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La muerte del patriarca (Gabriel García Márquez )




    La muerte del patriarca – Monografias.com

    La muerte del patriarca

    Gabriel José de la Concordia García
    Márquez (
    1927 – ) es un escritor, novelista,
    cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982
    recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido
    familiarmente y por sus amigos como Gabo.

    Ahí viene el que manda

    Que arresten al que está trepado en la
    ventana

    Si no era un enemigo ahora lo es

    Las troneras de la memoria

    No quería ver a nadie

    Algo quería ocultarle el
    gobierno

    Para olvidar que apenas vivía

    Le había faltado siempre en la cama
    amor

    Sorprendió a una de las mujeres encargadas de
    la ropa de los soldados

    Rejuveneció

    Recuperó la memoria

    El tremedal de la agonía

    Quédese quieto,
    carajo

    Enloquecido por el dolor de cabeza
    insoportable

    Su última noche

    Alguien lo llamó con el nombre
    Nicanor

    Las aguas premonitorias de los
    lebrillos

    Lo engañaban para
    complacerlo

    Había empezado a vislumbrar que no se vive se
    sobrevive

    Nunca había de ser el dueño de todo su
    poder

    Nuestro lado no era el suyo

    Un anciano sin destino

    Ahí viene el que manda

    • cuando empezó el tropel de los redoblantes,
      las cornetas, los cohetes, la gente que gritaba que ya viene
      el hombre, ahí viene,

    • que preguntó quién era el hombre y le
      habían contestado que quién iba a ser, el que
      manda,

    • que metió los cachorros en un cajón
      para que las fritangueras le hicieran el favor de
      cuidármelos mientras vuelvo,

    • que se trepó en el travesaño de una
      ventana para mirar por encima del gentío y vio la
      escolta de caballos con gualdrapas de oro y morriones de
      plumas,

    • vio la carroza con el dragón de la patria, el
      saludo de una mano con un guante de trapo,

    • el semblante lívido, los labios taciturnos
      sin sonrisa del hombre que mandaba,

    • los ojos tristes que lo encontraron de pronto como a
      una aguja en un monte de agujas,

    Que arresten al que está trepado en la
    ventana

    • el dedo que lo señaló, ése, el
      que está trepado en la ventana, que lo arresten
      mientras me acuerdo dónde lo he visto,
      ordenó,

    • así que me agarraron a golpes, me desollaron
      a planazos de sable, me asaron en una parrilla para que
      confesara dónde me había visto antes el hombre
      que mandaba,

    • pero no habían conseguido arrancarle otra
      verdad que la única en el calabozo de horror de la
      fortaleza del puerto

    • y la repitió con tanta convicción y
      tanto valor personal que él terminó por admitir
      que se había equivocado,

    Si no era un enemigo ahora lo es

    • pero ahora no hay remedio, dijo, porque lo
      habían tratado tan mal que si no era un enemigo ya lo
      es, pobre hombre,

    • de modo que se pudrió vivo en el calabozo
      mientras yo deambulaba por esta casa de sombras pensando
      madre mía Bendición Alvarado de mis buenos
      tiempos,

    • asísteme, mírame cómo estoy sin
      el amparo de tu manto,

    • clamando a solas que no valía la pena haber
      vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos
      para solazarse con ellos y alimentarse de ellos

    • y seguir sobreviviendo por ellos en los pantanos de
      la vejez

    Las troneras de la memoria

    • porque hasta los dolores más intensos y los
      instantes más felices de sus tiempos grandes se le
      habían escurrido sin remedio por las troneras de la
      memoria

    • a pesar de sus tentativas cándidas de
      impedirlo con tapones de papelitos enrollados,

    • estaba castigado a no saber jamás
      quién era esta Francisca Linero de 96 años que
      había ordenado enterrar con honores de reina de
      acuerdo con otra nota escrita de su propia mano,

    • condenado a gobernar a ciegas con once pares de
      gafas inútiles escondidos en la gaveta del
      escritorio

    • para disimular que en realidad conversaba con
      espectros cuyas voces no alcanzaba apenas a
      descifrar,

    • cuya identidad adivinaba por señales de
      instinto, sumergido en un estado de desamparo

    No quería ver a nadie

    • no había vuelto a discutir sobre Dios con el
      nuncio apostólico para que no se diera cuenta de que
      él tomaba el chocolate con cuchara,

    • ni había vuelto a jugar dominó por
      temor de que alguien se atreviera a perder por
      lástima,

    • no quería ver a nadie, madre, para que nadie
      descubriera que a pesar de la vigilancia minuciosa de su
      propia conducta,

    • a pesar de sus ínfulas de no arrastrar los
      pies planos que al fin y al cabo había arrastrado
      desde siempre,

    • a pesar del pudor de sus años se
      sentía al borde del abismo de pena de los
      últimos dictadores en desgracia

    • que él mantenía más presos que
      protegidos en la casa de los acantilados para que no
      contaminaran al mundo con la peste de su
      indignidad,

    Algo quería ocultarle el
    gobierno

    • y entonces nos llamaba, lo encontrábamos
      recién nacido con la mesita lista para la cena frente
      a la pantalla muda de la televisión,

    • le servíamos carne guisada, frijoles con
      tocino, arroz de coco, tajadas de plátano
      frito,

    • una cena inconcebible a su edad que él dejaba
      enfriar sin probarla siquiera mientras veía la misma
      película de emergencia en la
      televisión,

    • consciente de que algo quería ocultarle el
      gobierno si habían vuelto a pasar el mismo programa de
      circuito cerrado

    • sin advertir siquiera que los rollos de la
      película estaban invertidos, qué carajo,
      decía, tratando de olvidar lo que quisieron
      ocultarle,

    • si fuera algo peor ya se supiera, decía,
      roncando frente a la cena servida,

    Para olvidar que apenas vivía

    • hasta que daban las ocho en la catedral y se
      levantaba con el plato intacto y echaba la comida en el
      excusado

    • como todas las noches a esa hora desde hacía
      tanto tiempo para disimular la humillación de que el
      estómago le rechazaba todo,

    • para entretener con las leyendas de sus tiempos de
      gloria el rencor que sentía contra sí mismo
      cada vez que incurría en un acto detestable de
      descuidos de viejo,

    • para olvidar que apenas vivía,

    • que era él y nadie más quien
      escribía en las paredes de los retretes que viva el
      general, viva el macho,

    • que se había tomado a escondidas una
      pócima de curanderos para estar cuantas veces quisiera
      en una sola noche y hasta tres veces cada vez con tres
      mujeres distintas

    • y había pagado aquella ingenuidad senil con
      lágrimas de rabia más que de dolor

    • aferrado a las argollas del retrete llorando madre
      mía Bendición Alvarado de mi corazón,
      aborréceme, purifícame con tus aguas de
      fuego,

    Le había faltado siempre en la cama
    amor

    • cumpliendo con orgullo el castigo de su candidez
      porque sabía de sobra que lo que entonces le faltaba y
      le había faltado siempre en la cama no era honor sino
      amor,

    • le faltaban mujeres menos áridas que las que
      me servía mi compadre el ministro canciller

    • para que no perdiera la buena costumbre desde que
      clausuraron la escuela vecina,

    • hembras de carne sin hueso para usted solo mi
      general,

    • mandadas por avión con franquicia oficial de
      las vitrinas de Amsterdam,

    • de los concursos del cine de Budapest,

    • del mar de Italia mi general, mire qué
      maravilla,

    • las más bellas del mundo entero

    • que él encontraba sentadas con una decencia
      de maestras de canto en la penumbra de la oficina,

    • se desnudaban como artistas,

    • se acostaban en el diván de peluche con las
      tiras del traje de baño impresas en negativo de
      fotografía sobre el pellejo tibio de melaza de
      oro,

    • olían a dentífricos de mentol, a
      flores de frasco,

    • acostadas junto al enorme buey de cemento que no
      quiso quitarse la ropa militar

    • mientras yo trataba de alentarlo con mis recursos
      más caros

    • hasta que él se cansó de padecer los
      apremios de aquella belleza alucinante de pescado
      muerto

    • y le dije que ya estaba bien, hija, métete a
      monja, tan deprimido por su propia desidia

    Sorprendió a una de las mujeres encargadas de
    la ropa de los soldados

    • que aquella noche al golpe de las ocho
      sorprendió a una de las mujeres encargadas de la ropa
      de los soldados

    • y la derribó de un zarpazo sobre las bateas
      del lavadero a pesar de que ella trató de escapar con
      el recurso de susto de que hoy no puedo general,
      créamelo, estoy con el vampiro,

    • pero él la volteó bocabajo en las
      tablas de lavar y la sembró al revés con un
      ímpetu bíblico que la pobre mujer sintió
      en el alma como el crujido de la muerte

    • y resolló qué bárbaro general,
      usted ha debido estudiar para burro,

    • y él se sintió más halagado con
      aquel gemido de dolor que con los ditirambos más
      frenéticos de sus aduladores de oficio

    • y le asignó a la lavandera una pensión
      vitalicia para la educación de sus hijos,

    Rejuveneció

    • volvió a cantar después de tantos
      años cuando les daba el pienso a las vacas en los
      establos de ordeño,

    • fúlgida luna del mes de enero, cantaba, sin
      pensar en la muerte,

    • porque ni aun en la última noche de su vida
      había de permitirse la flaqueza de pensar en algo que
      no fuera de sentido común,

    • volvió a contar las vacas dos veces mientras
      cantaba eres la luz de mi sendero oscuro, eres mi estrella
      polar, y comprobó que faltaban cuatro,

    • volvió al interior de la casa contando de
      paso las gallinas dormidas en las perchas de los
      virreyes,

    • tapando las jaulas de los pájaros dormidos
      que contaba al ponerles encima las fundas de lienzo, cuarenta
      y ocho,

    • puso fuego a las bostas diseminadas por las vacas
      durante el día desde el vestíbulo hasta la sala
      de audiencias,

    Recuperó la memoria

    • se acordó de una infancia remota que por
      primera vez era su propia imagen tiritando en el hielo del
      páramo

    • y la imagen de su madre Bendición Alvarado
      que les arrebató a los buitres del muladar una tripa
      de carnero para el almuerzo,

    El tremedal de la agonía

    • cuyo riesgo mayor se le había hecho evidente
      en una audiencia con su ministro de guerra

    • en que tuvo la mala suerte de estornudar una vez y
      el ministro de guerra le dijo salud mi general,

    • y había estornudado otra vez y el ministro de
      guerra volvió a decir salud mi general,

    • y otra vez, salud mi general, pero después de
      nueve estornudos consecutivos no le volví a decir
      salud mi general

    • sino que me sentí aterrado por la amenaza de
      aquella cara descompuesta de estupor,

    • vi los ojos ahogados de lágrimas que me
      escupieron sin piedad desde el tremedal de la
      agonía,

    • vi la lengua de ahorcado de la bestia
      decrépita que se me estaba muriendo en los brazos sin
      un testigo de mi inocencia, sin nadie,

    • y entonces no se me ocurrió nada más
      que escapar de la oficina antes de que fuera demasiado
      tarde,

    Quédese quieto, carajo

    • pero él me lo impidió con una
      ráfaga de autoridad gritándome entre dos
      estornudos que no fuera cobarde brigadier Rosendo
      Sacristán, quédese quieto, carajo,

    • que no soy tan pendejo para morirme delante de
      usted, gritó, y así fue,

    • porque siguió estornudando hasta el borde de
      la muerte,

    • flotando en un espacio de inconsciencia poblado de
      luciérnagas de mediodía

    • pero aferrado a la certeza de que su madre
      Bendición Alvarado no había de depararle la
      vergüenza de morir de un acceso de estornudos en
      presencia de un inferior, ni de vainas,

    • primero muerto que humillado, mejor vivir con vacas
      que con hombres capaces de dejarlo morir a uno sin honor,
      qué carajo,

    Enloquecido por el dolor de cabeza
    insoportable

    • nadie lo había de ver vagando sin rumbo por
      la casa de nadie durante días enteros y noches
      completas con la cabeza envuelta en trapos ensopados de
      bairún,

    • gimiendo de desesperación contra las paredes,
      empalagado de tabonucos, enloquecido por el dolor de cabeza
      insoportable del que nunca le habló ni a su
      médico personal

    • porque sabía que no era más que uno
      más de los tantos dolores inútiles de la
      decrepitud,

    • lo sentía llegar como un trueno de piedras
      desde mucho antes de que aparecieron en el cielo los
      nubarrones de la borrasca

    • y ordenaba que nadie me moleste cuando apenas
      había empezado a girar el torniquete en las
      sienes,

    • que nadie entre en esta casa pase lo que pase,
      ordenaba,

    • cuando sentía crujir los huesos del
      cráneo con la segunda vuelta del
      torniquete,

    • ni Dios si viene, ordenaba, ni si me muero yo,
      carajo,

    • ciego de aquel dolor desalmado que no le
      concedía ni un instante de tregua para
      pensar

    • hasta el fin de los siglos de desesperación
      en que se desplomaba la bendición de la
      lluvia,

    Su última noche

    • eran las doce en punto cuando colgó la
      lámpara en el dintel herido en las entrañas por
      la torcedura mortal de los silbidos tenues del horror de la
      hernia,

    • no había más ámbito en el mundo
      que el de su dolor, pasó los tres cerrojos del
      dormitorio por última vez,

    • pasó los tres pestillos, las tres
      aldabas,

    • padeció el holocausto final de la
      micción exigua en el excusado
      portátil,

    • se tiró en el suelo pelado con el
      pantalón de manta cerril

    • que usaba para estar en casa desde que puso
      término a las audiencias,

    • con la camisa a rayas sin el cuello postizo y las
      pantuflas de inválido,

    • se tiró bocabajo, con el brazo derecho
      doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, y se
      durmió en el acto,

    • pero a las dos y diez despertó con la mente
      varada y con la ropa embebida en un sudor pálido y
      tibio de vísperas de ciclón,

    Alguien lo llamó con el nombre
    Nicanor

    • quién vive, preguntó estremecido por
      la certidumbre de que alguien lo había llamado en el
      sueño con un nombre que no era el suyo,
      Nicanor,

    • y otra vez, Nicanor, alguien que tenía la
      virtud de meterse en su cuarto sin quitar las aldabas porque
      entraba y salía cuando quería atravesando las
      paredes,

    • y entonces la vio, era la muerte mi general, la
      suya, vestida con una túnica de harapos de fique de
      penitente,

    • con el garabato de palo en la mano y el
      cráneo sembrado de retoños de algas
      sepulcrales

    • y flores de tierra en la fisura de los huesos y los
      ojos arcaicos y atónitos en las cuencas
      descarnadas,

    • y sólo cuando la vio de cuerpo entero
      comprendió que lo hubiera llamado Nicanor

    • Nicanor que es el nombre con que la muerte nos
      conoce a todos los hombres en el instante de
      morir.

    Las aguas premonitorias de los
    lebrillos

    • pero él dijo que no, muerte, que
      todavía no era su hora, que había de ser
      durante el sueño en la penumbra de la oficina como
      estaba anunciado desde siempre en las aguas premonitorias de
      los lebrillos,

    • pero ella replicó que no, general, ha sido
      aquí, descalzo y con la ropa de menesteroso que
      llevaba puesta,

    • aunque los que encontraron el cuerpo habían
      de decir que fue en el suelo de la oficina con el uniforme de
      lienzo sin insignias y la espuela de oro en el talón
      izquierdo para no contrariar los augurios de sus
      pitonisas.

    Lo engañaban para complacerlo

    • había sabido desde sus orígenes que lo
      engañaban para complacerlo, que le cobraban por
      adularlo,

    • que reclutaban por la fuerza de las armas a las
      muchedumbres concentradas a su paso con gritos de
      júbilo y letreros venales de vida eterna al
      magnífico que es más antiguo que su
      edad,

    • pero aprendió a vivir con esas y con todas
      las miserias de la gloria a medida que descubría en el
      transcurso de sus años incontables

    • que la mentira es más cómoda que la
      duda, más útil que el amor, más
      perdurable que la verdad,

    • había llegado sin asombro a la ficción
      de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria
      y de ser obedecido sin autoridad

    Había empezado a vislumbrar que no se vive se
    sobrevive

    • había sido cuando menos lo quiso, cuando al
      cabo de tantos y tantos años de ilusiones
      estériles había empezado a vislumbrar que no se
      vive,

    • qué carajo, se sobrevive, se aprende
      demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y
      útiles no alcanzan para nada más que para
      aprender a vivir,

    • había conocido su incapacidad de amor en el
      enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras
      invisibles de las barajas

    • y había tratado de compensar aquel destino
      infame con el culto abrasador del vicio solitario del
      poder,

    • se había hecho víctima de su secta
      para inmolarse en las llamas de aquel holocausto
      infinito,

    • se había cebado en la falacia y el
      crimen,

    • había medrado en la impiedad y el oprobio y
      se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo
      congénito

    • sólo por conservar hasta el fin de los
      tiempos su bolita de vidrio en el puño

    • sin saber que era un vicio sin término cuya
      saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos los
      tiempos mi general,

    Nunca había de ser el dueño de todo su
    poder

    • cuando se convenció en el reguero de hojas
      amarillas de su otoño que nunca había de ser el
      dueño de todo su poder,

    • que estaba condenado a no conocer la vida sino por
      el revés,

    • condenado a descifrar las costuras y a corregir los
      hilos de la trama y los nudos de la urdimbre del gobelino de
      ilusiones de la realidad

    • sin sospechar ni siquiera demasiado tarde que la
      única vida vivible era la de mostrar,

    Nuestro lado no era el suyo

    • la que nosotros veíamos de este lado que no
      era el suyo mi general,

    • este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas
      amarillas de nuestros incontables años de infortunio y
      nuestros instantes inasibles de felicidad,

    • donde el amor estaba contaminado por los
      gérmenes de la muerte pero era todo el amor mi
      general,

    • donde usted mismo era apenas una visión
      incierta de unos ojos de lástima a través de
      los visillos polvorientos de la ventanilla de un
      tren,

    • era apenas el temblor de unos labios taciturnos, el
      adiós fugitivo de un guante de raso de la mano de
      nadie

    Un anciano sin destino

    • de un anciano sin destino que nunca supimos
      quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un
      infundio de la imaginación,

    • un tirano de burlas que nunca supo dónde
      estaba el revés y dónde estaba el derecho de
      esta vida

    • que amábamos con una pasión insaciable
      que usted no se atrevió ni siquiera a
      imaginar

    • por miedo de saber lo que nosotros sabíamos
      de sobra que era ardua y efímera pero que no
      había otra, general,

    • porque nosotros sabíamos quiénes
      éramos mientras él se quedó sin saberlo
      para siempre

    • con el dulce silbido de su potra de muerto viejo
      tronchado de raíz por el trancazo de la
      muerte,

    • volando entre el rumor oscuro de las últimas
      hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas
      de la verdad del olvido,

    • agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas
      del balandrán de la muerte

    • y ajeno a los clamores de las muchedumbres
      frenéticas que se echaban a las calles cantando los
      himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su
      muerte

    • y ajeno para siempre jamás a las
      músicas de liberación y los cohetes de gozo y
      las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva
      de que el tiempo incontable de la eternidad había por
      fin terminado.

     

    Fuente: El otoño del patriarca de Gabriel
    García Marqués

    Texto adecuado para facilitar su
    lectura.

     

    Enviado por:

    Rafael Bolívar Grimaldos

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