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Poemas de Juan de Dios Peza (página 3)




Enviado por Edgar Tovar



Partes: 1, 2, 3, 4

– Pídele tú que nos
salvede una muerte tan amarga,tan lejos de tantos seresque nos
buscan y nos aman;

yo me dirijo a quien lograde Dios lo
que nadie alcanza,a la "Estrella de los Mares",a la Virgen
sacrosanta.

Yo, cuando fui a despedirmede mi Virgen
mejicana,"no me abandones, mi madre",dije llorando a sus
plantas.

Y ella no ha de abandonarnos,nos sigue
con su mirada,arrodíllate conmigoy háblale con toda
el alma.

Mira en el triste horizonteaquella nube
de alza,figurándome en su formaun paisaje que me
encanta,

el cerro agreste y pequeñoentre
cuyas rocas áridasla Virgen de Guadalupese apareció
en forma humana.

Y la nube se ilumina,la circunda roja
franjay algo se mueve en el fondoque parece que me
llama.

-Deliras, mujer, deliras.-Pero mira, se
destacaentre rayos refulgentesuna visión que me
encanta.

¡Es la Virgen de mi
tierra!¡Mira el ángel a sus plantasel manto azul y
estrelladocomo las noches de Anáhuac!

-Santo delirio, hija mía;si la
Virgen nos salvaralas velas que tiene el barco,y vamos que son
bien anchas,

como ofrenda de su templopor nosotros
regaladapara ejemplo de otros fielesyo las hiciera de
plata.

Y cuando acabó aquel jovende
decir estas palabras,aplacáronse las olasquedando la mar
en calma.

Las que fueron negras nubespronto se
tornaron blancasy asomó la luna en llenapor las estrellas
cercada.

Los marineros absortosde maravilla tan
altavolvieron cantos y risas,bendiciones y
plegarias,

lo que en los tristes momentosde la
deshecha borrascafueron horribles blasfemiasy escandalosas
palabras.

La nave al fin llegó al
puerto,la gente feliz y sanarefirió el raro
portentoconfirmándolo con lágrimas.

Y los jóvenes viajerosavivaron
más el ansiade cumplir una promesamás que solemne,
sagrada.

El mástil de aquella naveque se
doblegó cual cañaal soplo de la tormentafiera y
desencadenada,

lleváronselo consigo,y en otras
horas más gratastrajéronlo hasta la iglesiade la
Virgen mejicana.

Dieron al templo en limosnalo mismo que
les costarafabricar cual lo ofrecieronrico velamen de
plata.

Y aprovechando aquel
mástilfueron con piedra labradaslas velas que hoy nos
recuerdanel fervor de aquellas almas.

¡Cuántos ascendiendo al
temploque el cerro en su altura guarda,frente al monumento
humildede que mi romance trata,

no saben que es el emblemade una
devoción sin mancha,de una fe que fue el tesorode las
edades pasadas,

y que hoy es raro encontrarseprestando
alivio a las almasa quienes la duda enfermay el escepticismo
amarga!

¡Oh, tradición, tú
recogessobre tus ligeras alaslo que la historia no diceni el
sabio adusto relata!

¡Toca al narrador
agrestedespojarte de tus galaspara entretejer con ellassus
más vistosas guirnaldas!

Al pueblo lo que es del pueblo,sus
venturas, sus desgraciasy todo cuanto le atañeen. su
historia y en su patria.

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

 

LA PRINCESA AZTECA

A la inspirada poetisa y virtuosa
señora Ángela G. de Alcalde)

El bosque centenarioen sus antros
encierraese silencio eterno que acompañaa las salvajes
pompas de la América.

En el espeso toldoque al sol el paso
niega,los cenzontles que cantan en las noches,de rama en rama sin
zozobras vuelan.

Y el cardenal errante,y el
colibrí de seda,al beso de las tibias alboradas,dando
celos al iris, juguetean.

De las copas más altas,como
argentadas hebras,las canas de los viejos ahuehuetesdan a los
vientos sus robustas crenchas.

Y revistiendo el troncode secular
corteza,matizando sus tronos de esmeralda,se abre a la luz la
trepadora hiedra.

Tapiza el suelo un musgoque ni el
verano seca,donde recoge el aire en las mañanasun
sempiterno olor a flores nuevas.

El bosque centenarioen su
extensión inmensarepercute en las tardes los
acentosmás dulces de los cánticos
aztecas.

Las voces de una razaperegrina y
guerreraque va dejando con su sangre hirvientede su incesante
caminar las huellas.

Y vagan esas notasdulcísimas y
tiernas,enseñando a los pájaros salvajestristes y
melancólicas cadencias.

Las repite el cenzontleen la noche
serena,cuando la luna en el azul espacioel heno de los
árboles platea.

Las dice la calandria,el clarín
las remeda,y en las tardes de mayo los jilguerostrovan los himnos
de su amor con ellas.

Y cuando en tristes horasde lluvia y de
tinieblasla tempestad su carro de relámpagossobre los
viejos árboles pasea,

y con ojos de llamasla lechuza
agorerapredice la catástrofe y la muertecomo alada Sibila
de la selva,

cuando los vientos rugen,cuando los
troncos tiemblany cual cinta de lumbre en negro abismoel rayo
retumbando culebrea,

en el fondo del bosque,rasgando las
tinieblas,se oye dulcísima y dolienteque canta
melancólicas endechas.

Son las notas de un arpade misteriosas
cuerdasen que surgen estrofas no aprendidascuando calla el placer
y hablan las penas.

Las extrañas cancionesentre la
sombra vuelan,mezclándose del viento a los rugidosy al
sordo rebramar de la tormenta.

Vagan en el ramaje,cruzan por la
maleza,y el paso no les corta la falangede sabinos cual mudos
centinelas.

Se extienden en los lagosde superficie
tersadonde crecen los juncos cimbradoresy sus corolas abren las
ninfeas.

Cruzan por los maizalescuyas
cañas esbeltassus hinchadas espigas, a las lluviaslevantan
a los cielos en ofrenda.

¿Quién canta esas
canciones?¿Quién dice esas endechas,que ya
traspuesto el sol y quieto el mundorepiten los cenzontles en la
selva?

¿De qué garganta
brotan?¿Quién delira con ellasy en la imponente
majestad del bosqueen tristísimas horas las
eleva?

Mirad, hay en el fondo,tras la enramada
espesa,dominando los altos ahuehuetesuna montaña de verdor
cubierta.

La mano de un giganteamontonó
sus piedras,sobre las cuales fabricó un palacio,para
propio solaz, un rey azteca.

Son espesos sus muros,angostas son sus
puertas,y parece, mirado desde lejos,vetusta cripta en la
extensión desierta.

Pega el nopal al murosus espinosas
pencas,y como cenicientos obeliscoslos órganos
tristísimos lo cercan.

No tiene escudo nobletan rara
fortaleza,ni levadizo puente, ni ancho foso,ni rastrillo, ni
glacis, ni poterna.

No guarda férreos cascos,ni
lanzas, ni rodelas,ni resonó jamás en sus salonesla
armadura brutal de la Edad Media.

Los señores que ha vistoesgrimen
arco y flecha,llevan al combatir desnudo el sexoy adornada con
plumas la cabeza.

Obscuros son sus ojos,sus cabelleras
negras,su cutis, siempre al sol, color de trigo,sencillas sus
costumbres y su lengua.

En tan triste palaciocon sus damas se
hospedasiempre sola, llorosa y resignada,como un lirio con alma,
una princesa.

Y vive sin que nadiea visitarla
venga,que por rencor y celos y venganzavíctima del amor
allí la encierran.

Amó, cual amar sabenen su raza,
en su tierra,las mujeres que encienden sus pupilascon la del alma
inextinguible hoguera,

Un hermano celosode su pasión
intensa,mató al indio bizarro que formabael culto terrenal
de la doncella.

Y entonces con la rabiaque electriza a
las fieras,cuando el artero cazador destrozaal cachorro que
esconden en la cueva,

ella tomó en sus manosla macana
de piedray castigó a su hermano con un golpeque bien pudo
arrancarle la existencia.

El padre, como ejemplo,como justa
sentencia,la alejó de su lado y encerróla,del viejo
bosque en la mansión severa.

Y allí con la alborada,cuando la
luz despierta,cuando en todas las ramas hay cantaresy alza un
himno de amor toda la selva,

cuando se abren las fibrasy en sus
corolas tiemblanlos pintados y errantes chupamirtosque de
sabrosas mieles se alimentan,

se oye como desciende,por las abruptas
peñas,envuelta en un mantón de blancas
plumas,seguida de sus damas, la Princesa.

Siempre al pisar el bosquetoma la misma
senda,para buscar el sitio apetecidoen que el placer y la delicia
encuentra.

Allá, bajo las ramasmás
verdes, más espesas,y donde en haces de colores vivosel
sol naciente sus fulgores quiebra,engastada en el musgocual
líquida turquesa,convidando a la vida y al deleite,espejo
del follaje, está la alberca.

El manantial fecundoal fondo
borbotea,sin que nadie perciba sus rumoresni la quietud perturbe
de la selva.

Dicen que cuando algunose posa en sus
arenas,queda encantado y con extraña forma,y el que a
buscarlo va, jamás lo encuentra.Por eso todos temen,y
aún los hombres recelan,sumergirse en las ondas
cristalinasde una agua tan azul y tan serena.

Sólo la hermosa joven,cuando a
los bordes llega,fija en el manantial una miradaque es la viva
expresión de una promesa.

Deja el manto de pluma,sus cabellos
destrenza,y a las caricias púdicas del agua,dando tregua
al dolor, feliz se entrega.

Y míranse en las ondaslas formas
hechiceras,deslizarse flotantes y tranquilascomo la flor que la
corriente lleva.

Si el bello busto asoma,sobre los senos
ruedanlas gotas trasparentes y brillantescomo si fuesen
lágrimas o perlas.

Y cuando el cuerpo airosoquieto
flotando queda,parece que el cristal azul y terso,enamorado sus
contornos besa.

Semeja blanca ondina,ruborosa
sirena,que, con un beso, el sol americanoquemó su piel y
la tornó trigueña.

¿Oís? cantan muy dulcelas
aves de la selva,las brisas no estremecen el ramaje,ni el heno
gris en los sabinos tiembla.

El aire está
suspenso,ningún rumor se eleva,porque en el viejo bosque
centenariojuega desnuda la gentil doncella.

Salta un instante al bordede la azulosa
terma,y los encantos que la dio naturasin velo encubridor al aire
muestra.

Y escúchase de prontoun grito de
sorpresa,cual lo lanzara el que soñó en un cieloy
al fin, sin esperarlo, lo contempla.

Por el vetusto bosque,el grito aquel
resuena,y levanta los ojos espantadosla ninfa que en las aguas se
refleja.

Y sin tino, temblando,pálida,
como muerta,descubre entre las ramas de un sabinode un ser
desconocido la cabeza.

Es un amante osado,es un guerrero
azteca,que adora a la doncella y la persigue,y hoy en su virgen
desnudez la acecha.Sin conceder más tiempode que sus
formas vea,herida en su pudor la altiva jovense sumerge en el
agua con violencia.

Y al manantial desciendey toca sus
arenas,y se pierde a los ojos de sus damasy el guerrero la busca
y no la encuentra.

Cruzaron varios solespor la azulada
esfera,y nadie supo el postrimer destinode aquella humana y
púdica azucena.Que allí quedó
encantada,refieren las leyendas,y que al mediar los soles y las
lunasflota sobre la líquida turquesa.

Su nombre ignoran todos,nadie ignora
sus penas,y quedan de sus gracias como espejolos movibles
cristales de la alberca.

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

LA CALLE DEL NIÑO PERDIDO

Al rayar de una mañanaserena,
apacible y pura,cuando el alba su hermosuraenvuelve en manto de
grana,

cuando entre vivos fulgoresy entre
céfiros suaves,el espacio todo es avesy la tierra toda
flores;

y tras el lejano montede la noche como
huellase ve la postrer estrellatemblar en el
horizonte;

y junto a la estrella estácual
maga que la sostiene,celosa del sol que vienela luna que ya se
va

y suena la algarabíaen boscajes
y colinasde mirlos y golondrinas,saludando al rey del
día;

con una pompa realque noble gente
cortejallegó una feliz parejaa la iglesia
Catedral.

Era selecta la grey,pues ya la gente
contabaque el Arzobispo oficiabay era padrino el
Virrey.

Entrando en el santuariose fueron a
arrodillaren el más lujoso altarde cuantos tuvo el
Sagrario.

Apuestos eran él y ella;de gran
fortuna ella y élde treinta años el doncely de
veinte la doncella.

Los dos contentos y ufanos,llenos de fe
y de ilusiones,ya unidos sus corazonesiban a enlazar sus
manos.

De nuevas dichas en posse les vio salir
unidoscon sus amores ungidospor la bendición de
Dios.

Y bien pronto en la ciudadse supo con
alegríaque el despuntar de aquel díafue todo
felicidad.

Repitiendo en cada hogarque ya estaba
desposadadoña Blanca de Moncadacon don Gastón de
Alhamar.

IIPara rencores y duelosde amor en el
paraísoel infierno darnos quisouna serpiente: los
celos.

No hay corazón más
heridoni con más sed de venganzaque el que pierde la
esperanzade verse correspondido.

Y que mira por su mal,que mientras
más sufre y llora,más se distingue y se adoraa un
poderoso rival.

No está, pues, mal expresado,por
quien sintió tantos dolores,que ser rival en amoreses
odiar y ser odiado.

Mientras Blanca se enlazabacon
Gastón a quien quería,bajo la nave sombríaun
hombre la contemplaba.

Era de semblante duro,de mirar torvo y
dañino:Blanca lo halló en su caminocual se
encuentra un aire impuro.

Le repugnó su ardimientoy
él la siguió apasionadocual si ella fuera el
pecadoy él fuese el remordimiento.

En alas de la pasiónla
importunaba y seguía,y ella callaba y sufríasin
revelarlo a Gastón.

Y llegó a ser tan osado,que le
dijo con maldad:"Por fuerza o por voluntadhas de venir a mi
lado".

"Has burlado mi esperanzame niegas tu
fe y tu mano;Blanca: soy napolitano,cuídate de mi
venganza!".

Blanca todo desdeñó,libre
de duelo y pesares,pero llegó a los altaresy al hombre
aquel encontró.

Al bajar la escalinatavio de la nave a
lo lejos,dos ojos cuyos reflejosle estaban diciendo:
¡ingrata!

Y brillaban por igualese modo que
sonroja,porque recuerdan la hojade envenenado
puñal.

Se sintió desfallecertuvo miedo
a oculto lazo,y dando a Gastón el brazose irguió
para no caer.

-¿Qué tienes? -dijo
Gastón–¿Palideces, Blanca mía?- Palidezco
de alegría,de contento, de emoción.

Y de la sombra al travésel
napolitano herido,clamó con sordo
rugido:"¡Caerán los dos a mis
pies!".

Y con semejante infernalcomo el lobo
tras la oveja,tras de la gentil parejasalió de la
Catedral.

III¡Cuán dichoso es un
hogardonde reina una fe puray se cifra la venturaen ser amado y
amar!

Hermoso y seguro puertodel mundo en las
tempestades,fanal de eternas verdadesde la vida en el
desierto.

Gastón y Blanca, allí a
solas,en santa pasión se abrasany todas sus horas
pasanserenas como las olas.Forma en su rica mansiónel lazo
de su cariño,un ángel de paz, un niño,viva
imagen de Gastón.

Respira el aire salubresin zozobra y
sin fatigasque acaricia a las espigasen las mañanas de
octubre.

Causa envidia al arrebolde su mejilla
el carmín,y es cual la flor de un jardínabierta al
beso del sol.

En su tez sin mancha algunahay la
limpidez de un astro,y parece de alabastrocuando reposa en la
cuna.

Blanca dobla las rodillaspara dormido
admirarlo.Gastón, por no despertarlo,se le acerca de
puntillas.

Y apasionados él y ellalo ven
con dulces sonrojos,cual ven unos mismos ojosla luz de una misma
estrella.

Y la flor recién
nacidatalismán de dichas era,porque la ilusión
primera¡le dio en un beso la vida!

Cuando soñaron los dospor
primogénito un hombre,pensaron: tendrá por
nombre"El regalado por Dios".

Y cumplido el noble afán,igual
en Blanca y Gastón,como Dios le dio un varónle
dieron por nombre: Juan.

Y trajo rasgos tan bellosde gracia
viril tesoro,y era tan brillante el orode sus rizados
cabellos,

que al llevarlo ante la Cruza recibir
el bautismo,que forma en el cristianismoJordán de gracia y
de luz,

soñándolo ya un artistao
pensador de renombre,lo advocaron bajo el nombrede Juan el
Evangelista.

Y así aquel niño sin
par,flor de celestes pensiles,miró lucir tres abrilessin
lágrimas en su hogar.

Siempre en la faz de Gastónhubo
sonrisa al mirarlo;Blanca siempre al contemplarloalzó al
cielo una oración.

Y no puedo describirlos sueños
que ambos tenían,cuando al verlo discurríanen su
incierto porvenir.

Y eran felices los dos,que al hogar que
amor encierraun hijo trae a la tierralas bendiciones de
Dios.

IVLa dicha de aquel hogarse vino a
eclipsar al fin,y fue el rubio serafínmotivo de tal
pesar.

El Destino, injusto y ciego,que lo
más sagrado arrasa,en cierta noche la casaenvolvió
ondas de fuego,

y entre el inmenso terrorque el
incendio produjera,Blanca, en la extendida hoguera,busca el fruto
de su amor.

Gastón, corriendo aturdido,al
hijo tierno buscabay como un loco gritaba:"¡Volvedme al
Niño Perdido!"

Y las llamas ascendíanterribles
y destructoras,y raudas y abrasadorascuanto hallaban,
consumían.

Blanca y Gastón, como fierasque
su cachorro les quitan,braman, se revuelven, gritancon voces tan
lastimeras-

que por piedad o cariño,el
peligro desdeñando,muchos los siguen llorandoen busca del
tierno niño,

Y Gastón; sin sombra algunade
temor; con ciego empuje,sobre una viga que crujese adelanta hasta
la cuna.

¡Aquí! con gran
alegríaestá el niño, a todos dice,mas pronto
ve al infeliceque está la cuna
vacía.

Siente romperse los lazosque lo ligan a
este mundoy con un dolor profundoalza la cuna en sus
brazos.

Corre, y al punto que asomacon Blanca
por la escalera;de un golpe la casa enteraretronando se
desploma.

No hay bálsamo que mitiguede
Gastón la pena ardiente;corre, y lo sigue la gente,y
Blanca, loca, lo sigue.

Cruzan por una callejadonde existe
sobre el muroun viejo retablo obscuroque humilde altar
asemeja.

Con amargura infinitaGastón se
postra de hinojosy fija los tristes ojosen esa imagen
bendita.

-"¡Oh, Madre de los Dolores!dice
mirándola fijo,Devuélveme por tu Hijoal hijo de mis
amores!".

Y a la vez que en la
sombríacalleja, otra voz se alzaba.Era Blanca que
gritaba:-"¡Dadme a mi hijo, Madre
mía!"

Y cuando la gente yarezando les
acompaña,en lo alto una voz extrañaa todos dice: –
"¡Allí está!"

Reina un silencio profundo;los
ánimos se han turbado,el eco que han escuchadoles parece
de otro mundo.

Vuelve los ojos Gastónsin
proferir nueva queja,y al fondo de la calleja,mal oculto en un
ancón,

halla al raptor inhumanoque carga al
niño en un hombro;Blanca lo ve y con asombroexclama:
"¡El napolitano!"

Gastón le asalta derechocon
ciega rabia infernal,y el raptor saca un puñalpara
clavarlo en su pecho.

Y audaz grita: -¡El que
incendiótu casa para vengarse,podrá matar o
matarse,mas dar a este niño, no!

-¡Infame! Gastón agregay,
erizado su cabello,salta, lo coge del cuello,y emprende
así ruda brega.

–¡Madre! ¡Madre! El
niño grita;su dulce voz Blanca escuchay sin miedo de la
luchasobre ambos se precipita.

Mientras Gastón al
raptorestrangula, acude Blancaque de los hombros le arrancaal
tesoro de su amor.

La gente, entusiasta, admiraa
Gastón, que con su manoahoga al napolitano,que se retuerce
y expira.

Cuando ya muerto lo ve,y halla a Blanca
con su hijo,al raptor con regocijole pone en el cuello el
pie.

Se cruza airoso de brazostriunfante y
de gozo ardiente,impidiendo que la gentedestroce al vil en
pedazos.

Blanca, loca de
alegría,arrodíllase llorandoante el retablo
gritando:"¡Gracias, gracias, madre
mía!"

No juzga el hallazgo ciertoen sus
delirios febriles,y en tanto los alguacilesvan a recoger al
muerto.

Vuelve a su esposa Gastón,mira
al niño, se embelesa,y grita cuando lo besa:"¡Hijo
de mi corazón!"

Todo el pueblo enternecido,llora,
clama, palmoteay hasta el más pobre deseabesar al
niño perdido.

Y torna la paz al alma;la pena es gozo
profundo,que siempre viene en el mundotras la tempestad la
calma.

VBlanca, a quien sólo aconsejala
piedad actos de amor,dejó de tan gran dolorun recuerdo en
la calleja.

Puso un nicho y unas flores,emblemas de
su cariño,y en el nicho a Jesús Niñoperdido
entre los Doctores,

y una lámpara que
ardíasímbolo de devocióninvitando a la
oraciónen la noche y en el día.

Y año tras año
corridorespeta el hecho la fama;y aquella calle se llama"Calle
del Niño Perdido".

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

EL INDIO TRISTE

Es media noche; la lunairradia en el
firmamento;

y riza al pasar el vientolas ondas de
la laguna.

En el bosque secular,y entre el tupido
ramaje,

turba el pájaro salvajela
quietud con su cantar.

Y entre los contornos vagosdel
horizonte,

a lo lejosbrillan cual claros
espejos,al pie del monte, los lagos.

Yace en paz, sola y rendidade Tenoch la
ciudad bella,

parece que impera en ellala muerte
más que la vida.

Y no es ficción, es verdad;que
fue tan triste su suerte

que la orillan a la muerteel luto y la
soledad.

Su esplendor está apagadode la
guerra al terremoto;

el gran huebuetl está rotoy el
teponaxtle callado.

No alumbra el teocal, la luzdel copal
de suave aroma,

porque el teocal se desplomabajo el
peso de la cruz.

No cubren mantos de plumalos cuerpos de
altivos reyes;

tiene otro Dios y otras leyesla tierra
de Moctezuma.

Y ante este Dios y esta leyque
transforman su recintosólo al César Carlos
Quintoreconoce como rey.

¡Cuántos heroicos
afanes!¡Cuántos horribles estragoshan visto bosques
y lagos,ventisqueros y volcanes!

Está el palacio vacíosin
pompas ni ricas galas;desiertas se ven sus salassu exterior mudo
y sombrío.

Y zumba en su derredordel viento la
aguda queja,como un suspiro que dejahonda impresión de
dolor.

Es el profundo lamentode una raza sin
fortuna:¡la sangre que en la lagunaflota y se queja en el
viento!

Por eso duerme rendidade Tenoch la
ciudad bella,como si imperase en ellala muerte más que la
vida.

IIFrente a la anchurosa plaza,cerca del
teocal sagradoy del palacio olvidadoque pronta ruina
amenaza,

donde con riqueza sumaviviera, en
tiempo mejor,Axayacatl el señory padre de
Moctezuma,

en corta y estrecha calledesde la cual,
el que pasamira fabricar la casadel alto marqués del
Valle.

Así en la noche
sombríacomo en la tarde calladay al fulgor de la
alboradacon que nace el nuevo día,

en toscas piedras sentadoy con harapos
vestido,entre las manos hundidoel semblante
demacrado;

un hombre de aspecto rudo,imagen de
desventura,siempre en la misma postura,y como una estatua
muda,

inclinada la cabeza,allí lo
encuentra la gente,como la expresión vivientede la
más honda tristeza.

¿En qué piensa?
¿Qué medita?¿Qué dolor su alma
destrozaque ni llora, ni solloza,ni se queja, ni se
agita?

En su conjunto revistetanta tristeza
ignorada,que la gente acostumbradaclama al verlo: "¡el
indio triste!"

Le conocen por tal nombreen el pueblo y
la nobleza,y dicen: es la tristezaque tiene formas de
hombre.

A nadie llegó a contarsu tenaz
dolor profundo;siempre triste lo vio el mundoen aquel mismo
lugar;

tal vez fue algún descendientede
los nobles mejicanos,que al ver en extrañas manosy en
poder de extraña gente

la nación que libre un
díavivió con riqueza y calmasintió en el
fondo del almahorrible melancolía.

Y sin ninguna amenaza,viendo a su
nación cautiva,fue la expresión muda y vivade la
aflicción de su raza.

Muchos años se le vioen igual
sitio sentado,y allí pobre y resignadode su tristeza
murió.

Su desconocida historiaal vulgo pasma y
arredra,y en tosca estatua de piedrahonrar quiso su
memoria.

La estatua al cabo cayó,que al
tiempo nada resiste,y "Calle del Indio Triste"esa calle se
llamó,

sin poder averiguarcon ciencia ni
sutilezala causa de la tristezadel indio de aquel
lugar;

pero en nuestro hermoso valle,y en
nuestra mejor ciudad,pasan de edad en edadese nombre y esa
calle.

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

EL CALLEJÓN DE
BESP

Una noche invernal, de las más
bellascon que engalana enero sus rigoresy en que asoman la luna y
las estrellascalmando penas e inspirando amores;noche en que
están galanes y doncellasolvidados de amargos
sinsabores,al casto fuego de pasión secretaparodiando a
Romeo y a Julieta.

En una de esas noches sosegadas,en que
ni el viento a susurrar se atreve,ni al cruzar por las tristes
enramadaslas mustias hojas de los fresnos mueveen que se ven las
cimas argentadasque natura vistió de eterna nieve,y en la
distancia se dibujan vagoscopiando el cielo azul los quietos
lagos;

llegó al pie de una angosta
celosía,embozado y discreto un caballero,cuya mirada
hipócrita escondíacon la anchurosa falda del
sombrero.Señal de previsión o de
hidalguíadejaba ver la punta de su aceroy en pie
quedó junto a vetusta puerta,como quien va a una cita y
está alerta.

En gran silencio la ciudad dormida,tan
sólo turba su quietud serena,del Santo Oficio como voz
temidadébil campana que distante suena,o de amor juvenil
nota perdidaalguna apasionada cantilenao el rumor que entre
pálidos reflejossuelen alzar las rondas a lo
lejos.

De pronto, aquel galán
desconocidolevanta el rostro en actitud violentay cual del alto
cielo desprendidoun ángel a su vista se presenta-¡Oh
Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has
venido!-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.Y el tiempo
que contesta a tal reprochedaba el reloj las doce de la
noche.

Y dijo la doncella: – "Debo hablartecon
todo el corazón; yo necesitola causa de mis celos
explicarte.Mi amor, lo sabes bien, es infinito,tal vez ni muerta
dejaré de amartepero este amor lo juzgan un delitoporque
no lo unirán sagrados lazos,puesto que vives en ajenos
brazos.

"Mi padre, ayer, mirándome
enfadada-me preguntó, con duda, si era ciertoque me
llegaste a hablar enamorado,y al ver mi confusión,
él tan experto,sin preguntarme más, agregó
airado:prefiero verlo por mi mano muertoa dejar que con torpe
alevosíamancille el limpio honor de la hija
mía.

"Y alguien que estaba allí dijo
imprudente:¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,es
guapo, decidor, inteligente,donde quiera que está resalta
y brilla,mas conozco también a una inocentemujer de alta
familia de Castilla,en cuyo hogar, cual áspid, se
introdujoy la mintió pasión y la
sedujo.

Entonces yo celosa y consternadale
pregunté con rabia y amargura,sintiendo en mi cerebro
desbordadala fiebre del dolor y la locura:-¿Esa inocente
víctima inmoladahoy llora en el olvido su ternura?Y el
delator me respondió con saña:-¡No! La trajo
Manrique a Nueva España.

"Si es la mujer por condición
curiosay en inquirir concentra sus anhelos,es más cuando
ofendida y rencorosasiente en su pecho el dardo de los celosy yo,
sin contenerme, loca, ansiosa,sin demandar alivios ni
consuelos,le pregunté por víctima tan bellay en
calma respondió: -Vive con ella.

"Después de tal respuesta que ha
dejadodudando entre lo efímero y lo ciertoa un
corazón que siempre te ha adoradoy sólo para ti
late despierto,tal como deja un filtro envenenadoal que lo apura,
sin color y yerto:no te sorprenda que a tu cita acudapara que
tú me aclares esta duda".

Pasó un gran rato de silencio y
luegoManrique dijo con la voz serena-"Desde que yo te vi te adoro
ciegopor ti tengo de amor el alma llena;no sé si esta
pasión ni si este fuegome ennoblece, me salva o me
condena,pero escucha, Leonor idolatrada,a nadie temo ni me
importa nada.

"Muy joven era yo y en cierto
díalibre de desengaños y dolores,llegué de
capitán a Andalucía,la tierra de la gracia y los
amores.Ni la maldad ni el mundo conocía,vagaba como tantos
soñadoresque en pos de algún amor dulce y
profundoven como eterno carnaval el mundo.

"Encontré a una mujer joven y
pura,y no sé qué la dije de improviso,la
aseguré quererla con ternuray no puedo negártelo:
me quiso.Bien pronto, tomó creces la
aventura;soñé tener con ella un
paraísoporque ya en mis abuelos era fama:antes Dios, luego
el Rey, después mi dama.

"Y la llevé conmigo; fue su
anheloseguirme y fue mi voluntad entera;surgió un rival y
le maté en un duelo,y después de tal lance, aunque
quisierapintar no puedo el ansia y el desveloque de aquella
Sevilla, dentro y fuera,me dio el amor como tenaz castigodel
rapto que me pesa y que maldigo.

"A noticias llegó del
Soberanoesta amorosa y juvenil hazañay por salvarme me
tendió su mano,y para hacerme diestro en la
campañame mandó con un jefe veteranoa esta bella
región de Nueva España…¿Abandonaba a la
mujer aquella?soy hidalgo, Leonor, ¡vine con
ella!

"Te conocí y te amé, nada
te importela causa del amor que me devora;la brújula, mi
bien, siempre va al norte;la alondra siempre cantará a la
aurora.¿No me amas ya? pues deja que soportea solas mi
dolor hora tras hora;no demando tu amor como un
tesoro,¡bástame con saber que yo te
adoro!

"No adoro a esa mujer; jamás
acudoa mentirle pasión, pero tú piensaque soy su
amparo, su constante escudo,de tanto sacrificio en
recompensa.Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,si ofrecerte
mi mano es una ofensanada exijo de ti, nada reclamo,me puedes
despreciar, pero te amo".

Después de tal relato, que en
franquezaninguno le excedió, calló el
amante,inclinó tristemente la cabeza;cerró los ojos
mudo y anhelanteira, celos, dolor, miedo y tristezahiriendo a la
doncella en tal instanteparecían decirle con voz ruda:la
verdad es más negra que la duda.

Quiere alejarse y su medrosa plantade
aquel sitio querido no se mueve,quiere encontrar disculpa, mas le
espantade su adorado la conducta aleve;quiere hablar y se anuda
su garganta,y helada en interior como la nievemira con rabia a
quien rendida adoray calla, gime, se estremece y
llora.

¡Es el humano corazón un
cielo!Cuando el sol de la dicha lo iluminaparece azul y vaporoso
veloque en todo cuanto flota nos fascina:si lo ennegrece con su
sombra el duelo,noche eterna el que sufre lo imagina,y si en
nubes lo envuelve el desencantoruge la tempestad y llueve el
llanto.

¡Ah! cuán triste es mirar
marchita y rotala flor de la esperanza y la ventura,cuando sobre
sus restos solo flotael negro manto de la noche obscura;cuando
vierte en el alma gota a gotasu ponzoñosa esencia la
amarguray que ya para siempre en nuestra vidala primera
ilusión está perdida.

Leonor oyendo la vulgar historiadel
hombre que encontrara en su camino,miró eclipsarse la
brillante gloriade su primer amor, casto y divino;su más
dulce esperanza fue ilusoria,culpaba, no a Manrique, a su
destinoy al fin le dijo a su galán callado:-"Bien;
después de lo dicho, ¿qué has
pensado?

"Tanta pasión por ti mi pecho
encierraque el dolor que me causas lo bendigo;voy a vivir sin
alma y no me aterra,pues mi culpa merece tal castigo.Como a nadie
amaré sobre la tierrallorando y de rodillas te lo digo,haz
en mi nombre a esa mujer dichosa,porque yo quiero ser de Dios
esposa.

Calló la dama y el galán,
temblando,dijo con tenue y apagado acento:-"Haré lo que me
pidas; te estoy dandopruebas de mi lealtad, y ya presientoque lo
mismo que yo te siga amandome amarás tú
también en el Convento;y si es verdad, Leonor, que me has
queridodame una última prueba que te pido.

"No tu limpia pureza escandalicescon
este testimonio de ternurano hay errores, ni culpas, ni
desliceentre un hombre de honor y un alma pura;si vamos a ser
ambos infelicesy si eterna ha de ser nuestra amargura,que mi
postrer adiós que tu alma invocalo selles con un beso de
mi boca".

Con rabia, ciega, airada y
ofendida,-"No me hables más, – repuso la doncella
-sólo pretendes verme envileciday mancillarme tanto como a
aquélla.Te adoro con el alma y con la viday maldigo este
amor, pese a mi estrella,si hidalgo no eres ya ni caballeroni
debo amarte, ni escucharte quiero".

Manrique, entonces la cabeza
inclina,siente que se estremece aquel recinto,y sacando una daga
florentina,que llevaba escondida bajo el cintocomo un tributo a
la beldad divinaque amó con un amor jamás
extinto,altivo, fiero y de dolor deshechodiciendo
:-"Adiós, Leonor", la hundió en su
pecho.

La dama, al contemplar el cuerpo
inerteen el dintel de su mansión caído,maldiciendo
lo negro de la suerte,pretende dar el beso apetecido.Llora,
solloza, grita ante la muertedel hombre por su pecho tan
querido,y antes de que bajara hasta la puertala gente amedrentada
se despierta.

Leonor, a todos sollozando invocay les
pide la lleven al conventojunto a Manrique, en cuya helada bocaun
beso puede renovar su aliento.Todos claman oyéndola:
"¡Está loca!"y ella, fija en un solo
pensamientoconvulsa, inquieta, lívida y turbadacae, al ver
a su padre, desmayada.

Y no cuentan las crónicas
añejasde aquesta triste y amorosa hazaña,si
halló asilo Leonor tras de las rejasde algún
convento de la Nueva España.Tan fútil como todas
las consejas,si ésta que narro a mi le lector
extraña,sepa que a la mansión de tal suceso,llama
la gente: "El Callejón del Beso".

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

DEL ESCENARIO A LA
CELDA

IHermosa como la estrellade la
alborada de mayofue en Méjico hará dos
siglosdoña Ana María de Castro.

Ninguna logró excederleen la
elegancia y el garboni en los muchos atractivosde su afable y
fino trato.

Sus maneras insinuantes,su genio jovial
y franco,su lenguaje clara muestrade su instrucción y su
rango:

su talle esbelto y flexible,sus ojos
como dos astrosy las riquísimas joyas,con que
esmaltó sus encantos.

La hicieron en todo tiempola más
bella en el teatro,la mejor por sus hechizos,la primera en los
aplausos.

Los atronadores vivas,los gritos del
entusiasmosiempre oyó, noche por noche,al pisar el
escenario.

En canciones, en comedias,en
sacramentales autos,ninguna le excedió en gracia,ni le
disputó los lauros.

Doña Ana entre bastidoresera de
orgullo tan alto,que a todos sus compañerostrató
como a sus lacayos.

Las maliciosas hablillas,los terribles
comentarios,los epigramas agudosy los rumores más
falsos,

siempre tuvieron origensegún el
vulgo, en su cuarto,centro fijo en cada nochede los
jóvenes más guapos.

Allí en torno de una mesase
charlaba sin descanso,sin escrúpulos ni cotode lo bueno y
de lo malo.

Si la gazmoña chicueladel
marqués, ama a Fulano,y si éste le guiña el
ojoescondido en algún palco;

Si la esposa de un marinomira con
afán extrañoal alabardero Azunzaque de algún
noble está al lado;

Si el Virrey fijó sus ojoscon
interés en el patio,como en busca de un amigoque subiera a
acompañarlo,

sobre el último alborotode tal
calle y de tal barriocon alguaciles, corchetesmujerzuelas y
soldados

La actriz, risueña y
festivaoyendo tales relatos,a todos daba respuestascomo experta
en cada caso.

Algunos por conquistarsesu
pasión más que su agrado,sin lograr sus
esperanzasgrandes sumas se gastaron;

otros con menos fortunasólo
anhelaban su tratoviviendo como satélitesen derredor de
aquel astro.

Ana, radiante de gloria,miraba con
desenfadoa los opulentos noblesque eclipsara con su
encanto.

Y en la sociedad más
altacensuraban su descarocreyéndola una perdida,foco de
vicios y escándalos.

Mas no hay crónica que pongatan
duros juicios en claro,ni nos diga que a ningunose rindió
por los regalos.

Ella protegió conquistasde sus
amigos más francos,y quizá empujó al abismoa
los galanes incautos.

Astuta e inteligenteguardó en su
amor tal recatoque tan valioso secretono han descubierto los
años.

Se habla de un Virreyque estuvo de
doña Ana enamorado,mas la historia no lo afirmani puedo yo
asegurarlo.

Mujer hermosa y ardiente,de genio y en
el teatro,por la calumnia y la envidiatuvo medidos sus
pasos.

II

Por sabias disposicionesdictadas con
gran aciertolas actrices habitabanmuy cerca del
coliseo.

Este se alzó por entoncesentre
el callejón estrechoque del Espíritu Santollamamos
en nuestro tiempo,

y la calle de la Acequia,en los solares
extensosque hoy las gentes denominancalle del Coliseo
Viejo.

Y cerca, en vecina calle,que por tener
un colegiodestinado a las doncellas"de las niñas" llama el
pueblo,

las artistas del teatrobuscaron sus
aposentos,y de las Damas llamósea tal motivo
aludiendo.

Una noche gran tumultoturbó del
barrio el sosiego,a los más graves vecinoslevantando de
sus lechos;

los jóvenes elegantesformando
corrillo inmenso,seguidos de gente alegrey poco amiga del
sueño,

a la puerta de una casasu carrera
detuvieronacompañando sus trovascon sonoros
instrumentos

-"Serenata a la de Castro",dijo al
mirarlos un viejo.-¿Y por qué así la
celebran?preguntó un mozo indiscreto.

-¡Cómo por qué!
dijo alguno;el Virrey loco se ha vueltoy prendado de la
damaordena tales festejos.

-¿El Virrey?-Así lo
dicen.-¡El Virrey! -Ni más ni menos;y allí
cantan edecanes,corchetes y alabarderos.

-¿Será posible
?-Miradlos…-¡Qué locuras!-Y ¡qué
tiempos!-Los oidores están sordos.

-Al menos están
durmiendo.-¡Turbar en tan altas horasla soledad y el
silencio!

¡Y alarmar a los que vivencon
recato en los conventos!

-¡Y por una
mujerzuela!-¡Una farsanta que ha puesto,como a Job, a
tantos ricosque están limosna pidiendo!

-¿Y la Inquisición?-Se
calla.-¿Y la mitra?-¿Y el Gobierno?-Doña Ana
domina a todoscon su horrible desenfreno.

-¿Y es hermosa ?- Cual
ninguna.-¿Joven?-¡Y de gran talento!-Y con dos ojos
que viertenlas llamas del mismo infierno.

-Con razón con sus
hechizosvuelve locos a los viejos.-El Virrey no es un anciano.-Ni
tampoco un arrapiezo.

-Pero escuchad lo que dicencantando
esos bullangueros.-Es el descaro más grandetal cosa decir
en verso.

Y al compás de la
guitarravibraba claro el acentode un doncel que así
decíaen obscura capa envuelto:

-"¡Sal a tu balcón,
señora,que por mirarte me muero,piensa en que por ver tus
graciasel trono y la corte dejo".

– Más claro no canta un gallo.-
Y todos lo estáis oyendo.El Virrey deja su tronopor buscar
a la… ¡Silencio!

-¡Cómo está la
Nueva España!-¡Pobre colonia! -Me atrevoa decir que
no se ha vistocosa igual en todo el reino.

Y los del corro cantaban,y al fin todos
aplaudieronal mirar que la de Castroa su balcón
salió luego.

– "¡Vivan la luz y la gracia,la
sandunga y el salero!-Ya asomó el sol en
oriente.-¡Ya el alba tiñó los
cielos!"

Y doña Ana agradecidabuscando a
todos un premio,llevó la mano a los labiosy al grupo le
arrojó un beso.

Creció el escándalo
entoncesrayó en locura el contentoy volaron por los
aireslas capas y los sombreros,

Cerró su balcón la
dama,apagáronse los ecos,dispersáronse las gentesy
todo quedó en silencio

III

Con grande asombro se supo,trascurridas
dos semanasdesde aquella escandalosaaunque alegre
serenata,

que las glorias de la escena,los
laureles de la fama,el brillo y los oropelesde la carrera
dramática,

por inexplicable cambio,por repentina
mudanza,sin reserva y sin esfuerzotodo dejaba doña
Ana.

Y alguno de los que sabencuanto en los
hogares pasay que exploran con cautelalos secretos de las
almas,

dijo a todos los amigosde artista tan
celebradaque un sermón del Viernes Santoera de todo la
causa.

El padre Matías Conchoso,cuya
elocuente palabralos más duros corazonesconvirtiera en
cera blanda,

al ver entre su auditorioa tan
arrogante damaatrayéndose en el templode los hombres las
miradas,

habló de lo falso y brevesque
son las glorias mundanas;de los mortales pecadosde los que viven
en farsas;

de los escándalos gravesque a la
sociedad alarmacuando una actriz sin recatoincautos pechos
inflama;

y con tan vivos colorespintó la
muerte y sus ansiasy al infierno perdurableque al pecador se
prepara;

que la de Castro, temblando,cayó
al punto desmayadacon el hechicero rostrobañado en
ardientes lágrimas.

Sacáronla de aquel
templo,condujéronla a su casa,y temiendo que murierafueron
a sacramentarla.

Cuando cesaron sus males,y estuvo en su
juicio y sana,en señal de penitenciaresolvió dejar
las tablas;

y vendió trajes y joyas;y las
sumas que dejaranse las entregó a la Iglesiade su nuevo
voto en aras.

Entró después de noviciay
su conducta sin manchay su piedad y su empeñopor vivir
estando en gracia,

abreviaron sus afanes,la dieron
consuelo y calmay tomó el hábito y nuncael mundo
volvió a mirarla.

Fueron tales sus virtudesy sus hechos
de enclaustrada,que cuentan los que lo sabenque murió en
olor de santa.

Por muchos años mirósela
celda pequeña y blancaque ocupó en Regina Coelila
memorable doña Ana.

Y aun se conservan los murosde la
antigua estrecha casaen que vivió aquella artistaen la
"Calle de las Damas".

Pasó, dejando animosariqueza,
aplausos y fama,del escenario a la celda¡por la
salvación del alma!

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

LA CALLE DEL CALVARIO

IJoseph Ramírez
Dorantes,era, hablando con verdad,uno de los
estudiantesmás cumplidos y galantesde nuestra
Universidad.

Era de honrada ascendencia,su padre
cifró su afánen ilustrarlo a conciencia,y a
estudiar jurisprudencialo mandó de
Michoacán.

Vivió, cual es de
ordinario,sufriendo algunos rigores;y el centro universitariolo
nombró bibliotecariodel claustro de los
Doctores.

Fue una borla su esperanza,sin que de
la suerte impíatemiera aleve asechanza,y tan dado a la
enseñanzaque un Dómine
parecía.

Siempre a las contiendas hecho,amaba la
discusión,y en la mesa y en el lechoera un curso de
derechosu amena conversación.

En su memoria reunidas,con invisible
buril,se encontraban esculpidaslas leyes de las Partidasy del
derecho civil.

Era alegre y zalamero,decidor grato y
sin par,y en aquel claustro severoera en la misa el primeroque se
acercaba al altar.

¡Con qué entusiasmo
estudiaba!y era por su devoción,si a un santo se
celebraba,el que a llevar ayudabael palio en la
procesión.

Y a un tiempo afable y sencillo,lleno
de franqueza y fe,sin buscar aplauso y brillo,jugaba igual un
tresillocomo bailaba un minué.

Y así de todos querido,en lo
mejor de su edad,y por todos aplaudido,juzgábanlo el
consentidode aquella Universidad.

II

Locuaz, osado, altanero,de embozada
condición, era en el claustro severode Ramírez
compañeroRoque Manresa y Leén.

En estudiar diligente,cursando
Filosofía,era discreto y prudenteque en época tan
creyenteél ni en el diablo creía.

Del Génesis y el
Éxodoburlábase por igual,mas con tan discreto
modo,que le juzgaban en todosincero, adicto y
leal.

Eran ambos estudiantesalegres y
decidores,para los libros, constantes,y según fama,
galantesy atrevidos, en amores.

Nunca se les vieron huellasde asuntos
envilecidospor tenebrosas querellaseran terror de doncellasy
espanto de los maridos.

Y eran ambos celebradospor la grey
alegre .y francade capences y .encerrados,que no eran menos
osadosque aquellos de Salamanca.

Bautizados por. algunode chispa y de
buen humor,con un apodo oportunollamaban "El Tigre", al uno,y al
otro " El Inquisidor".

III

¡Tiempos tristes los pasados!el
rigor era la ley, cuando ilusos o engañadoseran los
hombres quemadosde orden de Dios y del Rey.

Cuando nunca se atendíael
derecho y la razón;y el que negaba o leíaiba a la
cárcel sombríade la Santa
Inquisición.

De aquel proceder severo,eran
testimonio y nota,pasmando a Méjico entero,tres sitios: el
quemadero,el cadalso y la picota.

El progreso en su carrerala picota
derribó,apagó después la hoguera,y tras su
llama postrerasólo el cadalso
quedó.

Mudo, terrible, imponente,como fantasma
servil,fue Méjico, independiente,y aun se asombraba a la
gentematando a garrote vil.

Se ve entonces de ordinario,a Lento
paso marcharpor la calle del Calvario,con hopa y escapulario,al
que van a ajusticiar.

Siempre el toque de agoníafue la
voz nunca turbadade aquella calle sombría,a cuyo extremo
se erguíala horca odiosa y odiada.

La calle a todos arredray en las noches
causa espanto;que allí el infortunio medra,y todos ven
cada piedrahumedecida con llanto.

En sus contornos obscuros,se oyen
gritos sofocados,maldiciones y conjuros,y cruzan cabe sus
murosespectros de ajusticiados.

El pueblo, que nada olvida,afirma con
frenesíque en la noche tan temidael alma de un
parricidasale a penar por allí.

Y que. no son devaneosver, al dar las
oraciones,sobre. el altar de los reoscomo terribles
trofeosluminosos .corazones.

Esa fúnebre capillaque enluta
eterno capuz,pues en ella nada brillaes tosca, pobre, sencillacon
un altar y una cruz.

Allí con solemne calmaentraba el
que fuera en poscomo mártir, de una palmaantes de entregar
el alma,en el patíbulo, a Dios.

Allí cada sombra
adquieremás luto y más lobreguezque el que en el
cadalso muere,allí reza el Misererepor la postrema
vez.

Allí causan a la
parcompasión, miedo y pavorfrente a la cruz, el pesar,la
horca frente al altar,frente a la horca, el
horror.

No hay. martirio que. no estalleen
sitio tan funerario,ni alma que allí no batalle,pues tal
capilla y tal calleconducen siempre al Calvario.

IV

Una. mañana, salieronManresa y
Ramírez juntos;larga charla mantuvieron,y entusiastas
discutieronsobre diversos .asuntos.

Un argumento, el mejor,que a los dos
les .preocupaba…y trataron con calor,era: ¿En qué
estriba el valor?y cada cual meditaba.

¿En desdeñar el abismoque
ante la muerte se ve?¿En luchar con fanatismo?¿En
dominarse a sí mismo?¿En ser invencible? ¿En
qué?

-En dominarse; ¿no es esaprueba
de gran valentía,con la dignidad ilesa?-Tal es mi
opinión, Manresa.- Ramírez, tal es la
mía.

-Pero hay casos en los cualestiembla el
hombre sin querer,pues son sobrenaturales..-Yo todos los juzgo
iguales,porque querer es poder.

-Te asiste razón y es
cierto;¿mas si llegas a miraren noche, en claustro
desiertoque se te aparece un muertoy que te pretende
hablar?

– Conseja, fútil conseja,que el
ánimo enfermo truncade un imbécil o una vieja,pues
el que la vanidad dejano vuelve a la vida nunca.

.- Los Santos Padres
dijeron,acuérdate, en un concilio…-Los Santos Padres
mintieronlos pobres no conocieronni a Tibulo, ni a
Virgilio.

– ¿Pero tú no juzgas
ciertossus relatos consagrados,que a firman los más
expertos?- Decir que vuelven los muertos,no es cosa de hombres
honrados.

-Siempre te encuentro de fiesta,no
pierdes tu buen humorni en una cuestión cual ésta,y
quiero hacer una apuestapara probar tu valor.

– Lo que quieras, nada temo;por bravo
no me reputo,pero soy digno en extremo;ni con los diablos me
quemoni con los muertos discuto.

Pues bien; te voy a decir,y no me hagas
un reproche,pues lo puedes discutir:no eres capaz de veniral
cadalso, a media noche.

-¿Pero qué, te has
figuradoque soy tan vil y cobarde?yo subiré a ese
tablado,aun estando el cuerpo heladodel que ahorcarán por
la tarde.

-Tan bravo no te creí.- Pues
sábelo; así soy yo,y de tal suerte nací.-
Pues yo te digo que no.-Y yo te digo que
sí.

-Ya que junto a la horca estamos,en
ella voy a ponereste libro que llevamos,y cuando las doce
oigamoslo vendrás a recoger.

-Ve a ponerlo, nadie tieneduda de mi
altiva fe,pues sin mancha se sostieneque la media noche sueney a
recogerlo vendré.

Y alegres los dos cruzaronlas calles de
la ciudadde otras cosas conversarony así contentos
llegaronhasta la Universidad.

V

Llegó la noche sombría;el
espacio se enlutaba; el viento horrible gemía;la lluvia
tenaz caíay el cielo relampagueaba.

Una promesa hecha entoncesera un pacto
temerarioesculpido sobre bronce;oyeron ambos las oncey se fueron
al Calvario.

Moviendo iguales sus piernascruzaron
por la ciudadque en esas noches eternassin lámparas ni
linternas,mostraban su soledad.

Pronto en el Calvario dieron;de la
capilla, al portalpor instinto se acogieron;surgió un
relámpago,y vieron el patíbulo
infernal.

– Voy por el libro y me esperas;y
así no me harás reproche.-Ve y vuelve cuando
tú quieras.

…………………………Y las
campanas austerassonaron la media noche.

El que se quedó,
veíamarchar con grave arroganciaal que al cadalso
partía,y apoco, tan solo oíasus pasos en la
distancia.

Luego un rumor sordo y
huecodespués un murmullo falsocomo el engaño del
eco,y enseguida un golpe secoen las tablas del
cadalso.

Con ansiedad sobrehumanael uno al otro
esperóy fue su esperanza vana,pues despuntó la
mañanay Manresa no volvió.

No volvió, porque tocaronsus
manos, en el incierto sitio,el libro que buscaron,y sintió
que lo tiraronde la capa y cayó muerto.

VI

No bien hubo amanecido,Ramírez
sube anhelante al cadalso aborrecido,y halló en las tabas
tendidoel cuerpo del estudiante.

Lleno de horrible
afliccióncuando a su mente se escapade la muerte la
razónencuentra sobre un tablón,prendida a un clavo,
la capa.

Y a varios que lo seguíanles
dijo el motivo justoy todos se convencían;-Sintió
que lo detenían.y es claro…¡murió del
susto!

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

LA CAJA MILAGROSA

I

Para honrar la siempre
limpiaConcepción Inmaculada en la hermosa y
opulentacapital de Nueva España,

un vecino muy devotoy de riquezas muy
vastas,trató de hacer un conventodigno de gloria tan
alta;

y comprando unos solares,y al rey
demandando gracia,logró dar cima a su anhelosin medir
riesgos ni vallas.

Llamábase aquel buen hombreJuan
Aguirre de Suasnaba,pródigo en las caridades,y en las
costumbres, sin tacha.

Cuando con gran regocijomiró su
obra comenzaday dio fin a los cimientosy forma a sus
esperanzas,

la segur, que no respetaglorias y
dichas mundanas,cortó el hilo de su vida,por cierto
envidiable y grata.

Tocó a sus más
allegadosheredar cuanto dejara,y ya ricos, no quisieronproseguir
obra tan santa.

Quedó en punible abandonola
nueva y costosa fábrica,sin que de ponerle
términose dijera una palabra.

Los dueños de la
fortunafuéronse a tierras extrañas,y nadie
creyó que hubiesequien a Aguirre
reemplazara.

Apagáronse de un soplolas
ilusiones doradasde cuantos vieron seguíadel nuevo templo
la fábrica.

Y en las más nobles familiascon
dolor se comentabala conducta de los deudosdel propio
interés avara.

Las pudorosas doncellasque con delicia
y con ansiasoñaron en vestir prontomanto azul,
túnica blanca,

y habitar del nuevo claustrola quieta y
feliz morada,al saber la triste nuevavertieron secretas
lágrimas.

En esos tiempos remotosdel mundo en la
mar sin playas,para encaminarse al cieloera el convento la
barca;

la celda, puerto y refugiode la vida en
las borrascas;y la fe, radiante estrella,nuncio y galardón
del alba.

En los tristes desengaños,en las
dudas más amargas,en la orfandad sin apoyoy el amor sin
esperanza,

cuando todos los doloresa un tiempo el
ánimo embargany la razón obscurecey las virtudes
desmayan,

el claustro fue la piscina,el
Jordán de frescas aguasen que encontraron aliviolos hondos
males del alma.

Y las vírgenes más
bellas,las azucenas más castas,en sus floridos abriles,en
su edad más dulce y grata,

encerrábanse en las celdascomo
en tumbas solitarias,viviendo en completo olvidosin ambiciones
bastardas;

y allí, sin decir a nadiela
historia de sus desgracias,era su ilusión la muertey el
martirio su enseñanza.

Tarde por tarde, iban muchosa ver en
desierta plaza,frente a la modesta ermitaque a nuestros tiempos
alcanza

los comenzados cimientosde la nueva
mansión sacraque iba a honrar la siemprelimpia
Concepción Inmaculada;

y para excitar el celode gentes ricas y
santasque con su cuantiosa haciendael monasterio
acabaran,

una fiesta organizóseinvitando a
la más altasociedad de la opulentacapital de Nueva
España.

II

En medio de gran gentíoun viejo
orador sagrado dice así con voz sonoray con inmenso
entusiasmo:

– "No es cierto que nadie quieraesta
obra llevar a cabo,que hay alguien a quien le sobranelementos
para el caso.

Allí escondido entre
muchosacierto a ver a mi hermano;lo conocéis casi todos,le
llaman Simón de Haro";

"es un minero muy rico,y es
además buen cristiano,y va a encargarse de todolo que
otros abandonaron".

"¿Que habrá que gastar
dinero?¡nada importa! ¡Tiene tanto!y además
pueden sus minasdarle cuanto es necesario.

El terminará el
convento,él lo hará, puedo jurarlo,y tal vez desde
mañanaocupe aquí muchos brazos".

Volvieron todos el rostroa don
Simón, contemplandoque estaba absorto y confusocon un
sermón tan extraño.

Y prodigándole encomios,y
apretándole la mano,por su decisión tan nobletodos
le felicitaron.

Sin dar a nadie respuesta,confuso,
atónito, pálido,al ver ya fuera del púlpitoa
quien movió tal escándalo,

fuése saliendo a su encuentrode
esta guisa a interpelarlo.- Si sabes que soy muy pobre,pues muy
exiguo es mi erario,

¿por qué de erigir
conventosme impones el duro encargocuando en mi caja no
quedanmás que muy pocos ducados ?

-Yo no he dicho una
palabra.-¡Estás loco! Te escucharontodos los que
aquí han venidoy que no son muy escasos.

– Pues te juro que no dijeni una
frase… -Has dicho tantoque todos me reconocencomo un rico nada
avaro,que va a construir el convento.

En esto pienso que hay algomisterioso,
incomprensible.-Lo que dijeron tus labiostodo el mundo lo
comprende.-Yo no lo he dicho.-Habla claro.

-Sospecho que las palabrasque oyeron
todos, hermano,las ha dicho por mi bocael mismo Espíritu
Santo.

– ¿Será posible ?-No
dudes,porque yo ni lo he pensado,y al decir que nada dijecon esta
verdad me salvo.

-Dios será quien te proteja.-Yo
estoy muy pobre y no guardoen caja sino muy poco,ven a ver mi
caja.-Vamos.

De don Simón a la casabien
pronto se encaminaron,y abriendo una tosca puertaentraron a
húmedo cuarto.

Vieron los dos una cajaabandonada en un
ángulo,forrada en vetusto cueroy llena de toscos clavos.La
abrió don Simón, y al puntosaca con su propia
manocerca de catorce durosque allí estaban
encerrados.

– ¿Basta para un monasterioeste
pequeño puñado?Y antes de que a tal pregunta
dierarespuesta su hermano,

dentro de la antigua cajaoyeron un
ruido extrañoy los espantados ojosa un tiempo volvieron
ambos.

De escudos limpios y
hermososhalláronla rebosando,y postráronse de
hinojosabsortos de aquel milagro.

Vaciáronla varias veces,y en
cada vez la encontraronllena de nuevas monedasque arrojaba ignota
mano.

-Con esto se hará el convento.-Y
la obra llevaré a cabo.-Alabemos a la Virgen,-Y al
Señor tres veces santo.

Con lágrimas en los ojosy
trémulos y rezando,el clérigo y el minerosalieron
al fin del cuarto.

Se dio principio a las obras,y en menos
de quince añosse alzó el templo y el conventode la
Concepción llamado.

Y en el espléndido coro,las
monjas siempre guardaron,como caja milagrosa,portento admirable y
raro,

la que durante las obrassola se estuvo
llenandohasta que la ultima piedrase puso en el templo
santo.

Y esta conseja la citanhaciendo
mención del casoautores que en nuestros tiempospasan por
doctos y sabios.

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

LA CALLE DE LA
CADENA

Aún estaba conmovidoel bajo
pueblo de Anáhuacrecordando el fin postrerode los dos
hermanos Ávila;

aún al cruzar por las nochesla
anchurosa y triste plaza,al mirar en pie las horcaslas gentes se
santiguaban;

y aún en algunos
conventosrezábanse las plegariasa fin de que los
difuntoslograsen salvar sus almas;

cuando un pregón le
decíaa la curiosa canallaque por atroces delitos,que por
pudor se callaban,

iba a ser ajusticiadopor voluntad del
monarcaun negro recién venidocon un noble a Nueva
España.

Como se anunció la fechala gente
acudió a la plaza,en tal número y desordenque un
turbión asemejaba,

porque en los terribles casosen que la
justicia matala humanidad se desvivepor mostrar que no es
humana.

Desde que lució la
auroraacudió la gente en masay muchos allí
durmieronesperando la mañana.

Mirábanse a los verdugosque el
cadalso custodiabanya con los rostros cubiertoscon una insultante
máscara.

El sol estaba muy alto,la gente con
vivas ansias,los verdugos en acechoy los soldados en
guardia;

y ninguno suponíaque el acto
aquel se frustraracuando de mirar al reoperdieron las
esperanzas.

De pronto, a galope llegaun
dragón junto a las tablasdel cadalso, y con algunode los
centinelas habla.

Los verdugos, para
oírlodescienden la escalinata,y corre un rumor que
anunciaque la ejecución se aplaza.

El toque de los clarinespronto anuncia
retirada,y en diversas direccionesplebe y soldados
marchan.

Hay disgusto en los semblantesde
mozuelas y beatas,pues como a ninguno ahorcaronhan perdido la
mañana.

Y se resienten de versepor el
Pregón engañadas,y viendo solo el cadalso,rezan,
murmuran y charlan.

Los curiosos insistentesque averiguan
la causadel retardo, al fin descubrenlo que nadie se
explicaba.

Cuentan que trayendo al negrode San
Lázaro a la plaza,cuando apenas por orientese
vislumbró la mañana,

cercado por alguacilesy por mucha gente
armada,bebiéndose de amargurasus propias, ardientes
lágrimas,

con voz fúnebre pidiendoque
hicieran bien por su alma,un sacerdote entregadoa cumplir siempre
estas mandas;

mirando a todas las gentesen balcones y
ventanasdarle el adiós postrimeroentre llantos y
plegarias.

El negro que parecíade susto no
tener alma,cruzó por una callejatan angosta como
larga,

donde entre humildes
jacalessurgía como un alcázarun caserón de
tezontlecon paredes almenadas,

con toscas rejas de hierroen forma de
antiguas lanzas,con canales cual cañonesque el alto muro
artillaban,

y bajo el vetusto escudode
ininteligible heráldicaun ancho portón forradode
gruesas y obscuras láminas;

teniendo como atributoque las gentes
veneraban,una cadena de acero burda,negra, tosca y
larga.

Con sus ojos que vertíanraudales
de vivas llamas,mira el negro de soslayoaquella ostentosa
casa,

y sin que evitarlo puedanlos cien que
lo custodiabantan ligero como un rayodel centro se les
escapa,

gana de un salto la acera,se arrodilla
en la portaday cogiendo la cadenaen las dos manos, con
ansia

grita con voz que pareceun rugido:
"¡Pido gracia!¡Pido gracia a la noblezade nuestro
amado monarca!"

Y corchetes y alguacilesy arcabuceros y
guardiasse quedaron asombradosy sin responder
palabra.

Porque sabido de todos eraque en
aquella casa vivíaun señor de abolengoentre los
grandes de España,

que por fuero de linajeen sus
títulos estabatener cadena en su puertay pendón en
la fachada.

El reo que esa cadena,por su fortuna
tocaraal marchar para el cadalso,de la muerte se
libraba.

Y el negro, que esto sabía,tuvo
la fortuna extrañade alcanzar tal privilegioque otro
ninguno lograra.

Mirando lo sucedido,nobles, corchetes y
guardias,con gran susto de la escenano siguieron a la
plaza,

pues tornaron al presidiola
víctima afortunada;al Virrey le dieron partey todo
quedóse en calma.

Hoy sólo existen los murosde la
mansión legendaria,sin huellas de las almenasni escudo de
la portada.

Y dicen los que lo saben,doctos en
antiguas causas,que la angosta callejuelade "La Cadena" hoy se
llama.

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

LA CALLE DE XICOTENCATL

I

Cuando al formidable empujede la
justicia del pueblo, el joven príncipe
Hapsburgosubió al cadalso en
Querétaro,

al recoger su cadáversobre el
memorable cerroen cuyas peñas abruptassaltó en
astillas un cetro,

se ordenó que embalsamaranlos
inanimados restos,por si en la tierra nativales daban tumba sus
deudos.

Y era de mirarse el cuadrograve,
imponente y siniestro,que por su humilde grandezano olvidan los
que lo vieron.

Sobre la bruñida plancha,tendido
el desnudo cuerpo,plumón de cisne en lo
blanco,marmórea estatua en lo yerto;

abierta la barba rubiaen dos gajos
sobre el pecho;cual turquesas empañadaslos tristes ojos
abiertos.

Surcando azulosas venasla frente de
marfil terso,mostrando en ligeros surcoscongelado el
pensamiento.Lacio tocando la piedrael áureo escaso
cabello,alisado en otros añospor manos que están
muy lejos.

Rojas, profundas heridasdispersadas en
el pecho,por donde entraron las balasy se escaparon los
sueños.

Inertes los largos brazos,como
abandonados remos,y en las manos insensiblesalgo crispados los
dedos.

En las piernas las señalesde
haber mantenido el cuerpolargas horas sobre el ágilcorcel
de los campamentos.

Y en el extraño
conjuntodespertando los recuerdosde Rubens, cuando pintaraa
Cristo desnudo y muerto.

II

En una ciudad que ha sidopor muchos
meses el centrode encarnizados y horriblescombates a sangre y
fuego,

por más que sobró
periciano abundaron elementospara sin tacha ningunaungir el
cadáver regio,

y a reparar menoscabostrajéronlo
pronto a Méjico,sobre los frescos escombrosdel ya
desplomado imperio.

En tierra de Moctezumael
príncipe entró de nuevo,no sobre augusta
carroza,sino encerrado en un féretro.

De nuestra ciudad las llavesninguno le
dio a su encuentro,ni su retorno anunciaronlos heraldos
palaciegos.

En las sombras de la noche,por rudas
tablas cubierto,sin ser por nadie esperadoy sin visible
cortejo,

entró en vetusta capillael
ataúd, pobre y negro,y en tosca mesa de pinoquedó
en solemne aislamiento.

Una lámpara que ardíatoda
la noche en el templo,lanzaba sobre la cajasu fulgor
amarillento,

y en las elevadas bóvedas,como
tristes agoreros,con sus fúnebres graznidosse quejaban los
mochuelos.

Las místicas esculturassemejaban
con su aspectodolientes que acompañaranla soledad de aquel
cuerpo.

Sobre el ataúd cerníansu
augusto, impalpable vuelo,los fantasmas de otros mundosque en
otros siglos vivieron:

Carlos Quinto, con sus pompasde un sol
sin ocaso dueño,surgió con su egregia Cortepara
velar a su nieto.

La noble María Teresacon sus
infinitos duelos,en la frente del Hapsburgodepositó helado
beso.

Sola estaba la capilla,solo el
misterioso féretro,solos los tristes altaresde aquel
recinto severo,

y dentro de aquella caja,solo y
rígido durmiendoun soñador de treinta
añosfatua luz de un breve imperio.

Allá detrás de los
maressolo el castillo risueñoque el Mediterráneo
bañacon ondas de azul sereno.

Sola, en el antiguo mundo,loca de
amargura y duelo,la esposa joven y hermosa,que en vano espera a
su dueño:

y fuera de la capilla,en una calle de
Méjicoque de San Andrés se llamay donde estaba
aquel templo,

la indolente muchedumbre,sin pensar en
el rey muerto,elevaba los cantaresde un rey inmortal: el
pueblo.

Al par que mamá Carlotase
cantaban los Cangrejos,y alzando hosanna a Juárezdaban
vivas a Escobedo.

Era muy negra la noche,era muy
lúgubre el viento,la ciudad aun no salíade los
espasmos del miedo.

Y allí estaba aquel
cadáver,limpia la faz, roto el pecho,como una
lección terrible,como un inmortal ejemplo,

de que la ambición
engaña,de que deslumbra el ensueñoy de que fue una
tragedialo que se llamó un imperio.

Yo era muy joven, muy joven,y el
corazón en mi pecholloraba la dura ausenciade mi
único Dios terreno;

de mi padre, que ni un
díamientras que tuvo un aliento,dejó, con honda
amargura,de llorar por aquel muerto.

III

El sabio a quien encargóseel
nuevo embalsamamiento era del ilustre Juárez,al par que
amigo, su médico.

No bien con expertas manosligó
los inertes miembros,dejó, por secar las vendas,suspendido
al aire el cuerpo.

Pendiente de los dos hombrosen un arco
de aquel templo,y con los ojos de esmalteretando al abismo
negro,

solo quedó el
soberano,rígido como de acero,con olorosos barnicesmojando
a sus pies el suelo.

Y cuentan que en una nochea
Juárez dijo su médico,más bien que en tono
de súplicaen son de dulce consejo:

"No quiero encerrar al
príncipepara siempre en otro féretroantes de que,
de mi brazo,vayáis vos a conocerlo.

Y Juárez cedió a la
oferta,y esa noche, en silenciollegó al misterioso
sitioconversando a paso lento.

Dos lámparas encendidasmal
alumbraban el templo,y en la penumbra del fondose destacaba aquel
muerto.

Aviváronse las lucesy
bañó un fulgor intensoel rostro color de cera,los
ojos color de cielo.

Juárez se acercó
impasibleen holgada capa envuelto,sin dar señales
ningunasde angustia o desasosiego.

Y de pie frente al
cadáverclavó en él sus ojos negrosy se lo
quedó mirandocon su semblante de hierro.

Un diálogo sin palabrasse
entabló en aquel momentoentre el rey ajusticiadoy el
justiciero de un pueblo.

Una parvada invisiblede profundos
pensamientosde la frente de aquel vivovoló a la frente del
muerto.

Mas no se turbó su rostro,ni sus
labios se movieron,ni cruzó por sus pupilasrayo de placer
o duelo.

Y después de haber
estadocontemplándolo en silencio"Ya lo vi -dijo en voz
baja,el vendaje aún no está seco".

Y tomando por el brazo,cual de
costumbre a su médico,sin hablar de aquella
escenasalió de allí a paso lento.

La eternidad insondablequedó
atrás en el temploy ella oyó el diálogo
mudode aquel vivo v aquel muerto.

IV

Pasados breves los mesesy a sus patrios
lares vuelto, el príncipe infortunado,sin corona y sin
aliento

conmemorando su muerteen junio, en el
mismo templo,congregarse a llorarlono pocos de sus
adeptos.

Escándalo
semejantedespertó en aquellos tiempostempestad de
desazonesy amargos resentimientos.

Y en masónico banquete,en un
solsticio de invierno,frente del ilustre Juárez,y ante un
auditorio inmenso,

un liberal de renombrey de
carácter enérgico,adalid de la Reformay hombre de
acción y talento,

pidió, sin temor a nadie,que se
derribara el temploponiendo manos a la obraen aquel mismo
momento;

y dos horas no pasaronsin que con
extraño estruendolas piedras se desgranarandel muro al
golpe del hierro.

Derribada la capilla,se abrió la
calle que hoy vemos"de Xicotencatl" llamadaen honor de un
héroe egregio.

Juan de Dios Peza (México,
1852-1910)

EL CACAHUTAL DE SAN
PABLO

I

Casi mediando por filoel siglo
decimosexto,pues sólo faltaba un añopara diez
lustros completos,un pregón del Santo Oficiopuso en gran
alarma a Méxicoasombrando a la noblezay a la plebe dando
miedo.Iban a ser conducidoscon gran pompa al Quemaderomás
de cien penitenciados,de grandes crímenes
reos.

Herejes y judaizantes,desde largo
tiempo presos,y firmes en las doctrinasde Moisés y de
Lutero,de sus terribles sentenciasfijado el lúgubre
términopronto como relajadosiban a ser un ejemplo,una
sagrada enseñanza,prueba, verdad y escarmientode que los
hijos del diablodeben morir en el fuego.

Partes: 1, 2, 3, 4
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