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Antaño: situación pueblerina de la Alta Axarquía Malacitana (página 3)



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De cualquier otra forma que se pueda dar la sexualidad en los individuos, estará carente de las potencias espirituales, que es el manantial del amor profundo y no alcanzará la cúspide de su desarrollo, porque solamente estará basada en aspectos potenciales del cuerpo a través de los sentidos, que los estimulan. El amor profundo entre una pareja de distinto sexo, trae aparejado unos grandes valores de castidad, en todos los sentidos; no solamente en las apetencias sexuales, que son controladas dentro de ese mismo amor, por la voluntad que los engrandece, hasta el punto, de que: cuando se hace irresistible, ambos agilizan sus propios consentimientos libremente, llegando comúnmente a la unión por el matrimonio; aunque cada vez existen más y más parejas que doblegados por la relajación social de los últimos tiempos, adolecen de la entrega convencida, dentro de su propia fe, porque se han relajado, en gran modo las creencias, ante los consentimientos de las costumbres, que admite las uniones de las parejas, incluso sin compromisos previos; dejando un gran margen de vulnerabilidad social a los hijos venideros de esas uniones. Lógicamente, que si no existe un sincero amor entre la pareja, que sea capaz de imponerse con una gran voluntad de sacrificio y abstinencia consentida ante los actos sexuales: las apetencias sexuales corporales, dominaran los sentidos y esclavizaran a los cuerpos de la pareja, debilitándolos ante las tentaciones de la carne prematuramente; no llegando a desarrollarse dentro del contexto preparatorio que la familia necesita para su supervivencia; constituyendo la abstinencia sexual, el triunfo de ambos libremente, ante las apetencias, que no deberían madurar, hasta la formación completa de la pareja. En algunos aspectos pudieran parecer mojigaterías de beatos fanáticos cuando se expresaba en términos muy alusivos a los contenidos religiosos, como cuando decía, con términos parecidos a lo siguiente: nuestras relaciones de pareja, deben estar siempre santificadas con los Sacramentos, que son los almacenes únicos, leales y transmisores del amor divino y todas las facultades, potencias y sentidos del individuo deben estar a su servicio para agradar a nuestro Creador y hacernos cada vez más dignos, gozando de su presencia, con todo nuestro cuerpo y nuestra alma. En nuestro intento de querer dominar siempre las pasiones que nos atenta, como pecadores que somos, debemos perseverar, luchar en todos los momentos y nunca desfallecer por alguna caída o fallo que cometamos; para ello debemos siempre recurrir a la oración, a pedir fortaleza para nuestros actos y sobretodo arrepentirnos firmemente de los actos negativos que hayamos cometido. Cuando la virtud se cimenta sobre convicciones y creencias en la fe comprendidas y admitidas se fortalece la personalidad del individuo, con una coraza, más firme que el acero y capaz de las más grandes empresas, tanto físicas como espirituales. La sexualidad de los individuos debe ser encauzada siempre hacia el fin natural, que siempre y en todos los seres vivos se ha dado de forma normal –procrear y el perdurar de las especies en la Naturaleza y a través del tiempo-. Para conseguir una estabilidad y fortalecimiento del individuo para cumplir fielmente con los mandatos divinos, habrá de encontrarse con toda normalidad en estado de gracia, porque, nunca le será fácil dominar sus paciones terrenales, sin la ayuda de su propia fe y la gracia divina, por medio de la cual se perfecciona. Las charlas del joven seminarista, solía acabar casi a las siete de la tarde y en varias ocasiones Francisco –el monaguillo mayor- había solicitado y conseguido de Agapito –el sacristán- el correspondiente permiso, para dejar cerrada la iglesia, tan pronto como había salido el último feligrés, con objeto de poder acompañar a su vecina Juanita; pero ésta sospechando de los momentos de espía, que éste había ejercido en algunos momentos –tratando de observarla o verla desnuda- la chica siempre declinaba su ofrecimiento de acompañarla; además no quería que la viesen por las calles del pueblo, acompañada de Francisco –el monaguillo mayor-; sentía mucha vergüenza y temía a los chismorreos de las vecinas; por lo que no consintió en ninguna de las ocasiones, que la fuese acompañando. Francisco –el monaguillo mayor-, al tercer intento de sufrir desaires, se sintió muy ofendido y ya no quiso repetir, ni fue muy persistente en sus intentos; además coincidió que al día siguiente, se marchó temprano de viaje a Antequera con Miguelillo –san la muerte– y con Blasico –mangas largas-.

Había llegado el día de su estreno tan deseado y tomó todas las precauciones, para que nadie en su casa o en la iglesia, pudiese notar su desplazamiento: a su madre le mintió, diciéndole: que los cuatro miembros de la iglesia estaban invitados al matrimonio que se iba a celebrar en la localidad vecina –pues los padres de los contrayentes eran muy amigos de Don Antonio –el sacerdote- y de Agapito –el sacristán- y le habían querido llevar con ellos a los dos monaguillos y así, él se atrevió a decir que si, para no contrariar al cura y al sacristán y a su madre le pareció bien y así se congratuló, cuando le preguntó su padre por él; mientras tanto al sacristán –Agapito-, solamente tuvo que decirle, que sus padres, tenía que ir a Málaga, para visitar a su abuela paterna, que había sido hospitalizada transitoriamente, para hacerles unas pruebas de la rotura de cadera, que había sufrido, días atrás y él tenía que quedarse en su casa, al cuidado de la casa y de algunos animales, que tenían en el corral. Mientras tanto Luis –el monaguillo menor- se hizo cargo de las tareas de ambos monaguillos y supo cumplir sobradamente con la tarea, no echando de menos, ni el sacristán, ni el cura –para nada- la ausencia de Francisco –el monaguillo mayor-, ni tan siquiera en los toques de las campanas: llamando a misa, o al Ángelus, nadie notó la fortaleza del otro monaguillo; tan sólo en el toque del rosario, Frasquita –la triste-, comentó con Luis –el monaguillo menor- en presencia del sacristán –Agapito-, que: cómo habían dejado sólo al muchacho, subir a la torre tan alta, para tocar las campanas, pudiendo sufrir un mareo o rodar por las escaleras; pero el sacristán, salió airoso rápidamente, argumentando que Francisco –el monaguillo mayor- se había tenido que quedar en casa, porque sus padres, fueron a visitar a la abuela paterna a Málaga. Momentáneamente Francisco –el monaguillo mayor- salió triunfante con su falsa coartada y pudo emprender su tan deseado viaje a Antequera, pero había quedado colgando de la cuerda floja, ya que Frasquita –la triste- era casi vecina de su abuela paterna y no tardaría en enterarse que su abuela, no se había movido de su casa, ni de su cama.

Aquella mañana del miércoles, Francisco –el monaguillo mayor- se levantó como las gallinas –al ser de día- y aunque su padre lo vio pulular por toda la casa a esas horas tan inusuales, no llegó a preguntarle nada, sobre lo temprano que se levantaba, tan sólo le comentó, que procurase traerle un puro de los que repartía el padrino de la boda; seguramente su madre: ya había advertido al padre, del viaje y compromiso de su hijo Francisco y el padre, quedó conforme, pues mientras fuese con el cura y el sacristán, nada malo podría pasarle. A las siete y media, ya estaba Francisco –el monaguillo mayor- camino del pilar, que estaba situado a la salida del pueblo, por donde pasaba la carretera, que enlazaba varios pueblos y accedía un kilómetros más adelante con la nacional, que llevaba a Antequera. Aún no había llegado Blasico –mangas largas- con el camión, pero si se encontraba allí su amigo y confidente Miguelillo –san la muerte-; pasaron más de veinte minutos cuando llegó y rápidamente los dos subieron por la puerta derecha de la cabina, sentándose Francisco –el monaguillo mayor- entre ambos: -pasa tú delante y deja la palanca del cambio, entre medios de tus dos piernas, para que Blasico –mangas largas- pueda cambiar bien; yo me quedaré junto a la puerta, por si tengo que apearme, para poner algún calzo necesario, en caso de avería del camión –le dijo- Miguelillo –san la muerte-, que se incorporó y cerró la portezuela, estando el camión en marcha.

-Bueno Francisco, le dijo el chofer-; pronto estaremos llegando a Antequera y lo primero que vamos a hacer es: descargar el camión, para no tener problemas después, porque empiezan a llegar muchos más camiones y hay que hacer colas; posteriormente haremos todo lo que tengamos que hacer. Bueno –le contestó Francisco –el monaguillo mayor-, yo no tengo ninguna prisa… ¿Cómo que no?: no tienes prisas por casarte con la rubia, de la que te habrá hablado Miguelillo –san la muerte-. ¡Sí, claro que quiero, pero sin prisas! Lo primero es lo primero, la obligación, antes que la devoción. Así es: le dijo –Blasico mangas largas-. Miguelillo –san la muerte- entonces le preguntó si se había traído dinero para pagar los casamientos de los tres y también le contestó afirmativamente. Ahora no cayó en la cuenta de que: cuando hablaron de ello, él sólo tenía que pagar lo del chofer, pero no, lo que supusiese, lo de los tres; pero cometió el error o torpeza para su economía de manifestar el dinero que llevaba encima, al manifestar: yo, -sólo llevo encima uno cincuenta duros- (cada duro equivalían a cinco pesetas), que son todos mis ahorros, pero tenía entendido, que no me iba a costar –incluida la morena de Blasico, más allá de veinte duros. Bueno, tú pagas hoy que otro día pagaremos nosotros, le comentó Blasico, por echar una mano a Miguelillo –san la muerte-. El camino transcurrió entre bromas –dimes y diretes- donde fueron los dos más avezados: riéndose de algunas novatadas que proferían hacia Francisco –el monaguillo mayor- que como no era tonto, se daba perfectamente cuenta de las mofas que le hacían, por ser la primera vez que iba a estar con una mujer; le daban consejos incomprensibles para un ser racional, e incluso le hablaban de posturas que debía adoptar o caricias y pellizcos que debía hacerle, para demostrar su machismo. Tanto cachondeo, terminó por enfadar al monaguillo mayor, que empezaba a sentirse ofendido y hasta casi arrepentido de haber empezado aquél viaje o al menos con aquellos dos elementos; los otros dos que no eran tampoco tontos –aunque sí: muy sinvergüenzas- se dieron cuenta, de que: por el camino que iban, no les conduciría a buen puerto, pues si Francisco –el monaguillo mayor- que era el portador del dinero, se arrepentía, debido a tantas bromas, como le iban dando, ellos: se podían quedar a dos velas o mejor dicho, sin disfrutar del correspondiente casamiento gratuito –con las putitas-, que tenían en mente. Fueron todo el camino lento, ya que el camión iba bastante cargado y en cualquier bache podría romperse un palier y se prolongó casi dos horas hasta llegar a las inmediaciones del Polígono de la Azucarera, que estaba situado unos kilómetros antes de llegar a la ciudad antequerana. Cuando llegaron al almacén de descarga de las almendras, ya había una cola de ocho camiones que estaban esperando el peso, para proceder seguidamente a la descarga, a la salida, pasaban otra vez por la báscula para anotar el taraje del camión y la jerga (los sacos vacíos) taraje; con el boleto que entregaba el encargado de la báscula, servía al conductor para asegurar que la carga había sido entregada y posteriormente al propietario de las almendras, para cobrar su importe en la fecha que tuviesen acordada. Era casi mediodía, cuando terminaron su tarea de descargar al camión y rápidamente se enfocaron en dirección hacia la entrada de la población. Muy cerca de la casa de putas, que tenían previsto visitar, dejaron el camión bien cerrado en un solar, al que tenían buen acceso y estaba transitoriamente dedicado a aparcamiento vigilado y del que ya sabía bien el chofer Blasico –mangas largas- y Miguelillo –san la muerte- por la cordialidad con que se desenvolvían con el vigilante del aparcamiento. La casa de putas, estaba situada a la salida noreste de la ciudad, poco después de pasar el arco antiguo de la zona amurallada y en la fachada de la acera, que años antes había estado ocupado por la zona del fielato. Aún es muy temprano, le comentó Miguelillo –san la muerte- a Blasico –mangas largas-, mientras Francisco –el monaguillo mayor- permanecía a la expectativa, callado e impaciente y esperando las decisiones que tomasen los otros dos. Llegaron pronto al burdel –efectivamente- pero los tres tenían tantas ganas de entrar en acción que casi atropellaron a la encargada, para que les exhibiera la mercancía que tenía disponible en esos momentos. Aún estaba una de las limpiadoras, fregando el suelo del salón bar, donde estaban extendidos tres largos butacones rojos a lo largo de las paredes, pintadas de color violeta fucsia, cada una de las cuales estaba adornada con un par de cuadros rectangulares, alusivos a imágenes de preciosas mujeres semivestidas, que mostraban largos escotes y cortitas minifaldas, parecieran ampliaciones de fotografías de otros tiempos, tomadas de algunas vedetes de la época del charlestón, por las posturas de baile que aparentaban tener, cogidas en algún movimiento rocambolesco. Los tres se sentaron el mismo tresillo y fue Blasico –mangas largas- al unísono con Miguelillo –san la muerte, quienes retiraron la mesita ovalada que estaba justo delante de ellos, para hacer más sitio, dándole más espacio a sus propias piernas, empujándola con la punta del empeine del zapato; quedando Francisco –el monaguillo mayor- sentado en medio de ambos. Era costumbre, mientras estaban sentados frente al mostrador del bar –a la espera de ver salir a las chicas de turno o disponibles en aquellos momentos- pedir alguna consumición, que por consejo de la encargada, casi siempre era: un botella de champán (cava español), para hacer la espera: más agradable, además hacía algún tiempo para que se preparasen las chicas y pudiesen recibir a los tres clientes oportunamente. Fue Blasico –mangas largas-, que por ser el mayor de los tres: llevaba la voz cantante, el que se pronunció afirmativamente, ante la encargada, consintiendo en que podía traer la botella de champán, que ella misma había propuesto. En el fondo de sus neuronas, consintió y se atrevió a consentirlo, porque sabía bien, que no iba a ser él: quien la pagase, tal cómo previamente había calculado. Pronto sirvieron la bebida y llenaron tres copas frente a cada uno de los visitantes, sobre la mesa y no habían consumido, ni la primera copa, cuando aparecieron tres chicas, muy maquilladas, alguna de ellas, aún con cara de haber dormido poco o haber sido despertada de improviso. Una de las chicas, tomó la palabra para manifestarles abiertamente: -hoy habéis madrugado mucho-. Sí, le contestó Miguelillo -san la muerte-: es que: os traemos a nuestro amigo Francisco –el monaguillo mayor- y giró la cabeza hacia la izquierda, para fijarse en el amigo que estaba sentado junto a él, para seguidamente, seguir manifestando y tratando de dirigirse a la chica del pelo rubio, que estaba sentada -justo enfrente-: nuestro amigo viene por primera vez aquí y será también su primera vez en estar con una mujer ¿verdad Francisco?, le preguntó sorpresivamente, mientras que a Francisco –el monaguillo mayor- se le subieron todos los colores del arco iris a la cara. La chica rubia, sorpresivamente para todos, se levantó y extendiendo la mano a Francisco, le comentó: vente conmigo ¡mi alma, que te voy a hacer un hombre!; torpemente –el monaguillo mayor- pudo salir de entre los dos compañeros y hasta hizo un intento de querer pasar por encima de la mesita y estuvo a punto de volcar la botella del champán, que aún estaba por la mitad. Finalmente, Miguelillo –san la muerte- se incorporó un poco y pudo pasar por delante de él, mientras era tirado por la chica rubia, que no lo soltó –llevándolo de la mano y tiró levemente de muchacho, toda las escaleras arriba, hasta que llegó al rellano superior- donde empezó a hablarle en otros términos: ¿cómo te llamas?, –le preguntó- y él le contestó: me llamo Francisco, pero tú me puedes llamar Paco, quien a su vez le solicitó su nombre; y, -ella le contestó- yo me llamo Margarita. Anduvieron menos de tres metros, por un pasillo, totalmente tapizado de un fieltro color rojo y Margarita, sacó una llavecita de su pequeño bolsillo, con la abrió fácilmente aquella cerradura, al tiempo que con un leve empujoncito, se abrió lentamente.

Pasa le indicó Margarita a Francisco y cuando lo hubo hecho y ambos se encontraban dentro de la habitación, cerró nuevamente la puerta y echó la llave por dentro, la sacó y la volvió a introducir en su bolsillo.

Otra vez empezó a interrogarlo, de la forma que a Francisco menos le gustaba: ¿es cierto que nunca estuviste con una mujer?, ¡si es cierto!, nunca tuve oportunidad, le contestó; ¿pero ni siguiera con alguna niñita de tu colegio o vecina tuya?, no con ninguna, nunca se presentó esa ocasión; entonces Margarita, le preguntó: si traía dinero para pagarle su servicio y Francisco -le dijo-: que sí y que si ella quería: le pagaba ahora mismo, a lo que asintió con la cabeza Margarita; ¿cuánto cuestas –sin ningún tacto, ni formulismos- le preguntó Francisco –el monaguillo mayor- a lo que ella resueltamente le contestó: para ti serán sólo 40 pesetas, porque me caes muy bien, me gustas y espero que repitas muchas veces tu visita conmigo. Está bien, y sacando su cartera –de piel de cabra- del bolsillo trasero de su pantalón, sacó un billete de 50 pesetas del mismo color que las paredes de la habitación y se lo entregó a Margarita –la rubia- y antes de que ella pudiese contestarle, con lo de: cuando bajemos, te devolveré las 10 pesetas que sobran; él le anticipó, que el resto de lo que sobraba, era su propina, por lo simpática que era y para que: se tomase algún refrigerio a su salud, cuando tuviese ocasión; ella le dio las gracias, le agasajó con un guiño a la vez que le manifestaba abiertamente, que era todo un caballero espléndido y que también le agradaba mucho. La Rubia Margarita, a partir de entonces procuró esmerarse en complacer a Francisco –el monaguillo mayor- en todo lo que –en esos momentos- estaba al alcance de su mano y, para ello empezó: por prepararle un baño, como nunca en su vida, había tenido –el monaguillo mayor-, la oportunidad de tomar. Cuando la bañera estaba media de agua a unos 23 ºC, ella misma lo desnudó y lo hizo introducir dentro de la bañera, seguidamente ella se desnudó completamente y también se metió en la bañera, colocándose frente al chiquillo. Francisco -el monaguillo mayor- hacía tiempo que se sentía rucho, pero hasta pasados unos cinco minutos dentro de la bañera, con la tibieza del agua y algunos contactos corporales con el cuerpo de su acompañante, no llegó a eyacular completamente, lo que notó Margarita –la rubia- por las expresiones de excitación que manifestaba Francisco –el monaguillo mayor- a quien se le escapaban algunos suspiros, al tiempo que en su cara, se podía apreciar un estado de flatulencia complaciente y llena de debilidad momentánea. Al notar estas expresiones de éxtasis sexual, Margarita, lo atrajo hacia sí, al tiempo que se entrelazaba con sus piernas a las de Francisco, provocándole un nuevo deseo y en esta ocasión, lo estuvo acariciando en sus partes, hasta que en su nuevo deseo, lo notó con el miembro potente y no paró hasta haberlo introducido dentro de su vagina.

La rubia Margarita, se dejó llevar por la placidez del momento y no quiso provocar una eyaculación precoz en Francisco –el monaguillo mayor- le dejó mecerse al ritmo lento del agua de la bañera, al tiempo que le llenaba de besos concupiscentes toda su cara y hombros, alcanzándole en aquellas partes que tenía a su alcance. No tardó nuevamente en eyacular el joven y ninguno de los dos hizo el más mínimo gesto, ni movimiento, como para que semen no quedase en la vagina de Margarita. A pesar de que Margarita –la rubia- llevaba varios meses en aquél burdel, seguía siendo una sentimental jovencita de un pequeño pueblo de la Serranía del Torcal, que habiendo sido seducida por el patrón de su padre –ricachón del pueblo-, se había visto despechada por toda la familia, a raíz de que fue cogida -in fraganti-, por la esposa del patrón, en su propia cocina, donde servía desde su tierna edad. Quizás el padre, por acobardarse o por temor a no perder el puesto de trabajo con el patrón, con el que llevaba batallando en sus campos desde hacía más de 25 años, no tuvo otra peor salida, que la de tildar a su hija de puta y echarla de su propia casa, en vez de haber pedido responsabilidad del señorito, por haber seducido a su hija que aún era menor de edad. En estas circunstancias, la joven no tuvo otra opción que seguir los consejos del recovero del pueblo, quien conocía el antro de Antequera: allí la recomendó y luego de la estancia de la rubia –Margarita-, llegó a hacerse uno de sus mejores clientes. Aquel mediodía, durante la visita de Francisco –el monaguillo mayor- y de su encuentro con Margarita –la rubia- , putica en el burdel de las afueras de Antequera; pareciera que se habían encontrado –el hambre con las ganas de comer-, porque al cabo de unas dos visitas más que le hizo Francisco a Margarita, ambos se conocían perfectamente y con todo lujo de detalles en los acontecimientos de sus respectivas niñeces y pubertades. Poco a poco, ambos fueron fomentando una reciprocidad tan continua y entregada, que el cepillo cercano a la pila bautismal de la iglesia, parecía estar totalmente apolillado a los ojos de Agapito –el sacristán-. En muchas ocasiones, en las que Francisco –el monaguillo mayor- metía la mano, no llegaba a alcanzar los fondos apetecidos, para su próximo viaje al burdel de la ciudad antequerana, por lo que se vio obligado: a repasar los otros tres, que aunque estaban situados en sitios estratégicos del recinto religioso, nunca llegaban a estar tan cuajados de promesas, como lo era el anteriormente prestigioso cepillo del lado derecho de la pila bautismal. Tomó tal adicción a sus encuentros, que las visitas, se llegaron ha hacer tan frecuentes, por parte de Francisco –el monaguillo mayor- a su amada Margarita –la rubia-, que llegaba a optar por sobornar a su vecino Pedro –el garrafín- para que éste le dejase una derbi de 75 c.c. –que por entonces, no necesitaba carnet, ni permiso especial, para manejarla- y trasponía como un rayo, camino de la Vega antequerana. Siempre que llegaba a horas posteriores del mediodía, tenía que esperar casi una hora, a que: la rubia Margarita estuviese disponible; pues había cogió bastante prestigio entre la clientela y era muy demandada, por su fogosidad, sobre todo: por los que no habían sobrepasado la cincuentena años; parece ser que la chica se había convertido en una máquina come hombres, que aparentaba gozar al unísono, acompasada con cada orgasmo. Poco a poco Francisco –el monaguillo mayor- fue descuidando sus obligaciones de asistir a las clases de Don José –el único maestro del pueblo- y hasta llegó a quejarse el profesor a sus padres, con una nota que les mandó, poco antes de Navidad, pero Francisco –el monaguillo mayor-, se excusaba: argumentando que las obligaciones de la iglesia, en muchas ocasiones le llevaban a tener que hacer la rabona en las clases que impartía Don José, en la escuela unitaria. Realmente, algo de razón tenía en sus excusas, pero el tiempo que consumía en la iglesia, casi todo él, estaba encauzado: en controlar y encontrar los momentos adecuados para revisar y requisar los cepillos, tratando de hacer fondos, para encaminarse a ver a Margarita –la rubia-. La chica en cada encuentro, ponía toda su experiencia y entrega personal en agradar al monaguillo mayor, que sin saberlo, se había creado una adicción sexual, tan enraizada, que hasta estaba pensando en raptarla y llevarla con él a casa de su abuela y hubiese sido capaz de hacerlo, si no hubiese pensado fríamente en las consecuencias que tendría, de llevar a cabo sus pensamientos, ante la oposición de su padre; a los demás miembros de su familia no les temía en absoluto, pero su padre: era hueso duro de roer. Ambos llegaban a permanecer entrelazados, la mayor parte del tiempo que estaban juntos, llorando sus penas, aunque Margarita –la rubia- estaba siempre mucho más resignada, pareciera ser, que: las penas con pan son menos y la chica: ya estaba muy bien adaptada al ambiente y no carecía de los más elementales de sus caprichos femeninos. En más de una ocasión pensó: -donde voy a ir yo, con un mocoso de tres al cuarto, que no tiene arte, ni parte y mucho menos porvenir, para soportar las exigencias de una mujer, como yo; pensándolo fríamente, mejor me marcho de aquí con el señorito de Alcalá, que yo me lo viene proponiendo desde hace muchas semanas y cada vez que viene a verme, se empeña en sacarme, aunque sea enlazada sobre sus hombros, como si yo fuese un costal de trigo. Ese sí que está colado por mí y no dudo que me tendría como una gran dama, pero habría que cambiarlo por lo que representa para mí el tal Francisco –se decía mentalmente, la mayoría del tiempo que estaba libre y fuera de las sábanas blancas-. No lejos de aquellos días, aconteció que Margarita –la rubia- empezó a notar sorpresivamente: su primera falta menstrual y aunque ella siempre procuraba lavarse: muy bien, profundamente y rápidamente después de sus coitos; todos los síntomas denotaban que no había ninguna duda al respecto. Los primeros días de saber de su mal menor: ella vivía en una continua angustia, hasta que empezó a pensar, cual de todos los hombres, que la habían visitado en los últimos cuarenta días, podría ser el responsable de su embarazo.

Repasó uno por uno todos ellos y finalmente, sus sospechas recaían en una media docena de hombres.

Al que primero responsabilizó, fue a Francisco –el monaguillo mayor-, porque era con él, con el que se había dejado llevar siempre: más allá de su voluntad y coincidía: haber yacido dos veces, casi consecutivas, en las fechas más cercanas a los diez días posteriores de haber terminado su último ciclo menstrual; otro de los sospechosos, era su fiel amante de Alcalá la Real–pero ella siempre había estado consciente y se lavaba muy bien, después de sus eyaculaciones-; aunque había sido algo más negligente en la últimas dos ocasiones que la frecuentó, ya que desde hacía algún tiempo, empezó a tener profundos deseos de tener un hijo de ese terrateniente adinerado y sin hijos, con el que suponía podía fugarse a las tierras lejanas de Jaén y dejar para siempre su vida superflua y frustrante.

A pesar de todas sus suposiciones, nunca llegó a pensar en el dueño del burdel, con el que dormía casi todas las noches; pero como ese era un macho compartido por varias de las compañeras de la casa, ella no llegó ni a tenerle en sus pensamientos. De todas formas –se dijo para sí- ¿qué importa, el que pudiera ser el padre, yo me basto para criarlo y que no le falte de nada?

La solución a su situación, tenía que determinarla ella, lo más rápidamente posible; pues no le sería posible ejercitar su actividad por mucho tiempo más y además, tenía que hacer ver al padre –que ella previamente eligiera- la situación en la que se encontraba y observar la reacción que adoptaba el individuo.

No quería reparar en otro hombre, mejor que Don Antonio –el jienense de Alcalá-, seguro que no lo encontraría; ni tan siguiera Francisco –el monaguillo mayor- que tanto le gustaba a ella; desgraciadamente, se daban las circunstancias de su corta edad, estar pendiente del Servicio Militar y no tener una economía estable, que pudieran darle a ella a su futuro bebé una estabilidad de futuro.

Otros clientes, que también hubieran podido tener opción a ser padre –debido a algún descuido, que ella no llegaba a atisbar- los había desechado de antemano, por no llegar a tener un conocimiento claro de sus personas y mucho menos de las situaciones de compromisos sociales, sus estados civiles y tampoco sabía nada, en cuanto a lo tocante a su solvencia económica.

Desde el primer viaje de Francisco –el monaguillo mayor- al burdel de Antequera –cuando fue llevado por Miguelillo –san la muerte- y Blasico –mangas largas-; siempre que pudo fue sólo: bien tomando el autobús o pidiéndole la motocicleta prestada a su vecino Pedro –el garrafina-, que era la mayoría de las veces –previo pago de cinco litros de gasolina-; pero las cosas empezaron a ponerse muy dificultosa; debido, por una parte: a que el sacristán –Agapito-no perdía ojo de los cepillos –no hay mejor vigía, que aquél: al que están robando-, con lo que: se veía y se deseaba, a todas horas, para llegar a juntar las pesetas suficiente para poder costearse aquellas escapadas; por otra parte, aquella excusa que se inventó para el miércoles, de su primer viaje: fue destapada, como una tremenda farsa y que fue descubierta por la beata Frasquita –la triste-, que pudo comprobar, que su abuela, ni estaba internada en un hospital de la capital, ni había ido ese día acompañada de sus padres a hacerse las correspondientes pruebas de traumatología, como consecuencia de su recuperación de la rotura de la cadera. Afortunadamente para él, no llegó a sospechar nadie de su casa, pero motivos suficientes dio: para que se enterasen el cura, el sacristán y Frasquita –la triste- que lo pusieron en observación desde entonces y lógicamente pasó a estar en la cuerda floja y con una opinión muy negativa de futuro. A pesar de que Agapito –el sacristán- lo sonsacó en varias ocasiones e incluso lo zarandeó una tarde, que no estaba de muy buen humor, no consiguió saber los motivos, que le habían inducido a mentir tan vilmente, para no estar presente en los oficios religiosos, todo aquél día. El sacerdote, mucho más distraído y ocupado en sus asuntos sociales y de relación con el clero, que el propio sacristán; se limitó a recordarle sus obligaciones y comentarle que los mentirosos tienen los pasos muy cortos. A pesar de ello, ni siquiera en la confesión, daba cuenta de los pecados que estaba cometiendo, tanto de las mentiras ocultadas, como de los pequeños hurtos a los cepillos y muy especialmente de los actos de lujuria que venía cometiendo. Ya no veía con tanta frecuencia a Miguelillo –san la muerte-, ni llegaba a hacerse el encontradizo con Blasico –mangas largas-, cuando tenía interés en viajar con ellos, como lo hacía en los días posteriores a sus primeras escapadas y en ello había influenciado mucho: el aprovechamiento que maliciosamente habían personificado en él los dos (chofer y ayudante), que eran más avezados en ese tipo de cuestiones; pues cuando salieron los tres –aquella tarde- del burdel, no solamente se había dejado Francisco –el monaguillo mayor- todo el dinero que llevaba encima de su cuerpo, sino que quedó debiendo 30 pesetas más: de la cuenta que habían hecho entre los tres y que le adjudicaron íntegramente él; teniendo que dejar su reloj de pulsera en prenda de la deuda y pudo recuperar días después, en su segunda visita. En aquellos momentos pensó sabiamente: -una y no más, Santo Tomás- y después: efectivamente, supo cumplir con su pensamiento.

Había llegado nuevamente el verano y desde lo alto de la torre de la iglesia, los días casi siempre eran más claros y luminosos, que en los meses anteriores; se podían contemplar muchas de las casas del pueblo con toda nitidez y en muchas de ellas, sus moradores haciendo diferentes cosas; pero lo más sorprendente de todo –en ojos de Francisco –el monaguillo mayor- era: la bonita estampa que destacaba, cuando la luz matinal chocaba contra la parte este del Torcal de Antequera y hasta se podían vislumbrar los reflejos o resplandores que daban las lunetas de algunos vehículos que circulaban por aquella carretera de montaña.

Muchas mañanas, aún sin tener que tocar las campanas, Francisco –el monaguillo mayor- se escaqueaba del control del sacristán y subía directamente al campanario, tan sólo: por admirar la belleza del paisaje, al tiempo que fomentaba la nostalgia de los momentos vividos, confidencialmente con su Margarita –la rubia-: a la que había tomado tal adicción, que ante las largas pausas, que estaban sobreviniendo a sus encuentros, debido a su escasa economía: optó por satisfacer su instinto personal primario, hojeando las dos revistas pornográficas, que siempre tenía escondidas en un mechinal alto, junto a la campana mayor, en previsión de que, algún día: pudiesen ser localizadas por Agapito –el sacristán-, si le daba por subir a la torre. Sólo Luis –el monaguillo menor- sabía de su existencia y del lugar del escondrijo. Se calentaba de tal modo, que ante sus pensamientos libidinosos, imaginando algunas de las caricias que llevaban consigo sus últimos encuentros físicos con Margarita y la influencia de aquellas posturas pornográficas, que resaltaban en las páginas de la revista: su instinto sexual, rebosaba por encima de cualquier concepto moral, e incluso sin respetar el lugar sagrado donde se encontraba, se ponía como un rucho en celo, hasta fogar en una masturbación personalísima, que sería progresivamente el remedio eficaz y el sustituto malicente de sus instintos torcidos, dejándose llevar por sus deseos y experiencias, conocidas desde su más tierna pubertad. Desde hacía años Francisco –el monaguillo mayor- se había habituado a masturbarse con bastante frecuencia, casi siempre imaginando escenas atrevidas de algunas de las películas que pasaban en el cine de José –el chivo- los sábados y los domingos, donde casi todas las parejas del pueblo iban a sobarse y donde casi todos los asientos estaban manchados de la sabia joven del municipio. Aún recuerda Francisco –el monaguillo mayor-: cuando tuvo que venir la pareja de la Guardia Civil, en la que tuvo que desalojar y cerrar la sala de proyección, en ayuda y apoyo al único municipal del pueblo, aquella noche en la que estaban pasando, como novedad el Último Cuplé. Constituía casi un escándalo aquellas escenas donde, la protagonista –Sarita Montiel- era asediada por un militar, hasta llegar a tratar de besarle sus lolas. El cine quedaba en total silencio –especialmente en esas atrevidas escenas-, cuando se oyeron gritos e insultos de tal magnitud, que el maquinista: tuvo que detener la proyección y encender las luces, para averiguar lo que ocurría y el motivo de tal escándalo; el alboroto, que se formó en la sala del cine de José –el chivo-, provenía de Matildita la mujer de Joseico –el manso-, ricachón del pueblo, que como consecuencia de haber sido alcanzada por el semen de Miguel –el verraco-, que en esos momentos estaba disfrutando de la paja que le estaba haciendo su novia Mariquilla –María Martha- dos filas más atrás; formó tal escándalo, que todo el mundo glorificó al macho, cuando apreciaron el incidente. De resultas de aquél incidente algunas personas de las filas anteriores a la pareja, se sintió escrupulosamente salpicada, pero nadie organizó tanto escándalo, como Matildita e incluso, se llevaron al causante detenido a la cárcel, donde pasó la noche y al día siguiente lo pasaron a disposición de la autoridad judicial correspondiente, donde le fue severamente advertido de su gran falta y multado con 500 pesetas, más el costo de la limpieza de las prendas de los afectados. No con mucha frecuencia solían darse estos acontecimientos en las secciones de cine, pero varias de estos casos, con mayor o menor escándalo, solían acontecer a lo largo de todo el año. Los comentarios de todo tipo, incluso ampliando enormemente los hechos, circulaban por todas partes durante semanas y era la comidilla diaria de las solteronas y beatonas del pueblo, que en su fuero interno anhelaban verse en las circunstancias por las que pasó la tal Mariquilla –María Martha. Pensando en aquellas atrevidas escenas –de la misma película- según le comentaba una mañana Francisco –el monaguillo mayor- a su compañero Luis –el monaguillo menor- y estando ambos en el campanario, después de hacer el segundo toque para llamar a misa dominical y se quedaron arriba de la torre hasta cinco minutos después para dar el tercero y último de los llamados; momentos que aprovechó Francisco –el monaguillo mayor- para recrearse, una vez más: hojeando las revistas pornográficas, que tenía escondidas en el mechinal junto a la campaña mayor. Encendió su acostumbrado cigarrillo y no llevaba, ni tres hojas pasadas de la primera revista, cuando exclamó con toda rotundidad ¡coño, si esta tía es la que salió en el cine, que dieron el domingo, cuando el follón que organizó Miguel –el verraco y su novia- manchando toda la peluca de Matildita, la mujer de Joseico –el manso-; Luis –el monaguillo menor- sabía algo del incidente, pero su tía Antonia, cuando se la estaba contando a su madre y le vio entrar en la cocina, se calló inmediatamente y no llegó a sospechar nada de lo que había pasado en el cine aquella noche. Mira Luis, yo juraría que esta tía es la misma que sale en la película del Último Cuplé y le mostró la foto de la vedette que salía en la foto, totalmente desnuda; al tiempo que le fue relatando todo el incidente acontecido en la sala del cine. Parte del relato, ni siquiera llegó a entenderlo Luis –el monaguillo menor- que aún conservaba su inocencia pueril, aunque con aquellas imágenes, algo se prendió en él, que estuvo dándole vueltas a sus escrúpulos por más de dos días, hasta que se atrevió en una ocasión, en la que estaba sólo para dar las vísperas del rosario, a trepar un poco, hasta alcanzar las revistas que guarda Francisco –el monaguillo mayor- en el mechinal junto a la campana mayor; en esa ocasión estuvo a punto de salirse por el hueco de la campana mayor, al resbalarse de una pequeña caja de madera, que había colocado para poder alcanzarla. Allí estuvo Luis –el monaguillo menor- durante más de un cuarto de hora, repasando todas las imágenes desnudas y en distintas posturas, que le brindaban las dos revistas y aunque era muy joven, notó como se le removía la sangre y algo más que trató de aplacar por primera vez en su vida. Sin quererlo, se metió de cabeza en un calvario, cuya salida no veía por ninguna parte, hasta que, llevado por su excitación, ideó finalmente masturbarse, como tenía entendido, que frecuentemente hacían otros chicos del pueblo: sintió unos escalofríos especiales y unos tembleques desacompasados, que le llevaron a un estado febril de sensaciones desconocidas: se había masturbado por primera vez y aunque tenía algunas nociones del acto, por los comentarios, que ya le había hecho otros y especialmente su compañero Francisco –el monaguillo- no le dejó de sorprender, ruborizar y asustarle al mismo tiempo, temiendo que con ello podía adquirir una enfermedad, que le llevara a parecerse a su compañero; cosa que no deseaba, bajo ningún concepto. Después de aquella primera masturbación que se propinó Luis –el monaguillo menor- estuvo todo el resto de la tarde y media noche, pensando en la forma que tendría que adoptar ante Don Antonio –el sacerdote- para confesarle su pecado, tan pronto como entrase en el confesionario; pues siempre andaba muy falto de tiempo la víspera de la misa y no quería caer en falta a los ojos de Agapito –el sacristán-; por otra parte: llegó a pensar en callarse, como si no hubiese pasado nada, aquella tarde en el campanario; pero no podía dejar de comulgar, como era costumbre en él todos los días; se vería en un serio aprieto, si lo ocultaba; tampoco podría, bajo ningún concepto, recibir la ostia, estando en pecado mortal; aquello sería su perdición total y la condena eterna de su alma.

Sabía perfectamente del acto prohibido que había cometido, su conciencia se lo reprochaba y que él lo había consentido voluntariamente, como dejándose llevar por un deseo natural para satisfacer algo desconocido, por lo que tarde o temprano debía pasar, según había oído en algunas tertulias de mayores –incapaces de saber guardar, ciertas opiniones delante de los niños-.

También se daba perfectamente cuenta de que había ofendido a Dios con ese acto impuro y que tendría, sin remedio, que confesarse a Don Antonio, para que le fuese perdonado su pecado y poder recibir la comunión, como lo hacía cada día, desde su Primera Comunión. No le quedaba otro remedio, que presentarse ante Don Antonio –el sacerdote- a la mañana siguiente y confesarle todo lo que le había ocurrido, muy a pesar suyo; pasaría mucha vergüenza, pero finalmente conseguiría el perdón de Dios y volvería a ser nuevamente, como antes venía siendo y procuraría no volver a cometer más actos impuros. Con este convencimiento se durmió aquella noche, poco antes de que se levantaran sus padres, que en ningún momento advirtieron del desvelo de su hijo.

Tan pronto como Luis –el monaguillo menor- vio entrar a Don Antonio en el confesionario, se acercó directamente a la parte central del habitáculo, con la cabeza baja y con un aspecto meditabundo, que rápidamente percibió el sacerdote: quién con sumo tacto y cariño lo acogió, para administrarle el sacramento de la penitencia. Apenas si fue capaz de pronunciar palabra, cuando se arrodillo en la tarima, delante de Don Antonio. ¡Ármate de valor, que nadie te va ha hacer daño, Dios es todo amor, y quiere a todos sus hijos, por muy pecadores que éstos sean; estén complacidos dentro de su rebaño! –fueron la primeras palabras, con las que el confesor lo acogió, manifestándole progresivamente: que tuviese confianza y dijese todos los pecados cometidos y sin temor -desde su última confesión-; sólo había confesado –en tres ocasiones anteriores- pequeños pecados veniales y aunque también lo hizo delante de Don Antonio, en esta ocasión, su pecado era terrible y vergonzoso, por ello iba tan atemorizado, pero dispuesto a pedir perdón. El sacerdote, casi tuvo que imaginar y sacarle su gran falta, hasta que pudo acertar con el acto impuro que había cometido y repasó con el –monaguillo menor-toda una lista de pecados veniales, muy corrientes entre los chicos de su edad. Después que hubo asentido con la cabeza a la mayoría de las preguntas que le hacía el sacerdote, éste le interrogó nuevamente, sobre: si tenía otros pecados guardados en su cabeza y, por algún tipo de vergüenzas, no quería manifestarlos y Luis –el monaguillo menor-, contestó de forma negativa con total rotundidad, convencimiento y sumisión. Don Antonio, después de imponerle una penitencia, consistente en la asistencia al rezo en la iglesia, de cinco rosarios consecutivos, le habló largamente sobre la castidad que debía observar en los sucesivo, para seguir agradando a Dios y ejercitándole en un firme deseo de arrepentimiento y de constricción; y como en esos momentos no había nadie, haciendo espera para confesarse, le soltó las siguientes frases moralistas, con las pensaba formar parte de su predicación, después de la lectura del evangelio y aprovechando el sacramento del matrimonio que iba a impartir a dos nuevos contrayentes, en la cercana misa matutina de las 11 de aquella misma mañana.

El dominio de la voluntad ha de mantenerse en continúa guardia, para fortalecer el espíritu, dominar las pasiones y las apetencias de los sentidos. Los jóvenes como tú –Luisito- deben conservar la pureza, como oro en paño, que no debe sobarse o manipularse a capricho de los sentidos, para atender las tentaciones, que en todo momento nos acechan, inducidas por el demonio para hacernos caer en el mal.

"Hoy en día los conceptos sociales han cambiado mucho y se ven las pasiones, desde otro punto de vista, no como eran: en aquellos años de la postguerra civil y bajo las estrictas normativas sociales y morales de la dictadura franquista. Con el transcurso del tiempo, esa normativa se ha ido refinando e influenciados por los comportamientos y costumbres de otras sociedades, se considera hoy en día, que: la masturbación es muy normal entre los hombres y las mujeres, sin que sea perjudicial para la salud, sino un medio eficaz, de llegar a conocer mucho más íntimamente nuestros cuerpos. El tabú, en el que se ha mantenido todas las relaciones y actos sexuales a lo largo del tiempo, descorrió su cortina con la llegada de la democracia; para dar lugar, en muchos casos: al libertinaje desacompasado, que ha roto la mayoría de los conceptos y valores, que teníamos con la observancia del sexto mandamiento; llegando incluso a admitirse, que: sea muy normal la masturbación entre hombres y mujeres e incluso en una mezcla erótica de los sexos, sin importar el género o las mezclas que se hagan de ellos. Aquellas ideas de la castidad, que preserva a algunos individuos en su integridad, del peligro de las tentaciones sobre la carne fuera del matrimonio, dejaron de existir hace mucho tiempo, porque ha habido un relajamiento en la fe entre los miembros de la sociedad, que se han convertido en feligreses poco practicantes –creyentes de comodidad y por tradición, pero poco sacrificados en la fe, ni convencidos de muchos de los dogmas-; quizás para ello, hayan influido, en gran medida: el relajamiento en las enseñanzas religiosas, los medios de comunicación (divulgando muchas conductas tachables, dentro del cuerpo religioso) y muy especialmente la falta de autoridad dentro del seno de la familia, como consecuencia de las exigencias sociales en las tareas y emprendimientos que los padres han de soportar para sacar sus obligaciones adelante y dando cada vez menos importancia a la formación de los hijos en la fe.

El esfuerzo reiterado, que se hace necesario para el dominio de las tentaciones, aparentemente no se ve recompensado en los momentos actuales, donde todo se ha vuelto mucho más material, en busca de la comodidad y la consecución de un estatus social –casi siempre aparente- en detrimento de una castidad, que cada vez es menos valorada terrenalmente. El dominio de si mismo, por el individuo actual, está en plena decadencia y éste dirige –mayoritariamente- todos sus esfuerzos en conseguir bienestar material, que le proporcione una vida más placentera. Bien es verdad, que: el hombre actual se ha relajado en la práctica de sus creencias, para fomentar sus apetencias mundanas y en las comodidades, haciendo, cada vez más negligentes sus prácticas de los valores espirituales: basados en el cumplimiento de las leyes divinas; pero –hoy en día- no basta con una simple información, sobre los conceptos de la castidad individual, para que seamos cada vez más perfectos, ni tampoco es suficiente con una instrucción adecuada sobre los aspectos biológicos de la sexualidad; sino que debemos poner especial énfasis en formar individuos con capacidad de sacrificio, que se fortalezcan, especialmente: en sus valores personales y morales, como verdaderos seres racionales, con cuya ayuda puedan ser capaces de preservarse sanos e íntegros, hasta la llegada sus respectivas etapas de engendrar vida nueva, cuya responsabilidad y formación, debe constituir la primordial meta de la existencia del hombre sobre la Tierra.

Siguió dándole consejos el confesor a Luisito, tratando de fortalecer su conducta y previniéndoles de las acechanzas, en que se encontraban todos los mortales desde el momento de nacer, aplicando parte de todo el discurso que mentalmente llevaba preparado y ampliándole muchos conceptos, para que no le cogiese de sorpresa el mundo actual, al que sin remedio tendría que incorporarse en etapas venideras.

Querido hijo –le dijo- queriendo ganar mucho más su confianza: algunos eruditos atestiguan, que es muy normal y hasta seguro masturbarse; claro que están muy equivocados, porque: aunque aparentemente no llegará a menguar la fortaleza del cuerpo, que tiene el don de recuperarse, en la mayoría de las ocasiones, de los abusos que hacemos de él, como al igual que se recupera de las extracciones de sangre, de los traumatismos o de la mayoría de las enfermedades; muchos de éstos eruditos: no caen en la cuenta del conflicto que se genera en el interior del alma de cualquier niño en formación, que copia lo que ve y suele experimentar las tendencias de los demás. Por lo tanto Luisito, no creas todo lo que leas, ni todo lo que oigas con respecto a las apetencias del cuerpo y su relación inmediata con el alma; sobre todo, debes tener muy presente, que: algunos de ustedes no llega a la total madurez, como individuo, porque no ha sabido discernir, lo bueno de lo malo; la salud de la enfermedad; la virtud del pecado; etc., y se quedan por la mitad del camino: en una formación precaria, con la que nunca llegaran a alcanzar la madurez total que el hombre adulto necesita para enfrentar la vida dura que le espera y hasta en algunos casos, se queda en algún recodo del camino, porque sus pecados, especialmente contra el sexto mandamiento de la Ley de Dios, le condujeron a contraer alguna enfermedad venérea, que les anticipó una muerte prematura. Cualquier adolescente que caiga precozmente y aún en proceso de formación en la masturbación, terminará frecuentando en sexo, allí donde le sea más propicio, porque dejará de tener el dominio necesario para abstenerse y correrá un camino de espinas impredecible. No quiero que tú seas uno de esos muchachos, que queriendo experimentar los actos, que oíste por otros, de que: lo hicieron, arruinaste tu vida y el futuro que te espera lleno de esperanza. Por otro lado, son muchas las ocasiones, en las que: un abuso de la masturbación, lleva a tener serios problemas de disfunción eréctil, no llegando a dar la talla sexual con su pareja en los momentos más íntimos y si no llegas a entender algunas de las palabras que te digo, no te preocupes, ni te importe mucho, porque tendrás mucho tiempo por delante de aprender todos los significados y muy posiblemente yo te iré con más tiempo y en ocasiones más propicias: explicando todo aquellos conceptos que no comprendas y siempre debes tenerme como alguien que cuida de ti, porque siempre estaré a tu lado, para ayudarte con la verdad, de todo corazón y el amor que nos brinda Jesucristo en cualquier momento de tu vida. En las personas mayores, también suele ocurrir: que el individuo llegue a un estado de obsesión tal, que deje de tener apetencia sexual por su pareja, como consecuencia de haber abusado de actos sexuales prematuros; ciertamente abundan los, porque lo consideran más cómodo y placentero, sin tener unas conciencias, bien formadas, que se lo critique: son individuos, que persiguen cada vez más intensamente un placer sexual, mediante la masturbación y hasta llegan a frotarse el pene con objetos dispares, con más intensidad o interrumpiendo en muchas ocasiones la eyaculación; lo que les lleva aparejado: ulceraciones del miembro, espasmos ansiolíticos e incluso disfunciones sexuales y en muchas ocasiones: llegan a tararse en sus facultades progenitoras, no pudiendo llegar a órganos placenteros con su pareja, con eyaculaciones precoces o retardadas, que dificultan gravemente la función creativa de la pareja, en su proyección futura. La procreación de la pareja es producto del mutuo amor que se profesan el hombre y la mujer, dentro de la santificación del sacramento del matrimonio y el acto sexual, debe surgir, como algo natural y con una entrega mutua, intima y total del cuerpo y del alma, pero no debe ir restringida por rémoras de algunos de sus miembros, adquiridas por haber llevado un pasado superfluo o negligente en la conservación de sus respectivas purezas; estas relaciones, que primero fueron de pareja –durante el noviazgo- especialmente para conocerse en sus respectivos caracteres y llegado un momento pasaron a ser: en convivencia matrimonial, nunca deben ir acompañadas de secretos, ni sociales, ni espirituales y las relaciones sexuales de la pareja debe llegar con el matrimonio, libre de secretos, que siempre restan: intimidad y desacompañan la compenetración en todos sus actos, incluso los sexuales más íntimos. Es casi totalmente cierto –Luisito- que: buscando el placer momentáneo de la masturbación, el individuo no pare en ese primer peldaño –de su caída por las escaleras de la vida- y prosiga en su búsqueda placentera, frecuentando burdeles, puticlub y otros manchones –donde todo el mundo pasta- y en más de una ocasión se pueda ver contaminado por la infinidad de enfermedades de transmisión sexual que existen, como: gonorrea, sífilis, candidiasis, chlamydia, herpes genitales, virus del papiloma humano, condiloma acuminado, etc., algunas de ellas, como el SIDA, sin cura total posible, hasta ahora y que en pocos años ha arrasado con media humanidad y aún hoy en día, no se ha llegado a encontrar eficaz remedio.

La ruina de la salud: llega a hacerse un gran problema, cuando un individuo, se deja llevar por sus malas costumbres y se contamina del mal, pues contamina, a la vez que: va emponzoñando todos los ambientes por los que circula, llegando en muchas ocasiones a perjudicar gravemente a personas inocentes, que ejercitaban su virtud y su abstinencia para agradar a Dios y conservar su salud. En algunas de las charlas que el curita joven dio por las tardes, después del rezo del rosario, dijo:"el hombre se dignifica en todo el proceso de su aprendizaje, cuando consigue el dominio de sus pasiones, fortaleciendo su voluntad y el dominio de si mismo, que son los únicos medios de obtener la libertad total; es el método de enseñanza para alcanzar la liberación del género humano". Otras de las célebres frases, que dijo Don Antonio, aquella misa mañanera, desde el púlpito, especialmente dedicada a los contrayentes Frasquito –pelliza- y Anabel –la sacudida- fue aquella, que con doble intención anunciaba a los contrayentes, su falta de interés en los oficios religiosos, debido a la poca práctica que venía observando en ellos, desde su más tierna infancia, y era algo parecido a lo siguiente:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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