraciones
múltiples, diversas, similares, opuestas,
contradictorias.

De ahí que, en algún momento, la
conciencia y la conducta individuales no sólo se
distinguirán de las conductas colectivas por mera
comparación. Todo fenómeno expresa lo que denota,
pero también lo que connota en las percepciones
individuales dinámicas de los integrantes de una sociedad.
Individuo y sociedad, que marchan siempre juntos, cada vez
más se confrontan a lo largo de la vida individual y de la
historia indagando lo que cada uno tiene del otro.

Ese mundo humano que es la cultura y que inicialmente
está afuera de cada sujeto pero se infiltra en su
intimidad, es internalizado en el yo, convirtiendo cada vez
más en imprecisos e inestables los límites entre
éste y aquella.

Esa internalización simbólica o
socialización se realiza básicamente mediante el
lenguaje, el cual no es sólo un vehículo de
significantes y significados, sino también un
procedimiento y una forma particular de producción del
pensamiento que caracteriza, distingue, forma e informa la
percepción, la comprensión y la expresión
del mundo en el espacio de encarnación de lo social y lo
particular de cada sujeto.

Esta segunda piel representada por lo cultural en
sentido amplio marca en el individuo espacios, delimitando un
interior y un exterior que lo trascienden en relación a
los grupos de pertenencia que integra, lo cual se repite en cada
uno configurando lo mío y lo tuyo, lo nuestro y lo
vuestro, lo propio y lo ajeno, nosotros y ellos, pero sobre todo,
configurando su subjetividad.

Así, el lenguaje estaría en una zona
fronteriza entre la primera y la segunda piel, estrechamente
ajustado entre el psiquismo, la conciencia y el mundo.

Esa segunda piel posee muchos elementos en común
con los de otras culturas, así como también
singularidades o colores locales, que se repiten al interior de
grupos de dimensiones variables como el clan, la tribu, la aldea,
la nación, la humanidad, etc.

En tanto ella representa lo cultural en sentido amplio
marca en el individuo espacios simbólicos, delimitando un
interior y un exterior que lo trascienden en relación a
los grupos de pertenencia que integra, lo cual se repite en cada
uno configurando lo mío y lo tuyo, lo nuestro y lo
vuestro, lo propio y lo ajeno, nosotros y ellos, pero sobre todo,
configurando su subjetividad.

En tanto que frontera, la cultura no sólo
configura espacios geográficos sino sociales y
políticos con formas y colores determinados. A partir de
ellos gravitará crecientemente sobre la primera piel el
peso de esta segunda piel cada vez más inmanejable desde
el lugar de la primera. Y ello debido al creciente peso del
complejo normativo heterónomo con su consiguiente poder
coercitivo y disciplinador sobre individuos y grupos.

Cultura tradicional o moderna, creencias,
supersticiones, religiones, usos y costumbres, modas, snobismos,
políticas culturales, ideologías, etc, han tenido y
tienen un creciente peso en la configuración de la
conciencia y los comportamientos individuales a tenor de sus
particulares preferencias, inclinaciones, devociones, opciones y
determinaciones externas a ellos mismos

Esta piel cada uno la ciñe en forma
genérica pero también personalizada, es decir, con
adecuación a los alcances y características de su
primera piel en lo que de más particular posee. No
obstante, puede resultar de ello que la segunda le resulte
exigua, o por el contrario demasiado amplia, independientemente
de sus vivencias particulares, por lo cual puede sentirla como un
ropaje opresivo que lo aprieta, sofoca o asfixia –incluso
hasta puede ocasionarle su fin- o por lo contrario, puede ser tan
holgado que pudiera parecer que no se lo lleva puesto.

Lo que nunca podrá ocurrir es que alguien carezca
de ella, pues siendo así tampoco existiría la
primera piel con la significación y simbolismo que su
desarrollo normal permite alcanzar a cada individuo. Esto
último -lo digo rápidamente- se produce cuando
existe libertad real en el individuo, lo que equivale a capacidad
y libertad de pensamiento y de acción, o sea, cuando la
voluntad individual está viva, cuando no es meramente
virtual.

Finalmente, la diversidad ínsita de la cultura se
relaciona con la constante dinámica del cambio. Todo
cambia, lo de afuera y lo de adentro, y no es que una parte
desaparezca mientras otra se conserva. No sólo lo
presente, lo que aparece, es lo que define algo; también
se define por lo ausente, por lo que no aparece. De ahí
que lo correcto es reconocer que todo se transforma, parcial o
totalmente, pero aún en este último caso siempre es
posible rastrear los elementos residuales de lo anterior. Tanto
en el exterior como en el interior de cada
subjetividad.

Transitivamente, la encarnación de la segunda
piel conlleva también el cambio del individuo, no
sólo como reflejo sino como voluntad de cambio
subjetiva.

Con todo, las mudas de esta piel, para ser estables y
auténticas, requieren de contextos socioculturales con
esas mismas características. En contextos impropios, las
mudas pueden no ser tales sino desvestimientos
forzados.

La tercera
piel

Hasta aquí hemos puesto de relieve que todo mundo
tiene una segunda piel cuyos contenidos generales y particulares
son tanto similares como diferentes a tenor de las
particularidades culturales a que se refieran, pero todos la
tienen, es decir, nadie escapa a sus influencias de diverso tipo,
peso y densidad. Dicho de otro modo, la cultura está en
nosotros y nosotros estamos en la cultura.

Lo que sí es posible distinguir a lo largo del
tiempo y del espacio es la existencia de determinados campos de
una cultura concreta ejerciendo una hegemonía destacada
sobre otros. Tal el caso de las culturas de fuerte raíz
étnica, religioso confesional, y político
ideológica, entre las más destacadas. En estos
casos el peso de cada una de ellas sobre la identidad individual,
o la construcción de la subjetividad, suele tener un
carácter determinante que puede ir de lo invisible, normal
y correcto hasta resultar opresivo, represivo y asfixiante para
los sujetos.

Por caso, culturas étnicas tanto
paleolíticas como neolíticas, endógamas,
cerradas, conservadoras, jerárquicas, uniformizadoras y
represivas. Ello así tanto en el pasado como en el
presente más actual, tanto en sociedades tribales como
nacionales. Ejemplo clásico es el de la mayoría de
los pueblos originarios o autóctonos de América,
África, Asia y Oceanía; amén de los semitas,
los gitanos, los anglosajones y los caucásicos en
general.

En el aspecto religioso confesional tenemos culturas
pasadas y presentes, tanto tribales como civilizaciones, con
ciertas características similares a las de las culturas
étnicas. Por caso el cristianismo y el catolicismo durante
dos mil años –no sólo en la Edad Media– con
notas muy conservadoras, rígidas y autoritarias;
también los fundamentalismos religiosos islámicos y
ciertas comunidades religiosas de base cristiana y no cristiana
que bien pueden ser consideradas como ejemplo de fundamentalismo,
como es el caso de los menonitas y los mormones.

Se incluyen aq uí no sólo prácticas
populares, o la historia de los aparatos eclesiásticos
respectivos sino también consideraciones teológicas
del judaísmo, el cristianismo, el catolicismo o el
islamismo, el budismo, el hinduismo y otros signados por
elementos reacios al cambio e inclusive a la discrepancia
individual íntima. También muchas otras
concepciones, doctrinas y confesiones de todos los tiempos,
aún admitiendo a priori que algunas escapan a esta
caracterización, como por ejemplo, la famosa
mitología griega y su rol en la sociedad de Grecia
antigua.

Por último, en lo político
ideológico contamos con ciertas experiencias
históricas destacadas por lo ominosas, como las de los
países comunistas, el nazismo y el fascismo, actualmente
ya casi desaparecidas, o en profunda transformación salvo
la excepción de Cuba y Corea del Norte, en tanto el
omnipresente populismo latinoamericano actual goza de gran
vitalidad.

Estos tres sistemas culturales dominantes (él
étnico, el religioso y el político) se distinguen
por su carácter totalizador y totalitario, basado en el
peso de dogmas y relatos y de las más sofisticadas
modalidades de manipulación, disciplinamiento y control de
los comportamientos y las mentalidades de los individuos,
buscando destruir su subjetividad para adocenarlos en calidad de
masa robotizada.

De modo que cada uno de ellos puede constituir una
suerte de tercera piel por la preeminencia que ocupa al interior
de los condicionamientos culturales en general, es decir, los de
la aquí considerada como segunda piel.

Vale aclarar que decimos "tercera" en relación
con nuestro trayecto de explicación a los lectores, siendo
en realidad contemporánea de la anterior en cuanto a su
formación, al punto de que cualquiera de ellas puede ser
considerada como una subparte de la cultura global
correspondiente.

No obstante, es frecuente y hasta lógico que los
tres subsistemas se presenten conjuntamente, articulados y hasta
fusionados en un único complejo hegemónico como ha
sido el caso de la sociedad católica medieval y de los
actuales países con fundamentalismos
islámicos.

Los he considerado como una tercera piel, ya sea
privilegiando alguno de ellos o bien en su conjunto, en tanto su
concreto poder constrictor sobre la configuración de la
subjetividad es superior al ejercido por la segunda piel, es
decir, por la cultura (lato sensu) que los contiene.

Resaltan en esta tercera piel su carácter ideal,
su inmaterialidad originaria, especialmente en la religiosa, ya
que el principio generatriz más importante es la idea de
Dios, una idea tan poderosa que configurará impresionantes
transformaciones históricas en la cultura material y en
los comportamientos objetivables, así como en el campo de
las ideas y las prácticas individuales y sociales,
privadas, públicas e institucionales que le dan sustento.
Pero que sin embargo, lo más poderoso y constrictor que
posee es el vínculo personal de subordinación que
establece entre Dios y cada uno de los humanos.

Vínculo que tradicionalmente suele denominarse
como "fe", desde una lógica legitimista, pero que
aún admitiendo este supuesto carácter puede
agregársele otro de no menor importancia y presencia real
en el fenómeno vincular religioso, como es el temor, el
miedo a lo desconocido. Aquí es dable observar el
carácter constrictor u opresivo de dicho vínculo y
en consecuencia el poder coercitivo de las organizaciones
religiosas creadas a su servicio.

El vínculo entre la idea de Dios y la conciencia
individual generalmente es presentado por los creyentes como de
origen autónomo, pero un estudio imparcial revela
fácilmente su carácter heterónomo y
unidireccional proveniente fundamentalmente de la
educación religiosa previa, a lo cual se añade, por
el carácter abstracto de la idea de Dios el miedo a lo
desconocido, incluyendo el miedo a los relatos míticos
acerca del principio y del fin de la humanidad. En tanto que los
vínculos generados entre los aparatos religiosos y sus
correspondientes feligresías puede ser analizado no
sólo desde lo religioso, sino también desde lo
sociológico, lo político, y hasta lo
económico.

Otra característica del peso e importancia de la
religión sobre las conciencias de los creyentes es su gran
perdurabilidad en condiciones de casi ausencia de cambios.
Así, todo aquello que originariamente pudo haber sido
mito, pasó a ser más tarde religión, a tener
teología y doctrina y organización social al
servicio de ese vínculo personal y social del individuo y
de los grupos con el Dios de que se trate. De modo que se
pasó de las incertezas al dogma, congelándose en
este punto.

Como ya dije, si bien es posible reconocer actualmente
sociedades donde el tradicional peso en la construcción
del yo por parte de esta tercera piel se encuentra en retirada,
también es posible hallar simultáneamente otras en
las que predominan fundamentalismos religiosos que controlan no
sólo partes sino la totalidad del poder social en sentido
amplio.

En consecuencia, es difícil escapar totalmente a
los influjos de estas pieles, la étnica, la religiosa y la
política. En nombre de alguna de ellas, o de las tres, los
humanos matan y ofrendan sus vidas a entelequias de tremenda
gravitación como han sido y son la tribu, la
nación, la confesión religiosa o el partido
político. Y en nombre de ellas transmiten sus amores, sus
agravios y sus odios a sus descendientes y a sus
prójimos.

Liberarse de estas pieles a conciencia es muy
difícil. Sólo muy pocos son capaces de hacerlo Las
sensaciones y sentimientos de culpa y temor por dejar de
pertenecer, de ser y de parecer a lo que con esas pieles
supuestamente se adscribe, se es y se parece pesan mucho en la
conciencia de los individuos, sobre todo cuando las
características de la segunda piel en general se
corresponden con sociedades cerradas, poco proclives al cambio y
a las libertades individuales en el más amplio
sentido.

La cuarta
piel

Voy a referirme a otra piel, a otra coraza o ropaje
simbólico que determina o condiciona fuertemente,
según los casos, la constitución de la identidad
individual con acentuados rasgos totalizantes y autoritarios,
tanto o más -según sean las concepciones al
respecto- que las que he desglosado precedentemente y clasificado
como tercera piel. El orden en que las he presentado obedece
exclusivamente a los fines educativos, y no porque se hallen
jerárquicamente ubicadas de esa manera. Por lo tanto, bien
vale reiterar que constituyen desgloses de la segunda
piel.

Se trata de las ideas de patria y patriotismo, tal como
se conocen en lo que damos en llamar la concepción
metafísica de la patria. Por razones prácticas
recurro me refiero a esta concepción escribiendo Patria
con mayúscula, como hacen quienes la
personifican.

Si bien esta idea ya se conocía en la Roma
antigua, donde es claramente denunciada como un instrumento de
dominación de los ricos y poderosos sobre las clases
sometidas, la mejor versión legitimadora de esta
concepción es la que proviene de la alianza
ideológica entre el acervo teológico del
catolicismo, el tradicionalismo monárquico, el
nacionalismo, los estados sacerdotal y militar y el
Estado-Nación. Alianza que llegó a la cima de su
poder de dominación sobre las multitudes durante los
siglos XIX y XX.

El resultado ha sido una concepción etérea
de Patria que se exhibe literariamente como expresión
adventicia de Dios en la tierra.

De ahí que esta piel particularísima tiene
un estrecho vínculo con la piel representada por las
creencias y prácticas religiosas, en Occidente las de la
Iglesia Católica. Asimismo es causa y efecto del
surgimiento y vigencia de las ideas nacionalistas, las cuales
hallan de este modo una filiación de procedencia
celestial. En este sentido la lucha política del buen
cristiano en la tierra es considerada por sus sostenedores como
reflejo de la lucha entre Miguel y Satanás, o sea entre
los ángeles buenos y los ángeles malos.

También puede considerarse como la que mejor
representa lo que mencionamos como tercera piel. Pongo como
ejemplo las exaltaciones patriotistas (permítaseme el
término) llamadas fascismo y falangismo en el mundo
español, las de los sectores conservadores de derecha de
los EE.UU. con su exclusivismo racial blanco, sus odios raciales
y sus metas de dominación mundial. Asimismo pertenecen a
ella el nazismo alemán y sus derivas contemporáneas
y posteriores a su caída en la Europa eslava.

A mi juicio esta piel constituye la peor de todas al
concebir la condigna conducta política del cristiano de
esta versión como un patriotismo nacido de un supuesto
mandato divino de un Dios que antes de "volverse" universal fue
un dios local o nacional.

Patriotismo de mandato es vínculo vertical
descendente. Sin embargo, puede concebirse –y de hecho
así ocurre- otro patriotismo, horizontal, basado no en
mandatos ni miedos sino en el amor al prójimo descubierto
por los propios hombres. Un patriotismo cotidiano de la
convivencia práctica que supere las fronteras
territoriales, los ejércitos y todo tipo de exclusas que
impidan el objetivo más humanista de tener una patria
mundial de paz.

En suma, una irracionalidad monumental y monstruosa con
una estética que ha llegado a alturas sublimes para
justificar las peores aberraciones, como ha sucedido largamente
en la historia, y con una parafernalia de ritos y fetiches para
extender más su influencia y su gravitación
conceptual pero fundamentalmente emocional y sentimental en la
constitución del yo de millones de robots
despersonalizados, o masas, que en cada experiencia
histórica de este tipo fungen de rebaños, de
claques o de guardias imperiales del César de turno,
siempre con supuesto agrado de un Dios paternal que supuestamente
se regocija con esos delirios en realidad simplemente humanos,
demasiado humanos.

Conclusión

Los humanos estamos siempre vestidos aun cuando estemos
desnudos. Todo nos viene de afuera -y de arriba según
algunos-. Pero todo se encarna en la piel primera, y lo hace
personalizadamente, no estandarizadamente.

Cada individuo es un interior para si, pero es un
exterior para los demás. De modo que la primera piel es
primera para uno mismo pero es segunda para los
demás.

La primera piel representa la piel individual con su
capacidad de reflejar lo externo como si fuera un espejo, pero
también con la capacidad de rechazarlo. Aceptar y rechazar
como ejercicio de la voluntad individual libre, sin
coerción ni trampas, pero también aceptar y
rechazar por errores de conocimiento, por miedo, por
cálculo y por engaños.

De alguna manera esa piel evidencia las posibilidades y
los obstáculos personales para conocer la verdad y la
libertad de obrar en consecuencia, y simultáneamente las
características del sistema en que cada individuo vive en
sentido humano.

La segunda piel es la de la cultura preexistente a la
llegada de cada nuevo ser humano al mundo, especialmente la de la
cultura contextualizadora de cada existencia
individual.

Las terceras pieles y aún la cuarta son desgloses
analíticos de la segunda que se destacan por su desarrollo
histórico y su tremendo poder modelador sobre los
individuos en los aspectos antes mencionados.

Sin embargo, la condición de individuos en el
mundo actual no atribuye ni representa un estado de
autonomía y auto soberanía, sino espacios
residuales de libertad que todavía no han sido expropiados
por la cultura, ni por la vida colectiva, ni por los mitos, las
creencias y las supersticiones, ni por el Estado,
valiéndose del ejercicio del poder, la fuerza, la
violencia, el engaño, la mentira, el temor, etc, ni
tampoco concedidos desde el individuo cuando la fuerza, la
violencia, la mentira y el engaño han sido internalizados
y legitimados por éste en su conciencia o sedimentados en
su inconciente.

Para terminar, parece que nada cambia y todo cambia. Lo
social es esencialmente cambiante, de ahí que la segunda
piel registra los cambios producidos fuera de cada uno y sus
encarnaciones en cada uno.

Los ritmos de los cambios son particulares y situados,
por lo tanto variables y fluctuantes. Pero no todos pueden ver
los cambios en la realidad total ni todos los cambios en todos
los campos de la realidad total son necesariamente visibles ni
perceptibles.

Algunas personas pueden disociar los comportamientos
correspondientes a las pieles particulares de la cultura o
segunda piel, y hasta pueden percibirlas analíticamente
posicionándose frente a ellas en forma conciente. Pero no
es lo habitual. Lo más frecuente es que todas ellas sean
percibidas y vividas como un entramado indisoluble, o al menos de
difícil separación.

Precisamente los que hemos clasificado como
representativos de la tercera y cuarta pieles suelen ser muy
notorios y visibles en los momentos y coyunturas que llevan a su
aparición, crecimiento e instalación. Cuando se
presentan situaciones de interpelación o
impugnación de aquellas los sistemas sociopolíticos
existentes se resienten en muchos niveles y lugares con grados de
riesgo y peligros muy diversos. La historia lo demuestra
acabadamente.

Inexorablemente más tarde o más temprano,
en forma imperceptible o evidente, para unos sí y para
otros no, lo conocido se vuelve extraño y la verdad deja
de serlo. Pero una vez lograda una nueva situación de
estabilidad lo novedoso se torna paisaje habitual, se naturaliza,
y aquello que pudo haberse percibido como pesado, gravoso,
rígido, sofocante y temible puede dejar de ser percibido
de esa manera.

En estas condiciones todo el campo de la segunda piel
como producto y espacio simbólico se torna natural para el
sujeto pues la lleva tan adherida a si mismo que se vuelve una
única piel. Y así, la condición de humanidad
se define desde las circunstancias particulares vividas, porque
ya es imposible la conciencia de sujeto frente al mundo. Ya es
imposible abstraer lo humano. Y lo humano sólo puede
entenderse completamente, como todas las cosas desde si mismo y
desde afuera, nunca por separado.

Por lo tanto, si esto está sucediendo
constantemente en la realidad hay que indagar constantemente la
misma si se quiere conocer algo que ya no es lo que fue hasta
hace un rato atrás. Para eso hay que rescatar una y otra
vez el sentido profundo del conocer, consistente en destapar lo
tapado, abrir lo que estaba encerrado, nombrar lo innombrado,
exhibirlo, desmontarlo, desconectarlo y luego volver a armarlo y
contextualizarlo.

Al hacerlo estaremos mudando nuestras pieles, perdiendo
las viejas y vistiendo las nuevas, aunque puedan ser nuevas
sólo para uno mismo.

 

 

Autor:

Carlos Schulmaister

Fecha de elevación: 20 de abril de
2012

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