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Antaño: situación pueblerina de la Alta Axarquía Malacitana (página 4)



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"Independientemente de las creencias que un individuo pueda tener e incluso de sus características hormonales: cada persona que sabe dominar sus instintos, se está preparando para soportar situaciones de gran sacrificio; porque fortalece su voluntad –en el ejercicio constante de incrementar su personalidad– ante la vida cómoda y fácil que las tentaciones les ofrecen", y prosiguió de alguna forma, en el siguiente sentido instructivo: Para no doblegarse ante ellas, es fundamental: estar alerta, ser precavido, ejercitar continuamente la voluntad y dominio personal de nuestros actos; consiguiendo con ello: la fortaleza del cuerpo y la paz del espíritu. Cuando se tiene fe: la práctica sacramental, fortalecen nuestro propio convencimiento de circular por los caminos rectos, para fomentar nuestra propia dignidad de homo sapiens, que nos debe impulsar desde el interior de nuestro propio ser, como un corazón espiritual, sin el que nos pararíamos en seco, para dejar de existir, como ocurre con el miocardio y su masa corporal. La facultad que tenemos los humanos, de poder elegir libremente todos nuestros actos, nos hace ser conscientes y entendedores muy claros también; para intuir de sus resultados y, poder ejercitarlos en un sentido u otro; pero siempre debemos tener claro los resultados de esos posibles frutos. Si la cosecha es sustanciosa: habremos avanzado en riqueza y bienestar material y espiritual; pero si es pobre y viciada, nos traerá perjuicios incalculados -si no hemos sido previsores de antemano-. No solamente deben servirnos de referencias: el resultado de nuestros propios frutos, sino que: también debemos repasar las acciones y labores que dimos a nuestros actos, para poder intuir los resultados; y siempre podemos tener, como buenas referencias -para nuestro aprendizaje en las tareas emprendidas-: el vernos reflejados en el espejo de muchos personajes que ya existieron, o en nuestros propios antecesores, que pasaron y experimentaron nuestra misma vivencias de los momentos que analizamos. El individuo alcanza la máxima dignidad al salir triunfante de las tentaciones que continuamente le asaltan, como inductoras al mal. Cada individuo que viene a este mundo, exige a sus progenitores un buen cúmulo de valores, que en muchas ocasiones –desgraciadamente- no son atendidos adecuadamente y es merecedor de unos cuidados y educación, conducentes a formar en él: un ser humano con dignidad, que sea respetuoso con todas las creencias de los demás, incluso en la vida social y política –donde le toque vivir- y especialmente, que sea capaz de llevar una vida terrenal, consumida en la práctica de las virtudes necesarias, como para dejar herencias significativas y productivas, que alcancen a dejar huellas beneficiosas entre los demás individuos que le puedan heredar o beneficiarse. Todos tenemos el deber –por más que nos hagamos los distraídos y desinteresados- de respetarnos mutuamente y ante unas normas morales, que existen desde que el hombre dejó de ser animal irracional, para ser considerado como homo sapiens. Precisamente: por esa sabiduría, que le distingue de los demás seres vivos, debemos preservar y respetar esas normas morales y muy especialmente en los momentos tan transcendentales por los que atravesamos los humanos, donde las transgresiones a los derechos humanos, las perversiones divulgadas por todos los medios de comunicación, buscando el sensacionalismo del momento, horadan heridas tan profundas en la raza humana, que casi llegan a fomentar el mal con sus noticias, llegando a hacer daños irreparables a la sociedad, especialmente en las edades más tempranas y atentando vilmente contra la dignidad humana. La formación del individuo y la claridad meridiana de cualquier acontecimiento, no perjudica a ningún infante –como educación precoz-, simplemente avivará la llama de su entendimiento, si ésta es atizada con cariño y sabiendo moldear su propia personalidad. Hemos de mostrarnos muy rebeldes, con aquellos medios o centros educacionales, que fomentan inmoralidad o son negligentes con la vedad y ante aquellos medios de comunicación que fomentan, con la coexistencia de la información social, temas perjudiciales para la juventud, con caracteres violentos y malignos que dañan los espíritus de los jóvenes, sin que sean necesarios –su existencia- para informar adecuadamente. Nuestra dignidad personal, debe saltar como un resorte, para evitar los desmanes espirituales que causan los productores más negligentes, que: ni se llegan a dar cuenta, de estar atentando contra la dignidad y moral más elementales del individuo, especialmente de los más jóvenes. Los masivos momentos de divulgación de escándalos de todo tipo, que se expresan por los medios, como la televisión, la radio, la prensa, revistas, internet, etc., atentan a la dignidad de la persona y aunque muchos estemos curados de esos infiernos, la infancia, la adolescencia e incluso muchos adultos, no son merecedores de esas infamias, que constituyen: atentados directos y masivos, contra sus propias dignidades personales. "El hombre dejó de ser bestia hace muchos miles de años". Posteriormente le dio la bendición y lo dejó marchar, reconfortado en su espíritu y mucho más confiado, de lo que estaba a su llegada. Cuando Luis –el monaguillo menor- pudo al fin levantarse del confesionario –sin duda alguna, en la más larga confesión, que nunca había tenido-, la mitad de las frases que Don Antonio le había dirigido, ni tan siquiera las entendió, pero sabía que todas ellas: iban encauzadas a perdonarle sus pecados y a darle consejos para que no volviese a cometer tales actos, sobre todo el más grave de todos ellos; le dolían las articulaciones de sus rodillas, hasta el punto, de que salió medio cojeando para alejarse del lugar hasta llegar a la sacristía, donde estaba Agapito –el sacristán- preparando las ropas que habría de lucir el cura en la próxima misa; ¿donde estabas? –le preguntó- a lo que seguidamente, mirando hacia la esquina opuesta del arcón, Luisito le contestó: vengo de confesarme, para poder comulgar en la misa y he tardado mucho rato; -claro, ya empiezas a ponerte bien podrido, como la mayoría y tienes que procurar ser un chico más bueno y sobre todo evitar las malas costumbres y especialmente las picardías de los demás; posteriormente: con gran dificultad podía soportar las genuflexiones, que tenía que realizar durante la consagración en su asistencia a la misa de aquella mañana y hasta Francisco –el monaguillo mayor- se dio cuenta de ello: –diciéndole por lo bajo- ¡espabila que pareces un carcamán!. Sintió un gran alivio, cuando permaneció sentado durante la homilía de Don Antonio, durante largo rato y, como prestó bastante atención, pudo comprender gran parte de las palabras, que ya había oído estando arrodillado delante del sacerdote, cuando había soltado todos sus pecados. Aquél domingo, también hubo un casamiento y como era costumbre todos los feligreses, esperaron a que se colocaran el cuerpo eclesiástico a la salida de la iglesia, para saludar a los asistentes. Se volvían a repetir los mismos acontecimientos de todos los domingos que había boda: el cura y su comitiva: eran agasajados en el convite de boda y en esta ocasión, como en tantas otras, asistieron todos sus miembros. Ahora, Francisco –el monaguillo mayor- ya llevaba calculada la acción para menguar el contenido de los cepillos recaudatorios de dádivas y que, tenían que ser bastante sustanciosas, porque había estado muy pendiente de ello. Según sus cálculos tenían que ser muy superiores a las que habitualmente se recogían y, era Frasquita –la triste- la que aquella misma tarde, después del rezo del rosario, se encargaría de recaudar y contabilizar lo recaudado en el libro de cuentas de la sacristía; por lo tanto, tendría que hacer su asalto momentos después de que ella abriese la iglesia y antes de dar comienzo al rezo del rosario –en algún descuido intermedio-, porque durante el rezo del rosario, no podría hacer ningún ruido y además estaría a la vista de todo el mundo; posteriormente, ella no daba lugar, porque se iba directamente a recoger la recaudación y llevarla a la sacristía donde la depositaba en una caja, pero la dejaba registrada en la cuenta. Tendría que estar muy pendiente de los movimientos de Frasquita –la triste-, tan pronto como entrase al recinto y sin ser visto. Lo mejor que pensaba hacer, era estar pendiente de la vieja, tan pronto la viese salir de su casa aquella tarde, camino de la iglesia y sin que ella lo pudiese ver, para no tener ningún motivo de sospecha. Con el convite, se llenó lo suficiente, como para no tener que almorzar en su casa, pero llegó con buena hora y consiguió llevarle dos puros del padrino a su padre. Estuvo un rato en su cámara y permaneció un buen rato echado sobre su cama, con los ojos entornados y pensando en los detalles de su futuro asalto a los cepillos y la mayor parte en Margarita –la rubia- a la que no veía desde hacía más de tres semanas. Estaba deseoso de su próximo encuentro, que ideaba para el martes próximo y hasta ya había convencido a su vecino Pedro –el garrafina- para que le dejase prestada la Derbi; se había hecho tantas ilusiones con su nueva visita al burdel antequerano, que sin desearlo, se quedó dormido y cuando despertó habían pasado las cinco y media de la tarde. Saltó de la cama, como si hubiese sido impulsado por un resorte y cogió calle abajo, como un tropel de muletos sueltos, su madre, que lo vio salir tan apresuradamente, salió a la puerta de la calle, pero alcanzó a verle trasponer por la esquina del patio que formaba la calle anterior y paralela –que precisamente era la que habitaba la familia de Pedro –el garrafina-, donde existía un portón, por el que salían las bestias de las cuadras y donde guardaba la motocicleta Derbi, que en tantas ocasiones había dejado a Francisco –el monaguillo mayor-, el cual ya estaba llegando a la entrada sur de la calle donde vivía su abuela, que también era la calle de Frasquita –la triste-; la recorrió hasta el final y aflojó el paso a la altura de la fachada de la vivienda, con cuya moradora no quería encontrarse, sino era necesario, pues lo que pretendía era seguirla, hasta llegar a la iglesia; no consiguió cumplir su objetivo, por lo que volvió sobre sus pasos y hacia la mitad de la calle, tomó la perpendicular en dirección a la iglesia, que seguramente, sería el camino seguido por la rectora común de los rosarios. Por todo el camino que recorrió, no pudo verla y cuando llegó a la fachada de la iglesia, ésta permanecía cerrada, lo que indicaba, con toda seguridad, que: nadie había entrado, desde que salieron camino del banquete de la boda de Frasquito –el pelliza- con Anabel –la sacudida-. Para no perder la ocasión de entrar a la iglesia, casi simultáneamente o al tiempo que lo hiciera Frasquita –la triste-: Francisco –el monaguillo mayor-, tomó la determinación de irse hasta el final de la calle, desde donde se podía ver la puerta de entrada de la iglesia –perfectamente- y, esperar allí, haciéndose el remolón, hasta ver aparecer a Frasquita –la triste- de algún lado; seguramente estaría de visita en alguna de aquellas casas de los alrededores, donde era tan bien conocida. No tardó mucho rato en aparecer Frasquita –la triste- y dirigirse directamente hacia la puerta de la iglesia, que abrió con total comodidad; mientras tanto Francisco –el monaguillo mayor- desando el trecho que les separaba y al llegar al primer escalón de la entrada –nada más traspasar el quicio de la puerta principal-, vio a la señora que se adentraba por las dependencias de la sacristía. En ese mismo momento, fue cuando se produjo la ocasión que esperaba Francisco –el monaguillo mayor- para saquear el cepillo, que estaba junto a la pila bautismal. No perdió la ocasión y, diestramente, hizo girar la pequeña y simple cerradura, con su propia uña pulgar, hasta que la gaveta saltó, cayendo –por la fuerza de la gravedad- sobre su propia bisagra. Como en otras ocasiones, dejó buena parte de su contenido, guardó apresuradamente el dinero que tomó en el bolsillo de su pantalón y volvió a cerrarla, hasta conseguir su posición inicial. Anduvo unos pasos hacia la tercera columna de la gran sala y volvió a hacer lo propio con el cepillo, situado en la parte media del lateral izquierdo y hasta llegó a saquear el tercer cepillo, que estaba cerca del altar mayor, también en la parte izquierda y muy cerca de la entrada a la sacristía. En su afán de rebajar el contenido de los seis cepillos, se encaminaba hacia el cuarto, cuando sintió un ruido de entrada en el hall de la iglesia, entonces interrumpió su acometida hacia el cuarto cepillo y se encaminó a la entrada del templo, para averiguar el motivo de tales ruidos. Cuando alcanzó a vislumbrar el recinto, pudo apreciar a Luis –el monaguillo menor-, que desacostumbradamente, venía a esa hora y que estaba atándose una de las botas, cuyo pié apoyado sobre el marco metálico abatible e intermedio, entre el atrio y el hall, estaba produciendo un leve ruido, que ante la total tranquilidad del recinto, parecía reverberar o amplificar aquel leve sonido. ¿Qué haces tú aquí?, le preguntó Francisco –el monaguillo mayor- a su compañero –Luis-; vengo a empezar a cumplir mi penitencia, porque tuve que confesarme esta mañana y tengo que asistir al rezo de cinco rosarios continuados, que me ha puesto Don Antonio, como penitencia. ¡Qué barbaridad!, -le expresó el mayor-; ¿muchos pecados tendrías acumulados..?, a lo que el menor de los monaguillos, le contestó: no tantos, como tu te piensas, tan sólo porque me hice una paja ayer tarde en el campanario, al ver tus revistas, se me puso la picha tiesa y quise experimentar, como tu dices –que hacen todos los hombres-. Bueno pues si yo tuviese que confesarme todos mis pecados –dijo Francisco –el monaguillo mayor-: tendrían que cortarme la cabeza. Bueno pues entremos que ya mismo empieza el rosario; Frasquita –la triste- está en la sacristía y pronto llegará las viejas beatonas y se pondrán a rezar el rosario. ¿Oye –Luis- tú sabes si viene Agapito esta tarde? No creo que aparezca en toda la tarde, le contestó –Luis- el monaguillo menor, porque comió y bebió mucho durante el banquete de Frasquito –pelliza- (además tú lo vistes, como comía y bebía el sacristán), que ahora: seguro que está de siesta, durmiendo todavía. Bueno Luisito, yo me tengo que ir, porque voy a ver si encuentro a mi hermana Mari Carmen –que estará en la casa de mi abuela- y le pido algo de dinero, que necesito, porque quiero ir pasado mañana a ver la novia que tengo en Antequera. ¡Pero Francisco!: ¿tú ya tienes novia?, le preguntó Luis –el monaguillo menor-, totalmente sorprendido. Si viene por aquí el sacristán, tú le dices –en cuanto llegue- que: acabo de irme corriendo a hacer un recado urgente; dejándole con la pregunta en los labios. ¡Vale!, le contestó Luis –el monaguillo menor-; entonces Francisco –el monaguillo mayor-, salió a toda prisa y se perdió por el final de la calle de la iglesia, como alma que lleva el diablo. Luis –el monaguillo menor-, encendió algunas velas del altar mayor, que le había indicado Frasquita –la triste-, mientras fueron llegando personas -feligreses y mayormente feligresas- que normalmente asistían al rezo del santo rosario y cuando se inició éste –por boca de Frasquita -la triste-, participó con devoción hasta el final de las letanías; cuando terminó todo el acto religioso, esperó a que Frasquita –la triste- cerrara la iglesia y acompañó a la señora hasta su casa, pues andaba mal de la vista y había anochecido ya, cuando salieron, y fue: ella misma la que le solicitó su compañía en previsión de evitar cualquier caída por aquellas calles empedradas, donde de cuando en cuando había alguna piedra salida de su sitio, contra las que era muy fácil tropezar o dar un recalcón sobre el piso falso. Ni Agapito -el sacristán-, ni Don Antonio –el cura- aparecieron durante toda la tarde, como había previsto el propio Francisco –monaguillo mayor-. Cuando llegó Luis –el monaguillo menor- a su casa, faltaba muy poco para la hora de la cena. El sentía hambre y se coló en la cocina, donde estaba su madre terminando de preparar la cena y pudo enganchar algunas patatas fritas, a regañadientes de su mamá. Al llegar a las inmediaciones del pilar Francisco -el monaguillo mayor-, la tarde estaba declinando, pero aún daba sol, sobre los tinglados de adelfas de los dos ventorros más lejanos; sobre la terraza del más cercano: pudo distinguir a media docena de hombres, cuatro de los cuales estaban sentados en las posiciones laterales de una mesa cuadrangular, mientras los otros dos estaban de mirones, contemplando la cartas de cada dos de ellos, mientras jugaban al tute, en una partida, que se consideraba de las más alta, pues cada punto en pérdida, equivalía a tener que pagar una peseta al ganador. Entre los que se encontraban jugando estaban Miguelillo –san la muerte– y el chofer del camión Blasico –mangas largas-, que habían tenido el día libre, según le comentaron más tarde, porque el jefe y dueño del camión Pepico –el mango- había recaído de su enfermedad y estaba indispuesto, guardando cama, desde hacía varios días. Sin el jefe, los transportes a realizar habían aflojado mucho y la temporada de las almendras, estaba tocando a su fin –decía Miguelillo -san la muerte– al respecto: "la mano del amo, engorda el caballo", como refiriéndose, a que: desde que enfermó el dueño del camión, el negocio se le estaba viniendo abajo y por otra parte, se daban las circunstancias que la mujer no entendía nada de portes y mucho menos de teje manejos, que se traía su marido. Pocos días más tarde, Francisco –el monaguillo mayor- y Luis –el monaguillo menor-, estuvieron parte del jueves por la mañana y casi toda la tarde, en lo alto del campanario, doblando a muerto, porque había fallecido el tal Pepico –el mango- cuando eran casi la hora del Ángelus de ese día. Pocos llegaron a saber, durante los primeros días, los motivos de la muerte del transportista, pero no tardó mucho en propagarse la noticia, como la pólvora, de que: Pepico –el mango-, había contraído un chancro y en menos de tres años se lo había llevado por delante, durante los cuales sufrió todo el proceso doliente de la enfermedad y, no fue el médico, quien se fue de la lengua, -que no supo nada durante ese tiempo, porque nunca fue de consulta médica-; sino su propia mujer, que dolida de tantos cuernos, como había soportado, quiso acallar las malas lenguas, contándole toda la trayectoria de la enfermedad padecida por su marido, a la mujer del único barbero del pueblo Renato –el pringue-, quien era su amiga de la juventud y fue: la persona que no tardó en empezar a divulgarlo aquella misma tarde, comenzando por su marido, el cual tenia un oficio estratégico en la comunidad y rápidamente: el hecho, fue la comidilla de la barbería en varias semanas.

"Vulgarmente el chancro conforma una de las primeras manifestaciones clínicas que se dan en la terrible enfermedad, denominada Sífilis; cuando esta enfermedad está muy arraigada en el organismo, que empieza a manifestarse con pequeños dolores localizados, de poca importancia y a los que: normalmente el enfermo infectado, no suele dar mucha importancia, porque la puede confundir con la picadura de algún insecto –pulga, chinche, mosquito, un barrillo con pus o similar- pero que en breve tiempo, llega a producir una pequeña úlcera de forma redondeada o irregular, que puede ser insignificante o llegar a ser más grande a una moneda de cinco pesetas, algunos los hay mucho mayores y se suele ver la carne viva, como si te hubiesen sacado una túrdiga con un sacabocados de zapatero. Ahora existen infinidad de antibióticos capaces de curar la enfermedad, si se coge a tiempo; pero antes no había excesivos remedios para su curación y la gente no llegaba a tiempo al médico, porque no sabía de la gravedad del tema o no le daba la importancia suficiente, como para tener que ir a la consulta. El chancro sifilítico, suele aparecer primordialmente en los órganos genitales y en muy contadas ocasiones en el ano, en la boca (especialmente en los labios) y en la garganta, dependiendo de la práctica sexual del sujeto y de la contaminación a la que se haya expuesto. Las úlceras que se producen son pequeñas en sus comienzos, pero difíciles de erradicar, si no se cogen a tiempo: forman como cráteres ligeramente prominentes, cuyos bordes don duros y producen un pus contagioso, produciendo una hinchazón sobre los ganglios linfáticos de los alrededores de la zona y si no hay un tratamiento adecuado, las manifestaciones externas de la enfermedad, aunque parecen desaparecer: dejando –tan sólo- una cicatriz pequeña, sobre la zona afectada, a las que se denominan: lesiones primarias; dando lugar a un reverdecimiento o evolución de la enfermedad desde el interior, a la que se le denomina: evolución secundaria, donde se ve afectado más gravemente todo el organismo; a esta situación también se la llama: chancro duro. Según el estado evolutivo de la enfermedad sifilítica, se pueden llegar a considerar cuatro fases evolutivas: la sífilis primaria, con manifestaciones superficiales de erosiones o úlceras, que duran unos quince días, con inflamación de los ganglios cercanos y que desaparecen al cabo de un mes aproximadamente, dejando pequeñas huellas; también se la suele denominar a esta fase –sífilis temprana-, llamado también chancro, cuyas úlceras suelen localizarse generalmente en la parte más longitudinal del pene (prepucio, frenillo o extendido por toda la superficie del glande); en la mujer frecuentemente, se localiza en la zona cérvix, los labios vaginales o extendido por las zonas vaginales en general; la evolución se convierte en crónica a partir de la tercera semana del contagio, aunque parezca estar evolucionando la enfermedad –en las primeras semanas favorablemente- aún sin dejar cicatrices visibles; la sífilis secundaria, que suele aparecer como unos cuarenta días más tarde –de habernos olvidado de nuestro primer estado- manifestándose, con un estado de malestar general, con la aparición de las célebres roséolas sifilíticas y otras manifestaciones degenerativas de la piel, que desaparecen, como el sarampión, unas cuatro o cinco semanas más tarde de forma espontánea; para manifestarse nuevamente –a lo largo del próximo año venidero- afectando progresivamente a las vísceras del organismo, con creciente malestar y fiebre en general.

En la denominada sífilis secundaria, que suele llamarse al periodo de incubación de unas seis, después de haber desaparecido las úlceras de la fase primaria: llegan las apariciones de unas grandes ronchas, denominadas roséolas sifilíticas, que no llegan a supurar, ni descaman la piel –algo parecido a las ronchas de un sarampión profundo- que se convierte en un exantema generalizado y recidivante (que vuelve a resurgir de sus propias cenizas) muy pronunciado, sin que haya supuración, ni descamación de la piel y muy localizado en la zona pectoral, los pies y las manos, cuya sintomatología suele desaparecer en unas cuatro semanas. Realmente no hay un paso diferenciativo, que deslinde esta enfermedad, en su fase primaria de la secundaria, ese paso de diferenciación, viene determinado fundamentalmente, por: las manifestaciones externas que se observan de un estado a otro, y muy frecuentemente, pueden presentarse en ambas estadías, en las que se pueden presentar lesiones sifilíticas de su fase secundaria, cuando aun persisten las úlceras de la fase primaria –que denominamos chancro-. Poco antes del transcurrido un año, la infección sifilítica se puede manifestar en sensible afectaciones sobre el hígado, los huesos, los nódulos linfáticos, las articulaciones, etc., que son difícilmente detectables, por que: pueden ser indoloras con pequeñas protuberancias en las zonas afectadas y sin que se llegue a detectar supuraciones; aunque las afectaciones viscerales, se suelen manifestar con algunas décimas de fiebre y frecuente malestar por todo el cuerpo, especialmente en las articulaciones.

En el periodo terciario de la enfermedad sifilítica, que suele aparecer después de la primera década del contagio del individuo o a lo largo de toda su vida, pueden ir apareciendo dolencias y afectaciones viscerales, de la piel e incluso de mucosas internas. Hay otros muy variados periodos, a lo largo de su existencia y que en unos individuos, más que en otros: dependiendo de su sistema inmunológico, estarán enmascarando esta enfermedad, que permanecerá siempre latente en el individuo contagiado, mal curado o de salud débil, hasta el fin de sus días y que de seguro favorecerá el perjuicio de venideras enfermedades, consideradas más normales en otros individuos. Esta enfermedad, muy contagiosa e incurable, antes de la llegada de la penicilina, gracias a su inventor el Dr. Fleming y a los hongos del queso, estará –muy posiblemente latente en nuestro organismo- como un sello de haber transgredido y con muy mala suerte, las enseñanzas del sexto mandamiento, pues: incluso puede manifestarse muy tardíamente, con afectaciones de la piel, del sistema linfático, circulatorio, en los huesos, el hígado en incluso neuronal, entre otros, y, lo peor de todo está: en que podemos transmitirla a nuestros hijos fácilmente. Sin lugar a ninguna duda, si los jóvenes de aquella época –mejor dicho de todas las épocas- recibiesen una información detallada sobre las relaciones sexuales y de las consecuencias, que pueden arrastrar para el individuo: al contraer una de estas enfermedades venéreas, por el mero hecho de conseguir un momento de placer prohibido, fuera de la relación matrimonial o en pareja permanente, con salud y amor; estaríamos evitando las consecuencias terribles, que se dan en muchos de estos casos y obtendríamos una vida más larga y armonía con la Naturaleza. Ni el propio Don Luis –el médico del pueblo- pudo detectar que Pepico –el mango- murió de un aneurisma aórtico, como consecuencia de la contaminación sifilítica que le pego la putica cordobesa, con la cual: estuvo pasando la noche del viernes santos, tres años atrás, cuando el mismo conducía su propio camión, que había recogido dos semanas antes en Lucena y la localidad que volvió nuevamente para hacerle la primera revisión esa tarde, de su pernoctación en el burdel. Nunca se había sentido indispuesto, aunque de vez en cuando –sobre todo cuando hacía algún esfuerzo-, como el hecho de subir un saco de un quintal de almendras a la caja del camión: notaba como un pequeño pinchazo en la parte derecha del esternón, que progresivamente le desaparecía, tan pronto como permanecía en reposo, pero si continuaba con el esfuerzo, se le prolongaba en el espacio y en el tiempo. Él lo achacaba a los años –más sólo tenía 38 años- y por tales motivos, buscó como chofer a Blasico –mangas largas-, al que dos meses después puso de ayudante a Miguelillo –san la muerte-, ante las protestas que le hacía el chofer, de que: él no podía ser chofer y cargar o descargar el camión. Ni su propia mujer sospechaba, que: aquellos chorizos en manteca, que de vez en cuando, se metía su marido Pepico –el mango- entre pecho y espaldas, durante algunas de las cenas opíparas, aquellos ronquidos traspuestos y aquella pedorrea que –le desorbitaban las cuencas de los ojos- no traían buen agüero y muchas noches, cuando se acostaba recién cenado, porque tenía que madrugar, para hacer algún viaje; se tenía que levantar de inmediato, con fuertes dolores de cabeza, que solía remediar con un poco de bicarbonato sódico y dos aspirinas. Cuando empezaron a repetirse más frecuentemente, esos malos estados de digestión, a los que él decía que estaba cogiendo una úlcera –como una sandía-, ella le aconsejó que comiese menos pringue por la noche y le dedicase más atención a las verduras y a las frutas, que eran menos dañinas; más él estaba acostumbrado al cerdo y le gustaba tanto, que decía con frecuencia: son buenos hasta sus andares. Afortunadamente el matrimonio, no tenían hijos en común, aunque el peor vástago que pudo dejarle Pepico –el mango- a su mujer fue la infección sifilítica que le contagió a los comienzos de su propia enfermedad, a la que ninguno de los dos, dio importancia y lo achacaron a un rebrote de sarampión o varicela a edad tardía y por ello, no le prestaron mayor atención, aunque si se espolvorearon con talco, de pies a cabeza durante el primer mes y pico, cuando estuvieron con el chancro sifilítico en su primera fase, mal confundido y no llegaron a ir en consulta; pues si lo hubiesen hecho, a cualquiera de los dos: seguro que Don Luis, le hubiese mandado un tratamiento adecuado.

CAPÍTULO IV: Andanzas de Miguelillo –san la muerte-.

A raíz de la muerte de Pepico –el mango- su medio de transporte con el camión, fue decayendo progresivamente hasta el punto de que su viuda: no podía pagar los salarios de los dos empleados y estos, como no tenían mucho interés en la hacienda ajena y eran algo distraídos, tampoco pusieron mucho empeño en arrimar algo de esfuerzo al negocio; por lo que en poco tiempo, después de consumir todos los posibles ahorros y créditos de la viuda, ésta se vio obligada a manifestarles: su imposibilidad de seguir adelante, pidiéndoles al mismo tiempo, la ayuda necesaria, para poder vender el camión, con lo que ellos podrían cobrar los atrasos, al tiempo que arreglaría un poco su situación económica. -Debo decir aquí, que: cuando Pepico –el mango- compró el camión en Lucena, fue acompañado de su mujer, porque ella llevaba en la faldriquera el importe de la venta de unas tierras que les dejaron sus padres y que había vendido recientemente al contado rabioso; ella misma fue la que soltó los billetes de mil pesetas, encima de la mesa del concesionario y a quien consintió Pepico –el mango- que fuesen puestos los papeles del vehículo, por lo que ella era la única dueña del camión, sin que hubiese ninguna traba que pudiese interrumpir su venta directamente, en su estado de viuda-.

Así anduvieron durante más de tres meses, la patrona y los dos empleados, hasta que la niña Isabel –que así se llamaba la viuda de Pepico –el mango-: medio muerta de vergüenza, por las carencias económicas por las que estaba pasando y especialmente ante sus dos empleados: no cejaba de preguntarles a ellos, si estaban haciendo consultas a las gentes del pueblo, para encontrar un comprador del vehículo; ellos le contestaban que sí: que hacían continuas consultas, pero en realidad, lo que estaban haciendo: era marear la perdiz, tratando de aburrirla cada vez más, con el objeto de quedarse ambos con el camión a medias, en pago de sus salarios atrasados y en caso de tener que ponerle algún dinero encima, tratarían de aplazarlo lo más posible. Al año aproximadamente, cuando toda la ruina se le había venido encima a los tres, que ya ni podían juntar dinero para echarle combustible al camión; surgió un comprador aprovechado: un tal Diego –el sereno-, que se había ubicado recientemente en el pueblo, después de haber vendido un cotarro, cerca de Solano, y aunque había comprado una casita en las afueras del pueblo -por donde estaba la salida hacia el siguiente pueblo vecino del noreste-; aún le quedaban algunos dineros para emprender algún trabajo que le proporcionase los ingresos suficientes para poder salir adelante. Fue Diego –el sereno- , cuyo apodo le venía de su abuelo paterno -quien en sus últimos días había emigrado a la capital, para residir en la casa de una de sus hijas, al quedarse viudo y tomo como oficio la de sereno nocturno, para cantar las horas y abrir la puerta de la calle a cualquier vecino trasnochador, cobrando la voluntad del propio vecindario y ejerciendo su actividad por los alrededores del Puente de calle Mármoles, como esa era la zona de la capital, más frecuentada por los vecinos del pueblo: se le quedó el mote al padre de Diego, que también tenía el mismo nombre que su hijo- que ahora se hacía camionero y que se había puesto en contacto directamente con la niña Isabel, porque hacía tiempo se conocían, por el hecho de haber tenido, la familia de ambos algunas tierras cercanas. El trato lo hicieron directamente, sin que intervinieran, ni se enterasen los dos empleados de la niña Isabel, porque ella, ya: había observado bastante desinterés de los dos en el tema y las intenciones que llevaban de aprovecharse de las circunstancias, por las que estaba atravesando económicamente. Fue Blasico –mangas largas-, el que: dando riendas sueltas a su lengua, una tarde en la barbería de Renato –el pringue- confesó las intenciones que tenían Miguelillo –san la muerte- y él, de quedarse con el camión de Pepico –el mango- y contó con todo lujo de detalles, los problemas que le habían acaecido a la viuda –la niña Isabel- desde que murió su patrón. Aquella misma noche, ya tenía toda la noticia en su casa –la niña Isabel- completa y quizás más ampliada de cómo la había contado Blasico –mangas largas- en la barbería, aquella misma tarde. Cuando su amiga Bárbara –la mujer del barbero Renato el pringue- se enteró del chisme que contó el chofer –mangas largas- en la barbería de su marido, no tardó, ni dos minutos en estar tocando a la puerta de su amiga y ambas estuvieron casi una hora platicando, sentadas en el recibidor de la vivienda, tan concentradas en sus dudas y consejos, que hasta Renato –el pringue- echó de menos a su mujer, cuando acabó su tarea en la barbería y ya eran cerca de las diez y media de la noche, por lo que empezó a sospechar de ella y a preguntarse, de donde se habrá metido su mujer, siendo tan tarde. Cuando ella volvió de visitar a su amiga, su marido estaba hecho un energúmeno, que la trató, como a una cualquiera, advirtiéndole, de que: podía haberle advertido de su salida y sobre todo de que una mujer decente no sale a la calle, para ir de chismorreos con las amigas y mucho menos vuelve a su casa a tan altas horas de la noche, dejando a su familia marginada y las cosas por hacer. Le gritó al decirle: ¿haber, donde está la cena?, ya te la pongo por delante, le contestó su mujer, también malhumorada, ¿no parece nada más, que hubiese cometido un crimen?; te aconsejo, que: ni rechistes –le comentó el barbero- en un tono más bajo, temiendo que el vecindario, se percatase de la bronca que se estaban dando ambos. Ahí termino la bronca, pero el carácter chocante de ambos, debido al hastío que empezaban a profesarse, les duró cerca de tres días. Ninguno de ellos daba su brazo a torcer y hasta que Bárbara, no se vio en las últimas para poder comprar avituallamiento para su cocina, no dio su brazo a torcer; por lo que se vio obligada a claudicar y pedirle dinero a su consorte, con objeto de ir aquella mañana al mercado; esa situación volvió a afianzar su actitud: fortaleciendo el incipiente, pero creciente desprecio que empezaba a sentir por Renato –el pringue-. Al día siguiente de haberse hecho el trato entre la niña Isabel y Diego –el sereno-, éste fue a hacerse cargo del vehículo a primera hora de la mañana, como habían quedado ambos la tarde anterior, para que estuviesen presente los dos asalariados Blasico –mangas largas, el chofer y Miguelillo –san la muerte- el ayudante. Ambos se llevaron una descomunal sorpresa, cuando llegaron a enterarse por boca de la propia niña Isabel, del cambio de propietario, que ya tenía el camión y aunque el ayudante, se quedó atónito, el chofer: pudo expresar, casi involuntariamente, las siguientes palabras: ¡y eso, como va a ser…!, pues siendo –le contestó la niña Isabel-, que vio su actitud fortalecida, con la corpulencia de Diego –el sereno- y la contundencia, con que éste se pronunció, al manifestarle abiertamente: quizás tú te crees el dueño del camión o es que pensabas heredarlo?. Blasico –mangas largas- y Miguelillo –san la muerte-, permanecieron mudos a partir de entonces. Allí mismo, delante del comprador del camión: fueron liquidados ambos de sus haberes atrasados, por la niña Isabel y a instancias del propio comprador Diego –el sereno- firmaron sendos documentos, por los ambos se comprometía a no reclamar nada de atrasos o derechos laborales y reconocer el pago de sus haberes íntegramente al día en que lo firmaban, documento que aún debe conservar la niña Isabel, con el grato recuerdo de aquel acto, llevado a cabo en su beneficio y en su presencia por el caballeroso Diego –el sereno-. A partir de entonces, tanto al chofer, como al ayudante, se los podía ver con más frecuencia de la acostumbrada por los ventorros del pilar, tratando de entrar a formar parte de alguna de las partidas de dominó o de cartas; pero empezaron a tener tal desprestigio en el entorno, insolvencia y falta de trabajo, que ambos, una tarde que se comentó lo fácil que era emigrar a Alemania, tuvieron la feliz idea de ir a anotarse en el ayuntamiento, donde ya había una lista, cuya hoja iba por la mitad. A los pocos días de hacerse cargo del camión, Diego –el sereno- ya se había hecho con la mayoría de la clientela que tenía Pepico –el mango- y era tan formal y puntual en dar sus portes, que hasta llegó a tener que someterse a un horario más amplio, por lo que –aunque él conducía su propio camión- se vio obligado a buscar un ayudante que le permitiese ir un poco más descansado, y para ello: echó mano a Miguelillo –san la muerte-, pero éste salía de viaje para Alemania en la siguiente semana; pero le recomendó a Francisco –el monaguillo mayor- que conocía todo el trayecto de la almendrera y era un chico bastante fuerte, para manejar las cargas. Le pareció muy bueno el consejo y la recomendación que le día el antiguo ayudante del camión, porque él había estado cumpliendo el servicio militar con el padre de Francisco –el monaguillo mayor- y seguro que consentiría en que su hijo, se viniese con él de ayudante. Aquella misma noche, se propuso localizarlo y convencerlo de que dejase a su hijo trabajar con él en el camión, trataría de pagarle un ajustado salario y aunque no tenía la edad suficiente, le pagaría no como a un aprendiz, sino como a un ayudante propiamente cualificado. Según comentarios, que corrían por el pueblo, todos los hombres que se habían apuntado a la lista de emigrantes, habían sido convocados a la capital para el jueves de la semana entrante, con objeto de tramitar una serie de papeleos y someterse a unas pruebas médicas, según decían de rutina y todos aquellos que la pasasen, se les firmaría un avance de contrato laboral y podrían emprender el viaje a Alemania -en tren- dos días después que era: el sábado siguiente. Más de una veintena de hombres, con edad superior a la mayoría de edad, que estaba fijada en los 21 años, fueron convocados, siendo rechazados siete de ellos por no superar los exámenes médicos pertinentes, entre ellos: Miguelillo –san la muerte-, Frasquito –el pelliza-, Blasico –mangas largas-, Ciriaco –el hijo mayor de Rafael –el chato-, que ya había muerto de la misma enfermedad, que acababa de contraer su hijo y el hijo mayor de Joseico –el chivo-, entre otros, debido a ser portadores o estar contaminados con enfermedad venérea; tres de ellos de chancro en su primera fase, otros dos, a los que la sífilis, se les había enquistado en los lóbulos linfáticos inguinales y el mejor parado era Silverio –el hijo del dueño del cine, también apodado el chivo, que sólo tenía un gonorrea despampanante, que ya se le había corrido hasta las cejas. A todos ellos les dieron el correspondiente informe y certificado médico, para que se presentasen ante el facultativo local, con la indicación de que por conducto postal certificado, el mismo centro informaba al doctor de la localidad. Todos volvieron aquella misma tarde al pueblo, con la cabeza gacha y pensando en la mala suerte que habían tenido, con la inspección médica y en el fondo, o llegaban a darse cuenta de que, con el rechazo y no admitiéndolos para emigrar: les habían hecho un gran favor, e incluso salvarles las vidas a algunos de ellos; pues de seguro, que habrían seguido sin darle importancia a su enfermedad o contagio y, ni se habrían puesto en manos de Don Luis, ni tan siquiera, habría puesto ningún remedio por su cuenta para curarse y evitar contaminar a otras personas; aunque seguro que para ellos, lo menos importante de todo era: la contaminación de los demás, porque en su fuero interno, estaban convencidos de que: la jodienda, no podía tener enmienda, como dice el refrán callejero. Ninguno de ellos iba a dejar de consumir sexo, lo cogiesen allí donde lo cogiesen, sin importarles, lo más mínimo, el estado en el que lo encontrasen. Alguno de ellos, como el tal Blasico –mangas largas- tardó más de diez días en aparecer por la consulta de Don Luis el médico, quien ya tenía toda la información de las pruebas, por las que habían rechazado a los siete, en su intento de emigrar a Alemania; pero se vio obligado a ir, cuando se presentó la tarde anterior una pareja de la Guardia Civil en su casa, recomendándole ir por la mañana a la consulta del médico, so pena: de tener que llevarlo detenido y a la fuerza; él no contrarió el anuncio y le vino muy bien la advertencia, porque ya empezó a darle bastante fiebre hacía tres días, que él trataba de bajar con pastillas okal y hasta se le había inflamado los ganglios inguinales de forma alarmante. Todos los demás –que no habían superado las pruebas médicas en la capital- habían pasado por el consultorio médico de Don Luis y a todos había puesto el correspondiente en tratamiento, dándoles los consejos pertinentes para su fiel cumplimiento, si querían alcanzar la curación, de no frecuentar los burdeles y si lo hacían que tomaran la prevención profiláctica correspondiente (el uso del condón) y también les hizo –en la propia primera consulta-: darles los nombres de todas aquellas personas, con las que habían tenido relación sexual desde sus primeros comienzos, porque había que indagar sobre todas las personas que pudieran estar contaminadas y especialmente, sobre aquellas que los habían podido contaminar a ellos –incluidas, sobre todo: las novias, esposas y otras mujeres del pueblo, que bajo su responsabilidad necesitasen tratamiento. Del resto, en otros municipios, se encargarían la sanidad correspondiente de cada localidad, a la que él estaba obligado a poner en total conocimiento de los hecho, para que también pudiesen acotar y corregir la enfermedad, para que no progresase más y sobre todo para que no hubiese más personas contaminadas. Lo de la lista: a ninguno de los siete les pareció bien, pero –como Don Luis, era un batallador intransigente: contra todo aquello que atentase a la moral y mucho más si estaba el mal, vinculado con la salud del municipio; no tuvo piedad y llegó a juntar cerca de dos hojas, con los nombres y los datos del domicilio, donde se les podía localizar. Sólo tuvo que enviar cinco escritos, con las correspondientes direcciones y datos: a la autoridad correspondiente de sanidad de las localidades de Málaga, Antequera, Vélez-Málaga, Lucena y Loja; significando todos los datos y el tipo de enfermedad venérea, que habían contraído o habían podido ser objeto de contaminación, las personas del listado, debido a sus actividades sexuales con pacientes suyos, que ahora estaban en tratamamiento. Al resto de las personas locales, Don Luis, se limitó -a través del Ayuntamiento local-: hacer llegar un comunicado oficial –que entregó en mano el municipal, en sobre cerrado-, donde se exponía claramente la importancia para la salud personal del indicado, de asistir a una consulta médica, en el plazo de 48 horas y cuyo incumplimiento, podría acarrearle perjudiciales consecuencias. El que menos padeció del escándalo, que se organizó por aquellos días, fue: el tal Silverio –el hijo mayor de José –el chivo-, que por estar soltero y sin novia, no llegó a involucrar a nadie del pueblo, pero sí había visitado varias veces los burdeles de Antequera y de Loja, casi siempre en compañía de Rafael –el chato- del que era bastante amigo y cómplice en sus correrías de juergas de fines de semana y, afortunadamente para él, sólo había sido infectado de ladillas, que remitieron fácil y a los pocos días, después de haberse aplicado algunas expolvoreaciones de un antiparasitarios para garrapatas, creo que tenía un nombre generalmente conocido como ZZ. Las correrías de los contaminados, salieron al público conocimiento de los lugareños, porque a la mujer de Blasico –mangas largas- le había observado el doctor la enfermedad en sus comienzos y ella que no era nada cohibida, se explayó en el puesto del pescado –del laurel- para manifestar muy abiertamente, lo sinvergüenza que eran los hombres del pueblo y ¡vete tú a saber!, los que habrá que estén podridos, además de estos, que: por querer irse a Alemania, los han pillado podridos, porque debe haber muchos de ellos, metidos en sus camas, muriéndose o a punto de morirse, si nos es: que ya se han muerto, por culpa de buscar culos ajenos. Después de que todo el escándalo, se hubo apaciguado y la mayoría de los involucrados, salieron de sus respectivos trances; sólo quedó uno de ellos bastante afectado por la enfermedad, que constituyó el espejo recordatorio para todos los pueblerinos, que tuvieron el conocimiento en esa época sobre los hechos acaecidos -al séptimo de caballería-, como les decían en algunas ocasiones, en tono de chanza. El individuo, que quedó marcado para el resto de sus días fue Frasquito -pelliza- pues seguramente debido a su fragilidad física o que había contraído matrimonio poco antes de saberse públicamente de su enfermedad, era al único, que se iba notando más acentuada la enfermedad y, no sólo no le remitía –a pesar de que sus familiares, le llevaron a los consultorios de avezados médicos en la materia-, sino que: fue padre de un hijo póstumo, al año siguiente de haberse casado con Anabel –la sacudida-. Tanta ilusión, como había llevado al matrimonio Anabel, se le desmoronó en aquella época, para dejarle viuda y con un hijo bastante problemático de criar, cuyas deficiencias biológicas: ella, las achacaba a la enfermedad venérea, que había contraído su Frasquito, a escondidas de todo lo que a ella le manifestaba. Nadie mejor que Don Luis –el médico- sabía de que todas las deficiencias de aquél bebé, eran producto de una mala conducta llevada por su padre, cuando estuvo en vida; pero eran tantas las angustias, por las que tenía que pasar el gran médico pueblerino, que forzosamente tenía que olvidarse de las penalidades terrenales, para él: poder seguir viviendo. En ocasiones, cuando se quedaba repasando algún libraco -de los que tenía muy bien ordenados en su estantería- y, cuando su mujer se acostaba temprano o se dormía pronto, sin que lo tuviese que llamar al aposento, él se perdía –casi siempre- en la Patología Médica del Doctor Marañón, de donde consideraba –muy personalmente- que él había aprendido a detectar toda la sintomatología de las múltiples enfermedades, que se dan por los pueblos perdidos de la Axarquía. Pocas meses después de la muerte de Frasquito -pelliza- la viuda –Anabel –la sacudida- llevó a su hijo a la consulta de Don Luis, para hacerle una revisión médica, porque notaba que el bebé no alcanzaba el peso suficiente y porque le notaba muy falto de energías y otras pequeñas cosas, que a ella le tenían muy preocupada, como era la de que en algunas ocasiones le entraba un tembleque, que a ella le parecía agonizante. Aquella noche, correspondiente al día de la consulta que le hizo Anabel, con su bebé; Don Luis, trasnochó hasta la madrugada, tratando de ponerse al día sobre las trasmisiones de las enfermedades congénitas de la sífilis y, aunque él estaba bastante puesto al día, le pareció poco todos sus conocimientos y se dedicó a buscar y rebuscar por todos sus libros de medicina, como tratando de encontrar algo especial, que remediase todos los males que podían sobrevenirle al bebé póstumo de Frasquito -pelliza- y que si no se remediaban sus dolencias, serían las herencias mal deseadas y peor avenidas, que cualquier ser humano debe obtener de sus progenitores. A través de la madre infectada de sífilis, le llegan al feto la infección sifilítica, pues la propia sangre infectada de la madre, a través de la placenta, es: la que va, sin miramientos, transmitiendo progresivamente todo el mal. Es muy posible que una mujer embarazada pueda prevenir la transmisión de la infección a su futuro hijo, si ésta: es tratada adecuadamente, antes de haber pasado los tres o cuatro meses de su embarazo, ya que, a partir de esa fecha, se empieza a formar todo el sistema inmunológico del feto y muy posiblemente se transmita menos contagio de la enfermedad, que siempre es más transmisible al feto: cuando la madre está en la fase primaria sifilítica, que en las fases más latentes, donde es menos agresiva. Esta enfermedad, adquirida de los padres, siempre tendrá reflejo inoportuno en los hijos, concebidos con posterioridad al contagio y según el tiempo transcurrido, en manifestarse en los bebés, tendrán más o menos gravedad. En los estados clínicos de un paciente de sífilis congénita, que haya sido descubierta la enfermedad antes de los dos años de edad, la enfermedad tiene siempre resultados graves y mientras más tempranamente se manifiesten los síntomas, suele ser mucho peor. Estos niños, en la mayoría de los casos, nacen con deformaciones manifiestas, son de una tasa de mortalidad muy alta, en comparación con aquellos, cuyas manifestaciones y dolencias se presentan con posterioridad y paulatinamente a medida que avanzan en un crecimiento débil, aferrándose a los múltiples cuidados y atenciones, para evitar las clásicas enfermedades de la infancia, que en la mayoría de los casos no serían capaces de soportar. "No pretendo dar con estas frases una opinión particular sobre los resultados de una enfermedad venérea, pero, si deseo, que a cualquiera que pudiera interesar este relato, debiera informarse: de los riesgos, que traen consigo, el infectarse de una cualquiera de las enfermedades venéreas conocidas –hasta hoy en día-: la más reciente descubierta, denominada –El SIDA-, que sólito ella tiene infectada a media humanidad, amén de las victimas que lleva causadas, tan sólo desde que se descubrió; pues debe saberse también, que todas la enfermedades son: tan viejas, como la propia raza humana, aunque hayan podido cambiarse o mutarse a los largo del tiempo. Muchos de nosotros, hubiera preferido: no haber nacido, antes de tener que soportar cualquiera de ellas y sus consecuencias, inmediatas o no".

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