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El famoso discurso del Obispo Strossmayer sobre la infalibilidad papal



  1. Estudio del Antiguo
    y Nuevo Testamento
  2. Jesús no dio
    la supremacía a Pedro
  3. Pablo y los
    Apóstoles guardaron silencio con respecto al
    Papado
  4. Pedro en Roma, una
    «ridícula leyenda»
  5. No existió
    Papa en los primeros cuatro siglos
  6. «Tú
    eres Pedro»
  7. Errores y
    contradicciones papales
  8. Los pecados del
    Papado y sus excesos
  9. Volvamos a las
    divinamente inspiradas Sagradas Escrituras

»Venerables padres y hermanos: No sin temor, pero
con una conciencia libre y tranquila, ante Dios que vive y me ve,
tomo la palabra en esta augusta Asamblea. Desde que me hallo
sentado aquí entre vosotros, he seguido con
atención los discursos que se han pronunciado, ansioso de
que un rayo de luz descendiendo de arriba ilumine mi inteligencia
y me permitiese votar respecto a los cánones de este santo
Concilio Ecuménico con perfecto conocimiento de
causa.

Estudio del
Antiguo y Nuevo Testamento

»Compenetrado del sentimiento de responsabilidad
por el cual Dios me pedirá cuentas, me he dedicado a
estudiar con escrupulosa atención los escritos del Antiguo
y Nuevo Testamentos, y les he pedido a estos venerables
monumentos de la verdad que me permitiesen saber si el Santo
Pontífice que aquí preside es ciertamente el
sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo e infalible doctor de
la Iglesia.

»Para resolver esta grave cuestión, me he
visto obligado a prescindir del estado actual de las cosas, y a
transportar mi mente, con la antorcha del Evangelio en las manos,
a los tiempos en que no existían ni el ultramontanismo ni
el galicanismo, y en los cuales la Iglesia tenía por
doctores a San Pablo, San Pedro, San Juan y Santiago, doctores a
quienes nadie puede negar la autoridad divina sin poner en duda
lo que la Santa Biblia, que tengo delante, nos enseña, y
que el Concilio de Trento proclamó como Regla de fe y de
moral.

»He abierto, pues, estas sagradas páginas,
y ¿me atreveré a decirlo? nada he encontrado que
respalde próxima ni remotamente, la opinión de los
ultramontanos. Aun es mayor mi sorpresa por no encontrar en los
tiempos apostólicos nada que haya sido motivo de
cuestión sobre un papa sucesor de San Pedro y Vicario de
Jesucristo, como tampoco sobre Mahoma, que no existía
aún.

»Vos, monseñor Nanning, diréis que
estoy blasfemando; Vos, Monseñor Fie, diréis que
estoy loco. ¡No, Monseñores, no blasfemo ni estoy
loco! Habiendo leído todo el Nuevo Testamento, declaro
ante Dios, con mi mano elevada al gran crucifijo, que
ningún vestigio he podido encontrar del papado tal como
existe ahora.

»No me rehuséis vuestra atención,
mis venerables hermanos, ni con vuestros murmullos e
interrupciones justifiquéis a los que dicen, como el padre
Jacinto, que este Concilio no es libre, porque nuestros votos han
sido de antemano impuestos. Si esto fuese cierto, esta augusta
Asamblea, hacia la cual están dirigidas las miradas de
todo el mundo, caería en el más profundo y
vergonzoso descrédito. Si deseamos que sea grande, debemos
ser libres Agradezco a su Excelencia monseñor Dupanloup el
signo de aprobación que hace con la cabeza. Esto me
alienta, y prosigo.

Jesús no
dio la supremacía a Pedro

»Leyendo, pues, los santos libros con toda la
atención de que el Señor me ha hecho capaz, no
encuentro un solo capítulo o un versículo en el
cual Jesús otorgue a San Pedro la jefatura de los
apóstoles, sus colaboradores.

»Si Simón, el hijo de Jonás, hubiese
sido lo que hoy día creemos que es su santidad Pío
IX, es extraño que Él [Jesús] no les hubiera
dicho: "Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos
obedecer a Simón Pedro, así como ahora me
obedecéis a mí. Lo establezco como mi vicario en la
tierra." No solamente calla Cristo sobre este particular, sino
que piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que cuando
promete tronos a sus doce apóstoles para juzgar a las doce
tribus de Israel (Mateo 19:28) les promete doce, uno para cada
uno, sin decir que entre dichos tronos uno sería
más elevado y—pertenecería a Pedro.
Indudablemente, si tal hubiese sido su intención, lo
indicaría. La lógica nos conduce a la
conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la
cabeza del colegio apostólico.

»Cuando Cristo envió a los apóstoles
a conquistar el mundo, a todos igualmente dio la promesa del
Espíritu Santo. Permitidme repetirlo: si él hubiera
querido constituir a Pedro como su vicario, le hubiera dado el
mando supremo sobre su ejército espiritual.

»Cristo, —así lo dice la Santa
Escritura— prohibió a Pedro y a sus colegas reinar o
ejercer señorío o tener potestad sobre los fieles,
como lo hacen los reyes de los gentiles (Lucas 22:25, 26). Si San
Pedro hubiera sido elegido papa, Jesús no hubiera hablado
así, porque según nuestra tradición el
papado tiene en sus manos dos espadas, símbolos del poder
espiritual y del temporal.

»Hay una cosa que me ha sorprendido
muchísimo. Agitándola en mi mente, me he dicho: Si
Pedro hubiera sido elegido papa, ¿se permitirían
sus colegas enviarle con San Juan a Samaria para anunciar el
Evangelio del Hijo de Dios? ¿Qué os
parecería, venerables hermanos, si nos
permitiésemos ahora mismo enviar a su santidad Pío
IX y a su eminencia monseñor Plantier al Patriarca de
Constantinopla para persuadirle a que pusiese fin al cisma de
Oriente?

»Mas he aquí otro hecho mayor de
importancia. Un concilio ecuménico se reúne en
Jerusalén para decidir cuestiones que dividían a
los fieles. ¿Quién debiera convocar este concilio,
si San Pedro era papa? San Pedro. Bueno, nada de esto
ocurrió. El apóstol asistió al Concilio como
lo hicieron los demás, y sin embargo él no fue el
que resumió las cosas sino Santiago. Y cuando los decretos
fueron promulgados, fue en el nombre de los apóstoles, los
ancianos y los hermanos (Hechos 15).

» ¿Es esta la práctica de nuestra
Iglesia? Cuánto más examino ¡oh venerables
hermanos! tanto más me convenzo de que en las Sagradas
Escrituras el hijo de Jonás no parecía ser el
primero.

Pablo y los
Apóstoles guardaron silencio con respecto al
Papado

»Ahora bien: mientras nosotros enseñamos
que la Iglesia está edificada sobre San Pedro, el
apóstol San Pablo (de cuya autoridad no existen dudas),
dice en su Epístola a los Efesios 2:20, que está
edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,
siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. Y
el mismo apóstol creía tan poco en la
supremacía de San Pedro, que abiertamente culpa a los que
dicen, somos de Pablo, somos de Apolos (1 Corintios 1:12), y a
los que dicen, somos de Pedro. Si este último
apóstol hubiera sido el vicario de Cristo, San Pablo se
hubiera guardado bien de censurar con tanta violencia a los que
pertenecían a su propio colega.

»El mismo apóstol Pablo, al enumerar los
oficios de la Iglesia, menciona apóstoles, profetas,
evangelistas, doctores y pastores… ¿Debemos creer, mis
venerables hermanos, que San Pablo, el gran apóstol de los
gentiles, se olvidó del primero de estos oficios, el
papado, si el papado fuera de institución divina? Ese
olvido me parece tan imposible, como el que un historiador de
este concilio no hiciere mención de su Santidad Pío
IX. [Varias voces: "¡Silencio, hereje,
silencio!"]

»Calmaos, venerables hermanos, que todavía
no he concluido. Si me impedís que prosiga, os
mostráis al mundo dispuestos a la prevaricación,
cerrando la boca al menor miembro de esta Asamblea.

»Continúo. El apóstol Pablo no hace
mención de la primacía de Pedro en ninguna de sus
epístolas a las diferentes Iglesias, Si esta
primacía hubiera existido; si, en una palabra, la Iglesia
hubiera tenido una cabeza suprema dentro de sí, infalible
en enseñanza, ¿podría el gran apóstol
de los gentiles olvidarse de mencionarla? ¡Que digo!
Más probable es que hubiera escrito una larga
epístola sobre esta importante materia. Entonces, cuando
se erigió el edificio de la doctrina ¿podría
olvidarse, como lo hace, de la fundación, o sea de la
clave del arco? Ahora bien, a menos que mantengáis que la
iglesia de los apóstoles fue herética (lo cual
ninguno de nosotros desearíamos ni nos atreveríamos
a decirlo), estamos obligados a confesar que la Iglesia nunca fue
más bella, más pura, ni más santa que en los
tiempos en que no hubo papa. … [Gritos: No es verdad, no es
verdad.] No diga monseñor di Laval, no; alguno de
vosotros, mis venerables hermanos, se atreve a pensar que la
Iglesia que hoy tiene un papa por cabeza, es más firme en
la fe, más pura en la moral que la Iglesia
apostólica, dígalo abiertamente ante el universo,
puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras
palabras vuelan de polo a polo.

»Prosigo. Ni en los escritos de San Pablo, ni de
San Juan, ni de Santiago, descubro traza alguna o germen de poder
papal.

»San Lucas, el historiador de los trabajos
misioneros de los apóstoles, guarda silencio sobre este
importantísimo punto. Y el silencio de estos hombres
santos, cuyos escritos forman parte del canon de las divinamente
inspiradas Escrituras, nos parece tan difícil o imposible,
si Pedro fuese papa, y tan inexcusable, como si Thiers,
escribiendo la historia de Napoleón Bonaparte, omitiese el
título de emperador.

»Veo delante de mí un miembro de la
Asamblea, que dice señalándome con el dedo:
"¡Ahí está un obispo cismático, que se
ha introducido entre nosotros con falsa bandera!". No, no, mis
venerables hermanos; no he entrado en esta augusta Asamblea como
ladrón, por la ventana, sino por la puerta, como vosotros;
mi título de obispo me dio derecho a ello, así como
mi conciencia cristiana me obliga a hablar y decir lo que creo
sea la verdad.

»Lo que más me ha sorprendido, y se puede
demostrar, es el silencio del mismo San Pedro. Si el
apóstol fuese lo que proclamáis que fue, es decir,
Vicario de Jesucristo en la tierra, él, seguramente lo
hubiera sabido. Y si lo hubiera sabido, ¿cómo es
que ni una sola vez actuó como papa? Podría haberlo
hecho el día de Pentecostés, cuando predicó
su primer sermón, y no lo hizo: como tampoco lo hace en
las dos epístolas que dirige a la Iglesia.
¿Podéis concebir tal papa, mis venerables hermanos,
si Pedro era papa?

»Resulta, pues, que si queréis mantener que
fue papa, la consecuencia natural es que él no lo
sabía. Ahora pregunto a todo el que quiera pensar y
reflexionar: ¿Son posibles estas dos suposiciones? Digo
pues, que mientras los apóstoles vivieron, la Iglesia
nunca creyó que había papa. Puesto que para
mantener lo contrario sería preciso entregar las Sagradas
Escrituras a las llamas, o ignorarlas por completo.

Pedro en Roma,
una «ridícula leyenda»

»Mas oigo decir por todos lados: "pues qué
¿no estuvo San Pedro en Roma? ¿No fue crucificado
con la cabeza para abajo? ¿No se conocen los lugares donde
enseñó, y los altares donde dijo misa en esta
ciudad eterna?" Que San Pedro haya estado en Roma, reposa, mis
venerables hermanos, sólo sobre la tradición; pero
suponiendo que hubiese sido obispo en Roma, ¿cómo
podéis probar su episcopado por su presencia? Scaligero,
uno de los hombres más eruditos, no vaciló en decir
que el episcopado de San Pedro y su residencia en Roma deben
clasificarse entre las leyendas ridículas. [Repetidos
gritos: ¡Tapadle la boca; hacedle descender de esa
cátedra!].

»Venerables hermanos: estoy pronto a callarme; mas
¿no será mejor, en una asamblea como la nuestra,
probar todas las cosas como manda el apóstol, y creer
sólo lo que es bueno? Porque mis venerables amigos,
tenemos un dictador ante el cual todos debemos postrarnos y
callar, hasta su santidad Pío IX, e inclinar la cabeza:
ese dictador es la Historia, la cual no es una leyenda que se
puede amoldar al modo que el alfarero modela su barro, sino como
un diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta
ahora me he apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio
alguno del papado en los tiempos apostólicos; la falta es
suya y no la mía. ¿Queréis quizás
colocarme en la posición de un acusado de mentira? Hacedlo
si podéis. Oigo de la derecha estas palabras: "Tú
eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi iglesia."
(Mateo 16:18). Contestaré a esa objeción luego, mis
venerables hermanos, antes de hacerlo deseo presentaros el
resultado de mis investigaciones históricas.

No existió
Papa en los primeros cuatro siglos

»No hallando ningún vestigio del papado en
los tiempos apostólicos, me dije a mí mismo:
"Quizás hallaré en los anales de la Iglesia lo que
ando buscando." Bien, lo diré abiertamente: busqué
al papa en los cuatro primeros siglos, y no he podido dar con
él.

»Espero que ninguno de vosotros dudará de
la gran autoridad del santo obispo de Hipona, el grande y bendito
San Agustín. Este piadoso doctor, honor y gloria de la
Iglesia Católica, fue secretario en el Concilio de Milevi.
En los decretos de esta venerable Asamblea se hallan estas
significativas palabras: "Todo el que apelase a los de la otra
parte del mar, no será admitido a la comunión por
ninguno en África." Los obispos de África
reconocían tan poco al obispo de Roma que castigaban con
excomunión a los que recurriesen a su
arbitraje.

»Estos mismos obispos en el sexto Concilio de
Cartago, celebrado bajo Aurelio, obispo de dicha ciudad,
escribieron a Celestino, obispo de Roma, amonestándole que
no recibiese apelaciones de los obispos, sacerdotes o
clérigos de África, que no enviase más
legados o comisionados, y que no introdujese el orgullo humano en
la Iglesia.

»Que el patriarca de Roma había, desde los
primeros tiempos, tratado de arrogarse toda autoridad, es un
hecho evidente, como es otro hecho igualmente evidente que no
poseía la supremacía que los ultramontanos le
atribuyen.

»Si la hubiera poseído, ¿hubieran
osado los obispos de África, San Agustín, primero
entre ellos, prohibir las apelaciones a los decretos de su
supremo tribunal? Y reconozco, sin embargo, que el patriarca de
Roma ocupaba el primer puesto. Una de las leyes de Justiniano
dice: "Mandamos, conforme a la definición de los cuatro
Concilios, que el santo papa de la antigua Roma sea el primero de
los obispos, y su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es
la nueva Roma sea el segundo." Inclínate, pues a la
soberanía del papa, me diréis.

»No corráis tan presurosos a esa
conclusión, mis venerables hermanos, pues la ley de
Justiniano lleva escrita al frente: "Del orden de las sedes
patriarcales." Precedencia es una cosa y poder de
Jurisdicción es otra. Por ejemplo: suponiendo que en
Florencia se reuniese una Asamblea de todos los obispos del
reino, la precedencia se daría naturalmente al primado de
Florencia como entre los orientales se concedería al
patriarca de Constantinopla y en Inglaterra al arzobispo de
Canterbury; pero ni el primero, ni el segundo, ni el tercero
podrían deducir de la asignada posición una
jurisdicción sobre sus colegas.

»La importancia de los obispos de Roma
procedía, no de su poder divino, sino de la importancia de
la ciudad donde está su sede. Monseñor Darboy no es
superior en dignidad al arzobispo de Aviñón, y, no
obstante, París le da una consideración que no
gozaría si en vez de tener su palacio en las orillas del
Sena, se hallase sobre el Ródano. Esto es verdadero en las
jerarquías religiosas, como lo es también en
materias civiles y políticas. El prefecto de Roma no es
más que un prefecto como el de Pisa; pero civil y
políticamente, es de mayor importancia.

»He dicho ya que desde los primeros siglos, el
patriarca de Roma aspiraba al gobierno universal de la Iglesia, y
desgraciadamente casi lo alcanzó; pero no
consiguió, por cierto, sus pretensiones, pues el emperador
Teodosio II hizo una ley estableciendo que el patriarca de
Constantinopla tuviera la misma autoridad que el de Roma (leg.
cod. de sacr., etc.).

»Los padres del Concilio de Calcedonia colocan a
los obispos de la antigua y nueva Roma en la misma
categoría en todas las cosas, incluso las
eclesiásticas (Canon 28). El sexto Concilio de Cartago
prohibió a todos los obispos que se arrogasen el
título de pontífice de los obispos u obispos
soberanos.

»En cuanto al título de Obispo universal
que los papas se arrogaron más tarde, Gregorio I, creyendo
que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con
él, escribió estas palabras: "Ninguno de mis
predecesores ha consentido en llevar ese título profano,
porque cuando un patriarca se arroga el nombre de universal, el
carácter de patriarca sufre descrédito. Lejos
esté de los cristianos, pues, el deseo de darse un
título que cause descrédito a sus
hermanos."

»San Gregorio dirigió estas palabras a su
colega de Constantinopla, que pretendía hacerse primado de
la Iglesia: "No se le importe del título de universal que
Juan ha tomado ilegalmente, y ningunos de los patriarcas se
arroguen ese nombre profano, porque, ¿cuántas
desgracias no deberíamos esperar, si entre los sacerdotes
se suscitasen tales ambiciones? Alcanzarían lo que se
tiene predicho de ellos: 'El es rey de los hijos del orgullo'.".
El papa Pelagio II (lett. 13), llama a Juan, obispo de
Constantinopla, que aspiraba al sumo pontificado, "impío y
profano".

»Estas autoridades, y podría citar cien
más y de igual valor: ¿no prueban con una claridad
semejante al resplandor del sol al mediodía, que los
primeros obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos
universales y cabezas de las Iglesias, sino hasta tiempos muy
posteriores? Y por otra parte, ¿quién no sabe que
desde el año 325, en que se celebró el primer
Concilio Ecuménico de Nicea, hasta 580, el año del
segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, que de entre
más de 1109 obispos que asistieron a los primeros seis
concilios generales, no se hallaron presentes más que 19
obispos del Occidente?

» ¿Quién ignora que los concilios
fueron convocados por los Emperadores, sin siquiera informar de
ello al obispo de Roma, y frecuentemente hasta en
oposición a los deseos de éste? ¿Y que Osio,
obispo de Córdoba, presidió en el primer Concilio
de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio
presidió después el Concilio de Sárdica, y
excluyó a los legados de Julio, obispo de Roma.

«Tú
eres Pedro»

»No haré más citas, mis venerables
hermanos, y paso a hablar del gran argumento a que se
refirió anteriormente alguno de vosotros para establecer
el primado del obispo de Roma por "la roca (petra)". Si
esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada; pero
nuestros antecesores (y ciertamente debieron saber algo) no
opinan sobre esto como nosotros.

»San Cirilo, en su cuarto libro de la Trinidad,
dice: "Creo que por la roca debéis entender la fe
inamovible de los apóstoles". San Hilario, obispo de
Poitiers, en su segundo libro sobre la Trinidad, dice: "La roca
(petra) es la bendita y sola roca de la fe confesada por
la boca de San Pedro". Y en el sexto libro de la Trinidad, dice:
"Es esta la roca la confesión de la fe sobre la que
está edificada la Iglesia". "Dios", dice San
Jerónimo en el sexto libro sobre San Mateo, "ha fundado su
Iglesia sobre esta roca de la que el apóstol Pedro fue
apellidado". De conformidad con él, Crisóstomo dice
en su homilía 53 sobre San Mateo: "Sobre esta roca
edificaré mi iglesia", es decir, sobre la fe de la
confesión. Ahora bien ¿cuál fue la
confesión del apóstol? Hela aquí: "Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo".

»Ambrosio, el santo arzobispo de Milán
(sobre el segundo capítulo de la epístola a los
Efesios), San Basilio de Seleucia y los padres del Concilio de
Calcedonia, enseñan precisamente la misma doctrina. Entre
los doctores de la antigüedad cristiana, San Agustín
ocupa uno de los primeros lugares por su sabiduría y su
santidad. Oíd pues, lo que escribe sobre su segundo
tratado de la primera epístola de San Juan:
"¿Qué significan estas palabras: Edificaré
mi Iglesia sobre la Roca? Sobre esta fe, sobre eso que me dices,
Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". En su tratado
[124] sobre San Juan, encontramos esta muy significativa frase:
"Sobre esta roca que tú has confesado, edificaré mi
Iglesia, puesto que Cristo mismo era roca". El gran obispo no
creía tampoco que la Iglesia fuese edificada sobre San
Pedro, que dijo a su grey en el sermón 13: "Tú eres
Pedro y sobre esta roca, (petra) que tú has
confesado, sobre esta roca, que tú has reconocido
diciendo: Tú eres el Cristo el Hijo del Dios viviente,
edificaré mi Iglesia; sobre mí mismo, que soy el
Hijo de Dios, la edificaré sobre mí y no a
mí sobre ti". Lo que San Agustín pensaba sobre este
célebre pasaje, era la opinión de toda la
Cristiandad en sus días.

»Por consiguiente, resumo y establezco: primero,
que Jesús dio a sus apóstoles el mismo poder que le
otorgó a San Pedro; segundo, que los apóstoles
nunca reconocieron en San Pedro al vicario de Jesucristo y al
infalible doctor de la iglesia; tercero, que el mismo Pedro nunca
pensó ser papa, y nunca actuó como si fuera papa;
cuarto, que los concilios de los cuatro primeros siglos, cuando
reconocían la alta posición que el obispo de Roma
ocupaba en la Iglesia por motivo de estar en Roma, tan
sólo le otorgaban una preeminencia honorífica,
nunca poder y jurisdicción; que los santos padres en el
famoso pasaje, "Tú eres Pedro, y sobre esta roca
edificaré mi iglesia", nunca entendieron que la iglesia
estaba edificada sobre Pedro ( Super Petrum), sino sobre
la roca ( Super Petram), es decir, sobre la
confesión de fe del apóstol.

»Concluyo victoriosamente, conforme a la historia,
la razón, la lógica, el buen sentido y la
conciencia cristiana, que Jesucristo no confirió
supremacía alguna a San Pedro, y que los obispos de Roma
no se constituyeron soberanos de la Iglesia sino confiscando uno
por uno todos los derechos del episcopado. [Voces:
¡Silencio insolente protestante, silencio!]

» ¡No soy un protestante insolente!
¡No, y mil veces no! La historia no es católica, ni
anglicana, ni calvinista, ni luterana, ni arminiana, ni griega,
ni cismática, ni ultramontanista. Es lo que es: es decir,
algo más poderoso que todas las confesiones de fe, de los
cánones de los Concilios ecuménicos.
¡Escribid contra ella, si osáis hacerlo! Mas no
podréis destruirla, como tampoco sacando un ladrillo del
Coliseo lo podríais derribar. Si he dicho algo que la
historia pruebe ser falso, enseñádmelo con la
historia, y sin titubear un momento presentaré mis
más respetuosas disculpas. Mas tened paciencia y
veréis que todavía no he dicho todo lo que quiero y
puedo. Si la pira fúnebre me aguardase en la plaza de San
Pedro, no callaría, porque me veo obligado a
proseguir.

»Monseñor Dupanloup, en sus renombradas
observaciones sobre este Concilio Vaticano, ha dicho, y con
razón, que si declaramos la infalibilidad de Pío
IX, que entonces, necesariamente y desde la lógica
natural, estaremos obligados a sostener que todos sus
predecesores eran también infalibles.

Errores y
contradicciones papales

»Bien, venerables hermanos, aquí la
historia levanta su voz para asegurarnos que algunos papas han
cometido errores. Vosotros podréis protestar en contra de
ella, o bien negarlo como os plazca, pero yo lo probaré.
El Papa Víctor (192) primero aprobó el montanismo y
más tarde lo condenó. Marcelino (296-303) fue un
idólatra. Entró en el templo de Vesta y
ofreció incienso a la diosa. Vosotros podréis decir
que ese fue un momento de debilidad; pero yo les respondo, un
vicario de Jesucristo debe morir antes de convertirse en un
apóstata. Liberio (358) consintió en la condena de
Atanasio e hizo profesión de arrianismo, para que le
levantasen su exilio y fuese reinstalado en su sede. Honorio
(625) se adhirió al monotelismo. El padre Gratry ha
demostrado esto de forma concluyente. Gregorio I (590-604)
llamó Anticristo a todo aquél que tome el nombre de
obispo universal y por el contrario, Bonifacio III (607-608) hizo
que el emperador parricida Focas le confiriera ese título
para él mismo. Pascual II (1099-1118) y Eugenio III
(1145-1153) autorizaron el duelo. Julio II (1509) y Pío IV
(1560) lo prohibieron. Eugenio IV (1431-1439), con la
aprobación del Concilio de Basilea, restituyeron el
cáliz a la iglesia de Bohemia; Pío II (1458)
revocó esa concesión. Adriano II (867-872)
declaró la validez de la ceremonia civil del matrimonio;
Pío VII (1800-1823) la condenó. Sixto V (1585-1590)
publicó una edición de la Biblia y por medio de una
bula recomendó que fuera leída. Pío VII
condenó a los que la leyeran. Clemente XIV (1769-1774)
abolió la orden de los Jesuitas, permitida por Pablo III,
y Pío VII la restableció.

»Pero, ¿por qué examinar esas
pruebas tan remotas? Nuestro santo padre aquí presente,
¿no ha dado en su bula los reglamentos para este concilio,
que en caso de ocurrir su muerte mientras se encuentre
presidiendo sean revocadas todas las ordenanzas que hayan sido
expedidas y que contraríen a las que él impone; aun
cuando ellas procedan como decisiones hechas por su predecesores?
Y ciertamente, si Pío IX ha hablado ex cátedra,
esto no es, desde las profundidades de su sepulcro, que él
impone su voluntad sobre la soberanía de la iglesia. Yo no
acabaría nunca, mis venerables hermanos, si yo fuera a
poner ante vuestros ojos las contradicciones de los papas en sus
enseñanzas. Si entonces vosotros proclamáis la
infalibilidad del actual papa, vosotros debéis probar lo
que es imposible—que los papas nunca se contradijeron entre
sí—o tendréis que declarar que el
Espíritu Santo os ha revelado a vosotros que la
infalibilidad del papado solamente data desde 1870.
¿Tenéis suficiente valor para hacer eso?

»Tal vez la gente podrá ser indiferente y
pase por alto los asuntos teológicos que no puedan
entender, y otros que no les parezcan de importancia; pero,
aunque sean indiferentes a los principios, no lo son ante los
hechos. No os engañéis a vosotros mismos. Si
vosotros decretáis el dogma de la infalibilidad papal,
seremos más vulnerables, y los protestantes, nuestros
adversarios, aprovecharán la situación con
más coraje ahora que tienen la historia de su lado,
mientras nosotros tenemos sólo nuestra propia
negación contra ellos. ¿Qué les diremos
entonces, cuando muestren todos los hechos de los obispos de Roma
desde los días de Lucas hasta su santidad Pío IX?
¡Ah! Si todos hubieran sido como Pío IX el triunfo
sería nuestro; pero, lamentablemente, eso no es
así. [Gritos de "¡Silencio!, ¡Silencio!;
¡Ya basta!, ¡Ya basta!"]

» ¡No gritéis, monseñores!
Temer a la historia es aceptar que hemos sido conquistados por
ella. Además, aunque vosotros hicierais pasar sobre ella
todas las aguas del río Tiber, no podríais cancelar
una sola de sus páginas. Dejadme hablar, y yo seré
tan breve como sea posible en este asunto de gran importancia. El
papa Vigilio (538) obtuvo el papado comprándolo de
Belisario, lugarteniente del emperador Justiniano. Aunque
admitamos que quebrantó su promesa y nunca pagó lo
prometido. ¿Es ésta una manera canónica de
colocarse la tiara? El Segundo Concilio de Calcedonia lo
había condenado formalmente; en uno de sus cánones
leemos que ¡el obispo que obtenga el papado a cambio de
dinero, lo perderá y será degradado! El Papa
Eugenio III (IV en el original) (1145) imitó a Vigilio, y
San Bernardo, la brillante luminaria de su época,
reprobó la acción del papa diciéndole:
¿Podéis vos presentarme en esta gran ciudad de Roma
a cualquier persona que os reciba como papa, que no haya recibido
oro o plata por eso?

»Mis venerables hermanos, ¿podría
uno que establezca un banco en las puertas del templo, haber sido
inspirado por el Espíritu Santo? ¿Tendría
derecho a enseñar infaliblemente a la iglesia? Vosotros
conocéis la historia de Formoso demasiado bien para que yo
pueda agregarle nada. Esteban XI ordenó la
exhumación de sus restos, lo vistió con las ropas
pontificias, le cercenó los dedos de la mano que
usó para dar la bendición y luego arrojó sus
restos al río Tiber declarándolo perjuro e
ilegítimo. Esteban fue hecho prisionero por el pueblo,
envenenado, y luego estrangulado. Ved vosotros como estos asuntos
fueron reajustados; Romano, sucesor de Esteban, y después
de él Juan X, rehabilitaron la memoria de
Formoso.

» ¡Pero vosotros me diréis que estas
son fábulas y no historia! Vayan, Monseñores, a la
biblioteca del Vaticano y lean Platina, el historiador del papado
y los anales de Baronio (897). Estos son hechos que por el honor
de la Santa Sede desearíamos que fuesen ignorados; pero
cuando eso es para definir un dogma que puede provocar un gran
cisma entre nosotros, ¿el amor que le tenemos a nuestra
venerable Iglesia Católica Apostólica Romana
debería imponernos silencio?

Los pecados del
Papado y sus excesos

»Continúo. El erudito Cardenal Baronio,
hablando de la corte papal, dijo (prestad atención, mis
venerables hermanos, a estas palabras), ¿Qué
parecería la Iglesia de Roma en esos días?
¡Cuánta infamia! ¡Solamente las todopoderosas
cortesanas gobernando en Roma! Fueron ellas las que dieron,
intercambiaron y tomaron obispados; y es horrible relatarlo,
ellas tomaron amantes, los falsos papas y los pusieron sobre el
trono de San Pedro (Baronio, 912). Vosotros podríais
responder: ¡Esos eran falsos papas, no los verdaderos! Que
así sea; pero, en tal caso, si por 50 años la Santa
Sede de Roma fue ocupada por antipapas, ¿cómo se
reinicia otra vez la sucesión pontifical? ¿Ha
podido la iglesia, por lo menos por un siglo y medio, funcionar
acéfala y encontrarse a sí misma sin
cabeza?

»Veamos ahora: la mayoría de estos
antipapas aparecen en el árbol genealógico del
papado; y cuántos son los absurdos que Baronio
describió; porque Genebrardo, el gran adulador de los
papas, se había atrevido mencionar en sus crónicas
(901): 'Este siglo es lamentable, puesto que por casi 150
años los papas han caído de todas las virtudes de
sus predecesores, y se han vuelto apostatas en vez de
apóstoles. "Yo puedo entender cómo el ilustre
Baronio pudo haberse sonrojado cuando él tuvo que narrar
los hechos de estos obispos romanos. Al hablar de Juan XI (931),
hijo natural del papa Sergio y de Marozia, Baronio
escribió estas palabras en sus anales— ¡La
santa iglesia, que está en Roma, ha sido vilmente
pisoteada por semejante monstruo!" Juan XII (956), elegido papa a
la edad de 18 años por medio de la influencia de
cortesanas, no fue ni una pizca mejor que su
predecesor.

»Me apena, mis venerables hermanos, revolver tanta
inmundicia. Guardo silencio respecto a Alejandro VI, padre y
amante de Lucrecia; me alejo de Juan XXII (1319), que negó
la inmortalidad del alma, y fue depuesto por el santo Concilio
Ecuménico de Constanza. Algunos objetarán que dicho
concilio sólo fue un concilio privado; que así sea.
Pero si vosotros le rehusáis cualquier autoridad, como una
consecuencia lógica tendréis que sostener que la
designación de Martín V (1417) es ilegal. Entonces,
¿qué será de la sucesión papal?
¿Podéis vosotros encontrar la continuidad en
ella?

»Yo no hablo de los cismas que han deshonrado a la
iglesia. En esos lamentables días la Sede de Roma estaba
ocupada por dos competidores, y a veces hasta tres.
¿Cuál de ellos era el verdadero papa? Resumiendo
una vez más, otra vez digo, si vosotros decretáis
la infalibilidad del presente obispo de Roma, deberéis
también establecer la infalibilidad de todos los que le
antecedieron, sin excluir a ninguno. Pero, ¿podéis
vosotros hacer esto cuando la historia está allí
estableciendo con una diáfana claridad comparada con la
del sol, que los papas han errado en sus enseñanzas?
¿Podrían hacer eso y mantener papas que avaros,
incestuosos, asesinos, simoníacos han sido vicarios de
Jesucristo? ¡Oh, venerables hermanos! El mantener semejante
enormidad sería traicionar a Jesucristo peor que Judas.
Sería como echarle tierra en la cara. [Gritos:
¡Abajo del púlpito! ¡Pronto, ciérrenle
la boca a ese hereje!]

Volvamos a las
divinamente inspiradas Sagradas Escrituras

» ¡Mis venerables hermanos! Vosotros
gritáis; ¿no sería más digno pesar
mis razones y mis pruebas en la balanza del santuario? Creedme,
la historia no puede ser hecha otra vez; está allí,
y permanecerá toda la eternidad para protestar
enérgicamente contra el dogma de la infalibilidad papal.
¡Vosotros podréis proclamarlo unánimemente;
pero un voto estará ausente, y es el
mío!

»Monseñores, los verdaderos fieles tienen
sus ojos sobre nosotros esperando de nosotros un remedio para las
innumerables maldades que han deshonrado a la iglesia:
¿los engañaremos en sus esperanzas?
¿Qué no será nuestra responsabilidad ante
Dios si dejamos pasar esta solemne ocasión, la cual Dios
nos ha dado para sanar la fe verdadera? Aprovechémosla,
mis hermanos. Armémonos de un santo valor; hagamos un
violento y generoso esfuerzo; volvamos a las enseñanzas de
los apóstoles, porque sin ellas nosotros tenemos solamente
errores, oscuridad y falsas tradiciones. Avalemos en nosotros
mismos nuestra razón y nuestra inteligencia para tomar a
los apóstoles y profetas como nuestros infalibles maestros
con referencia a la pregunta de preguntas, ¿qué
debo hacer para ser salvo? Cuando hayamos decidido eso, habremos
puesto el fundamento de nuestro dogmático sistema, firme e
inamovible sobre la roca permanente e incorruptible, de las
divinamente inspiradas Sagradas Escrituras. Llenos de confianza
iremos enfrente al mundo y como el apóstol Pablo, en la
presencia de los librepensadores, nosotros "no conoceremos a
ningún otro sino a Jesucristo, y a éste
crucificado". Seremos conquistadores por medio de la
predicación de la "locura de la cruz". Así como
Pablo conquistó a los educados hombres de Grecia y Roma, y
la iglesia de Roma tendrá sus "gloriosos '89". [Gritos
clamorosos, ¡Saquen a ese Protestante, al Calvinista, al
traidor de la iglesia!].

»Vuestros gritos, Monseñores, no me
atemorizan. Si mis palabras son ardientes, mi cabeza se mantiene
fría. Y yo no soy ni de Lutero, ni de Calvino, ni de
Pablo, ni de Apolos, sino de Cristo. [Renovados gritos:
¡Anatema, anatema, al apóstata!]

» ¿Anatema? Monseñores,
¿anatema? Vosotros sabéis muy bien que esas no son
protestas en mi contra, sino en contra de los santos
apóstoles bajo cuya protección yo desearía
que este concilio colocara la iglesia. ¡Ah! Si estando
envueltos en sus mortajas ellos salieran de sus tumbas,
¿hablarían ellos un lenguaje diferente al
mío? ¿Qué les diríais vosotros a
ellos si mediante sus escritos os dijeran que el papado se ha
desviado del evangelio del Hijo de Dios, que ellos han predicado
y confirmado de una forma tan generosa por su sangre? ¿Os
atreveríais decirles a ellos, nosotros preferimos las
enseñanzas de nuestros propios papas, nuestro Bellarmino,
nuestro Ignacio de Loyola, a los de vosotros? ¡No, no!
¡Mil veces no! A menos que vosotros hayáis cerrado
vuestros oídos para no oír, cerrado vuestros ojos
para no ver, entumecido vuestras mentes para no entender.
¡Ah! Si el que reina en lo Alto deseara castigarnos,
haciendo que su mano caiga pesada sobre nosotros, así como
hizo con Faraón, Él no necesitaría
permitirles a los soldados de Garibaldi echarnos de la ciudad
eterna. Solamente permitiría que vosotros hagáis de
Pío IX un dios, así como hemos hecho una diosa de
la bendita Virgen. Deteneos, deteneos, venerables hermanos, en la
pendiente odiosa y ridícula en la que vosotros os
habéis colocado a vosotros mismos. Salvad a la iglesia del
naufragio que le amenaza, pidiendo de las Sagradas Escrituras
solamente la regla de fe que nosotros debemos creer y profesar.
He dicho. ¡Que Dios me ayude!

 

 

Autor:

Jorge Alberto Vilches Sanchez

 

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