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Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Ahora cuentas con una gran ventaja: la de
haber tenido la oportunidad de defender y librar a la linda Iruya
de una muerte segura, cuando le iba a atacar el puma o
león de los Andes; pero cuando vuelvas a la realidad y
apenas recuerdes este sueño, no solamente debes tener por
objetivo la lucha -sin cuartel que llevarás a cabo,
venciendo todos los obstáculos- hasta conseguir ganarte a
Iruya, sino que tendrás que ser muy perseverante,
voluntarioso, amigable y sobre todo amoroso con ella, para el
resto de tus días y lo que emprendes hoy no lo menoscabe
con el paso del tiempo. En cuanto a las dificultades
momentáneas por las que tendrás que pasar de
inmediato: tendrás que armarte de todo el valor -del que
te sea posible, pues las dificultades son grandes-; tus
sensaciones y el ser un buen observador, te serán de mucha
ayuda pero tendrás que tomar decisiones inusuales hasta
ahora y, armarte de gran destreza, pues, como ya te han dicho mis
hermanas, los peligros te acechan por doquier hasta alcanzar tu
objetivo; que por cierto, está muy cercano a ti:
justamente llegarás a él, al final de la
próxima jornada.

Ahora te muestro uno de los pasadizos de la
cueva a la que llegarás a descansar próximamente: "
esa abertura que forman las tres piedras que tienes a la vista,
encierran el boquete que se adentra desde la parte izquierda
(donde tú estás viéndote dormido) que para
tu mal es el más angosto; después de entrar por
él o de alguna forma llegar a su otro final,
llegarás a varias estancias -algunas a distintos niveles-;
en la última encontrarás las siete piedras verdes
de Diantabé, que es el arquitecto de toda la Cordillera
Andina; de las siete piezas cogerás sólo
tres.

Se encuentran sumergidas en el centro de la
última estancia, pero no podrás tocarlas
directamente. Al final del último pasadizo te
cruzarás con el guardián permanente y severo,
vigilante puesto por Diantabé para custodiarlas, quien
intentará por todos sus medios impedirte el acceso a la
estancia contigua, donde están las piedras y, para sortear
su vigilancia, tendrás que adormecerlo con los aromas de
dimanen de un fuego, previamente encendido por ti a la entrada de
la penúltima estancia, dándote acceso a la
galería donde está él, e incorporando las
semillas de la liana que cuelgan de la galería, en forma
de chimenea que verás en la segunda estancia; sin las
esencias que se producen al quemarlas no podrás
adormecerlo, ni pasar para conseguir las tres piedras.

No cojas nada más que tres y no te
retrases mucho en salir del sitio, pues el vigilante puede
fácilmente encontrar el remedio que le despierte y te
encontrarás dentro, sin la posibilidad de poder regresar
jamás. Nunca debes revelar el secreto de esta cueva, ni
siquiera volverás a visitarla en el futuro para tratar de
encontrarlas; tomarás tu presente y partirás de
regreso con él sin mirar atrás, tratando de olvidar
todos los acontecimientos y te presentarás ante
Menquetá y los otros dos caciques: seguro de que les
sorprenderás gratamente con tu presente.

Por otra parte debes ser muy cauto hasta
llegar a tu destino y, recuérdalo siempre: no reveles
nunca este lugar; posteriormente tendrás que convencer a
los tres caciques reunidos y a un mismo tiempo de las excelencias
de las tres piedras; para lo cual debes proceder de la siguiente
forma: -cuando queden sorprendidos-, tu debes repartir el
presente entre los otros dos caciques, exceptuando a
Menquetá -padre de Iruya-; al que argumentarás
-estando presentes los otros dos, es decir: tu padre y el de tu
rival Humazga- que la tercera parte del presente, te la reservas
para Iruya y para ti, como prolongación de la estirpe de
Menquetá; quien antes tales palabras y argumento, no
podrá sentirse dolido o desairado y, los otros dos
caciques podrán reconocer el buen juicio que hay en ti con
tu prudente acto.

De esa forma todos quedarán
satisfechos por igual, entre ellos tu padre, que también
tenía en su mente conseguirte la mano de otra princesa del
entorno y que tú no llegarás a conocer nunca.
Notarás muchas sensaciones por ti mismo y tu inteligencia
será la que te vaya dictando el camino que debes seguir
para conseguir el éxito completo.

Es posible que tu éxito dependa de
la impresión que te vayan causando los objetos que veas en
cada momento y que encuentres en tu camino, por lo que debes
estar muy alerta y hacerte con aquél que mejor
impresión te cauce para llevarlo como presente -aunque yo
te aconsejo las piedras verdes-; claro está: siempre que
lo que te impresione sea susceptible de ser llevado o
transportado hasta los caciques, pues aquello que a ti te cauce
buena impresión, seguro que también les hará
concebir similares efectos… Ante las aseveraciones de su
hermana pequeña Oeste, la llamada Norte, se
pronunció de esta forma: Teuso, debes tener presente que
al captar la imagen nueva de un objeto que aparece ante tu vista
por primera vez: si te causa una impresión (espiritual,
inmediata agradable y bella), muy posiblemente, ese, sea el
objeto que deberás llevar como regalo, para conseguir a
Iruya.

Ahora no debes dilatar más tu
estancia entre nosotras, pues ya te hemos expuesto los mejores
consejos que, debes observar para conseguir tu éxito y tu
objetivo; volverás a la realidad de la actividad
cotidiana, para afrontar cuanto antes todos los obstáculos
que se te vayan presentando que no serán pocos, por lo que
tendrás que ir armado de valor para afrontarlos en cada
momento.

Seguidamente, las cuatro hermanas, le
desearon muy buena suerte y, de inmediato lo
despertaron.

CAPÍTULO VIII.

La cueva y
Teuso

Cuando despertó no recordaba donde
estaba, hasta que al bajar del chinchorro pudo ver a su
anfitrión Furain y al padre de éste charlando con
el abuelo a la entrada de la cabaña; a las mujeres no se
las veía por ninguna parte.

Ya habían aparecido los primeros
rayos del sol, lo que le pareció muy tarde a Teuso para
haberse despertado, por lo que al salir a saludar a los tres
hombres de la cabaña pidió disculpas y su amigo
hizo un gesto de tranquilidad, como diciéndole que estaba
excusado por el cansancio del día anterior que
había sumamente penoso.

Yo también acabo de salir de mi
chinchorro y no he querido despertarte, porque a partir de esta
jornada, tendrás que continuar el camino
sólo.

Ya había contado Furain a su padre y
a su abuelo el motivo del viaje de Teuso y no se sorprendieron de
la decisión de los caciques para con los príncipes
aspirantes a la mano de la hija de Menquetá.
También habían empezado a dar sus opiniones los dos
más viejos, sobre el tipo de presente que debería
llevar Teuso, para alcanzar su objetivo.

Ambos coincidían en que el
príncipe debería hacer una jornada, con toda
tranquilidad y llegarse hasta la laguna de Fulquene, un poco
más al norte, donde debería pasar por lo menos una
noche y observar detenidamente el entorno, pues consideraban que
era un sitio ideal para conseguir un presente especial que
pudiera agradar a los tres caciques.

Con esa idea, anticipó Teuso que
proseguiría el camino ese día.

Le indicaron el camino con toda
meticulosidad para que no perdiese el tiempo por el camino. Teuso
recogió sus pertenencias que aún colgaban de una
estaca al lado de donde estuvo durmiendo, se despidió muy
especialmente de los miembros de la familia de Furain y
emitió los saludos de despedida correspondientes para las
mujeres que aún estaban ausentes; su amigo, quiso
acompañarle hasta la salida de la aldea por su parte
norte. Así pues, salieron ambos jóvenes, mientras
charlaban de un posible y futuro encuentro en los terrenos de su
padre en Guasca, por donde salía pasar Furain un par de
veces al año, en algunas repartidas de sal que
hacía la zona de Chía.

Con ese propósito quedaron ambos
amigos y el ubatense animó a Teuso para que no desmayara
en sus propósitos de encontrar el mejor presente posible,
le deseo mucha suerte en la tarea y le conminó a pasar
nuevamente por su cabaña a la vuelta de su viaje. Furain
fue acompañando a Teuso, como una media legua, por el
camino le comentó que él se incorporaba
después a unos terrenos cercanos, para ayudar a su madre y
hermanas, que habían salido al amanecer para regar el
maizal que tenían sembrado en él y quitarle algunas
yerbas malas que retrasaban e interrumpían su crecimiento.
Finalmente se despidieron ambos amigos, casi emocionados por el
encuentro y la separación en breve espacio de tiempo,
habiendo dejado en ellos profundas huellas de una amistad sincera
y que posiblemente perduraría a lo largo de la
vida.

Teuso continuó su marcha siguiendo
al norte y Furain se desvió completamente hacia el oeste
camino del campo cultivado de maíz.

Por el camino observó que muchos
nativos se ocupaban en las tareas agrícolas,
especialmente, estaban cultivando maíz, papas, algunos
tubérculos, que no llegué a descifrar exactamente
del tipo que eran, pero me arriesgaría a decir que eran
yucas, algunas plataneras y frutales variados estaban salpicados
por los aledaños de las plantaciones, como formando los
lados de figuras geométricas perfectas. Existía una
notable red de riegos, muy bien distribuida, que circulaba con
lentitud por zanjas excavadas en el suelo, a cuyo alrededor
crecían yerbas.

Nuestro príncipe, saludaba a la
mayoría de las personas que estaban atareadas y cuando la
situación se lo permitía por la cercanía del
lugar donde se encontraban, incluso llegaba a pararse con los
agricultores y entablaba algún tipo de
conversación, casi siempre referente a la tarea que
estaban llevando a cabo. Así llegó a pararse un
buen rato, cuando era casi media mañana, al pié de
un chontaduro, donde estaban dos hombres, uno más mayor
que el otro, que parecían ser padre e hijo; resultaron ser
Haro y su hijo Taro de unos 40 y 15 años respectivamente.
El padre estaba dándole consejos al hijo de cómo
debería dejar de regar el maíz, pues estaba ya muy
avanzada la mañana y con el calor se podían cocer
las raíces de las plantas, por estar casi a flor de
tierra.

En esos momentos cruzaba Teuso e hizo
intención de acercarse a lo que el más viejo le
invitó a que se acercara y lo primero que le dijo, fue:
pedirle su opinión al respecto de los riegos, para no
tener que imponer su criterio sobre el de su hijo.

Teuso, arriesgando su parecer, con la poca
experiencia que tenía sobre los cultivos, afianzó
el criterio que tenía Haro sobre la de su hijo Taro, con
lo que se ganó la simpatía del padre y algo de
recelo del hijo, quien aseguró que como las plantas no se
mojaban, poco importaba el calor que hiciese para los riegos;
entonces fue cuando Teuso aseguró que indudablemente era
más beneficioso hacer los riegos, cuando hacía
menos calor, porque eso se daba cuando no había sol y con
ello también se ganaba que los riegos perdurasen
más tiempo al no evaporarse rápidamente las
humedades. Padre e hijo se interesaron por el vía andante
y especialmente por los motivos que le llevaban a estar tan lejos
de su aldea, pues Teuso ya les había dicho su procedencia.
Al comentarles que se dirigía inicialmente a la laguna de
Fulquene y los motivos de su viaje, Haro le advirtió de
aquello que él consideraba de interés, pero que no
dejaba de ser corriente en todas partes: algunos tipos de
pájaros, algunas plantas medicinales y poco más;
pero que él con buen ojo y mejor criterio podría
encontrar aquello que andaba buscando, seguramente ellos no
tendrían buen ojo para encontrar cosas
especiales.

No tardó mucho tiempo Teuso en
reemprender la marcha, pues aquellos dos oriundos de la aldea de
Fulquene, no le habían dado muchas esperanzas de encontrar
un objeto que le pudiese servir de presente ante los
caciques.

Sin embargo supieron orientarle muy
adecuadamente para encontrar, sin perdida de tiempo, la laguna
del mismo nombre. Aún le quedaba un buen tiempo de la
mañana y si era cierto el camino que le habían
descrito, padre e hijo, muy posiblemente llegaría poco
después del mediodía. Teuso se propuso llegar antes
de tener que parar para comer, pues en llegando tendría
tiempo para organizarse adecuadamente y lo haría con toda
tranquilidad, escogiendo el sitio que mejor le conviniera para
sus propósitos. No había olvidado nada del
sueño que le habían otorgado las vestales y muy
especialmente lo indicado por la nominada Oeste.

Sin embargo, quería probar la
alternativa que le habían indicado el padre y el abuelo de
su amigo Furain. Efectivamente llegó pronto a la ribera de
la laguna Fulquene y escogió un pequeño
montículo que se encontraba al lado izquierdo de la
desembocadura de un riachuelo de aguas cristalinas.
Escogió dos grandes árboles, cuyos troncos,
distaban unas cinco varas entre sí, para amarras y
extender su chinchorro, que cuando estuvo atado, quedaba a unas
cuatro o cinco varas del suelo, pero tenía una bonita
vista sobre la laguna, ya que la cogía de soslayo y el
ramaje no interrumpía la visión. Montó dos
trampas para la caza de algún animalillo pequeño,
conejo, ardilla, comadreja, etc. Volvió y se sentó
bajos los árboles, apoyando su espalda contra el tronco de
uno de ellos y cogió al zurrón, sacando todo lo que
tenía en su interior.

El cuenco estaba lleno de chicha y
tenía un buen trozo de venado asado envuelto en una hoja
de platanero, por lo que se dio perfecta cuenta de que en casa de
su amigo Furain, lo habían aprovisionado para el viaje,
sin que él se hubiese dado cuenta, ni siquiera con el peso
del zurrón al cogerlo. Comió concienzudamente de
aquellas viandas que sacó del zurrón pues no
deseaba esperar más; aunque pensaba pescar después
de comer, al tiempo que se tomaría un buen baño,
sin dar tiempo a empezar la digestión, en evitación
de malestar digestivo. Volvió a guardar en el
zurrón, todo aquello que no utilizó o
consumió y lo colgó al lado del chinchorro.
Cogió una flecha y se dispuso a entrar en el arrollo,
justo a la entrada de la desembocadura, porque allí
creía él que podría abundar más los
peces. Al rato se desesperó y después de sumergirse
varias veces en las aguas de la laguna, se acercó al
zurrón, sacó el capazo de las flechas,
cruzándoselo en las espaldas y tomó su arco;
disponiéndose a dar un largo paseo por toda la orilla de
la laguna, hasta donde se podía divisar, mirando desde su
posición frontal a la derecha. Ante la tranquilidad del
ambiente su mente flotaba y se dispersaba por los alrededores de
la población de Guatavita, buscando incesantemente la
figura de Iruya. No conseguía centrarla en sus
pensamientos y su imagen si disipaba, cuando más intentaba
el dibujarla; pareciera como si se extendiese una neblina opaca
entre él y su destino, que sin lugar a dudas era su
princesa. Tenía todo a su favor y la voluntad no le
faltaba; con poco que fuese cierto lo que había
soñado, tendría el éxito asegurado. De
regreso al lugar donde había montado sus cosas, se dio
cuenta que no pescó nada, ni había cazado con su
arco, por lo que dependía de su habilidad con los cepos,
que estarían armados toda la noche para su sustento del
día siguiente, sin embargo les daría un vuelta para
ver si había caído alguna pieza, en cuyo caso, los
armaría de nuevo.

Tampoco había tenido oportunidad de
cazar algún ave descuidada, ya que con poco que se hubiese
puesto a tiro de su arco, seguro que la habría conseguido
capturar. Ahora no tenía hambre, pero seguramente para la
mañana siguiente debería tener algo y si no fuese
así, tendría que comer los tres mangos que
aún llevaba en el zurrón. Se acercó hasta el
lugar donde tenía montados los cepos y pudo apreciar que
el de las estaquillas, estaba intacto; pero el del lazo,
había sido movido del sitio, por lo que volvió a
colocarlo bien nuevamente. Sus esfuerzos no le habían dado
resultados; aunque aún quedaba toda lo noche por delante
para que la suerte le acompañase. Volvió al sitio
que había escogido para pasar la noche y se echó en
el chinchorro, aún era muy temprano para encender un fuego
y sólo pensaba descansar un rato echado en el chinchorro;
más tarde bajaría, buscaría algunos troncos
con los que armar el fuego y se volvería a subir para
descansar y dormir hasta la mañana siguiente. Ahora
sólo pretendía descansar un rato, mientras pensaba
y recapacitaba sobre lo que podría hallar en los
alrededores de la laguna de interés para cumplir con su
objetivo. Por más vueltas que le daba a las
características y cualidades de algunos objetos que
había visto en su reciente recorrido por la orilla, nada
de lo que vio le llamó la atención, ni siquiera,
por mucho empeño que él le ponía encontraba,
llegaba a entender la idea que le habían inculcado aquella
mañana antes de partir de Ubaté, los antecesores de
Furain.

Finalmente, no quiso romperse más la
cabeza, pensando buscar ese objeto, donde no lo había, no
estaba a la vista o quizás el no sabría buscarlo
con éxito; por lo que se bajó y estuvo un buen rato
dedicado a arrimar ramas y troncos secos, hasta que creyó
suficientes para prender un fuego y que durase toda la
noche.

Tuvo en cuenta que era muy temprano para
irse a dormir y una vez que prendió la fogata, no
arrimó toda la leña al fuego, eso lo haría
cuando ya se fuese a dormir; ahora mantuvo el fuego que
inició latente, con poca llama pues tampoco hacía
aun frío: el día había sido bastante
caluroso y aunque el sol, ya se había puesto, la tierra no
había perdido totalmente la temperatura.

Volvió a pensar en su amada Iruya y
esta vez, se le fue el santo al cielo, como vulgarmente se dice
por mi tierra; estaba emocionadísimo recordando el gran
encantamiento que sufrió la chiquilla, cuando él la
libro del peligro del felino. Podía recordar se cara
perfectamente: sus mejillas sonrosadas, como una amapola a punto
de reventar de su capullo, la sonrisa tan jovial y sensual que
apreció en rostro al momento de él acercarse y la
dejadez de inconsciencia que pudo retener en sus brazos en su
insípido desmallo; quizás fue esta última
situación, como una entrega involuntaria. Ya se
había colocado al límite de la hora que se
aconsejaba en pleno campo y a la luz de las estrellas, para irse
a dormir, o al menos meterse dentro del chichorro a cierta altura
del suelo, sobre todo, cuando se viaja sólo y por terrenos
desconocidos. Así que, sin pérdida de tiempo:
arrimó todo el material combustible al fuego,
dejándolo superpuesto de forma escalonada para que no se
prendiese todo de golpe, en evitación de una gran fogata y
tan pronto, como lo creyó adecuado y bien hecho: se
encaramó a su chinchorro para seguir pensando y repasando
todo lo que le habían descrito las vestales en
sueños. Pronto se durmió y volvió a
soñar de nuevo: en esta ocasión se situaba en medio
de un espeso bosque del que surgían enormes árboles
de casi cuatro varas de grosor; todos tenían alrededor
liadas grandes yedras que tapizaban todo su tronco de un verde
oscuro, que llegaban en su afán de avance, hasta las
cúspides emergentes de sus ramas más verticales, no
se desviaban por las ramas, más o menos en horizontal; se
las veía, como que no querían perder el tiempo en
caminos, por los que nunca llegarían a la cumbre del
árbol. Todas eran igual de avasalladoras y persistentes,
no había, ni tan siguiera las más pequeñas,
que perdiesen sus energías en otras
contemplaciones.

En este sueño, notó
perfectamente un significado muy claro para él, que
seguramente y muy supuestamente: le estaba mostrando algún
dios, duende, vestales o guía, que tampoco quería
darse a conocer, como advertencia y para que no perdiese el
tiempo en buscar otros objetos camuflados; si no que
debía, sin ningún tipo de dudas, hacer todo lo
posible por encontrar la cueva que le había sido mostrada
la noche anterior y no dejarse embaucar por las ramas que nunca
le conducirán a la meta deseada. Teuso, que no era
ningún tonto o estúpido, así lo
entendió y completamente seguro de que estaba perdiendo el
tiempo, tratando de buscar por otros lugares el bien que
pretendía; hizo propósito firme de no desviarse, ni
un ápice de todas aquellas instrucciones que le
habían proporcionado las vestales, especialmente la
denominada Oeste. Mañana mismo, tan pronto amanezca me
encaminaré, sin demoras, al lugar exacto donde me han
marcado esta protectoras incondicionales de mi emprendimiento.
Sin saberlo, ni quererlo enhebró su sueño con otro
seguido y muy posiblemente por afinidad, estaba relacionado con
el primero; se trataba de encontrar el camino adecuado para
ponerse en marcha el día siguiente, lo tuvo fácil:
pues volvieron a marcarle el camino en su subconsciente, tan
claro: que él lo podía entender muy
fácilmente. Tenía siempre que llevar la
dirección de las aguas del río Turtur, cuyo curso
arrancaba entre los terrenos de las actuales aldeas de Carmen de
Corupa y San Cayetano, dejando las tierras de Ubaté al
sur. Su curso le adentraría en los terrenos de las
primeras aldeas de los muzos, guerreros implacables y
valientes.

Llegando a las primeras vertientes que
desembocasen en su margen derecha, provenientes del norte,
tendría que empezar a subir desde la primera hasta llegar
al nacimiento primitivo; si no encontraba lo que buscaba, como le
habían dicho las vestales, tendría que seguir con
la siguiente vertiente, en este caso en sentido contrario y
así sucesivamente, de forma zigzagueante, hasta dar con
las tres piedras que le marcaban, como entrada a la cueva donde
estaba el presente.

A la mañana siguiente, como
había previsto en su sueño y con las claras del
día, desarmó sus cepos, con la gran fortuna de que
había atrapado en el del lazo corredizo un hermoso conejo,
de al menos cuatro libras, lo destripó y lavó
concienzudamente, guardándolo en el zurrón junto
con todos los utensilios que debía agrupar para el
inminente viaje.

No tardó en ponerse en camino y a la
sazón: había dejado dos mangos fuera del
zurrón, para comérselos por el camino, mientras
trataba de enfocar algunas de las vertientes que desde
allí le llevasen al cauce del río
Turtur.

Tampoco tardó en llegar a las
inmediaciones del río, con tan gran fortuna que estando
cerca de las tierras de la aldea, hoy denominada Carmen de
Corupa, se cruzó con una pareja, bastante más mayor
que él y que a su instancia: pudieron informarle con
detalle del camino que debía coger para llegar, sin
pérdida al río Turtur; estos aldeanos se
dirigían a la aldea situada en el actual Coper, cerca de
la laguna actual de don Pedro, donde vivía una de sus
hijas casada y se dirigían allí, porque deseaban
visitarla. Esta pareja, se ofreció para acompañar a
nuestro príncipe hasta bien adentrada la cuenca del
río, aunque todavía en terreno, que transitaban,
estaba dominado por la etnia chibcha, pues ellos eran muy
temerosos de los belicosos muzos.

Llevaban varias horas caminando en
compañía los tres y muy cerca del mediodía
el hombre, indicó a Teuso que, en la próxima
vertiente, ya entraría en terrenos correspondientes a la
actual Floresta y desde allí en adelante debía
tener mucho cuidado, para no verse sorprendido por los temidos
muzos, que empezaban a estar mezclados con los chibchas; sobre
todo debía observar mucha seriedad, sinceridad y confianza
en todos los actos que pudiera manifestar en público,
aunque preferible era que no tuviese nunca ningún
tropiezo.

Ya estaba Teuso en su cuarto día de
viaje y aún le quedaban muchas situaciones de infortunio
que sortear, para llegar a obtener el presente tan
deseado.

Cuando se separó de la pareja, que
prosiguieron en dirección oeste, él se fue
adentrando y siguió el curso de las aguas que le
habían manifestado ser las del río Turtur. Poco
después, llegó a la vertiente indicada, como la
primera proveniente de los terrenos de la Floresta, nuestro
príncipe hizo un alto para preparar el conejo que llevaba,
desde por la mañana en el zurrón. Lo volvió
a lavar bien y puso a secar un poco mientras prendía un
fuego que le sirviese para asarlo.

No quería llamar mucho la
atención a posibles observadores o personas que estuviesen
merodeando por los alrededores, pues ya le habían
advertido en varias ocasiones de la peligrosidad que
entrañaba encontrarse por aquellas tierras, dominadas por
los muzos. Rápidamente dio buena cuenta de más de
la mitad del conejo, el resto lo guardó para comerlo
más adelante pues seguro que le sería preciso; ya
había dado buena cuenta de los dos mangos que dejó
fuera del zurrón y de parte de la chicha que le
habían colocado en su cuerno los familiares de Furain.
Guardó la piel del conejo y la grasa, la poca que pudo
sacarle, para utilizarla más adelante; seguro para hacer
las antorchas del sueño.

Rápidamente, volvió a recoger
sus cosas, bien empaquetadas en el zurrón y comenzó
a entrar por la primera de las vertientes de aquella
serranía.

Ésta iba ligeramente inclinada en
sus comienzos, pero transcurrida una media legua, se empezaba a
empinar y a mostrar muchas más dificultades de las
acostumbradas, por lo que tenía que hacer grandes
esfuerzos y su avance se hizo mucho más lento. A cada paso
que daba, él se internaba en un terreno muy agreste y
desconocido, pero su agilidad, juventud y deseos de salir
triunfante de la prueba a la que se sometía: superaba
todos los obstáculos. Tantos eran sus deseos de alcanzar
el éxito, que a media tarde ya estaba llegando al
nacimiento de la vertiente, que había escogido en primer
lugar y por más que había mirado y remirado a cada
zancada, paso o estirón que daba, nunca aparecía
ante sus ojos las tres piedras, formando un triángulo que
dieran acceso a la cuevas del sueño. Cruzó a campo
través por lo alto de las lomadas, hasta llegar a la
segunda vertiente que también se dirigía al sur,
buscando el cauce del río Turtur.

No creamos que el campo a través de
entonces, era un simple y agradable paseo por los cerros
más altos cordilleranos: en realidad las encrespadas
vertientes, siempre culminaban en frondosas vegetaciones que
entorpecían el caminar de cualquier ser humano, por
hábil que éste fuese. El terreno siempre estaba
sembrado de innumerables acantilados, que en alguna de sus
formas, al tratar de sortearlos, encerraban un peligro inminente
de desprendimiento, sin contar con los peligros que encierran los
reptiles venenosos que pululan por esas crestas. Todas esas
dificultades, peligros y muchos más inconvenientes que no
he memorizado para relatar en este sitio, se les planteaban
abiertamente a nuestro amigo Teuso, más a él no le
arredraban las dificultades y ponía en cada movimiento su
máxima atención y prudencia para no sufrir,
cualquier percance que le apartase, aún temporalmente de
su misión.

Sin mediar descanso, al cabo de una hora
aproximadamente, ya se había situado en el nacimiento de
la siguiente vertiente de la serranía, yendo hacia
occidente, y estaba dispuesto a no parar aquella tarde, por lo
menos hasta que llegase al entronque de aquellos cañadones
en la arteria principal. Bajaba con más rapidez que lo
hiciera en la subida de la vertiente anterior pero a pesar de
ello no menguaba la atención que prestaba, sobre todo a
los laterales de la vertiente que bajaba. Se desesperaba al no
encontrar nada que le pudiese aclarar los aspectos mostrados en
su sueño y que tan bien le había descrito la vestal
cuarta, llamada Oeste.

Ya no quedaban rayos de sol por el sitio en
el que se encontraba, pero mirando atrás podía ver,
como relumbraban en lo alto de las crestas; así que
todavía le quedaba, por lo menos, una hora larga de luz
diurna; suficiente para llegar a donde se lo proponía
montar su chinchorro y preparar la fogata de leños secos
que no le delataran fácilmente.

Aún quedaba bastante luz cuando
llegó al río Turtur de nuevo y en vez de buscar
rápidamente un lugar donde montar su chinchorro,
siguió vertiente abajo, tratando de encontrar, cuanto
antes, el entronque de la próxima vertiente por su lateral
derecho. Cuando llegó y aún con luz,
rápidamente encontró el lugar donde pensaba colgar
su chinchorro. Colgó todos sus bástulos en la rama
de uno de los árboles escogidos y rápidamente se
metió con una flecha, en las aguas del río
principal, tratando de ensartar algún pez oportuno para su
cena y al mismo tiempo tomar un baño necesario.

Estando entretenido con la pesca,
observó que de la parte derecha: desembocaba corriente
abajo, un riachuelo de curso más mediano que a la
mañana siguiente se proponía explorar. Este
afluente traía las aguas más cristalinas, por lo
que pensó: muy posiblemente favorecería mejor su
pesca y le inducían a disfrutar más placenteramente
de sus aguas. No lo dudó y se desplazó hasta llegar
a la confluencia donde desembocaba el menos caudaloso.
Posteriormente llegué a entender que a este riachuelo se
le conoce con el nombre de río Guaso y trae las aguas de
la comarca serrana, donde hoy están los terrenos de la
población de Maripí. Ya estaba tomando su apetecido
baño y con su lanza tratando de ensartar algún pez,
cuando pudo observar muy cerca de su entorno: piedras, recodos y
parte de la ribera que le eran familiares; salió del
riachuelo y comenzó a ser más meticuloso en su
observación; todo a su alrededor le era familiar:
pareciéndole que ya conocía el lugar y que aquellos
parajes los había andado él muy recientemente, a
pesar de no haberlos visitado nunca… Guiado por su
instinto y memorizando los datos que le habían
traído sus anteriores sueños, fácilmente dio
con el agujero que formaban las tres piedras -que yo llamo de
reaní- y, cuando hubo llegado a su altura, la
reconoció perfectamente. Aquí encontró Teuso
su cueva, uno de los yacimientos colombianos de
esmeraldas.

Rápidamente volvió por sus
pertenencias y se trasladó, habiendo inspeccionado con
sumo cuidado todo el interior de la cueva; encendió un
fuego en la base del quicio de la entrada a la misma, que
después le serviría de defensa ante cualquier
alimaña nocturna, pues pensaba, con bastante acierto pasar
la noche en el interior de la cueva. Volvió a colocar sus
cepos a cierta distancia, para que los animalitos no pudiesen
espantarse con su presencia y dejó la flecha en el capazo
del zurrón, previsto para tal efecto. Esa tarde ya no
trataría de pescar más.

Sólo le quedaba arrimar más
leña hacia la puerta, donde ya había prendido el
fuego y colocarse dentro del recinto, mientras daba buena cuenta
de los restos que le quedaban en el zurrón, pensando, como
dicen los muy creyentes: -mañana los dioses le
proveerán de alimento, para seguir vivo-. Comió
tranquilamente el resto del conejo, que para mejor saborearlo, lo
puso frente a la lumbre por lo menos una media
hora…

Mientras se terminaba de asar y calentar el
conejo, se dedicó a inspeccionar la entrada de la cueva y
volvió al poco rato a la fogata para mover la
situación del conejo, que había ensartado en una
vara verde de mimbre -dándole la vuelta al resto del
conejo de cara al fuego para que se asase bien la otra mitad que
no había estado tan expuesta a las llamas.

Cuando terminó de comerse el resto
del conejo, otro de los mangos y dio un buen trinque al cuerno de
la chicha, salió al cauce del arroyo y cortó varias
varetas de un arbusto, al que en mi tierra denominamos adelfa,
con los que pensaba fabricar unas cuantas antorchas que pudiesen
servirle a alumbrado; con la piel grasienta, hojarascas secas que
encontró en las inmediaciones y parte de sus ropas menos
necesarias; confeccionó las dos de las antorchas de sus
sueños y penetró dentro de la oquedad, no sin antes
haber formado un montón de leña seca a la entrada
del agujero que fue colocando escalonadamente junto a la puerta
de entrada a la cueva, para que fuese consumiéndose
paulatinamente y no de forma precipitada porque daría
mucha llama y calor y que sólo tendría que arrimar
un poco para prenderla en la noche venidera -que ya se avecinaba
a grandes pasos- y así, poder ahuyentar cualquier animal
selvático o peligroso que quisiera merodear por los
alrededores de la entrada; al mismo tiempo, deseaba pernoctar
aquella noche allí en el habitáculo de entrada.
Como ya no pensaba salir más al exterior, determinó
prender el más fuego a la entrada de la abertura, para
evitarse sorpresas de cualquier animal mientras entraba dentro
del recinto y pudiese pillarle desprevenido, así el
impedimento de la fogata le asustaría y le
mantendría alejado, mientras él estaría
completamente seguro dentro de ella…

Cuando terminó las tareas que se
había impuesto, ya era tarde avanzada y la luna no
alumbraba mucho sobre aquella cañada por donde
discurría el riachuelo de laderas encajonadas, muy
empinadas y superpobladas de arbustos -sobre todo palmitos-.
Pronto se encontró dentro de la gruta y habiendo encendido
el fuego cerca de la entrada; con la luz que desprendían
las llamas: podía ver el interior y se distinguían
fácilmente las dos bifurcaciones que había visto en
su noche de sueños inducidos-. Todo era calcado, no
variaba absolutamente nada y hasta las protuberancias que
hacían las rocas entre sí, coincidían
exactamente con la realidad que observaba -in
situ-…

Aquella noche terminó
acostándose sobre su jergón formado por su
chinchorro y el zurrón, mucho más tarde de lo que
acostumbraba y después de inspeccionarlo todo, estaba
impaciente por comenzar su tarea, introduciéndose por el
agujero de la derecha, que era el indicado. "En Muzo se hallan
los yacimientos de las esmeraldas más finas y hermosas del
mundo; aquí se encuentra la codiciada gota de aceite;
piedra preciosa de verde profundo, escasa en otros yacimientos.
Los datos que se tienen acerca de los primeros pobladores de
Boyacá, provienen de los muzos. Los límites del
territorio de éstos eran: al sur, río Negro, de por
medio con los panches cuyos pueblos con sufijo "aima", como
Nocaima y Nimaima, indican donde termina la provincia de Muzo; al
occidente, con el río Magdalena y con tierras de los
panches de Mariquita; al norte con el área
selvática del río Carare, en Santander, antiguo
territorio de los nauras, también de origen Caribe; y al
oriente, con el de los muiscas del valle de
Ubaté-Chiquinquirá y con el río Pacho. Los
muzos se caracterizaron por practicar la agricultura, la
ebanistería, la talla de esmeraldas preciosas y el trabajo
en cerámica. De esta manera se catalogaron como sociedades
agras alfareras.

Muzo, como pueblo, ya existía
anterior a la conquista y era habitado por los indios Muzos:
tribu muy belicosa, para quienes la guerra era su actividad
preferida.

Se dedicaban a la agricultura; la que
realizaban una vez terminaban su guerras, la minería donde
explotaban las minas de esmeralda en forma rudimentaria, las que
eran utilizadas como objetos de adorno y trueque entre los
clanes. Además de las anteriores actividades, se dedica
van al pillaje que era una forma de apropiarse de aquellos
elementos que necesitaban, especialmente asaltaban a su vecinos
los Muiscas. Para que los españoles los conquistaran,
debieron afrontar una cruenta guerra de aproximadamente veinte
(20) años, al término de los cuales los lograron
subyugar. Luis Lancheros fue el primer conquistador que
entró a someterlos; confiado en su destreza militar pero
sin conocer el territorio enemigo que lo esperaba hacia el
año de 1.539: Diego de Martínez fue el segundo que
fracaso en el año de 1.544. Melchor de Valdez fue el
tercer personaje decidido a castigarlos en el año de
1.550. Le siguió Pedro de Ursúa. Hombre
hábil y valiente, quiso usar la persecución para
someterlos, pero sus planes fallaron en 1.551. Finalmente Luis
Lancheros con el auxilio de Juan de Rivera derrotó y
subyugó a los Muzos en el año de 1.559. Muzo
pertenece a Boyacá, Provincia del Occidente, en las
estribaciones de la Cordillera Oriental. Temperatura media de
26°C. Precipitación media anual de 3.152. La cabecera
Municipal se localiza en las coordenadas Geográficas y una
distancia de 178 Km., de la capital del Departamento (Tunja) y a
118 Km. de la capital de provincia que es
Chiquinquirá".

Teuso, al instante despertó de su
profundo sueño y recordaba repetitivamente todo lo que
había soñado y así lo tenía fresco
con detalle al tiempo que lo memorizaba para que no se le
olvidase, especialmente lo del tesoro que encerraba el conducto
izquierdo de la cueva donde se encontraba, cuya dificultad era
mucho más grande que si hubiese sido el del lado
derecho.

Se encontraba recostado sobre unas rocas en
la penumbra del recito que conformaba la cueva, -podríamos
decir en la antesala-; era lógico, pues aún no
había amanecido plenamente y el sol no irradiaba mucha
luz, hacía un poco de frío y notaba como una brisa
que se adentraba hacia el interior de la cueva por ambos
boquetes, que ejercía una atracción especial sobre
el humo que se escapaba desde los restos de la fogata que la
noche anterior había hecho junto a la puerta de entrada a
la gruta. Este hecho le garantizaba que dicho conductos
finalmente se comunicarían con alguna salida más o
menos lejana de la entrada.

Pensó inspeccionar los conductos y
sin más dilación empezó por el más
difícil, que era el conducto izquierdo, donde recordaba le
había comunicado estaban las piedras verdes. Se
incorporó y cogiendo su morral, que la noche anterior le
había servido de cabecera en su duro e incómodo
lecho y comenzó a introducirse por el agujero indicado: el
izquierdo… Pudo arrastrarse a duras penas, como unos cinco
metros, cuando se vio entorpecido por la prominencia de una roca
que no le permitía introducirse más, estuvo
forcejeando en varios intentos, pues no llevaba consigo algo con
que quebrar el saliente, que estaba situado en la parte alta del
agujero, viéndose obligado a retroceder y tratar de buscar
algo duro con qué pudiese golpear los obstáculo que
fuese encontrando en su recorrido por el agujero, ya que, si
más adelante se encontraba otros, le sería muy
difícil volver hacia atrás; esta dificultad, ya la
había comprobado en el primer saliente que encontró
en su reptar y, de seguro que constituía una gran
hazaña, el tener que volver hacia atrás, por un
conducto tan angosto. "Maripí que es como se llama la
población actualmente cuenta con varias quebradas de
grandes niveles: entre los 400 y los 2.000 metros aproximadamente
y donde se dan los climas característicos de la zona:
caluroso, templado y frío; cuenta con varias vertientes
importantes, algunas de ellas, de importancia singular, como la
del Piache que llega a formar el río Guaso y la
Yanacá, para convertirse todas juntas en el río
Minero.

Estas vertientes que van atravesando las
cuencas de los yacimientos de esmeraldas de Maripí, el
Contento, la Laja, Muzo, etc., -al comenzar su fluir las
condensaciones de sus nubes van siguiendo hacia el noroeste,
atravesando muchas cordilleras serranas que vierten hacia
occidente, dentro de los límites de los terrenos
boyacarense".

Parece ser que la cueva en cuestión
estaba situada en la margen derecha de uno de los arroyos que
bajan la serranía boyacasense en sus vertientes escarpadas
-de este a oeste- confluyentes en el río Turtur actual.
También se le conoce desde su nacimiento, sobre todo en la
parte del norte de la región y, hasta su empalme, como el
río Minero, para cambiar posteriormente al denominado
río Carare, cuando entra en las tierras de la
región santanderina. Recoge las aguas de los departamentos
del norte de Cundinamarca, sur de Boyacá y noroeste de
Santander, colindantes entre sí, para luego engrosar el
río Magdalena por su derecha, cuando ya es navegable. "Los
indígenas de ese territorio eran los herederos de los
celebres muzos: pueblo de ardientes y empedernidos guerreros, muy
belicosos y eminentemente salvajes: inicialmente oriundos de las
Costas Atlánticas del Caribe que se fueron extendiendo muy
agresivamente hacia el sur, apropiándose a su paso de todo
el interior de los territorios de la etnia chibcha-muiscas,
mediante enfrentamientos bélicos y el pillaje como su
principal actividad. Con el paso del tiempo pasó a ser la
agricultura su principal actividad -con el cultivo de la papa, el
maíz, la coca, los frutales, etc.,- a la que se dedicaban,
cuando no hacían la guerra avanzando por los territorios
de los muiscas. La minería era otra de las actividades a
las que se dedicaban con creciente actividad, especialmente de
extracción de esmeraldas que eran utilizadas para adornos,
como ofrendas a sus dioses o de intercambio por otros bienes
entre otros pueblos". "La minería de esmeraldas siempre
constituyó un incalculable medio de riqueza en toda la
cuenca del actual río Minero y sigue siendo una de sus
más importantes actividades. El gran problema de estas
riquezas, es: que nunca fueron proporcionalmente repartidas entre
los distintos componentes que intervienen en sus extracciones,
pues mientras hay personas que no alcanzar a ganar para
sobrevivir, existen otros que se llevan todos los beneficios y
poco redunda esa riqueza a la comunidad en su prosperidad y
desarrollo. A partir del siglo XIX la comarca se convirtió
muy rápidamente en una administración corrupta y
altamente insegura, que diezmó la población, por la
competencia, ambición y el afán de poder, donde la
administración republicana, era participe de esos
desafueros. Es un periodo controvertido, pero trae a
colación las características del pueblo
muzo.

Asaltaban a los pueblos vecinos,
especialmente a los chibchas para robarles lo que creían
eran de su provecho; siendo muy temidos entre sus
convecinos".

Teuso aún no se había
encontrado con ningún individuo oriundo de aquellas
tierras, por lo que pensó: salir lo antes posible de ese
territorio; más no se volvería atrás antes
de llegar al fondo de los agujeros y analizado todo aquello que
pudiese serle de utilidad a sus propósitos; por lo tanto:
ahora lo fundamental era encontrar algún utensilio, lo
suficientemente duro, como para romper los salientes de roca que
se interponían para alcanzar su meta a través del
agujero…

Salió al exterior de la cueva y
empezó a buscar entre los guijarros del río.
Primero inició la búsqueda en el centro del arroyo
que llevaba su corriente cercana a la entrada y fue, con pasos
lentos, indagando o seleccionando aquellas piedras que
parecían ser más duras. Cuando escogía
alguna nueva, la hacía chocar con gran fuerza contra la
anteriormente elegida, hasta conseguir que alguna de las dos se
rompiera; desechando la rota y reservaba la más dura para
compararla con la próxima encontrada. De esta forma y, al
cabo de un buen rato, consiguió tres bolos rodados, que
ninguno de ellos soltaba esquirlas o se rompían al
someterlos a la prueba, que él consideraba más
apropiada para hacer frente a su obstáculo; en ocasiones
hasta las hizo chocar contra algún pedrusco,
arrojándolas contra el suelo fuertemente. Volvió
rápidamente a la entrada del agujero, donde se
dedicó a preparar: utilizando algunas varas de adelfas
-que cortó con su machete de la ribera del arroyo-;
amarró el bolo de pedernal al mástil de adelfa con
algunas tiras que le quedaban de su ropa maltrecha,
también la amarró fuertemente con una cinta de piel
que llevaba en el zurrón y que, en muchas ocasiones
anteriormente le había servido para atar su hamaca a
algún árbol propicio o para montar su cepo,
evitando que se escapase la pieza una vez atrapada.

Finalmente formó una especie de
hacha que, seguro le serviría para romper el saliente u
otros que se pusiesen en su camino.

Volvió a entrar por el mismo agujero
gateando y arrastrándose; llevando todos sus enseres por
delante de su cabeza, pues pensó que cabían bien,
evitando la posibilidad de retroceder o dificultándose a
sí mismo, para no dar marcha atrás. Al
inició de su recorrido todo iba bien -nuevamente
arrastrándose algo recostado sobre el suelo-cambiando de
lado, cuando se sentía algo cansado- y así avanzaba
hasta llegar nuevamente al saliente que le impidió el paso
la primera vez. Entonces cogió uno de los utensilios
-hechos momentos antes con un bolo de pedernal y un mango de
adelfa- y, empezó a asestar golpes continuos -aunque no
muy fuertes- sobre el saliente que le impedía el paso. No
podía asestar fuerte golpes al saliente -ya que el
recorrido era corto y le impedía imprimir velocidad al
movimiento del hachazo o porrazo.

Al cabo de casi media hora -o más
menos- 200 golpes: el saliente se desprendió, aunque
más bien parecía que se había ido
desgastando con cada golpe que recibía… Los trozos
de esquirlas que soltaba el saliente, tuvo que ir
arrojándolos también delante de sí -junto
con su zurrón, pues difícilmente hubiese podido
pasar por encima de ellos -; de haberlos dejado donde
caían, como pretendía al principio: este hecho,
empezó a constituir un gran obstáculo para su
avance, por lo que no le quedó otra opción que
llevarlos delante de él y, al tener que ir
despejándose el camino con tantos obstáculos: le
cansaba más que el tener que arrancarlos a fuerza de
golpes. No fue el único saliente que tuvo que romper, pues
cuando había avanzado unas cuatro varas más, se
encontró varios trozos de tronco, que casi taponaban el
agujero. Ante esta dificultad, que llegó a parecerle
insalvable, pues no alcanzaba fácilmente con las manos al
lugar donde se encontraba el semi atoro y, con los mangos de las
hachas que se había prefabricado tampoco podía
deshacerlo; especialmente se lo impedía el montón
de cascotes de piedras, que ya llevaba acumulados delante de
sí. En esta situación de dificultades se encontraba
Teuso, sin saber qué resolución tomar, pero que
aprovechó para tomarse un descanso, relajarse y tomar
nuevas fuerzas -tanto si decidía continuar- cuales eran
las medidas a tomar, para sortear el tapón de palos y
brozas que tenía ante sí… La otra
alternativa: volverse atrás y admitir el fracaso, no era
admisible para él; el desistir en su empresa,
constituía la renuncia a Iruya.

Otra opción era: la búsqueda
de otro presente diferente al que le habían predicho en
sus sueños -tanto el semidiós como las vestales de
la fuente multicolor…

CAPÍTULO IX.

Tumbado en el
agujero

En el corto espacio de tiempo que llevaba
tumbado -a lo largo del agujero, descansando y pensando en las
diferentes maneras a las que podría llegar para sobrepasar
aquél obstáculo-, se quedó casi helado y el
sudor que antes había destilado su cuerpo -por el esfuerzo
de picapedrero que tuvo que realizar-, se le había secado
debido a la pequeña corriente de aire que circulaba por el
pasadizo, en dirección hacia el interior de la
cueva.

Una de las grandes dificultades que
tenía -en la posición donde se encontraba- era: la
falta de espacio para poder emplear sus miembros y ejercer
fuerzas sobre el obstáculo que tenía delante de
sí. No podía utilizar herramientas o palancas que
hiciesen mover o deshacer aquél amasijo de ramajes y
brozas -totalmente secos y por lo tanto rígidos-,
haciéndolos imposible de desliar poco a poco. Por
más vueltas que le daba a su cabeza, no encontraba la
forma adecuada de hallar una solución para poder pasar de
aquel atoro.

Finalmente optó por salir hacia
atrás de aquél agujero, antes de que se sintiese
más mermado en sus fuerzas o le faltasen para ello;
también podría ocurrir que cambiase el tiempo y
alguna torrentera entrase con fuerzas por la portada de la cueva
y le empujase a él hacia el interior, aplastándole
contra el tapón, ahogándole al mismo tiempo ante
aquél obstáculo que seguramente no cedería y
alcanzaría una presión incalculable: pudiendo
costarle la vida con toda seguridad.

Con gran dificultad pudo salir hacia
atrás al cabo de casi media hora de nuevos esfuerzos. Se
incorporó y analizó fríamente la
situación; finalmente llegó a la conclusión
lógica, en la que: por sus propios medios y en la postura
que obligatoriamente tenía que adoptar dentro del boquete,
nunca podría sortearlo o inutilizarlo.

Tenía que encontrar otra forma de
poder anularlo o sortearlo que no encerrase tanto riesgo o
peligro. Estaba cansado y hambriento, por lo que atendió
su necesidad más perentoria, volviendo a consumir algunas
tiras de mojarras que pescó en el riachuelo cercano y,
seguidamente se recostó sobre su morral en el interior de
la cueva, llegando a conseguir su merecido descanso: alcanzando a
dormirse a pierna suelta, mientras soñaba con algunos
pasajes de su niñez.

En una asociación de ideas -su
subconsciente- le llevó a unos veinte años
atrás, cuando en compañía de su abuelo
acompañaba a éste en vigilancia de unos hornos de
carbón vegetal, que estaban en pleno funcionamiento y del
que obtenía el preciado carbón negro, que luego
utilizaría en las noches gélidas dentro de su
choza, sin el gran peligro de que se incendiase, como
solía ocurrir con el fuego de grandes llamas, cuando se
empleaban ramas secas.

Observaba cómo: al más
mínimo agujerito por donde entraba demasiado aire, su
abuelo lo tapaba con sumo cuidado, evitando el prendimiento
excesivo del horno, el cual siempre debía arder
lentamente, casi ahogado en su propia combustión. Siempre
le dijo su abuelo -en esos largos recorridos: vigilando los
hornos de carbón vegetal- que, bajo ninguna circunstancia
debía situarse encima de alguno de los hornos, por muchas
prisas o garantías que éste le pudiese presentar
para soportar su peso, pues en todos los casos se quemaría
vivo -en caso de hundimiento- debido a la gran temperatura que el
horno alcanzaba en su interior. Al despertar de este sueño
de su niñez despreocupada y feliz: le vino a la mente, la
idea de hacer del agujero un horno de carbón, para que a
medida que ardía en su interior y con dirección
opuesta a donde él se encontraría -debido a la
circulación de la brisa que ya tenía observada y
comprobada- podría solucionar el problema del tapón
que le impedía avanzar por el agujero hacia el interior,
pudiendo deshacer con ello el tapón…

No tardó mucho tiempo en tener
acumulado un montón de leña de arbustos
limítrofes, en su mayoría seca, que poco a poco fue
introduciendo y prensando desde el fondo del agujero hacia fuera,
desde donde estaba el obstáculo, a forma de taponamiento,
para lo que se fue ayudando de una vara larga, a medida que
taponaba el agujero iba dejando porosidad suficiente, como para
que el fuego fuese avanzando en dirección adecuada y
concentrando el calor sobre el final, debido a la brisa que
circulaba. Cuando hubo taponado perfectamente todo el recorrido
que antes le permitía avanzar, prendió el fuego a
la leña de la entrada del agujero, que previamente
había procurado que fuese la más fina y seca, para
que penetrase hacia el interior y no revocase mucho hacia fuera.
Una pequeña llama empezó a convertir en cenizas con
lentitud toda aquella maza de yerbajos y matojos,
llevándose la mayoría del humo hacia el interior,
de lo desconocido hasta entonces para él. No pudiendo
soportar la humareda que se formó en el habitáculo
de entrada a la cueva, se vio obligado a salir del recinto y
respiró aire limpio y puro, que quizás fuesen los
causantes de clarificarles las ideas que tenía sobre su
recién acabado emprendimiento y fue: él
podría aprovechar esa gran ocasión para comprobar
los alrededores y averiguar por donde saldría el humo de
su personalísimo horno en el exterior. Efectivamente,
anduvo por los alrededores observando y hasta que se paró
en un montículo que estaba situado en la ladera de
enfrente al agujero de la entrada de la cueva y se puso a
observar detenidamente; apreció que de la superficie del
terreno -a unas cien o ciento cincuenta varas del riachuelo y en
dirección corriente arriba -unas cincuenta varas- brotaba
como una lenta neblina, que lógicamente debía ser
el humo que había encontrado la chimenea por donde salir
al exterior. Inmediatamente, se fue acercando hacia el lugar con
paso firme y rápido -antes de que cantase el gallo, como
también se suele decir por mi tierra- y fue observando que
desde donde salía el humo más concentrado, de entre
los yerbajos del suelo, se observaba: como una hondonada, similar
a un cepo de superficie, cuando ya ha caído la presa-;
allí estaba la tronera que tanto buscaba y al verla le
proporcionó una gran alegría. Su tecnología
no era muy refinada pero si era bastante preventiva, pues al
llegar a las inmediaciones, no se pasó de ligero y estuvo
un largo rato observando el lugar y la forma más propicia
de investigar los resultados que podrían depararle, tanto
si se acercaba demasiado, como si intentaba levantar algunas
piedras y arbustos que habían proliferado por entre sus
grietas. Era imposible que el agua que entraba en los
desbordamientos del arroyo y pasaban por el agujero, llegasen a
salir por aquella tronera; el lugar se encontraba -como
mínimo a unas cien varas por encima del arroyo y
lógicamente el agua no podría llegar hasta
allí. Se percató del peligro que corría si
se acercaba más o se montaba encima del terreno por donde
salía el humo -es muy posible que los consejos de su
abuelo, le recordase claramente que nunca debía montarse
encima de un horno de carbón vegetal- y guiado por ese
sentimiento se dedicó un gran rato en fabricarse una buena
cuerda trenzada de finas ramas de sauce llorón.

Una vez finalizada su cuerda que era por lo
menos de diez brazas, la amarró fuertemente a una
raíz sobresaliente que bordeaba el pequeño talud de
aquella chimenea natural: comprobando que estaba firme y bien
segura para poder aguantar el peso de su ligero pero musculoso
cuerpo. Se anilló -alrededor de su cara y cuello- un
pedazo de tejido que arrancó su poncho multicolor
-previamente lo había humedecido en el arroyo y silenciosa
aunque pausadamente se fue descolgando por la pequeña
abertura -apartando con bastante dificultad algunos matojos y
leños secos que inicialmente obstruían el paso, al
tiempo que se ayudaba apoyando ocasionalmente la punta de sus
pies en algunos salientes de las paredes de piedras. Poco antes
de llegar al final de la cuerda, consiguió mantenerse
firme sobre los pies y pudo seguir bajando en casi una oscuridad
completa, pero que sus ojos escudriñaban y se habituaban a
la poca luz que entraba por la tronera de la chimenea. Su estado
era caótico y sumamente peligroso, pues nunca se
había visto en tal estado de exploración de cuevas,
que por en den: nunca fueron de su agrado -siempre gustaba de
desenvolverse al aire libre y a la luz del sol-.

Permaneció en total silencio
tratando de percibir el más mínimo ruido que
pudiera producirse en aquél recinto oculto.

No captó ningún sonido, ni
siquiera el crujir de las ramas secas que deberían notarse
por la tronera del agujero, lo que indicaba que era bastante
largo o seguramente habría más de un taponamiento
hasta llegar al fuego, que aun debería estar ardiendo.
Consiguió agazaparse en un recodo, que le permitía
estirar las piernas, mientras permanecía algo sentado y
semi recostado; aguzó el oído nuevamente y el
completo silencio se manifestaba por doquier a medida que
él iba girando su cabeza muy lentamente aguzando su
ingenio hasta que logró percibir el chasquido del fuego
que avanzaba poco a poco por el agujero; lo que le indicó
claramente que no estaba lejos de su posición; se fue
lentamente acercando -guiado por los pequeños chasquidos
que ahora iba percibiendo con mayor intensidad -debido
también a que él se había colocado ambas
manos a cada lado de la oreja derecha de forma cóncava,
formando una especie de pantalla receptora. Llegó hasta la
bocana opuesta por donde salía el humo empujado por la
brisa y permaneció largo rato al lado de la tronera, ya
que el humo se escapaba fácilmente por la chimenea que le
había dado acceso al recinto y no le afectaba en gran
manera en la posición que él se encontraba.
Afortunadamente llevaba consigo el zurrón y podría
allí mismo hacer un pequeño fuego, que le ampliase
la visión para ver el recinto con mayor nitidez; pero
carecía de leña u otro medio combustible: con
qué mantener un fuego fluido, por lo volvió a subir
por el tiro de donde colgaba la cuerda a especie de liana.
Buscó por los alrededores cuantas ramas y pequeños
leños encontró, los troceó con sus propias
manos y los iba echando por el agujero, de forma tal que no se
enredasen, ni taponasen u obstaculizasen la abertura pues
tenía que volver a bajar al interior de la cueva y
explorarla con tranquila meticulosidad, hasta encontrar lo que en
sueños le habían mostrado el semidiós y las
cuatro vestales hermanas de la fuente multicolor. Cuando
creyó que había echado suficientes taramas y
leños -por el agujero casi vertical que le había
permitido deslizarse al interior de la cueva-: dedicó lo
que quedaba de tarde a pescar algunos peces en el arroyo vecino,
pues sabía que estaba escaso de víveres y pensaba
pasar la noche dentro del recinto interior de la cuerva -lugar
más seguro y al abrigo de cualquier fiera salvaje-, al
mismo tiempo que le permitiría aprovechar el tiempo
suficiente para explorar el recinto a la luz del fuego que
pensaba prender que, al mismo tiempo le serviría de calor
para la noche destemplada que se avecinaba. Le llevó una
media hora ensartar tres peces hermoso -dos moharras y una
cachama, de considerable tamaño-, también se
aprovisionó de un cuenco de caña de bambú de
agua cristalina del arroyo y se dispuso a subir la pequeña
cuesta que le distanciaba de la bocana de la chimenea para
introducirse por ella e instalarse en su interior. Tan pronto
como bajó por la cuerda, con cierta dificultad, como lo
había hecho la vez anterior, se organizó recogiendo
toda la leña -que hasta entonces estaba esparcida por casi
todo el recinto del habitáculo-; cogió un poco de
la más frágil y seca y la envolvió con algo
de musgo seco -que también había arrojado en
previsión de este crucial momento de encender el fuego,
pues sabía que si no había materia adecuada: era
casi imposible arrancar el prendimiento del mismo.
Fácilmente lo puso en marcha y atizó con algunos
troncos más gordos, para que durase más tiempo su
fogata y le permitiese dedicar más tiempo a la
inspección del recinto, que era lo que más le
interesaba en todo momento.

Como se hicieron visibles las paredes de
alrededor, fue acercándose con sigilo y provisto de una
antorcha -que al efecto se había fabricado-, observando
cada hueco y rincón que formaban las piedras del
perímetro. Encontró bastantes guijarros sueltos y
sin aristas por el suelo, que se habían introducido
seguramente arrastrados por la corriente de torrenteras
ocasionales desde el lecho del arroyo vecino. Algunas pinturas
rupestres sobre la superficie lisa de un entramado de la pared –
de más de 10 varas, que quedaba a la parte derecha del
boquete por donde seguía saliendo el humo de la tronera
horizontal que él mismo había taponado y prendido
para abrirse paso-, le fueron demostrando la existencia de que
sus antepasados ya habían frecuentado aquel recinto. En su
continuo deambular por todo el recinto, fue buscando el preciado
objeto, que debería servirle de presente ante
Menquetá y los otros caciques, para ganarse la
autorización y beneplácito y, así poder
unirse a Iruya para formar su propia familia. En estos
pensamientos estaba: cuando empezó a sentir el cascabeleo
característico de la cola de una serpiente víbora
cascabel que sin duda le advertía del peligro que
corría por haberse acercado demasiado a su
territorio.

Se paralizó en seco y no
movió ni un solo músculo; como si tuviese un sexto
sentido indagó e imaginó la situación, pero
seguía sin moverse, pues sabía que de ello
dependía poder anticiparse a la mordedura mortal de la
serpiente.

No sentía ningún otro sonido,
a excepción hecha del leve crujir de la leña al
arder en la fogata. Al cabo de un par de -larguísimos
minutos de total quietud- empezó a girar la cabeza
lentamente tanto como le fue posible, con la vista pendiente de
un tramo circular del suelo: buscando el hueco o el lugar de
donde le había venido la advertencia del reptil. Hizo un
giro de más de 180 º y no apreció nada que le
indicase la situación y, cuando emprendía el
segundo recorrido en sentido contrario: apreció al animal,
tan grueso como su propio brazo y de más de dos varas de
largo, que permanecía enroscado y con la cabeza erguida
como un palmo del suelo a punto de saltar y morder al más
mínimo movimiento que él pudiese hacer.

Inmediatamente retrocedió sobre sus
pasos al tiempo de veía reptar al ofidio e introducirse
por una grieta que estaba en sentido opuesto.

Tal acontecimiento ya le indicó que
aquél no era un recinto ideal -como había pensado
anteriormente- para pasar la noche y, seguramente esta
sería la guarida de algún animalito más que
se habría visto atrapados por la humareda que había
formado al taponarles se salida normal al exterior. No hizo mucho
más Teuso en tomar precauciones hacia la cascabel que
acababa de tropezarse, pues sabía que en algún
tiempo no aparecería por las inmediaciones y mucho menos,
si había encontrado escape a otros habitáculos por
los que él no podría pasar debido a la angostura de
las grietas que aparentaban ser inaccesibles para el humano. Se
dedicó con más constancia -si cabe- a inspeccionar
todo su alrededor, que se había visto interrumpido por el
encuentro con la serpiente.

Casi de inmediato pudo apreciar -en el
hueco que formaban dos grandes rocas- un acumulo de armas muy
rudimentarias: flechas, escudos trenzados de varetas de mimbre,
algunos cuchillos -de formas no vistas por él hasta
entonces- y algunos arcos desarmados. Diseminados por otro
rincón del recinto, encontró: dos cráneos
casi deshechos y algunos otros huesos del esqueleto, que no supo
descifrar.

No se atrevió a tocar nada ni a
sorprenderse de las cosas encontradas, no fuese a despertar el
espíritu de alguno de aquellos guerreros, que seguramente
adormecidos: estaban vigilantes del recinto… Por
más que indagaba y buscaba no encontró
fácilmente el tesoro que tan claramente le habían
propiciado sus interlocutores, de sueños anteriores.
Recorrió fácilmente en menos de una hora todo el
recinto, por lo menos en dos ocasiones y, a cada cual de ellas
con más esmero y muy concienzudamente, pero no llegaba a
dilucidar lo que con tanta vehemencia buscaba…

Hizo un tercer recorrido buscando alguna
abertura que fuese lo suficientemente grande para tragar las
supuestas aguas -que en casos contados- podía inundar
aquel recinto y, sin duda debería ser igual o mayor al del
agujero que estaba prendido. A nivel del suelo: sólo
encontró dos grietas de parecidas características y
por la que una de ellas había huido momentos antes la
serpiente.

Él no podría pasar por ellos,
por más que se lo propusiese.

Siguió observando con meticulosidad
las paredes del recinto y ante él apareció a unas
dos varas de altura: como una sombra opaca que asemejaba a la
boca de un gran cetáceo y que rápidamente
intuyó que circulaba el humo con mayor velocidad que hacia
arriba por el tiro de la chimenea… Pensó que
debía explorar aquel nuevo boquete y lo que hubiese tras
de sí, siempre que pudiese introducirse por las aberturas
que se fuese encontrando por el camino.

Arrojó por el nuevo pasadizo el
resto de la leña sin usar en el fuego, con objeto de
tratar de hacer uno nuevo -si fuese necesario- una vez que se
encontrase en la nueva inspección que se proponía
hacer a partir de aquella nueva entrada.

No exenta de dificultad fue su subida hasta
aquella puerta que se le presentó como si fuese un
fantasma; pero pudo vencerla y subirse esas dos varas verticales
de rocas lisas y resbalosas por los musgos que tenían
adheridos.

En más de una ocasión se
resbaló dándose fuertes golpes contra sus rodillas;
casi a pulso se pudo encaramar hasta la nueva entrada hacia
futuras dependencias de aquella gruta. No hubo andado ni 10
varas, cuando el camino que traía bastante cómodo y
de altura suficiente que le permitía estar erguido en todo
momento, giraba a su izquierda y se estrechaba hasta el punto de
que no podía continuar de pié, ni de frente, pues
se convirtió en una grieta irregular, por la que
difícilmente podría pasar un venado.

Tardó un buen rato en poder encender
un nuevo fuego con todas las ramas secas y algunos hierbajos
secos que había conseguido reunir antes de meterse en la
nueva exploración de aquel recinto. La lumbre lo iluminaba
todo y se veía palpablemente como la llama se inclinaba
hacia la oquedad que estaba más distante, lo que indicaba
claramente que seguramente habría alguna nueva salida
siguiendo la dirección que llevaban los humos y gases,
formados por la combustión de la nueva fogata.
Hacía algún tiempo que sentía hambre, pues
el tiempo se le había ido volando con la meticulosa
inspección del recinto que hizo anteriormente;
buscó en el zurrón los tres peces que había
capturado en el arroyo y ensartó por la boca a la cachama
en dirección caudal -con una ramilla verde de adelfa, no
más gruesa que el dedo meñique- de tal forma que el
pez quedó traspasado longitudinalmente, propio para
colocarlo horizontalmente sobre dos horquillas que previamente
preparó al efecto, para que soportase el peso del pescado
y no se quemasen fácilmente al acercarlas lo más
posible al fuego. En breve tiempo aquel pedazo de pez
quedó listo para hincarle el diente, claro está,
tan pronto se hubiese enfriado un poco para poder
llevárselo a la boca, sin riesgos de que produjera alguna
quemadura en el paladar o los labios.

Con los restos que dejó del pez
consumido, el cuerpo de otro, algo de musgo seco y parte de su
indumentaria: hizo una larga antorcha que casi le permitía
alumbrar con ella el techo de aquella cavidad donde se
encontraba.

Prendió fuego a la antorcha
directamente en la fogata y la fue introduciendo por la abertura
que tenía más tiro de aire y humo a medida que se
iba introducción con gran dificultad por aquella
estrechísima grieta. Empezó a notar un olor similar
y característico al de orines de ganado, o quizás
algo más pestilente, como a huevos podridos,
característicos de los gallineros donde hay cluecas que no
han podido empollar bien sus nidadas.

Al cabo de unas 7 u 8 varas la grieta se
agrandó dando lugar a un espacioso recinto cuya paredes
brillaban al refractar la luz de la antorcha, éstas
parecían húmedas y viscosas como si emanasen de sus
entrañas, algún jugo misterioso que goteaba hasta
formar en el centro del recinto una pequeña charca
circular de cómo dos brazas de diámetro.
Bajó un pequeño escalón a especie de talud,
que se deslizaba resbaladizo hasta la propia charca y no fue
directamente a parar a ella, porque se iba conteniendo con la
propia antorcha, le utilizaba de vara de apoyo o
garrote.

Por precaución no bebió de
aquel liquido, aunque estuvo a punto de introducir su mano
diestra en él para comprobar su sabor y averiguar si era
éste el motivo del mal olor que había embargado en
poco tiempo todo el recinto. No lo hizo y eso le libró de
una mortal quemadura en el lugar y situación en que se
encontraba, pues no hubiese tenido a nadie que le amparase en
caso de caer enfermo o envenenado por aquel líquido
viscoso.

Lo que rezumaban aquellas rocas era: una
mezcla de ácido sulfúrico de origen
volcánico, disuelto en diminutas gotitas de agua que
destilaban del resumidero de las lluvias estacionales.
Sintió como el peligro le acechaba en aquel recinto y
tomó una resolución rápida, que era: la de
salir de allí tan pronto como echase un vistazo
rápido al entorno, pues pensó que no iba a
arriesgar la vida en aquellos momentos.

Acercó la antorcha todo lo que pudo
a la superficie de aquel líquido, pero sin llegar a
tocarlo. Vio su rostro reflejado en la superficie cristalina y la
antorcha a su lado, como fiel guardián. Fue entonces – de
soslayo y tan sólo en breves instantes- cuando se
percató de las cuatro vestales -de la fuente multicolor-
que estaban señalándole con el dedo índice
la parte central de aquella charca- y, con las miradas puestas y
fijas en un contenido incierto que debía estar bajo el
líquido. No sabía cómo actuar, pues le
habían indicado claramente que debía sacar algo que
estaba tapado por aquel líquido: a pesar de ello él
no estaba dispuesto a meterse allí sin saber lo que
podía encontrar o qué riesgos iba a correr con
ello.

Entonces optó por partir el mango de
la antorcha reduciéndolo a menos de una vara y con el
resto del cavo -de casi vara y media de largo- hurgaría
dentro aquél apestoso e irrespirable líquido, que
nunca le había traído buen presagio.

Introdujo el palo dentro del charco y
éste empezó a humear con lentitud.

El fondo no llegó a alcanzar ni un
palmo de profundidad y él fue moviéndose alrededor
de la charca, con el palo metido dentro, tocando fondo en todo
momento, sin que prácticamente variase la
situación; aunque se tropezó con algunos objetos
que estaban estancados dentro y eran fácilmente removidos,
con poco esfuerzo que él aplicara al hacerlo.

Trató de mover uno de aquellos
objetos hacia la orilla, para poder apreciarlo más de
cerca y poniendo un poco más de tesón en ello, lo
consiguió; lo fue arrastrando con la punta del cabo de la
vara, hasta ponerlo fuera del líquido pestilente de la
charca. Siguió hurgando con la punta de la vara, hasta que
volvió a encontrar otro de aquellos objetos,
atrayéndolo -hacia sí mismo-, como lo había
hecho anteriormente. Insistió y sacó de igual forma
un tercero. Los objetos parecían idénticos, de
similar material y características y él no
había visto en su vida algo semejante hasta ese
momento.

Parecían piedras, pero no lo eran;
tenían el aspecto viscoso y brillante de color verde
oscuro, que seguramente le había dado el contacto
permanente con aquél fluido. -Posiblemente fueron
depositadas allí de forma intencionada por algún
dios loco para que él las rescatase en estos
momentos-.

Sin lugar a dudas eran de una belleza
inigualable y parecían como el iris de algún felino
o de un dragón prehistórico gigante.

Parecían simétricas,
superpuestas y semejantes a algunos cuarzos que él
había encontrado en raras ocasiones, pero de un color
verde oscuro intenso, que allí mismo le parecía
fluorescente y cambiantes de tonalidad, según la luz que
recibían -pues al acercarle la luz de la antorcha:
parecían de un verde más vivo y
resplandeciente.

Con sumo cuidado envolvió aquellas
tres piezas en el resto del poncho que le quedaba y lo
guardó en el zurrón, teniendo mucho cuidado de no
mancharse las manos con el líquido del que estaban
impregnadas, ni golpearlas.

Ya estaba la antorcha llegando a su fin,
por lo que se dio prisas para salir de aquel lugar y, poder
llegar sin muchas dificultades hasta donde había formado
el segundo fuego, que estaba a punto de extinguirse. "Son
rarísimas las esmeraldas, muy difícil de encontrar
y alcanzan gran valor en los mercados por ser una de las piedras
preciosas más raras, son verdes, la única forma en
que cristaliza; es un mineral llamado berilo que al combinarse
con el cromo y el vanadio aparece ese color verde tan
característico y dependiendo de su pureza puede alcanzar
precios incalculables.

La malaquita también es de color
verde, pero no cristaliza.

Colombia es uno de los países
afortunados al tener yacimientos en el Departamento de
Boyacá -entre los más importantes, aunque desde la
antigüedad los nativos chibchas las extraían en
Cundinamarca y eran vistosos símbolos del poder, ofertas
religiosas a los dioses y todo tipo de intercambio comercial
entre pueblos vecinos.

Las extracciones de esmeraldas colombianas
son de gran importancia porque se encuentran acopladas en rocas
sedimentarias y aparecen con exquisitas características;
no así como en otros yacimientos en los que se acoplan a
rocas volcánicas; es muy resistente, de profunda
transparencia, más brillantes y con tonalidades más
puras; especialmente las extraídas en: Muzo,
Maripí, Borbur, Quipama, Gachalá, Otanche, donde se
extraen con gran pureza y en más del 50% del consumo
mundial. Existen varias esmeraldas de reconocido prestigio, por
sus calidades y tamaño, que las han llevado a obtener
sonados valores y reconocimientos, como son: la esmeralda
Gachalá de 885 quilates, la Hooker Esmerald Brooch de
75,47 quilates y la esmeralda Tiza de 37,8 quilates; todas ellas
expuestas en el Museo Smithsonita. Esta piedra preciosa siempre
despertó gran interés en los humanos.

Los egipcios ya las extraían en
yacimientos del Mar Rojo y la reina Cleopatra mandó gravar
su imagen en una de estas esmeraldas.

También en la Biblia aparece en el
Libro del Éxodo, cuando describe las 12 piedras que
llevaba el sumo sacerdote en las celebraciones; en el
Apocalipsis, es la cuarta piedra de la muralla de
Jerusalén. En el siglo I Plinio en su obra Historia
Natural describe un lapidario y refriéndose a la esmeralda
y dice: "Hay doce clases de esmeraldas.

Las más notables son las
escíticas, llamadas así por el país donde se
encuentran. Tienen mucha importancia por el lugar de procedencia,
las esmeraldas de Bactria: dicen que los bactrianos las recogen
en las grietas de las rocas cuando soplan los vientos etesios
(vientos del norte que soplan sobre Asia Menor y el Egeo a
finales de verano y durante cuarenta días). Luego se
encuentran las de Egipto, las cuales son extraídas en las
excavaciones de unas colinas próximas a Coptos.

Las demás clases de esmeraldas se
encuentran en las minas de cobre, destaca su color claro y en su
interior se percibe cierta transparencia semejante a la del mar.
Cuentan que había un león de mármol con ojos
de esmeralda, cuyos rayos alcanzaban las profundidades del mar,
por lo que los atunes huían asustados; durante tiempo los
pescadores estaban sorprendidos hasta que cambiaron las gemas del
león. Respecto a sus cualidades las esmeraldas de Chipre
tienen diferentes tonalidades vedes. Por otro lado, el interior
de algunas esmeraldas está atravesado por una sombra que
apaga su color. Ateniéndonos a esto las esmeraldas se
clasifican en oscuras, opacas y las que están como
envueltas en una nubecilla. Todas las esmeraldas tienen
filamentos, sal y manchas de plomo. Las esmeraldas de
Etiopía son de verde muy intenso, Demócrito incluye
en esta clase las esmeraldas de Termias y las de Persia. Estas
últimas tienen un color como el aceite agrio; son
luminosas y claras, pero no verdes.

Algunas de éstas tienen la
peculiaridad de envejecer, perdiendo el color y
dañándose por el sol. Luego están las
esmeraldas de Media, que tienen tonos variados y pueden llegar a
tener algo de zafiro; son onduladas y en su interior presentan
formas." Solino (siglo III) en su Colección de Hechos
Memorables, cuenta que la Escitia asiática es el lugar de
origen de las esmeraldas, que se encuentran custodiadas por los
grifos (animales fabulosos con cuerpo de león y cabeza y
alas de águila), terriblemente fieros. Los arimaspos, raza
que posee un solo ojo, combaten contra ellos para arrebatarles
estas gemas. Las esmeraldas resultan placenteras para los ojos y
alivian la vista cansada; son de un verde más intenso que
el prado húmedo y que las plantas fluviales.

No se tallan para no destruir su belleza.
Isidoro de Sevilla obispo y escritor eclesiástico, (de los
siglos VI-VII), en su obra Etimologías clasifica las
piedras preciosas por colores.

A la esmeralda la incluye dentro de gemas
verdes: nada posee un verde tan intenso como ella, es la
más resplandeciente de este grupo.

Cuando son lisas se reflejan las
imágenes como un espejo. Nerón contemplaba en ella
los combates de gladiadores. Mantiene las doce clases de
Plinio.

Su pureza y verdor resalta con el aceite.
Marbodo de Reims (siglo XII-XIII), obispo, en su Lapidario
describe las doce piedras de la ciudad celestial, haciendo
referencia a sus aplicaciones morales y su naturaleza. Sobre la
esmeralda: "Mantiene el color verde intenso.

Representa aquellos que tienen una fe
más verde que nadie y en este verde superan a los
infieles. Los demonios quieren arrancársela por la fuerza
y ellos los vencen con la ayuda de Dios." Alberto Magno (siglo
XIII) en "El libro de los secretos" dice que la esmeralda es muy
clara y transparente, brillante y lisa y si es amarilla
mejor.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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