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La noticia rica del Paititi



Partes: 1, 2

  1. Introducción
  2. El impacto de una
    leyenda
  3. En la ruta hacia el
    Paititi
  4. El
    Paititi
  5. Palabras
    finales
  6. Apéndice
    I

Monografias.com

Introducción

El Perú encierra todavía muchos misterios.
Algunos son de muy corta data y producto de la moderna moda
esotérica que invade los mercados del desesperanzado mundo
actual en que vivimos; otros, se remontan en el tiempo hasta
alcanzar la época de los conquistadores españoles y
sus crónicas, siendo éstos los que revisten mayor
prestigio, manteniéndose firmes, permanentes, a pesar del
inexorable paso de los siglos. El misterio del Paititi combina
las dos variantes nombradas de un modo por cierto revelador,
puesto que en dicha leyenda podemos observar la mezcla de
elementos nuevos y antiguos en una yuxtaposición que se
nos antoja sumamente interesante. Ejemplo claro de la
perdurabilidad de un imaginario de estructuras duras, el
Paititi denota la permanencia de los mitos de frontera;
ésos que abren las posibilidades de una manera que,
sólo estando en la selva, puede uno considerar con un
espíritu tan amplio como subjetivo.

En el presente ensayo intentaré describir,
explicar y entender toda la información recabada, a lo
largo de la EXPEDICION VILCABAMBA "98, respecto de la legendaria
ciudad perdida del Paititi, excitante realidad que nos
acompañara a lo largo de toda la exploración
practicada por la selva peruana (VÉASE APÉNDICE
I
).

Mar del Plata, 1999

El impacto de una
leyenda

Dicen en el Cusco que más allá de los
límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas,
las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que
conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los
últimos miembros de la elite inca escondieran ante la
conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la
leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como
también escépticos detractores que, en un debate no
oficializado por la ciencia, mantienen viva la presencia de la
mítica ciudad en el imaginario colectivo de todo el
Perú.

Mi primer contacto con la leyenda lo tuve hace ya varios
años cuando, en un viaje al Perú, practicado en
julio de 1985, un joven arqueólogo, destacado como
guía turístico en el Museo de Arqueología y
Antropología de Lima, me refirió sobre la
existencia de una ciudadela incaica, protegida por la selva, en
la que aún se conservaban, manteniendo sus más
tradicionales y ancestrales costumbres, los últimos
miembros de la dinastía inca, derrocada en el Cusco en
1532. Como por aquel entonces ningún libro de
arqueología o de historia, que yo hubiera leído,
explicaba con detenimiento qué era en realidad ese tan
mentado Paititi, empecé a recabar información oral
por todos los pueblos, caseríos y grandes ciudades por las
que anduve. Fue recién entonces cuando entendí que
su presencia, más allá del conocimiento libresco
que había yo adquirido en mis primeros años de
universidad, estaba profundamente arraigada y presente en todos
los sectores sociales y culturales del país andino. Casi
todo el mundo tenía algo que decir respecto de la perdida
ciudad. Muchos "conocían" a personas que se habían
adentrado en sus calles, sin poder conseguir las pruebas
objetivas necesarias para certificar su presencia en ella; otros,
se disponían a organizar la búsqueda, impulsados
por intereses que excedían lo meramente
arqueológico, para transformarse en simples huaqueros o
ladrones de tumbas. Finalmente, estaban aquellos que, imbuidos de
un espiritualismo que me resultaba extraño, mezclaban
técnicas esotéricas y marihuana con el fin de
comunicarse con los "Hermanos Superiores" que habitaban el
Paititi.

Debieron pasar trece largos años para que yo
mismo, junto a mis compañeros de viaje, nos
viéramos envueltos en una búsqueda que no exagero
en definir como obsesionante. La leyenda del Paititi me
acompañó durante casi una década y media, y
a lo largo de ese tiempo pude acceder a las crónicas del
siglo XVI que hablaban de la maravillosa ciudad, como
también a las emocionantes descripciones de modernos
exploradores peruanos, que invirtieran dinero y salud en pos de
lo que muchos dicen es una quimera.

Mi primera opinión sobre el tema estuvo empapada
de un fuerte racionalismo, ateniéndome, en parte, a la
hipótesis que sostuviera, años más tarde, el
historiador peruano Víctor Angles Vargas en su libro
El Paititi no Existe [1]y en el
que explica porqué motivo es un delirio seguir sosteniendo
que la existencia empírica de la ciudad incaica, con su
fortuna en oro y plata, es un hecho histórico comprobado.
Debo confesar que, aunque ese libro satisfizo muchas de mis dudas
intelectuales, sus frías y documentadas opiniones
derrumbaron gran parte de las románticas fantasías
que albergaba en mi corazón. Muy dentro de mí me
resistía a descartar la posibilidad de que, perdidas en la
selva de la Amazonía peruana, pudieran seguir escondidas
ciudades incas sin descubrir, siendo una de ellas el famoso
Paititi. Fue entonces cuando orienté el ángulo de
mis investigaciones hacia el campo de la historia de las
mentalidades e intenté analizar la leyenda como parte del
imaginario peruano. A través de este renovado enfoque
historiográfico pretendí encontrar una
solución a la lucha interna en la que me debatía:
¿fantasía o realidad?. Mi respuesta fue
contundente: fantasía; pero una fantasía actuante,
movilizadora y tan presente como las piedras mismas de Machu
Picchu. Armado, pues, con un arsenal teórico que encajaba
perfectamente con los cánones académicos
considerados "serios", me convertí, sin saberlo, en un
detractor del Paititi y negué de plano su
existencia.

Hoy las cosas han cambiado. Ya no niego
categóricamente. Hoy dudo, dejando abierta la puerta a
posibilidades que antes jamás hubiera permitido que
entraran. A diferencia de hace trece años, la rendija es
mayor, y el hecho de haber estado en plena jungla peruana ha
modificado la manera de percibir muchos hechos del pasado que
antes no me habría animado a discutir. La selva es tan
inmensa, tan llena de magia y con tantos bolsones sin explorar
que, ante la pregunta de si el Paititi existe o no, debo decir
que no me parece descabellado contestar
afirmativamente.

Pero, ¿qué es el Paititi? ;
¿cuáles son las diversas versiones que circulan
sobre él? ; ¿qué elementos de realidad y de
fantasía se conjugan en su historia? ; ¿por
qué está tan difundida su leyenda? ; ¿en
dónde, supuestamente, se ubican sus ruinas? ;
¿quiénes las protegen y por qué?

Estas, y otras preguntas, son las que intentaré
responder en las páginas que siguen.

En la ruta hacia
el Paititi

Cuando en setiembre de 1997 empezamos a organizar la
expedición que nos llevara hasta las ruinas de la ciudad
de Vilcabamba La Vieja, éramos conscientes de que
íbamos a internarnos en una región en donde el
Paititi no es leyenda, sino una realidad que muy pocos discuten.
Por ese motivo decidimos tenerlo como un objetivo secundario y
recabar, a lo largo del camino, toda la información
posible que circulara oralmente entre los pocos colonos y
campesinos que habitan los valles de los ríos Vilcabamba y
Pampaconas. Obvio es que no pretendíamos encontrarlo, pero
su presencia en cada fogón nocturno, en cada choza
selvática, en cada anécdota relatada por los
porteadores, nos obligaba a desviar nuestra atención,
alejándonos del mundo concreto de la arqueología,
para adentrarnos en una realidad tan mágica como
atrayente; una realidad en la que los tesoros ocultos y las
ciudades perdidas parecían ser tangibles, y el concepto de
imposibilidad se desdibujaba abriendo un sin fin de
factibilidades que, analizadas desde la ciudad en la que escribo
estas líneas, parecerían ser sólo delirios,
producto de la excitación emocional que acarrea la
selva.

Aún no habíamos despegado de suelo
argentino cuando, en la sala de embarque del Aeropuerto
Internacional de Ezeiza (Buenos Aires), entramos en contacto con
un gentil caballero peruano que, a poco de iniciar la
conversación y enterarse de nuestra expedición a
las selvas de Vilcabamba, nos relató una historia que,
escuchada una y otra vez por boca de otros informantes,
terminó resultando arquetípica. De alguna manera,
con don Felipe Gutiérrez Sevilla, se iniciaba una larga
cadena de rumores, profundamente arraigados en tierras peruanas,
y que definieran, desde hace más de cuatrocientos
años, la búsqueda de sitios tan maravillosos como
El Dorado, El Candire, el reino de Omagua y el mismísimo
Paititi. La leyenda y la realidad empezaban a mezclarse en el
principio mismo del viaje, y por más que nos
propusiéramos sopesar críticamente las historias
que escucháramos, fue casi imposible no dejarnos llevar
por el folklore local.

En cierta ocasión, el explorador inglés
Percy Harrison Fawcett escribió: "no hay día,
en el Perú, en el que uno no escuche historias sobre
tesoros, oro y ciudades perdidas
"; y es una de las pocas
cosas ciertas que pudo haber escrito. Nosotros lo hemos
comprobado empíricamente, conversando con la gente; con
personas que, como don Gutiérrez Sevilla, nos relataran
sucesos como los que a continuación consigno:

"Tengo un amigo que vive en el Callao (Lima), un
amigo personal, que tiene en su poder un dedo de oro que procede
de la ciudad perdida que usted llama Paititi, y que nosotros
denominamos Paykikin. Yo mismo lo he visto, lo tiene en su casa,
y me contó que hace unos años, mientras se
internaba en las selvas más allá de Paucartambo, se
topó con una ciudad de grandes piedras y una amplia
avenida. A lo largo de esa calle había estatuas, en
tamaño natural, hechas íntegramente de oro. Como
estaba solo y no podía cargar con semejante tesoro, le
cortó con su machete el dedo pulgar a una de las estatuas.
Tiempo más tarde me lo mostró. El Paykikin no es
una leyenda, existe; pero no es la única fuente de oro que
encontraran en el Perú. Todo el país tiene tapados
escondidos en cerros y lagunas. Mi hermano se ha dedicado durante
mucho tiempo a buscar esos tapados, y de hecho, a lo largo
de toda su vida encontró tres; uno de ellos en el piso de
una pequeña iglesia [los tapados son tesoros, o
pertenencias personales de gran valor, enterradas o escondidas en
las paredes y pisos de las antiguas casonas coloniales;
según el folclore, tanto los españoles como los
incas, tuvieron la recurrente costumbre de esconder sus tesoros
para luego olvidarlos o dejarlos abandonados]. Hay mucha riqueza
en el Perú, caballero. Mire, sin ir más lejos, hace
unos cuatro meses tres personas (dos peruanos y un inglés)
se metieron en la selva en búsqueda de ruinas. Uno de
ellos era el prefecto de un pueblo y tuvo la mala suerte de morir
ahogado. Bueno, eso es lo que denunciaron sus dos
compañeros cuando regresaron, pero lo cierto es que se
piensa que descubrieron el Paykikin y que ellos mismos mataron al
funcionario para que no anunciara públicamente el
descubrimiento y quedarse ellos solos con las
riquezas".
[2]

Son relatos como el precedente los que nos auguraban una
experiencia exploratoria fascinante.[3] Las claras
referencias a leyendas, que datan de épocas
pretéritas, y la natural personalización que la
gente hace de los mitos, nos indicaban que el Paititi
permanecía enquistado en la cosmovisión andina
contemporánea. Faltaban todavía varios días
para que encamináramos nuestras botas por la selva;
recién entonces, nosotros mismos, nos veríamos
arrastrados por los comentarios referentes a la legendaria
ciudad.

Generalmente, son pocas las personas que se cuestionan
acerca de los gustos, creencias y valores que guían y dan
contenido a sus actos. El pensamiento sistemático no
siempre está presente a la hora de analizar el conjunto de
actitudes y aseveraciones que cotidianamente actualizamos en
sociedad. Esto es en parte una clara evidencia de que todos hemos
heredado (y aprendido) un pesado y complejo bagaje de prejuicios,
temores, esperanzas y sueños que, disparados de una forma
u otra, los protagonistas de una época determinada
comparten de acuerdo al contexto o coyuntura histórica que
les toque vivir.

Así pues, intentar una interpretación que
permita aclarar los extravagantes móviles que impulsaron,
e impulsan, a cientos de exploradores en la búsqueda de
fabulosas ciudades de oro y plata (quimeras siempre perseguidas
pero nunca alcanzadas) implica analizar aquellos mitos de
descubrimiento y conquista que aún siguen vigentes y que
continúan recreando las sobremesas de infinidad de
familias que, hoy como ayer, necesitan de sueños
irrealizables para darle sentido a una vida repleta de
necesidades insatisfechas. El Perú es uno de esos
lugares.

Cuando aquel 18 de julio de 1998 arribamos a Cusco,
antigua capital del Imperio de los incas, fuimos recibidos por
una ciudad que renacía de sus propias cenizas, para el
turismo internacional. Tras una década de guerrilla,
terrorismo y cólera, el moderno Qosqo (así se
escribe siguiendo la original pronunciación en lengua
quechua) abría sus generosos brazos a los "gringos" de
diversas partes del mundo. No era ya la ciudad triste y
preocupada de hacía cuatro años. El temor a las
bombas se había disipado y, aunque el consejo de muchos
era que tomáramos agua mineral, el paralizante virus del
cólera estaba perfectamente controlado. La región
Inca se despojaba así de la etiqueta de "zona
endémica", que tantas quiebras y problemas
económicos había acarreado durante largo tiempo. Se
respiraba un vivificante aire de esperanza, y no hubo hotelero,
taxista o camarero que no nos hiciera llegar su mensaje de
optimismo en el futuro. El orgullo cusqueño se tamizaba
así de fuerza, buena atención y…
dólares.

El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde
el pasado y el presente se mezclan de una forma muy
difícil de describir con palabras. Allí
están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia
monolítica soportando el peso de los siglos, de las
invasiones y de los terremotos. Allí están los
restos de los palacios desde los cuales se controló gran
parte de la América del sur, antes que los
españoles pusieran sus pies en estas tierras. Hoy
convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas prestigiosas
obras de la arquitectura precolombina siguen impactando y
admirando al más insensible de los viajeros. Cusco, el
Ombligo del Mundo, fundada, según reza el mito, hacia el
año 1200 de nuestra era por los héroes
civilizadores más destacados de la genealogía
incaica: Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su
hermana y esposa. Basta con tener un poco de imaginación,
y dejarse llevar por los olores y claroscuros de sus calles, para
poder recrear el momento mismo de aquella fundación
trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo
que hoy es la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como
absorbido por la Madre Tierra, en el fangoso suelo del valle,
indicándole así el sitio exacto en donde levantar
la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo
había indicado el gran dios Viracocha, a orillas del lago
Titicaca, y así fue.

Pero junto a la escenografía quechua se yerguen,
vigilantes y orgullosos, los campanarios y torres de capillas e
iglesias, atiborradas de una riqueza barroca que ha sabido
controlar y emocionar, durante los últimos cuatrocientos
años, la espiritualidad y esperanza de los
cusqueños. Ellas, junto con las señoriales casonas
coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la cara
híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas
tan diferentes como la de incas y españoles. Se ha dicho
que todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la
conquista ibérica y, de alguna manera, es cierto. Caminar
por sus callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores
ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada
rincón empedrado, es advertir la imposición de una
cultura sobre otra, de un olor sobre otro; porque no sólo
son los adobes pintados de blanco, las rejas y las tejas los que
se sobreimprimen a los basamentos de fría piedra incaica,
sino que son también las voces, las comidas y la
música las que nos indican que estamos en una ciudad mitad
española y mitad incaica. Una por encima de la
otra.

Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca
perdió su prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado
en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que
todavía le guardan los campesinos que llegan a él.
Por ello, si uno es atento y para bien la oreja,
todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la
vieja capital imperial: "Napaykukuykim hatum K"osk"o"
("¡Oh, gran ciudad, yo te saludo
!").

Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse mis
pies en tierra cusqueña.

A 3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente
extraño. El aire se vuelve insuficiente, las piernas pesan
toneladas y a la agitación exagerada, de caminar
sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de nuca.
Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente
ofrecen todos los hoteles a los inadaptados turistas. La planta
sagrada de los Andes se vuelve inoperante, y por más que
se tomen litros de aquella infusión quechua, los efectos
del soroche (el mal de las alturas) se dejarán
sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas.

Para nosotros, gringos, los inconvenientes del
Cusco los constituyen sus calles empinadas y el aire rarificado
de la gran altitud. Cualquier esfuerzo físico se traduce
en un latir apresurado del corazón y en una
respiración jadeante, entrecortada, que obliga a detenerse
a cada paso. Incluso el gusto de los cigarrillos es distinto;
supongo que eso se debe a que el tabaco se quema de diferente
manera que al nivel del mar. Por otra parte, el fumar se vuelve
una tarea que implica atención permanente, ya que al menor
descuido la brasa se apaga, dejándole a la boca un sabor
amargo, de consistencia pastosa y desagradable. Pero bastan dos
días para que el organismo se adapte a ese techo de
América, generando la cantidad necesaria de
glóbulos rojos que permiten oxigenar adecuadamente cada
centímetro cuadrado del cuerpo. Cuando el físico
entra en consonancia con la naturaleza elevada de ese piso
ecológico, recién ahí, puede uno empezar a
disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad.

El Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un
puma, ya que los incas no eran ajenos a la tradición del
culto al felino; animal mítico que encuentra sus
más profundas raíces en las primeras culturas del
área andina, como lo fueron Chavín de Huantar y
Tiahuanaco. Y aunque para los señores del Cusco el felino
no fue tan importante como en las dos culturas nombradas, el
prestigio de la ciudad se tradujo en una arquitectura, y en una
planificación urbanística, virtual y sagrada que
tuvo al puma como principal personaje. La capital entera
adquiría así un carácter simbólico,
religioso y mítico; una prueba más del arte
monumental de la América precolombina, y un evidente
testimonio de que nada era profano dentro de la
cosmovisión incaica. Ni siquiera el contorno de la gran
urbe, o las montañas que la rodeaban.

Efectivamente, todo el Cusco está cercado por
Dioses. Son los Apu, los Señores de las
Montañas, los espíritus protectores de los cerros
que no faltan en ninguna comunidad de la región de la
Sierra. A ellos se les rinde homenaje y ceremonia; se los respeta
y se les habla como a seres vivos. En ocasiones reciben
"pagos", es decir, ofrendas, para que, en actos de
dadivosa reciprocidad, les restituyan al hombre devoto sus actos
de fe sincrética, con buenas cosechas, fertilidad y
generosa procreación de los ganados.

Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados
espacios y, como bien señala Jorge A. Flores Ochoa, "sus
alcances están en relación con su importancia
jerárquica, en cierto modo condicionadas por su
elevación con las cumbres circunvecinas"
[4]En ellos, la vieja y la nueva fe (la
prehispánica y la católica) entran en simbiosis, se
mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de las
creencias andinas. El culto a las alturas, tan común entre
los incas, se mantiene vivo, actuante; incluso en la
imaginería cristiana, que no dudó en representar a
la Virgen con el contorno piramidal de muchos
cerros[5]Excelente táctica para trasladar
la fe aborigen de la antigua a la nueva
religión.

Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos,
cinco grandes Apu, vigías permanentes de la egregia
capital.

En primer lugar, y con dirección Norte, puede
observarse el imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo
término, y con orientación Sur, se levantan las
sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente, se
practica una de las peregrinaciones más caras a la fe
andina: la procesión al santuario del Señor de
Qoyllurit"i (el señor de las Nieves Resplandecientes).
Hacia el Este, el respetado Pachatusan, "El Sostén del
Universo", a quien la gente de Cusco le rinde honores por tener
fama de ser sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las
sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al
Qosqo la prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo,
merecía y merece[6]

A uno de estos Apu, pero de la región de
Vilcabamba, debimos dirigirnos nosotros, antes de iniciar la
marcha. Para ello era necesario recurrir a una persona que
tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder
comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en
la figura de Don Salvador Blas, un chamán cusqueño
de reconocido prestigio.

El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, "es
la técnica del éxtasis"
[7] por
medio de la cual una persona "elegida" posee la extraordinaria
facultad de comunicarse con los muertos, los "demonios" y los
"espíritus de la naturaleza", sin convertirse por ello en
un instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance, el
chamán "vuela" hacia el otro mundo con el objeto de
encontrar en él las soluciones que sus pacientes le
requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas
de iniciación, que sólo una minoría
determinada logra concretizar con éxito al alcanzar la
mística de la religión respectiva.

Este interesante fenómeno cultural y religioso ha
venido siendo estudiado desde hace décadas por importantes
antropólogos e historiadores de la religión, y hoy
estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas
como costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas
encierran un riquísimo bagaje de información
antropológica, que permite entender cosmovisiones tan
ancestrales como vigentes[8]

En el Perú, y especialmente en la región
de la Sierra, los chamanes reciben el nombre de Pacos y
a ellos se acude para buscar salida a problemas tan complejos
como la cura de una enfermedad; un "daño"; el dolor de un
amor no correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu
para practicar un acto determinado. Por todo ello, es
común que se empleen indistintamente los términos
chamán, curandero, hechicero o mago, para hacer
referencia a una misma realidad cultural y social.

Los Pacos suelen utilizar ciertos instrumentos
y drogas para facilitar el trance místico; de ahí
que el uso de tambores, sonajas y plantas alucinógenas
están directamente asociadas a la práctica
chamánica. Cada región tiene sus propias
técnicas, con variaciones peculiares, frases y
"encantamientos" que les son propios. Existen chamanes poderosos
y otros que no lo son tanto. Los hay "buenos" y los hay "malos",
pero todos, en definitiva, encarnan (junto con sus
acólitos y creyentes) una manera de ver el mundo muy
diferente a la que nosotros, los occidentales, estamos
acostumbrados. Y por ser diferente es interesante.

Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el
objetivo a alcanzar por la expedición eran las ruinas de
Vilcabamba "La Vieja", nos recomendaron consultar al
paco. Según ellos, era indispensable solicitar
esa autorización sobrenatural y, al mismo tiempo, rogar la
protección de los Apu que se levantaban a lo
largo de un camino que se nos anunciaba peligroso e imprevisible.
La idea nos resultó atractiva. Ver a un chamán
auténtico practicar sus esotéricos rituales no
había estado dentro de nuestros planes iniciales. Al
parecer, el permiso oficial que nos diera el Instituto Nacional
de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región de
Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas
huaca, por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no
sólo de los funcionarios del gobierno, sino también
de las etéreas entidades que, según los
cusqueños, protegen el valle.

Desde la época de la conquista del Perú
(siglo XVI), los cronistas españoles registraron la
vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de
huaca. Según el historiador norteamericano Burr
Brundage, que es quien proporciona una de las mejores
síntesis de este concepto:

"Una huaca era al mismo tiempo una
localización de poder y el poder mismo residente en un
objeto, una montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una
ciudad ceremonial, un templo, un árbol sagrado, una cueva,
un manantial o un lago de origen, un río o una piedra
vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un
trecho donde se llevaban a cabo festividades o donde vivía
un gran hombre. El poder que permitía a los artesanos
dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o
tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así
sucesivamente, era también huaca. La coca, la hoja
narcótica de la montaña, era
huaca".[9]

Aunque hoy en día el término suele
asociarse exclusivamente a las ruinas de los monumentos incas, el
concepto es tan amplio que, siguiendo a la especialista peruana
María Rostworowski, podemos darle a la palabra
huaca el abarcativo sentido de lo sagrado, que
contenía una variedad muy alta de significados, ya que en
el ámbito andino lo sagrado envolvía el
mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy
particular[10]

Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos)
y Pampaconas poseían esas connotaciones particulares; y el
hecho mismo de que Vilcabamba signifique la "Pampa
Sagrada"
nos obligaba, de alguna manera, a comulgar con esas
creencias.

Pero nuestra situación se hacía aún
más compleja.

El corredor, selvático y montañoso, que
conduce al lugar en donde están emplazadas las ruinas de
la última capital inca del exilio, es considerado como
parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de
todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la
más importante. Por tal motivo, y con el fin de no ser
considerados por nuestros porteadores y amigos como impertinentes
gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el
chamán, y respetar los pasos que, obligatoriamente,
debían seguirse antes de tratar con espacios
sacros.

Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique
Palomino Díaz (conocido proyectista e historiador de la
ciudad), el que, no sólo nos presentara al Paco, sino
confirmara lo antes señalado cuando, con su natural tono
ceremonial, nos dijo:

"Lo cierto es que se cree que la región de
Espíritu Pampa [nombre que actualmente reciben las ruinas
de Vilcabamba "La Vieja"] es una de las entradas hacia el Gran
Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a Huancacalle y de San
Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la
quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela
que todavía no está a la vista. Lo real es que
muchos investigadores independientes, aislados, han estado en la
zona, pero no han dado a conocer sus investigaciones, se entiende
que por estrategia. Todavía hay mucho que rebanar por
ahí".
[11]

Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el
taxi que nos condujo hasta el barrio de San Sebastián, a
las afueras del Cusco. El dios sol se ocultaba detrás de
los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de noche.
Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de
los cafés y picanterías la única claridad
que permitía ver y sortear los pozos de la calle.
Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y
golpeamos la puerta.

No sé qué es lo esperábamos
encontrar, pero cuando la estampa menuda de Don Salvador Blas se
recortó en el marco de la entrada no nos produjo ninguna
sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida
(aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y
cinco años), pómulos prominentes, ojos oscuros muy
chicos y una nariz aguileña que anunciaba a las claras sus
raíces cusqueñas. Nos invitó a
pasar.

La recepción era un cuarto aún más
humilde que el frente de la casa. Pintado de celeste claro y con
dos largos bancos de madera colocados sobre las paredes. En uno
de ellos se encontraba una "cholita" (mestiza) con su
pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas
levantó la vista cuando ingresamos y en ningún
momento posterior se animó a mirarnos directamente a los
ojos.

El "Maestro", como lo llamaba Enrique, pidió que
lo esperáramos y desapareció tras una enclenque
puertecita de madera que daba a una reducida cabina: su
consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese
bebé que lloraba delante de mí también
estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis
convicciones, confieso que me fue muy difícil reprimir los
juicios de valor. Mi fe en la medicina clásica no encajaba
con la fe que guiaba la esperanza de esa mujer que tenía
delante de mí. No podía imaginarme llevando a mis
hijos a un chamán, y confiándole a un "brujo" la
salud de ellos. Pero bastaron pocos segundos para reconocer que
el problema era esencialmente cultural. En ese cuarto del barrio
de San Sebastián los que se enfrentaban no eran
sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y lo
más interesante es que ninguna era mejor o superior que la
otra.

Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a
ingresar en la "cabina".

Ese reducido espacio (en el que apenas entrábamos
los cinco) era la materialización misma del sincretismo
religioso que se operó en el Perú desde la llegada
de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de
"poder" aborígenes se mezclaban con estampitas e
imaginería cristiana. Lo pagano y lo católico
convivían sin conflicto. Junto a una lámina de San
Jorge matando al dragón se apoyaba una conopa
(ídolo de piedra, generalmente con la forma de una llama,
que permite invocar a las fuerzas de la fertilidad) y a los rezos
cristianos se les adosaban los pedidos (en quechua) a los
espíritus de las montañas.

Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los
herederos de una dilatada tradición en la que se sostiene
que ellos son capaces de efectuar magia blanca y magia negra
indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los
quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto
mesayoc (o altomesa
), y chamanes inferiores, llamados
pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial
entre ellos reside en su relación con los
espíritus. El altomesa puede conversar con los
Apu, que son su medio principal de adivinación; mientras
que el pampamesa sólo es guiado, por tener un
poder menor. El término Paco (o paqo) es un
título genérico que no toma en cuenta su poder y
especialidad[12]

Don Salvador era, técnicamente hablando, un
poderoso altomesa.

Una vez sentados frente a la mesa, y hechas las
presentaciones formales, nos preguntó qué
buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros
objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en
una vasija de cerámica e invocar a la Virgen María,
apagó todas las luces. Era la boca de un lobo. No se
podía ver absolutamente nada. La situación se
empezaba a poner interesante.

En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el
lugar. Recuerdo que alcancé a ver al Paco
manipular la vasija antes nombrada. Pero fue sólo una
décima de segundo; sólo una silueta desdibujada en
medio de la total oscuridad. "Pólvora", pensé, "era
pólvora lo que molía". No me equivoqué, al
rato, el inconfundible olor a esa materia inflamable
impregnó la cabina. Fue recién entonces cuando nos
obligó a que lo siguiéramos con unos rezos (el Ave
María y parte del Padre Nuestro). Nuestras voces
retumbaban contra las débiles paredes de madera, y de
pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado silbido,
agudo y penetrante. Sin darnos tiempo a analizar ese sonido,
sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso
aletear de lo que parecía ser un pájaro. El
sobresalto fue mayúsculo y todos nos agachamos temiendo
que ese "algo" nos lastimara. Recuerdo que pensé: "Se nos
metió una paloma en el consultorio". Pero no había,
ni hubo nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos
visto). Inmediatamente después del "aleteo" el
chamán habló.

Su voz no sonaba como la que tenía normalmente.
Era más fina y entrecortada (como si muchas palabras las
dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida
advertimos que ya no hablábamos con don Salvador, sino con
el Apu Espíritu Pampa.

Según los estudiosos del chamanismo andino,
estábamos presenciando (mejor dicho, escuchando, porque no
se podía ver nada) uno de los momentos más
relevantes del ritual: el del "vuelo mágico". En
él, el altomesa, liberado de la materia, asciende
hasta reinos de conocimiento y de visión que están
fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en
espíritu es lo que generalmente se denomina vuelo
y lo que permite que el chamán se vuelva igual que los
Apu, o que el espíritu de un muerto, que también
tiene la capacidad de convocar[13]Son estas
transformaciones las que le dan a un chamán su más
alta reputación; son las que marcan su calidad.

Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien
estaba delante de nosotros no era Don Salvador. Él se
encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera de Vilcabamba,
contactándose con el Apu que, en pocos días
más, nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva
experiencia que estábamos viviendo no era nueva; ya
había sido advertida a mediados del siglo XVI por
funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y
licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien
escribió:

"Entre los indios había otra clase de brujos,
tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como
hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran
distancia por el aire en poco tiempo; y ven lo que está
pasando, hablan con el diablo, que les contesta en ciertas rocas,
o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven como
adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que
las noticias lleguen o puedan
llegar".[14]

El "mensaje" que Don Salvador nos trasmitiera fue
más bien breve; y como tuve la impertinencia de grabarlo
subrepticiamente, lo transcribo a continuación:

"Bienvenidos, bienvenidos. ¿Para qué
me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé…sean
bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor.
Muy bien, todo va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de
ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es posible que hagan
otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi.
Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago, no
es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante
pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando
allá.

(Pregunta: ¿Usted conoce la puerta hacia el
Gran Paititi?).

¡Claro! Es una zona a la que hay que entrar
por quebrada. Sí, es por la puerta de la salida del sol,
por Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas, pero hay
que tener mucho coraje para ir allí, porque ahí los
nativos no dejan entrar; ni tampoco te pueden contar cómo
es ni a dónde es.

(Pregunta: ¿Qué
nativos?).

Los chunchos, pues. Pero también hay otra
entrada por Quillabamba, por donde ustedes van a ir. Pero
también hay guardianes. Allí los guardianes son
víboras. Ahí no dejan pasar las víboras. Hay
una catarata y por ahí hay que pasar, pero están
las víboras. Se necesita un gran pago. Sí, de
ahí salen cáscaras de plátanos,
cáscaras de naranja y demás desperdicios.
¿Por qué? Porque ahí existen los incas.
Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente y son
incas"[15].

Una vez más, la leyenda del Paititi impactaba en
nuestros oídos y en el sitio menos pensado. La voz de
chamán se unía, así, a las voces del
imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que,
desde hacía siglos, escondía mucho más que
animales y sociedades extrañas.

Dejamos la casa del altomesa con más
dudas y suspicacias que respuestas ciertas. No
pertenecíamos a ese mundo; y el corto abordaje hecho en
él nos revelaba mucho acerca de la importancia de la
creencia. Habíamos intentado abrir un poco
nuestras mentes a experiencias fuera de lo común, pero
sólo conseguimos crear una angosta rendija, aunque lo
suficientemente profunda como para permitir que nos
introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y
mitos.

El
Paititi

Cuando Francisco Pizarro y sus socios tomaron prisionero
al Inca Atahualpa en la ciudad de Cajamarca, en noviembre de
1532, dieron por iniciado el fin de un ciclo político
cultural de casi noventa y cinco años de duración
conocido como el Tahuantinsuyu o Imperio de los
Incas[16]

A la sorpresa y admiración, experimentada por los
aventureros españoles, le siguió el despojo y el
botín. Cusco fue repartido; el Qoricancha (Templo del
Sol), desmantelado; las productivas y bien labradas tierras,
expropiadas; la religión aborigen, perseguida; y toda una
sociedad, obligada a trabajos forzosos sin recibir a cambio
absolutamente nada. La vieja reciprocidad andina dejó de
funcionar. Todo el mundo se desestructuró y cambió.
Nada era igual a lo que fuera antes. Se empezaba a escribir una
nueva historia: la de los europeos.

A escasos años de haber conquistado y controlado
aquel inmenso universo aborigen, y cuando los tesoros esperados
no alcanzaron para todos, el ideal de la riqueza
fácil
empezó a ser lanzado más
allá de las tierras efectivamente controladas (que eran
muchas). La ambición y la fantasía se conjugaron, y
las tramas leídas en los libros de caballería
empezaron a ser protagonizadas por sus propios lectores: los
conquistadores españoles. No pasó mucho tiempo para
que se divulgaran antiguos mitos, readaptándose a la
realidad americana, y empujando, a cientos de soldados de fortuna
y aventureros, en pos de tesoros ocultos, ciudades
maravillosamente ricas, fuentes de la juventud o comarcas
productoras de especias de gran valor. Incluso, eran los propios
españoles afortunados, aquellos que habían recibido
los honores, tierras e indios esperados, los que fomentaron esos
cuentos con el fin de "descargar la tierra", es decir, quitarse
de encima a sus antiguos compañeros caídos en
desgracia (pero que seguían armados, constituyendo una
fuente constante de alteración al orden público
colonial), incitándolos a encarar "jornadas" tan
fantásticas como demenciales.

Y eran muchos los desengañados. El grupo de
conquistadores o sus descendientes que acaparaban las encomiendas
(mano de obra india), cargos en los cabildos, tierras, ganados,
obrajes, etc., representaban tan sólo menos del 10 por 100
de los vecinos de una ciudad. Por otra parte, el comercio
interior y exterior a gran escala, pasados los años
iniciales de la conquista, estaban controlados desde Lima,
Panamá y Sevilla por fuertes, expertos y prepotentes
grupos y casas comerciales. Las actividades mineras
también fueron rápidamente manejadas por selectos
grupos y el comercio en el ámbito local quedó en
manos de los propios encomenderos. Los cargos más
importantes de la administración pública eran
digitados desde España y los rangos de segundo o tercer
nivel copados por los grandes conquistadores. La rígida
estratificación social española se había
acomodado perfectamente en suelo americano, y aquellos vecinos o
moradores europeos que no habían tenido la suerte esperada
debieron dedicarse a un sinfín de actividades y oficios
poco redituables y sin status
alguno[17]

Muchos pasaron sus vidas esperando la oportunidad de
nuevos repartos, en caso de producirse vacantes de algún
tipo. Otros, viendo cerradas las vías de ascenso,
prefirieron enrolarse en las nuevas expediciones de
descubrimiento y conquista, con la esperanza de poder
convertirse, en el futuro, en un nuevo Pizarro o en un nuevo
Cortés. Fue en ellos en quienes los mitos de frontera
ejercieron mayor influencia.

Partes: 1, 2

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