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Economías Fallidas (página 6)




Enviado por Ricardo Lomoro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

(Jeffrey D. Sachs es profesor de Economía y
Director del Earth Institute de la Universidad de Columbia.
También es Asesor Especial del Secretario General de las
Naciones Unidas sobre las Metas de Desarrollo del Milenio.
Copyright: Project Syndicate, 2011)

– Atravesando como sonámbulos la crisis de
desempleo de Estados Unidos (Project Syndicate –
1/5/11)

(Por Mohamed A. El-Erian) Lectura recomendada

Newport Beach.- Fue relegada a una sesión de
preguntas y respuestas, en lugar de quedar expuesta de manera
prominente en la declaración de apertura, en la primera
conferencia de prensa de la historia que ofreció Ben
Bernanke, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos,
la semana pasada. Es una cuestión que muchos en Washington
D.C. están deseosos por descartar como "transitoria", a
pesar de la evidencia visible que indica todo lo contrario. Es
extremadamente vulnerable a los elevados precios del
petróleo y los alimentos. Y socava las presunciones
operacionales que apuntalan la caracterización de larga
data de la economía estadounidense como una
economía vibrante y receptiva.

La cuestión es la magnitud y la
composición del desempleo en Estados Unidos -un problema
que todavía no ha sido reconocido como corresponde por su
impacto cada vez más perjudicial en el tejido social del
país, su potencial económico y su posición
fiscal y dinámica de deuda, ya bastante
frágil.

Empecemos por los datos:

· En un 8,8% casi tres años después
del estallido de la crisis financiera global, la tasa de
desempleo de Estados Unidos sigue tenazmente (e inusualmente)
alta;

· En lugar de reflejar una creación de
empleos, gran parte de las mejoras de los últimos meses
(con respecto al 9.8% en noviembre del año pasado) se
deben a los trabajadores que salieron de la fuerza laboral, lo
que llevó la participación de la fuerza laboral a
un mínimo de 64,2%, que no se registraba desde
hacía muchos años;

· Si se incluyen los trabajadores de tiempo
parcial ansiosos por trabajar jornada completa, casi uno de cada
seis trabajadores en Estados Unidos están subempleados o
directamente desempleados;

· Más de seis millones de trabajadores han
estado desempleados durante más de seis meses, y cuatro
millones, por más de un año;

· El desempleo entre los jóvenes de 16 a
19 años está en un asombroso 24%;

· Prácticamente sin ingresos generados y
con ahorros menguantes, los desempleados están en peores
condiciones para poder hacer frente al alza de los precios del
combustible y los alimentos, decididamente no tienen acceso al
crédito y muchos tienen una deuda hipotecaria que excede
el valor de sus viviendas.

Estos y otros muchos factores hablan de una realidad
desagradable e inusual para Estados Unidos. El país ahora
tiene un problema de desempleo que es grande en magnitud y cada
vez más estructural en naturaleza. Las consecuencias son
multifacéticas e implican una angustia personal inmediata,
crecientes tensiones sociales y políticas, pérdidas
económicas y presiones presupuestarias.

Esto es mucho más que un problema
para el aquí y ahora. Un desempleo alto e inextricable
tiene serias consecuencias negativas a largo plazo que amenazan
con volverse exponencialmente peores. Esto es una
crisis.

La investigación internacional sustancial
demuestra que cuanto más tiempo uno está
desempleado, más cuesta conseguir un empleo. Esto erosiona
la base de habilidades de una economía y mina sus
capacidades productivas a largo plazo. Y, si el desempleo es
particularmente profundo entre los jóvenes, como sucede
hoy en día, un alto porcentaje de los desempleados corren
el riesgo de volverse inempleables.

Sin duda, la Gran Recesión desatada por la crisis
financiera global contribuyó a agravar esta
situación preocupante. Desafortunadamente, el problema es
mucho más profundo, ya que se venía gestando desde
hacía mucho tiempo.

En su origen, la crisis de empleos de Estados Unidos es
el resultado de muchos años de desinversión en
recursos humanos y en los sectores sociales. El sistema educativo
estuvo rezagado respecto del progreso registrado en otros
países. Las iniciativas de reentrenamiento laboral han
sido deplorablemente inadecuadas. La movilidad laboral viene
registrando una caída. Y se ha dedicado una
atención insuficiente a mantener una adecuada red de
seguridad social.

Estas realidades se vieron empañadas por la
locura que caracterizó a la "Edad de Oro" del
apalancamiento, el crédito y el derecho de endeudamiento
previa al 2008 en Estados Unidos, que alimentó un auge
gigantesco pero insostenible en la construcción, la
vivienda, el ocio y el comercio minorista. La resultante
creación de empleos, aunque temporaria, adormeció a
los responsables de las políticas hasta caer en la
complacencia sobre lo que realmente estaba sucediendo en el
mercado laboral. Cuando el auge se convirtió en un
descalabro prolongado, las ineficiencias de la situación
laboral a más largo plazo se volvieron visibles a los ojos
de cualquiera que se preocupara por mirar, y son
alarmantes.

Librado a sus propios mecanismos, el problema del
desempleo de Estados Unidos se profundizará. Esto
ampliará la ya importante brecha entre los que tienen y
los que no tienen en el país. Socavará las
capacidades y la productividad del mercado laboral.
Acentuará la carga impuesta a la cantidad cada vez menor
de personas que permanecen en la fuerza laboral y tienen empleos.
Y hará que resulte aún más difícil
encontrar una solución a mediano plazo para la
dinámica de deuda pública y déficit que es
cada vez peor en Estados Unidos.

El gobierno estadunidense tiene poco tiempo que perder
si quiere evitar un problema de desempleo más prolongado y
arraigado. Debe tomar medidas ahora para abordar las causas del
problema a través de programas de muchos años que
van desde la reestructuración educativa y el
reentrenamiento de los trabajadores hasta una mejora de la
productividad y una reforma del sector de la vivienda. Y debe
hacerlo al mismo tiempo que protege mejor a quienes están
desempleados desde hace mucho tiempo, muchos de los cuales tienen
escasa responsabilidad por sus aprietos actuales, alguna vez
impensables y desafortunadamente de larga data.

Ya es hora de que Estados Unidos se
despierte y enfrente de una manera holística su crisis de
desempleo. Como sabe cualquiera que alguna vez haya tenido un
trabajo indigerible, apagar el despertador y taparse la cabeza
con la sábana no es la solución.

(Mohamed A. El-Erian es máximo responsable
ejecutivo (CEO) y máximo responsable de información
(CIO) de PIMCO, y autor del éxito de ventas When Markets
Collide. Copyright: Project Syndicate, 2011)

– Economistas y democracia (Project Syndicate –
11/5/11)

(Por Dani Rodrik) Lectura recomendada

Cambridge.- Últimamente he estado presentando mi
nuevo libro The Globalization Paradox (La paradoja de la
globalización) a diferentes grupos. A esta altura ya estoy
acostumbrado a todo tipo de comentarios de parte de la audiencia.
Pero en un evento reciente de lanzamiento del libro, el
economista asignado para analizarlo me sorprendió con una
crítica inesperada. "Rodrik quiere que el mundo sea seguro
para los políticos", dijo, enfurruñado.

Para que el mensaje no cayera en saco roto, luego
ilustró su argumento recordándole al público
al "ex ministro japonés de Agricultura que sostuvo que
Japón no podía importar carne vacuna porque los
intestinos humanos son más largos en Japón que en
otros países".

El comentario generó algunas risitas entre
dientes. ¿A quién no le gusta hacer bromas a
expensas de los políticos?

Pero la observación tuvo una intención
más seria y evidentemente estaba destinada a exponer un
error fundamental en mi argumento. El hombre que analizaba mi
libro encontraba evidente que dejarles a los políticos
más espacio de maniobra era una idea disparatada -y
suponía que la audiencia estaría de acuerdo-. Si
uno elimina las limitaciones a lo que los políticos pueden
hacer, insinuó, lo único que conseguirá son
intervenciones tontas que estrangulan a los mercados y frenan el
motor del crecimiento económico.

Esta crítica refleja un
malentendido grave respecto de cómo funcionan realmente
los mercados. Educados con libros de texto que oscurecen el papel
de las instituciones, los economistas suelen imaginar que los
mercados surgen por sí solos, sin la ayuda de una
acción resuelta y colectiva. Adam Smith puede haber tenido
razón al decir que "la propensión a transportar,
trocar e intercambiar" es innata de los seres humanos, pero hace
falta una panoplia de instituciones ajenas al mercado para
materializar esta propensión.

Consideremos todo lo que se necesita. Los mercados
modernos precisan una infraestructura de transporte,
logística y comunicación, que en gran parte es el
resultado de inversiones públicas. Necesitan sistemas de
cumplimiento de contratos y protección de los derechos de
propiedad. Precisan regulaciones que aseguren que los
consumidores tomen decisiones informadas, que las externalidades
se internalicen y que no se abuse del poder del mercado.
Necesitan bancos centrales e instituciones fiscales para evitar
el pánico financiero y los ciclos comerciales moderados.
Precisan protecciones sociales y redes de seguridad para
legitimar los resultados distributivos.

Los mercados que funcionan bien siempre están
arraigados en mecanismos más amplios de gobernancia
colectiva. Esa es la razón por la cual las
economías más ricas del mundo, las que tienen los
sistemas de mercado más productivos, también tienen
grandes sectores públicos.

Una vez que reconocemos que los mercados requieren
reglas, luego debemos preguntarnos quién escribe esas
reglas. Los economistas que denigran el valor de la democracia a
veces hablan como si la alternativa a la gobernancia
democrática fuera la toma de decisiones de
reyes-filósofos platónicos de mentes elevadas
-idealmente economistas.

Sin embargo, este escenario no es ni relevante ni
deseable. Por un lado, cuanto más baja la transparencia,
representatividad y responsabilidad del sistema político,
más probabilidades hay que intereses especiales se
apropien de las reglas. Por supuesto, también se puede
capturar a las democracias. Pero siguen siendo nuestra mejor
salvaguarda contra el régimen arbitrario.

Es más, la formulación de las reglas rara
vez tiene que ver sólo con la eficiencia; puede implicar
compensar objetivos sociales enfrentados -estabilidad versus
innovación, por ejemplo- o tomar decisiones distributivas.
Estas no son tareas que querríamos encomendar a
economistas, quienes podrían saber el precio de muchas
cosas, pero no necesariamente su valor.

Es verdad, la calidad de la gobernancia
democrática a veces se puede aumentar si se reduce la
discreción de los representantes electos. Las democracias
que funcionan bien suelen delegar el poder de formular las reglas
a organismos cuasi-independientes cuando las cuestiones que se
barajan son técnicas y no plantean cuestiones
distributivas; cuando el intercambio de favores políticos
podría resultar en desenlaces subóptimos para
todos; o cuando las políticas están afectadas por
la miopía y descartan considerablemente los costos
futuros.

Los bancos centrales independientes ofrecen una
ilustración importante de esto. Puede estar en manos de
los políticos electos la tarea de determinar el objetivo
de inflación, pero los medios utilizados para alcanzar ese
objetivo son relegados a los tecnócratas en el banco
central. Aún entonces, los bancos centrales normalmente
siguen siendo responsables ante los políticos y deben
ofrecer una explicación cuando no logran los
objetivos.

De la misma manera, puede haber instancias útiles
de delegación democrática a organizaciones
internacionales. Los acuerdos globales para ponerle un tope a las
tasas de aranceles o reducir las emisiones tóxicas son,
por cierto, valiosos. Pero los economistas tienden a idolatrar
estas limitaciones sin escudriñar suficientemente las
políticas que las producen.

Una cosa es defender las limitaciones
externas que mejoran la calidad de la deliberación
democrática -impidiendo el cortoplacismo o exigiendo
transparencia, por ejemplo-. Otra cosa totalmente distinta es
subvertir la democracia privilegiando intereses particulares por
sobre otros.

Por caso, sabemos que los requerimientos globales de
adecuación del capital generados por el Comité de
Basilea reflejan abrumadoramente la influencia de los grandes
bancos. Si las regulaciones fueran escritas por economistas y
expertos en finanzas, serían mucho más rigurosas.
Por el contrario, si las reglas fueran relegadas a procesos
políticos internos, podría existir una mayor
presión compensatoria de parte de los accionistas que se
oponen (aunque los intereses financieros también son
poderosos fronteras para adentro).

Del mismo modo, a pesar de la retórica, muchos
acuerdos de la Organización Mundial de Comercio no son el
resultado de la búsqueda del bienestar económico
global, sino del poder de lobby de las multinacionales que buscan
oportunidades para generar ganancias. Las reglas internacionales
sobre patentes y propiedad intelectual reflejan la capacidad de
las empresas farmacéuticas y de Hollywood -para dar apenas
dos ejemplos- para salirse con la suya. Estas reglas son
ampliamente ridiculizadas por los economistas por haber impuesto
limitaciones inapropiadas a la capacidad de las economías
en desarrollo para acceder a productos farmacéuticos
baratos u oportunidades tecnológicas.

De manera que la opción entre discreción
democrática en casa y limitación externa no siempre
es una elección entre buenas y malas políticas.
Aún cuando el proceso político interno funcione de
manera deficiente, no existe ninguna garantía de que las
instituciones globales vayan a funcionar mejor. Muy a menudo, la
elección es entre ceder ante quienes buscan rentas en el
país o los extranjeros. En el primer caso, al menos las
rentas se quedan en casa.

Para terminar, el interrogante tiene que ver con a
quién le concedemos el poder para hacer las reglas que los
mercados necesitan. La realidad inevitable de nuestra
economía global es que el principal sitio de
responsabilidad democrática legítima sigue estando
dentro del estado nación. De manera que de buena gana me
declaro culpable de la acusación de mi crítico
economista. Sí quiero que el mundo sea seguro para los
políticos democráticos. Y, francamente, me
preocupan aquellos que no quieren lo mismo.

(Dani Rodrik, profesor de Economía
Política Internacional en la Universidad de Harvard, es
autor de The Globalization Paradox: Democracy and the Future of
the World Economy. Copyright: Project Syndicate, 2011)

La des-Unión Europea en el diván (Dr.
Freud: me he quedado sin "sueños" ¿qué
pasa?)

"La crisis de los valores, la confianza, el euro, la
política exterior y el liderazgo: pocas veces en su
historia el proyecto europeo ha estado tan en
entredicho"…
Cinco razones por las que Europa se
resquebraja (El País – 15/5/11)

Recojo algunos de los comentarios de José Ignacio
Torreblanca, director de la oficina en Madrid del European
Council on Foreign Relations (ECFR) y profesor de la
UNED:

"Dinamarca reintroduce los controles fronterizos con la
excusa de una criminalidad inexistente. Con ello, el país
que fue un modelo de democracia, tolerancia y justicia social se
sitúa en la avanzadilla de la rendición europea
ante el miedo y la xenofobia. Grecia lleva más de un
año al borde del precipicio sin que parezca que haya
muchos Gobiernos que lamentaran su eventual salida de la zona
euro; algunos incluso azuzan secretamente a los mercados contra
Atenas. Finlandia se resiste hasta el último minuto, a la
zaga de Eslovaquia, a financiar el rescate de Portugal. Francia e
Italia aprovechan la crisis tunecina para, en periodo electoral,
limitar la libertad de circulación dentro de la
Unión Europea. Y qué decir de Alemania, que no
contenta con gestionar la crisis del euro a golpe de elecciones
regionales, rompe filas con Francia y Reino Unido en el Consejo
de Seguridad de Naciones Unidas, se desentiende de la crisis
libia y revienta diez años de política de seguridad
europea.

Con el futuro del euro en entredicho y el mundo
árabe en erupción, los líderes europeos
gobiernan a golpe de encuestas y procesos electorales,
aferrándose al poder por cualquier vía, aunque para
ello tengan que deshacer la Europa que tanto tiempo y sacrificios
ha costado construir. Pocas veces el proyecto europeo ha estado
tan en entredicho y sus vergüenzas tan públicamente
expuestas. Pareciera que en esta Europa del presente, tener un
gran partido xenófobo fuera obligado. El hecho es que
Europa se resquebraja. De no mediar un cambio radical, el proceso
de integración podría colapsarse, dejando en el
aire el futuro de Europa como entidad económica y
políticamente relevante.

Un proyecto sin fuelle

Esta crisis no es coyuntural ni pasajera: no estamos
ante una mala racha, ni somos víctimas de un pesimismo
infundado. Para darnos cuenta de hasta qué punto el
proyecto de integración está en peligro no hace
falta más que rebobinar una década. Si lo
hiciéramos, el contraste con la situación actual no
podría ser más revelador. Después de lanzar
el euro el 1 de enero de 1999, la Unión Europea aprobaba
la Estrategia de Lisboa, que prometía convertir a la UE en
la economía más dinámica, competitiva y
sostenible del mundo. También se comprometía a
ampliar el espacio de libertad, seguridad y justicia, llevando la
integración europea a los ámbitos policiales,
judiciales y de inmigración, que hasta entonces
habían quedado al margen de la construcción
europea. Y para culminar ese proceso y darse a sí misma
una verdadera unión política que le permitiera ser
un actor globalmente relevante en el mundo del siglo XXI,
ponía en marcha el proceso de elaboración de la
Constitución Europea.

Pero la UE no se completaba sólo hacia dentro,
sino también hacia fuera: lanzaba el proceso de
ampliación más ambicioso de la historia, que
incorporaría en su seno a 10 países de Europa
Central y Oriental además de Chipre y Malta y, en un acto
repleto de visión estratégica y de futuro, se
comprometía a abrir negociaciones de adhesión con
Turquía, tendiendo así unos puentes de
máximo valor con el mundo árabe y
musulmán…

Acostumbrados hoy al ninguneo de las grandes potencias
sorprende recordar cómo, por entonces, con el euro en la
mano, las ampliaciones en marcha, una Constitución a la
vuelta de la esquina y una política exterior y de
seguridad rebosante del liderazgo, Europa no provocaba
hastío ni indiferencia, sino admiración, e incluso,
en Washington, Pekín o Moscú, indisimulados
recelos.

Una década más tarde, esa brillante lista
de logros y optimistas promesas se encuentra más que en
entredicho: en lugar de esa Europa exitosa y abierta al mundo que
nos prometimos, nos encontramos con una Europa que pese a las
ampliaciones se ha empequeñecido; que a pesar del euro se
ha vuelto egoísta e insolidaria y que ha dejado de creer y
practicar sus valores para encerrarse en el miedo al extranjero y
el temor a la pérdida de identidad. Muchos se arrepienten
de haber hecho las ampliaciones y no quieren volver a oír
hablar de ellas; ni se plantean cumplir las promesas de
adhesión a Turquía y ni siquiera son capaces de
vislumbrar la adhesión de los países de los
Balcanes. Los más de veinte años transcurridos
desde la caída del muro de Berlín suponen un margen
de tiempo más que razonable para que Europa se hubiera
completado, hacia dentro y hacia fuera. Pero la realidad es bien
distinta: tras las ampliaciones, hablamos de fatiga de
ampliación; tras el fallido proceso constitucional, de
fatiga de integración política; tras la crisis del
euro, de fatiga económica y financiera. Tras diez
años de reformas institucionales y de introspección
institucional, el Tratado de Lisboa, que iba a salvar a Europa de
la parálisis e introducirla en el siglo veintiuno, es un
perfecto desconocido y sus logros, invisibles.

Crisis de valores y miopía
política

La gravedad de la actual crisis europea se origina en la
confluencia de varias fuerzas centrífugas: el auge de la
xenofobia, la crisis del euro, el déficit de la
política exterior y la ausencia de liderazgo. Sus
temáticas son paralelas, pero se entrecruzan
peligrosamente bajo un mismo denominador común: la
ausencia de una visión a largo plazo. La consecuencia de
ello es que cada diferencia entre los socios, sea del
carácter que sea, se convierte en un juego de suma cero,
en una feroz pelea donde todo vale con tal de obtener una
victoria con la que presumir una vez de vuelta en la capital
nacional, por pequeña y dañina para el proyecto
común que sea…

El fin de la solidaridad

Se dice que la crisis económica es la culpable,
pero no es del todo cierto. El principal riesgo de ruptura del
proyecto europeo no proviene de la crisis en sí misma: al
fin y al cabo, Europa ya ha estado en crisis en otras ocasiones y
ha salido reforzada de ellas. Ante la crisis de los años
ochenta, presionados por la pujanza tecnológica de Estados
Unidos y Japón, los Gobiernos europeos decidieron dar un
salto cualitativo en la integración. Entonces, los
líderes europeos visualizaron de forma clara lo que
entonces se denominó "el coste de la no-Europa", es decir,
la riqueza y bienestar que se podría crear eliminando el
conjunto de trabas que ralentizaban el crecimiento
económico.

A mayo de 2011, con todo lo serios y difíciles de
solucionar que son los desafíos que penden sobre la
economía europea (especialmente en cuanto al
envejecimiento de la población y la pérdida de
competitividad), existe un amplio consenso sobre cómo
superar dichos problemas. La cuestión debe entonces
buscarse en otro sitio: en la existencia de lecturas
irreconciliables sobre cómo entramos en la crisis del euro
y, en consecuencia, cómo saldremos de ella. Para unos,
liderados por Alemania, estamos ante una crisis que se origina en
la irresponsabilidad fiscal de algunos Estados. Ello supone que
para salir de la crisis, dichos Estados simplemente tienen que
cumplir las reglas de austeridad que estaban en vigor y que ahora
han sido reforzadas. Todo ello se acompaña de un sermoneo
moralizante y condescendiente, como si el déficit o el
superávit de un país reflejara la superioridad o
inferioridad moral de todo un colectivo humano. Muchos desean una
Europa a dos velocidades, pero no basada en el mérito,
sino en los estereotipos culturales y religiosos: en la primera
clase, los virtuosos ahorradores de religión protestante;
en la segunda, católicos gastosos de los cuales uno no se
puede fiar y a los que hay que mantener a raya o, incluso, si es
necesario, poner de patitas en la calle.

Esa narrativa de la crisis, que va camino de acabar con
Europa, debe ser contestada. Que países tan diferentes
como la pobre Grecia y la rica Irlanda, la primera campeona del
dirigismo corporativista y la segunda del neoliberalismo y la
desregulación, se encuentren en situaciones parecidas
obliga a explicaciones algo más sofisticadas. Estamos ante
una crisis de crecimiento, lógica en un proceso de
construcción de una unión monetaria donde la
existencia de una única política monetaria, no
complementada adecuadamente por políticas fiscales y de
regulación del sector financiero, va generando
desequilibrios que se van acumulando hasta provocar los problemas
que vemos actualmente. Ante esa tesitura, dado que la
unión monetaria se diseñó sin tener en
cuenta los mecanismos necesarios para que pudiera capear crisis
como la actual, lo lógico parecería discutir
cómo perfeccionar dicha unión para que funcionara
de forma equilibrada y, como parece necesario, mejorar su
gobernanza dotándola de nuevos instrumentos y reforzando
la autoridad de sus instituciones.

Pero en lugar de tomar el camino de la
profundización de la unión, lo que estamos viendo
es la aplicación de una lógica de vencedores y
vencidos en la que unos aprovechan la coyuntura para imponer a
otros su modelo económico, como si todos los países
tuvieran las mismas condiciones y pudieran funcionar bajo los
mismos supuestos. La consecuencia de todo ello es que, en
ausencia de medidas más ambiciosas, nos instalaremos en un
sistema de crisis permanente. Mientras tanto, los ajustes y
recortes asociados a los actuales planes de rescate
agravarán la crisis que sufren algunos países en
lugar de ayudarles a salir de ella.

De seguir así, la Unión Europea
acabará siendo para muchos europeos lo que el Fondo
Monetario Internacional fue para muchos países
asiáticos y latinoamericanos en los años ochenta y
noventa: un instrumento para la imposición de una
ideología económica que carecerá de
legitimidad alguna, pero al que se obedecerá en ausencia
de otra alternativa. Puede incluso que funcione, pero esa Europa
no será un proyecto político, económico o
social, sino simplemente una agencia reguladora encargada de
velar por la estabilidad macroeconómica que, con toda
razón, sufrirá un grave déficit
democrático y de identidad.

Ausente del mundo

Tan grave como la ruptura de los consensos internos es
la incapacidad europea de hablar y actuar con una sola voz en el
mundo del siglo veintiuno. A pesar de ser el primer bloque
económico y comercial del mundo, el mayor donante de ayuda
al desarrollo del mundo, e incluso, pese a los recortes, de
seguir disponiendo de un muy considerable aparato militar y de
seguridad, Europa sigue ejerciendo su poder de forma fragmentada
y, en consecuencia, como vemos todos los días, desde las
relaciones con Estados Unidos, Rusia o China hasta su
actuación en la más inmediata vecindad
mediterránea, de una forma sumamente inefectiva. Claro
está que ni el poder de Europa es comparable al de una
gran potencia ni esta quiere ejercerlo de la manera que lo hacen
ellas. El problema está en que Europa no es capaz de
actuar unida y ser decisiva ni siquiera en aquellas áreas
geográficas más próximas, como el
Mediterráneo, donde su peso es o debería ser
abrumador, y que tampoco sea influyente ni efectiva en
instituciones como la ONU, el G-20, el FMI donde su peso
político y económico es enorme. En todas esas
instituciones multilaterales, hay muchos europeos, pero poca
Europa, y lo que es peor, muy pocas políticas que
coincidan con sus intereses…

La rebelión de las élites

Durante años, el proyecto europeo ha avanzado
sobre la base de un consenso implícito entre ciudadanos y
élites acerca de las bondades del proceso de
integración. Ese consenso se ha roto por los dos lados.
Por un lado, los ciudadanos han retirado el cheque en blanco que
habían concedido a las instituciones europeas para que
gobernaran, a la manera del despotismo ilustrado, "para el pueblo
pero sin el pueblo". Con el tiempo, el proceso de
integración ha tocado las fibras más sensibles de
la identidad nacional, especialmente en lo referido al Estado de
bienestar y las políticas sociales. El sesgo
económico, liberal y desregulador de la
construcción europea ha terminado por politizar e
ideologizar un proceso que antes se consideraba que debía
estar en manos de expertos y burócratas. Pero de forma
más sorprendente e inesperada, a esta rebelión de
las masas se ha añadido lo que podríamos denominar
como "la rebelión de las élites".

Alemania es quizá el ejemplo más claro de
este fenómeno. Según una encuesta de mayo 2011, un
63% de los alemanes ha dejado de confiar en Europa y un 53% no ve
el futuro de Alemania vinculada a ella. Pero del lado de la
élite, las cosas no son muy distintas: mientras que las
exportaciones a China están a punto de superar las
exportaciones a Francia, el sur de Europa es visto como una
rémora que lastra su crecimiento. La memoria del
compromiso europeo se desvanece con el cambio generacional: solo
38 de los 662 miembros del Parlamento ocupaban sus escaños
en 1989. Sin duda alguna, estamos ante una nueva Alemania. Dado
su peso e importancia, cualquier cambio en Alemania tiene un
profundísimo impacto sobre construcción europea.
Sin embargo, como la característica clave de la nueva
Alemania es la desconfianza hacia la Unión Europea, en
lugar de, como hizo en el pasado, exportar su confianza a los
demás, lo que está haciendo es exportar su
desconfianza. Una pieza esencial del motor europeo está
pues gripada, sin que exista ninguna otra alternativa para
sustituirlo. Francia puede sobrevivir económicamente a la
falta de fe alemana, e incluso tapar con Reino Unido los agujeros
que Alemania deje en materia de política exterior, pero es
evidente que Europa no avanzará sin una Alemania
plenamente comprometida con la integración
europea.

En ausencia de liderazgo alemán y de alternativas
a este, el proceso de integración se deshilacha. Los
presidentes de la Comisión, José Manuel Barroso;
del Consejo, Herman Van Rompuy, y la Alta Representante para la
Política Exterior, Catherine Ashton, vagan perdidos entre
la bruma europea, incapaces de articular un mínimo
discurso que les ponga en contacto con los europeístas que
todavía creen en este proyecto. Solo el Parlamento Europeo
se erige ocasionalmente en conciencia moral, levanta diques
contra los excesos populistas y xenófobos e intenta hacer
avanzar el proceso de integración. Sin embargo, solo unos
pocos eurodiputados tienen una voz propia y están
dispuestos a volverse contra sus Gobiernos y partidos nacionales
cuando es necesario. En Alemania, Francia e Italia, pero
también en otros muchos sitios, nos encontramos ante la
generación de líderes más miope y entregada
al electoralismo: entre ellos, ninguno habla por Europa ni para
Europa.

¿Se puede romper Europa?

Cada día que pasa, la sensación de que
Europa se resquebraja es más real y está más
justificada. ¿Se puede romper Europa? La respuesta es
evidente: sí, por supuesto que puede. Al fin y al cabo, la
Unión Europea es una construcción humana, no un
cuerpo celestial. Que sea necesaria y beneficiosa justifica su
existencia, pero no impedirá que desaparezca. Igual que un
conjunto de circunstancias favorables llevaron de forma bastante
azarosa a la puesta en marcha de este gran proyecto, el
encadenamiento de una serie de circunstancias adversas muy bien
pudiera hacerla desaparecer, especialmente si aquellos que tienen
la responsabilidad de defenderla dejan de ejercer sus
responsabilidades. Muchos europeístas comprometidos son
conscientes de que el peligro de que Europa se deshaga es real, y
están sumamente preocupados por el rumbo de los
acontecimientos. Sin embargo, al mismo tiempo, temen que
alimentar el pesimismo con advertencias de este tipo pudiera
acelerar el proceso de ruptura. Pero cuando día tras
día vemos cómo las líneas rojas de la
decencia y de los valores que Europa encarna son cruzadas por
políticos chovinistas que alientan sin escrúpulos
los miedos de los ciudadanos, es imposible seguir mirando hacia
otro lado. Viendo la claridad de ideas y la determinación
con la que los antieuropeos persiguen sus objetivos, cuesta
pensar que el mero optimismo será suficiente por sí
solo para salvar a Europa de los fantasmas de la cerrazón,
el egoísmo, la solidaridad y la xenofobia que la acechan
estos días. Sin una determinación y claridad de
ideas equivalente de este lado, Europa
fracasará".

En una célebre cita sobre los Estados Unidos,
Winston Churchill dijo que podía contarse con que ese
país hiciera lo correcto una vez que hubiera agotado todas
las demás alternativas. Esperemos que esto se cumpla
también en el caso de Europa.

– A tropezones con el trabajo (Project Syndicate –
19/5/11)

(Por Robert Skidelsky) Lectura recomendada

Londres.- Mientras el mundo se recupera de la Gran
Recesión, se ha vuelto cada vez más difícil
discernir la verdadera tendencia de los acontecimientos. Por un
lado, medimos la recuperación según nuestro
éxito en volver a los niveles de crecimiento,
producción y empleo previos a la recesión. Por otro
lado, existe la inquietante sensación de que la "nueva
normalidad" de hoy puede ser un crecimiento más lento y
mayores niveles de desempleo.

Así que el reto ahora es formular
políticas para dar trabajo a todos quienes lo deseen en
las economías que, tal como están organizadas en la
actualidad, pueden no ser capaces de hacerlo. Este problema es
mucho más agudo en los países desarrollados que en
los países en desarrollo, si bien la interdependencia hace
que, en cierta medida, se trate de un problema
común.

El problema tiene dos aspectos. A medida que los
países se vuelven más prósperos, cabe
esperar que sus tasas de crecimiento sean más lentas. En
épocas anteriores, el crecimiento era impulsado por la
escasez de capital: la inversión de capital atraía
una alta tasa de retorno, y esto creaba un círculo
virtuoso de ahorro e inversión.

Hoy, el capital en el mundo desarrollado es abundante;
la tasa de ahorro disminuye a medida que la gente consume
más, y la producción se centra cada vez más
en los servicios, donde los aumentos de productividad son
limitados. Por lo tanto el crecimiento económico el
aumento de los ingresos reales – se desacelera. Esto ya estaba
ocurriendo antes de la Gran Recesión, por lo que la
generación de empleos a tiempo completo que paguen
salarios decentes se estaba volviendo cada vez más
difícil. De ahí el crecimiento de empleos
informales, discontinuos y a tiempo parcial.

El otro aspecto del problema es el aumento a largo plazo
del desempleo impulsado por la tecnología, en gran parte
debido a la automatización. En cierto modo, esto es un
signo de progreso económico: la producción de cada
unidad de trabajo está en constante aumento. Pero
también significa que se necesitan menos unidades de
trabajo para producir la misma cantidad de bienes.

La solución del mercado es
redistribuir la mano de obra desplazada hacia el área de
servicios. Sin embargo, muchas ramas del sector de servicios son
un sumidero de puestos de trabajo sin proyecciones ni
esperanza.

La inmigración exacerba ambos aspectos del
problema. Gran parte de la migración, especialmente en la
Unión Europea, es casual: hoy aquí, mañana
no, con ninguno de los costos asociados con la
contratación a tiempo completo. Esto la vuelve atractiva
para los empleadores, pero se trata de un trabajo de baja
productividad y aumenta la dificultad de encontrar un empleo
estable para la mayoría de los trabajadores de un
país.

Entonces, ¿estamos condenados a
una recuperación sin empleo? ¿Es el futuro uno en
el que los trabajos son tan escasos que muchos trabajadores
tendrán que aceptar una miseria para encontrar un empleo,
y volverse cada vez más dependientes de las transferencias
sociales a medida que los salarios del mercado caen por debajo
del nivel de subsistencia? ¿O deberían las
sociedades occidentales esperar una nueva ronda de magia
tecnológica, como la revolución de Internet, que
produzca una nueva ola de creación de empleo y
prosperidad?

Sería insensato descartar a priori la
última posibilidad. El capitalismo tiene un gran talento
para reinventarse a sí mismo. Ha visto desaparecer a todos
sus rivales y no hay otros nuevos a la vista. Más
aún, nadie puede predecir el descubrimiento de nuevos
conocimientos; si se pudiera, ya habrían sido
descubiertos. Pero también hay una posibilidad más
inquietante: si, por proseguir nuestro actual camino de
despilfarro, acabamos por hacer escasos los recursos naturales,
necesitaremos una nueva ola de la tecnología que, sin
importar el coste, nos rescate de la calamidad.

Pero hagamos a un lado estas
sombrías perspectivas y reflexionemos sobre lo que
sería una solución civilizada al problema del
desempleo generado por la tecnología. La respuesta, sin
duda, es compartir el trabajo. Para el economista
anglo-estadounidense típico, cualquier propuesta de este
tipo equivale a anatema, porque suena a la temida falacia de la
"masa de trabajo": la idea, una vez popular en los
círculos sindicales, que existe sólo una cierta
cantidad de trabajo que debe ser compartida de manera
justa.

Por supuesto, esto es una falacia cuando los recursos
son escasos, pero ni siquiera los economistas han pensado que el
crecimiento prosiga por siempre. Los fundadores de la disciplina
esperaban que, en algún momento en el futuro, la humanidad
podría alcanzar un "estado estacionario" de crecimiento
cero. Entonces sólo requeriríamos una cierta
cantidad de trabajo -mucho menos de lo que se realiza ahora- para
satisfacer todas las necesidades razonables. Las opciones
serían un desempleo ilimitado impulsado por la
tecnología o distribución del trabajo por
hacer.

Sólo un adicto al trabajo
preferiría la primera. Lamentablemente, personas
así parecen estar a cargo de las políticas en los
Estados Unidos y Gran Bretaña. Muchos países
europeos están adoptando la segunda solución. Los
sistemas de trabajo compartido, en muchas formas diferentes, se
están convirtiendo en la norma en Holanda y Dinamarca, y
han hecho avances en Francia y Alemania.

El elemento clave en este enfoque es separar el trabajo
de los ingresos. Una ley promulgada en 1993 en Dinamarca reconoce
el derecho a trabajar de forma discontinua, al tiempo que
reconoce el derecho de las personas a un ingreso continuo.
Permite a los empleados elegir un "año sabático",
que se puede dividir en períodos más cortos, cada
cuatro o siete años.

Las personas desempleadas tomarían el lugar de
quienes están ausentes, que por su parte recibirían
el 70% de la prestación por desempleo que
obtendrían si perdieran sus puestos de trabajo (por lo
general, el 90% de su salario). Los sindicatos daneses han
logrado utilizar estos derechos individuales establecidos por ley
para reducir las horas de trabajo de la plantilla de empresas
enteras, y así aumentar el número de puestos de
trabajo permanentes. La idea de una renta básica universal
que reciben todos los ciudadanos, independientemente de su
posición en el mercado de trabajo, es uno de los pasos que
se derivan lógicamente de esto.

Esto no será del gusto de todos. Y, como ya he
sugerido anteriormente, todos los planes destinados a aliviar la
carga de trabajo y aumentar la cantidad del tiempo de ocio corren
el riesgo de fracasar ante nuestra gran habilidad para conjurar
nuevos desastres. Después de todo, tanto el capitalismo y
la economía necesitan la escasez para justificar su
existencia y no renunciarán a ella
fácilmente.

(Robert Skidelsky, miembro de la Cámara
británica de los Lores, es Profesor Emérito de
Economía Política en la Universidad de Warwick.
Copyright: Project Syndicate, 2011)

Siguen los "eufemismos": después de la
rentabilidad negativa, el crecimiento estancado.

"Tras un decepcionante primer trimestre, los
economistas predijeron ampliamente que la recuperación de
Estados Unidos volvería a ganar fuerza tan pronto como se
aliviaran dificultades de corto plazo como el alza de los precios
de la gasolina, el mal tiempo y los problemas de suministro en
Japón. Pero hay pocas señales de que eso
esté ocurriendo. La producción se está
enfriando, el mercado inmobiliario sigue de capa caída y
los consumidores aún no han perdido el miedo a gastar.
Esto quiere decir que es posible que el camino que debe recorrer
la economía estadounidense hasta su completa
recuperación sea mucho más largo y lento de lo
esperado"…
¿Salió EEUU de la crisis con un
problema crónico de crecimiento? (The Wall Street Journal
30/5/11)

"Es muy difícil generar una rápida
recuperación cuando tradicionalmente, las recuperaciones
rápidas solían estar impulsadas por los bienes
raíces y los consumidores", apunta Nigel Gault, economista
de la consultora IHS Global Insight. Según sus
cálculos, el crecimiento se estancaría en una tasa
anualizada y en términos reales de menos de 3% en los
próximos trimestres; mejor que la tasa de 1,8% en los
primeros tres meses, pero todavía demasiado débil
para compensar el desempleo.

Monografias.com

Un número mayor de expertos está revisando
a la baja sus predicciones de crecimiento para el segundo
trimestre. Economistas de J.P. Morgan Chase & Co. redujeron
su estimado de 3% a 2,5%, mientras que los de Bank of America
Merrill Lynch recortaron el suyo de 2,8% a 2%. Deutsche Bank ha
rebajado su pronóstico de 3,7% a 3,2%.

Este panorama deprimido plantea una pregunta más
profunda sobre la salud de la economía estadounidense:
¿ha salido de la crisis de 2008 y 2009 con un problema
crónico de crecimiento? Algunos economistas creen que ha
sido así.

"Esperamos que la economía se desempeñe de
acuerdo con normas que son muy difíciles de cumplir cuando
se carga con una deuda privada y pública tan grande",
señala Carmen Reinhart, economista del Instituto Peterson
de Economía Internacional. Reinhart cree que las
previsiones de crecimiento de la Reserva Federal de EEUU han sido
demasiado optimistas y que al país podría esperarle
un período prolongado de crecimiento insuficiente y alto
desempleo.

En los pronósticos de abril (2011), los
funcionarios de la Fed proyectaron que la economía
crecería a una tasa anualizada y en términos reales
de entre 3,1% y 3,3% en 2011, y entre 3,5% y 4,2% en 2012. Eso
supera las expectativas de los economistas independientes, que en
promedio, predijeron una tasa de 2,9% para 2011 y de 3,1% en
2012, según Blue Chip Economics, que encuesta cada mes a
economistas.

Incluso si las dificultades temporales se calman, la
economía podría enfrentar problemas a medida que la
Fed vaya minimizando sus esfuerzos de estímulo, los
gobiernos estatales y locales reduzcan el gasto para equilibrar
sus presupuestos y el Congreso trata de ahorrar en gastos
fiscales el año 2012.

Desde que la recesión terminó oficialmente
a mediados de 2009, la tasa anualizada de crecimiento ha
promediado 2,8%. Eso no es mejor que su rendimiento tras la
recesión mucho más suave de 2001, y mucho peor que
la de 7,1% después de la recesión de casi la misma
gravedad de 1982.

"No generar una recuperación considerable tiene
altos costos", advirtió Joseph Lupton, un economista de JP
Morgan Chase & Co. Una de las consecuencias más
destacable: un alto desempleo. Unos 5,8 millones de
estadounidenses llevan más de seis meses desempleados, y
un crecimiento económico lento y prolongado debilita las
probabilidades de que se reintegren a la fuerza
laboral.

– La verdad sobre la economía de EEUU (El
Economista – 4/6/11)

(Por Robert Reich) Lectura recomendada

El ex secretario de Trabajo con Clinton
y canciller de la Universidad de Berkeley, Robert Reich, sostiene
que no es posible una economía creciente y vibrante sin
una clase media creciente y vibrante, por lo que insta a
"restaurar la enorme clase media estadounidense" para volver a la
senda de la recuperación económica.

La economía estadounidense sigue
estancada. El consumo es bajo. Los salarios, también. Es
vital que comprendamos cómo hemos pasado de la Gran
Depresión a 30 años de Gran Prosperidad; de
ahí a 30 años de ingresos estancados y crecientes
desigualdades, para terminar en la Gran Recesión, y de
ésta a una recuperación anémica.

Desde 1947 a 1977, la nación aplicó lo que
podría denominarse una negociación básica
con los trabajadores estadounidenses. Los empresarios les pagaban
lo suficiente para comprar lo que producían. La
producción y el consumo en masa demostraron ser
complementos perfectos. Casi cualquiera que quería un
trabajo podía encontrarlo con un salario decente. Durante
estas tres décadas crecieron los sueldos de todos, no
sólo de quienes estaban arriba. Y el Gobierno hizo cumplir
esa negociación básica de muchas maneras.
Utilizó una política keynesiana para conseguir casi
el pleno empleo. Brindó a los trabajadores comunes
más capacidad de negociación. Proporcionó el
seguro social. Y amplió la inversión
pública. Por consiguiente, creció la parte de los
ingresos que iba a la clase media mientras mermó la
porción destinada a lo más alto. Pero no
consistía en un juego de suma cero: a medida que la
economía crecía, casi todo el mundo mejoró,
también los que estaban en lo más alto.

La paga de los trabajadores incluidos en
el 20 por ciento más pobre creció un 116 por ciento
en estos años, más rápido que los ingresos
del 20 por ciento más rico (que subió un 99 por
ciento). La productividad también subió más
rápido. El rendimiento por hora trabajada se dobló,
así como los ingresos medios. Expresadas en dólares
de 1997, las rentas de una familia media se elevaron de unos
25.000 a 55.000 dólares. La clase media tenía los
medios para comprar, y al hacerlo creaba nuevos empleos. A medida
que la economía crecía, la deuda nacional
reducía su peso.

La Gran Prosperidad también trajo una
reorganización del trabajo. A los empresarios se les
exigía por ley dar una paga extra -la hora y un 50 por
ciento más- por lo que rebasara las 40 horas a la semana.
Esto creó un incentivo para que se contrataran más
trabajadores cuando la demanda repuntaba. Además, estaban
obligados a abonar un salario mínimo, lo que mejoró
los sueldos más pobres. Cuando se despedía,
normalmente durante una recesión, el Gobierno
concedía prestaciones por desempleo que solían
durar hasta la recuperación. Lo que no sólo sacaba
a las familias del apuro, sino que les dejaba seguir comprando,
un estabilizador automático para una economía en
receso.

Quizá lo más significativo sea que el
Gobierno elevó la fuerza negociadora del trabajador
común. Se le garantizaba el derecho a afiliarse a
sindicatos, con los que los empresarios tenían que
negociar de buena fe. A mediados de los 50, más de un
tercio de los empleados del sector privado estaba afiliado. Y los
sindicatos exigían una ración justa del pastel. Las
compañías sin sindicatos, temiendo que sus
trabajadores quisieran uno, ofrecían tratos
similares.

Los estadounidenses también disfrutaban de una
seguridad económica frente a los riesgos, no sólo
con prestaciones de desempleo, sino también a
través de la Seguridad Social, el seguro por discapacidad,
por pérdida del sostén económico de la
familia, por lesión en el lugar de trabajo o por
incapacidad de ahorrar lo suficiente para la jubilación.
En 1965, llegó el seguro sanitario para las personas
mayores y pobres (Medicare y Medicaid). La seguridad
económica fomentó la prosperidad. Al exigir a los
estadounidenses compartir los costes de la adversidad, les
permitía compartir los beneficios de la tranquilidad. Y
eso los dejaba libres para consumir los frutos de su
trabajo.

El Gobierno patrocinó los sueños de las
familias estadounidenses de tener su hogar en propiedad,
facilitando hipotecas de bajo coste y deducciones de los
intereses. En muchas zonas del país, subvencionó la
electricidad y el agua para que las casas fueran habitables. Y
construyó carreteras que conectaban sus hogares con los
principales centros comerciales.

El Gobierno también amplió el acceso a la
educación superior. Pagó la de quienes
volvían de la guerra. Y la expansión de las
universidades públicas hizo que la clase media pudiera
acceder a ella. El Estado sufragó todo con los ingresos
fiscales procedentes de la creciente clase media. Los ingresos
también se vieron impulsados por quienes estaban en lo
alto de la escala de ingresos, cuyos impuestos marginales eran
mucho más altos. El tipo marginal máximo del
impuesto sobre la renta durante la II Guerra Mundial era superior
al 68 por ciento. En los años 50, con Eisenhower, a quien
pocos llamarían un radical, subió al 91 por ciento.
En la década hasta 1970, el tipo marginal máximo
estaba en torno al 70. Incluso después de explotar todas
las posibles deducciones y créditos, el contribuyente
medio de ingresos altos pagaba un impuesto federal marginal de
más del 50 por ciento. Pero en contra de lo que los
conservadores habían predicho, los altos tipos no
redujeron el crecimiento. Al contrario, permitieron ampliar la
prosperidad de la clase media.

Durante la Gran Prosperidad de 1947-1977, la
negociación básica había garantizado que la
paga de los trabajadores estadounidenses coincidiese con su
rendimiento. Pero después de este punto, el rendimiento
por hora siguió subiendo. Sin embargo, se dejó que
la retribución real por hora se estancase. Es fácil
echarle la culpa a la globalización, pero los avances
tecnológicos han desempeñado un papel equivalente.
Las fábricas que quedan en EEUU han ido echando
trabajadores según se automatizan. Y lo mismo le ha
ocurrido al sector servicios. Pero en contra de lo que dice la
mitología popular, el negocio y la tecnología no
han reducido el número de trabajos estadounidenses. Su
efecto más profundo ha sido sobre la paga. En lugar de
quedarse sin empleo, la mayoría de los estadounidenses se
ha contentado con salarios reales inferiores o que se han elevado
más lentamente que el crecimiento de la economía.
Aunque el desempleo que vino después de la Gran
Recesión sigue siendo alto, los puestos de trabajo
lentamente vuelven. Pero, para conseguirlos, muchos tienen que
aceptar una paga inferior.

Hace más de tres décadas,
el comercio y la tecnología empezaron a abrir una brecha
entre las ganancias del nivel más alto y las demás.
La paga de los titulados por prestigiosas universidades ha
remontado el vuelo. Pero la paga y prestaciones de la
mayoría de los trabajadores se han mantenido o bajado. Y
la consiguiente división también ha hecho que las
familias estadounidenses de clase media se sientan menos
seguras.

El Gobierno podría haber hecho cumplir la
negociación básica. Pero hizo lo contrario. Redujo
drásticamente los bienes públicos y las
inversiones, golpeando los presupuestos escolares, incrementando
el coste de la educación pública superior,
reduciendo la formación laboral, recortando el transporte
público y dejando que los puentes, puertos y autopistas se
deterioraran.

Hizo trizas las redes de seguridad,
reduciendo la ayuda para las familias desempleadas con hijos,
endureciendo las condiciones para optar a los cupones de
alimentos, y recortando el seguro de desempleo tanto que, en
2007, sólo el 40 por ciento de los parados estaba
cubierto. Redujo a la mitad el tipo máximo del impuesto
sobre la renta, pasando del ámbito del 70-90 que
prevalecía durante la Gran Prosperidad al del 28-35 por
ciento; permitió a muchos ricos tratar sus ingresos como
ganancias de capital sometidas a un impuesto del 15 por ciento; y
contrajo los impuestos de sucesiones que sólo afectaban al
1,5 por ciento de los asalariados del máximo nivel. Pero
al mismo tiempo, EEUU impulsó los impuestos sobre el
consumo y las nóminas, que se llevaron un trozo de la paga
de la clase media y los pobres mayor que de los ricos.

Tres mecanismos de supervivencia

Pero Estados Unidos siguió
comprando mediante tres mecanismos de supervivencia. El primero:
las mujeres entran en el trabajo retribuido a partir de finales
de los 70, y subiendo en los 80 y 90. Para la parte relativamente
pequeña de mujeres con títulos universitarios, era
la consecuencia natural de oportunidades educativas más
amplias y de las nuevas leyes contra la discriminación,
las cuales abrieron posibilidades profesionales. Pero la gran
mayoría lo hizo para aumentar los ingresos familiares
cuando los hogares se vieron golpeados por el estancamiento de
los salarios de los hombres. Esta transición de la mujer
al trabajo remunerado ha sido uno de los cambios sociales y
económicos más importantes de las últimas
décadas. En 1966, el 20 por ciento de las madres con hijos
pequeños trabajaba fuera de casa. A finales de los 90, la
proporción se había elevado al 60. Para las mujeres
casadas con hijos de menos de 6 años, la
transformación ha sido aún más
dramática, del 12 de finales de los 60 al 55 por ciento a
finales del siglo XX.

Mecanismo de supervivencia número
dos: todos trabajan más horas. En 2005, no era
extraño que los hombres trabajaran más de 60 horas
a la semana y las mujeres, más de 50. Es decir, el
estadounidense medio hacía más de 2.200 horas al
año, 350 por encima del europeo medio, más incluso
que un japonés.

Mecanismo de supervivencia número
tres: gastarse los ahorros y tomar prestado hasta las cejas. Tras
agotar los dos primeros mecanismos, era la única forma en
que los estadounidenses podían seguir consumiendo como
antes. Durante la Gran Prosperidad, la clase media ahorraba el 9
por ciento de sus ingresos. A finales de los 80 y principios de
los 90, esa parte se había cercenado al 7 por ciento.
Después, la tasa de ahorro cayó al 6 en 1994, y
siguió bajando hasta el 3 en 1999. En 2008, los
estadounidenses no ahorraron nada. Mientras, la deuda de los
hogares explotó. En 2007, el estadounidense medio
debía el 138 por ciento de sus ingresos después de
impuestos.

Los tres mecanismos se han agotado. El
desafío consiste en restaurar la enorme clase media
estadounidense. Esto exige resucitar la negociación
básica que relaciona los salarios con las ganancias
generales, y facilitarle a la clase media una porción de
la tarta suficiente. Como deberíamos haber aprendido de La
Gran Prosperidad, no es posible una economía creciente y
vibrante sin una clase media creciente y vibrante.

El número de estadounidenses que recibe cupones
de alimento bate récords: el Gobierno alimenta de forma
directa a más del 14% de la población

"Unos 44 millones y medio de americanos recibieron
cupones de comida del Gobierno en el último mes. El
número de personas que recurren a esta ayuda lleva
aumentando 30 meses de forma consecutiva. Con un gasto
público mensual de 6.000 millones de dólares, el
programa de asistencia bate récords históricos en
paralelo al aumento del desempleo, pero una gran parte de estos
recursos se utiliza de forma fraudulenta"…
Obama, el
presidente de los cupones de comida (Libertad Digital –
10/6/11)

Unos 44,5 millones de estadounidenses recurrieron a
estos cupones el último mes, según los datos del
departamento de Agricultura, responsable del programa. Se trata
de un récord histórico tanto en números
absolutos como relativos: más del 14% de la
población. Es decir, casi uno de cada siete americanos
recibe comida pagada por el gobierno, en un país cuyo
principal problema de salud es la obesidad.

Monografias.com

Además, se trata del 30º mes consecutivo en
el que aumentan estos datos. Desde octubre del 2007 se ha pasado
de 27 millones de beneficiarios a los actuales 44,5.

Monografias.com

En el último año se han sumado al programa
más de 4 millones de personas, una subida del 11%. Este
aumento ha afectado a 47 de los 50 estados, en algunos casos con
incrementos superiores al 20%.

Con estos números y unos gráficos tan
llamativos, los conservadores no han tardado en culpar a Barack
Obama de la extensión de la pobreza. "Es el presidente de
los cupones de comida", aseguró el ex congresista
republicano Newt Gingrich, quien acaba de anunciar su candidatura
a las elecciones presidenciales del 2012. "Yo en cambio quiero
ser el presidente de los sueldos".

Sin embargo, aunque las políticas de Obama no
ayudan precisamente a mejorar la economía ni a sacar de la
dependencia a los millones que viven del Estado, el problema se
remonta a mucho antes, como se puede ver en el siguiente
gráfico.

Monografias.com

Como cualquier otro programa gubernamental, el de los
cupones de comida ha ido a más con el tiempo. Su alcance
es enormemente mayor ahora que cuando se puso en marcha, hace 40
años, a pesar de que entonces las familias vivían
en condiciones mucho peores.

– Un mundo cargado de riesgos después de la
crisis (Project Syndicate – 15/6/11)

(Por Michael Spence) Lectura recomendada

Milán.- La característica más
llamativa de la economía global en la actualidad es la
magnitud y la interconexión de los riesgos
macroeconómicos que afronta. El período posterior a
la crisis ha producido un mundo con múltiples velocidades,
cuando las más importantes economías avanzadas -con
la notable excepción de Alemania- lidian con un
crecimiento escaso y un gran desempleo, mientras que las
principales economías con mercados en ascenso (el Brasil,
China, la India, Indonesia y Rusia) han recuperado los niveles de
crecimiento anteriores a la crisis.

Esa divergencia se refleja en las finanzas
públicas. Las proporciones deuda-PIB de las
economías en ascenso están reduciéndose
hasta el nivel del 40 por ciento, mientras que las de las
economías avanzadas están acercándose al del
ciento por ciento, por término medio. Ni Europa ni los
Estados Unidos han preparado planes creíbles a medio plazo
para estabilizar sus posiciones fiscales. La inestabilidad del
tipo de cambio euro-dólar refleja la incertidumbre sobre
cuál lado del Atlántico afrontará riesgos
mayores.

En Europa, la consecuencia de ello han sido varias
rebajas de la calificación de la deuda soberana de los
países que tienen una situación más
difícil, acompañadas de episodios de contagio que
han afectado al euro. Parece probable que se repitan.

En cuanto a los Estados Unidos, Moody"s hizo
pública recientemente una advertencia sobre la deuda
soberana del país ante la incertidumbre sobre la
disposición del Congreso a aumentar el límite
máximo de la deuda en medio de un debate con posiciones
muy partidistas sobre el déficit. Los dos problemas -el
límite máximo de la deuda y un plan creíble
de reducción del déficit- siguen sin haberse
resuelto.

Además, el crecimiento económico en los
EEUU es débil y parece deberse principalmente a los
segmentos del sector de los productos comercializables que
reciben la demanda de los mercados en ascenso y se benefician de
ella. El sector de los productos no comercializables, que
creó prácticamente todos los nuevos puestos de
trabajo en los dos decenios anteriores a la crisis, está
estancado a causa de una escasez de demanda interna y unos
presupuestos gubernamentales gravemente limitados. El resultado
es un desempleo persistente. Entretanto, el sector de productos
comercializables no es lo bastante grande desde el punto de vista
de la competitividad para impulsar el crecimiento y el
empleo.

En cambio, los rápidos crecimiento y
urbanización de los países con mercados en ascenso
están creando un auge de la inversión mundial,
documentado en un reciente estudio del McKinsey Global Institute.
Una probable consecuencia de ello es la de que el costo del
capital aumentará en los próximos años, lo
que someterá a presiones a unas entidades muy apalancadas,
incluidos los gobiernos que se han acostumbrado a una
situación con tipos de interés bajos y
podrían no prever ese cambio.

Los países con persistentes déficits
estructurales por cuenta corriente tendrán que afrontar
costos de financiación exterior suplementarios y
acabarán agotando sus límites de apalancamiento. En
ese momento, resultará clara la debilidad de la
productividad y la competitividad de sus sectores de productos
comercializables.

Habrá que hacer ajustes. Las opciones son unos
niveles mayores de inversión financiados por el ahorro
interno, un aumento de la productividad y una mayor
competitividad o ingresos reales estancados, pues la
reequilibración se hace mediante el mecanismo de tipos de
cambio (o una gran dosis de deflación interna en los
países de la zona del euro que tienen problemas de deuda,
pues no pueden fijar sus tipos de cambio).

Muchos de esos problemas estructurales
no estaban a la vista antes de la crisis, por lo que las
reacciones de los mercados y de las políticas se
retrasaron. En los EEUU el exceso de consumo interno, basado en
una burbuja de activos alimentada por la deuda, ayudó a
sostener el empleo y el crecimiento, pese a que la cuenta
corriente daba señales preocupantes. En varios
países europeos, los gobiernos, ayudados por unos tipos de
interés bajos, colmaron el desfase creado por una
productividad rezagada.

En todos los casos, las evaluaciones del
equilibrio fiscal se basaron erróneamente en la supuesta
estabilidad y sostenibilidad de las vías de crecimiento
existentes. La suposición de que una situación
favorable en cuanto a crecimiento y tipos de interés
sería permanente propició un fracaso en gran escala
de la política fiscal anticíclica en las
economías avanzadas, pues los déficits
presupuestarios se volvieron crónicos, en lugar de ser una
simple reacción ante la demanda interna
deprimida.

En los mercados en ascenso, el
crecimiento de China es decisivo, por su tamaño y su
importancia como mercado exportador para el Brasil, la India,
Corea del Sur, el Japón e incluso Alemania, pero la
inflación es una amenaza doble para China, que pone en
peligro tanto el crecimiento económico como la
cohesión interna. La vivienda se ha vuelto prohibitiva
para muchos jóvenes que entran a formar parte de la fuerza
laboral. La de contener la inflación de precios y activos
sin socavar el crecimiento será una operación
equilibradora difícil.

Además, China comparte con los EEUU el imperativo
de limitar el aumento de la desigualdad de los ingresos. En los
dos casos, los motores del empleo deben seguir funcionando o
ponerse de nuevo en marcha para prevenir la inestabilidad
política y los disturbios sociales. El proteccionismo en
gran escala no es un resultado probable -al menos no aún-,
pero, si no se abordan adecuadamente las cuestiones del empleo y
de la redistribución, la situación al respecto
podría cambiar.

Para Asia, que es relativamente pobre en recursos en
comparación con Oriente Medio, América Latina y
África, el aumento del costo de los productos
básicos, impulsado en parte por el crecimiento de los
mercados en ascenso, es un motivo de preocupación.
También la seguridad energética es un factor de
riesgo, en particular dados los inciertos resultados de los
levantamientos populares en Oriente Medio.

El crecimiento de los mercados en ascenso es el dato
positivo que presenta el mundo y parece que va a ser sostenible
justo cuando los países avanzados experimentan un largo
período de reequilibración y crecimiento lento,
pero aun en ellos acechan los riesgos. Una importante
contracción en Europa o los Estados Unidos tendría
importantes repercusiones negativas en esas economías, que
pueden crear suficiente demanda suplementaria para sostener su
propio crecimiento, pero no para compensar una gran
reducción de la demanda en los países
avanzados.

Los mercados pueden haber tenido en cuenta el efecto
combinado de esos riesgos en el nivel macroeconómico, que
ahora son omnipresentes y están en correlación,
pero lo dudo. No obstante, todos los países comparten un
gran interés inmediato en reducirlos. Esperemos que la
concienciación al respecto infunda una muy necesaria
sensación de urgencia a las reacciones normativas
nacionales, como también a las medidas adoptadas por el
G-20 y otros órganos internacionales para mejorar la
coordinación internacional de las
políticas.

(Michael Spence, premio Nobel de economía, es
profesor de Economía en la Escuela Stern de
Administración de Empresas de la Universidad de Nueva
York, miembro visitante distinguido del Consejo de Relaciones
Exteriores e investigador superior de la Institución
Hoover de la Universidad de Stanford. Su último libro es
The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a
Multispeed World ("La próxima convergencia. El futuro del
crecimiento económico en un mundo con múltiples
velocidades"). Copyright: Project Syndicate, 2011)

"The Truth About the Economy"

En un video llamado "The Truth About the Economy"
(17/6/11) Robert Bernard Reich un economista que estuvo en
el gobierno de Bill Clinton, antiguo profesor de Harvard y
actualmente en la Universidad de California en Berkeley, expone
lo que considera es la verdad sobre la economía actual,
sobre cuál es el principal error que estamos
cometiendo.

El razonamiento que se realiza, con datos válidos
para Estados Unidos, es el siguiente. En los últimos 30
años el PIB se ha doblado, pero, paradójicamente,
los sueldos se han estancado y son prácticamente iguales
que por aquel entonces. ¿Quién es el responsable?
La inflación, ganamos más nominalmente pero no
realmente. Entonces, ¿a dónde van las ganancias?
Según el Sr. Reich a los "super rich" (súper
ricos), que identifica como los que están en la cima de la
pirámide cuando de dinero hablamos. Lo justifica con los
datos de ingresos, hace treinta años el 1% más rico
de la población se llevaba a su casa el 10% de los
ingresos totales, hoy es el 20% y poseen el 40% de la riqueza del
país.

Monografias.com

Monografias.com

Vemos que el "top 20%" gana un 59.1% de los ingresos
totales, pero por la contra paga el 64.3% de los
impuestos.

La cuestión no son tanto los tipos impositivos
como la creciente divergencia entre "ricos y pobres", no es que
los ricos paguen poco, es que "los pobres" ganan poco.

Más datos interesantes, cómo evoluciona el
sueldo de un CEO en relación al empleado medio:

Monografias.com

¿Curioso, no? Actualmente un CEO gana unas 350
veces más que un empleado medio mientras el ratio
histórico es inferior a las 100 veces. Además vemos
que los sueldos en la parte alta de la jerarquía suben muy
por encima de los beneficios a la par que los de los trabajadores
se estancan. Y si bien es simplificar demasiado centrarse en los
"CEO" vamos enfocando el problema.

¿En dónde converge todo esto?
Globalización… Observen el siguiente
gráfico.

Monografias.com

Si bien los resultados del 40% son puntuales, el
progresivo menor porcentaje sobre el total por el impuesto de
sociedades es un hecho. A raíz de la Segunda Guerra
Mundial y coincidiendo con la apertura de mercados y fronteras
parece que las empresas han buscado la forma de "optimizar" su
carga fiscal aprovechando esta circunstancia, llegando a
mínimos del 10% sobre el total o incluso menos.

Claro, con un tipo marginal de los más altos del
mundo en Estados Unidos la "optimización" puede
entenderse, donde ya jugamos a algo peligroso es cuando una
empresa como Google tributa el 2.4% gracias a Irlanda pero sus
beneficios vienen de otros lugares con altos impuestos. Es decir,
hago mis negocios gracias a unos pero les doy el dinero a otros.
Y si bien es injusto personificar en Google porque muchas lo
hacen, es un ejemplo que muestra perfectamente lo que está
ocurriendo globalmente.

Los viejos paradigmas tributarios están "KO". Es
cierto que las empresas crean riqueza, pero el Estado no puede
sustentarse gracias a los sueldos que generan, salvo aplicando
tipos de tinte confiscatorio, y por tanto se necesita
también una parte de sus beneficios. Algo francamente
difícil tal y como están las cosas.

– La trampa de la competitividad de Europa (Project
Syndicate – 16/6/11)

(Por Simon Tilford) Lectura recomendada

Londres.- Una idea errónea de lo que impulsa el
crecimiento económico se ha convertido en la amenaza
más grave para la recuperación en Europa. Los
políticos europeos están obsesionados con la
"competitividad" nacional y parecen pensar realmente que la
prosperidad es sinónimo de superávits comerciales.
Esto explica en gran medida por qué se cita habitualmente
a Alemania como ejemplo de una economía sólida y
"competitiva".

Sin embargo, el crecimiento económico, incluso en
las economías tradicionalmente orientadas a la
exportación, se ve impulsado por el aumento de la
productividad, no por la capacidad de capturar una parte
creciente de los mercados mundiales. Si bien es evidente que las
importaciones deben ser financiadas por las exportaciones, el
énfasis en la competitividad del comercio está
desviando la atención del problema subyacente de Europa:
el muy débil crecimiento de la productividad. Y esto es un
problema tan serio en las economías con superávits
comerciales como en las deficitarias.

La idea de que el crecimiento económico
está determinado por una batalla por la cuota de mercado
mundial de productos manufacturados es fácil de entender
para los políticos y de comunicar a sus electores. Las
economías con superávits externos son vistas como
"competitivas", independientemente de su productividad o su
crecimiento. La balanza comercial se ve como el "resultado final"
de un país, como si los países fueran empresas. De
hecho, tienen poco en común (la balanza comercial es
simplemente la diferencia entre el ahorro interno y la
inversión o, en términos más generales,
entre el gasto agregado y la producción), pero hablar de
Deutschland AG o UK plc es conceptualmente atractivo y seduce con
facilidad.

Los gobiernos obsesionados con la
competitividad nacional tienen mayores probabilidades de impulsar
políticas económicas perjudiciales. Si el
crecimiento económico se considera dependiente de la
competitividad en términos de costes de las exportaciones,
los gobiernos se centrarán en temas que puede que tengan
sentido para los exportadores, pero no para sus economías
en su conjunto, como las políticas del mercado de trabajo
destinadas a mantener artificialmente bajo el crecimiento de los
salarios, que redistribuyen los ingresos del trabajo al capital y
agravan la desigualdad.

De hecho, la disminución a largo
plazo de la proporción del ingreso nacional
correspondiente a sueldos y salarios en los últimos 10
años en casi todas las economías de la UE es un
gran obstáculo para una recuperación del consumo
privado. Y la otra cara de la disminución de los salarios
y sueldos -un fuerte aumento en la proporción del ingreso
nacional correspondiente a las ganancias de las empresas- no ha
dado lugar a un auge de la inversión.

Esto no debería ser una sorpresa. Una empresa
individual puede recortar los salarios sin poner en peligro la
demanda de cualquier bien o servicio que produzca. Pero si todas
las empresas reducen los salarios al mismo tiempo, la debilidad
resultante de la demanda global socavará los incentivos de
las empresas para invertir, lo que su vez deprime el crecimiento
de la productividad.

En pocas palabras, reducir la
proporción del ingreso nacional correspondiente a los
salarios, aceptar un aumento importante de la desigualdad y
estimular el aumento de la proporción del ingreso nacional
correspondiente a las ganancias corporativas no es manera de
lograr un crecimiento económico sostenible. Pero eso es
precisamente lo que sucede cuando los gobiernos creen que la
salvación económica radica en ganar una
participación creciente de los mercados de
exportación.

No es así. Existe una correlación muy
fuerte entre elevar la productividad del trabajo y el crecimiento
económico, que vale para los países con
superávits comerciales, así como para aquellos con
déficit. Por ello, lo que determinará en gran
medida las perspectivas económicas de la Unión
Europea será el crecimiento de la productividad, no el
tamaño de su superávit comercial.

Desafortunadamente, el crecimiento de la productividad
está disminuyendo en toda Europa, desde alrededor de 3,5%
anual en la década de 1970 a apenas el 1% en la
década de 2000. Y ha sido casi tan débil en el
núcleo de la eurozona como en su atribulada
periferia.

Los gobiernos en toda la UE
deberían centrarse en incrementar la productividad no
sólo en los sectores más expuestos a nivel
internacional, como la manufactura, sino también en
sectores menos transables, como los servicios, que ahora
representan alrededor de dos tercios de la actividad
económica. Sin mayores aumentos de la productividad
allí, el crecimiento económico resultará
difícil de alcanzar.

Sin embargo, el logro de mejoras supone el
diagnóstico de por qué el rendimiento de la
productividad de Europa, con unas pocas excepciones notables, ha
sido tan malo. Existen dos problemas centrales. El primero son
los niveles insuficientes de cualificación, agravados por
la complacencia. Algunos países -Escandinavia y los
Países Bajos, por ejemplo-muestran buenos resultados en
este ámbito. Pero el panorama en otros lugares es
fragmentario. Alemania tiene una buena formación
vocacional, Gran Bretaña posee una buena cantidad de las
mejores universidades, y Francia una buena educación
técnica. Otros países, especialmente en el sur,
muestran un mal desempeño en la mayoría de las
áreas.

El segundo problema es una competencia inadecuada. En
muchos sectores, los actuales titulares de un empleo están
protegidos. Esto se justifica en términos de mantener la
"justicia social" o defender a "campeones de la nación",
pero no hace más que impulsar la búsqueda de
rentas: la capacidad de determinados grupos de la sociedad de
extraer beneficios desproporcionados por su trabajo. En los
países en que esta tendencia es más fuerte, los
niveles de productividad son más
débiles.

Si bien las perspectivas económicas de
crecimiento de Europa pueden ser malas, esto tiene poco que ver
con lo que está sucediendo en otros lugares. Los
líderes europeos se encontrarán con que mejorar la
educación y la formación -y abrir mercados hasta
ahora protegidos- es una tarea larga y ardua. Pero, a diferencia
de la obsesión por la "competitividad", este tipo de
reformas llevarían a Europa a la senda del crecimiento
sostenible.

(Simon Tilford es economista en jefe del Centro para la
Reforma Europea. Copyright: Project Syndicate, 2011)

– Confesiones de un desregulador financiero (Project
Syndicate – 30/6/11)

(Por J. Bradford DeLong) Lectura recomendada

Berkeley.- A fines de los 90, al menos en los Estados
Unidos, dos escuelas de pensamiento buscaron impulsar una mayor
desregulación financiera, es decir, eliminar la
separación legal entre banca de inversión y banca
comercial, relajar los requisitos de capital para los bancos y
fomentar la creación y el uso más proactivos de
instrumentos derivados. Si la desregulación parece tan
mala idea ahora, ¿por qué no lo fue
entonces?

La primera escuela de pensamiento, en términos
generales correspondiente al Partido Republicano de los Estados
Unidos, sostenía que la regulación financiera era
mala, porque toda regulación lo era. La segunda, en
términos generales la del Partido Demócrata, era
algo más compleja y se basaba en cuatro
observaciones:

· En el núcleo industrial de la
economía global, al menos, habían transcurrido para
entonces más de 60 años desde que una
perturbación financiera hubiese tenido más que un
impacto menor sobre los niveles globales de producción y
empleo. Si bien los bancos centrales modernos habían
tenido dificultades para hacer frente a los shocks
inflacionarios, habían pasado generaciones desde que la
aparición de un shock deflacionario que no se hubiera
podido manejar.

· Los beneficios de la oligarquía de la
banca de inversión (el puñado de bancos de
inversión globales, como Goldman Sachs, Morgan Stanley y
JP Morgan Chase, entre otros) fueron muy superiores a lo que
cualquier mercado competitivo debería generar, gracias al
mucho dinero a su disposición y a su capacidad de maniobra
por entre frondosos laberintos normativos.

· La pendiente de retornos del mercado de largo
plazo -por el cual quienes con mucho dinero y la paciencia para
asumir los riesgos de inversiones en bienes raíces,
acciones, derivados y otros cosecharon utilidades desmesuradas-
parecía indicar que los mercados financieros eran
totalmente inadecuados para movilizar la capacidad de
asunción de riesgos de la sociedad como un
todo.

· Los dos tercios más pobres de la
población de Estados Unidos parecían estar
excluidos de las oportunidades de acceso a créditos con
tasas de interés razonables y, en consecuencia, de las
inversiones con grandes beneficios de las que disfrutaba el
tercio superior (especialmente los ricos).

Estas cuatro observaciones sugerían que era la
hora de un poco de experimentación institucional. Las
restricciones de la época de la depresión sobre el
riesgo parecían menos urgentes, dada la probada capacidad
de la Reserva Federal de los EEUU para construir barreras entre
las turbulencias financieras y la demanda agregada. Las nuevas
maneras de acceder a créditos y extender el riesgo
parecían implicar pocos inconvenientes. Una mayor
competencia para los oligarcas de la banca de inversión
por parte de los bancos comerciales y las compañías
de seguros con abundantes fondos a su disposición
parecía ayudar a reducir las desmesuradas ganancias de los
bancos de inversión.

Parecía que merecía la pena intentarlo,
pero no fue así.

Analíticamente, todavía
estamos recuperándonos del desastre que significó
este experimento. ¿Por qué fueron tan malos los
controles del riesgo de los bancos generales altamente
apalancados y centrados en el dinero? ¿Por qué los
bancos centrales y los gobiernos no estuvieron dispuestos ni
fueron capaces de acelerar y mantener el flujo de la demanda
agregada a medida que la crisis financiera y sus consecuencias
ahogaban la inversión privada y el gasto de
consumo?

Más preguntas surgen de la
respuesta política a la recesión subsiguiente.
¿Por qué, una vez que la magnitud de la crisis se
hizo evidente, los gobiernos no estuvieron dispuestos a
intervenir para hacer que el desempleo volviera a niveles
normales, sobre todo ante la ausencia de expectativas
inflacionarias, presión alcista sobre los precios, o
incluso aumentos de las tasas de interés que pudieran
desincentivar el gasto de inversión privado? ¿Y
cómo ha podido la industria financiera conservar tanto
poder político para bloquear la reforma
normativa?

Más aún, sigue sin estar clara la forma de
reestructurar el sistema financiero. La separación
establecida por la Ley Glass-Steagall entre la inversión y
la banca comercial benefició en gran medida de la
oligarquía ya asentada de los bancos de inversión,
pero de alguna manera la entrada de los bancos comerciales y las
aseguradoras como competidores aumentó aún
más los beneficios de las compañías
financieras.

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