Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Historias y anécdotas de Venatore, el cazador




Enviado por MANEL BATISTA



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

  1. Un
    breve prólogo
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo 2
  4. Capítulo 3
  5. Capítulo 4
  6. Capítulo 5
  7. Capítulo 6
  8. Capítulo 7
  9. Capítulo 8
  10. Capítulo 9
  11. Capítulo 10
  12. Capítulo 11
  13. Capítulo 12
  14. Capítulo 13
  15. Capítulo 14
  16. Capítulo 15
  17. Capítulo 16
  18. Capítulo 17
  19. Capítulo 18
  20. Capítulo 19
  21. Capítulo 20
  22. Capítulo 21
  23. Capítulo 22
  24. Capítulo 23
  25. Capítulo 24
  26. Capítulo 25
  27. Capítulo 26
  28. Capít. 27
  29. Capít. 28
  30. Capít. 29
  31. Capít. 30
  32. Capít. 31
  33. Capít. 32
  34. Capít. 33
  35. Capít. 34
  36. Capít. 35
  37. Capít. 36
  38. Capít. 37
  39. Capít. 38
  40. Capít. 39
  41. Capít. 40
  42. Capít. 41

Me gusta escribir por que me

obliga a
pensar……………

M.Batista.

Cuando le digas a alguien, lo siento,
mírale a los ojos.

M. Batista.

La Buena vida es cara, pero lo otro no es
vida.

¿ Oscar Wilde ?

Un breve
prólogo

En uno de mis viajes, casualmente tuve la oportunidad de
conocer a un anciano que me confesó haber pertenecido en
su juventud al cuerpo diplomático y al servicio secreto de
su país, Francia. En ningún momento lo puse en
duda, puesto que su manera de expresarse denotaba que muy
probablemente que así había sido.

He querido plasmar en esta novela, algunas de las
historias y anécdotas que este peculiar caballero tuvo la
amabilidad de confiarme, con la única salvedad de que
obviara citar su nombre real, ya que prefería mantenerse
en el más absoluto de los anonimatos, tan solo me
autorizó utilizar el sobrenombre con el que, en alguna de
las etapas en las que había colaborado con el servicio
secreto de su país utilizó:
Venatore, (palabra latina que viene a
decir, algo así como, el Cazador). No sé cuantas de
ellas fueron reales.

M.Batista – Agosto del 2011

Capítulo
1

El manto del atardecer se desliza lentamente sobre la
gran urbe en los preliminares del invierno parisino, mientras las
luces de la Ciudad Luz van iniciando tímidamente sus
guiños y parpadeos.

Arrellanado en mi butaca preferida, próxima a la
chimenea, chisporretean unos troncos de aromática encina
que mi asistente André acaba de echar, cierro los ojos
para trasladar mi espíritu y sumergirme en la Polonesa
número 6 Heroica, que el reproductor de audio del
salón me regala con excelsa fidelidad.

Fuera, en la calle, una copiosa y pertinaz lluvia
impelida por un fuerte y helador viento que proviene del Canal de
la Mancha, es motivo por el que los gruesos goterones de agua se
estrellen con fuerza contra los cristales del ventanal que tengo
a mi izquierda y que asoma a la plaza del Trocadero, produciendo
un monótono tamborileo que contamina el suave sonido del
piano.

El calorcito que despide el hogar me amodorra y
adormece, pero mi enjuto y envejecido cuerpo sigue sintiendo ese
frío interno que nace en los ya viejos y trabajados
huesos. Es un frío distinto al de la calle, que no
sé como explicar, pero ahí está, no duele
pero si es molesto a pesar de la manta de lana escocesa que
André me echó sobre las piernas. El invierno, para
los que tenemos una edad avanzada, demasiado avanzada
diría, suele ir acompañando por el lento ocaso de
la vida.

Intento quitarme el molesto frío ayudado de una
copa de Armagnac que está a mi alcance sobre una mesita
auxiliar, y que a pesar de su graduación no me ayuda, no
logro desprenderme de él, pero contrariamente, el efecto
de tan excelente caldo todavía me adormece
más.

André se me acerca con el teléfono en la
mano, – señor, tiene una llamada de su amigo monsieur
Philip Lafurcade-.

Philip, es mi amigo de toda la vida, nos conocemos desde
niños, las familias de ambos también lo eran, creo
recordar que íbamos ya por la tercera generación de
mutua amistad familiar, algo que mi padre y mi abuelo cultivaban
y cuidaban como el desaparecido y tan buscado cáliz
sagrado de la Santa Cena que los Cataros tanto cuidaron, y que
jamás se ha desvelado el secreto de su actual
paradero.

En mi dilatada vida social y profesional, he conocido a
infinidad de gente, pero tengo un reducido grupo de amigos muy
seleccionados, me refiero a amigos de verdad, los que te son
fieles toda la vida, ocurra lo que ocurra y, Philip, es uno de
ellos, el mejor.

-Hola Phil-. Ya de niños le mutilé el
nombre, un día le dije que le llamaría por la
abreviación, por que su nombre completo me recordaba a una
marca de bombillas holandesas. Se lo tomó a broma. Phil
era un gentilhombre, de carácter muy poco complicado,
tenía algunos tintes aventureros, deportista nato y
artista a la vez, de figura elegante e inteligencia brillante y
cultivada, poseedor de una exquisita sensibilidad
artística al que también como a mi, le encantaba la
compañía femenina y de las que solía obtener
éxitos laudables, tanto o más que los
míos.

Con Phil, en nuestra juventud, había corrido las
más inauditas y audaces aventuras de todo orden, en
especial, las femeninas.

-Hola viejo camarada, ¿cómo estás
hoy?, te llamo para invitarte a asistir a una exposición
de pintura de dos jóvenes que exponen en la galería
Rembrand, de la Avenue de Victor Hugo, casi esquina con
l´Etoile, a un paso de tu casa-, me dijo de corrido en un
tono de voz que quería ser jovial. Tener noticias de mi
gran amigo, siempre era para mi un motivo espiritual de
rejuvenecer.

-Te lo agradezco en el alma Phil, pero mi ánimo
no está hoy demasiado proclive a salir, este maldito
frío que me atenaza y me tiene aterido me quita hasta las
ganas de hacer cosas-.

-Insisto, no te arrepentirás de venir, va estar
lo más florido de la ciudad, y te prometo que
estarán las mujeres más bellas y elegantes del
toute París. Te las voy a presentar todas, anímate
viejo zorro-.

-¿Para cuando está prevista la
inauguración?-, le dije con mermado entusiasmo intentando
no desilusionarle.

-Mañana por la tarde pasaré a por ti
alrededor de las seis, acicálate bien, vamos a conquistar
de nuevo-, no me dio otra opción.

-¿Pero Phil, no te das cuenta que ya sobrepasamos
largamente de los setenta?- repuse sin
convicción.

-No importa amigo, hoy hay medios para que puedas
comportarte como un jovenzuelo, te lo digo por experiencia, es el
corazón el que cuenta-, dijo, a la vez que se
reía.

-Bien, pues aquí estaré
aguardándote, a demá mon ami-, le dije
para complacerle, a Phil nada podía negarle, daba gracias
a Dios por tener un amigo tan fiel como era él, que se
preocupara de mi en la soledad.

Phil en sus tiempos de esplendor fue un pianista
excepcional, especialmente cuando interpretaba magistralmente al
romántico polaco, Federico Chopin, algunos autorizados
cronistas musicales de varios países habían
manifestado en más de una ocasión que nadie
había tocado a Chopin como él. Elegante, educado y
muy bien parecido, era solicitado por los grandes organizadores
de conciertos de todo el mundo, tuve la oportunidad de viajar con
él en muchas ocasiones y comprobar su creciente prestigio.
Los hombres le admiraban y las damas le idolatraban, solo que en
ocasiones cuando terminaba de dar un concierto, su persona se
transformaba, dejaba de ser aquel caballero de finos y elegantes
modales y se dedicaba desenfrenadamente a los placeres de la
vida, era un ser sorprendente y sin duda alguna,
irrepetible.

Con estos pensamientos y casi inconscientemente,
dejé que volara mi imaginación que me llevó
a nuestra temprana juventud en el selectivo internado de Zurich,
pocos años después de finalizada la segunda guerra
mundial.

Por aquella época, Suiza, que como siempre, supo
tener la habilidad de permanecer todo el tiempo neutral, esta
situación la convirtió en refugio de muchas
acaudaladas familias europeas que eligieron este país como
residencia segura, a la vez que les permitía estar cerca
de sus fortunas bien guardadas en las arcas de los bancos, que
allí proliferan tanto como fábricas de quesos y de
elegantes relojes.

Amodorrado como estaba, pasó ante mi la imagen
del internado que a pesar de ser mixto, las señoritas
tenían confinada su residencia en un ala aparte de la de
los caballeros, tratamiento que nuestros educadores nos daban,
solo coincidíamos en las horas lectivas y en los descansos
entre clases, aunque siempre sometidos a una estricta
vigilancia.

Sin duda Phil y yo éramos de los estudiantes
más osados del internado, y tuvimos ocasión de
poder comprobar que a las damas no les desagradaba nuestro
atrevimiento, fueron los primeros escarceos de alguna aventura
juvenil, sin duda las primeras.

El ala del edificio en la que nosotros, los caballeros,
estábamos confinados, venía separada de la de las
damitas por un amplio y cuidado jardín de unos cuarenta
metros de ancho y a todo lo largo de la edificación, lo
cual como se comprenderá no dejaba de ser un serio
impedimento para conectar con las damiselas, pero para nuestra
juvenil osadía no habían escollos
insalvables.

No sin imaginación y constancia, trabamos una
cierta relación amistosa con dos de las señoritas
residentes de nuestra misma edad, Inge y Erika, así se
llamaban, ambas de nacionalidad sueca, de una de ellas
corría la voz en el internado, que era la rica heredera
del principal accionista de la prestigiosa compañía
sueca de rodamientos, SKF.

Rubias altas y extraordinariamente bellas, como las
bautizaría un compañero alemán afecto a la
música wagneriana, -dos Valkirias-, sentenció,
nosotros pensamos en las cabalgadas épicas por la Selva
Negra.

Aprovechando las horas libres de descanso
procurábamos acercarnos a charlar con ellas, nos
expresábamos en idioma alemán, que era la lengua
oficial del centro y del cantón suizo en el que se hallaba
el prestigioso internado. Utilizábamos en el tratamiento
nuestros más exquisitos modales, detalle que
observábamos que les agradaba y les daba confianza.
Después de varios inocentes encuentros ya les
cogíamos la mano discretamente a espaldas de los
profesores que estaban al cargo en las horas de ocio, miraditas,
sonrisas y todas las tonterías que se hacen a los
dieciocho años. Finalmente una noche le propuse a Phil que
intentáramos acercarnos al ala que ocupaban las damiselas
y ver la posibilidad de colarnos en la habitación de
nuestras amigas suecas. Yo hacía algunos días que
desde la ventana de mi habitación había estudiado
como acercarnos sin ser vistos y tracé un plan que expuse
a mi compañero.

-Tu plan es bastante arriesgado, si nos pillan nos puede
costar un serio disgusto, pero la "cacería" lo
merece, ¿Cuándo vamos a ponerle en
práctica?-, preguntó Phil ya entusiasmado con la
aventura y el riesgo.

-Verás, vengo observando hace algunos días
los movimientos de las vigilantas femeninas. Después de
cenar las acompañan hasta sus dormitorios en la primera
planta y, treinta minutos después deben apagar las luces.
Dejaremos pasar una media hora, saltaremos por la ventana hasta
el jardín. Para evitar ser vistos, nos deslizaremos
arrimados a la pared de ambos edificios, si cruzáramos el
jardín directamente, correríamos el riesgo de ser
vistos por cualquiera-.

-¿Pero sabes ya en que habitación se
alojan?-.

-No, todavía no pero hoy en uno de los descansos
las advertiré de nuestras intenciones y si aceptan les
diré que en cuanto estén en su habitación
enciendan y apaguen las luces un par de veces para que nosotros
podamos verlo y así identificar el lugar-.

-Genial Alain, sencillamente genial-.

El deseo del encuentro con nuestras dos Valkirias hizo
que la jornada se hiciera más larga de lo habitual, no
hacía otra cosa que pensar en ello.

En uno de los descansos tuve la oportunidad de acercarme
a Inge y le conté nuestro plan. Al principio me dijo que
no, que era muy arriesgado y que de ser descubiertas
podrían ser expulsadas del internado y en su familia
habría un gran escándalo. Finalmente me dio un si
algo condicionado a la presión verbal que le había
ejercido.

El día se nos hizo eterno, durante la cena nos
mirábamos y nos hacíamos señas y sonrisitas
de una mesa a la otra.

Una hora más tarde Phil y yo nos asomamos a la
ventana de nuestro apartamento aguardando la señal
lumínica convenida, instantes después la luz de la
tercera ventana por la izquierda se encendió y
apagó en dos ocasiones continuadas. El osado Phill, fue el
primero en saltar y le seguí, mientras avanzábamos,
el corazón aceleraba sus latidos y casi no
respirábamos mientras íbamos pegando nuestras
espaldas a la pared del edificio, a pesar de ser primavera, la
noche era fresquita y nosotros andábamos en
pantalón de deporte y camiseta de manga corta, pero nada
de ello nos hacía mella para que desistiéramos de
nuestra osada aventura.

Alcanzamos la tercera ventana después de una
infinidad de metros andados o así nos pareció,
llamé suavemente con los nudillos al cristal y la ventana
se abrió sin apenas hacer ruido, Phil y yo nos encaramamos
por la pared ayudados por las ramas de una poderosa hiedra,
recordé en aquel instante el momento en que Romeo escala
la pared de la casa de Julieta para reunirse con ella, en un
periquete estuvimos dentro de la habitación, recuerdo
haber cerrado la ventana lentamente para evitar hacer cualquier
ruido comprometedor, estaba todo obscuro como boca de lobo, a
tientas buscamos la dos camas de nuestras amigas, un susurro
cercano a mi oreja me indujo a que andaba ya por buen camino, no
importaba en que cama me metería, Phill y yo no
éramos demasiado remilgados en este negocio.

Noté que una mano suave y tibia que agarraba la
mía y tiraba de ella, mis espinillas chocaron con
algún hierro de la cama y proferí un bufido de
dolor mascullando una irrepetible maldición por mis
adentros, sin soltar la mano que me conducía, me
metí en la cama, de inmediato, noté el calorcito
que desprendía el cuerpo de la dama que me tenía
asida la mano, nos abrazamos dulcemente y nos besamos, primero
con suavidad pero poco después con pasión
desenfrenada. Luego vino el reconocimiento mutuo de ambos cuerpos
y la pasión enloquecida. Mi compañera era
probablemente tan inexperta como yo en estas lides, a pesar de
que en el internado teníamos una asignatura dedicada a la
sexualidad, pero una cosa es la teoría en frío y lo
otro es la ardiente práctica. De todos modos mi primera
experiencia de esta índole no puedo calificarla de
excesivamente brillante.

A Phil, según me contó después, la
cosa no le fue mejor que a mi ya que tuvo que conformarse con
simples "manualidades", por indisposición
fortuita y natural de su partener.

Las visitas se fueron repitiendo en un par de ocasiones
todas las semanas hasta final de curso, confieso sin desear
entrar en detalles, que con mejor fortuna para ambos que en la
primera.

Phil y yo siempre recordamos con gran cariño este
primer y anecdótico lance amoroso, le grand
début,
como nosotros lo bautizamos.

Al finalizar el curso en el mes de Julio, y ya de
retorno a París, planeamos con Phil irnos de vacaciones a
Normandía y Bretaña, un compañero de
internado nos habían hablado mucho de estas regiones del
Norte del país de donde él era hijo, mi padre nos
prestó uno de los automóviles de su fábrica,
un flamante Citroën 2CV, que en los caminos irregulares
saltaba como si fuera una langosta, y con él nos fuimos a
visitar el Norte del país. Así que una tempranera
mañana de un jueves nos pusimos en camino. Nuestro
equipaje no era excesivo, más bien magro, pues decidimos
que estas vacaciones iban a ser muy diferentes a las que
veníamos efectuando tradicionalmente con nuestras
respectivas familias en el Sur de Francia, donde las vestimentas
debían estar acorde con los acontecimientos sociales que
casi a diario se sucedían.

Mi madre era mujer sumamente exigente en lo que a la
educación y a la práctica de las buenas formas
sociales se refiere, me sometía junto con mis hermanos y
hermanas a una disciplina casi militar, el atuendo, el
comportamiento en la mesa y el saludo a las amistades que nos
visitaban con frecuencia, prevalecían sobre todo lo
demás, para nosotros, jóvenes en plenitud de
nuestras energías, la disciplina a que nuestra elegante y
refinada madre nos sometía era una especie de corsé
que nos aprisionaba, por ello estas vacaciones con Phil sin el
"corsé" materno las afronté con inusitado
entusiasmo.

Fui a por mi compañero alrededor de las seis de
la mañana como habíamos acordado, ya a la distancia
le pude ver de pie en el borde de la acera frente a su casa de la
Avenue Klebér con el ligero equipaje a sus pies y
apoyado a un árbol. Aquellas horas París
todavía dormitaba, el escaso tráfico estaba formado
por algunos vehículos comerciales que iban y venían
del mercado central para proveer de alimentos a las tiendas y,
algunos obreros que probablemente tenían sus trabajos
fuera de la ciudad que les obligaba a madrugar.

Enfilamos por el recién inaugurado boulevard
perifèric,
un gigantesco anillo que circunda
París, una obra urbana muy necesaria en una ciudad de algo
más de cuatro millones de habitantes, si a ello se suma
además el cinturón industrial que la rodea. Su
utilización descarga ostentosamente el caótico
tráfico que la ciudad venía soportando unos pocos
años atrás, en especial toda la circulación
de vehículos que debían cruzar la gran urbe para
desplazarse al otro lado de ella. El nuevo boulevard tenía
una serie de salidas también llamadas puertas por
coincidir estas con las antiguas salidas de las murallas que
siglos atrás habían protegido París, por lo
que le era sumamente fácil orientarse a cualquier parisino
o vecino de la ciudad.

Así que salimos por la puerta de Clichy que
correspondía a la ruta que debíamos tomar para ir a
nuestros destinos. La red francesa de carreteras es muy extensa y
bien pavimentada aunque en ocasiones uno pueda hacerse
algún lío debido a su proliferación y
deficiente señalización.

Al mediodía después de repostar de
carburante al Citröen 2CV, nos detuvimos en un pueblecito
partido por la mitad por la carretera, nuestra intención
era almorzar, pues ya nuestros estómagos nos lo demandaban
hacía algún rato.

Vimos una vieja posada al pie de la carretera que
captó nuestra atención por su característica
construcción muy parecida a las casas del tiempo de los
mosqueteros, con tejados muy pronunciados, forrados con losetas
de pizarra, y una chimenea de la que salía humo blanco que
desprendía un agradable aroma de leña quemada, olor
muy propio en los pueblos, y un cartel de madera colgando
perpendicularmente en la fachada que decía:
L´Etoile. Decidimos satisfacer nuestras barrigas y
entramos en la Estrella.

Era un lugar agradable y acogedor, al fondo del local
había una chimenea encendida que soltaba un agradable
aroma de la leña que quemaba, unas cinco rústicas
mesas construidas con las tablas de troncos de árbol
aserrados y trabajados, y bancos de la misma naturaleza en cada
uno de sus lados era, todo el mobiliario del lugar, además
de la barra de bar que se hallaba entrando a la izquierda
atendida por un individuo entrado en años, de
complexión fuerte con un robusto cuello que
sostenía una cabeza casi sin pelo y un grueso y
grisáceo bigote que recordaba un cepillo que no
permitía que se viera el labio superior, le
acompañaban unas pobladas e hirsutas cejas. En una de las
esquinas del local habían unos viejos jugando a las cartas
y fumando un tabaco que apestaba. Todo este conjunto delataba a
un campesino que había soltado el arado y se
aburguesó convirtiendo su casa en una posada.

Nos sentamos en una mesa alejada de la chimenea ya que
desprendía excesivo calor y era molesto en aquella
época del año. El hombre del mostrador, sin
acercarse a nosotros nos preguntó a grito pelado
qué queríamos tomar.

-Nos gustaría comer algo-, le dijimos desde
nuestro lugar.

– ¡¡ Michelle !!-, gritó el
improvisado Caruso.

Al momento apareció por un ventanuco que intuimos
que debía comunicar con la cocina, la cara de una
jovencita rubia con trenzas que con la misma fuerza
respondió; -¿¡¡ Qué quieres
¡¡?-.

-¡¡Ven a atender a dos caballeretes que
desean comer !!-.

Phil y yo nos quedamos mirándonos uno al otro
sonriendo por la comicidad de la escena de "opereta" a la que
estábamos asistiendo.

Al momento se vino hacia nosotros la propietaria de
aquella cara rubia que había asomado por la ventana. Era
una muchacha, quizás algo mayor que nosotros,
sobrepasaría los veinticinco años, era alta y bien
armada, me refiero a que era poseedora de un ostentoso busto y
unas nada despreciables nalgas que movía con cierta gracia
al andar, tenía una cara graciosa plagadas de pecas de
color pardo clarito que ella muy probablemente odiaba.

-¿Qué desean tomar?- nos dijo desde las
alturas de los zuecos de madera que calzaba.

Phil, que era un redomado y simpático Casanova
tomó la palabra; -¿Podrían hacernos un par
de filetes grillé con algunas patatas fritas y
acompañados de unos kisses?-.

-¿Kisses?-, repitió la muchacha
extrañada por la palabreja.

-Eso dije señorita, kisses, exactamente eso -,
insistió muy serio y circunspecto.

-Pues lamento decirle señor que de esto no
tenemos-, dijo inocentemente, -como no sea usted algo más
explícito….-.

Mientras se producía este diálogo entraron
unos clientes, una pareja de ancianos bastante bien arreglados
aunque de porte campesino que fueron saludados con cierta
ceremonia por el hombre del grueso bigote, que salió de
detrás del mostrador para ir a darles los parabienes y
acompañarles hasta una mesa próxima al
hogar.

La muchacha permanecía de pié junto a
nuestra mesa con el lápiz y una libretita en la que
apuntaba las comandas de los clientes, aguardando a que Phill le
explicara lo del "kisses".

-Señorita, tráiganos lo que le hemos
pedido primero, lo segundo se lo contaré más
tarde-, le dijo socarronamente mientras me miraba y
sonreía disimuladamente. La muchacha se dio media vuelta
encogiendo los hombros y moviendo la cabeza mientras encaminaba
sus pasos a la cocina dándonos al mismo tiempo una
representación de cómo se movían sus
apetitosas nalgas al andar. Phil y yo nos miramos sonriendo
malévolamente.

Mientras el que parecía ser el propietario de la
posada atendía a la pareja de ancianos, la muchacha puso
en nuestra mesa un mantel blanco de papel, cubiertos y
demás enseres, Phil comenzó a bromear con ella y
ésta al principio se hacía la indiferentes, pero al
tercer requiebro ya sonreía, nos trajo unas buenas y
sustanciosas chuletas con patatas fritas, french frits
como las llaman los yankees, además de berenjena rebozada
en harina, que por cierto estaba carnosa y
riquísima.

El postre fue el típico de la zona, una bandeja
que contenía una variedad de cremosos quesos a cual
más apetitoso.

-Ahora señorita si se acerca le explicaré
lo que son los "kisses"-.

La muchacha se acercó a Phill, este le hizo gesto
para que se acercara algo más, como si quisiera confesarle
algún secreto en voz baja. La chica se acercó
más y avanzó un lado de la cabeza para que Phill
tuviera su oreja cerca y le contara aquello que ella creía
iba a ser un secreto, momento que mi compañero
aprovechó para introducir suavemente la mano por debajo de
la corta falda y acariciarle las nalgas, esta se quedó
quieta como una estatua por la sorpresa de la inesperada
acción del cliente, pero reaccionó lanzando un
manotazo que por fortuna Phil ya esperaba y tuvo la
precaución y agilidad suficiente para
esquivarlo.

La situación se volvió tensa, por fortuna
la muchacha no gritó, se dio media vuelta y se
marchó aceleradamente a la cocina.

-Pero Phill, ¿estás loco?-, le dije casi
sin poder contener la risa por la tensión que la
situación había creado.

-No debes preocuparte, todo está bajo control-,
dijo con gran temple, -ahora ya se lo habrá pensado,
vendrá con la factura y aquí no ha pasado nada, no
hay mujer campesina que le desagrade que la toque el culo un
apuesto joven de la capital-.

Efectivamente unos minutos después la tal
Michelle se acercó a nosotros con un papelito en la mano,
era la cuenta, en esta ocasión dejó una mayor
distancia entre ella y Phil, este miró el importe y
pagó dejando una sustancial propina que la muchacha
recogió con una sonrisa no exenta de cierta
picardía.

Este era mi amigo Phillip Lafurcade, sorprendente e
inesperado, pero siempre, ¡¡genial!!, amante de la
aventura, osado y a veces algo pendenciero como un
mosquetero.

Abandonamos la posada y fuimos a por el 2CV, el cielo
anunciaba tormenta, unos grandes y amenazantes cúmulos
verticales y plomizos asomaban por el Norte, -nos los deben estar
enviando los pérfidos británicos- dije. Subimos al
auto y enfilamos la carretera con destino a Caen con la
intención de visitar la alta y baja Normandía y las
famosas playas en las que algunos años atrás se
había producido el sangriento e histórico
desembarco de los ejércitos aliados en pos de la
liberación de Francia y a su vez Europa.

Capítulo
2

Visitamos toda la Normandía y una buena parte de
la Bretaña. Nos impresionó profundamente la gran
cantidad de cementerios de soldado aliados caídos en
combate durante el desembarco del 6 de junio de 1944, en las
playas de Omaha donde miles de cruces blancas representan a cada
uno de los soldados caído en defensa de la libertad de
nuestra nación, perfectamente alineadas formando un
escalofriante espectáculo de un lúgubre mar blanco
que se extendía centenares de metros.

Pensé; cuanto tenía Francia que agradecer
al pueblo americano que dio la sangre de muchos de sus hijos para
librarnos del enemigo Nazi.

Después de vagabundear durante unos veinte
días por el Norte del país y gozar de una absoluta
libertad, volvimos a París reconfortados, pero conocedores
de primera mano de nuestra historia más
reciente.

A nuestro regreso yo me marché a Niza para
reunirme con el resto de mi familia que hacía ya unos
días se había afincado tradicionalmente, como todos
los veranos, en la casa que allí teníamos. Phil se
quedó en la ciudad para preparar un examen del
conservatorio de música y además participar en unos
concursos estivales de piano.

Más tarde supe que había ganado el primer
premio en varios de ellos, no me sorprendió, y es que Phil
era un virtuoso del piano.

A mi regreso encontré a toda la familia
aposentada en la casa de Niza, incluyendo las dos chicas de
servicio que teníamos en París, unos días
después y como todos los años llegaron los primos
de mi madre que vivían en Washington, el esposo de
Matilda, prima carnal, se había casado con Thierry de
Montpenzat, brillante diplomático de carrera destinado
desde hacía bastantes años a la embajada de Francia
en la capital de los EE.UU..

Los americanos, como yo les solía llamar
cariñosamente, eran simpáticos aunque se les
había pegado algo de la cursilería yankee,
tenían dos hijas de más o menos mi misma edad.
Congenié particularmente con una de ellas, Amelie, la
otra, Christinne, tenía un carácter algo borde,
quizás por ser muy introvertida y posiblemente utilizaba
esta pose como escudo de protección, añadía
además que parecía haber olvidado su idioma materno
y solo hablaba en inglés, que por cierto, era bastante
malo ya que había tomado el acento y modismos de los
americanos y cuando hablaba recordaba a un cowboy masticando
tabaco.

Algunas tardes me encerraba en mi habitación para
preparar el examen de ingreso a la escuela Francesa de
Diplomacia
, que era la profesión que toda mi vida
había anhelado ejercitar. De más jovencito
había soñado infinidad de veces ser embajador de mi
país y vestirme con el traje oficial de diplomático
para entregar las cartas de mi acreditación ante el
presidente de alguna nación. Sueños de
muchacho.

Mi primita Amelie noté que me tiraba los tejos.
Todos los días bajábamos a la cercana playa a
bañarnos y tomar el sol en las tumbonas de alquiler, para
ser sincero, quien lo tomaba era yo, Amelie siempre se
protegía de los rayos solares bajo una sombrilla, no
mostraba interés alguno en ponerse morena, no se si era
por que estar moreno en los EE.UU. no era bien visto, -cuestiones
de color de piel– pensé, aunque jamás se lo
pregunté.

Christinne hacía la guerra por su cuenta,
venía con nosotros pero se sentaba algo alejada y
leía todo el tiempo al poeta británico Lord Byron ,
del que decía que adoraba, sin embargo le era
absolutamente indiferente el posible bronceado de su
piel.

Con mis ahorros me compré una scooter color azul
de la casa Vespa. Aquel verano se había puesto de moda
gracias a una película realizada en Roma por los actores
Audrey Hepburn y Gregory Peck, que inconscientemente la
promocionó entre la juventud europea del 53.

La Vespa me daba una gran independencia y libertad de
movimiento, evitaba tener que pedirle cada dos por tres el
automóvil a mi padre, que a decir verdad, no tenía
inconveniente en prestármelo, pero a mi me daba un no se
que tener un posible accidente con el Bentley que había
sido del abuelo paterno y que al fallecer éste, mi padre
se quedó con él por cuestiones sentimentales y al
que amaba casi como a mi madre, con la ventaja que aquel no
protestaba ni ponía objeciones.

Amelie en cuanto me veía ir a por la scooter
salía disparada para sentarse en el asiento posterior y
enlazarse fuertemente a mi cintura clavando en mi espalda su
generoso y terso busto, el contacto me agradaba y hasta me
excitaba, pero era mi prima y no quería tener conflictos
familiares. Su madre, mi tía, siempre la oí
comentar que su mayor deseo era casar a alguna de sus dos hijas
con algún príncipe, aunque este fuera
asiático, y yo precisamente no sentía el menor
interés en romper el anhelado sueño de mi querida
tía Matilda.

En cierta ocasión tío Thierry de
Montpenzat, se interesó por mi orientación en los
estudios de la carrera de diplomático, tuvimos una larga y
reposada conversación sentados cómodamente bajo el
toldo de lona que cubría la terraza y nos protegía
del sol, ocupábamos unas butaquitas de mimbre de la
terraza que daba directamente sobre el mar. Era una de esas
tardes plácidas, de las que tienes la impresión que
el tiempo se ha detenido y uno se siente relajado, una suave
brisa que procedía de levante nos acariciaba
aliviándonos del tórrido calor de principios del
Agosto Mediterráneo. Tío Thierry era un libro de
experiencias, me dio una serie de útiles consejos sacados
de su larga carrera en el difícil ejercicio del arte de la
diplomacia. Reconozco ahora que años después,
éstos me fueron muy útiles, recordé siempre
una frase que dijo durante la relajada conversación;
"el diplomático ha de ser un buen actor, ha de tener
una gran preparación y cultura, nervios de acero, un
hombre que no se altera ante cualquier evento y, medita y mide
muy bien en todo momento lo que manifiesta, con la astucia propia
de un jugador de póker profesional. En ningún
momento debe olvidar que representa a su país
".

Fue una charla que marcó mi vida. Pocas veces
había hablado tan profusamente con tío Thierry,
pues solo teníamos ocasión de vernos en las
épocas estivales en las que cerraban su casa de Washington
para venir a Francia y, alguna que otra Navidad, que pasaban
parte de las fiestas con nosotros en París. Dado a que yo
hablaba con fluidez alemán e inglés y bastante bien
español, además de mi idioma materno, me
sugirió que en cuanto finalizara el primer año de
estudios diplomáticos continuara éstos en los
Estados Unidos, dado a que el abanico de posibilidades al
finalizar la carrera sería siempre mucho más amplio
que en Francia, añadió además que él
también desde su posición podría ayudarme en
situarme para iniciarme en la profesión.

Capítulo
3

En la calle, la pertinaz lluvia seguía sin haber
mermado su lucha contra la cristalera y el monótono
tamborileo al estrellarse en ella, ahora con más fuerza
impelida por viento racheado. Una luz cegadora acompañada
de un impresionante trueno que hizo estremecer a casi todo el
edificio me sacó de mis pensamientos. Volví a dar
otro pequeño sorbo al Armagnac para paladearlo y
reanimarme del maldito frío que todavía notaba en
mis huesos. Llamé a André para que me preparara un
traje oscuro, aunque a decir verdad pocas ganas tenía de
acompañar a Phill a la inauguración de la
exposición pictórica de sus amigos artistas. El
maldito frío no me abandonaba.

André atizó las brasas del hogar para que
las llamas se avivaran, la chimenea con fuego era algo que desde
muy pequeño me fascinaba, en ocasiones me quedaba con la
mirada fija observando el baile de las llamas intentando
imaginarme danzarinas orientales contoneándose. Aunque en
la casa tenía una moderna y eficaz calefacción, me
agradaba tener la chimenea activa, a pesar de los inconvenientes
que el bueno de André debía soportar para
ello.

André, ha sido para mi un fiel y abnegado
servidor, lleva a mi lado algo más de treinta y cinco
años. Lo conocí casualmente cuando él era
maestro de una escuela de un pueblecito allá en los Alpes
franceses, nuestro encuentro fue absolutamente casual. En una
visita que efectué durante unas vacaciones de verano en
Alpe Duez, arribé al pueblecito a la hora del almuerzo, la
posada en la que entré para comer y descansar,
tenía ocupadas todas las mesas, en una de ellas
había una sola persona, ésta al ver que yo
aguardaba de pie en una esquina del local a que alguna se
vaciara, me invitó a ocupar asiento en su mesa. No era
otro que el maestro de escuela, André Perlon.

Conversamos animadamente de mil y una cosas durante todo
el almuerzo, pronto me di cuenta que mi interlocutor era persona
culta y de delicados y profundos sentimientos, nos cruzamos
nuestros teléfonos y aquí acabó nuestro
casual encuentro. Algunos años más tarde cuando
enviudé y regresé de los Estados Unidos para
residir definitivamente en Francia, busqué una persona
para que administrara mi hogar a la vez que hiciera la
función de secretario. Después de entrevistar a
varias personas, ninguna de ellas me satisfizo lo suficiente,
repentinamente me acordé del maestro André,
conservaba todavía su teléfono en una agenda que ya
no utilizaba pero que había guardado en un cajón de
mi mesa de trabajo.

Llamé al número con la esperanza de que no
lo hubiese cambiado y que todavía permaneciese soltero, ya
que yo no tenía interés alguno que en mi casa
hubiese demasiada gente. Por fortuna seguía
conservándolo, me recordó inmediatamente en cuanto
me identifiqué.

Le invité a desplazarse a París, ciudad
que el conocía solo superficialmente, pues la había
visitado en un par de ocasiones cuando todavía era
estudiante de magisterio.

Una semana más tarde fui a recibirle a la
Gare du Lyon, tal y como habíamos acordado. Desde
un extremo del andén le pude ver, vestía
modestamente pero con dignidad y como buen hombre de la
montaña llevaba un paraguas colgado de su antebrazo,
también el me había localizado y levantó un
brazo en el que asía su paraguas, que me recordó
momentáneamente al personaje cinematográfico de
monsieur Ulot, nos saludamos con cordialidad, cruzamos
la ciudad en mi auto hasta llegar a casa. Por el camino
André estaba muy pendiente de los lugares notables y que
en París son muchos, se interesaba por ellos, yo le iba
explicando, se notaba su interés por saber.

Ya en casa le expuse mis intenciones y condiciones,
sorprendentemente accedió de inmediato sin discutir
ninguna de ellas, me dijo que había suspirado toda su vida
poder vivir en París y esta era su ocasión. Pronto
nos pusimos de acuerdo, aunque le puntualice que no deseaba
líos amorosos en mi casa, a lo que me respondió que
no sentía interés alguno por las féminas,
supe leer entrelíneas. Ya no regresó nunca
más a su pueblo alpino, definitivamente se quedó a
residir en casa desde aquel mismo instante, nos estrechamos la
mano a modo de contrato y hasta ahora.

Felizmente aprobé el examen de ingreso a la
escuela de diplomacia con calificaciones más que
excelentes, cosa que escribí y notifiqué
entusiasmado a tío Thierry. Dediqué todos mis
esfuerzos en los estudios, deseaba poder acabar la carrera con
buenas calificaciones para que después me sirvieran de
curriculum a las oposiciones que debería enfrentarme y
poder ingresar en el cuerpo diplomático.

Siete años después sobrepasé
brillantemente las oposiciones y fui admitido en el cuerpo
diplomático de mi país con todos los honores. Mi
primer destino fue el de secretario del Cónsul
francés en Argel.

Por aquel entonces en Argelia se vivía una
efervescencia política preocupante, el movimiento
anti-independentista conocido como OAS, manifestaba su presencia
con constantes sabotajes, principalmente dirigidos a
instalaciones militares. El consulado se nos llenó de
agentes del servicio secreto francés enviados
especialmente desde la metrópoli, poco tiempo
después fueron detectados por los rebeldes y nuestro
consulado se convirtió en el punto de mira de los
terroristas. Diariamente había algún que otro
asesinato en alguna de las callejuelas de la Kasbah, el ambiente
se convirtió insostenible. Finalmente desde París
ordenaron que una buena parte de los funcionarios que
componíamos la legación diplomática
regresáramos al 37 del Quai d´Orsay, en la
Dirección General de los Archivos y la
Documentación, mi jefe inmediato el Embajador, fue el
único que se quedó en Argel junto con su esposa, un
héroe.

Mis jefes inmediatos me colocaron en una pequeña
oficina sin órdenes específicas de cuales iban a
ser mis responsabilidades profesionales, cosa que me
permitía leer todas las mañanas la mayor parte de
los periódicos del país y algunos extranjeros de
mayor relevancia mundial, lo que me daba una idea bastante
certera de cómo estaban las cosas en el país y en
el mundo.

Una mañana recibí la visita de un
personaje que había conocido y tratado superficialmente
durante mi estancia en Argel. Pertenecía al servicio
secreto (DGSE) y a la vez al (SDECE) este segundo era el servicio
de documentación exterior y contraespionaje cuyo director
era P.Jacquier, hombre muy allegado al presidente de la
república Michel Debré. Solía venir a
visitar al cónsul general con bastante frecuencia, luego
supe que tenían algún lejano lazo
familiar.

-Le hacía a usted todavía en Argel,
monsieur Cloters-, le dije a modo de saludo mientras le
estrechaba la mano y le invitaba a tomar asiento.

-Como usted sabe, mi trabajo me obliga a viajar
constantemente, de lo cual me alegro mucho, pues ahora en Argel,
con todo este asunto del tal Ben Barka, anda todo muy, pero que
muy alterado, además de ser altamente peligroso residir
allí, los franceses no estamos demasiado bien vistos por
los nativos, se ha hecho imposible pasear por la Kasbah. Ellos
luchan por su independencia, claro que la cosa se complica
todavía más por cuanto hay mucho francés
nacido allí y estos se consideran tan argelinos como el
que más, a la vez que franceses-.

-Lo imagino, aquí estamos bastante al corriente
de ello por las noticias que el señor embajador nos remite
casi a diario-.

Cloters se sentó ante mí, se quedó
unos instantes mirándome con fijeza con semblante algo
serio, había perdido aquella imagen de cordialidad con la
que había entrado en mi despacho.

-Y bien, a que debo…-, inicié.

Me hizo un ademán con la mano, se levantó
y se fue a la puerta para acabar de cerrarla, pues al entrar no
había quedado bien ajustada, detalle que realmente me
sorprendió mucho. Volvió a sentarse frente a mi y
me dijo con aire algo misterioso: -probablemente estará
usted preguntándose el motivo de mi visita y el
porqué he ido a cerrar la puerta,
¿cierto?-.

Evidentemente estaba sorprendido y se lo
manifesté en un tono quizás ligeramente seco, pero
aguardé a que él llevara la iniciativa de la
conversación.

-Verá monsieur Charrutiers, el DGSE ha pasado a
manos del ejército, y está necesitado de
gente muy preparada, el general De Gaulle desea poner al
día el departamento de información, y andamos en
busca de personal altamente capacitado y que naturalmente sienta
el interés de servir a Francia-.

-Realmente si es una proposición señor
Cloters, me pilla por sorpresa, me gustaría poder pensarlo
tranquilamente sin presiones-, le respondí a bote pronto,
-no se si podría cumplir positivamente el trabajo, no
tengo experiencia alguna en este menester-.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Página siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter