- Su médico
personal el ministro de la salud - Su nueva vida en la
casa presidencial - Los pitillos de
márgenes de memoriales - Por una
prófuga de clausura - Los perros
encadenados - La
humillación de ver los asesinos en su propia
casa - Tres autores del
crimen muertos y dos encarcelados - El informe sobre
los perros de presa - Los sindicados de
la masacre - El consejo de
guerra y las súplicas de gracia - Antes de la
ejecución - La orden de
ejecución - En búsqueda
del hombre que me ayude a vengar esta sangre
inocente - El hombre
más deslumbrante y altivo que habían visto mis
ojos - El
acuerdo - Las pruebas a que
fue sometido - Características de José Ignacio
Sáenz de la Barra - Fuente
El otoño del patriarca
Gabriel José de la Concordia García
Márquez (1927 – ) es un escritor, novelista,
cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982
recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido
familiarmente y por sus amigos como Gabo.
pero se volvía a reconciliar consigo mismo
cuando su médico personal el ministro de la salud le
examinaba la retina con una lupa cada vez que lo invitaba a
almorzar,le contaba el pulso, quería obligarlo a tomar
cucharadas de ceregén para taparme los sumideros de la
memoria, qué vaina,cucharadas a mí que no he tenido más
tropiezos en esta vida que las tercianas de la guerra, a la
mierda doctor,
se quedó comiendo solo en la mesa sola con
las espaldas vueltas hacia el mundocomo el erudito embajador Maryland le había
dicho que comían los reyes de Marruecos,comía con el tenedor y el cuchillo y la
cabeza erguida de acuerdo con las normas severas de una
maestra olvidada,recorría la casa entera buscando los frascos
de miel cuyos escondites se le perdían a las pocas
horas
y encontraba por equivocación los pitillos de
márgenes de memoriales que él escribía
en otra época para no olvidar nada cuando ya no
pudiera acordarse de nada, leyó en uno que
mañana es martes,leyó que había una cifra en tu blanco
pañuelo roja cifra de un nombre que no era el tuyo mi
dueño,leyó intrigado Leticia Nazareno de mi alma
mira en lo que he quedado sin ti,leía Leticia Nazareno por todas partes sin
poder entender que alguien fuera tan desdichado para dejar
aquel reguero de suspiros escritos,y sin embargo era mi letra, la única
caligrafía de mano izquierda que se encontraba
entonces en las paredes de los excusados donde
escribía para consolarse que viva el general, que
viva, carajo,
curado de raíz de la rabia de haber sido el
más débil de los militares de tierra mar y
airepor una prófuga de clausura de la cual no
quedaba sino el nombre escrito a lápiz en tiras de
papelcomo él lo había resuelto cuando ni
siquiera quiso tocar las cosas que los edecanes pusieron
sobre el escritorio y ordenó sin mirarlasque se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto
pudiera evocar la imagen de sus muertos,que pusieran todo lo que fue de ellos dentro del
dormitorio de sus siestas desaforadasy tapiaran las puertas y las ventanas con la orden
final de no entrar en ese cuarto ni por orden mía,
carajo,
sobrevivió al escalofrío nocturno de
los aullidos de pavor de los perros encadenados en el patio
durante muchos mesesporque pensaba que cualquier daño que les
hiciera podía dolerle a sus muertos,
se abandonó en la hamaca, temblando de la
rabia de saber quiénes eran los asesinos de su
sangrey tener que soportar la humillación de verlos
en su propia casa porque en aquel momento carecía de
poder contra ellos,se había opuesto a cualquier clase de honores
póstumos, había prohibido las visitas de
pésame, el luto,esperaba su hora meciéndose de rabia en la
hamaca a la sombra de la ceiba tutelardonde mi último compadre le había
expresado el orgullo del mando supremo por la serenidad y el
orden con que el pueblo sobrellevó la
tragedia,y él apenas sonrió, no sea pendejo
compadre, qué serenidad ni qué orden, lo que
pasa es que a la gente no le ha importado un carajo esta
desgracia,repasaba el periódico al derecho y al
revés buscando algo más que las noticias
inventadas por sus propios servicios de prensa,se hizo poner la radiola al alcance de la mano para
escuchar la misma noticia desde Veracruz hasta Riobamba que
las fuerzas del orden estaban sobre la pista segura de los
autores del atentado,y él murmuraba cómo no, hijos de la
tarántula, que los habían identificado sin la
menor duda,cómo no, que los tenían acorralados
con fuego de mortero en una casa de tolerancia de los
suburbios, ahí están, suspiró, pobre
gente,
pero permaneció en la hamaca sin traslucir ni
una luz de su malicia rogando madre mía
Bendición Alvarado dame vida para este desquite, no me
sueltes de tu mano, madre, inspírame,tan seguro de la eficacia de la súplica que
lo encontramos repuesto de su dolorcuando los comandantes del estado mayor responsables
del orden público y de la seguridad del
estadovinimos a comunicarle la novedad de que tres de los
autores del crimen habían sido muertos en combate con
la fuerza pública y los otros dos estaban a
disposición de mi general en los calabozos de San
Jerónimo,y él dijo ajá, sentado en la hamaca
con la jarra de jugos de fruta de la cual nos sirvió
un vaso para cada uno con pulso sereno de buen
tirador,más sabio y solícito que nunca, hasta
el punto de que adivinó mis ansias de encender un
cigarrilloy me concedió la licencia que no había
concedido hasta entonces a ningún militar en servicio,
bajo este árbol todos somos iguales, dijo,
y escuchó sin rencor el informe minucioso del
crimen del mercado,cómo habían sido traídos de
Escocia en remesas separadas ochenta y dos perros de presa
recién nacidosde los cuales habían muerto veintidós
en el curso de la crianzay sesenta habían sido mal educados para matar
por un maestro escocésque les inculcó un odio criminal no
sólo contra los zorros azules sino contra la propia
persona de Leticia Nazareno y el niñovaliéndose de estas prendas de vestir que
habían sustraído poco a poco de los servicios
de lavandería de la casa civil,valiéndose de este corpiño de Leticia
Nazareno, este pañuelo, estas medias,este uniforme completo del niño que exhibimos
ante él para que los reconociera,pero sólo dijo ajá, sin
mirarlos,le explicamos cómo los sesenta perros
habían sido entrenados inclusive para no ladrar cuando
no debían,los acostumbraron al gusto de la carne
humana,los mantuvieron encerrados sin ningún
contacto con el mundo durante los años
difíciles de la enseñanzaen una antigua granja de chinos a siete leguas de
esta ciudad capital donde tenían imágenes de
bulto de tamaño humano con ropas de Leticia Nazareno y
el niñoa quienes los perros conocían además
por estos retratos originales y estos recortes de
periódicos que le mostramos pegados en un
álbumpara que mi general aprecie mejor la
perfección del trabajo que habían hecho esos
bastardos, lo que sea de cada quién,pero él sólo dijo ajá, sin
mirarlos,
le explicamos por último que los sindicados
no actuaban de su cuenta, por supuesto,sino que eran agentes de una hermandad subversiva
con base en el exterior cuyo símbolo era esta pluma de
ganso cruzada con un cuchillo, ajá,todos ellos fugitivos de la justicia penal militar
por otros delitos anteriores contra la seguridad del
estado,estos tres que son los muertos cuyos retratos le
mostramos en el álbum con el número de la
respectiva ficha policial colgada del cuello,y estos dos que son los vivos encarcelados a la
espera de la decisión última e inapelable de mi
general,los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León,
de 28 y 23 años,el primero desertor del ejército sin empleo
ni domicilio conocidosy el segundo maestro de cerámica en la
escuela de artes y oficios,y ante los cuales dieron los perros tales muestras
de familiaridad y alborozo que eso hubiera bastado como
prueba de culpa mi general,y él sólo dijo ajá, pero
citó con honores en el orden del día a los tres
oficiales que llevaron a término la
investigación del crimeny les impuso la medalla del mérito militar
por servicios a la patria en el curso de una ceremonia
solemne
en la cual constituyó el consejo de guerra
sumario que juzgó a los hermanos Mauricio y Gumaro
Ponce de León y los condenó a morir fusilados
dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes,a menos de obtener el beneficio de su clemencia mi
general, usted manda.Permaneció absorto y solo en la hamaca,
insensible a las súplicas de gracia del mundo
entero,oyó en la radiola el debate estéril de
la Sociedad de Naciones,oyó insultos de los países vecinos y
algunas adhesiones distantes,oyó con igual atención las razones
tímidas de los ministros partidarios de la piedad y
los motivos estridentes de los partidarios del
castigo,se negó a recibir al nuncio apostólico
con un mensaje personal del papa en el cual expresaba su
inquietud pastoral por la suerte de las dos ovejas
descarriadas,oyó los partes de orden público de
todo el país alterado por su silencio,oyó tiros remotos, sintió el temblor
de tierra de la explosión sin origen de un barco de
guerra fondeado en la bahía,once muertos mi general, ochenta y dos heridos y la
nave fuera de servicio,de acuerdo, dijo él, contemplando desde la
ventana del dormitorio la hoguera nocturna en la ensenada del
puerto
mientras los dos condenados a muerte empezaban a
vivir la noche de sus vísperas en la capilla ardiente
de la base de San Jerónimo,él los recordó a esa hora como los
había visto en los retratos con las cejas erizadas de
la madre común,los recordó trémulos, solos, con las
tablillas de los números sucesivos colgadas del cuello
bajo el foco siempre encendido de la celda de
agonía,se sintió pensado por ellos, se supo
necesitado, requerido,pero no había hecho un gesto mínimo
que permitiera vislumbrar el rumbo de su voluntad cuando
acabó de repetir los actos de rutina de una jornada
más en su viday se despidió del oficial de servicio que
había de permanecer en vela frente al dormitorio para
llevar el recado de su decisión a cualquier hora en
que él la tomaraantes de los primeros gallos, se despidió al
pasar sin mirarlo, buenas noches, capitán,colgó la lámpara en el dintel,
pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres
pestillos,se sumergió bocabajo en un sueño
alerta a través de cuyos tabiques frágiles
siguió oyendolos ladridos ansiosos de los perros en el patio, las
sirenas de las ambulancias, los petardos, las ráfagas
de música de alguna fiesta equívoca en la noche
intensa de la ciudad sobrecogida por el rigor de la
sentencia,despertó con las campanas de las doce en la
catedral, volvió a despertar a las dos, volvió
a despertar antes de las tres con la crepitación de la
llovizna en las alambreras de las ventanas,y entonces se levantó del suelo con aquella
enorme y ardua maniobra de bueyde primero las ancas y después las patas
delanteras y por último la cabeza aturdida con un hilo
de baba en los belfosy ordenó en primer término al oficial
de guardia que se llevaran esos perros donde yo no pueda
oírlos bajo el amparo del gobierno hasta su
extinción natural,ordenó en segundo término la libertad
sin condiciones de los soldados de la escolta de Leticia
Nazareno y el niño,
y ordenó por último que los hermanos
Mauricio y Gumaro Ponce de León fueran ejecutados tan
pronto como se conozca esta mi decisión suprema e
inapelable,pero no en el paredón de fusilamiento, como
estaba previsto,sino que fueron sometidos al castigo en desuso del
descuartizamiento con caballosy sus miembros fueron expuestos a la
indignación pública y al horror en los lugares
más visibles de su desmesurado reino de
pesadumbre,pobres muchachos, mientras él arrastraba sus
grandes patas de elefante mal herido suplicando de
rabia
En
búsqueda del hombre que me ayude a vengar esta sangre
inocente
madre mía Bendición Alvarado,
asísteme, no me dejes de tu mano, madre,
permíteme encontrar el hombre que me ayude a vengar
esta sangre inocente,un hombre providencial que él había
imaginado en los desvaríos del rencor y que buscaba
con una ansiedad irresistible en el trasfondo de los ojos que
encontraba a su paso, trataba de descubrirlo
agazapadoen los impulsos del corazón,
en las rendijas menos usadas de la
memoria,
y había perdido la ilusión de
encontrarlo cuando se descubrió a sí mismo
fascinado por el hombre más deslumbrante y altivo que
habían visto mis ojos, madre,vestido como los godos de antes con una chaqueta de
Henry Pool y una gardenia en el ojal,con unos pantalones de Pecover y un chaleco de
brocados con visos de plataque había lucido con su elegancia natural en
los salones más difíciles de Europacabestreando con una trailla un dobermann taciturno
del tamaño de un novillo con ojos humanos,José Ignacio Sáenz de la Barra para
servir a su excelencia, se presentó,el último vástago suelto de nuestra
aristocracia demolida por el viento arrasador de los
caudillos federales,barrida de la faz de la patria con sus áridos
sueños de grandeza y sus mansiones vastas y
melancólicas y su acento francés,un espléndido cabo de raza sin más
fortuna que sus 32 años, siete idiomas, cuatro marcas
de tiro al pichón en Dauville,sólido, esbelto, color de hierro, cabello
mestizo con la raya en el medio y un mechón blanco
pintado,los labios lineales de la voluntad
eterna,la mirada resuelta del hombre providencial que
fingía jugar al cricket con el bastón de
cerezopara que le tomaran un retrato de colores con el
fondo de primaveras idílicas de los gobelinos de la
sala de fiestas,
y en el instante en que él lo vio
exhaló un suspiro de alivio y se dijo éste es,
y ése era.Se puso a su servicio con el compromiso simple de
que usted me entrega un presupuesto de ochocientos cincuenta
millonessin tener que rendirle cuentas a nadie y sin
más autoridad por encima de mí que su
excelenciay yo le entrego en el curso de dos años las
cabezas de los asesinos reales de Leticia Nazareno y el
niño,
y él aceptó, de acuerdo, convencido de
su lealtad y su eficacia al cabo de las muchas pruebas
difíciles a que lo había sometidopara escrutarle los vericuetos del ánimo y
conocer los límites de su voluntad y las grietas de su
carácter antes de decidirse a ponerle en las manos las
llaves de su poder,lo sometió a la prueba final de las partidas
inclementes de dominó en las que José Ignacio
Sáenz de la Barra se impuso la temeridad de ganar sin
licencia, y ganó,pues era el hombre más valiente que
habían visto mis ojos, madre,
tenía una paciencia sin esquinas,
sabía todo,conocía setenta y dos maneras de preparar el
café,distinguía el sexo de los
mariscos,sabía leer música y escritura para
ciegos,se quedaba mirándome a los ojos, sin hablar,
y yo no sabía qué hacer ante aquel rostro
indestructible,aquellas manos ociosas apoyadas en el pomo del
bastón de cerezocon una piedra de aguas matinales en el
anular,aquel perrazo acostado a sus pies vigilante y feroz
dentro de la envoltura de terciopelo vivo de su piel
dormida,aquella fragancia de sales de baño del cuerpo
inmune a la ternura y a la muertedel hombre más hermoso y con mayor dominio
que vieron mis ojos
El otoño del patriarca de Gabriel García
Marqués
Texto adecuado para facilitar su
lectura.
Enviado por:
Rafael Bolívar Grimaldos