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El cementerio de la chacarita



  1. Introducción
  2. Parte
    1
  3. Parte
    2
  4. Parte
    3
  5. Bibliografía
    complementaria

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Introducción

Cercado por Buenos Aires, el viejo Cementerio del
Oeste
, hoy conocido como Cementerio de La
Chacarita
, no tiene más opción que la de
seguir "creciendo hacia abajo". El mundo de los vivos le
imposibilita expresar su persistente vocación expansiva,
tan propia en todas las necrópolis del mundo. Por eso, de
tanto en tanto, los viejos muertos deben dejarle lugar a los
nuevos y emigrar a los osarios, en donde el más absoluto
anonimato se transforma en la vía, segura e inevitable,
que los conducen al olvido.

Exhumar para inhumar de nuevo.

Desterrar a los antiguos protagonistas para permitir que
otros ocupen la escena. Limpiar el escenario. Renovarlo. Ayudar a
que otros deudos expresen su dolor, al menos durante un tiempo.
Y, una vez transcurrido éste, volver a repetir la
operación.

Como con los cultivos en el campo, hay que rotar a los
habitantes del subsuelo. Quizás en eso resida la vida
misma de los cementerios; a menos que se tenga mucho dinero y se
pueda pagar por mantener la memoria de un apellido entre las
cuatro paredes de una bóveda de mármol o
granito.

Aún así, cuando se la recorre, la
necrópolis también demuestra que las residencias
más "paquetas" e imponentes están a merced
de las horas. Que, a la postre, terminarán por convertirse
en ruinas; igual que el compungido sentir de los sobrevivientes,
irremediablemente devenido en apenas una chispa.

En la Chacarita, cientos de mausoleos familiares se
agotan con lentitud.

Desgastados. Saqueados. Sin placas de bronce que los
identifique. Sin protección. Sin recuerdos. Sin nada. Pero
aún de pie, por un rato más. Simulando ser los
últimos bastiones, las últimas trincheras, contra
la fatalidad.

El dinero permite extender la hipocresía y
engañarnos con la falsa esperanza de la eternidad. Pero no
todos pueden darse ese lujo inútil; y un sector del
cementerio es el más "vivo" ejemplo de lo que
decimos.

Permítame el lector que lo lleve a
recorrerlo.

Parte 1

Las 95 hectáreas que conforman el cementerio de
la Chacarita luchan actualmente contra el sentimiento de
anacronismo que pesa sobre ellas. La "Edad de Oro"
parece haber quedado en el pasado; especialmente a principios del
siglo XX y en las décadas de 1940 y 1950, cuando eran
miles las personas que lo visitaban, expresando un postura ante
la muerte (y ante los muertos) muy diferente a la
actual.

Hoy en día, la muerte se ha convertido en algo
pornográfico. Por lo tanto, se la oculta,
enmascara y maquilla. Debe pasar inadvertida. Es un tema de "mal
gusto" y, como tal, se lo evita. En los últimos sesenta o
setenta años (es difícil poner una fecha con
exactitud por ser ésta una historia de larga
duración
), la muerte dejó de ser una
cuestión comunitaria (un ritual social en el que muchos
participaban) para transformarse en otra más privada y
excluyente, pautada por normas distintas que explicitan un "ser
ante la muerte" cuyos sentimientos más comunes son el
rechazo, el miedo e, inclusive, el asco.

El viejo culto a los antepasados hoy pasa por otro lado.
Se liberó de toda la parafernalia lúgubre que
poseía la "muerte romántica" del siglo
XIX; y la expresión por el deceso de los seres queridos
perdió su dramatismo de antaño. El duelo ha
retrocedido ostensiblemente, casi hasta desaparecer. Las
compungidas muestras de dolor (llantos desgarradores
especialmente) son vistos con malos ojos y desagradan al
público (tal vez sea por eso que los periodistas suelen
prestarles tanta atención cuando alguien rompe esta
regla estatuida socialmente). Las plañideras ya
no existen y el velorio no sólo se ha privatizado, sino
también acortado en tiempo. Morir en la misma cama en la
que se nació (por siglos una realidad cotidiana) es un
hecho visto como patológico y desagradable. Lo mismo que
el velar al muerto en la casa en la que vivió.

Todo ha cambiado.

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También los cementerios que actualmente se
habilitan son distintos. Semejan canchas de golf. Verdes.
Anónimos a primera vista. En ellos hay que buscar con
detenimiento las placas, minúsculas y poco artificiosas,
que indican el lugar de reposo de un familiar o amigo. Son
parques. Cementerios-parques. Minimalistas. Sin
construcciones pomposas, ni estatuas. Sin fotos.

En este sentido, la Chacarita es un escenario fuera de
época; y como tal nos remite a otro "sentir", a
otra mentalidad. Tal vez ese sea el motivo por el cual sus calles
y avenidas, pasajes y rotondas (una verdadera necrópolis o
ciudad de los muertos), estén hoy prácticamente
vacías; incluso en fechas que, como el Día de
los Muertos
, antes convocaban a un número
impresionante de deudos.

Todos coinciden en que este cementerio recibe cada vez
menos visitantes. Que son pocas las flores que se venden en su
entrada. Y que el abandono domina gran parte de su
panorama.

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Según testimonios de personas que trabajan en el
lugar, la mitad de las bóvedas familiares están en
un estado calamitoso. Olvidadas. Nadie las cuida. Nadie reclama
nada. Los pasillos, aún de día, son tierra de nadie
y no faltan los ancianos y vigilantes que temen caminar por
ellos. Dicen que se han vuelto inseguros. Que se cometen atracos.
Incluso, que se practica la prostitución en ellos. El robo
de las placas de bronce, de las puertas del mismo metal y enceres
con que son enterrados los muertos, atraen a los más
inescrupulosos y "valientes" saqueadores. No son poco
comunes las noticias que se publican en los diarios al respecto.
Hasta las manos del general Juan D. Perón fueron
sustraídas de este camposanto.

Pero el saqueo de tumbas es otra cuestión.
Constituyó una actividad muy común desde los
días del antiguo Egipto; y lo sigue siendo en
países como el Perú, donde el "huaqueo" es
una actividad casi profesionalizada. Claro que en este caso
estamos refiriéndonos a enterramientos de varios siglos de
antigüedad. Distinto es cuando la tumba de la abuela es
profanada.

Algo es evidente: aún con diagnóstico, ya
no morimos como antes. Tampoco hacemos lo mismo con nuestros
muertos. Ni la iconografía funeraria es la
misma.

Si nos remontamos a siglos anteriores advertiremos que
la muerte tiene su propia historia. Que no se la "vivió"
de la misma manera y que, si bien es algo natural morir, no
conceptualizamos ese hecho de la misma forma. Numerosos estudios
históricos han demostrado que hasta mediados del siglo
XVII el hombre occidental había domesticado al
óbito y que éste no era visto como una ruptura
trágica. El trance de dejar este mundo estaba naturalizado
y pautado al punto de no engendrar la angustia y temor que hoy
provoca.

Pero a partir de una fecha cercana a 1650 la
situación cambió. La muerte ajena (la del otro)
empezó a importar más que la propia. El dolor por
la perdida del ser amado se llenó de emotividad, dolor,
gestos efusivos e intolerancia, especialmente si el que
moría era un hijo.

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Este interesante proceso se dio en el mismo momento en
que las expectativas de vida aumentaron como consecuencia de los
avances del conocimiento médico y surgía una nueva
afectividad entre padres e hijos, dando origen al apego y a la
confianza entre ellos (no detectable en otras
épocas).

Tuvieron que pasar casi dos siglos y medio para que la
nostalgia, la melancolía y el recuerdo, encontraran en el
romanticismo del siglo XIX el canal más efectivo para
elevar hasta las nubes el nuevo culto familiar a los antepasados;
que quedó plasmado, más que nunca, en las
habituales visitas a los cementerios y las ya nombrada
conmemoración multitudinaria del 1° de
noviembre.

En aquellos días los cementerios sí
importaban.

Incluso desde un punto de vista político, ya que
en ellos quedaron retratados los mártires, los
revolucionarios, héroes, educadores y patriotas que
habían ayudado a construir las flamantes naciones que por
entonces emergían.

Eran símbolos. Una forma más de alimentar
el sentimiento de pertenencia y el nuevo culto a la
conmemoración. El cementerio de la Recoleta es, al
respecto, un mejor ejemplo que el de la Chacarita (este
último orientado a exaltar la fuerza del inmigrante
exitoso, la memoria de los grandes ídolos populares, y no
tanto la de las familias de la oligarquía
patricia).

El culto a los muertos sigue siendo una de las formas o
expresiones del patriotismo, originado por el positivismos
decimonónico y no por el cristianismo.

Pero, ¿por qué se dio este
proceso?

Con relación a este tema hay dos interpretaciones
que, por no considerarlas excluyentes, vamos a tomarlas en
conjunto.

A nuestro modesto entender, y siguiendo a los
historiadores Philippe Ariés y Michel Vovelle, un nuevo
sentimiento de familia (más cariñoso y por
consiguiente menos tolerante con la muerte del otro) se
conjugó con la progresiva descristianización
operada desde el siglo XVII, derivando así en un culto de
la muerte que buscó anclaje en temas no religiosos. Es
decir, en la familia, la nación y el Estado. Toda la
iconografía funeraria del siglo XIX y parte del XX es un
clarísimo reflejo de lo que sostenemos. Como bien dijo la
historiadora Andrea Jáuregui, "la imagen es un
testimonio mudo, un inventario de la sociedad que la produjo
(…) que permite reconstruir la conformación mental
colectiva de una sociedad o una época
".

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Pero algo empezó a cambiar hace poco más
de sesenta años.

La muerte se desnaturalizó y la verdad
empezó a ser un problema. Como consecuencia de ello, y tal
como señalamos más arriba, la actitud hacia la
muerte cambió. Infantilizamos al moribundo. Le quitamos el
derecho a vivir su propia muerte mintiéndole, ocultando la
gravedad de una enfermedad. Tratándolo como si fuera un
menor de edad, incapaz de hacerse cargo de su fatal destino. Pero
eso no fue todo. Esta actitud se volvió más
abarcativa, al punto de involucrar a toda la sociedad. Y
así la agonía y la muerte se quitó del medio
y los rituales que giraban en torno de ella se escamotearon y
perdieron toda su carga de dramatismo. La familia se
desligó del asunto y lo transfirió a los
médicos. También dejó, gradualmente, de
visitar los cementerios y la incineración (no sólo
por cuestiones económicas) se volvió una
práctica común y extendida.

Hace poco menos de un siglo la muerte estaba presente en
todos lados (cortejos, velatorios, llantos, visitas a tumbas,
culto al recuerdo). Hoy es un tema tabú. De eso ya no
habla, al menos en voz alta.

Tal vez sea este el motivo por el cual caminar hoy por
la Chacarita resulte ser una experiencia tan estremecedora como
solitaria.

Parte 2

Gris oscuro. Gris claro. Gris apagado,
manchado.

Los tonos grises son predominantes en el cementerio de
la Chacarita. Pero la gama cromática no se acaba en ese
color. El negro y el blanco de los mármoles que decoran o
conforman la estructura de muchas bóvedas y panteones,
así como la de centenares de estatuas mortuorias y
votivas, salpican la necrópolis como si fueran las marcas
dejadas por la viruela en un rostro gigantesco de 95
hectáreas.

Al recorrer sus calles y avenidas reconocemos muestras
de afecto y respeto para todos los gustos. El culto a la memoria
y a la melancolía es, como en todos los cementerios del
siglo XIX, heterogéneo y explícito. Hay
bóvedas neoclásicas, barrocas, con motivos
orientales, masónicos y algunas con tintes egipcios.
También el art déco y el art
nouveau
hacen acto de presencia, convirtiendo a muchas de
las arterias de la necrópolis en verdaderas
galerías de arte.

Las construcciones mortuorias son de todo tipo. Las hay
grandes y pequeñas. Imponentes, señoriales o
insignificantes. Abiertas a la vista del paseante o cerradas,
encapsuladas, casi selladas. Están las que exhiben
portentosas estatuas y bajorrelieves, figuras de bronce o de
hierro. Sucias, unas. Limpias, otras. Aunque todas expresando en
centenares de miles de placas y epitafios el dolor de una
pérdida, con mayor o menor vehemencia.

Pero hay un sector del cementerio en el que esa realidad
es muy diferente. Es un sector olvidado, aislado. Abandonado hace
unos veinticinco años, y que en los planos aparece
anodinamente nombrado como el "anexo 22".

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Ingresando por el pórtico principal que da sobre
la avenida Federico Lacroze y varias cuadras doblando hacia la
derecha, con dirección al muro perimetral que se extiende
a lo largo de la avenida El Cano, cualquier visitante ocasional
de la Chacarita puede toparse (si no es expulsado por
algún miembro del servicio de vigilancia) con una
verdadera "tierra de nadie" que nos recuerda los
terrenos que separaban a las trincheras enemigas durante la
Primer Guerra Mundial.

Es un predio enorme cubierto de yuyos, arbustos y
gramíneas con diminutos frutos blancos, que crecen
desordenadamente, sin respetar siquiera los imperceptibles
senderos que, antaño, recorrían una zona con tumbas
en tierra.

Todo allí está excavado. Centenares de
montículos y pozos abiertos nos hablan de exhumaciones
colectivas. De antiguos sepulcros removidos, que emulan hoy un
paisaje casi lunar; repleto de cráteres sucios, invadidos
por cascotes, pedregullo y malas hierbas.

Es un sitio desolador. La contratara del recuerdo. El
olvido convertido en abandono.

Sólo un par de tumbas, prolijamente
acondicionadas, sugieren la ocasional presencia de algún
deudo. Tal vez la única muestra de resistencia familiar
que queda en el lugar. Un ejemplo vano de rebelión. Un
adormecido testimonio de lo perenne que resulta ser el consabido
"amor eterno".

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Un poco más allá del campo de tumbas
vacías, recostada sobre el paredón que da a la
avenida El Cano, se levanta una construcción majestuosa,
gigantesca, de unos 200 metros de largo, por completo abandonada;
pero, aún así, exhibiendo la hidalguía que
sólo su estilo neoclásico puede darle. Es una
imponente galería de nichos mortuorios que fuera
construida aproximadamente hacia 1926 y que desde hace un cuarto
de siglo quedó al margen del resto del cementerio,
acumulando basura y desidia.

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Sus dos pórticos, en cada uno sus extremos, y por
los que se tiene acceso a las escaleras que conducen a las
galerías subterráneas, resultan ser
hermosísimos ejemplos de simulado arte clásico. Se
accede a ellos a través de una escalinata de granito de
ocho peldaños sobre los cuales dos altísimas
columnas dóricas sostienen el arquitrabe y el friso,
decorado con figuras geométricas y abstractas. El
tímpano, enmarcado por dos cornisas inclinadas, carece e
figuras, a no ser las que la imaginación pueda crea con
las extendidas manchas negras de humedad que lo cubren. Por
encima de aquel triángulo perfecto se levanta una
estructura cuadrangular, de bordes rectos y salientes
equidistantes, en las que reposan lo que parecen ser enormes
braseros de hierro repujado, adornados con argollas y un
exquisito bajo relieve de figuras lagrimales que unen sus
extremos en la base misma del objeto.

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Uno no puede más que sentirse pequeño ante
semejante monumentalidad. Tan pequeño como los tres nidos
de horneros que cuelgan de una de sus cornisas, denunciando el
largo tiempo que toda la estructura ha permanecido sin
cuidado.

La muerte, la Gran Soberana, se ha escapado de
los nichos vacíos y conquistado todo el
edificio.

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Un macabro deleite puede sentirse al observar ese
universo de creatividad convertido en ruinas. Porque hay de
admitir algo: aún en estado calamitoso, hay belleza en esa
construcción.

Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que
un cementerio abandonado. Los artistas europeos del siglo XIX
conocieron muy bien el paño, y no tardaron en describirlos
como los últimos soportes de la individualidad. Pero la
galería de nichos del anexo 22 hace caso omiso
del individualismo. Todo en ella es anónimo. Ninguna de
las celdas de ese enorme panal de cemento tiene nombre o
apellido. Los féretros fueron removidos y las lajas que
los sellaban quedaron desperdigadas en el suelo, hechas
añicos, tapizando el largo pasillo con trozos irregulares
de mármol partido.

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Sin lápidas, sin inscripciones, esos nichos
remedan una biblioteca vacía, un archivo yermo sin
catálogo.

Aún dominada por la muerte, en apariencia
ausente, el complejo exuda vida. Zarzas y enredaderas trepan por
las escalinatas, invaden los nichos, amenazan subir por las
columnas; en tanto que colonias de palomas anidan en cuanto
recoveco encuentran, tapizando con sus excrementos el piso y todo
lo que cae en él. La naturaleza recoloniza los espacios
abandonados y recrea una situación sincrética en
donde lo animado y lo inanimado se alternan con cada paso que se
da.

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Pero el camino que conduce a las galerías
subterráneas del complejo está salpicado de objetos
tenebrosos, que dejan muy lejos cualquier idea que podamos tener
sobre la vida.

Aún de día, descender a esas catacumbas
implica abandonar toda claridad y sumergirse en un ambiente
pesado, húmedo, putrefacto. Casi el escenario de una
novela gótica.

Antes de bajar por la escalera en "U" que lleva a las
entrañas de la Chacarita, restos de antiguas tumbas
exhumadas jalonan el camino: una pequeña lápida
descontextualizada decora un peldaño en acto de cruel
ironía, la tapa arrancada de un ataúd y hasta
restos óseos, se convierten en un anuncio macabro de lo
que el visitante encontrará más abajo.

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La galería bajo-nivel del anexo 22 mete miedo.
Cuesta arrancar. Hay que habituarse a las sombras, primero; y,
después, caminar con cuidado porque es muy factible
tropezar con algún objeto salido de una pesadilla morbosa.
Aún así, cuando ayudado por el flash de la maquina
de fotos uno se integra al "paisaje", el asombro no
queda ausente.

Es sobrecogedor observar ese largo pasillo mal iluminado
por la claridad de los vetiluces que están a nivel del
piso superior. Única fuente de luz natural, esos
ventanucos rectangulares con rejas oxidadas producen un efecto
lumínico contrastante. Y el miedo inicial sigue presente
hasta que la razón entiende que los fantasmas sólo
existen en uno y que únicamente, en esa garganta negra de
cemento, es posible encontrar destrucción y
abandono.

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Los nichos parecen haber sido saqueados. Semejan las
cajas de seguridad de un banco, violentadas por la
ambición desesperada de ladrones inescrupulosos.
Lápidas rotas, ataúdes en estado de
descomposición, arrancados de los nichos, basura,
excrementos de aves y de ratas, huesos humanos y mortajas, se
mezclan con maderas, sogas y óxido, hongos, bacterias,
insectos y ceniza.

Todo allí abajo es un amasijo desordenado y en
sombras. Escenario perfecto para un film de terror, y catapulta
inevitable a borbotones de adrenalina.

Es una sensación extraña de finitud, de
temporalidad, la que se experimenta en el lugar.

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Parte 3

Aún siendo los elementos líquidos y
gaseosos los más contaminantes, la cosas que se deterioran
(casas, hospitales, hoteles, graneros, incluso galerías de
nichos funerarios) quedan asociadas a enfermedades y pestes. Nos
espantan, y el imaginario literario y popular, abstraído
del conocimiento racional, puebla esos sitios abandonados con
fantasías morbosas; y en cada caso, es el contexto el que
determina esas historias y retroalimenta los temores inconcientes
de la gente, recrea el folclore local y nos quita el sueño
con leyendas moralizantes de alto impacto.

Lugares sombríos, marginales, incontrolados.
Sometidos a las fuerzas de la naturaleza (como el anexo 22) y
desprovistos de cualquier control, los espacios abandonados
abonan nuestro temor a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos
todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y
las sombras adquieren características ominosas. No es de
extrañar que sean los escenarios más propicios para
el miedo. Y de todos ellos, a lo ancho y largo del mundo, los
cementerios son los preferidos.

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"Esto hace «miles de años» que
está abandonado. Hace rato
", exageró un
miembro del servicio privado de vigilancia del cementerio de la
Chacarita cuando me vio deambular por la galería y,
presuroso, se me acercó en bicicleta.[1]
"No está permitido caminar por acá. Es
peligroso
", alertó no bien estuvo a mi lado. "Hay
afanos y saqueos. Gente que se esconde y queda dentro del
cementerio después de que éste cierra. Inclusive
roban de día. Hace unos días a una viejita que
traía flores. No es conveniente que ande por
acá
".

Me interesaba conocer sus historias y, por lo tanto, "le
tiré de la lengua". Haciéndome el sorprendido,
inquirí sobre lo qué pasaba por las
noches.

"Afanan de todo", dijo. "Y no se puede
hacer gran cosa. Esto después de que cierra es tierra de
nadie. Pero yo estoy en el turno mañana. De noche no me
quedo ni loco
…".

Entonces me animé a preguntar por los consabidos
fantasmas de la tradición oral.

Contrariamente a lo que creí, el vigilante no se
rió.

"Sí que hay fantasmas",
respondió. "Los muchachos cuentan que los ven
caminando. Ven a alguien por delante de ellos y cuando con las
linternas los alumbran, desaparecen… Además, te
llaman por tu nombre. En este sector y en todos lados. En tierra
mucho más. Por ejemplo, en el sector donde está la
tumba de los padres del gobernador Scioli hay una garita y,
ahí, te llaman por tu nombre. También ven pasar,
entre las bóvedas, mantos negros, sombras. Y
después está una viuda que la enterraron viva, y
más tarde falleció acá adentro. Esa se pasea
de blanco todas las noches. Aparece entre las dos y tres de la
mañana. Una hora. Todas las noches se pasea. Todos los
días la ven. Dicen que vos la ves y, de pronto, no la ves
más y se te aparece al lado tuyo. Le han sacado fotos,
pero salen todas borrosas. Sólo el dibujo
(
silueta) de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene
los ojos brillantes como los gatos. Pero ya ni miedo le tienen.
Algunos la invitan a tomar mate: ¡che, vení a
tomarte unos mates! ¡Haceme compañía!, le
dicen… Pero acá los peligrosos son los chorros, no
los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre todo bronce. A los
vivos hay que tenerles miedo
".[2]

Más allá de lo trillado que está el
último comentario del vigilante (repetitivo y presente en
cuanto cementerio recorrí), la referencia a
fenómenos "extraños" dentro de la
Chacarita es un lugar común en muchas sobremesas e
informes de relleno en los noticieros de televisión. Las
inmensas hectáreas arboladas de la necrópolis
catalizan la tradición oral que llega hasta nosotros
denunciando temores, prejuicios y culpas colectivas, que nos
permiten conocer más a los vivos que a los
muertos.

Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas
-apareciendo y desapareciendo- revelan insatisfactorias
concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del
todo creídas.

FJSR

ABRIL 2012

Bibliografía
complementaria

  • Ariés, Philippe, El Hombre ante la
    Muerte
    , Editorial Taurus, Madrid, 1983.

  • Ariés, Philippe, La Muerte en
    Occidente
    , Editorial Argos Vergara, Barcelona,
    1982.

  • Godoy, Cristina y Hourcade, Eduardo, La
    Muerte en la Cultura. Ensayos Históricos
    , UNR
    Editora, Rosario, 1993.

  • Huizinga, J., El Otoño de la Edad
    Media
    , Editorial Revista de Occidente. Madrid,
    1965.

  • López Mato, Omar, "Entierros, velatorios
    y cementerios en la vieja Buenos Aires
    ". En Todo
    es Historia
    , N° 424, Buenos Aires,
    s/a.

  • Soto Roland, Fernando J., Visitantes de la
    Noche
    , Editorial Martín, Mar del Plata,
    1997.

  • Thomas, Louis Vincent, La Muerte. Una Lectura
    Cultural
    , editorial Paidos, España,
    1992.

  • Vovelle, Michel, Ideologías y
    Mentalidades
    , Editorial Ariel, Barcelona,
    1985.

 

 

Autor:

Fernando Jorge Soto
Roland

[1] Archivo de grabación del
autor.

[2] Testimonio grabado. Archivo del
autor.

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