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Las aventuras de “La Morsa”



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    Las aventuras de "La Morsa" – Monografias.com

    Las aventuras de "La
    Morsa"

    La "Morsa" se despertó sobresaltado y
    tardó algunos segundos en establecer la causa de la
    súbita interrupción de su descanso.

    El teléfono repiqueteaba monótono sobre la
    mesa de luz.

    La Morsa se sintió indignado; el reloj marcaba
    las 3 y 15 de la mañana.

    -¡Hola!, prorrumpió con voz exageradamente
    ronca.

    -¿Cómo dice?…

    -Está bien…

    -¡Que nadie entre ni salga de la casa!.

    -¡Y qué cuerno me importa que sea la
    cuñada del ministro!.

    -¡Cuando digo que nadie entre ni salga, quiero
    decir que nadie entre ni salga!, vociferó con toda la
    fuerza de sus pulmones.

    En el otro extremo de la línea, el oficial
    Pimentel mantenía el auricular a dos palmos del
    oído.

    -Está bien comisario, dijo resignadamente y
    colgó el tubo con suavidad.

    La Morsa se incorporó pesadamente, haciendo
    crujir peligrosamente el elástico de la cama.

    Estaba realmente enojado y maldijo con toda su alma al
    señor ministro, cuñado de la víctima, y toda
    su parentela.

    Estuvo tentado de maldecir también al Presidente,
    pero se contuvo al recordar que se encontraba a la firma un
    decreto acordando un substancioso aumento a los
    comisarios.

    Molesto por esta debilidad, se observó en el
    espejo y se pasó la mano sobre la cabeza en ademán
    de asentar una cabellera inexistente.

    Ventrudo, calvo y en calzoncillos representaba muy bien
    el mote que le habían endosado sus
    subordinados.

    La Morsa lo sabía, y por eso trataba de adoptar
    todas las actitudes que lo acercaban más a la semejanza
    con aquél cetáceo.

    Acarició complacido sus largos bigotes y
    comenzó a calzarse laboriosamente los zapatos.

    En el portón de entrada y bajo una persistente
    llovizna, el oficial Pimentel aguardaba estoicamente la llegada
    de su superior; hasta que desde un destartalado Citroën
    comenzó a emerger de a poco la figura de la
    Morsa.

    Con desgano, Pimentel hizo el saludo reglamentario en
    tanto que el comisario comenzaba a estrujarse
    mecánicamente los bolsillos de su indumentaria.

    El oficial conocía de memoria esos ademanes, y
    sacó del bolsillo de sus pantalones un arrugado paquete de
    cigarrillos. La Morsa introdujo un cigarrillo blando y arrugado
    entre sus labios y luego de varios intentos consiguió
    encenderlo protegiendo la llama del encendedor con la solapa de
    su saco desabrochado.

    -¿Y? preguntó mientras echaba a caminar
    por el angosto camino pavimentado que conducía a la
    casa.

    -Yo creo, dijo Pimentel, que se trata de un caso
    evidente de violación seguida de muerte violenta.
    Así parecen sugerirlo los indicios.

    La Morsa parecía no escucharlo, empeñado
    en mantener encendido el cigarrillo.

    -Como usted ve, continuó Pimentel, el
    jardín está siendo remodelado y la tierra alrededor
    de la casa está nivelada y trabajada finamente, preparada
    para la siembra de gramilla.

    -Y aquí está la primera evidencia, dijo el
    oficial deteniéndose.

    -Desde ese punto del camino pavimentado se destacan, en
    forma oblicua, los rastros de unos pasos bien marcados sobre la
    tierra mojada y blanda que se dirigían directamente hacia
    una de las ventanas del edificio.

    -Esa es la ventana del dormitorio de la víctima,
    prosiguió Pimentel, la que fue violentada desde
    afuera.

    El oficial miró a su superior esperando su
    aprobación, pero ésta no se produjo.

    -¿Cuántas personas hay en la casa?
    Preguntó el comisario abriendo la puerta de
    entrada.

    -Únicamente la mucama y la señora,
    contestó el interrogado.

    -¿Qué señora? Inquirió la
    Morsa intrigado.

    -La muerta, pues, contestó Pimentel
    moviéndose inquieto sobre sus piernas.

    -¡Ah… se limitó a contestar el
    comisario.

    La señora Julieta Coria de Albizu, yacía
    sobre una cama deshecha con las piernas recogidas, el
    camisón levantado hasta la cintura y con la cabeza
    cubierta por la almohada; no habían signos de desorden en
    el resto de la habitación.

    El comisario observó largamente a la
    víctima, examinó con detenimiento el piso y la
    alfombra para luego acercarse a la ventana.

    Ésta se encontraba semiabierta, y en la junta de
    ambas hojas resultaba evidente la señal de una palanca y
    desprendimientos de pequeñas astillas en la parte
    exterior.

    Asomó su cabeza por la ventana para mirar las
    huellas, siguiéndolas con la vista en todo su recorrido
    desde el camino pavimentado.

    Luego extendió su mirada hacia el horizonte
    achicado por la llovizna y volviéndose hacia Pimentel le
    dijo:

    -¡¡Qué tiempo de
    porquería…!! Esperemos al forense, agregó, y
    púdicamente tiró el camisón de la
    víctima hasta cubrirle las rodillas.

    El forense llegó instantes después. Era la
    antítesis de la Morsa. Alto, delgado y elegante; con
    abundante cabello entrecano, saludó jovialmente al
    comisario quien le respondió con una especie de
    gruñido.

    Como el forense lo conocía desde mucho tiempo
    atrás, se encogió de hombros y dio comienzo a su
    tarea.

    Destapó la cara de la víctima,
    examinó el cuello, flexionó sus miembros, le
    subió lentamente el camisón e inclinándose,
    examinó ligeramente "aquella" parte del cuerpo.

    -Muerta por estrangulamiento, dictaminó
    volviéndose hacia la Morsa. La muerte sobrevino hace
    más o menos cinco horas.

    Miró su reloj y agregó:

    -Esto nos lleva a la media noche.

    -¿Hubo violación? Preguntó el
    comisario.

    -Es difícil establecerlo, ya lo veremos durante
    la autopsia, fue la respuesta.

    Los camilleros cargaron sin miramientos el cuerpo sobre
    la camilla y salieron en procesión seguidos por el
    forense.

    -Este sí que no tiene problemas, dijo
    rencorosamente la Morsa. Ahora es el turno de que trabajemos los
    imbésiles; pasemos al salón para interrogar a la
    doméstica.

    La mucama entró en el salón fingiendo
    secarse los ojos con una punta de su delantal.

    Era de mediana edad, más bien alta y bastante
    fea.

    El comisario la hizo sentar en una silla y se
    sentó en otra frente a ella, aproximándose hasta
    casi tocarle las rodillas con el fin de intimidarla.

    Levantó su grueso índice
    blandiéndolo delante de los ojos de la mucama,
    preguntándole bruscamente:

    -¿Cómo se enteró de la muerte de la
    señora?

    -Escuché sonar repetidamente el teléfono
    que está allí, sobre la mesa junto a la puerta de
    mi cuarto, lo que me llamó la atención porque la
    señora, al acostarse, pasa con la palanca los llamados a
    su cuarto. Entonces me levanté y fui hasta su dormitorio
    para avisarle y la encontré… y la
    encontré…

    -Sí, ya sé como la encontró, dijo
    la Morsa.

    -¿Y qué hora sería en ese
    momento?

    -La una y media pasadas.

    -¿La señora tomaba pastillas para
    dormir?

    -No… en absoluto; era presidenta de la Liga Local
    Contra las Drogas.

    -¿Recuerda usted a qué hora se
    acostó anoche?

    -Más o menos a las once, después se fue el
    doctor.

    -¿Qué doctor?¿Su esposo?

    -No señor, el doctor Riquelme. Es el
    ginecólogo.

    -¿Gine… qué?, dijo la Morsa
    intrigado.

    -Ginecólogo, repitió la mucama.

    La Morsa miró a Pimentel como pidiéndole
    ayuda. Éste se echó un tanto para atrás y
    extendiendo los brazos con las palmas hacia arriba le
    aclaró: "Es un médico de
    señoras".

    -¡Ah… respondió el comisario y
    continuó:

    -¿Entonces la señora estaba
    enferma?

    -No señor, creo que la visitaba como
    amigo.

    -¿En ausencia de su esposo? Dijo la Morsa con
    aire malévolo.

    -El esposo de la señora es un científico
    que además de atender su laboratorio, dicta varias
    cátedras en la universidad. Viene solamente los
    sábados y domingos porque tiene un departamento
    pequeño en el laboratorio.

    -¿Y ese doctor, el ginecó… la
    visitaba asiduamente?

    -Sí señor, con mucha
    frecuencia.

    -Entonces tendría una llave, ¿no es
    verdad?

    -No señor, la señora o yo abríamos
    la puerta cuando entraba y luego la señora cuando se
    retiraba el doctor.

    -¿Y anoche, la cerró?, inquirió el
    comisario.

    -Sí señor, yo mismo vi que lo hacía
    antes de retirarme a mi cuarto.

    -¿Y cómo es que estaba abierta
    después del crimen?

    -No lo sé, supongo que la habrá abierto el
    criminal.

    El comisario había visto las llaves de la
    señora sobre la mesa de luz.

    -¿Ya dio aviso de lo ocurrido a su
    esposo?

    -Estoy tratando de hacerlo desde que encontré a
    la… pero su teléfono parece estar
    descompuesto.

    -¡No lo haga!, dijo la Morsa; yo mismo le
    daré la mala noticia… y a propósito,
    ¿tiene usted un juego de llaves de la casa?

    -¡Por supuesto!, dijo la mucama sacándolas
    del bolsillo.

    El comisario dio por terminado el interrogatorio y
    siguió con la vista a la mucama que se retiraba, mientras
    se rascaba el trasero con aire distraído.

    -Ahora, dijo la Morsa en tono desagradable, iremos a ver
    al asiduo visitante nocturno de la víctima.

    Salieron a la calle y abordaron el desvencijado
    Citroën.

    La Morsa puso en marcha el motor y arrancó a los
    sacudones.

    La casa del crimen estaba situada en un alejado suburbio
    y por un camino de asfalto, bordeado de algunos pequeños
    árboles espaciados, se llegaba a la ruta que llevaba a la
    ciudad.

    La Morsa conducía en silencio y al cabo de un
    largo rato volvió la cabeza hacia Pimentel para
    decirle:

    -Cada día se aprende algo nuevo. Yo creía
    que un ginecólogo era un médico de
    locos.

    Pimentel se revolvió en su asiento murmurando
    para sus adentros:

    -"Y pensar que éste bestia ha llegado a ser
    comisario"

    -¿Cómo dice? Preguntó la Morsa
    ahuecando la mano sobre el oído.

    -Que ya estamos llegando, comisario, respondió
    Pimentel.

    El comisario frenó bruscamente frente a una casa,
    al lado de cuya puerta se leía sobre una placa de bronce:
    Romeo Riquelme – Médico
    Ginecológico.

    Los dos policías se hicieron anunciar y fueron
    introducidos en una coqueta sala de espera en la que aguardaban
    tres o cuatro señoras en evidente estado de gravidez, que
    miraban con disimulo el voluminoso vientre de la
    Morsa.

    La puerta del consultorio se abrió. Por ella
    salió una jovencita sonriente y el doctor, con un
    ademán gentil, invitó a pasar a la morsa y a su
    acompañante.

    -¿El doctor Riquelme? Preguntó el
    comisario.

    Servidor de usted. ¿En qué puedo
    servirlos?

    -Vengo a informarle, dijo el comisario sin
    preámbulos, que su amiga, la señora Julieta Coria
    de Albizu ha sido estrangulada en su domicilio.

    La tez morena del doctor adquirió un tono
    ceniciento, abrió grandes sus ojos y los cerró
    varias veces. También, abrió y cerró la boca
    sin lograr pronunciar una palabra.

    Por fin pudo articular guturalmente:

    -¿Y quién… y quién la
    mató?

    -Es lo que estamos averiguando, dijo la Morsa mirando
    fijamente las manos del doctor.

    Éste, inquieto, las ocultó tras su
    espalda.

    -Dígame, continuó el comisario, ¿a
    qué hora abandonó la casa de la
    señora?

    -Más o menos a las once. Pimentel anotó la
    respuesta en su libreta.

    -¿Y no regresó después?

    -No comisario, subí a mi auto y me
    alejé.

    -¿Y a qué hora regresó a su
    casa?

    -A las dos de la mañana, más o
    menos.

    -¿Y cómo es esto?. Con mi Citroën no
    hemos tardado más de una hora en llegar hasta
    aquí.

    -Es que, replicó el doctor, reventé un
    neumático y tuve que cambiarlo sobre la
    banquina.

    -Entonces, dijo la Morsa, se habrá embarrado los
    zapatos.

    -No sólo los zapatos, sino las manos, la ropa y
    hasta la cara. Llevé el auto al estacionamiento.
    Allí me higienicé un poco antes de regresar a
    casa.

    -¿Y al salir, preguntó el comisario,
    ¿no advirtió nada que le llamara la
    atención?

    -No señor. Es decir… bajo la arboleda
    más próxima a la casa vi un auto estacionado. No
    pude observar sus características por la oscuridad y la
    lluvia. Me pareció que serían algunos enamorados,
    agregó sonriente.

    La Morsa suspiró cómicamente, y al
    despedirse le dijo al doctor con aire de entendido: "Romeo y
    Julieta", me parece que esos nombres figuran en una novela de
    Sandokán.

    El doctor no pudo menos que sonreír, y Pimentel
    se puso colorado. Sin embargo la sonrisa del doctor se
    borró cundo la Morsa agregó:

    -¡¡Pero qué casualidad!!, Romeo
    Riquelme y Julieta Coria de Albizu, notable, verdaderamente
    notable.

    Estaba próximo el medio día cuando la
    Morsa y Pimentel regresaron a la jefatura.

    El comisario reunió al resto de sus hombres y les
    explicó el caso con lujo de detalles. Luego les
    ordenó:

    -Quiero un calco de las pisadas del jardín, y que
    las comparen con cualquier tipo de calzado que encuentren en la
    casa.

    -Quiero que saquen copias de las huellas que puedan
    encontrar en la banquina donde el doctor Riquelme cambió
    el neumático y que las comparen con las de su
    auto.

    -Quiero que comparen las huellas de la arboleda con el
    coche del marido de la víctima.

    -Quiero que averigüen qué hizo éste
    desde las nueve de la noche hasta la una de la
    mañana.

    -¡Y quiero tener las respuestas antes de las nueve
    de la noche de hoy!, vociferó al tiempo que golpeaba la
    mesa con su puño.

    Todos sus hombres salieron en tropel.

    La Morsa se recostó en su asiento giratorio y se
    quedó profundamente dormido.

    Como a eso de las seis de la tarde, comenzaron a llegar
    los primeros informes.

    El profesor Arbizu, marido de la víctima,
    llegó a su casa de la ciudad como a las nueve de la noche.
    Dejó, como de costumbre, su auto estacionado frente a la
    puerta. El encargado de los departamentos asegura que estuvo en
    el laboratorio hasta por lo menos la media noche, pues a esa hora
    pudo ver la luz encendida, escuchó funcionar un aparato y
    distinguió la silueta del profesor moviéndose
    frente a la mesa de trabajo a través del vidrio esmerilado
    de la puerta. Las huellas de la arbolada coinciden con las de su
    automóvil.

    El segundo informe confirmó los dichos del doctor
    Riquelme. En efecto, había huellas en la banquina que se
    correspondían con las de su auto, y el encargado del
    estacionamiento ratificó la hora de entrada del
    vehículo en la cochera.

    El tercero de los informes daba cuenta que las huellas
    de pisadas encontradas en el jardín, no coinciden con la
    de ningún calzado masculino o femenino de la
    casa.

    La Morsa se refregó las manos satisfecho y
    mandó llamar a Pimentel.

    El comisario puso a Pimentel al corriente de las
    averiguaciones haciéndolo sentar frente a su escritorio.
    Levantó su mano izquierda y tomando el meñique con
    su derecha comenzó a puntualizar los hechos:

    1).- Tenemos las huellas de las pisadas y la fractura de
    la ventana, indicando que el criminal entró por
    allí; pero… ¿por qué no hay rastros
    de barro en el piso ni en la alfombra?

    2).- La señora no tomaba pastillas para dormir,
    entonces, ¿cómo no escuchó el ruido que,
    necesariamente, tuvo que hacer el criminal para romper la
    ventana?

    3).- ¿Por qué el asesino no volvió
    a salir por la ventana, saliendo en cambio, por la puerta? Y
    ¿cómo hizo para abrirla si no tenía una
    llave?

    4).- ¿Por qué sonó el
    teléfono en la mesa del salón si la señora
    había corrido la palanca para su dormitorio?

    -Pero entonces…, dijo Pimentel, ¿usted
    quiere decir que…?

    -Sí Pimentel, dijo la Morsa, usted ha adivinado.
    Yo siempre creí que usted era un genio. Sólo falta
    que "Paladino" frote la lámpara para que salga. Pimentel
    creyó inútil informarle que el dueño de la
    lámpara se llamaba "Aladino".

    -Mi estimado Pimentel, continuó el comisario,
    creo que ha llegado el momento de poner triste al esposo de la
    víctima.

    Durante su permanencia en la ciudad, el profesor Arbizu
    habitaba el mismo edificio en el cual tenía instalado su
    laboratorio. Era una construcción antigua de dos
    plantas.

    En la planta baja estaban las oficinas, y en el piso
    superior, de forma cuadrangular revestido de azulejos, se
    veían varias puertas con carteles indicadores. En la pared
    del lado derecho se destacaban dos puertas adyacentes.

    En la primera, con vidrios esmerilados, se leía
    "LABORATORIO" y en la segunda "PARTICULAR".

    La Morsa tuvo que golpear repetidamente la puerta
    esmerilada antes de que la silueta del profesor, que se
    traslucía a través del vidrio, se acercara y la
    abriera con gesto malhumorado.

    Sin cambiar el gesto les flanqueó el paso al
    enterarse de su condición de policías.

    El lugar estaba lleno de estantes, alambiques, probetas,
    tubos de ensayo y algunos aparatos en funcionamiento.
    También había un hornillo encendido y un ventilador
    de pié para mitigar el calor. Algunos cables
    eléctricos cruzaban desprolijamente el recinto de lado a
    lado.

    -Disculpen, dijo el profesor, pero no tengo sillas para
    ofrecerles.

    -No importa, contestó la Morsa. Nuestra
    permanencia será breve. Veníamos a arrestarlo por
    lo de su esposa, hecho ocurrido en la madrugada de
    hoy.

    El profesor quedó como petrificado.

    -¿Cómo dice?, balbuceó. Yo no me he
    movido de este lugar.

    El comisario lo miró disgustado.

    -Eso es lo que usted quiso hacernos creer,
    replicó, pero sabemos muy bien como lo hizo.

    -Usted estaba enterado de las relaciones de su esposa
    con el doctor Riquelme y decidió eliminarla.

    -La noche del crimen, usted encendió como de
    costumbre las luces del laboratorio. En uno de esos cables
    colgó una percha con un guardapolvo y puso en marcha el
    ventilador para que se moviera.

    -Esto le hizo creer al encargado que la silueta del
    guardapolvo era la suya, y que el zumbido del ventilador era el
    de uno de sus aparatos.

    -Luego salió, tomó su auto y esperó
    en la arboleda la salida de Riquelme. Tenemos las huellas de su
    auto, agregó.

    -Después, continuó la Morsa, usted
    abrió la puerta de la casa con su llave y fue hasta el
    dormitorio sin que su esposa se inquietada al reconocerlo. Usted
    estranguló y pasó la palanca del teléfono
    para que sonara en el salón. Luego abrió la
    ventana, pasó al exterior fingiendo violentarla, con la
    ayuda de una barreta.

    -Después se alejó caminando hacia
    atrás, disimulando el sentido de la marcha.

    -Al llegar a su casa de la ciudad, llamó
    repetidamente por teléfono hasta despertar a la mucama
    para que descubriera el crimen.

    El profesor no dijo nada. Tomó un frasco de la
    estantería e ingirió de un sorbo su
    contenido.

    Pimentel quiso evitarlo, pero la Morsa lo contuvo
    diciéndole:

    -"Deje que la ciencia sirva alguna vez a la
    humanidad"

    El cuerpo del profesor se desplomó como fulminado
    y Pimentel reflexionó para sus adentros: "Al fin y al cabo
    la Morsa no es tan bestia como parece"

    Había pasado una semana cuando Pimentel
    salió presuroso de la comisaría en procura de su
    jefe.

    Era el mediodía de un tórrido verano, y el
    calor lo aplastó brutalmente al transponer la puerta de
    edificio.

    Secándose la transpiración que
    corría por su frente, se encaminó hacia la cantina
    de Don Pedro, en la que la Morsa almorzaba
    habitualmente.

    Al llegar a la bocacalle se tranquilizó viendo
    que a dos cuadras más arriba, frente a la cantina, se
    encontraba estacionado el Citroën verde cotorra del
    comisario.

    El maltratado vehículo, había recibido con
    anterioridad varios otros colores por parte de su propietario que
    utilizaba siempre el mismo pincel, de manera que este
    adminículo ya casi tal calvo como su dueño,
    había repartido la pintura verde en forma despareja
    dejando al descubierto rastros anaranjados de la mano
    anterior.

    En opinión de Pimentel era un verdadero
    mamarracho, pero se cuidaba muy bien de expresar su parecer
    frente al comisario.

    Jadeante y sudoroso, Pimentel hizo su entrada en la
    cantina, donde un viejo ventilador de techo no hacía otra
    cosa que distribuir el calor por todos los rincones.

    Una rápida mirada le permitió descubrir a
    la Morsa semioculto tras los vapores de un abundante plato de
    polenta con tuco, a la que recubría meticulosamente con
    una gruesa capa de queso rallado.

    Al ver a Pimentel, la Morsa se reclinó sobre el
    respaldo de la silla y con un gesto patético
    señaló con ambas manos el plato de
    polenta.

    -Perdón jefe, dijo Pimentel, pero se trata de una
    presunta muerte ocurrida en lo que podría llamarse una
    casa de huéspedes. Hay gran conmoción en el
    vecindario y como la puerta de la habitación está
    cerrada por dentro, traigo una autorización del juzgado
    para forzarla si fuera necesario.

    La Morsa se levantó lentamente lanzando un
    suspiro, y comenzó a abrocharse los botones de su chaleco.
    Se encasquetó su deformado chambergo negro y formando un
    círculo con el pulgar y el índice de la mano
    derecha, dejando extendidos los tres dedos restantes,
    levantó el brazo en dirección a Don Pedro que lo
    observaba sentado desde un alto taburete frente a la caja
    registradora.

    Don Pedro estaba acostumbrado a los frustrados almuerzos
    del comisario, y agitó una mano en señal de
    comprensión.

    El Interior del citroën hervía como un
    sartén puesto al fuego.

    Pimentel se desabrochó el botón del cuello
    de la camisa, recibiendo una mirada reprobadora de su
    jefe.

    El oficial se hizo el desentendido, tratando en vano de
    abrir la ventanilla de su lado.

    El comisario puso en marcha el motor; se colocó
    un tanto de costado para que su vientre voluminoso diera paso a
    la varilla de velocidades y arrancó a los saltos, entre
    los gritos, bocinazos y chirriar de los frenos del
    tránsito circulante.

    La Morsa continuó impertérrito, y poco
    después llegaron al lugar del hecho.

    Frente a la puerta se agolpaba un grupo de mujeres
    gesticulantes; algunas desalineadas, en chancletas y con
    niños en sus brazos. Se observaba, también, con
    coche patrullero, una ambulancia y el móvil de un canal de
    televisión cuyo reportero conversaba animadamente con el
    público.

    -¿Qué es lo que ocurre?, preguntó
    con voz alta la Morsa al oficial a cargo del
    patrullero.

    Antes de que éste le pudiera responder, los
    allí presentes, señalando para arriba, gritaron a
    coro: ¡¡El pintor, el pintor!!.

    El comisario estuvo a un triz de preguntar
    ¿qué pintor?, pero se detuvo a tiempo por temor a
    una guarangada. Eludió a los reporteros que lo asediaban y
    sin miramientos se abrió camino entre la
    multitud.

    Le hizo una señal al sargento que estaba de
    consigna en la puerta, y junto con éste y con Pimentel
    entraron en el edificio.

    Se trataba de una casa antigua de fines de siglo y
    bastante deteriorada. El zaguán desembocaba en un amplio
    hall con dos puertas en una de las paredes laterales, indicando
    otras tantas habitaciones.

    Adosada a la otra pared, arrancaba una vieja escalera de
    madera crujiente que conducía a la azotea, sobre la cual
    se levantaba una edificación solitaria a la que se
    accedía a través de una antigua y sólida
    puerta de madera sobre la que se destacaba una aún
    más sólida y antigua cerradura con aplicaciones de
    hierro forjado a su alrededor.

    Era allí donde se hospedaba el pintor al que se
    refería el vecindario.

    La vieja escalera se estremecía y se quejaba bajo
    el peso de la Morsa y del sargento Reinoso, corpulento como un
    ombú y con puños como adoquines. Pimentel los
    seguía bastante más abajo para evitarse una
    desgracia en caso de derrumbe.

    Al llegar a la puerta del pintor, el comisario
    trató de observar el interior a través de un
    orificio que hacía las funciones de mirilla, pero se lo
    impidió una pesada pieza redonda de bronce que oscilaba en
    el interior oficiando de obturador. Se inclinó para mirar
    por el agujero de la cerradura, pero fracasó
    también en este intento al encontrar la llave puesta en
    ella.

    La Morsa no dijo nada, pero hizo una significativa
    señal al sargento Reinoso.

    Ambos retrocedieron varios pasos y se lanzaron con furia
    contra la puerta la que, a pesar de su solidez, no pudo resistir
    los trescientos y pico de kilos que la embestían y se
    abrió con estrépito quedando colgada de una se sus
    bisagras.

    Una silla que se encontraba apoyada contra la puerta,
    salió disparada como un cañonazo y se
    desintegró al estrellarse contra la pared
    opuesta.

    La habitación, muy espaciosa, se encontraba en
    perfectamente iluminada con tres grandes ventanas protegidas por
    gruesas rejas de tipo colonial. Próximo a una de ellas, se
    encontraba el cadáver del pintor extendido de espaldas,
    con un negro agujero en el parietal derecho y sosteniendo una
    pistola de regular calibre en la diestra.

    Los tres hombres se detuvieron para
    observarlo.

    Una mosca solitaria se paseaba por la casa del muerto;
    se frotó las patas delanteras y emprendió el vuelo,
    dejándole un puntito negro en la frente.

    La Morsa movió la cabeza con disgusto; se
    agachó e introdujo un bolígrafo en el caño
    de la pistola; la retiró de esta manera de la mano del
    cadáver y la depositó cuidadosamente sobre una mesa
    que se encontraba en el centro de la
    habitación.

    Luego se dedicó a revisar la vestimenta de la
    víctima: Una regular cantidad de dinero en los bolsillos
    de su pantalón, un paquete de cigarrillos en el de la
    chaqueta, un encendedor y algunas monedas.

    Al revisar el bolsillo superior del saco,
    encontró una tarjeta con la inscripción: "MARCOS
    KOHAN/MARCHAND O´ART" y la dirección. Junto con ella
    encontró el comprobante de una conocida una casa de cambio
    por la compra de cinco mil dólares. Al leer la cantidad,
    la Morsa dejó escapar un silbido. La suma no se
    compadecía con el aspecto humilde de la vivienda y el
    mobiliario. Sobre el sofá bastante maltratado se destacaba
    una valija abierta con prendas de invierno prolijamente
    ordenadas. Una larga y alta estantería que también
    servía como biblioteca, contenía rollos de tela,
    papel de envolver, ovillos de hilo, una colección de
    libros sobre pintura, cajas con pomos de pintura, paletas de
    pintor y varios tomos de una cantidad de productos
    químicos, probetas, retortas y otros elementos propios de
    esta disciplina. Todo ello perfectamente ordenado al igual que el
    resto de la habitación, a excepción de un gran
    número de pinceles que se hallaban esparcidos por doquier.
    Junto a la estantería, dos caballetes vacíos
    indicaban que el artista no tenía ninguna obra en
    ejecución.

    El sargento Reinoso fue colocado de facción
    frente a la puerta, en tanto que el comisario y Pimentel se
    dedicaban al examen del interior de la vivienda. En el
    cajón de la mesa de luz descubrieron un documento de
    identidad a nombre de Leonardo Boggia con la fotografía de
    la víctima, además de un pasaporte con igual nombre
    y una reciente visa para viajar a París. El tal Boggia
    poseía una cuenta corriente en un banco extranjero
    según se deducía de una libreta de cheques, en la
    cual constaba la extracción de sumas periódicas, la
    última de las cuales se había producido el
    día anterior.

    Terminando el reconocimiento, la Morsa indicó al
    sargento Reinoso que llamara al personal de la ambulancia. Se
    aproximó a la puerta casi derribada e hizo girar la llave
    descomunal que daba movimiento a la cerradura. Quedó
    pensativo unos momentos y repitió varias veces la
    maniobra.

    Una sonrisa desagradable se dibujó en el
    semblante del comisario.

    El examen del médico de la ambulancia le
    indicó que la muerte se había producido por
    estallido de cráneo, provocado por un disparo a muy corta
    distancia y que el hacho había ocurrido entre la una y las
    dos de la madrugada.

    Después que fue retirado el cuerpo del
    infortunado Leonardo Boggie, la Morsa creyó oportuno
    interrogar a la encargada de la casa de
    huéspedes.

    Era ésta una mujer que trataba de disimular el
    paso del tiempo aplicándose un muestrario de
    cosméticos sobre el rostro sin lograr resultados
    efectivos, de manera que frente a ella se tenía la
    impresión de hallarse ante una máscara
    resquebrajada enmarcada por una maraña de cabellos resecos
    de un color indefinido, tirando a amarillo.

    La Morsa la hizo sentar en uno de los sillones que al
    parecer tenía vencidos los resortes, porque la pobre mujer
    se hundió en él quedando en la ridícula
    posición de una gallina clueca en su nido. Pimentel dio
    vuelta la cara para ocultar una sonrisa en tanto que la Morsa se
    hizo el desentendido.

    El comisario probó la solidez de una silla
    sentándose luego en ella con cierta prudencia, y en un
    tono que pretendía ser gentil le preguntó a la
    encargada:

    -¿Cuántas personas viven en la
    casa?

    -Además de Leo, quiero decir, el señor
    Leonardo, vive una familia que ocupa las dos habitaciones que dan
    al hall, pero en estos momentos se encuentran en Corrientes
    visitando a sus parientes. Mi hija y yo ocupamos tres
    habitaciones en el fondo.

    -¿Cuándo vio por última vez al
    señor Leonardo?, prosiguió la Morsa.

    -Ayer por la mañana. Leo bajó más o
    menos a las ocho; tomamos unos mates en a cocina y salió
    de prisa, anunciando que no vendría a almorzar ni a cenar.
    Leo está como pensionista, aclaró.

    -¿Y desde cuándo habita en esta
    casa?

    -Desde que llegó de Francia, hace más o
    menos dos años.

    -¿Tenía amigos que lo visitaban
    últimamente?

    -Tenía varios. El último que vi,
    justamente ayer, fue el señor Marcos. El que tiene una
    casa para la venta de objetos de arte.

    La Morsa y Pimentel cambiaron una mirada.

    -Después que Leo se fue, prosiguió la
    encargada, subí para ordenar su habitación,
    cerré la puerta y puse la llave bajo el felpudo como era
    la costumbre.

    -¿Y cuándo fue que vio al señor
    Marcos?

    -Más o menos a las cuatro de la tarde. Vino a
    decirme que Leo no contestaba. Le expliqué que Leo
    regresaría tarde y entonces me pidió le dijera que
    lo visitará en la mañana de hoy para arreglar el
    asunto de los cuadros.

    -¿Sabía el señor Marcos que la
    llave estaba bajo el felpudo?

    -Lo sabía todo el mundo. De todas maneras, cuando
    Leo estaba en casa, jamás cerraba la puerta con llave. Es
    decir, salvo algunos períodos en que se encerraba en la
    habitación y no salía ni para comer. Le
    alcanzábamos algunos sándwiches y algunas gaseosas
    que él recibía con la puerta entornada.

    -¿Y cuál era la razón de este
    extraño proceder?

    -Lo ignoro. Luego de estos períodos que duraban
    quince o veinte días, salía con algún cuadro
    envuelto y regresaba para seguir con su vida normal.

    -Ahora, dijo la Morsa, cuéntenos cómo se
    dieron cuenta de la muerte del señor Leo.

    -En la mañana de hoy, mi hija que en ocasiones le
    sirve de modelo, subió con el desayuno, encontró la
    puerta cerrada y golpeó sin tener respuesta. Quedó
    entonces preocupada, y como a eso de las diez volvimos las dos
    juntas, golpeamos fuertemente y llamamos con insistencia sin
    obtener respuesta. Miramos por el ojo de la cerradura y
    comprobamos que la llave estaba colocada por la parte de adentro.
    Temiendo lo peor, llamamos a la policía.

    -Hizo usted bien, dijo el comisario con simpatía.
    Ahora me gustaría hablar con su hija sobre el
    caso.

    -La pobre, respondió la encargada, está
    bajo los efectos de un sedante.

    -Bien, concluyó la Morsa. Hablaré
    más tarde con ella. Espero que para entonces esté
    dispuesta y que tenga una receta del calmante que ha
    tomado.

    El comisario permaneció largo rato observando por
    una de las ventanas que daban sobre la calle y se sonrió
    con cinismo al observar que la encargada entraba presurosa en la
    casa de un médico del barrio que gozaba de una dudosa
    reputación.

    Despidió luego al sargento Reinoso
    ordenándole que enviara a la gente de la División
    Rastros.

    -Perdón jefe, dijo Pimentel; en mi
    opinión, que evidentemente no es la suya, se trata de un
    caso de suicidio. Pero entonces, ¿por qué tanta
    investigación?.

    La Morsa lo miró antes de contestarle.

    -Vamos, comenzó, un hombre que retira una suma de
    dinero, prepara la valija para un viaje como lo demuestra el
    pasaporte, compra cinco mil dólares (que no están),
    vuelve a su casa, cierra la puerta y se pega un tiro, ¿le
    parece lógico?. No Pimentel, se trata de un
    crimen.

    -¿Qué observa a su alrededor?

    -Yo veo todo en orden, respondió
    Pimentel.

    -"Ver no es observar" sentenció la Morsa. Los
    pinceles esparcidos por todos lados, ¿no le dicen nada?.
    Además, las cosas de mayor volumen que hay en la
    estantería como los atados de papel de envolver y los
    rollos de tela han sido removidos y vueltos a ser colocados, pero
    sus bordes no coinciden con las marcas libres de polvillo que
    indican su posición anterior.

    -Y dígame Pimentel, ¿si el tal Leo
    quería asegurarse el suicidio cerrando con llave la
    puerta, atrancándola además con una silla,
    ¿por qué diablos dio sólo una vuelta a la
    llave cuando ésta es de dos vueltas?

    Pimentel quedó estupefacto.

    Poco después llegaron los hombres del gabinete de
    rastros, muñidos de portafolios, valijines, cajas y un
    sinnúmero de elementos propios de su trabajo.

    La Morsa les encargó un examen exhaustivo de la
    pieza y los puso al corriente de sus propias
    investigaciones.

    Mirando a Pimentel le dijo:

    -Ya son las tres y media de la tarde. Espero que el tal
    señor Marcos tenga abierto su negocio.

    Al llegar, Marcos Kohan los recibió con el rostro
    visiblemente alterado.

    -Si, me enteré de su suicidio, contestó
    ante una pregunta del comisario. Lo que no me explico es el
    motivo de semejante actitud, agregó.

    -Tal vez usted pueda ayudarnos a aclarar esta
    cuestión, dijo la Morsa.

    -Y a propósito, ¿por qué piensa
    usted que no tenía motivos para tomar esa
    determinación?

    -Porque anteayer estaba eufórico, planeando una
    serie de actividades en París, donde viajaría
    precisamente hoy. Ya tenía reservado su pasaje para el
    vuelo de las dieciocho y treinta horas.

    -Es decir, intervino el comisario, que ¿usted no
    volvió a verlo?

    No señor. Anteayer trajo a este comercio una
    cantidad de cuadros para ponerlos en venta. A eso de las tres o
    cuatro de la tarde de ayer, pasé por su domicilio para
    tratar algunos aspectos de la comercialización, pero me
    informaron que regresaría muy tarde.

    La Morsa advirtió que ésta
    declaración concordaba con lo dicho por la encargada y le
    preguntó:

    -¿Hace mucho que lo conocía?

    -¡Oh si!, desde hace más de veinte
    años. Estudiamos juntos en la Escuela Superior de Bellas
    Artes. Era un magnífico representante de la pintura
    clásica hasta que viajó a Francia. A su regreso, se
    había transformado en un mediocre exponente de la pintura
    moderna. Aunque su pintura no es mala en su técnica,
    sólo ha logrado vender muy pocos de sus cuadros. Tal vez
    ahora que está muerto su obra llegue a valorizarse. Voy a
    mostrarles algunos de los cuadros que ya tengo en
    exhibición.

    Los cuadros en cuestión eran una sucesión
    de desnudos con brazos y piernas algo toscas y desmesurado
    grosor, y con un rostro de expresión casi brutal. Bien
    mirados daban la impresión de un boxeador vapuleado, si no
    fuera por los atributos femeninos dibujados
    asimétricamente sobre el pecho de las figuras.

    La Morsa se detuvo intrigado frente a uno de los cuadros
    que presentaba una temática diferente.

    Al advertirlo, Marcos le explicó:

    -Se trata tal vez de su obra mejor lograda. Se
    representa la salida del sol sobre la pradera.

    El comisario hubiera jurado que se trataba de un huevo
    frito sobre una tortilla de espinacas.

    La Morsa se restregó los ojos, volvió a
    mirar el cuadro, y luego de unos instantes
    preguntó:

    Lo que no entiendo es ¿cómo si Leo no
    podía vender fácilmente sus cuadros, gozaba de una
    buena posición económica tal como lo indica su
    cuenta corriente en el banco?

    -No lo sé, pero como una opinión personal
    y tal como se lo dije, Leo era un experto en materia de pintura
    clásica. Sé que se dedicaba a la
    restauración de cuadros famosos, empleando una
    técnica que hacía difícil, por no decir
    imposible, reconocer las diferencias entre lo original y lo
    restaurado. Estos dos últimos años estuvo
    trabajando en la acreditada casa de mi colega, el anticuario
    Antonópulos, que sabe reconocer lo que vale un buen
    trabajo.

    El comisario y Pimentel cambiaron una mirada.

    El tal Antonópulos se había involucrado
    cinco o seis años atrás en un asunto de contrabando
    de obras de arte. Alguien con influencias había separado a
    la Morsa del caso y ésta había quedado sin
    resolver.

    Ambos policías se retiraron
    satisfechos.

    -¡Simpático el rusito!, dijo la Morsa y
    Pimentel asintió con la cabeza. Ninguno de los dos eran
    racistas.

    Cuando regresaron a la casa de huéspedes, los
    hombres del gabinete de rastros habían terminado su tarea.
    El experto en balística confirmó que la pistola se
    había disparado una sola vez; pero hay dos cosas que
    llaman la atención, apuntó.

    -Primero: Hay huellas dactilares presuntamente del
    muerto solamente en el gatillo y en la empuñadura. Sin
    embargo, debieran existir otras en el cuerpo del arma, puesto que
    debió tomarla con ambas manos para accionar la corredera
    que hace subir el proyectil a la recámara. Segundo: Hay
    algunas marcas en el cañón que hace suponer la
    asistencia de algo que lo abrazó; posiblemente un
    silenciador. Por último, la numeración del arma ha
    sido limada y tratada con ácidos.

    La Morsa se frotó las manos con
    satisfacción.

    El hombre a cargo de la requisa informó que tal
    como lo había observado el comisario, eran evidentes las
    señales de que la habitación había sido
    revisada. La propia encargada, consultada por él, afirmaba
    que la ropa de cama estaba dispuesta en forma distinta a la
    habitual.

    -No cabe duda de que alguien buscaba algo, tal vez esto,
    dijo con aire de triunfo, enarbolando la tela de una pintura en
    la que se destacaba un paisaje bien diferente al de la salida del
    sol en la pradera, colgado en la galería de
    Marcos.

    Estaba bajo la tabla de una mesa, sostenida en sus
    esquinas con cinta adhesiva, concluyó el
    policía.

    -¡No puedo menor que felicitarlo, jefe!, dijo
    Pimentel cuando los hombres de rastros se retiraron satisfechos
    por el éxito obtenido en su gestión.

    La Morsa se sintió halagado y se mostró
    locuaz.

    -Todo caso policial, explicó a su subordinado,
    puede ser planteado como una ecuación de primer grado con
    tres incógnitas: El cómo, el por qué y el
    quién. Cuando se despeja uno de los términos, los
    otros dos se resuelven con facilidad. Ya tengo resuelto el
    cómo y estoy a punto de resolver el por qué. El
    quién surgirá entonces como consecuencia
    lógica de los otros dos.

    Pimentel reflexionaba sobre los conocimientos
    matemáticos de su superior mientras bajaba la escalera en
    busca de la hija de la encargada.

    Al poco tiempo se presentó ésta
    acompañada de su mamá, la que se rehusó al
    sillón que le ofrecía, optando por una
    silla.

    La hija de la encargada era una mujer joven,
    atlética y de rostro agraciado, aunque se advertía
    en él una expresión de dureza que el pintor
    había exagerado en sus cuadros. La Morsa bajó un
    poco la vista para comprobar si sus atributos femeninos se
    correspondían con la asimetría reflejada en la
    obra. La joven advirtió la mirada y se abrochó otro
    botón de la blusa.

    -Veamos, dijo la Morsa que había enrojecido un
    poco. ¿Puede decirme cuáles son sus
    actividades?

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