Presencia e Influencia Británicas en la Independencia del Río de la Plata (página 3)
2) Que durante la reunión del Congreso y la
consiguiente erección de un gobierno federativo
permanente, que actuaría en nombre del Rey
Católico, Inglaterra deberá prestarle toda su
protección y asistencia mediante una declaración
pública, pero, sino lo hiciera, por los inconvenientes que
esta actitud le acarrearía, bastaría una secreta
convención, recibiendo Gran Bretaña como justo
precio de esta amistad, todo el beneficio o favor que la gratitud
nacional quisiera ofrecerle o se le pidiera al gobierno por sus
comerciantes. Espero que me perdone SS. que mencione este acuerdo
que me propuso: de que esos compromisos fueran concluidos en
Río de Janeiro por medio de una persona delegada del
Congreso y por el Ministro de SM. en esta corte, en quien los
principales miembros de esa Junta han depositado sus
confidencias.
3) Que el gobierno británico debe proveerles de
un socorro en armas consignadas al ministro de S.M. al comandante
en jefe de Río de Janeiro, pero si este procedimiento
fuese incompatible con la política presente de Gran
Bretaña hacia España, no habría
inconveniente en utilizar personas privadas, para conducir el
armamento a Sud América.
4) Que el ministro de S.M. ante esta corte debe utilizar
todos los medios posibles para prevenir al gobierno
brasileño se abstenga de realizar movimientos militares en
la frontera española, con el fin de no crear recelo alguno
en el pensamiento de los nativos.
S.S. debe fácilmente comprender la incomodidad
que el suscripto sentía, de realizar esta conferencia con
una persona desconocida que actuaba como delegado de un gobierno
que mi corte no ha reconocido. Pensé, sin embargo, que
nada se ganaba con la espera de la legitimación de este
gobierno, problema que implicaría como es natural, una
larga correspondencia y que, por otra parte, ya era imposible
remediar lo sucedido y, por lo tanto, era más útil
que conferenciara francamente y sin reservas con esta persona,
aclarando que mis sentimientos debían ser considerados con
un carácter meramente privado, por cuanto no tenía
ninguna autorización oficial para hablar en nombre del
gobierno de S.M.
Hecha esta aclaración respondí a la
primera proposición, expresando mi creencia de que Gran
Bretaña nunca emplearía su poderío para
obligar a un país lejano a recibir determinada forma de
gobierno que le fuera desagradable o perjudicial y, mi
convicción personal, de que tampoco consideraba sus
relaciones nacionales tan estrechas con España, como para
tener la obligación de adherirse a sus hostilidades con
sus colonias. En respuesta a su segunda proposición
observé que sería recibido con gran
beneplácito el proyecto de abolir las restricciones
coloniales sobre el comercio y de acordar a Gran Bretaña
los beneficios que se podrían derivar de una íntima
conexión con Hispano América; sin embargo,
solamente podría considerar a esta proposición ad
referéndum, lo cual no tardaría en comunicarlo a mi
corte, esforzándome en presentarlo bajo el aspecto
más favorable y tan pronto, como recibiera alguna
seguridad se aplicarían estas decisiones con la mayor
rapidez. Este propósito alejaría toda clase de
dificultades en esta materia e incrementaría el comercio
de los súbditos británicos en las colonias
españolas.
Con respecto a las armas, expresé mi
opinión que por diversos problemas sería
inconveniente para el gobierno de S.M. fletar cargamentos de ese
carácter en los momentos actuales y le aconsejé
cordialmente que podía adquirirlas por intermedio de los
comerciantes particulares. Mediante esta respuesta el gobierno de
S.M., me parece, se ahorraría el inconveniente de la
solicitación, a la cual, posiblemente no podría
acceder.
En cuanto a los temores sobre las actitudes hostiles por
parte de esta corte (la de Portugal en Brasil), le
declaré, que no existía ninguna razón para
pensar en ellas y, le aseguré, que me esforzaría en
inducir al Príncipe Regente a respetar la tranquilidad de
sus vecinos hispano americanos, mientras conservaran la autoridad
de su legítimo soberano, absteniéndose de realizar
actos que provocaran la suspicacia o alarma de esta
corte.
Había terminado esta conversación-
continuaba Lord Strangford- cuando recibí una
invitación del Príncipe Regente a palacio. Su
Alteza Real se había enterado también de la noticia
procedente de Buenos Aires y, por cierto, no parecía muy
alarmado o afectado por ello. Me aseguró que su conducta
respecto a los hispano-americanos estaría totalmente
guiada por la de S.M. Británica, a cuya política
estaba determinado seguir estricta y escrupulosamente en todas
las vicisitudes.
El lenguaje del conde de Linhares (a quien vi
luego) fue enteramente distinto. Me pareció regocijado por
la oportunidad que le brindaba el nuevo instante político,
para concretar ahora sus antiguos proyectos de extender las
fronteras portuguesas a la margen norte del Río de la
Plata y al Paraguay. Me expresó reiteradamente la alarma
que el Príncipe Regente había sentido como
consecuencia del proceso revolucionario de las colonias
españolas y su determinación de justipreciar
él mismo la oportunidad de restaurar los antiguos
límites de los dominios en esta parte del mundo y su
intención de dirigirle una nota sobre el tema para ser
presentada ante el gobierno de Su Majestad por la absoluta y
urgente necesidad de interponer una fuerte y natural barrera
entre los Estados del Brasil; sus vecinos democráticos. Y
así fue, en efecto, pues de acuerdo con sus deseos la
noche pasada recibí la anunciada nota, cuyo texto tengo el
honor de incluir en el presente despacho.
S.S. probablemente no esté enterado que la idea
de extender la frontera brasileña al Plata y Paraguay ha
sido desde hace tiempo el proyecto favorito de la Casa de Souza y
que, el conde de Linhares en particular ha actuado esforzadamente
para procurar este propósito.
A la influencia de estos principios es que requiero de
S.S. aprecie las exageradas declaraciones de la nota del conde de
Linhares sobre los recelos del Príncipe Regente, como
consecuencia de los últimos acontecimientos de Buenos
Aires. Puedo asegurar a S.S., que estos recelos no son de la
amplitud descripta y, estoy seguro, que al presente no hay causa
aparente de alarma.
Probablemente pase mucho tiempo antes que Montevideo y
los distritos que de él dependen y los intermedios entre
el Río de la Plata y la frontera brasileña sean
inducidos a sumarse al proceso de Buenos Aires y, por cierto,
pasará mucho más, antes que este gobierno rompa
toda alianza con Fernando VII y establezca un sistema enteramente
independiente, por lo tanto, no existe razón atendible
para suponer una propagación inmediata de los principios
revolucionarios en los territorios brasileños.
Temo, además, que S.S. se vea expuesto a cierta
presión por el caballero de Souza que, indudablemente, se
esforzará por todos los medios posibles para inducir al
gobierno de S.M. a secundar este proyecto tan adicto al
sentimiento de sus hermanos.
S.S. podría, mientras tanto, ayudarme en mis
esfuerzos para prevenir a esta corte de realizar cualquier acto
en este sentido hasta que se me dé a conocer los deseos de
S.M. en este asunto.
Tan pronto como recibí del Príncipe
Regente la seguridad de sus intenciones pacíficas hacia el
gobierno de Buenos Aires, procedí a contestar la carta que
he recibido de esa ciudad. Tengo el honor de incluir una
copia de mi respuesta y confío que S.S. no verá en
ella ningún giro o expresión reprochable.
Está fundada en los mismos principios que dictaron
mi opinión con el agente diplomático. Creí
necesario hacer constar en ella una expresión muy clara de
mi pensamiento sobre el francés Liniers, tan
inmerecidamente popular en Buenos Aires. Esa carta fue enviada en
un transporte con destino al Río de la Plata.
No puedo concluir este despacho sin mencionar a S.S. que
la partida de los buques de SM. Presidente y Bedford, ha reducido
la fuerza naval en esta costa a un solo barco de batalla y a un
sloop de guerra, que está estacionado en el Río de
la Plata. Es asunto de gobierno de S.M. decidir el momento que
estas costas requieran aumentar su protección y hasta
dónde; el desagrado expresado por el Príncipe
Regente puede ser tenido en consideración para llamar a la
escuadrilla. Pero me apresuro a aconsejar a S.S. que en las
presentes circunstancias por las que atraviesan las colonias
españolas hacen importuna una demostración de
fuerza naval en esta parte del mundo. Y, también deseo
observar a S.S. que en este momento estoy desprovisto de medios
de comunicación con el gobierno de S.M. y con el
Río de la Plata y esto, en un instante tan cargado de
importantes acontecimientos y que puede acarrear los más
serios inconvenientes, agravado por el tráfico escaso de
paquebotes a este lugar. Espero que SS tendrá en
consideración el enviar un o dos cutters a esta
estación con el propósito de facilitar la
correspondencia oficial del Ministro de SM.
Tengo el honor de saludar a SS con el mayor respeto.
Su más obediente y humilde servidor.
[62]
La Revolución de Mayo en el relato de
Alexander Mackinnon
Alexander Mackinnon, comerciante inglés residente
temporario de Buenos Aires escribía a su vez al secretario
de Estado del Departamento de Relaciones Exteriores de Gran
Bretaña, informándole sobre lo que ocurría
en Buenos Aires; de lo que extractamos lo siguiente:
La carta es interesante, por los puntos de vista que se
expresan, además de la asumida función de
informante no oficial del servicio exterior inglés, por
parte de quien aparentemente solo era un comerciante; no obstante
como muchos de sus colegas, parte interesada en los procesos que
en definitiva aseguraban el predominio británico en el
Río de la Plata.
Buenos Aires, 1º de junio de
1810.
El pueblo de esta ciudad (Buenos Aires)
está perfectamente informado de los reveses de
España y convencido que su fin está
decidido.
Los patricios y criollos ansiosos de libertarse del
estado de opresión y exclusión de cualquier puesto
de honor y provecho, que tan injustamente se les impide
participar a causa de las intrigas y ser suplantados por personas
venidas de España, hallándose excluidos de tratos
comerciales con Europa, han tenido varias reuniones secretas
desde hace dos semanas atrás y han llegado a la
resolución de que estando la madre patria perdida, el
superior gobierno de la España monárquica, ha sido
disuelto en Sevilla, de modo que la nueva organización,
fue un acto compulsivo del pueblo, desconociendo las autoridades
nombradas por la junta de Cádiz, como inexistente en este
hemisferio.
Los magistrados, comandantes de cuerpos militares y
algunos de los principales habitantes se consultaron mutuamente y
decidieron que el poder del virrey debía cesar, ellos le
comunicaron estas opiniones a él y su excelencia el virrey
aceptó esta determinación.
Una reunión compuesta de los principales
habitantes y propietarios se reunió en asamblea en el
palacio del Cabildo el veintidós de mayo y después
de una deliberación de alrededor de doce horas, los votos
de una gran mayoría decidieron la disolución del
viejo gobierno y que uno nuevo debía formarse constituido
por magistrados y la voz del pueblo: durante el curso de la misma
noche y el día siguiente, se había elegido al
virrey como presidente y otras cuatro personas fueron nombradas
para formar una junta provisional en nombre del rey Fernando
VII.
Los honores y nombramientos agregados al virrey,
debían ser continuados en don Baltazar [Hidalgo] de
Cisneros como presidente. Este convenio sin embargo dio un gran y
general descontento, por cuanto la elección había
sido hecha por los magistrados, sin consultar la opinión
de los calificados habitantes.
El descontento que se fermentó entre los criollos
patricios, había llegado a un punto serio durante el
veintitrés de mayo y toda esa noche, y fue necesario que
se recomendara mucha prudencia para evitar que ellos cometieran
actos de violencia.
Estas son consecuencias naturales inseparables en las
vicisitudes de un violento cambio de gobierno; en todos los
cambios populares debe haber una considerable agitación en
proporción a la diversidad de opiniones y de intereses
afectados y el temperamento de las partes, para allanar este
turbulento espíritu y satisfacer la expectativa de los
mejores criollos, otra junta ha sido nombrada constituida por las
siguientes personas: don Cornelio de Saavedra, como presidente y
comandante de las fuerzas; don Juan José Castelli, vocal;
don Manuel Belgrano; don Miguel Azcuénaga, don Domingo
Matheu, don Juan Larrea, y don Mariano Moreno, como
secretario.
La población en general está ahora
contenta con este nombramiento, que ha sido publicado por un
bando impreso o proclama y otras formalidades. Se declara que
éste es un gobierno provisional asumiendo la
dirección de los asuntos sin intentar por el momento
cambiar o abolir algunas de las leyes fundamentales excepto
aquellas que excluyen los patricios o nativos de llenar cargos
públicos.
Esta junta debe comunicarse con los demás
gobiernos de Sudamérica y consultar juntos qué
sistema debía desde ahora en adelante implantar para
establecer una confederación general. Ninguna tentativa ha
sido hecha por parte alguna para quitar de sí su finalidad
a su infortunado monarca Fernando VII; pero los viejos
españoles que son poquitos en número y muy
impopulares para atentar cualquier oposición, están
verdaderamente enojados y mortificados.
Ellos se animaron a manifestar abiertamente su
desaprobación con la medida adoptada, y no pocos de ese
limitado número estarían dispuestos, aún, a
complotarse con Napoleón en términos ventajosos,
para poder guardar sus relaciones y mantener el sistema de
monopolio exclusivo con la vieja
España….
Cuando alguna persona de distinción me ha hecho
preguntas y ha pedido mi opinión al respecto, he
contestado que el gobierno británico había expuesto
ante la faz del mundo que estaba en favor de la causa y
confirmado por un manifiesto público y por la más
activa cooperación.
Esas solemnes promesas de nuestra nación y la
conocida constancia del carácter personal de nuestro Rey
son fuertes seguridades de la línea de conducta que
Inglaterra proseguirá.
Me satisface poder informarle, para el crédito de
nuestros compatriotas, que en medio de estos cambios y
conmociones, ninguno de ellos, por lo menos, hasta donde yo he
sabido, ha tomado parte en los procedimientos, y en general no
han expresado ninguna decisiva opinión al
respecto.
Mientras tanto me alegra decir que tenemos
seguridades del nuevo gobierno de protección, de amistad y
los «privilegios» de los demás
habitantes.
Le envío con ésta todos los documentos
numerados uno al siete que han sido publicados respecto a estos
cambios.
Tengo el honor de ser con el mayor respeto su más
obediente y humilde servidor.
Alejandro Mackinnon.
Al secretario de Estado del Departamento de Relaciones
Exteriores de su majestad.
[Endosada] Buenos Aires 19 de junio de 1810.
Míster Mackinnon, siete adjuntos. Registrada el 6
de agosto de 1810.[63]
Capítulo 5
Londres, objetivo
diplomático del novel gobierno de las Provincias
Unidas
"La cosa está hecha; el clavo está
puesto, Iberoamérica es libre; y si sabemos dirigir bien
el negocio, es inglesa". George Canning
Desde el comienzo del proceso iniciado en 1810, el
gobierno de Buenos Aires buscó afanosamente el respaldo de
Londres. Así, en el oficio del 28 de mayo de ese
año, la Primera Junta le explicó a lord Strangford,
ministro británico en Río de Janeiro, los motivos
que determinaron su instalación, asegurándole que
era su propósito conservar estas posesiones para el rey
cautivo Fernando VII contra las ambiciones de Napoleón
Bonaparte. Strangford contestó el 16 de junio que
apreciaba la declaración de fidelidad a Fernando VII por
parte de la Junta porteña.
Strangford añadió (como lo comentamos
antes) que debido a esta actitud prudente de Buenos Aires el
gobierno británico no tenía inconveniente en
relacionarse con la capital del ex virreinato. Al mismo tiempo el
diplomático británico aconsejó a la Junta
que evitara toda relación con los franceses y que no diera
motivos al resentimiento del reino de Portugal de cuyos
sentimientos pacíficos respondía.
A partir de este momento las relaciones de la Junta
porteña con lord Strangford se hicieron tan cordiales que
por varios años éste se constituyó en el
consejero confidencial del gobierno de Buenos Aires. Strangford
interpuso su influencia en los momentos más
críticos, mediando en el conflicto entre el gobierno
revolucionario de Buenos Aires y el realista de Montevideo, y
posteriormente en el conflicto por la Banda Oriental con Portugal
y luego con el Imperio del Brasil, que perjudicaban seriamente
los intereses mercantiles británicos. Además
Strangford facilitó los viajes de los primeros emisarios
de Buenos Aires a Brasil y Londres, a pesar de que éstos
todavía no tenían reconocimiento externo. En
agradecimiento a tan importantes servicios, el Cabildo de Buenos
Aires confirió a lord Strangford el título de
Ciudadano de las Provincias Unidas, honor que el británico
declinó por considerarlo incompatible con su investidura
de ministro extranjero.[64]
Consecuentemente, Gran Bretaña adoptó una
actitud prudente respecto de la cuestión del
reconocimiento de las Provincias del Río de la Plata. Esta
actitud prudente de la diplomacia británica en el tema del
reconocimiento y en sus relaciones con España llevó
al Foreign Office a desalentar los ambiciosos proyectos abrigados
por la Corona portuguesa instalada en Río, en referencia a
la anexión del Río de la Plata. Esta actitud de la
diplomacia británica de no dañar los intereses
españoles (al menos visiblemente) quedó claramente
definida en una carta de 1812 enviada por Castlereagh a
Strangford. Decía Castlereagh:
"En cualquier comunicación futura que V.E. dirija
al Gobierno local de Buenos Ayres, podrá asegurarse que
esta línea de conducta ha sido adoptada por S.A.R. el
Príncipe Regente, y que al mismo tiempo hace valer su
influencia ante la Corte de Brasil a fin de procurar que las
tropas portuguesas evacuen los territorios españoles,
(…). V.E. les expondrá cuánto más
honorable y ventajosa sería esta política -siempre
que, como confiadamente lo espera S.A.R, pueda asegurarse a los
Españoles Americanos que participarán libremente y
sin restricciones de todos los privilegios del pueblo
español-, que la política de la separación
de la Madre Patria que los dejaría con una independencia
nominal, pero dispuestos a ser, tras un largo período de
guerras civiles e insurrecciones internas, la presa de sus
propias facciones y conciudadanos ambiciosos o de invasores
extranjeros".[65]
Otra ilustración de la estrategia
británica frente al Río de la Plata y de las
consideraciones que la inspiraban es la carta de Strangford a
Castlereagh, enviada el 14 de marzo de 1815. Strangford afirmaba
que:
"Estaba seguro que podía aventurarme a decir que
si Inglaterra no había desempeñado un papel
más activo y decidido en esta cuestión, no era por
falta de voluntad o consideración por los intereses de la
América del Sur, sino porque todos los principios de la
buena fe y del honor nacionales le impedían tomar
cualquier acción que pudiera tener el menor aspecto de
estimular la separación de las Colonias de la Madre
Patria; que no estaba en forma alguna dispuesto a manifestar
cuál sería la política que los sucesos
futuros aconsejarían adoptar; pero que mientras tanto
concebía que el medio más seguro de que el Gobierno
de Buenos Ayres se hiciera acreedor, en adelante, a la
protección y buenos oficios de Gran Bretaña, en
caso de que quisiera o estuviera autorizada para emplearlos,
sería perseverar en el mismo sistema de moderación
y prudencia que había caracterizado la conducta ejemplar
del Director Posadas, y seguir exteriorizando el mismo e
invariable deseo de llegar a una reconciliación con
España en condiciones justas y
honorables".[66]
Varios factores externos e internos confluyeron para que
el Foreign Office adoptara una actitud de prudencia en un tema
crucial para el gobierno de Buenos Aires. Entre los primeros
figuraba a partir de 1813 la cada vez más segura
posibilidad de retorno de Fernando VII al trono español, y
con su regreso, el envío de expediciones a América
para sofocar las revoluciones y restablecer la autoridad hispana
en la región. Entre los factores internos que
contribuyeron a que Gran Bretaña no se jugase aún a
favor del reconocimiento, los más importantes fueron la
inestabilidad política del Río de la Plata, y
especialmente la falta de control del gobierno porteño
sobre el resto del ex virreinato. (6) Esto quedó
claramente en evidencia con la pérdida del frente
altoperuano por las derrotas sucesivas de las tres
campañas de la Junta porteña en Huaqui (1811),
Vilcapugio y Ayohuma (1813) y Sipe-Sipe (1815) y por la
insurrección de Artigas que en 1815 prácticamente
tenía bajo su mando a las provincias del
Litoral.
Principales misiones diplomáticas enviadas
desde de mayo de 1810
Período 1810 – 1813
El objetivo primordial de estas misiones fue el
fortalecimiento del nuevo gobierno frente a los ataques del
virrey de Lima, Elío y el afán expansionista de la
corte lusitana de Río de Janeiro. Sobre todo en busca de
la buena voluntad del gobierno británico.
Algunas de estas misiones fueron:
Misión de Matías de Irigoyen: le
fue encomendada el 29 de mayo de 1810 para explicar a la Junta de
Cádiz la instalación del gobierno de Buenos Aires.
Irigoyen sólo llegó hasta Londres en donde
gestionó el apoyo del gobierno inglés.
Lord Wellington respondió que Gran Bretaña
no podía recibir oficialmente a delegados de las colonias
españolas. En Londres hizo contactos con Bolivar y
Andrés Bello. Como resultado de su misión compro
armas a fábricas privadas inglesas
Misión de Manuel Aniceto Padilla:
llegó a Buenos Aires como enviado oficioso de Londres.
Luego de escucharlo, la Junta lo envió de regreso con la
misión de captar la buena voluntad de la corte
inglesa.
Misión de José A. de Aguirre y
Tomás Crompton: enviada el 18 de agosto de 1810 a
Londres con el fin de comprar armas para el ejército
porteño.
Misión de Mariano Moreno: La misión
que encabezo Mariano Moreno el 24 de enero de 1811 y tenía
como destino Londres se embarcó junto a su hermano
Manuel Moreno y a Tomás Guido, era de impedir el avance
portugués en el Río de la Plata. Vieron a Lord
Strangford, Juan VI y a Carlota Joaquina, como resultado
acordaron unificar acciones con los patriotas venezolanos. En
este viaje a los pocos días de zarpar el barco
falleció Mariano Moreno en altamar.
Misión de Juan Pedro Aguirre y Pedro
Saavedra: el 6 de junio de 1811 se les encomendó la
tarea de viajar a Estados Unidos con el objetivo de obtener apoyo
político y el aprovisionamiento de armas y pertrechos. El
resultado de esta misión fue el regreso en una fragata
estadounidense con una pequeña cantidad de
armas
Misión de Manuel de Sarratea: en noviembre
de 1813, la Asamblea envió a Sarratea a Londres con el fin
de recoger el apoyo del gobierno inglés a los anhelos de
independencia.
Período 1814 – 1816
El retorno de Fernando VII, el establecimiento de la
Santa Alianza y su doctrina internacional intervencionista y las
derrotas armadas sufridas por los revolucionarios americanos,
cambiaron el objetivo de las misiones diplomáticas.
Algunas de estas misiones fueron:
Misión Rivadavia – Belgrano: la Asamblea
General Constituyente creyó conveniente recurrir a la
diplomacia para aventar los graves peligros que enfrentaba el
Río de la Plata. Por eso autorizó al Director
Posadas para que envíe una misión que negocie con
Fernando VII. Para esta tarea fueron encomendados Bernardino
Rivadavia y Manuel Belgrano. Primero debían ir a
Río de Janeiro a conversar con el embajador inglés,
lord Strangford; de allí viajar a Londres y terminar su
misión en España. Salieron de Buenos Aires el 18 de
diciembre de 1814, llevando consigo instrucciones públicas
y reservadas.
De acuerdo a las instrucciones públicas,
debían presentarse ante Fernando VII y felicitarlo por su
vuelta al trono; también debían culpar a los
funcionarios españoles de los males americanos y negociar
sobre bases pacíficas y sus resultados debían ser
aprobados por la Asamblea.
Entre las instrucciones secretas, Belgrano y Rivadavia
sabían que, más allá de la situación
de España, el gobierno buscaba la independencia
política del continente o al menos la libertad
cívica de las provincias. Otra instrucción
señalaba que en caso de no obtener resultados positivos
con Fernando VII, podrían dirigirse a otras cortes
europeas en busca de amparo.
Al llegar a Londres, los comisionados se encontraron con
Manuel de Sarratea, que los puso al tanto de que Napoleón
estaba nuevamente al frente de Francia. Sarratea aconsejó
desconocer a Fernando VII y tratar directamente con el ex rey
Carlos IV, que residía en Roma. Belgrano decidió
volver a Buenos Aires mientras que Rivadavia se entrevistó
con el Ministro de Estado español Pedro de Cevallos.
Entonces, Sarratea escribió al gobierno de Buenos Aires
alertando contra el accionar de Rivadavia a quien acusó de
"impostor". El ministro Cevallos terminó por expulsarlo de
la península.
Misión de Manuel José
García: una de las primeras disposiciones de Alvear al
asumir como Director Supremo, fue enviar al Dr. Manuel
José García ante el embajador inglés en
Río de Janeiro, Lord Strangford. El comisionado llevaba
dos cartas: una para Strangford y la otra para el Primer Ministro
británico Castlereagh, a quien se le enviaría por
correo diplomático. En ambas cartas, Alvear expresaba su
postura de transformar a las provincias unidas en una colonia
inglesa. Strangford desalentó la propuesta, entre otras
cosas porque el Congreso de Viena no toleraría la
intromisión inglesa en los "dominios de Fernando" y porque
sabía que ante una expedición armada
española, Inglaterra adoptaría una posición
neutral.
Capítulo 6
Independencia
política al costo de la independencia
económica
La independencia política se lograba al
precio de la dependencia económica. José
M. Rosa
El doble juego de la diplomacia
inglesa
A partir de La caída de la Junta de Sevilla y la
de su representante en Buenos Aires, el Virrey Cisneros, la
población inglesa (había en 1810, 124 comerciantes
y factores ingleses con un capital estimado entre 750.000 y
1.000.000 de libras) si bien no intervino en los sucesos de mayo,
recibió alborozada el nuevo orden político, que
sabrá derivar en mejores ventajas
económicas. [67]
El gobierno inglés por su parte seguirá un
doble juego ante el hecho de la Revolución. Con mano
visible ayudaba a sus aliados españoles a recuperar el
dominio peninsular, mientras con otra invisible apoyaba, a los
insurrectos. A cargo de ello el almirante Sydney Smith, jefe de
la estación naval en Río de Janeiro, y su
homónimo Lord Sydney Smythe vizconde de Strangford,
embajador en la misma corte, cuyo informe transcribimos antes. En
1815, no obstante la reposición de Fernando VII en el
trono de Madrid, la política inglesa siguió su
doble juego.
Por un lado Castlereagh, que ocupó desde 1812 la
Cancillería inglesa, vendió armas a los rebeldes y
facilitó la llegada a sus filas de militares capacitados e
instruidos; por el otro, se comprometió con Fernando VII
en el tratado del 5 de julio de 1814 a ayudarlo a reprimir la
insurrección.
De ambos bandos sacaron provecho; obtuvieron de las
nuevas repúblicas la ampliación del libre comercio,
y del rey la promesa de hacer lo mismo si llegaba a recuperar
América. [68]
La Primera Junta adoptó una política
ambigua frente al libre comercio. Pese a que la causa del
monopolio era la causa popular y la sostenida por las provincias,
por una conveniencia política se mantuvo el
régimen, ya que no convenía enemistarse con
Inglaterra, a quien necesitaban desesperadamente como aliada y
proveedora.
La ordenanza del virrey Cisneros de 1809 solamente
toleraba el comercio con extranjeros, sujetándolo a
restricciones que la Primera Junta no creyó oportuno
modificar. A su vez la Junta Grande restringió las
facilidades al comercio inglés prohibiendo la
"introducción de efectos al interior del país, por
extranjeros".[69]
El rol probritánico del Primer Triunvirato y
la Asamblea de 1813
Vencida la Junta Grande, que era una
representación nacional, por la conjuración
bonaerense del 7 de noviembre de 1811, fueron entregados todos
los poderes al triunvirato porteño. A éste y a la
Asamblea de 1813 les cupo el triste honor de abrir franca y
totalmente las puertas a la invasión económica
extranjera: nueve días después de su
creación, el Triunvirato (todavía existía la
Junta), permitió la entrada, libre de derechos, del
carbón de piedra europeo, no obstante la industria
santafesina de carbón de
leña.[70]
Finalmente se derogaron totalmente los derechos de
"círculo", que, según la Ordenanza de Cisneros,
pagarían los comerciantes extranjeros, así como la
consignación obligatoria a comerciantes
nacionales.
Bernardino Rivadavia, secretario y verdadero impulsor
del Primer Triunvirato, fue el alma de esta política. Y
así como el 11 de setiembre consolidaba el colonialismo
económico con la derogación de los derechos de
"círculo", el 20 de octubre abandonaba a los
españoles – por sugestión de Lord Strangford – la
Banda Oriental y los pueblos entrerrianos de la margen derecha
del Uruguay, provocando con esta actitud la lógica
reacción de Artigas y del entrerriano Ramírez.
También ese mismo año se produjo, a causa de la
actitud del Triunvirato ante las reclamaciones del Dr. Francia,
el aislamiento definitivo del Paraguay.
Finalmente la Asamblea del año XIII, provinciana
en apariencia, pero elegida y controlada por porteños,
dictaría el 19 de octubre de 1813 la resolución
definitiva, dejando nuevamente sin efecto la consignación
– establecida el 8 de marzo – que se encontraban obligados a
efectuar los comerciantes extranjeros. Desde esa fecha,
éstos quedaron admitidos en libre e igual competencia en
todas las actividades comerciales. Igualdad que, en la
práctica, significaba hegemonía para los de
afuera.
Las medidas del Triunvirato, y sobre todo las de
la Asamblea, provocaron la explicable reacción del
comercio y la industria locales. En 1815 se reunieron en "Junta
General" y publicaron un manifiesto donde criticaron severamente
la política liberal de la Asamblea, pidiendo una serie de
puntos: 1) que los comerciantes extranjeros emplearan
dependientes nativos, 2) que se prohíba la
navegación de cabotaje a los buques extranjeros, 3)
prohibición de introducir manufacturas que pudieran
producirse en el país, entre los más
importantes.
El gobierno tenía que desenvolverse entre el
conflicto de los intereses económicos nacionales y las
conveniencias diplomáticas internacionales; Sacrificando
aquellos a éstas, cuando la necesidad urgía; de
allí que a nada llegaran los industriales y comerciantes
criollos. En la misma política, Venezuela rebajaba los
derechos de importación para Estados Unidos e Inglaterra
de 17 1/2% al 6 %, que significaba prácticamente entregar
la industria local en pago de la ayuda
foránea.
La independencia política se lograba al precio de
la dependencia económica.
Rivadavia y la dependencia
económica
Al inclinarse hacía 1820 la guerra de la
independencia americana a favor de los insurrectos, Castlereagh
pensó seriamente en reconocer el nuevo orden.
Debería apresurarse antes de hacerlo Estados Unidos y
Francia y sacar de América española los mejores
frutos económicos y políticos. Y antes de madurar
dos peligros en el nuevo mundo (que en el futuro podían
llegar a uno solo); la unidad hispanoamericana sostenida por
Bolívar y San Martín que acabaría con la
disgregación localista trabajada desde Londres, y la
explosión plebeya y nacionalista de las montoneras en el
Plata, que amenazaba barrer del gobierno la complaciente clase
"bien pensante" de firme mentalidad
liberal.[71]
Para no dejar solo al Reino Unido en esta
política, Castlereagh quiso asociarse con Francia, que
trabajaba desde 1817 en el establecimiento de monarquías
de la Casa Borbón, común a Francia y España,
en los nuevos estados americanos. Muy bien podían unirse
los propósitos dinásticos y de extensión
cultural de Francia con los intereses mercantiles ingleses. Sin
embargo, esta política no prosperó debido al
suicidio de Castlereagh en 1822. A mediados de 1823 se hace
cargo del Foreign Office, Jorge Cánning. Este no era
partidario del establecimiento de monarquías
borbónicas; más bien deseaba una serie de
repúblicas aristocráticas de nativos, sostenidas
contra rebeliones plebeyas por mercenarios pagados por el dinero
inglés.
En esta gestión lo ayudó Joseph Planta,
antiguo subsecretario de Castlereagh y ahora jefe del negociado
de Hispanoamérica en el Foreign Office. Con Planta
desenvolvió la política de empréstitos (ya
iniciada bajo Castlereagh), a fin de atar con firmeza a las
nuevas repúblicas (aún no reconocidas) al dominio
de Londres; mandó cónsules generales con abundantes
partidas de gastos reservados a fin de manejar discretamente las
cosas mientras convencían al Rey Jorge IV y a Wellington a
reconocer la independencia de los nuevos
estados.[72]
Así se establece el primer cónsul general
en Buenos Aires, (por recomendación de Planta de quien era
pariente); Sir Woodbine
Parish. [73]
La política británica de
dominación, con sus fluctuaciones, fue constante en el
Plata hasta el gobierno de Rosas y volverá a ser retomada
después de la caída del Rosismo; Alcanzó su
cúspide en la época de Rivadavia, cuando
éste llegó a ser ministro de gobierno de la
provincia de Buenos Aires y más tarde, Presidente de la
República, (aunque la realidad, nada más que Buenos
Aires).
La historia de la reforma rivadaviana es, la de la
fracasada tentativa de imponer el coloniaje económico
disfrazado de mejor conveniencia institucional. Establecer la
"civilización" comercial británica, tras la
apariencia de un liberalismo a la europea.
Mientras tanto, Rivadavia se olvidó de la guerra
de independencia, que aún no había terminado,
desentendiéndose de San Martín que, falto de
recursos, no podía seguir con su expedición al
Perú; también cerró los ojos ante la
ocupación portuguesa de la Banda Oriental y la
segregación del Alto Perú. Mientras tanto,
Buenos Aires vivía una época de prosperidad,
traducida en la construcción de escuelas, apertura de
avenidas, recorte de ochavas, alumbrado público, calles
empedradas y demás obras financiadas con los recursos
nacionales, puestos al servicio del adelanto municipal de la
ciudad.
En esa gestión, el imperialismo, mercantil
inglés, se transformó en imperialismo
financiero.
El Banco de Buenos Aires
Debido a la libre extracción de oro
y plata de Buenos Aires, en 1821 se llegó a una
situación angustiosa: faltaba moneda para las
transacciones, con la consiguiente limitación del
comercio, y el crédito llegaba al 5 y 6 % mensuales.
A principios de 1823, los ministros Rivadavia y García se
reunieron en el edificio del Consulado con los principales
comerciantes de Buenos Aires para encontrar una solución
al problema.
Rivadavia propuso la fundación de
una institución bancaria que "repatriase el oro" llevado a
Inglaterra. García, más versado en la poca
posibilidad de traer metal de Inglaterra, entendió que
"los capitalistas aportarían su oro a las cajas", antes
escondido en sus gavetas al parecer, y así el metal
saldría a la luz del sol y circularía nuevamente.
Quedó decidida la fundación de un Banco. Como al
liberalismo de García y Rivadavia, compartido con todos
los presentes, repugnaba una institución fiscal, se
resolvió que sería particular "con todo el apoyo
del gobierno".
La idea fue, naturalmente, bien acogida. El
Banco emitiría billetes de papel para suplir la carencia
de metálico, que circularían sin desconfianza pues
serían canjeables a la vista en las ventanillas de la
institución. El comercio se reactivaría, no
habría más usura y retornaría el
florecimiento de antes de la evasión del metálico.
Se entendió que un encaje de metálico en el tesoro
del banco igual a la sexta parte del papel emitido (como
enseñaban los manuales de Economía Política
en uso), era suficiente garantía para la
circulación del papel.
El 15 de enero el gobierno presenta a la junta de
comerciantes el proyecto de "Banco de Buenos Aires" preparado por
el ministro García; el mismo día queda formada la
comisión provisoria encabezada por William Carthwright e
integrada, entre otros nombres criollos, por Joshua Thwaites,
James Brittain y James Barton, comerciantes de
exportación. Sus bases legales serían: 1) Capital
de un millón de pesos, descompuesto en mil acciones de mil
pesos; los accionistas pagarían el 20 % al suscribirlas,
otro 20 % a los 60 días, y el resto cuando el banco lo
dispusiese; 2) Monopolio bancario por veinte años
prorrogables; 3) Emisión de billetes de banco a prestar
mediante un interés al comercio. Los billetes
serían canjeables en oro a la vista; 4) Aceptación
de depósitos particulares al interés fijado por el
Directorio; 5) Recibir los depósitos de Tesorería
de la Provincia y actuar como agente financiero de ella; 6)
Privilegios impositivos y judiciales. Sus acciones y
transacciones no estarían sujetos a impuestos, y no
correrían en sus ejecuciones los términos
comunes. [74]
Al discutirse en la Junta de Representantes (18, 19 y 20
de junio), el ministro García repite que el objeto del
Banco era remediar la falta de metálico con una
circulación garantizada de moneda de papel. Como algunos
diputados observasen que la fuga del metal fue debida
precisamente a quienes aparecían ahora como socios
directores del Banco, García corrige que la carencia del
metal no se debe a su exportación sino a encontrarse
cerradas las comunicaciones con el Alto Perú, proveedor de
metales, y, sobre todo, a la circunstancia de haber aumentado en
la plaza los capitales en giro por la instalación de gran
número de casas de comercio extranjeras.
El 16 de julio se constituye la sociedad
"Directores y Accionistas del Banco de Buenos Aires", y el 6 de
agosto la institución – comúnmente llamada Banco de
Descuentos – abre sus puertas, pese a que la mayor parte de los
accionistas habían pagado la primera cuota de sus acciones
en pagarés que levantarían después con papel
al hacerse otorgar crédito; el restante 80 % seria
abonado, también en pagarés. Solamente 289 acciones
(menos de la cuarta parte) se pagaron en efectivo y fue el
único capital metálico de la
institución.[75] Resultó un
negocio magnífico ser accionista del Banco. Como el
descuento se fijó en el 9 % anual y el interés de
las acciones osciló entre el 19 y 24 % por año, los
inversores obtuvieron una ganancia neta del 10 o 15 % de un
capital que en ningún momento arriesgaron. Con
razón pudo decir Rivadavia en el mensaje de mayo de 1828:
"La institución del Banco progresa más allá
de toda esperanza: ofrece utilidades muy superiores a su
edad".[76] Los billetes del Banco
reemplazaron a los metales en las transacciones de la plaza.
Sirvieron para que los comerciantes al exterior pudieran llevarse
el poco metálico de la plaza en una cantidad hasta
entonces inusitada: en 1822 salieron 1.858.814 pesos oro en
fragatas inglesas. Les bastaba cambiar en el Banco su papel por
oro a la vista que se iba de Buenos Aires sin causar, por el
momento, perjuicios apreciables.
El crédito en manos de los
exportadores, es comprensible que favoreciera principalmente al
comercio de exportación inglés. Esa preferencia no
fue, con todo, lo más censurable; hubo cosas más
graves: el crédito se empleó contra los intereses
nacionales como lo denunciaría Nicolás Anchorena.
"Cuando (en 1828) los patriotas de Montevideo
prevaliéndose o aprovechando de la división que
había entre las tropas portuguesas, obligaron al general
Lecor a salir fuera de la plaza, esperando por ese medio
recuperar su independencia, es decir, su adhesión a Buenos
Aires: entonces una casa extranjera que no existe ya en Buenos
Aires se comprometió con el general Lecor a darle una suma
mensual en onzas de oro. ¿Y de dónde creerán
ustedes, señores representantes y compatriotas de la
barra, que se sacaba?… Del Banco de Descuentos: descontando
letras allí, tomando billetes y después cambiando
los billetes por onzas de oro.
Los directores del Banco contribuían de este modo
indirecto, a continuar nuestra esclavitud y la de nuestros
hermanos. ¿Y qué contestaban?… Nosotros no
tenemos nada que ver con la política; a nosotros nos traen
letras con buenas firmas y no tenemos más que
descontar". No resultaron los directores ingleses los
peores. No le era tan fácil a Parish Robertson (verdadera
alma de la institución) manejar al honorable míster
Carthwright, presidente nominal, como a los anglófilos
Lezica y Castro. Por eso se procuraba rellenar con nombres
criollos los puestos del directorio, desde luego que vinculados
al comercio de exportación
británico.
Esos extranjeros fueron en un principio, comerciantes
radicados en el país y ligados a los beneficios del
puerto. Pero desde 1825 la mayoría de las acciones no
están ya en manos de residentes: el 9 de enero de 1826,
sobre un total de 885 acciones presentes en la asamblea, 484,
más de la mitad, son de titulares con domicilio en el
extranjero, representados por Mr. Amostrong; 185 tienen
Robertson, Brittain, Fair, Robinson, etc., y 280 los criollos
(Lezica, etc.).
Esta emigración es denunciada por García
en el Congreso Nacional; no con indignación
patriótica ni para quitarle al Banco sus exorbitantes
privilegios, ni siquiera para poner freno a la constante salida
del oro que el Banco, lejos de impedir, parecía favorecer
Lo hace para que los diputados obraran con discreción en
las cosas del Banco y no se metieran a crearle dificultades pues
"el país necesita de Inglaterra". "La mayor parte de las
acciones – dijo en la sesión del 25 de enero de 1826 – no
pertenece ni a los extranjeros residentes aquí, ni a los
naturales del país, sino a capitalistas muy distantes de
este teatro". Sus palabras ni extrañaron ni fueron
replicadas. Es cierto que Dorrego no se había incorporado
aún al Congreso.
En 1826, pese al 11 1/2 % repartido a los accionistas,
el Banco estaba expuesto a cerrar sus puertas por la enorme masa
de billetes en circulación sin respaldo
metálico.
La angustia por la falta de metal en las transacciones
corrientes se hizo sentir a mediados de 1825; el gobierno
necesitó metálico para el Ejército de
Observación acuartelado en Concepción del Uruguay
ante la previsible guerra con Brasil, y el Banco no pudo
dárselo. Era inútil que Las Heras pidiera a Baring
la remisión en oro del escaso remanente del
empréstito, pues los banqueros de Londres no pudieron, o
no quisieron, mandarle más de 11.000 onzas. Como lo
hicieron por intermedio del Banco, éste resolvió
quedarse con el metal aduciendo que su existencia de oro
disminuía y debía consolidarla. En noviembre –
vísperas de la declaración de guerra a Brasil – se
ha retirado por particulares tanto oro que la institución
está al borde de la bancarrota mientras el gobierno no
tenía ni onzas de plata ni chirolas de cobre para pagar al
ejército. El director Fragueiro sugiere un remedio
heroico: "resellar los pesos fuertes (de plata) dándoles
un aumento para impedir su exportación"; la idea hubiera
detenido la exportación de plata, pero el directorio la
rechaza: en cambio sugiere al gobierno el expediente de otro
empréstito en Londres "en remesas de oro sellado" por
1.200.000 pesos. Para nada parecía servir la experiencia
de Baring. El ministro García se limitó a decir que
"estaba proyectando arbitrios para suplir la falta de
metálico"; los arbitrios, se supo luego, eran llevar al
Banco los fondos que quedaban del empréstito y autorizarle
a emitir billetes en gran cantidad. De metálico,
nada.
En enero de 1826 se llegó al estado de falencia.
La difícil estabilidad de la institución con tres
millones de papel en circulación respaldados solamente por
250 mil en metálico, no iba a resistir el cimbronazo de la
declaración de guerra a Brasil. El pánico se
inició el 9 de enero (al empezar el bloqueo) y no se
tradujo en corridas de depositantes que sacan sus
depósitos, sino de tenedores de billetes que iniciaron una
carrera para extraer todo el oro posible.
El directorio se vio obligado a pedir al gobierno el
curso forzoso, es decir la inconvertibilidad de los billetes de
papel. Así se hizo el mismo día, cuando quedaban en
el tesoro apenas 14 mil onzas de oro (224.000 pesos) y 17 mil
macuquinas de plata (17.000 pesos).
Para no dar una sensación de desaliento, pese al
curso forzoso, los accionistas se votaron un eufónico
dividendo de 11 1/2 % % en la asamblea semestral de febrero. Con
su ejemplo daban fe que el Banco andaba viento en popa y eso del
"curso forzoso" había sido un expediente inevitable en una
guerra.
El 28 de enero de 1825, el general Las Heras,
gobernador de Buenos Aires, había sido investido por la
Ley Fundamental dictada Por el Congreso Nacional del Poder
Ejecutivo Provisorio con facultades de preparar un
ejército y un tesoro nacionales a fin de llevar a cabo la
guerra con Brasil.
Las Heras era un patriota y sus propósitos eran
sanos, pero lo asesoraba un "perito" en economía como su
ministro de Hacienda, Manuel José García y todo
debía irse al traste. Las Heras quería crear con el
remanente del empréstito una entidad fiscal nacional para
sustituir al Banco inglés en el manejo financiero. Pero la
mayoría del Congreso no creía en la acción
del Estado.
El 5 de enero de 1826 se presentó a estudio del
directorio del Banco, la formación e un banco mixto
incorporando el dinero del empréstito como aporte fiscal.
El capital de la nueva institución sería (en el
primitivo proyecto) de tres millones de pesos: los dos del
empréstito y un millón que se reconocería a
la existencia del Banco de Buenos Aires, aunque su efectivo
apenas pasaba de 260.000 pesos. No fue aceptada.
No obstante el Congreso vota el 28 la Ley
de Banco Nacional que modificaba el primitivo proyecto, sin
haberse aprobado todavía el traspaso. El 7 de febrero
Rivadavia reemplaza a Las Heras en el Ejecutivo Nacional, y
solamente entonces – 8 de febrero – los accionistas aceptan la
integración del Banco, pero debiendo tomarse sus acciones
al 140 % del valor escrito: por cada título de mil pesos
de la vieja institución recibirían siete acciones
de doscientos pesos de la nueva. Como el papel circulante del
Banco antiguo alcanzaba a tres millones como hemos dicho, y su
existencia en efectivo apenas a 250.000 pesos, quería
decir en buen castellano, que el nuevo Banco compraba en
1.400.000 pesos una deuda de 2.175.000. ¡Negocio
redondísimo! El Banco
"Nacional"
La Ley del Banco Nacional de las Provincias Unidas del
Río de la Plata establecía un capital ilusorio de
diez millones de pesos a cubrirse: a) Con "los tres millones del
empréstito" (que en realidad eran poco más de dos y
debieron suplirse con letras de tesorería y 20 mil pesos
en metálico extraídos a la exhausta Tesorera
Nacional); b) Con el millón del Banco de Descuentos (en
realidad una deuda de dos millones setecientos cincuenta mil
pesos); c) Con seis millones en acciones a suscribirse (se
cubrirían sola-mente 600 mil pesos).
Todo era ilusorio: el capital real del nuevo
Banco eran sola-mente los dos millones de papeles de comercio del
empréstito, las 14 mil onzas y 85 mil macuquinas de la
caja del Banco de Buenos Aires, y los 20 mil pesos plata y 900
mil en certificados de la Tesoreria de la Provincia. Con eso
debería responder a una circulación de tres
millones de billetes del extinguido Banco, e iniciarse en nuevas
operaciones de crédito. Y además financiar la
guerra con el Brasil.
Por supuesto debería recurrirse a nuevas
emisiones. Aunque provisoriamente el gobierno prohíbe (por
decreto del 18 de marzo, 1826) "poner en circulación
billetes de cantidad mayor que la de los valores reales que
posea", como estos valores reales eran difíciles de
establecer resultó letra muerta en la
práctica. Para un capital de cinco millones
nominales podría suponerse que los tres de aporte fiscal
pesarían decididamente. No era el pensamiento de los
unitarios (Las Heras aparte), partidarios de la libre empresa y
enemigos del intervencionismo estatal. Una tramoya ideada tal vez
por García (redactor de la ley) puso la dirección
en exclusivas manos de los accionistas particulares. El
artículo 17 estableció la representación en
las asambleas: el tenedor de una acción tendría un
voto; de dos hasta diez, un voto cada dos; de diez a treinta, un
voto cada cuatro; de treinta a sesenta, un voto cada seis; de
sesenta a cien, un voto cada ocho; de cien arriba, un voto cada
diez.
Existía el derecho de representación para
todos menos para el Estado. Por lo tanto, las diez mil acciones
de doscientos pesos cada una del "capital" particular de un
millón podían presentarse fraccionadas en la
asamblea para lograr 10.000 votos contra los 1.500 de las quince
mil acciones que representaban los tres millones del Estado. Los
particulares controlarían el 85 % de las asambleas:
podían elegir los directores que les pluguiese y tomar las
medidas que quisiesen. Para mayor seguridad todos los directores
(que eran dieciséis) deberían ser accionistas
particulares con no menos de veinte acciones; el Estado no
podía estar representado; solamente tenía el
derecho de "darles la venia". Con razón Julián
Segundo de Agüero (futuro ministro de Rivadavia) para quitar
escrúpulos contra el Banco mixto a los partidarios de la
libre empresa, pudo decir en el Congreso: "Aunque el Estado
compre (acciones) no podrá ejercer perjuicio alguno a los
accionistas.
Con los mismos privilegios del Banco de Descuentos
(monopolio bancario por diez años, facultad de
emisión, exenciones impositivas y judiciales), ahora
extendidas a toda la nación, el Banco "nacional"
inició sus operaciones el 11 de febrero de
1826.
Al abrir sus puertas tenía el pequeño
encaje metálico que perteneció al Banco de
Descuentos (14.000 onzas de oro y 87 mil macuquinas de plata), y
los veinte mil de plata aportados por el gobierno. El curso
forzoso (declarado el 8 del mes anterior), fue
eufóricamente levantado, permitiéndose el cambio
del papel circulante que era el emitido por el Banco anterior, en
las ventanillas de la nueva entidad. Con una modificación
en el tipo "para evitar la exportación": el peso – tanto
de plata como de papel – valdría la 18ª parte de una
onza de oro en vez de la 17ª. Fue la primera
desvalorización legal.
Pese a esa desvalorización y al bloqueo
brasileño que impedía la exportación de oro,
los tenedores de papel se aglomeraron en ventanillas. Algunos
obtuvieron créditos del mismo Banco que inmediatamente
cambiaron por oro. Levantar el curso forzoso en plena guerra – y
en plena crisis – podría calificarse de desatino si no
fuera un negocio para los que podían exportar el oro pese
al bloqueo brasileño. Que eran solamente quienes
podían valerse de la valija diplomática
británica facilitada generosamente por Parish, no obstante
las protestas del almirante bloqueador.
Naturalmente a los veinte días de reanudado el
cambio libre del oro, se agotaron las existencias del Banco. El
Directorio, para mantener el canje libre, dispuso comprar pastas
y barras en las provincias y en Chile, entregando en pago las
letras del empréstito. Algo se consiguió,
pagándose la onza a 19 y 20 pesos, insuficiente para la
crecida demanda de ventanillas donde se canjeaba a 18. Era la
ruina a corto plazo, pero permitía a la presidencia de la
república alabarse de "mantener el valor del peso" en
plena guerra. ¡Ni Inglaterra había mantenido la
libre venta de oro en tiempos de guerra! En abril se toca
fondo, al parecer definitivamente: quedaban en el Tesoro
solamente 820 onzas y cinco mil macuquinas. El 12 debe cerrarse
la ventanilla "ínterin el Congreso delibera sobre las
medidas para garantir el valor de los billetes". No se la
llamó curso forzoso, para no dar una sensación
desagradable a quienes no habían retirado oro porque no lo
podían exportar en la valija diplomática inglesa.
La inconversión fue disimulada el 5 de mayo con una
chistosa ley llamada de Lingotes (que valiera al joven ministro
de Hacienda, Salvador María del Carril, el remoquete de
"Doctor Lingotes") permitiendo a los tenedores de papel cambiarlo
no ya en simples monedas de oro y plata, sino – nada menos – en
lingotes de ley y peso purísimos.
Pero como deberían prepararse para "eliminar sus
impurezas" y esta operación requería un tiempo, se
"suspendía hasta el 25 de noviembre la conversión
en oro". Por supuesto nadie creyó en los lingotes, ni
esperó al 25 de noviembre: en junio se paga en el mercado
libre una onza a 22 1/2 pesos, en octubre a 46 %. Llega el 25 de
noviembre y como no hay lingotes de oro ni plata, el curso
forzoso debe declararse (7 de diciembre): el peso está a
50 3/4, había subido un 800 % en seis meses. Los soldados
que en febrero del año siguiente triunfarían en
Ituzaingó, recibirían su paga (con retraso que
llegará al año) en "certificados de la deuda" que
nadie quería recibir en Río Grande. Debieron
pitarse filosóficamente el papel y seguir combatiendo por
la patria que nada les daba. [77]
El Banco inició sus operaciones con liberalidad:
al instalarse en febrero de 1826 hubo créditos por
2.145.986 pesos, en abril por 8.599.266, no obstante la
prohibición de emitir más papel que su existencia
de efectivo en caja. Como a causa del bloqueo
brasileño se habían encarecido las
mercaderías extranjeras, se presentó la oportunidad
de dar impulso a la industria nativa. Los ingleses vieron con
recelo esta posibilidad: "En algunas provincias – informa Parish
a Cánning el 80-5-26 – han sido compradas grandes
cantidades de mercaderías nativas para ser vendidas a
altos precios en Buenos Aires". [78]
Rivadavia "en vista de la situación"
facultó al directorio en julio a restringir los
créditos prestándose solamente a los accionistas.
Los créditos se restringen: en agosto quedan reducidos a
la mitad ($ 1. 568.000). Los accionistas, solos beneficiados,
sacan dinero pretextando las empresas más ilusorias:
granjas en Santa Fe, compañías de construcciones,
exportación de yerba mate a Liverpool, que dejan sospechar
una finalidad de agiotaje.
El gobierno también sacaba dinero con
facilidad: es comprensible que lo hiciera, pues se estaba en
guerra con Brasil, pero sólo en mínima parte se
empleó el dinero en la guerra internacional. No se
modernizaron los armamentos, ni se renovó la escuadra y no
pasó de medio millón la cantidad girada al
ejército que, no obstante, no pudo pagar los sueldos
atrasados de un año en junio de 1827.
La mayor parte fue gastada en proyectos de obras
públicas: el canal entre los Andes y Buenos Aires,
alumbrado público en San Nicolás, ensanche de las
calles de la capital, canal en San Fernando, instalación
de una fuente de bronce en la plaza de la Victoria, jardín
botánico, etc., o fundaciones de prescindible urgencia
como escuelas de niñas en la campaña,
provisión de útiles y creación de nuevas
cátedras en la Universidad, un museo de "geología y
aves del país", etc. Poco de eso pasó de proyecto,
pero los pesos sacados del Banco no se devolvieron.
En realidad iban al Ejército Presidencial que
impondría al partido unitario en las provincias federales.
Como los "adelantos" del Banco eran a interés compuesto,
Rivadavia dejó en julio de 1826 la presidencia con una
deuda sideral: más de diez millones de pesos, dos veces el
capital nominal del Banco.
No obstante el saqueo al Banco, las asambleas de
accionistas seguían votándose jugosos dividendos.
El primer ejercicio distribuyó el 12 %. Claro que
sólo se dio a los accionistas particulares, pues los
beneficios correspondientes al gobierno eran descargados en su
cuenta: "Sin esta ficción de pago no habrían podido
cobrar los accionistas (particulares) las cuotas declaradas por
una razón simple: la falta de
fondos".[79]
Los créditos facilitaron numerosas operaciones de
agio. Era un negocio dejar un pagaré en la ventanilla de
descuentos, recibir billetes de papel en la de pagos y cambiarlos
por oro en la de conversiones. En primer lugar para los que
podían exportar oro a Londres valiéndose de la
valija diplomática del complaciente Cónsul General
inglés. Y también para quienes estuvieran en el
secreto de la inevitable inconversión, lo guardaran en su
casa para revenderlo a los tres meses cuadruplicando su valor en
pesos, levantaran el pagaré embolsándose la
diferencia entre el valor de compra y el valor de venta del
metal.
Fue el negocio por excelencia de los amigos del gobierno
y del Banco. Y como el oro tendría que subir cada vez
más, el negocio podría continuarse aun comprando el
oro a mayor precio en el mercado libre, que siempre se
revendría en ganancia. Todo estaba en la influencia para
obtener crédito, que acabó otorgándose
solamente a los accionistas. Y si alguna vez se producía
una inesperada baja del metal (como ocurrió en febrero de
1827 por las también inesperadas victorias argentinas de
Juncal e Ituzaingó); siempre quedaba el recurso de
presentarse en convocatoria y obtener del Banco acreedor la carta
de pago mediante quitas y esperas autorizadas por la
ley.
La institución fue un instrumento dócil en
manos de Ponsonby, como no podía menos de serlo. Por su
intermedio la guerra con Brasil se concluyó como
quería Inglaterra. En 1828 Dorrego (Encargado de las
relaciones exteriores desde el año anterior) no
encontró apoyo en el directorio para seguir la guerra y
estuvo obligado a la paz. Ponsonby pudo escribir a Lord Dudley
aquellas palabras famosas: "No vacilo en manifestar a Ud. que yo
creo que Dorrego está ahora obrando sinceramente en favor
de la paz… a ello está forzado…. por la negativa de
proporcionársele recursos salvo para pagos mensuales de
pequeñas sumas". [80]
Dorrego quería seguir la guerra con Brasil, pero
Ponsonby era el dueño del Banco. Escribe a Dudley el
1-1-28: "… mi propósito es conseguir los medios de
impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir
en la continuación de la guerra". Pero Dorrego se
tienía popularidad. El 9 de marzo de 1828 Ponsonby escribe
nuevamente a Dudley: "es necesario que yo proceda sin demora a
obligar a Dorrego a hacer la paz con el emperador… no sea que
esta república democrática en la cual por su
esencia no puede haber cosas semejantes al honor, suponga que
puede hallar medios de servir su avaricia y su
ambición".
La avaricia y ambición consistían en
proceder con sentido nacional. Y el 5 de mayo del mismo
año puede informó a Dudley que habría paz,
como dijimos, pues Dorrego estaba forzado por la "negativa de
facilitarle recursos, salvo para pagos mensuales de
pequeñas sumas". No obstante, preparó las cosas
para voltear a Dorrego, aunque por tener que irse de Buenos Aires
en agosto no podrá asistir a su caída y
fusilamiento, logrados gracias a la ayuda del Banco que
adelantó los sueldos del ejército de
línea.
Mr. Planta y la casa Baring
En sus acuerdos con Chateaubriand entre 1818 y 1822,
Castlereagh habría ofertado el dinero británico
para consolidar, contra una reacción de los nativos, las
monarquías borbónicas que el gobierno de Luis XVIII
establecería en los nuevos estados de
Hispanoamérica. Pero, al mismo tiempo, los agentes
británicos diseminados en el Nuevo Mundo ofrecían
dinero a las repúblicas "serias" recientemente creadas
para terminar la guerra con España. Ese dinero se
conseguiría por la colocación de empréstitos
en Londres con un interés que atrajera inversionistas y,
previas sólidas garantías, que gravasen sus aduanas
y rentas fiscales, hipotecasen la tierra pública, o en
casos extremos (como entre nosotros) prendasen "todo el
territorio" a fin de asegurar los
créditos.
A principios de 1822 los hábiles agentes de Mr.
J. Planta en Méjico, Lima, Bogotá, Guatemala,
Santiago de Chile y Buenos Aires habían conseguido que los
seis estados votasen leyes de empréstitos curiosamente
semejantes en sus montos – entre uno y dos millones de libras -,
tipos de colocación – al 70 ó 75 % – y
cuantía de interés – entre el 5 y 6 % – aunque
diferirían en el objeto de sus
inversiones.
En total los seis estados hispanoamericanos quedaron
obligados entre 1822 y 1824 por 18 millones de libras esterlinas
(exactamente 18.542.000 libras), debiendo cubrir anualmente
intereses por un millón de libras a cuyo servicio
hipotecaban los producidos de sus rentas y en algunos casos
(Buenos Aires) su "tierra pública y
territorio".
Castlereagh no podía hacerse ilusiones sobre el
pago regular de los intereses y amortizaciones de los
préstamos. Bien debía saber, por los inteligentes
informantes de Mr. Planta, la insolvencia presente o futura de
los deudores. Pero el objeto de los empréstitos no era
terminar la guerra con España (ni un penique se
gastó en ello), ni levantar fortificaciones, ni construir
obras públicas; menos aún que los ahorristas
ingleses gozaran de una renta segura del 5 ó 6 % en sus
inversiones. Poco le interesaban los ahorristas londinenses al
tory Castlereagh, cuya clientela electoral se reclutaba
exclusivamente en los propietarios de tierras. El objeto, como lo
demostraría el tiempo, era solamente atar a los
pequeños estados hispanoamericanos al dominio
británico mediante un firme lazo. Si no pagaban (que no
podían hacerlo),
mejor.[81]
Entre 1822 y 1827, casi toda Hispanoamérica se
había convertido en deudora morosa de Inglaterra por 85
millones de libras: 18 por empréstitos impagos y el resto
por deudas con empresas exportadoras de sus riquezas naturales.
Al decir de Chateaubriand "Resulta de este hecho, que en el
momento de su emancipación las colonias españolas
se volvieron una especie de colonias
inglesas".[82]
Por ley de la Junta de Representantes de Buenos Aires
del 19 de agosto de 1822 se facultó al gobierno de la
provincia a negociar "dentro o fuera del país" un
empréstito de "tres a cuatro millones de pesos", para nada
menos que: a) construir un puerto en Buenos Aires, b) fundar tres
ciudades sobre la costa que sirvieran de puertos al exterior, c)
levantar algunos pueblos sobre la nueva frontera de indios, y d)
proveer de aguas corrientes a la ciudad de Buenos
Aires.
Otra ley posterior (del 28 de noviembre del mismo
año) especificaba que el empréstito "no
podrá circular sino en los mercados extranjeros",
sería por cinco millones y la base mínima de su
colocación sería el tipo de 70. En el proyecto
originario se fijaba un 6 % de interés anual y 1/2 % de
amortización, estableciéndose que habría en
el presupuesto una partida anual de 825.000 pesos para atender
los intereses y amortizaciones.
Se fijaron como "garantías" las
mismas seguridades que a "los fondos y rentas públicas":
es decir, la hipoteca sobre la tierra pública de la
provincia. En Buenos Aires el agente negociador del
empréstito fue John Parish Robertson, también
agente del Foreign, y quien por la misma época gestionaba
un empréstito parecido para el Perú (por 1.800.000
libras). El empréstito en primera instancia fue gestionado
ante Nadan Rothschild, iniciador de los empréstitos
extranjeros en Londres y, sin disputa, el primer banquero de la
City.
Pero sea por las exigencias de los hermanos Robertson, o
porque Rothschild fuera demasiado celoso del buen nombre de su
banco para mezclarlo con bonos de solvencia insegura, o por un
atávico horror semita hacia todo lo relacionado con lo
español, lo cierto es que su casa no contrataría
ninguno de los empréstitos hispanoamericanos.
En cambio Alexander Baring, lord Ashburton, jefe de la
banca Baring Brothers de 8 Bishopgate en la City londinense, se
mostró más tratable: no solamente aceptó
lanzar el emprésito de Buenos Aires, sino que se
mostró dispuesto a repartir amigablemente con los hermanos
Robertson y sus asociados argentinos la diferencia entre las
700.000 libras a entregarse a Buenos Aires (si el gobierno fijaba
como tipo normal el de 70 por cada bono de 100 establecido como
Mínimo en la ley), y las 850.000 que produciría
realmente su lanzamiento en Bolsa, pues la cotización de
las obligaciones sudamericanas del 6 % estaba a
86.[83]
Con la aceptación todavía informal de la
Casa Baring, los hermanos Robertson (John en Inglaterra y William
en Buenos Aires) se lanzan a captar el negocio. El 7 de diciembre
William interesa a Rivadavia en la formación de un
"consorcio" para la colocación del empréstito en
Londres "al tipo de 70" (no ya el mínimo de 70). El
"consorcio" estaría formado por: William Parish Roberton
por sí y su hermano ausente John, Félix Castro,
Braulio Costa, Miguel Riglos, y Juan Pablo Sáenz Valiente;
la mayoría directores y todos accionistas del Banco de
Descuentos. En las sesiones del 24 y 31 de diciembre, la Junta de
Representantes aprueba la gestión.
El 16 de enero de 1824 el Ministro de Hacienda sustituye
la autorización que le daba la ley a John Parish Robertson
y Félix Castro, debiendo este último embarcarse de
inmediato a Londres con los documentos y autorizaciones
pertinentes. Nada se decía sobre si la entrega de las
escuálidas 700.000 libras sería en oro como
había sido el objeto de la ley de 1822.
El empréstito se colocaría al "tipo de
70"; la diferencia entre el tipo de 70 y la cotización
real del empréstito sería repartida amigablemente
entre banqueros y "consorcio". Como la cotización se
lanzó al tipo de 85, el empréstito se
dividió de la siguiente manera:
Gobierno de Buenos Aires 700.000 – Casa Baring
80.000 – Consorcio 120.000 ——————— Total:
850.000
Castro se encontró a su llegada a Londres con una
operación realizada. Se limitó a asegurar la parte
del "consorcio" en la diferencia entre la cantidad recaudada y la
suma a girarse al gobierno de Buenos Aires (garantizando que el
gobierno estaba de acuerdo) y a aventar los escrúpulos de
Baring asegurándole un mínimo de 40.000 libras de
ganancia por diferencia de tipo, además de su cuantiosa
comisión bancaria.
Debería elevarse a escritura pública el
contrato con Baring y así se hizo el 1º de julio. Se
dispuso en el Bono general de esa fecha:
1) Los intereses (en total 60 mil libras anuales)
serían pagados semestralmente con vencimiento el 12 de
enero y 12 de julio de cada año; la Casa Baring quedaba
encargada de hacerlo a nombre de Buenos Aires mediante una
comisión del 1 %. La amortización (5 mil libras)
anual se haría de la misma manera. El gobierno de Buenos
Aires tendría esas sumas a disposición de Baring,
por lo menos seis meses antes de los
vencimientos.
2) El Estado de Buenos Aires "empeñaba todos sus
efectos, bienes, rentas y tierras, hipotecándolas al pago
exacto y fiel de la dicha suma de 1.000.000 de libras esterlinas
y su interés.
El 26 de julio se completaba el Bono general
estableciéndose la participación de los socios en
la operación:
1) Baring retendría 200 mil títulos
debiendo por ellos acreditar a Buenos Aires 140.000 libras (es
decir los tomaba al tipo de 70) y disponiendo para sí del
excedente de su venta.
2) Baring, "por cuenta del consorcio", y al
1 % de comisión, vendería en Bolsa – en realidad ya
había vendido – las 800.000 libras restantes al precio de
85, acreditando a Buenos Aires solamente 70 y poniendo a la
disposición del "consorcio" el remanente de 15 cada
título de cien. Si el precio fuese mayor de 75 el
"consorcio" reconocería a Baring una comisión
adicional del 1/2 % por su cuenta.
3) En toda suma a entregarse en lo futuro
por Buenos Aires, en concepto de intereses y amortizaciones,
Baring cargaría un l % de comisión a cuenta del
gobierno. [84] No paró allí el
aprovechamiento. La Casa Baring, al terminar de lanzar el
empréstito en abril, tenía en su caja, por lo
menos, la respetable cantidad de 850.000 libras, si hubiera
colocado los bonos a 85, y de 981.000 si hubiese aprovechado el
mejor momento.
De ella, 700.000 solamente serían
acreditadas a Buenos Aires, 120.000 al "consorcio" (o más
si su parte hubiera sido retenida hasta obtener mejor precio) y
80.000, por lo menos, a los banqueros. No obstante este pillaje,
sobre los 700.000 dejados a Buenos Aires se lanzaron
ávidos "consorcios" y banqueros para mejorar aún
más sus ganancias. El primero fue Hullet, que a nombre de
Rivadavia, que renunció a su ministerio y se
embarcó para, Londres el 26 de junio, sacó el 20 de
julio antes de llegar el ilustre viajero 6.000 libras esterlinas
para gastos de su estadía en Londres por "su
carácter diplomático", aunque el viaje de Rivadavia
era por asuntos personales y el puesto diplomático
vendría después.
Robertson y Castro aceptan que se dé a Rivadavia
esa parte de los fondos del gobierno, y aprovechan la
ocasión para hacerse reconocer de paso, sobre los mismos,
7 mil libras de "comisión" y 8 mil de "gastos" no obstante
no permitirles sus instrucciones se cargasen comisiones a cuenta
del gobierno. Baring también acepta dar libras a ellos y
al agente de Rivadavia, pero obtiene se le permitiera cargar
131.300 libras por "cuatro servicios adelantados de intereses y
amortizaciones", más una comisión del l % sobre los
mismos (120.000 de intereses, 10 mil de amortizaciones y 1.800 de
comisión).
Con esas "extracciones" el empréstito del
millón de libras había quedado reducido a 552.700
netas antes de finalizar el mes de julio. Era comprensible se
mandase de inmediato a Buenos Aires y en oro, aunque nada
decían sobre esto último las instrucciones. Pero
desde el 2 de julio, el día siguiente de firmarse el Bono
General, Baring informaba a Buenos Aires no convenir "por
prudencia" mandar oro a tanta distancia, y proponía que el
remanente – salvo 60.000 libras (exactamente 64.041.1; £ 62
mil en letras y lo restante en doblones de oro); que creyó
prudente remitir a Buenos Aires para que por lo menos le tomasen
el olor – quedase depositado en su Banco londinense
abonándose al gobierno porteño "un interés
del 4 % anual, que es todo lo que podemos dar".
Las Heras, gobernador de Buenos Aires desde mayo,
insistía en que se le mandase el remanente y en oro. No le
parecía buen negocio pagar 60.000 libras anuales de
interés para sacar un promedio de 15.000 dejándolo
en Londres. Necesitaba el oro, no solamente por las angustias del
comercio porteño, sino en previsión de la inminente
guerra con Brasil. Ante la insistencia de Las Heras, Baring
adquiere once mil onzas selladas (exactamente 10.991) y las manda
a Buenos Aires en dos remesas; importaban 57.400 libras sin
contar el uno y medio por seguro y flete cargados al gobierno.
Más metálico no pudo o no quiso mandar, no obstante
las súplicas angustiosas de Las Heras que carecía
de moneda sonante para pagar el ejército nacional acampado
en Concepción.
El resto (alrededor de 450 mil libras) llegaría
espaciado a Buenos Aires a lo largo de 1826 en paquetes de letras
de cambio firmadas en su mayor parte por comerciantes de Buenos
Aires para pagos en Inglaterra. Nos volvía de Londres,
prestado a alto interés, nuestro propio crédito.
¿Qué se hicieron esos papeles? Con ellos no se
construyó el muelle, ni se fundó un pueblo en la
costa ni en la frontera, ni se instaló una
cañería de agua corriente. Tampoco se empleó
en los preparativos de la guerra con Brasil. Ni siquiera las 11
mil onzas de oro que Baring había enviado a
consignación del Banco de Descuentos y este, con la
aprobación del ministro García, reservó para
sus necesidades.
En primer lugar debieron reembolsarse al "consorcio" los
250.000 pesos adelantados, más su considerable
interés. El remanente (poco más de dos millones de
pesos) junto con otro millón de letras de Tesorería
se dispuso que fueran provisoriamente administrados por una Junta
para "entretenerlos productivamente" prestándolos (pese al
monopolio crediticio del Banco de Descuentos), al comercio de la
plaza; es decir a los integrantes del "consorcio"; los más
favorecidos fueron Braulio Costa y John Robertson que recibieron
juntos, 878.750 pesos; William Robertson 262.840, y Miguel
Riglos, 100 mil pesos.
En total la Junta Administradora prestó 2.0
14.284 pesos hasta el 24 de abril de 1825 en que traspasó
su cartera al recientemente creado Banco Nacional. Allí
los descuentos no se cancelaban por regla y renovándose a
medida que la cotización del peso bajaba, o se
finiquitaban por el sistema de "quitas" en vigencia, y las
"ganancias" se distribuían en beneficios del 14 y 15 % a
los accionistas particulares (el Estado no cobraba dividendos por
sus acciones), votados en asambleas que, a decir de Rosas en 1836
al incautarse del Banco "eran verdaderas fiestas en que
hacía el gasto los millones de pesos del empréstito
de Londres".
Como Baring previsoramente había retenido cuatro
servicios de intereses y amortizaciones, los vencimientos por
intereses y amortizaciones solamente empezarían el 12 de
enero de 1827. Seis meses antes de esa fecha, según los
términos del contrato, deberían girarse 30.300
libras (30 mil de intereses y 300 de comisión) que en
julio de 1826 en Buenos Aires no había materialmente de
donde sacarlos por la desastrosa situación financiera de
la presidencia con una guerra internacional y otra civil, y
bloqueado el puerto por los brasileños. No obstante,
Rivadavia "no quiso aceptar que por culpa de la aflígete
situación económica llegase a sufrir menoscabo el
prestigio de la república". [85]
Quiso pagar la deuda y en oro sonante, porque otra cosa
desmerecería el prestigio de la república. Lo malo
es que las onzas, que antes de la guerra estaban a 17, ahora
habían subido. Eso llenaba de angustia a Baring que
menudeaba sus cartas a Rivadavia, mientras los títulos del
empréstito bajaban en la bolsa de Londres de 90 a 58 1/4.
Pero Rivadavia pagó y en oro de buena ley. No cobraron el
ejército, ni la escuadra ni los acreedores del Estado,
pero sí los acreedores ingleses.
Conclusión
"… las cosas y asuntos de la
América Meridional valen infinitamente más para
nosotros que los de Europa, y que si ahora no aprovechamos,
corremos el riesgo de perder una ocasión que pudiera no
repetirse" George Cannig
Después de conquistada su independencia
política y disueltos los lazos coloniales con
España, los países de la región del
Río de la Plata ya no estuvieron sometidos en su historia
al dominio de un imperio formal. Sin embargo, está muy
difundida la idea de que desde principios del siglo XIX la
región estuvo bajo la órbita del imperio informal
de Gran Bretaña, (de hecho lo estuvo) la potencia mundial
con mejores condiciones para reivindicar en aquel entonces una
posición de supremacía global.
Desde el punto de vista británico, América
Latina era un área periférica extra imperio donde
los dilemas de la influencia política, expansión
económica y relevancia estratégica se planteaban no
en el sentido colonial clásico, sino en el marco de
ciertas reglas internacionales, muchas de ellas no escritas,
aplicables a las relaciones entre los estados soberanos de un
sistema westfaliano aún sin organizaciones multilaterales
permanentes, y sin restricciones legales al unilateralismo
discrecional de las potencias en la cima de la jerarquía
del poder mundial.[86]
Pocos días después que el Congreso de
Tucumán de 1816 declaró solemnemente la ruptura de
"los violentos vínculos" que unían las "Provincias
del Sud América" a la corona española, los
comerciantes ingleses residentes en Buenos Aires decidieron
reconocer de hecho la independencia del Río de la Plata
nombrando un representante ante el nuevo Estado americano. Seis
años atrás los barcos de guerra británicos
que se hallaban estacionados en el Río de la Plata
habían saludado entusiastamente, con una salva de
cañonazos, la destitución del virrey y el
establecimiento del gobierno revolucionario. Ambos hechos
pusieron de manifiesto el no oculto interés de los
sectores mercantiles y políticos de Gran Bretaña
por el proceso emancipador de América.
Desde los últimos decenios del siglo XVIII el
gobierno británico había demostrado gran
preocupación por los asuntos políticos de la
América Hispana, deseoso de romper las barreras legales
que el orden colonial había impuesto al comercio. Los
círculos mercantiles y financieros de Londres y Liverpool
presionaron constantemente sobre el Foreign Office para que
llevara adelante una política tendiente a abrir los
mercados americanos a la producción manufacturera de
Inglaterra y Gales.
Las posibilidades abiertas por el contrabando y,
posteriormente, por las reformas liberales de los Borbones pronto
se mostraron insuficientes ante la constante expansión
industrial de Gran Bretaña. Por otra parte, la
emancipación de las colonias americanas y las conquistas
europeas de Napoleón habían reducido
considerablemente la capacidad consumidora de sus mercados
tradicionales.
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