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La economía europea en los siglos XVI y XVII. El Mercantilismo



Partes: 1, 2

  1. Transformaciones
    importantes en el siglo XVI
  2. Expansión de
    la industria textil
  3. La crisis en el
    siglo XVII
  4. El
    comercio
  5. El mercantilismo
    (desde 1501 hasta 1890)
  6. Evolución
    del sistema bancario
  7. Bibliografía
    básica

Transformaciones
importantes en el siglo XVI

En términos generales, puede afirmarse que el
conjunto de la población europea aumentó sus
efectivos entre 1500 y 1600 de 80 a 100 millones de habitantes,
es decir, en torno a un 25 por 100. Las causas fueron diversas:
mejora de la coyuntura económica, menor impacto de las
epidemias, decrecimiento de los conflictos bélicos, etc.
El aumento poblacional propició también una
abundancia de mano de obra, que repercutió en la
roturación de nuevos terrenos y en un incremento de la
producción agraria.

La sociedad estamental tradicional observa la pujanza de
un grupo económico privilegiado, enriquecido con las
nuevas actividades mercantiles. La burguesía,
esencialmente urbana, mirará con resquemor su alejamiento
del poder político y centrará en las ciudades el
eje de su actividad, imponiendo nuevos modos y estilos de
pensamiento. Nobleza y clero conservarán sus privilegios,
mientras que una amplia categoría de desheredados
inundará los campos y ciudades y serán caldo de
cultivo para la marginación y la rebelión
social.

La evolución de la industria se benefició
de un conjunto de estímulos derivados, en gran parte, de
las condiciones generales de la coyuntura (políticas
mercantilistas). Pero, a su vez, se vio lastrada por dificultades
de orden estructural y por inercias del pasado. Entre estas
dificultades estaban: (i) la elasticidad de la demanda de
productos manufacturados, pues por término medio la
población contaba con escasos recursos y podía
destinar sólo una pequeña parte de sus ingresos a
gastos no estrictamente alimentarios; (ii) la pobreza de la
población rural, obligaba a muchos campesinos a procurarse
mediante su propio trabajo manual el vestido, el menaje
doméstico y otros bienes necesarios para la vida,
toscamente elaborados en el ámbito familiar; (iii) la
estructura gremial, basada en el trabajo artesanal y en el
privilegio corporativo, heredada del período medieval y
(iv) endémicos problemas de distribución que
generaba la insuficiencia e inadecuación de los sistemas
de transporte terrestre, que encarecían los productos en
los mercados finales e impedían en gran medida la
articulación de redes de distribución que superasen
los estrictos marcos locales.

Con estas premisas, no resulta extraño que la
industria se desenvolviera básicamente en el ámbito
urbano, ligada muchas veces a la demanda de productos lujosos
generada por las clases altas de la sociedad, y que, por el
contrario, no hubiera lugar para una auténtica
producción de masas.

Pero, junto a este conjunto de dificultades, en la
definición del modelo de evolución de la industria
del siglo XVI operaron una serie de importantes estímulos.
Entre estos tenemos: (i) la demanda creció en este siglo a
impulsos del crecimiento poblacional y de la evolución
positiva de la economía; (ii) el incremento de las tasas
de urbanización; (iii) la expansión comercial y los
nuevos espacios económicos descubiertos; (iv) el amplio
desarrollo de las técnicas mercantiles y financieras; (v)
las remesas de metales preciosos que llegaron del Nuevo Mundo
potenciaron la circulación monetaria y el dinamismo del
mercado crearon nuevas condiciones para el desarrollo de la
industria; y (vi) el papel jugado por el Estado que actuó
como consumidor -la demanda estatal estimuló ciertos
sectores industriales, especialmente aquellos relacionados con la
industria de guerra, como la fabricación de armas o la
construcción naval- y el proteccionismo estatal que
formaba parte de los dictados de la política
económica actuó a veces como sostén directo
o indirecto de la industria, y el marco de relativa estabilidad y
uniformidad territorial introducido por el Estado frente a la
antigua anarquía feudal representó una
condición política para el desarrollo
económico en general, en el que se incluye el desarrollo
industrial.

No hay que olvidar tampoco, el papel de la
monarquía y de otras instituciones y grupos sociales
privilegiados, como la Iglesia y la nobleza como promotores de la
erección de grandes edificios, que determinó el
impulso de un sector importante como el de la construcción
y sus derivados.

La construcción y los oficios artísticos
(tallistas, escultores) vivieron un momento de auge al
compás de la proliferación de iniciativas para
levantar iglesias, palacios y otras grandes obras. La
aparición de la imprenta hizo que se abrieran talleres de
impresión en las principales ciudades. En fin, la
industria urbana se sostenía no sólo sobre la base
de la demanda de bienes de primera necesidad como el vestido, el
calzado o la vivienda, sino que también alentó a
tenor del desarrollo del lujo, las artes y las nuevas
técnicas del Renacimiento.

Expansión
de la industria textil

El norte de Italia, en primer lugar, constituía
una zona de amplia implantación tanto de la
producción de paños de lana como de la de tejidos
de seda. Las oligarquías nobiliarias urbanas de ciudades
como Florencia o Milán fundamentaron su poder
económico en la producción y
comercialización de textiles. A estos centros se
añadieron otros, como Bérgamo, Brescia,
Pavía o Como. En conjunto, el peso de la
fabricación de paños y telas en la
composición de la población activa industrial
norteitaliana fue abrumador. En Florencia, por ejemplo, el Arte
della lana "ocupa una treintena de miles de personas de la ciudad
y las afueras. Compra la lana bruta que viene de Puglia,
Castilla, Borgoña o Champagne, y la hace lavar, cardar, y
peinar en los lavaderos y talleres del Arte con utensilios
fabricados en Lombardía. Los Médicis, por ejemplo,
cuya expansión se ha observado en la segunda mitad del
silo XV, tienen sus propios talleres, donde sus obreros trabajan
sometidos a una severa disciplina, vigilados por los encargados y
según horarios regulados por el sonido de la campan" (B.
Bennassar). La ciudad del Arno disponía a principios del
siglo XVI de capacidad suficiente para producir más de
2.000 piezas de paño anuales, el equivalente a unos 80.000
metros de tejido. En el sur de Italia, Nápoles
constituía también un centro importante de
producción e hilado de seda, junto a Catanzaro. Sin
embargo, la fabricación de tejidos se efectuaba en las
ciudades del Norte (Florencia, Venecia, Génova,
Milán), a cuyos talleres la seda napolitana o calabresa
era remitida para su confección definitiva. La industria
textil italiana atravesó por momentos de dificultades a
raíz de las guerras de Italia, aunque más tarde se
recobró en parte.

Otro gran centro de producción pañera fue
Flandes. Aquí, la materia prima utilizada era,
principalmente, la lana de oveja merina procedente de Castilla,
excelente para la fabricación de telas ligeras. La
unión de ambos países bajo la monarquía de
Carlos V favoreció aún más las posibilidades
de un comercio regular de exportación e importación
de lana. Junto a la pañería, en Flandes
floreció también una industrial textil
artística de primera calidad como la tapicería. Los
bellos tapices flamencos con representaciones de escenas
bíblicas, mitológicas o históricas adornaron
ricamente las paredes de los grandes palacios de la
época.

En tercer lugar, Inglaterra fue también un foco
de potente desarrollo textil, fundado en la industria
pañera. Durante el siglo XVI esta industria, ya
floreciente en el siglo XV en el este del país (Norfolk,
Essex, Kent), se extendió hacia el oeste (Gloucester,
Somerset). La demanda de materia prima para la
pañería inglesa potenció la cría de
la oveja hasta el punto de provocar serías
transformaciones en las estructuras de la producción
agropecuaria. De forma un tanto más tardía se
empleó también lana española.

La industria textil inglesa se benefició de la
emigración de multitud de tejedores flamencos protestantes
refugiados tras la revuelta de los Países Bajos.
Inglaterra recibió una mano de obra cualificada que
resultó de gran utilidad para el desarrollo de su
pañería. La situación de Inglaterra en el
mercado internacional de textiles mejoró también
como consecuencia de los problemas derivados de la guerra en los
Países Bajos y de la decadencia de la industria italiana.
Estos tres fueron los principales focos de desarrollo textil,
pero, junto a ellos, existieron otros focos secundarios. En el
oeste de Francia floreció una industria de
exportación de telas de lino y cáñamo (los
famosos ruanes y bretañas), que convivió con otra
industria más orientada al consumo interno en regiones
como Champagne, Picardía y Borgoña. Por su parte,
en Tours y Lyon se desarrolló una industria sedera de
considerable magnitud, que ocupó a varios miles de obreros
y obtuvo la protección real.

También en el sur de Alemania alcanzó la
fabricación de tejidos un cierto desarrollo, especialmente
por lo que respecta a los fustanes de Augsburgo, Ulm, Ratisbona y
Nuremberg.

En España se localiza otro foco secundario de
producción textil. Las ciudades castellanas como Segovia,
Cuenca, Palencia y Ávila desarrollaron una industria de
paños de lana, aunque ésta atravesó por
grandes dificultades derivadas de la orientación
exportadora de la producción de materia prima lanera y de
su falta de competitividad frente a las confecciones extranjeras.
En la segunda mitad del siglo la pañería castellana
se hallaba en franca decadencia. La industria de la seda, de
tradición morisca, se desarrolló en Granada
(principal zona productora de materia prima), Toledo, Valencia y
Sevilla.

Fueron las manufacturas textiles (las más
importantes por el número de productores, por el volumen y
valor de la producción y por su papel en el comercio
internacional( las que alumbraron nuevas formas de
organización industrial en la Europa del XVI. Como se ha
visto, el monopolio local de las corporaciones de artesanos
representaba un control estrecho de la industria urbana, al
servicio de una producción de calidad que excluía
la presencia de una verdadera empresa capitalista. Sin embargo,
se ha podido comprobar que en el norte de Italia la
producción textil se organizó en ocasiones de forma
distinta, en grandes talleres que concentraban a un buen
número de obreros bajo el control de poderosos
empresarios. Los cambios más novedosos, sin embargo,
derivaron de la aparición de una industria rural que se
desarrolló fuera de los límites de control de los
gremios urbanos y que superaba, por tanto, los marcos
corporativos.

Surgió una clase de mercader-fabricante
interesado en los negocios de exportación de textiles que
ideó formas de abaratar la producción y de romper
los límites impuestos por las corporaciones, sacando
provecho de la creciente demanda de paños. Estos
mercaderes-fabricantes rentabilizaban las posibilidades derivadas
del trabajo en el ámbito rural. Los campesinos
podían dedicar sus horas libres al trabajo de hilar o
tejer. Sus mujeres, y hasta sus hijos menores, podían
asimismo ayudar en ello. Obtenían así unos ingresos
complementarios que incrementaban el presupuesto familiar. El
empresario-comerciante les facilitaba la materia prima y el
instrumental necesario y recogía a domicilio los productos
elaborados o semi-elaborados para llevarlos a recibir las labores
de acabado en la ciudad. A este sistema se le conoce como
"domestic-system" o "putting-out".

Esta forma de organización industrial se
desarrolló en Flandes, sirviendo como alternativa a la
decadencia de la actividad textil en ciudades como Gante, Brujas
o Courtrai, pero también floreció en otros
ámbitos de la Europa industrial. Las fluctuaciones del
mercado internacional y los grandes riesgos derivados de la
elasticidad de la demanda la hacían más rentable
que la creación de grandes empresas centralizadas, que
exigían fuertes inversiones y gastos de mantenimiento y
que podían fácilmente quebrar debido a un cambio de
ubicación de los centros gravitatorios del comercio
internacional (Lis-Soly).

Junto a la industria tradicional y al "putting-out
system" de la industria textil hay que contar con una tercera
forma de organización industrial. Por su especial
contextura, actividades que alcanzaron un gran desarrollo como la
minería, la siderurgia o la construcción naval
exigían concentraciones de capital y mano de obra. Fueron
estos, prácticamente, los únicos sectores en los
que avanzó la industria concentrada de tipo
capitalista.

A mediados del siglo XVI, por ejemplo, los astilleros de
Venecia concentraban más de 2.300 trabajadores. Por las
mismas fechas, en las minas de alumbre (utilizado corno apresto
en la industria textil( de la Tolfa, en las cercanías de
Roma, trabajaban más de 700 obreros. Se trata de sectores
que se desarrollaron al compás de las exigencias del gran
comercio internacional o de la demanda estatal condicionada por
la guerra.

Especial atención merece el despertar del sector
minero. La minería de la plata en Centroeuropa (Alemania,
Bohemia, Tirol) ocupa un cierto lugar en este fenómeno,
aunque no logró satisfacer la creciente demanda de la
economía monetaria. La fortuna de los Fugger, poderosa
familia de banqueros alemanes del XVI, se vio potenciada mediante
la explotación de minas de plata. La minería del
hierro obtuvo también un gran desarrollo. La
producción europea de este metal se estima en 100.000
toneladas en 1525. La fabricación de cañones de
bronce estimuló la extracción de cobre en Tirol,
Turingia y Hungría.

También proliferó la minería del
carbón, aunque con técnicas menos avanzadas y
menores concentraciones de mano de obra. La minería
contempló la aplicación de novedosos avances
técnicos que contribuyeron a su perfeccionamiento, tales
como los hornos de tiro forzado para la producción de
hierro (A. Tenenti). En España, este tipo de actividades
concentradas cobraron especialmente impulso en el País
Vasco, lugar de florecimiento de la construcción naval y
la fabricación de armas. También en las atarazanas
de Barcelona o Sevilla se llevaba a cabo la construcción
de barcos. La minería se desarrolló a lo largo del
siglo en lugares como Almadén, que proporcionaba mercurio
para la amalgama de la plata en América, y
Mazarrón, punto productor de alumbre para la industria
pañera.

La crisis en el
siglo XVII

Siglo marcado por crisis políticas y las
revoluciones, en este período se registra una crisis
generalizada que fue, principalmente, el resultado de la
agudización de las tensiones estructurales del Antiguo
Régimen como consecuencia del impacto de una coyuntura
negativa.

Ello resulta visible, en primer lugar, en el terreno de
la economía. Los desequilibrios entre población y
recursos, propios de la estructura económica de la
sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas
cosechas y de las periódicas crisis famélicas. Por
lo demás, el desarrollo capitalista de Europa
sufrió una ralentización al descender las remesas
de metal precioso importado de América, que habían
alimentado la expansión del XVI. La disminución de
las importaciones de plata condicionó, a su vez, una
bajada de los precios. Si la inflación del siglo anterior
había estimulado la acumulación de capitales y el
desarrollo económico general, las tendencias
deflacionistas del XVII, encubiertas a menudo tras violentas
oscilaciones de los precios, habrían conducido
irremediablemente a una caída de los beneficios, agravada
por la contracción de la demanda que, junto a las malas
condiciones económicas generales reinantes,
produciría la menor circulación monetaria. La
disminución de los beneficios desincentivó a su vez
las inversiones en actividades productivas y, a la postre,
arruinó a la industria. La aparente caída del
volumen de intercambios de mercancías y el consecuente
estancamiento comercial constituyeron el lógico correlato
y una evidencia más de la situación de crisis. Esta
crisis general desembocaría en el arranque del capitalismo
industrial durante el siglo XVIII.

Las principales evidencias de la crisis del XVII fueron:
(i) la decadencia o estancamiento de la población, excepto
en Holanda, Noruega, Suecia y Suiza; (ii) la caída de la
producción industrial; y (iii) la crisis del comercio
exterior e interior a partir de 1650.

La causa de la crisis en la persistencia de ciertos
factores que entorpecieron el desarrollo capitalista en Europa,
tales como la estructura feudal-agraria de la sociedad, las
dificultades en la conquista y aprovechamiento de los mercados
coloniales de ultramar y lo estrecho del mercado
interior.

La crisis del XVII, a la que hay que contemplar en su
calidad de momento clave en la evolución del feudalismo al
capitalismo, no presentó idénticas
características que la crisis del XIV. Si esta tuvo como
consecuencia un reforzamiento de la pequeña
producción local, en cambio aquella indujo una
concentración del potencial económico. Tal proceso
se verificó en el ámbito agrario en la forma de
concentración de tierras en manos de terratenientes, y en
el ámbito industrial al consolidarse la manufactura
dispersa ("putting- out system") a expensas de la
artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a
acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la
revolución industrial.

El proceso no se verificó en toda Europa de forma
general. La crisis del XVII estableció con claridad una
división del continente según el grado de
desarrollo económico de las diferentes zonas. Fue sufrida
de forma más aguda por los países
mediterráneos, Alemania, Polonia, Dinamarca, las ciudades
hanseáticas y Austria. Francia se mantuvo en una
posición intermedia. Mientras tanto, Holanda, Suecia,
Rusia y Suiza tendieron más bien al progreso que al
estancamiento. Pero la beneficiaria indiscutible fue Inglaterra,
país que salió extraordinariamente reforzado de la
crisis debido a que allí primaron los intereses
manufactureros respecto a los comerciales y financieros. La
crisis del siglo XVII contribuye a explicar, por tanto, el
protagonismo inglés en el desarrollo de la primera
revolución industrial durante el siglo XVIII y, en
general, la precocidad de Inglaterra en la formación del
capitalismo manufacturero.

La ruina del pequeño campesinado alimentó
un proceso de concentración de la propiedad, mientras que
la nobleza, también afectada por la crisis,
incrementó la presión señorial y se
adueñó de tierras de explotación
comunal.

El
comercio

El comercio marítimo conoció en el siglo
XVII un período de expansión, coincidiendo con la
época de mayor auge del mercantilismo. La idea de una
crisis comercial que afectó a las principales áreas
y a las más significadas rutas del sistema mundial de
intercambios, idea que durante mucho tiempo ha constituido un
lugar común en la historiografía, apenas se
sostiene hoy día. Más que de crisis, hay que hablar
de una transferencia de hegemonías. A lo largo del tiempo
se había ido verificando una basculación progresiva
del centro de gravedad del comercio internacional desde el
Mediterráneo hacia el Atlántico Norte. En el siglo
XVII el Mediterráneo selló su proceso de decadencia
y se transformó en un ámbito cerrado, con
predominio de los intercambios interiores.

Por su lado, las antiguas potencias marítimas
ibéricas, Portugal y España, atravesaban por serias
dificultades. Mientras tanto, los Países Bajos e
Inglaterra tomaban el relevo y se constituían en el centro
de la tela de araña del comercio mundial. Estos
países iniciaron una penetración agresiva en las
áreas coloniales, repartiéndose los despojos del
imperio portugués en Asia y disputando a España
áreas de influencia económica en América.
Otros países, como Francia, aunque en menor grado, se
sumaron a la tendencia.

Las compañías por acciones privilegiadas
constituyeron para las nuevas potencias marítimas el
instrumento por excelencia del comercio colonial, cuyos
beneficios para el desarrollo capitalista de sus respectivas
economías fueron cuantiosos. Pero el proteccionismo a
ultranza de los intereses nacionales provocó serios
choques, que llegaron en ocasiones a la guerra abierta; cada vez
más, las disputas políticas tuvieron un trasfondo
de clara naturaleza económica.

El mercantilismo
(desde 1501 hasta 1890)

Política económica de los siglos XVI y
XVII y primera manifestación de los gobiernos de
intervención en la vida económica a través
del diseño e implementación de
¿políticas? El papel de la riqueza como medio de
poder no dejaba de ser una evidencia para los gobernantes
europeos a comienzos de la Edad Moderna.

El dinero permitía levantar y mantener
ejércitos, financiar guerras, sostener complejas
burocracias y, en definitiva, costear ambiciosos programas de
gobierno. No es de extrañar, por ello, el interés
mostrado por el poder político en intervenir en los
asuntos económicos, particularmente los comerciales.
Máxime, cuando "era opinión ampliamente arraigada
en aquellos tiempos la de que el total de la prosperidad del
mundo era constante, y el objetivo de la política
comercial de cada país en particular (…) era el de
conseguir para la nación la mayor parte posible del
pastel" (K. Glamann).

A la praxis económica derivada de estos conceptos
se la conoce con el nombre de mercantilismo.

Rasgos del mercantilismo

  • a) El mercantilismo no constituye una escuela
    sistemática de pensamiento económico.
    Más bien se trata de un conjunto de ideas y
    prácticas en el plano de la política
    económica, definidas por características
    comunes.

  • b)  Parte de la concepción del
    carácter constante de la riqueza, por lo que busca por
    capturar y retener la mayor parte de este stock
    fijo.

  • c) Marcada orientación nacionalista. El
    fomento de la economía nacional y la defensa de los
    intereses propios subyace en todo programa de política
    mercantilista. Los Estados intentaban promover el crecimiento
    material de sus súbditos como condición
    indispensable de su propio poder.

  • d) Es de una política económica
    proteccionista e intervencionista, pues se entendía
    que era la propia acción del poder político,
    ejercida mediante leyes y prohibiciones, el más eficaz
    medio de conseguir los objetivos trazados. Tal
    intervencionismo, lejos de estorbar los intereses de la
    incipiente burguesía mercantil y financiera,
    constituyó en realidad una práctica favorable
    para sus negocios en esta fase inicial de desarrollo del
    capitalismo, al permitirle disfrutar de condiciones
    ventajosas derivadas de la protección estatal. El
    Estado, que aumentó así su intervención
    en la economía, fomentó las industrias
    más adecuadas, reglamentó la producción,
    apoyó la conquista de mercados exteriores y
    estableció medidas proteccionistas para los
    interiores

  • e) El "metalismo" ocupa un lugar central en los
    objetivos de la política mercantilista. Según
    ello, la mentalidad económica de la época
    procedería a una vulgar identificación entre
    riqueza y posesión de metal precioso. En
    función de este prejuicio crisohedonista se
    orientaría la acción económica del
    Estado. Enriquecer al príncipe consistiría
    básicamente en lograr atraer hacia sus arcas la mayor
    cantidad posible de oro y de plata. Y, dado que la cantidad
    de metal precioso existente era finita, la disputa con el
    resto de los países por asegurar la posesión de
    la mayor parte se hacía inevitable. En realidad, esta
    visión ingenua se encontraba ya superada en el propio
    siglo XVI, tras los efectos de la revolución de los
    precios. Ahora bien, este descubrimiento no significó
    la pérdida del prestigio del metal precioso ni la
    renuncia a su posesión, aunque más como medio
    de producir riqueza que como objetivo exclusivo.

Algunos tratadistas de la época percibieron con
claridad que el dinero no constituía sino una
mercancía más, cuyo valor está sujeto al
volumen de su oferta. Este texto es representativo de un estado
de opinión bastante generalizado a raíz del
análisis de las consecuencias del oro y la plata
americanos sobre la economía española, que condujo
al pleno convencimiento de que la verdadera riqueza radicaba en
los bienes producidos y no en el metal poseído. De esta
forma, el también español Pedro de Valencia
escribía en 1608: "El daño vino del haber mucha
plata y mucho dinero, que es y ha sido siempre (…) el veneno
que destruye las Repúblicas y las ciudades.
Piénsase que el dinero las mantiene y no es así:
las heredades labradas y los ganados y pesquerías son las
que dan mantenimiento".

  • f) El mercantilismo evolucionó, pues,
    hacia doctrinas productivistas. El comercio consideraba la
    forma más eficaz de promover la riqueza de la
    nación. La política económica
    mercantilista se orientó, en este sentido, a
    garantizar una balanza de pagos favorable para la
    economía nacional mediante la promulgación de
    medidas legales de carácter proteccionista.
    Además las colonias de Francia, Inglaterra y Holanda
    producían poco oro o plata, así que el
    único modo de obtener suministros de metales preciosos
    para esos países (aparte de la conquista y la
    piratería, a la que también recurrieron( era a
    través del comercio.

Las leyes aduaneras desempeñaban un importante
papel como medio de conseguir este objetivo. De lo que se
trataba, en definitiva, era de favorecer la exportación de
mercancías manufacturadas producidas en el propio
país y de impedir la importación de las producidas
en países extranjeros. Exportar más que importar
era una regla de oro.

Ello se pretendía lograr mediante una
política de tasas aduaneras que penalizara las
mercancías foráneas hasta el punto de hacer poco
rentable su comercialización y de perder capacidad
competitiva respecto a las manufacturas nacionales. Esta
política se completaba con medidas de signo contrario
referidas a las materias primas. Sobre estas, obviamente, las
manufacturas tienen un valor añadido: el del trabajo de
transformación. Además su oferta abundante es
condición para un óptimo desarrollo industrial. Por
lo tanto, había que impedir la salida de las materias
primas nacionales y favorecer la importación de las
extranjeras. A tal objetivo se consagraban prohibiciones y
medidas legales de carácter aduanero.

Además los gobiernos buscaban abundante
abastecimiento de grano y otros alimentos en el interior,
prohibiendo generalmente su exportación. Al mismo tiempo,
fomentaban las manufacturas no sólo para tener algo que
vender en el extranjero, sino también para aumentar su
autosuficiencia ampliando la gama de la producción
propia.

Para fomentar la producción nacional no se
permitía la entrada de manufactura extranjera o se forzaba
a pagar elevados aranceles, aunque estos eran también una
fuente de ingresos. Se alentaba, asimismo, la
manufacturación nacional con la concesión de
monopolios y con subvenciones a las exportaciones. Cuando el
país no disponía de las materias primas necesarias,
podían importarse sin tener que pagar impuestos de
importación, en contraposición a la política
general de disuasión de esta. Las leyes suntuarias, leyes
concernientes al consumo, intentaban restringir el consumo de
mercancías extranjeras y promover el de los productos
nacionales.

  • g) La posesión de una gran marina
    mercante se tenía en mucho porque extraía
    dinero a los extranjeros a cambio de los servicios navales y
    fomentaba las exportaciones nacionales habilitando, cuando
    menos en teoría, un transporte barato. La
    mayoría de las naciones tenían leyes de
    navegación que procuraban restringir el transporte de
    importaciones y exportaciones a los barcos propios, y que en
    otros aspectos promovían la marina
    mercante.

Además, dado que la principal diferencia entre un
barco mercante y un barco de guerra era el número de armas
que llevaba, una gran flota mercante se podía convertir en
armada en caso de guerra. Los gobiernos fomentaban asimismo las
flotas pesqueras como un medio de formar marinos y de estimular
la industria de la construcción de barcos, así como
de hacer a la nación más autosuficiente en cuanto
al abastecimiento de alimentos y proporcionar productos para la
exportación.

  • h) Una población abundante
    constituía un potencial productivo y una forma de
    riqueza para la nación y de poder para el Estado. El
    pensamiento y la política mercantilistas se orientaron
    hacia la postura de favorecer el crecimiento poblacional y la
    inmigración de elementos productivos.

  • i) El colonialismo representa otra de las
    principales características de la política
    mercantilista. El comercio ventajoso alcanzaba sus mayores
    posibilidades mediante el control efectivo de áreas
    coloniales. Se dibujaban así las bases del pacto
    colonial: las colonias se constituían en proveedoras
    de materias primas para la metrópoli, al tiempo que en
    mercados para su producción manufacturera. La
    subordinación económica de extensas
    áreas coloniales extraeuropeas constituyó una
    condición del desarrollo capitalista de la
    economía occidental.

La pugna de las potencias por el control de colonias se
explica fundamentalmente por razones de tipo
económico-mercantil. La rivalidad de los países por
intereses mercantiles dio lugar a la aparición de un
fenómeno relativamente nuevo: las guerras
económicas. Junto a los problemas de carácter
dinástico y político, los enfrentamientos por
causas económicas, como los protagonizados por Inglaterra
y Holanda ya en el siglo XVII, pasaron a engrosar el panorama de
la conflictividad internacional.

Al mismo tiempo que buscaban imponer una unidad
económica y política a sus súbditos, los
soberanos de Europa competían agresivamente entre
sí por extender su territorio y controlar sus posesiones y
comercio en ultramar. Lo hacían en parte para hacer a sus
países más autosuficientes en tiempos de guerra,
pero el mero intento de ganar más territorio o comercio a
expensas de otros a menudo llevaba precisamente a ella. De este
modo el nacionalismo económico agravó los
antagonismos que habían engendrado diferencias religiosas
y rivalidades dinásticas entre los soberanos de
Europa.

Las políticas económicas de las
naciones-estado en el período de la segunda
logística de Europa tenían un doble
propósito: construir una potencia económica para
fortalecer el estado y usar el poder del estado para promover el
crecimiento económico y enriquecer la nación.
Según palabras de Sir Josiah Child, mercader y
político británico de finales del siglo XVII, el
beneficio y el poder deberían considerarse conjuntamente.
Con todo, los estados buscaban esencialmente obtener ingresos, y
con frecuencia esta necesidad les llevó a promulgar
políticas que fueron en detrimento de actividades
verdaderamente productivas.

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  • j) Traspaso de las funciones de
    regulación económica del nivel local al nivel
    nacional, en que el gobierno central intentaba unificar el
    estado tanto económica como políticamente vs.
    gremios y señores feudales en el plano
    nacional.

Para perseguir sus objetivos los que elaboraban las
políticas tenían que bregar con los deseos
contrapuestos tanto de sus propios súbditos como de los de
las naciones-estado rivales. En los tiempos medievales los
municipios y otras unidades de gobierno locales habían
poseído un extenso poder de control y regulación
económicos. Imponían peajes y aranceles sobre los
bienes que entraban y salían de sus jurisdicciones. Los
gremios locales de mercaderes y artesanos fijaban los salarios y
los precios, y por otra parte regulaban las condiciones de
trabajo.

Adam Smith, filósofo escocés de la
ilustración y fundador de la ciencia económica
moderna, describió las políticas económicas
de su tiempo (y de siglos anteriores) con un único
título: el sistema mercantil. Bajo su punto de
vista eran malas porque interferían con la "libertad
natural" de los individuos y daban lugar a lo que los modernos
economistas llaman mala distribución de recursos. Aunque
condenó estas políticas por insensatas e injustas,
intentó sistematizarías de ahí el
término de sistema mercantil, en parte, al menos,
para poner de relieve su absurdidad. Fijándose
principalmente en ejemplos británicos, declaró que
las políticas estaban ideadas por los mercaderes e
impuestas subrepticiamente a los soberanos y gobernantes que
ignoraban los asuntos económicos. Igual que los mercaderes
se enriquecían en la medida que sus ingresos
excedían a sus gastos, las naciones, argumentaban,
según la construcción de Smith, se
enriquecerían siempre que vendieran más a los
extranjeros de lo que ellos compraban fuera, considerando la
diferencia, o la "balanza de comercio", en oro y plata. De
ahí que favorecieran las Políticas que estimulaban
las exportaciones y penalizaban las importaciones (todo lo cual
favorecía sus propios intereses Privados), para crear una
balanza de comercio favorable para la nación en
conjunto.

Durante más de un siglo después de que
Smith publicara su histórica lnquiry into The Nature
and Causes of The Wealth of Nations (Investigación sobre
la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones),
en
1776, el término sistema mercantil tuvo una
connotación peyorativa. En la última parte del
siglo XIX, sin embargo, un buen número de historiadores y
economistas alemanes, entre los que destaca Gustav von Schmoller,
dieron la vuelta totalmente a este concepto. Para ellos,
nacionalistas y Patriotas que vivían el despertar de la
unificación de Alemania bajo la hegemonía de
Prusia, el Merkantilismus (mercantilismo) era sobre todo
una Política de levantar estado (Staatsbildung)
llevada a cabo por Prudentes y benevolentes gobernantes, de los
que Federico el Grande era el mejor ejemplo. Según
palabras de Schmoller, el mercantilismo "en esencia no es
más que levantar estado, no levantar estado en sentido
estricto sino levantar estado y levantar economía nacional
al mismo tiempo".

A pesar de las similitudes, cada nación
tenía una política económica particular
derivada de las peculiaridades de las tradiciones locales y
nacionales, las circunstancias geográficas y, lo que es
más importante, el carácter del Estado mismo. Los
que abogaban por un nacionalismo económico proclamaban que
su Política estaba concebida para beneficiar al Estado.
Pero ¿qué era el Estado? Iba desde la
monarquía absoluta, como la de Luis XIV y la
mayoría de las otras potencias continentales, a las
repúblicas burguesas de Alemania, Suiza y las ciudades de
la Hansa. En ningún caso todos o siquiera una
mayoría de los habitantes participaba en el proceso de
gobierno. Puesto que el nacionalismo de las primitivas
naciones-estado descansaba en una base de clase, no popular, la
clave de las diferencias nacionales en política
económica debería buscarse en la diferente
composición e intereses de las clases
dirigentes.

En Francia y otras monarquías absolutas los
deseos del soberano estaban por encima de todo. Aunque pocos
monarcas absolutos comprendían o sabían evaluar los
asuntos económicos, estaban acostumbrados a que sus
órdenes fueran obedecidas. La administración diaria
de los asuntos la llevaban a cabo ministros y funcionarios
menores que apenas entendían de los problemas de la
tecnología industrial o las empresas comerciales, y que
reflejaban las estimaciones y actitudes de su señor. Los
complejos reglamentos para la actuación de la industria y
el comercio añadían coste y frustración a la
hora de hacer negocios y fomentaban el desinterés. En las
cuestiones importantes no era raro que los monarcas absolutos
sacrificaran el bienestar económico de sus súbditos
y los cimientos económicos de su propio poder a causa de
la ignorancia o la indiferencia De este modo, a pesar de su gran
imperio, el gobierno de España gastaba continuamente
más de lo que ingresaba, maniataba a sus mercaderes y
dejaba de perder. Ni siquiera la Francia de Luis XIV, la
nación más poblada y poderosa de Europa, pudo
soportar fácilmente la continua sangría de su
riqueza en pos de la consecución de las ambiciones
territoriales y el mantenimiento de su corte. Cuando el rey
murió, Francia estaba al borde de la
bancarrota.

Las Provincias Unidas, gobernadas por y para los ricos
mercaderes que controlaban las principales ciudades, siguieron
una política económica más racional. Al
vivir principalmente del comercio, no se podían permitir
las políticas restrictivas y proteccionistas de sus
vecinos más grandes. Establecieron en su interior la
libertad de comercio, recibiendo con los brazos abiertos en sus
puertos y lonjas a los mercaderes de todas las naciones. En el
imperio holandés, en cambio, el monopolio de los
comerciantes holandeses fue absoluto.

Inglaterra estaba más o menos en una
posición intermedia dentro de este espectro. La
aristocracia terrateniente emparentó con miembros de
familias comerciantes poderosas, así como con abogados y
funcionarios conectados con el mundo mercantil; por otra parte,
hacía tiempo que grandes mercaderes desempeñaban un
papel prominente en el gobierno y la política. Tras la
revolución de 1688-89 sus representantes en el parlamento
asumieron al máximo poder del Estado. Las leyes y
reglamentos que elaboraron concernientes a la economía
reflejaban un equilibrio de intereses, satisfaciendo a
terratenientes y agricultores, a la vez que fomentaban las
manufacturas nacionales y prestaban apoyo a los intereses de la
marina mercante y del comercio.

Evolución
del sistema bancario

Al lado de la actividad de los banqueros privados, en el
siglo XVII se extendió por aquellas partes de Europa, cuya
economía presentaba un mayor grado de evolución
capitalista, el sistema de bancos públicos nacido en la
Italia medieval. La incorporación de los logros de la
tradición bancaria italiana respondió al doble
impulso del desarrollo de los negocios privados y de la demanda
estatal de crédito. El más activo de entre los
bancos del norte de Europa durante este siglo fue el Banco de
Amsterdam (Wisselbank), fundado en 1609.

En un principio, la banca europea respondía a los
intereses comerciales, al constituirse como entidades de
depósito y al llevar a cabo transferencias entre las
cuentas abiertas por los comerciantes. Ello favorecía la
fluidez de los negocios. Más tarde, los bancos fueron
convirtiéndose también en entidades de
crédito. El Banco de Amsterdam jugó también
un activo y necesario papel al imponer orden en la diversidad de
monedas que afluían al mercado holandés. El
comercio de metales preciosos constituyó, en este sentido,
una vertiente importante de su actividad. Sin embargo, al igual
que ocurría en otros bancos, como el de Rotterdam o el de
Hamburgo, el Banco de Amsterdam no realizaba descuentos de letras
de cambio ni emisión de billetes. Estas modernas funciones
bancarias sí fueron en cambio asumidas por el Banco de
Inglaterra, fundado en 1694.

La emisión de papel moneda, aunque con un valor
casi anecdótico, ya había sido probada por el Banco
de Estocolmo a mediados de siglo. Pero el auténtico
protagonismo del Banco de Inglaterra, como institución
pionera en la emisión de billetes reembolsables a la vista
por moneda metálica a solicitud del tenedor, está
fuera de duda. La emisión de billetes que actuaban como
pagarés al portador (running cash notes) estuvo
ligada al crédito estatal, función a la que, a su
vez, estuvo vinculado el propio nacimiento del Banco de
Inglaterra.

Partes: 1, 2

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