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La democracia victoriosa a la democracia criminal




Enviado por ricardo peña



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    De la democracia victoriosa a la democracia criminal –
    Monografias.com

    De la democracia victoriosa a la
    democracia criminal

    «La democracia nace en
    Medio-Oriente»: bajo este título, un diario que
    porta la bandera del liberalismo económico celebraba, hace
    algunos meses, el suceso de la selecciones en Irak y las
    manifestaciones anti-sirias de Beirut

    1 Este elogio de la democracia victoriosa
    era acompañado solamente de comentarios que precisaban la
    naturaleza y los límites de esta democracia.
    Triunfaba, nos explicaba en primer lugar, pese a las protestas de
    los idealistas, para los que la democracia es el gobierno del
    pueblo por sí mismo y no puede, por tanto, ser inducida
    desde el exterior por la fuerza de las armas. Triunfaba,
    entonces, si se sabía considerarla desde un punto
    de vista realista, separando sus beneficios prácticos
    de la utopía del gobierno del pueblo por sí mismo.
    Pero la lección dada a los idealistas nos
    comprometía también a ser realistas hasta el fin.
    La democracia triunfaba, pero había que comprender todo lo
    que su triunfo significaba: dar la democracia a un pueblo no es
    sólo darle los beneficios del Estado constitucional, las
    elecciones y la prensa libre. Es, también, darle el
    desorden. Recordamos la declaración del ministro americano
    de la Defensa a propósito de los saqueos que se siguieron
    a la caída de Saddam Hussein. Hemos dado la libertad a los
    iraquianos, decía básicamente. Ahora, la libertad
    es también la libertad de decir mal. Esta
    declaración no es sólo una broma de circunstancia.
    Forma parte de una lógica que puede ser reconstituida a
    partir de sus miembros disjuntos: es porque la democracia no
    es el idilio del gobierno del pueblo por
    sí mismo, porque es el desorden de las pasiones
    ávidas de satisfacción, que puede e incluso
    debe ser dada desde el exterior, por las armas de una
    superpotencia, entendiendo por superpotencia no simplemente un
    Estado que dispone de una potencia militar desproporcionada,
    sino, más generalmente, el poder de controlar el desorden
    democrático. Los comentarios que acompañan las
    expediciones destinadas a propagar la democracia en el mundo
    nos recuerdan, así, argumentos más antiguos que
    evocaban igualmente la irresistible expansión de la
    democracia, aunque de un modo mucho menos triunfal. Parafrasean,
    en efecto, los análisis presentados treinta años
    antes, enla Conferencia Trilateral, para poner en evidencia lo
    que se llamaba entonces la crisis  de la
    democracia

    1 «Democracy stirs in the Middle
    East»,

    The
    Economist 

    , 5/11 de marzo de 2005

    2 .La democracia nace en la estela de las
    armadas americanas, pese a los idealistas que protestan en el
    nombre del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos.
    Ya hace treinta años, la relación acusaba el mismo
    género de idealistas,
    «value-oriented intellectuals »
    que se nutrían una cultura de oposición y
    cultivaban un exceso de actividad democrática, fatal para
    la autoridad de la cosa pública como para la acción
    pragmática de los « policy-oriented
    intellectuals 
    ».

    La democracia nace, pero el desorden nace
    con ella: los saqueadores de Bagdad, que aprovechan la nueva
    libertad democrática para aumentar su bien en
    detrimento de la propiedad común, recuerdan, a su
    manera un poco primitiva, uno de los grandes argumentos que
    establecían, hace treinta años, la
    «crisis» de la democracia: la democracia,
    decían los periodistas,significa el aumento irresistible
    de las demandas que hacen presión sobre los gobiernos,
    entraña la decadencia de la autoridad, y torna a los
    individuos y a los grupos reacios a la disciplina y a los
    sacrificios requeridos por el interés
    común. Así, los argumentos que sostienen las
    campañas militares destinadas al desarrollo mundial de la
    democracia revelan la paradoja que encubre hoy el uso dominante
    de esta palabra. La democracia parece tener dos adversarios.
    Por un lado ,se opone a un enemigo claramente identificado, el
    gobierno de lo arbitrario, el gobierno sin límite que se
    llama según los tiempos tiranía, dictadura o
    totalitarismo. Pero esta oposición evidente recubre otra,
    más íntima. El buen gobierno democrático es
    el que es capaz de controlar un mal que se llama simplemente vida
    democrática.

    Es la demostración que era hecha a
    lo largo de The Crisis of Democracy  : lo que
    provoca la crisis del gobierno democrático no es otra cosa
    que la intensidad de la Vida democrática. Pero esta
    intensidad de la vida democrática se presentaba bajo un
    doble aspecto. Por un lado, la «vida
    democrática» se identificaba con el principio
    anárquico que afirma un poder del pueblo, del que los
    Estados Unidos como otros Estados occidentales habían
    conocido, en los años 1960 y 1970, las consecuencias
    más extremas: la permanencia de una contestación
    militante que interviene sobretodos los aspectos de la actividad
    de los Estados y desafía todos los principios del buen
    gobierno: la autoridad de los poderes públicos, el saber
    de los expertos y el saber-hacer de los pragmáticos.
    Sin duda, el remedio para este exceso de vitalidad
    democrática es conocido desde Pisístrato, si se
    cree en Aristóteles

    2 Michel Crozier, Samuel P. Huntington,
    Jôji Watanaki,

    The Crisis of Democracy: report
    on the governability of democracies to the Trilateral
    Commission 

    , New York University Press, 1975. La
    comisión trilateral, suerte de club de reflexión
    conjunta de hombres de Estado, expertos y hombres de asuntos de
    losEstados Unidos, Europa del Este y del Japón,
    había sido formada en 1972. Se cree a menudo que
    elaboró las ideas del futuro «nuevo orden
    mundial»

    3. Consiste en orientar hacia otros fines
    las energías febriles que aparecen sobre la escena
    pública, para desviarlas hacia la búsqueda de la
    prosperidad material, la felicidad privada y los lazos sociales.
    Desgraciadamente, la buena solución revelaba enseguida su
    reverso: disminuir las energías políticas
    excesivas, favorecer la búsqueda de la felicidad
    individual y las relaciones sociales, era favorecer la vitalidad
    de una vida privada y de formas de interacción social que
    entrañaban una multiplicación de las aspiraciones y
    las demandas. Y esto, seguramente, tenía un doble efecto:
    tornaba a los ciudadanos despreocupados del bien público y
    minaba la autoridad de los gobiernos encargados de responder
    a esta espiral de demandas que emanan de la sociedad. El
    enfrentamiento de la vitalidad democrática tomaba
    así la forma de un dilema simple de resumir: o bien la
    vida democrática significaba una larga
    participación popular en la discusión de los
    asuntos públicos, y era algo malo. Obien significaba una
    forma de vida social que dirigía las energías hacia
    lassatisfacciones individuales, y era también algo malo.
    La buena democracia debía ser entonces la forma de
    gobierno y de vida social apta para dominar el doble exceso
    de actividad colectiva o de retiro individual inherente a la
    vida democrática. Tal es la forma ordinaria bajo
    la cual los expertos enuncian la paradoja democrática: la
    democracia, como forma de vida política y social, es el
    reino del exceso. Este exceso significa la ruina del gobierno
    democrático y debe entonces ser reprimido por
    él. Esta cuadratura del círculo excitó ayer
    la ingeniosidad de los artistas en constituciones. Pero este
    género de arte, hoy, ya casi no es estimado. Los
    gobernantes se las arreglan bien sin él. Que las
    democracias sean «ingobernables» prueba sobradamente
    la necesidad que tienen de ser gobernadas, y es para ellos una
    legitimación suficiente del cuidado que se toman
    justamente en gobernarlas. Pero las virtudes del empirismo
    gubernamental prácticamente no pueden convencer
    más quea los que gobiernan. Los intelectuales tienen
    necesidad de otra moneda, sobre todode este lado del
    Atlántico y sobre todo en nuestro país, donde
    están a la vez muy próximos del poder y
    excluidos de su ejercicio. Una paradoja empírica,
    para ellos, no puede tratarse por las armas del bricolaje
    gubernamental. Ellos ven la consecuencia de un vicio original, de
    una perversión en el corazón mismo de la
    civilización, que tratan de capturar en su principio. Para
    ellos se trata, en efecto, de desatar el equívoco del
    nombre, de hacer de «democracia», no ya el nombre
    común de un mal, ni el del bien capaz de curarlo,
    sino el único nombre del mal que nos corrompe.
    Mientras que las armadas americanas trabajaban por la
    expansión democrática en Irak, un libro
    aparecía en Francia que exponía bajo otra luz la
    cuestión de la democracia en Medio-Oriente. Se
    llamaba

    Las inclinaciones criminales de la
    Europa democrática 

    . El autor, Jean-Claude Milner,
    desenvolvía, a través de un análisis sutil
    y apretado, una tesis tan simple como radical. El crimen
    presente de la democracia europea era pedir la paz a
    Medio-Oriente, es decir, una solución pacífica del
    conflicto israelo-palestiniano. Ahora, esta paz no podía
    significar más que una cosa, la destrucción de
    Israel. Las democracias europeas proponían su paz para
    resolver el problema israelita. Pero la paz democrática
    europea no era nada más que el resultado de la
    exterminación de los Judíos de Europa. La Europa
    unida en la paz y la democracia habían sido hechas
    posibles después de 1945 por una sola razón: porque
    el territorio europeo se había encontrado, por el suceso
    del genocidio nazi, despejado del único pueblo que era un
    obstáculo para la realización de su sueño, a
    Jean-Claude Milner: Filósofo francés nacido en
    1941, estudió en Paris y en los Estados Unidos, es
    profesor de lingüística en la Universidad Paris VII.
    Entre sus obras se destacan:

    Les penchants criminels de
    l'Europe démocratique 

    (2003), Existe-t-il une vie
    intellectuelle en France? 

    (2002),Le
    Périple structural, Figures et
    paradigmes 

    (2002),Le Salaire de
    l"idéal 

    (1997), y De
    l"école 
    (1984

    Saber, los Judíos. La Europa sin
    fronteras es, en efecto, la disolución de la
    política, que ha sido siempre asunto de totalidades
    limitadas. La democracia moderna significa la destrucción
    del límite político por la ley de
    ilimitación propia de la sociedad moderna. Esta voluntad
    de ir más allá de todo límite es a la vez
    servido y emblematizado por la invención moderna por
    excelencia, la técnica. Esta culmina hoy en la voluntad de
    deshacerse, por las técnicas de manipulación
    genética y de inseminación artificial, de las leyes
    mismas de la división sexual, de la reproducción
    sexuada y de la filiación. La democracia europea es el
    modo de sociedad que sostiene esta voluntad. Para llegar a sus
    fines, le hacía falta, según Milner, ser librada
    del pueblo cuyo principio mismo de existencia es el de la
    filiación y la transmisión, el pueblo portador del
    nombre que significa este principio, el pueblo portador del
    nombre judío. Es, decía, precisamente lo que ha
    aportado el genocidio de la sociedad democrática, la
    invención técnica de la cámara de gas. La
    Europa democrática, concluía, ha nacido del
    genocidio, y prosigue la tarea proponiéndose someter el
    Estado judío a las condiciones de su paz, que son las
    condiciones de la exterminación de los Judíos. Hay
    varias maneras de considerar esta argumentación. Se pueden
    oponer a su radicalidad las razones del sentido común y de
    la exactitud histórica, preguntando, por ejemplo, si el
    régimen nazi puede también ser considerado como un
    agente del triunfo europeo de la democracia; así como
    puede apelarse a alguna regla de la razón o la
    teleología providencial de la historia. O se puede, por el
    contrario, analizar la coherencia interna a partir del
    corazón del pensamiento de su autor, esto es, una
    teoría del nombre, articulada por la triplicidad lacaniana
    de lo simbólico, lo imaginario y lo real

    4 . Yo tomaría aquí una
    tercera vía: considerar el núcleo de la
    argumentación, no según su extravagancia a la
    mirada del sentido común o super tenencia al tejido
    conceptual del pensamiento del autor, sino desde el punto
    de vista del paisaje común que esta
    argumentación singular permite reconstituir, de lo que nos
    deja entrever del desplazamiento sufrido por la palabra
    democracia, en dos décadas, en la opinión
    intelectual dominante.

    4 Nos referiremos para esto al libro
    maestro de Jean-Claude Milner,

    Los nombres
    indistintos 

    Les
    noms indistincts 
    , Le Seuil, 1983)

    Este desplazamiento se resume, en
    el libro de Milner, por la conjunción de dos tesis:
    la primera coloca en oposición radical el nombre de
    judío y el de democracia; la segunda hace de esta
    oposición una repartición entre dos humanidades:
    una humanidad fiel al principio de la filiación y de la
    transmisión, y una humanidad que descuida este principio,
    persiguiendo un ideal de autodestrucción. Judío
    y democrático están en oposición
    radical. Esta tesis marca la inversión de lo que
    estructuraba todavía, en el tiempo de la guerra de los
    Seis Días o la guerra del Sinaí,la
    percepción dominante de la democracia. Se glorificaba
    entonces a Israel por ser una democracia. Se entendía por
    esto una sociedad gobernada por un Estado que aseguraba a la vez
    la libertad de los individuos y la participación de la
    mayoría en la vida pública. Las declaraciones
    de los derechos del hombre representaban la constitución
    de esta relación de equilibrio entre la potencia
    reconocida de la colectividad y la libertad garantida de los
    individuos. Lo contrario de la democracia se llamaba entonces
    totalitarismo. El lenguaje dominante llamaba totalitarios a los
    Estados que negaban al mismo tiempo, en nombre de la
    potencia de la colectividad, los derechos de los individuos
    y las formas constitucionales de la expresión colectiva:
    elecciones libres, libertades de expresión y
    de asociación. El nombre de totalitarismo
    quería significar el principio mismo de esta doble
    negación. El Estado total era el Estado que
    suprimía la dualidad del Estado y de la sociedad,
    extendiendo su esfera de ejercicio a la totalidad de la vida
    de una colectividad. Nazismo y comunismo eran percibidos
    como los dos paradigmas de este totalitarismo, fundados sobre dos
    conceptos que pretendían trascender la separación
    entre Estado y sociedad, los de raza y clase. El Estado nazi era
    considerado según el punto de vista que él mismo
    había afirmado, el del Estado fundado sobre la raza. Se
    consideraba el genocidio judío, entonces, como la
    realización de la voluntad declarada por este Estado de
    suprimir una raza degenerada y portadora de 
    degeneración. El libro de Milner ofrece el exacto reverso
    de esta creencia antes dominante: la virtud de Israel
    es, en adelante, significar lo contrario del principio
    democrático; el concepto de totalitarismo ha perdido todo
    uso, el régimen nazi y su política racial toda
    especificidad. Hay en esto una razón muy simple: las
    prioridades que ayer eran atribuidas al totalitarismo, concebido
    como un Estado que devoraba a la sociedad, han devenido
    simplemente las propiedades de la democracia, concebida como una
    sociedad que devora al Estado. Si Hitler, cuya
    preocupación dominante no era la expansión de la
    democracia, puede ser visto como el agente providencial de esta
    expansión es porque los anti-demócratas de hoy
    llaman democracia a la misma cosa que los celadores de la
    «democracia liberal» de ayer llamaban totalitarismo:
    la misma cosa al revés. Lo que se denunciaba antes como
    principio estatal de la totalidad cerrada es denunciado ahora
    como principio social de ilimitación. Este principio
    llamado democracia deviene el principio englobante de la
    modernidad tomada como totalidad histórica y mundial, a la
    que se opone sólo el nombre judío como
    principio de la tradición humana mantenida. El pensador
    americano de la «crisis de la democracia» puede
    todavía oponer, a título de «choque de
    civilizaciones», la democracia occidental y cristiana a un
    Islam sinónimo de un Oriente despótico

    5. El pensador francés del crimen
    democrático propone una versión radicalizada de la
    guerra de civilizaciones, que opone democracia, cristianismo e
    Islam confundidos, ala sola excepción judía. Se
    puede entonces, en un primer análisis, delimitar el
    principio del nuevo discurso antidemocrático. El retrato
    que traza de la democracia está hecho de trazos que antes
    se atribuían al totalitarismo. Pasa entonces por un
    proceso de desfiguración: como si el concepto de
    totalitarismo, forjado por las necesidades de la guerra
    fría, luego de tornarse inútil, permitiese
    todavía que sus trazos pudiesen ser desmantelados y
    recompuestos para rehacer el retrato de lo que era su supuesta
    contrapartida, la democracia. Se pueden seguir las etapas de este
    proceso de desfiguración y de recomposición.
    Comenzó alrededor de los años ochenta por una
    primera operación que ponía en causa la
    oposición de los dos términos. El terreno era el de
    la reconsideración de la herencia revolucionaria de la
    democracia. Se ha señalado justamente el rol jugado por la
    obra de François Furet  Francesa ,
    publicada en 1978. Pero casi no se ha reparado en
    el doble aspecto que teníade la operación.
    Remitir el Terror al corazón de la revolución
    democrática era, al nivel más visible, destruir
    la oposición que había estructurado la
    opinión dominante. Totalitarismo y democracia,
    enseñaba Furet, no son dos opuestos verdaderos. El reino
    del terror estalinista era anticipado en el reino
    del terror revolucionario. Ahora, este no era un desliz de
    la Revolución, era consustancial a su proyecto; era una
    necesidad inherente a la esencia misma de la
    revolución democrática. Deducir el terror
    estalinista del terror revolucionario francés no era en
    sí algo nuevo. Este análisis podía
    integrarse a la clásica oposición entre la
    democracia parlamentar y liberal, fundada sobre la
    restricción del Estado y la defensa de las libertades
    individuales, y la democracia radical e igualitaria,
    sacrificando los derechos de los individuos a la religión
    de lo colectivo y a la furia ciega de las muchedumbres.
    La renovada denuncia de la democracia terrorista parecía
    entonces conducir a la refundación de una democracia
    liberal y pragmática, finalmente liberada de los fantasmas
    revolucionarios del cuerpo colectivo Pero esta simple
    lectura olvida el doble aspecto de la operación. Porque
    lacrítica del Terror tiene doble fondo. La llamada
    crítica liberal, que llama rigores totalitarios de la
    igualdad a la sensata república de las libertades
    individuales y de la representación parlamentar, ha estado
    desde el origen subordinada a otra crítica, para la que el
    pecado de la revolución no es su colectivismo, sino, al
    contrario, su individualismo. Según esta perspectiva, la
    Revolución francesa ha sido terrorista, no por haber
    desconocido los derechos de los individuos, sino, al contrario,
    por haberlos consagrado. Iniciada por los teóricos de la
    contra-revolución al día siguiente de la
    Revolución francesa, retomada por los socialistas
    utópicos en la primera mitad del siglo XIX, consagrada al
    fin del mismo siglo por la joven ciencia sociológica, esta
    lectura predominante se enuncia así: la revolución
    es la consecuencia del pensamiento de las Luces y de su primer
    principio, la doctrina «protestante», que eleva el
    juicio de los individuos aislados al lugar de las estructuras y
    de las creencias colectivas. Rompiendo las viejas solidaridades
    que habían tejido

    *Pensar la
    Revolución 

    5 Samuel P. Huntington,

    Le choc des
    civilisations 

    , Paris, Odile Jacob,
    1997.

    *François Furet (1927-1997):
    Historiador francés, emprende una investigación
    sobre la revolución francesa en el C.N.R.S. entre 1956 y
    1960, de la cual resultarían sus obras:

    La Révolution
    française  
    (1965),

    Penser la Révolution
    française 
    (1978),

    Dictionnaire critique de la
    Révolution Française 
    (1992) y Le
    Siècl

    de l'avènement
    républicain 
    (1993). También es conocido
    por su crítica del comunismo:

    Le Passé
    d'une illusion essai sur l'idée communiste au
    XXe siècle 
    (1995)

     Lentamente
    monarquía, nobleza e Iglesia, la revolución
    protestante ha disuelto el lazo social y atomizado a los
    individuos. El Terror es la consecuencia rigurosa de esta
    disolución y de la voluntad de recrear, por el artificio
    de las leyes y de las instituciones, un lazo que sólo las
    solidaridades naturales e históricas pueden tejer. Esta es
    la doctrina que el libro de Furet apreciaba. El terror
    revolucionario ,mostraba, era consustancial a la
    Revolución misma, porque toda la dramaturgia
    revolucionaria estaba fundada sobre la ignorancia de las
    realidades históricas profundas que la hacían
    posible. Ignoraba que la verdadera revolución, la de las
    instituciones y las costumbres, ya estaba hecha en
    la profundidad de la sociedad y las ruedas de
    la máquina monárquica. La Revolución,
    desde entonces, no podía ser más que la
    ilusión de comenzar de nuevo, sobre el modo de la voluntad
    conciente, una revolución ya realizada. No podía
    ser más que el artificio del Terror, esforzándose
    por dar un cuerpo imaginario a una sociedad deshecha. El
    análisis de Furet se reclamaba de las tesis de Claude
    Lefort sobre la democracia como poder desincorporado

    6 Pero esta se fundaba todavía
    más sobre la obra que le proveía los materiales de
    su razonamiento, esto es, la tesis de Augustin Cochin que
    denunciaba el rol de las «sociedades de pensamiento»
    en el origen de la Revolución francesa

    7  Augustin Cochin señalaba
    Furet, no era solamente un realista partidario de
    la Acción francesa, era también un
    espíritu nutrido por la ciencia sociológica
    durkehimiana. Era, de hecho, el exacto legatario de esta
    crítica de la
    revolución«idividualista», transmitida por la
    contra-revolución al pensamiento «liberal» y a
    lasociología republicana, que es el fundamento real de
    las denuncias de «totalitarismo»

    revolucionario. El liberalismo fijado por
    la intelligentsia  francesa desde los
    añosochenta es una doctrina de doble fondo. Detrás
    de la reverencia a las Luces y a latradición
    anglo-americana de la democracia liberal y los derechos del
    individuo, sereconoce la denuncia muy francesa de la
    revolución individualista que desgarra elcuerpo
    social.Este doble aspecto de la crítica de la
    revolución permite comprender laformación
    antidemocrática contemporánea. Permite comprender
    la inversión deldiscurso sobre la democracia que
    sigue al hundimiento del imperio soviético. Por
    unlado, la caída de este imperio fue saludada, durante un
    período muy breve, comouna victoria de la democracia sobre
    el totalitarismo, la victoria de las libertadesindividuales sobre
    la opresión estatal, simbolizada por los derechos del
    hombre, delos que se reclamaban los disidentes soviéticos
    o los obreros polacos. Estosderechos «formales»
    habían sido el primer objetivo de la crítica
    marxista, y elhundimiento de los regimenes edificados sobre la
    pretensión de promover una«democracia real»
    parecía marcar su revancha. Pero detrás del saludo
    obligado a los victoriosos derechos del hombre y a la
    democracia recuperada, ocurría lo contrario.En tanto que
    el concepto de totalitarismo ya no tenía uso,
    la oposición de una buenademocracia de los derechos
    del hombre y de las libertades individuales, a la malademocracia
    igualitaria y colectivista, caía igualmente en desuso. La
    crítica de losderechos del hombre recuperaba
    inmediatamente todos sus derechos. Podíadeclinarse a la
    manera de Hannah Arendt: los derechos del hombre son una
    ilusión,porque son los derechos de este hombre desnudo que
    no tiene derechos. Son losderechos ilusorios de los hombres que
    los regimenes tiránicos han expulsado de suscasas, de sus
    países y de toda ciudadanía. Se conoce el favor que
    ha ganado esteanálisis recientemente. Por un lado, ha
    venido oportunamente a sostener lascampañas humanitarias y
    libertadoras de Estados, tomando, a cuenta de lademocracia
    militante y militar, la defensa de los derechos de estos
    sin-derechos. Porotro, ha inspirado el análisis de Giorgio
    Agamben, haciendo del «estado de excepción» el
    contenido real de nuestra democracia

    Claude Lefort: Nacido en Paris en 1924,
    es profesor de filosofía y doctor en ciencias humanas.Fue
    uno de los fundadores de Socialisme et
    Barbarie 

    (1948-1958). Especialista en
    Merleau-Ponty, sededicó a explorar la relación que
    los filósofos contemporáneos traban con la
    democracia moderna y el totalitarismo. Entre sus obras se
    destacan:

    Eléments d'une critique de la
    bureaucratie 

    (1971),

    Un homme en trop, essai sur
    l'archipel du goulag de
    Soljénitsyne 

    (1975),Les formes de
    l'histoire 

    (1978),L'Invention démocratique (1981),Écrire
    à l'épreuve du politique 
    (1992)
    La Complication (1999).

    6 Cf. Claude Lefort, L"Invention
    démocratique: les limites de la domination
    totalitaire 
    , Paris, Fayard, 1981.

    7 Augustin Cochin,Les
    Sociétés de pensée et la démocratie
    moderne 
    Paris, Copernic, 1978.

    Augustin Cochin (1876-1916):
    «Probablemente el más desconocido de los
    historiadores de larevolución francesa»,
    según las palabras de François Furet, se destaca
    por el estudio que consagra alterror durante el gobierno
    revolucionario de 1793-1794. En 1909, en respuesta a las
    críticas de Alphonse Aulard a la obra de Taine,
    publica

    8. Pero la crítica podía
    tambiéndeclinarse a la manera de ese marxismo que la
    caída del imperio soviético y eldebilitamiento de
    los movimientos de emancipación en Occidente
    poníanuevamente a disposición para cualquier uso:
    los derechos del hombre son losderechos de los individuos
    egoístas de la sociedad burguesa. Todo está en
    saber quiénes son estos individuos egoístas. Marx
    entendía poresto los detentores de los medios de
    producción, esto es, la clase dominante, de laque el
    Estado de los derechos del hombre era, según
    él, el instrumento. La
    sabiduríacontemporánea entiende las cosas de otra
    manera. Y, de hecho, basta una serie deínfimos
    deslizamientos para dar a los individuos egoístas un
    rostro completamentediferente. Remplacemos, en primer lugar, lo
    que se nos acordará con gusto,«individuos
    egoístas» por «consumidores
    ávidos». Identifiquemos estosconsumidores
    ávidos a una especie social histórica, el
    «hombre democrático». Acordémonos,
    en fin, de que la democracia es el régimen de la
    igualdad y podremosconcluir: los individuos egoístas
    son los hombres democráticos. Y la generalizaciónde
    las relaciones mercantiles, de las que los derechos del hombre
    son el emblema,no es otra cosa que la realización de la
    exigencia febril de igualdad que trabaja losindividuos
    democráticos y arruina la búsqueda del bien
    común encarnada en elEstado.Escuchemos, por ejemplo, la
    música de las frases que nos describen el tristeestado en
    que nos pone el reino de lo que el autor llama la democracia
    providencial 

    : «Lasrelaciones entre el enfermo y
    el médico, el abogado y su cliente, el padre y elcreyente,
    el profesor y el estudiante, el trabajador y el asistido, se
    conforman cada vez más al modelo de las relaciones
    contractuales entre individuos iguales, sobre elmodelo de las
    relaciones fundamentalmente igualitarias que se establecen entre
    unprestatario de servicios y su cliente. El hombre
    democrático se impacienta ante todacompetencia, incluyendo
    la del médico o la del abogado, que ponga en causa
    supropia soberanía. Las relaciones que traba con los otros
    pierden su horizontepolítico o metafísico. Todas
    las prácticas profesionales tienden a banalizarse (…) el
    médico deviene progresivamente un asalariado de la
    Seguridad social; el padre untrabajador social y un distribuidor
    de sacramentos (…) La dimensión de lo sagrado
    – la de la creencia religiosa, la de la vida y la
    muerte, la de los valores humanistas opolíticos– se
    debilita. Las profesiones que instituían una forma,
    incluso indirecta omodesta, a los valores colectivos, son tocadas
    por el agotamiento de la trascendenciacolectiva, quiere que
    sea religiosa o política»

    .Esta larga lamentación pretende
    describirnos el estado de nuestro mundo talcomo lo ha forjado el
    hombre democrático en sus diversas figuras:
    consumidorindiferente de medicamentos o de sacramentos;
    sindicalista a la búsqueda de obtenersiempre
    más del Estado-providencia; representante de
    minoría étnica exigiendo elreconocimiento de su
    identidad; feminista militante por las cuotas; alumno
    queconsidera la Escuela como un supermercado donde el cliente es
    rey. Pero,evidentemente, la música de estas frases que
    dicen describir nuestro mundocotidiano en la época de los
    hipermercados y de la tele-realidad, viene de más
    lejos.Esta «descripción» de nuestro cotidiano
    del año 2002 ya ha sido hecha, tal cual, haceciento y
    cincuenta años, en las páginas del

     Manifiesto comunista :
    la burguesía «haahogado los temblores sagrados del
    éxtasis, del entusiasmo caballeresco, delsentimentalismo
    pequeño-burgués en las aguas heladas del
    cálculo egoísta. Ha hechode la dignidad
    personal un simple valor de cambio; ha substituido a las
    numerososlibertades tan caramente conquistadas la
    única e impiadosa libertad del
    comercio».Ha «despojado de su aureola todas las
    actividades que hasta aquí pasaban por venerables y
    que se consideraba con santo respeto. Del médico, del
    jurista, del padre,del poeta, del sabio, ha hecho
    asalariados a su servicio».La descripción de los
    fenómenos es la misma. Lo que el
    sociólogocontemporáneo aporta de propio no son
    nuevos hechos, es una interpretaciónnueva. El conjunto de
    los hechos tiene para él una sola causa: la impaciencia
    delhombre democrático, que trata toda relación
    según un solo y mismo modelo: «las relaciones
     fundamentalmente
    igualitarias 
    que se establecen entre un
    prestatario deservicios y su cliente»

    . El texto original nos decía: la
    burguesía «ha sustituido lasnumerosas libertades tan
    caramente adquiridas por la única  e
    impiadosa libertad delcomercio»: la única igualdad
    que conoce es la igualdad mercantil, la cual reposasobre la
    explotación brutal y desvergonzada, sobre la desigualdad
    fundamental de larelación entre el
    «prestatario» del servicio-trabajo y del
    «cliente» que compra sufuerza de trabajo. El texto
    modificado ha sustituido a «la burguesía» por
    otro sujeto,«el hombre democrático». A partir
    de ahí, es posible transformar el reino de
    laexplotación en reino de la igualdad, e identificar sin
    más cumplidos la igualdaddemocrática al
    «intercambio igual» de la prestación
    mercantil. El texto revisto y corregido de Marx nos dice
    brevemente: la igualdad de los derechos del hombretraduce la
    «igualdad» de la relación de
    explotación que es el ideal acabado de lossueños
    del hombre democrático.La ecuación
    democracia=ilimitación=sociedad, que sostiene la
    denuncia de los«crímenes» de la
    democracia, presupone entonces una triple operación: hace
    falta, enprimer lugar, volver a llevar la democracia a una forma
    de sociedad; en segundolugar, identificar esta forma de sociedad
    al reino del individuo igualitario,subsumiendo bajo este concepto
    toda suerte de propiedades discordantes, desde elgran consumo
    hasta las reivindicaciones de los derechos de
    la minorías, pasando porlas luchas sindicales; y, en
    fin, poner a cuenta de la «sociedad individualista
    demasas», así identificada a la democracia, la
    búsqueda de un crecimiento indefinido,inherente a la
    lógica de la economía capitalista.Este
    rebatimiento de lo político, lo sociológico y lo
    económico, sobre un soloplano, se reclama a menudo del
    análisis tocquevilleano de la democracia comoigualdad de
    condiciones. Pero esta referencia supone en sí misma
    unareinterpretación muy simplista de La Democracia en
    América 

    . Tocqueville entendía
    por«igualdad de condiciones» el fin de las antiguas
    sociedades, divididas en órdenes, y no el reino del
    individuo, ávido de consumir siempre más. Y la
    cuestión de lademocracia era antes que nada la de las
    formas institucionales propias para regla esta nueva
    configuración. Para hacer de Tocqueville el profeta del
    despotismodemocrático y el pensador de la sociedad de
    consumo, hace falta reducir sus dosgruesos libros a dos
    o tres párrafos de un solo capítulo del
    segundo libro, que evocael riesgo de un nuevo despotismo. Y hace
    falta todavía olvidar que Tocquevilletemía el poder
    absoluto de un amo, disponiendo de un Estado centralizado,
    sobreuna masa despolitizada, y no esta tiranía de la
    opinión democrática con la que se nosllena hoy la
    cabeza. La reducción de su análisis de la
    democracia a la crítica de lasociedad de consumo ha podido
    pasar por algunos momentos
    interpretativosprivilegiados

    . Pero es, sobre todo, el resultado de todo
    un proceso deeclipsamiento de la figura política de la
    democracia, que se opera a través de unintercambio reglado
    entre descripción sociológica y
    juicio filosófico.Las etapas de este proceso pueden
    ser muy claramente discernidas. Por unaparte, los años
    ochenta vieron desarrollarse en Francia una cierta
    literaturasociológica, hecha a menudo por los
    filósofos, saludando la alianza sellada por lasnuevas
    formas individuales de consumo y de comportamiento, entre la
    sociedaddemocrática y su Estado. Los libros
    y artículos de Gilles Lipovetsky resumen bien
    laintención. Era el tiempo en que comenzaban a propagarse
    en Francia los análisispesimistas venidos del otro lado
    del Atlántico: las de los autores relacionados a
    la Trilateral o las de sociólogos como Christopher
    Lasch o Daniel Bell

    . Este últimohabía puesto en
    causa el divorcio entre las esferas de la economía, la
    política y lacultura. Con el desarrollo del consumo de
    masa, este último se encontraba dominado por un valor
    supremo, la «realización de sí». Este
    hedonismo rompía conla tradición puritana que
    había sostenido conjuntamente el desarrollo de la
    industriacapitalista y la igualdad política. Los apetitos
    sin restricción nacidos de esta culturaentraban en
    conflicto directo con los sacrificios necesarios para el
    interés común dela nación
    democrática

    . Los análisis de Lipovetsky y de
    algunos otros entendíancontradecir este pesimismo. Ya no
    había que temer, decían, un divorcio entre
    lasformas de consumo de masa, fundadas sobre la búsqueda
    del placer individual, y lasinstituciones de la democracia
    fundadas sobre la regla común. Por el contrario, elaumento
    mismo del narcisismo consumista ponía en perfecta
    armonía la satisfacciónindividual y la regla
    colectiva. Producía una adhesión más
    estrecha, una adhesiónexistencial de los individuos a una
    democracia vivida, no ya solamente como unasunto de formas
    institucionales constrictivas, sino como «una segunda
    naturaleza,un entorno, un ambiente». «A medida que el
    narcisismo crece, escribía Lipovetsky, lalegitimidad
    democrática lo arrastra, incluso de un modo
    cool 

    . Los regímenesdemocráticos,
    con su pluralismo de partidos, sus elecciones, su derecho a
    lainformación, están emparentados cada vez
    más estrechamente con la sociedadpersonalizada del libre
    servicio, del test y de la libertad
    combinatoria (…) Los mismosque no se interesan más que
    por la dimensión privada de su vida siguen estandoatados
    por los lazos tejidos por los procesos de personalización
    en elfuncionamiento democrático de las
    sociedades.»

    Pero rehabilitar así el
    «individualismo democrático», contra las
    críticas venidasde América, era en realidad
    hacer una doble operación. Por un lado, era
    enterrar unacrítica anterior de la sociedad de
    consumo, la que se conducía en los años
    1960-1970,cuando los análisis pesimistas o críticos
    de la «era de la opulencia», conducidos porFrank
    Galbraith o David Riesman eran radicalizados sobre un modo
    marxista por Jean Baudrillard. Este último denunciaba las
    ilusiones de una «personalización»enteramente
    sometida a las exigencias mercantiles y veía en las
    promesas delconsumo la falsa igualdad que enmascaraba «la
    democracia ausente  y la
    igualdadinalcanzable»

    . La nueva sociología del consumidor
    narcisista suprimía estaoposición de la igualdad
    representada y la igualdad ausente. Afirmaba la positividadde
    este «proceso de personalización» que
    Baudrillard había analizado como unengaño.
    Transformando al consumidor alienado de ayer en un narciso
    jugandolibremente con los objetos y los signos del universo
    mercantil, identificabapositivamente democracia y consumo. Al
    mismo tiempo, ofrecía complacientementeesta
    democracia «rehabilitada» a una crítica
    más radical. Refutar la discordancia entreindividualismo
    de masa y gobierno democrático era demostrar un mal mucho
    másprofundo. Era establecer positivamente que la
    democracia no era nada más que elreino del consumidor
    narcisista, que variaba sus preferencias electorales como
    susplaceres íntimos. A los alegres sociólogos
    postmodernos respondían entoncesgraves filósofos a
    la antigua. Los que recordaban que la política, tal como
    la habíandefinido los Antiguos, era el arte de vivir
    en conjunto y la búsqueda del bien común;que
    el principio mismo de esta búsqueda y de este
    arte era la clara distinción entre eldominio de los
    asuntos comunes y el reino egoísta y mezquino de la vida
    privada y de los intereses domésticos. El retrato
    «sociológico» de la alegre
    democraciapostmoderna señalaba entonces la ruina de la
    política, en adelante sometida a unaforma de sociedad
    gobernada por la sola ley del individualismo consumista.
    Contraesto, era necesario restaurar, con Aristóteles,
    Hannah Arendt y Leo Strauss, elsentido puro de una
    política liberada de las expectativas del
    consumidordemocrático. En la práctica, este
    individuo consumidor se identifica muy naturalmente en la
    figura del asalariado que defiende egoístamente sus
    privilegiosarcaicos. Sin duda recordamos el raudal de literatura
    que se desplegó, en el momento de las huelgas y de las
    manifestaciones del otoño de 1995, para remitirestos
    privilegiados a la conciencia de vivir en conjunto y a
    la gloria de la vida pública,que venían a
    mancillar sus intereses egoístas. Pero, más que
    estos usoscircunstanciales, lo que cuenta es la
    identificación, sólidamente fijada, entre elhombre
    democrático y el individuo consumista. El conflicto de los
    sociólogospostmodernos y los filósofos a la antigua
    era establecido con mucha más facilidad, en la medida en
    que los antagonistas no hacían más que presentar,
    en un dúo bienreglado por una revista irónicamente
    titulada

    Partes: 1, 2

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