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Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 6)



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Se extrae de los nidos de los grifos.
Reconforta y da seguridad, le da al que la posee buena memoria,
aumenta sus riquezas y le faculta para predecir los
acontecimientos si la pone debajo de la lengua. Alfonso X (siglo
XIII) es autor de un Lapidario que se basa en una
traducción del caldeo al árabe de otro anterior y
de este al castellano de la época. En él se exponen
las cualidades beneficiosas o perjudiciales que adquieren las 360
piedras por la influencia que ejercen en ellas los signos del
zodiaco, los planetas, las constelaciones y la posición de
sus estrellas.

De cada una describe el significado del
nombre, cualidades físicas, lugares de procedencia,
propiedades dañinas o beneficiosas que adquieren bajo la
influencia de las estrellas. Dice que la esmeralda pertenece al
decimosexto grado del signo Tauro y que cuanto más verde
es, mejor. Como virtud destaca que sirve contra todos los
tósigos mortales y heridas o mordeduras de bestias
venenosas.

Por otro lado, si la traes contigo, protege
de la enfermedad que llama demonio. El autor anónimo del
Libro de Alejandro, del s. XIII, que cuenta las hazañas de
Alejandro de Macedonia, al describir Babilonia y las riquezas de
la ciudad dice: "La esmeralda verde allí suele haber
más clara que un espejo en donde puede ver."

Gaspar de Morales (siglo XVI), boticario,
filósofo y astrólogo, describe las principales
virtudes curativas de las piedras, relacionándolas con las
estrellas y planetas con el fin de combatir las enfermedades.
Recoge lo que han dicho los escritores anteriores y aporta
novedades: no hay color más apacible a la vista, se pueden
ver imágenes como en un espejo como hacia Nerón
para ver las batallas de los gladiadores. Llevándola
encima no consiente la unión carnal ya que se rompe, y
afirma en boca de Alberto Magno que llevándola el Rey de
Hungría en un anillo al realizar el acto sexual con su
mujer se hizo pedazos. Hace castos a los que la traen consigo, da
buena memoria, acrecienta las riquezas y ahuyenta la
tempestad.

Sirve contra las artes mágicas,
contra las fiebres podridas, los venenos y contra las pasiones
del corazón. También lucha contra la epilepsia
hasta romperse y por eso se les ponía a los hijos de los
Reyes al nacer una al cuello.

Herodoto cuenta que los arimaspos pelean
con los grifos porque estos tienen en su nido una esmeralda.
Está sujeta al signo de Sagitario y es de la naturaleza de
Venus y Mercurio y por influjo celeste adquirió las
virtudes que tiene.

Es la piedra preciosa predilecta de los
amantes zodiacales nacidos con el signo Tauro. Su nombre proviene
del latín smaragdus y fue la piedra predilecta del
emperador Nerón, el cual la mostraba en público con
frecuencia, como se puede apreciar en el largo metraje Quo Vadis;
los romanos además la dedicaron al dios
Mercurio.

Los brahmanes la utilizaban para decorar la
estatua de Karma (dios del amor).

Es de conocida por el pueblo persa, como el
corazón del guerrero, en el sentido: de llevar al
máximo sacrificio con valentía.

En Asia se creía que las esmeraldas
eran los ojos de los dragones, que habitaban las altas
montañas. Los egipcios también la utilizaron para
tallar la figura de dioses, como la de Serapis (dios del
más allá) y la tenía consagrada a
Isis.

En la actualidad la esmeralda se incluye
dentro del grupo del berilo.

Es un silicato de aluminio y berilio de
color verde oscuro o verde hierba cuya sustancia colorante es el
cromo. Forma cristales hexagonales pequeños, tiene brillo
vítreo y una dureza de 7,5 a 8 en la escala de Mohs. Es la
tercera piedra más preciosa, tras el diamante y el
rubí.

Suele tener unas impurezas que los joyeros
llaman escarcha, con lo cual se pueden diferenciar de las
sintéticas.

Las primeras esmeraldas sintéticas
se fabrican en Europa en 1850. La esmeralda 10 cm. de altura y es
de 2.680 quilates. A la unidad de medida de la masa, en las
piedras preciosas se la denomina quilate: es el equivalente en
peso a 0,2 grs. Las esmeraldas tienen poderes especiales: es muy
utilizada en las secciones de magia, donde refleja al vidente los
pensamientos del utilizado; es benefactora de las personas
cabales que la posean y luzcan, sin embargo perjudica gravemente
a los que no lo sean y se asegura que los poderosos magos, son
los únicos mortales, capaces de dominar sus influjos y
sacarles los excelentes dones y protección de que
están dotadas estas gemas.

En su luminosidad son contados los que
encuentran los caminos de la vida astral, la observación
del mundo oscuro del más allá, descifrando los
misterios de otros mundos, incluso de los extraterrestres, sin
dejar de vivir en el presente.

-Si se chupan, a forma de caramelo: hace
olvidar los momentos difíciles y ahuyenta los
espíritus que entran por la boca y si la sitúas
bajo la lengua concede la videncia. -En los enlaces amorosas, se
rompe si alguna de las partes no es sincera, ante la falsa
amistad se torna opaca y favorece las uniones y relaciones dignas
entre las personas. -Colgada del cuello protege de los
naufragios; llevándola como anillo protege al individuo,
favorece el raciocinio, los buenos negocios y si la llevamos del
cuello se constituye en un excelente remedio contra los ataques
epilépticos y cualquier fiebre. -En el mundo
islámico, se la considera eficaz protectora de los ojos
que reciban imágenes a través de ella, devolviendo
la ilusión sobre las cosas, mostrándolas reales en
todos sus aspectos: favorece la felicidad, la calma espiritual y
la ilusión por vivir. -Cuando son muy puras y
transparentes: favorece la circulación linfática,
la venosa de retorno, tonifica el corazón, evita las
taquicardias, los cálculos de riñón, de la
vesícula biliar, favorece la mixtión de la vejiga y
del intestino, evita la disentería, los excesos nerviosos,
los decaimientos energéticos y debería ir instalada
en el Timo.

Otras piedras preciosas ejercen como
potencializadores, reguladores o moderadores de los efectos
intrínsecos de las esmeraldas, dependiendo de su grado de
pureza. Sin lugar a dudas es una magnifica gema para quedar bien
en cualquier compromiso, llevando en sí misma un excelente
mensaje de simpatía, afecto, consideración, etc".
Teuso, antes de partir de aquel lugar -que parecía
sagrado-: hizo una genuflexión; al tiempo que daba las
gracias de viva voz y en su lengua chibcha, hacia cualquier ente
o dios que pudiese estar observándole. Volvió a
subir el pequeño terraplén que le separaba de la
grieta y casi a tientas se fue deslizando por los dientes de
sierra que formaban sus paredes laterales hasta que llegó
al fuego semi apagado que había dejado en su pleno apogeo
algún tiempo atrás. Descansó unos momentos
frente al fuego, que atizó y avivó con esmero y no
quiso sacar las piedras para observarlas, hasta no haberlas
sumergido largo rato en el arroyo y limpiarlas de cualquier
maleficio que pudieran llevar consigo y especialmente de los
restos que pudiera tener de aquel líquido cenagoso y
pestilente.

Sacó el otro pez que le quedaba y
volvió a ensartarlo, en la misma varilla que había
utilizado para el primero y lo colocó en similares
condicionamientos hasta que consideró que estaba bien
asado. Cuando lo consumió completamente, se asomó
hacia la estancia por donde había dejado el primer fuego
encendido y no apreció ninguna luz, ni tan siquiera la que
podría entrar desde el exterior por la chimenea vertical
que le había servido, con la cuerda para entrar en
aquellas oquedades. Seguramente sería de noche,
-pensó con acierto- y entonces tomó la
determinación de quedarse a dormir allí mismo cerca
del fuego, pues si bajaba a la otra estancia, podría
toparse de nuevo con la serpiente cascabel y era posible que no
tuviese la misma suerte que en la primera ocasión, cuando
la vio a su llegada. Lo más prudente era permanecer
allí mismo hasta el amanecer y, cuando hubiese dormido un
poco, trataría de salir de allí para ponerse en
camino hacia la aldea de Guatavita, donde le esperaban los ojos
luminosos y la figura radiante de Iruya.

CAPÍTULO X.

Humazga cerca de la
charca

Fácilmente pudo apreciar Humazga
-por haberle sorprendido la noche anterior llegando a las
inmediaciones del río Bogotá en
compañía de su amigo de la juventud Tursu- que
había sido una magnifica idea la de su padre:
aconsejándole que debía emprender el viaje
acompañado por su amigo, quien además de ayudarle
en todo aquello que fuese necesario, su compañía le
podría resultar inestimable y efectivamente había
tenido razón en todo.

Él se sentía mucho más
cómodo y gozaba de mucha más libertad de
movimientos; pero lo fundamental de ir acompañado, era:
que en todo momento se sentía firme como una roca, no
habiéndole asaltado nunca más los deseos de pasar
totalmente desapercibido en los terrenos por los circulaban.
Siempre había considerado mucho más peligrosa la
noche que el día y, sobre todo, porque los animales
depredadores acechan con gran ventaja por la noche que es cuando
ellos salen para hacer sus cacerías
normalmente…

Ante tales circunstancia, siempre se vio
obligado a desenrollar su chinchorro al atardecer, buscando
cobijo con bastante tiempo al caer de la tarde, pero en esta
ocasión, por ir acompañado de Tursu, podrían
incluso viajar por la noche, si la ocasión se les
presentaba propicia o la premura del tiempo lo aconsejaba. En
realidad su amigo le había dado mucha más
seguridad, desenfado y fortaleza en sus determinaciones. Ya
llevaban andando casi cinco horas y con buen paso, cuando
llegaron a los alrededores de un arroyo y atisbaron un par de
árboles a los que fácilmente podrían atar
los extremos de sus chinchorros, por lo que a Humazga le
pareció una buena idea: hacer un alto más
prolongado, que de costumbre, en aquel lugar, pues él se
sentía algo cansado, dándose las circunstancias
concretas, de que no había dormido bien en las tres
últimas noches y necesitaba a todas luces de echarse una
reparadora y beneficiosa siesta. Con tales intenciones, dio las
oportunas ordenes a su amigo y acompañante para que se
ocupase de todo lo necesario, con respecto a colgar los
chinchorros y tratar de pescar o cazar algo por los alrededores,
mientras él dormía un poco, que tan necesario se le
hacía; y, sin esperar más tiempo se introdujo
dentro del primero que colgó Tursu, colgando de su
cabecera el zurrón, donde aún llevaba parte de sus
enseres y algunas viandas que le preparó su madre antes de
su partida. No habría pasado ni una hora, cuando ruidos
inconfundibles y extraños, se dejaban oír ante el
silencio de la noche. Eran una manada de
jabalíes.

Ellos sabía apreciar e interpretar
esos ruidos de los diferentes animales que transitaban por los
alrededores; muchos de ellos encaminaron sus pasos -siempre con
un estado precaución indescriptible- hacia la hondonada de
agua que formaba el arroyo en aquél recodo de su curso,
con los ánimos de satisfacer su sed.

Algunos de ellos iban acompañados de
sus parejas o clanes -para con ello sentirse más arropados
y protegidos- y, poco tardaban en desaparecer por otro extremo,
casi siempre diferente al de por dónde habían
llegado-.

Si hubiese acompañado algo de luz
natural, seguramente: habrían tenido la oportunidad de
cazar algunos de aquellos inteligentes animales; pero es muy raro
cazarlos de día, a no ser al rececho y sabiendo los pasos
que ellos frecuentan, siendo de día. Posteriormente
sólo un par de grandes felinos: se acercaron a beber y se
mantuvieron olismeando por los entornos del agua, como captando
pistas o rastros que le marcasen el camino, para seguir a los
jabalíes. Sin lugar a dudas, aquellos rastros que tomaron
con tanto interés los felinos les dieron sus buenos
resultados para los propósitos de sus cacerías,
pues al poco rato de desaparecer de aquel lugar se oyeron
aullidos y griteríos no muy lejanos que anunciaban, en un
gran diámetro, la desgracia que había caído,
sobre algún mono de la vecindad, pues no parecían
provenientes de los jabalíes; algo más lejos los
graznidos desasosegados de una gran ave, seguro una
gallinácea, enturbiaba los ruidos habituales de la noche
en la selva.

Ya, bastante avanzada la noche, y cuando
estaba a punto de vencerle el sueño, Tursu se
sobresaltó y avispó como una centella al sentir muy
cerca de su habitáculo otros gruñidos de varios
jabalíes, que inculcándolo todo el terreno,
habían apreciado el lugar por donde él y Humazga se
encontraban imbuidos en sus hamacas, llamándoles la
atención, con toda desfachatez y carencia total de miedos
hacia sus personas; no podían alcanzarle
fácilmente, ni tampoco se sentía en peligro ante su
presencia y aunque Humazga, no llegó a despertarse con los
ruidos; él prefería quedarse sólo y
proseguir con la posibilidad de enganchar su sueño
reparador, para encontrarse al día venidero en perfectas
condiciones físicas y reparadoras pues adivinaba que
sería una larga jornada la que estaba en puertas. Para
ahuyentarlos, Tursu fue desatando con mucha lentitud su
zurrón de la rama donde lo tenía atado y lo fue
dejando caer muy lentamente hasta llegar al suelo; cuando algunos
de los jabalíes -el macho dominante y algunos de sus
secuaces- se fueron acercando con total desconfianza para
olismear el zurrón, éste dio un tirón en
seco hacia arriba del mismo y lo soltó de golpe, lo que
provocó la espantada total de todos los miembros de
jabalíes, que escaparon como alma que lleva el diablo. El
resto de la noche fue apacible y pudo conciliar el sueño
por varias horas: hasta que el trino de algunos pajarillos
mañaneros le trajo de nuevo a la realidad donde estaban.
Lo primero que hicieron al bajar de sus respectivos chinchorros,
fue: darse un espléndido baño que les puso en
remojo hasta las ideas más absurdas.

Contemplaron el cielo que en esos momentos
de la recién nacida mañana estaba completamente
embargado de nimbos, que auguraban un día magnifico, tan
pronto como el sol impusiese sus rayos de avanzada.

Buscaron por los alrededores algún
árbol frutal que le brindase un buen desayuno. No lejos de
la vertiente izquierda del arroyo, Tursu encontró un buen
guayabanábano del que arrancó una magnifica pieza
que ya estaba empezando a madurar a un tono verde pálido y
tenía algunos picotazos dados por expertos pajarillos
vecinos, quizás algún mamífero -antes que
él-: quiso dar buena cuenta de aquella pieza frutal, pero
debido a su ubicación no le fue posible alcanzarla, por
las dificultades que ello presentaba.

Allí quedaban huellas gravadas de
los esfuerzos que habría hecho -en pocas fechas
anteriores- seguramente, algún mono de
anteojos.

Lo repartió con Humazga y entre
ambos dieron buena cuenta de aquel fruto, que debía pesar
por los menos cuatro o cinco libras.

El apetitoso manjar les supo a poco, por lo
que Tursu quiso buscar otro fruto parecido al primero, pero
Humazga no se lo permitió, argumentando que tenían
que ponerse en marcha; por el camino fueron lanzando, en
distintas direcciones del camino, las pipas negras que con cada
mordisco les entraban en su boca envuelta en su propia pulpa,
pero muchas de ellas el príncipe Humazga, las tragaba, sin
llegar a masticarlas -el decía a Tursu: que eran muy
buenas para una buena digestión y yo creo que en parte
debía tener razón, ya que, no mostraba, ningunos
síntomas de estreñimiento. Posteriormente, se
volvieron a dar un buen baño y concienzudamente se lavaron
bien las manos azucaradas y pegajosas.

Aderezaron sus pertenencias: haciendo
pequeños hatos y emprendieron la marcha con buen paso y
firmemente resueltos a llegar en esta jornada a las minas de sal
gema de Zipaquirá, antes de que llegase la
noche.

Humazga había oído hablar a
su abuelo en varias ocasiones de lo indómito que eran los
aborígenes muiscas y aguerridos guerreros, que tomaban el
nombre de la montaña vecina Chicaquicha y, que se
defendían de los intrusos con orgullo, por ser una heredad
de sus ancestros. La pequeña aldea estaba situada en las
faldas de la montaña por encima de la mina que ahora
cambió de nombre.

Por toda aquella zona había una
serie de caminos y veredas que todas confluían al
pié de la bocana de la mina de sal gema o en la plaza de
la población compuesta entonces por una treintena de
cabañas en círculo.

Muchos pequeños arroyos y lagos
favorecían el intercambio comercial de la sal en toda la
comarca, no sólo entre los muiscas, sino que era un
intercambio constante con otros de la cordillera: los tolimas,
los muzos, los panches, etc., tenían establecido entre
sí un intercambio comercial, basado fundamentalmente en la
sal, especialmente necesaria para la conservación de las
carnes y pescados.

A medida que Humazga y Tursu avanzaban, no
era raro que se cruzasen con algún comerciante, de los
dedicados al negocio de la sal, que casi todos iban con
algún bulto a cuesta y con el semblante de ir muy cansados
por usar sus propios cuerpos, como medio de transporte del
preciado mineral; el objetivo de estos nativos cundinamurguenses
-hoy cundinamarquenses- que habían dedicado sus vidas a
intercambiarla la sal gema por metales precios, cerámicas
o tejidos de calidad por toda la cordillera oriental de los
Andes, constituía su forma de ganarse el sustento. Se
comentaba por toda la sabana y pequeños valles de la
cordillera oriental andina, que estos porteadores diligentes:
tenían muy bien aprendido y contaban con muy buenas
disposiciones personales para los trueques en su comercio y todos
eran diligentes y avispados cumpliendo con sus palabras y
encargos fielmente. Chibchacum era su semidiós protector
-personaje imaginario que les adiestraba y protegía en
todos los emprendimientos comerciales-, que se extendían
por casi todo el territorio de la actual Colombia, Ecuador y
parte del norte peruano, a pesar de no conocer el empleo de la
rueda, o de animales domésticos -adiestrados para el
transporte- ni, usar las monedas como representación de
sus transacciones comerciales.

A muchos de estos comerciantes o
traficantes del preciado mineral les solicitó
información Humazga -siempre enfocada a obtener
algún artículo especial que fuese valioso y
único- al objeto de llevarlo como presente a
Menquetá para la conquista de la mano de su hija. La
mayoría de los porteadores, que encontraba por el camino,
le hablaban de un gran pez tallado en sal gema, que estaba a la
vista-a la entrada de la bocana principal- de todos los mineros
dedicados a la extracción de sal gema.

Muchos aseguraban que aquella figura la
había esculpido el propio Chibchacum cuando visitó
mucho tiempo atrás al cacique bisabuelo de Menquetá
para mostrarle la existencia del yacimiento de sal, donde el
pueblo muisca podría desarrollar su mejor forma de vida
para transitar por los difíciles tiempos venideros. A lo
largo del camino por el que transitaba había observado
establecimientos que ponían al servicio de los caminantes,
atenciones especiales, a modo de posadas, donde podían
reparar fuerzas, atendiendo a sus necesidades alimenticias o de
alojamiento. Se vio tentado de entrar en una de aquellas
cabañas, pero su timidez se lo impidió, por lo que,
ni siquiera lo comunicó con su amigo Tursu, -al considerar
que eran lugares desconocidos, donde estaba completamente seguro
que se sentirían desplazados-; argumentándose
internamente que no conseguiría nada positivo, ni
beneficioso si entraban.

Procuraba no llamar la atención de
aquellos que empezaban a aparecer, como deambulando tras de sus
quehaceres cotidianos.

No quiso parar para comer algo o probar
bocado -en todo este tiempo, desde que salieron del arroyo donde
habían pernoctado- pero ya les aparecían los
síntomas de protesta de sus respectivos estómagos
-reclamando el sustento necesario para abastecer sus
máquinas-, y entonces comunicó a Tursu, que: fuese
con el ojo a visor para buscar, hasta encontrar, algún
recodo apartado, donde echar mano a las viandas que llevaba en el
zurrón y poder dar buena cuenta de ellas con toda
tranquilidad y al abrigo de miradas extrañas; a ser
posible a la sombra de algún frondoso árbol. A la
derecha del camino que llevaban se desviaba casi
perpendicularmente una vereda apenas transitada, como se
podía ver, por lo escaqueada que estaba; ésta, se
ocultaba entre los yerbajos, que poblaban, las huellas dejadas
por los escasos viandantes que la habrían transitado;
allí se encontraba -casi en la orilla derecha- un robusto
y frondoso almendro que les brindaba buena acogida para la
copiosa merienda-cena que ellos necesitaban e ideaban.

No lo dudaron un momento y hacia
allí se dirigieron con paso firme y resuelto a satisfacer
sus entrañables deseos.

Cada cual buscó una piedra de
tamaño mediano, casi de forma cúbica y, la puso
donde daba la sombra, para sentarse sobre ella.

Seguidamente dieron buena cuenta de gran
parte de cuanto llevaban en sus respectivos zurrones y de la
chicha que les quedaba guardado en los cuernos de vacuno.
Reposaron un largo rato después de haber comido
copiosamente y lógicamente les embargó la
soñarrera que siempre llega en las pesadas digestiones
-cuando se tiene la mente libre de preocupaciones-. Se quedaron
dormidos rápidamente y a los pocos instantes ambos
resoplaban como si de un par de búfalos se tratase,
ahuyentando a cualquier ser viviente que osare
acercárseles. En esta ocasión: era una de ellas, en
las que más se parecían a fieras domesticadas,
afectadas por la siesta tras una fructífera cacería
y que acabasen de dar buena cuenta de su víctima. Cuando
despertaron, ya habían pasado más de tres horas y
el sol se estaba poniendo en el horizonte, tras las estribaciones
de las montañas andinas occidentales en la lejanía
de su horizonte. Se enfadó mucho Humazga, consigo mismo,
al comprobar lo tarde que se les había hecho, por culpa de
su desenfadada siesta, pero no fue complaciente, ni con él
ni con Tursu y, rápidamente se pusieron en camino
nuevamente, para aprovechar el escaso tiempo que les quedaba de
luz, para tener más cerca su meta final y quizás
encontrarían alguna buena acogida, más cerca de la
mina; sobre todo lo que trataba de conseguir, era: no estar
expuesto otra noche más a cielo abierto a las inclemencias
que pudieran presentársele en las noches selváticas
y frías.

Aligeraron el paso cuanto pudieron, sin
llegar a pasar de ser una caminata rápida y agrandaban las
zancadas cuanto podían, en cada paso que daban.

Poco a poco, se acercaban a las
inmediaciones de una población que desconocían y
que posteriormente resultó ser la actual Sopó,
cuyas hogueras – de hasta tres y ubicadas en distintos puntos de
la plaza central- daban colorido y señales de vida humana
en sus entrecortados resplandores. Se fueron acercando lentamente
hacia aquél grupo de cabañas circulares con
techumbres de juncos y aneas, hasta que al husmear su presencia
varios perros, comenzaron a ladrar con vehemencia, para dar
cuenta a los pobladores que algunos extraños se acercaban
y deberían estar prevenidos. Efectivamente, los ladridos
dieron rápidamente cuenta, de que algo anormal
ocurría, de la efectividad de los perros y los resultados
obtenidos, como avisadores o exploradores de lo imprevisto;
anormalidades que se daban de tarde en tarde, dentro de la
cotidiana marcha apacible, que siempre reinaba en aquella aldea.
Cuando esto ocurrió: el príncipe y Tursu, se
pararon en seco, cuya actitud fue suficiente para que los perros
-sin dejar de ladrar, no tuviesen la suficiente confianza en
sí mismo, como para acercársele más
allá de cierta distancia-; algunos pobladores se les
fueron acercando casi rodeándoles y antes de que
éstos llegasen a su altura o se parasen, Humazga los
saludó en la distancia alzando el brazo derecho y con buen
timbre de voz se expresó anticipadamente de esta manera:
yo soy el príncipe Humazga, hijo del Cacique Soacha de
Sesquilé y este es mi amigo y acompañante Tursu,
nos dirigimos a las minas de sal de Zipaquirá para cumplir
una misión y, desearíamos: nos permitieseis
descansar entre vosotros esta noche. Los nativos -miembros
destacados de aquella pequeña aldea, perteneciente a la
demarcación del cacique de Zipaquirá- les dieron la
bienvenida y se esmeraron en alojarlos y agasajarlos lo mejor
posible, al tratándose de unos visitantes ilustres del
poblado casi vecino del sureste. Era costumbre general, dar buena
acogida a los muiscas que llegaban con buena voluntad; de
cualquier forma éstos eran de la misma etnia y siempre
informaban de las actividades que se desarrollaban por otras
zonas y de las evoluciones que sufrían los habitantes en
otras comarcas. Estos muiscas o chibchas de Sopó, estaban
muy bien documentados e informados de este tipo de
emprendimientos, por estar ellos situados en los alrededores de
un gran entorno comercial, como eran las minas de sal y todos los
que se dedicaban a este menester, sabían de las
últimas novedades que ocurrían o que, estaban en
marcha en las aldeas vecinas. De esta misma aldea había
tres individuos que se dedicaban al transporte y
distribución de la sal por toda la comarca.

Eran ellos los que transmitían todas
las noticias cuando se desplazaban por otras comarcas, que
captaban y almacenaban durante el periodo de sus faenas. Se
adentraron en una de las cabañas de uso común, que
los sopo censes tenían para el uso de sus reuniones o
cómo en este caso, para recibir cualquier visita
extraña. Cuando Humazga les hizo partícipe de la
misión que llevaban, ellos ya sabían someramente
del acuerdo al que habían llegado los tres caciques en
Guatavita-padres de los interesados y, del el hecho que
tenían que llevar a cabo, Teuso y Humazga, para conseguir
la mano de Iruya-, pues ese tipo de información, no corre,
sino que vuela y, sin lugar a ningunas dudas, era una noticia que
llamaba la atención de todos los nativos de la zona, que
además, era una de las mejor comunicadas, por el comercio
de la sal y los puntos de reunión que se daban con mucha
frecuencia -a especie de ferias locales- donde se hacían
transacciones, además de ser el sitio ideal para cualquier
tipo de comentarios de este tipo. Seguidamente dos lindas chicas,
les sirvieron chicha y unos trozos de liebre asada en sendas
vasijas de cerámica, que los presentes se fueron
distribuyendo en la medida que les guiaba sus
apetencias.

Una de las jovencitas se quedó
abstraída por unos de los visitantes y se le notaba la
atracción que sentía por Tursu, hasta el punto de
llegar a sonrojarlo.

Humazga, cuando se percató de ello,
miró varias veces a su amigo, con la intención de
intimidarlo, con objeto de que no fuese a cometer errores, que
después lamentarían ambos; sin duda, la chiquilla
buscaba un gran compañero sexual que cubriese todas sus
apetencias y éste tenía todas la apariencias de ser
un elemento ideal para ella, fogoso y sin duda, excelente
protector ante cualquier peligro. Cuando terminaron la comida, la
chicha y menguó la charla; los consejos, opiniones y
relatos que cada uno expresaba, el que parecía ser el jefe
de aquel clan, les indicó a nuestros personajes que
allí mismo podría montar su hamaca para descansar
plácidamente.

Todos se retiraron del recinto para seguir
camino de sus aposentos y sólo quedaron merodeando a la
entrada de la choza tres o cuatro perros, que también
habían admitido a los visitantes y ya, no les
hacían ningunas hostilidades.

Hasta en dos ocasiones Humazga pudo
apreciar las idas y venidas que la jovencita que les
sirvió la chicha en un cuenco, ella se cruzó por la
abertura de la puerta con marco de bambú -aún sin
cerrar, debido al buen clima que estaba haciendo-, como buscando
la figura de Tursu; pero él aunque tenía buena
disposición para haberla satisfecho, no quiso
comprometerse con aquella gente que tan bien le habían
acogido y para lo cual no contaría con la
aprobación de su príncipe.

Fue juicioso no prestándole
atención -hasta el extremo que ella se sentía
ofendida- y, descaradamente se le acercó a la entrada de
la choza para preguntarle a ambos -muy sonriente en su propia
lengua chibcha-, si necesitaban algo, añadiendo que
debían sentirse como en su propia casa. A lo que Humazga,
anticipándose a su amigo, contestó con una larga
sonrisa y argumentando su agradecimiento por todo;
manifestándole que no necesitaban nada; estaban ambos muy
cansados del viaje y deseaban dormir a pierna suelta. Ella,
desairada: se ruborizó, frunció el ceño y
rápidamente se marchó. El cerró la puerta de
paja y aneas -hecha sobre un bastidor de guadua- y, poniendo un
pequeño taburete de madera tras la puerta, como
precaución de que fuese abierta imprevistamente por el
viento o algún animal; se encaramó al chinchorro
que ya tenía montado entre la viga central y una lateral
de aquel habitáculo.

Tursu, no quiso articular palabra al
respecto, pero su príncipe, le advirtió, esta vez
con palabras claras, pero como un susurro: amigo mío, no
debes comprometer tu persona con esa chica, porque nos
traería posiblemente muchos problemas y seguro que mi
padre no lo aprobaría con agrado; si después de
esta visita, quieres tratar a esa chica más de cerca,
incluso yacer con ella o tomarla como compañera, yo mismo
te ayudaré, para que todo te sea fácil; pero ahora
tenemos un gran compromiso de quedar bien con estas personas, que
también nos han acogido. Dicho esto, ambos durmieron
profundamente -o como se dice en mi pueblo: a pierna suelta- pues
estaban bastante cansados de la caminata.

A pesar de ello, Tursu, hasta que
consiguió conciliar el sueño, no dejó de
pensar en la moza y hasta llegó a eyacular
involuntariamente; también él estaba necesitado de
sexo y el efecto que le causó la chicha que había
tomado con la comida, también lo calentó y lo puso
con mucha apetencia sexual. A la mañana siguiente les
despertaron los ruidos que hacían los nativos preparando
sus enseres y aperos para ir a las parcelas que tenía
sembradas de maíz y papas -éstos eran los que
siempre se levantaban con la luz del alba-.

Ya habían descolgado su hamaca y
recogido todos sus enseres y, cuando se disponían a partir
de nuevo; antes de iniciar su marcha, se presentaron los que
parecían ser los jefes del clan -formado por los miembros
de tres familias diferentes- éstos les propusieron, que se
pasase de nuevo por la aldea, cuando viniese de vuelta de las
minas de sal y les dijeron que uno de los jóvenes del
poblado también se encaminaba, aquella misma
mañana, hacia las cuevas de sal para recoger unas
porciones de sal, que debía transportar la zona del sur,
donde tenía clientes esperándolas. Consintió
Humazga en continuar el camino de buen agrado, acompañado
del mozo que les indicabas sus anfitriones -llamado Lenco- y los
tres, después de tomar unos cuencos de panela que bebieron
rápidamente, -símil de desayuno- emprendieron la
marcha hacia la minas de sal gema de Zipaquirá. Al cabo de
un buen rato de ir caminando -uno tras los otros: yendo Tursu el
último, Humazga en medio y Lenco, como guía,
más conocedor del camino- sin que hubiesen hablado ninguno
de los tres, pues la timidez les atenazaba y no encontraban el
momento adecuado para iniciar una pequeña
conversación. Fue nuestro príncipe Humazga quien
rompió las distancias del diálogo y se
aventuró a dirigirle algunas preguntas relativas al lugar
donde se dirigían: ¿habrá mucha gente
sacando sal de las minas..?. Lenco -le contestó- con voz
entrecortada, por la sorpresa con que le cogió en esos
momentos, cuando él iba repasando de memoria los lugares
por donde habría de llevar la sal para tener más
éxito en su intercambio o venta y cuáles eran los
que más pronto habrían consumido la remesa
anterior. Sí, creo que habrá mucha gente sacando
sal, -le contestó-: pues ahora hace buen tiempo para
repartirla por los lugares más alejados, está
haciendo buen tiempo en estos días y los caminos no
están embarrados. Pasaron varios minutos sin volver a
dirigirse la palabra -realmente estaban muy distanciados y
recelosos le uno, de los otros-.

Atravesaron una hondonada que les
ponía en las bifurcaciones de dos caminos: uno, que yendo
a la derecha, doblaba por el borde noroeste de la cordillera
adentrándose hacia Gachancipá y Sesquilé
-dándose cuenta ahora nuestro príncipe Humazga que
podía haber venido por ese camino desde su poblado- el
mismo que venía de la parte noroccidental, subiendo el
curso de los humedales de Tabio y Cajica; y el otro camino, era
el más apropiado, que deberían continuar, para
llegar a los yacimientos de sal gema.

En el cruce los caminos, hicieron un alto
para tomar un refrigerio, que ya los llevaría, con fuerzas
directamente a las minas de sal.

Los tres sacaron de sus respectivos
hatillos, algo de comida, consistente: en carne de venado seca y
unas arepas, que compartieron fraternalmente, al tiempo que
empezaron a comentarse, algunos temas de las poblaciones de donde
procedían; algunas de sus costumbres y celebraciones de
sus muy diversas festividades, donde se galanteaban a las chicas
de los poblados con mayor libertad.

Mientras daban buena cuenta de sus viandas,
varios porteadores se cruzaron con ellos y saludaron al azar,
pero especialmente al tal Lenco -al que conocían desde
hacía años por sus trabajos de porteadores comunes
en el negocio de sal gema-. Los otros seguían su camino,
aunque un poco más allá -de donde ellos estaban
parados- se descargaron de sus pesadas talegas y tomaban las
posturas más cómodas para descansar por breve
tiempo, unos sentados en alguna piedra, otros tumbados, a todo lo
largo del camino, con sus maltrechos cuerpos.

Ya estaban bastante cerca de las minas,
pues les decía Lenco a Humazga y a Tursu: que se
encontraban a unas dos leguas de su destino final.

El camino proseguía directo hacia
Zipaquirá, a donde llegaría bastante avanzada la
tarde, pero como de costumbre podrían quedarse dentro de
la mina y no a la intemperie; pues en bastantes ocasiones la
humedad del terreno y la altitud hacía que las noches
fuesen bastante frescas. Acercándose a las inmediaciones
de Zipaquirá siguieron el curso ascendente del actual
río Bogotá, que prosiguió
adentrándose hacia la derecha y continuaron por su
confluente que provenía de las inmediaciones de Cogua y
Pacho, casi hasta su nacimiento en las estribaciones de la
Cordillera Oriental Andina. Algunas cabañas situadas en el
llano conformaban la aldea de lo que después se
denominaría Zipaquirá, -con la agrupación de
otras aldeas de la zona, organizadas por el conquistador Gonzalo
Jiménez de Quesada, sobre 1.537-.

CAPÍTULO XI.

Llegan a las minas de
Zipaquirá

Después de subir una ladera,
enteramente poblada de eucaliptus y de unas gramíneas que
ocupaban todo la extensión del suelo, el sendero se
adentraba por una enorme bocana, casi de forma circular, que
estaba alumbrada escalonadamente por antorchas de resinas de los
palmerales de cera, que también abundaban allí. En
la entrada estaban situados varios aborígenes ocupando
unos bancos hechos con troncos cilíndricos de palmera de
cera y que al parecer contabilizaban las cantidades de sal gema,
que salía del interior. Este hecho extraño a
Humazga, pero rápidamente su acompañante le
tranquilizó, asegurándole, que esto era debido, a
que desde hacía algún tiempo existía un
tributo que cada minero debía aportar para el Cacique
-dueño y señor de las minas de sal gema-; aunque
él no debía preocuparse por eso, pues él le
sacaría la sal que necesitase, sin tener que pagar
ningún tributo.

Al poco de penetrar por la galería,
ésta se bifurcaba en otras más angostas que
aparecían menos iluminadas, pues las antorchas se iban
situando casi al doble de distancia que las de la entrada.
Había sectores por donde pasaban en los que estaban
atareados algunos mineros en las extracciones de sal; la cual
iban depositando en una especie de talegas -confeccionadas con
similares tejidos al de las ropas de diversos coloridos que
vestían- y al terminar de llenarlas: ataban con una cinta
que ensartaban por unos ojales -previamente dispuestos en el
borde superior- con la cual quedaban perfectamente cerrados y con
ello evitar posibles pérdidas de su contenido.

Ya habrían andado como una media
legua por el interior de la mina, cuando Lenco, se paró y
dirigiéndose a Humazga, le dijo: -indicándole con
la mano diestra, un enclave perfecto, como a una altura de dos
varas del suelo-; este es un lugar propicio para sacar la sal que
tú y yo necesitamos. Bien le dijo Humazga, yo sólo
necesito poca cantidad, lo justo para hacer una ofrenda y ganarme
los encantos y el beneplácito del padre de Iruya, la hija
de mi vecino el cacique Menquetá. Ya se había hecho
bastante tarde y dispusieron no empezar ninguna tarea hasta la
mañana siguiente, cuando además hubiesen descansado
del largo camino, aunque no estaban muy cansados la
ocasión tampoco se hacía muy propicia para iniciar
el arranque de la tarea que tendrían que dejar empezada al
cabo de algún rato, para dormir. Por todo ello, de
común acuerdo, dispusieron dejarlo definitivamente para la
mañana siguiente como habían pensado momentos antes
y avanzar un poco más en la galería donde estaban
situados, por ver si encontraban algún lugar más
del agrado de ambos para hacer las extracciones al día
siguiente. Al poco de avanzar por la galería, se
encontraron con dos hermanos bien conocidos de Lenco que
también estaban preparando su porte de sal para salir de
madrugada, aprovechando las claras del día y la mejor
temperatura para emprender el largo camino que les esperaba
andar, pues tenían proyectado encaminarse hacia la
región del Quindío, que distaba bastantes leguas y
se hacía bastante penoso el camino. Charlaron un poco e
incluso compartieron esa noche una frugal comida a especie de
cena y parte de las provisiones de chicha que a Humazga y a Tursu
les quedaba en uno de los cuernos que utilizaban. Uno de los
hermanos -el más joven llamado Quimpa- tenía cierta
habilidad y experiencia en la talla de figuritas, bien con madera
y también lo hacía con cierta frecuencia con sal
gema. -Quimpa puede hacerte una figurita en sal-, dijo Lenco a
Humazga: ¡así podrías llevarles una buena
figurita que obsequiar a Iruya y ganarte todos los parabienes de
los caciques! Hizo este comentario en presencia de los dos
hermanos, como para captar la atención de ambos e iniciar
un futuro compromiso con ellos, especialmente en Quimpa, aunque
el otro -que a la sazón se llamaba Perco- era el
obstáculo a salvar, en el supuesto caso, de determinar la
ejecución del objeto; pues parecía, que era
éste: quien ejercía una autoridad imperativa sobre
su hermano, quizás por ser un poco más mayor.
Quimpa estuvo de acuerdo, siempre y cuando, le proporcionase una
buena pieza de sal donde poder esculpir alguna figurita de
algún animal o incluso le dijo la cara de una mujer, que
pudiera parecerse en algunas de las facciones a la
princesa.

El hermano de Quimpa, puso algunas
objeciones, aunque no muy contundentes; solamente manifestaba,
que en el caso de: no fuese del agrado de los caciques, no le
echarían las culpas a su hermano, por el objeto
tallado.

Además deberían tener mucho
cuidado con el objeto, ya que se rompería en miles de
cristales al más mínimo golpe que
recibiese.

Acordaron finalmente esparcirse por la
mina, hasta conseguir entre todos el mejor trozo de sal, para
extraerlo y, así, poder elegir el adecuado para llevar a
cabo -en el mejor- donde llevar la escultura de la figura a
tallar, en la que emplearía Quimpa todo su saber y el
día siguiente, como poco; pues habría de llevarse a
cabo sin demora, ya que todos tenían prisas por iniciar
sus respectivos recorridos. También acordaron -en
compensación al tiempo invertido por Quimpa en la
confección de la figura a tallar-: que Humazga y Tursu se
dedicase al mismo tiempo a extraer sal en beneficio del tallista,
lo cual les pareció bien a todos. Finalmente Quimpa, hizo
prevalecer su idea de esculpir la figura de la diosa
Bachué, tal cómo él la había visto
años atrás en un sueño de su
juventud.

Los cinco se dedicaron a tratar de
encontrar la base en bruto donde sería tallada la figura y
no tardaron mucho tiempo en encontrar un saliente, que a media
altura hacía uno de los laterales de la galería y
que sin mayores dificultades, se podría extraer un buen
trozo de sal gema. A punta de cincel y maza -con sumo cuidado
consiguieron seccionar el gran terrón de sal apropiado-,
que resultó ser como del tamaño de una cabeza
humana, casi redonda como una esfera; tenía gran parte de
su superficie -aproximadamente 2/5 partes- mucho más
desgastadas o alisadas que el resto de su superficie; debido a
que era la parte que había estado expuesta a la
contaminación y al aire circulante de la galería.
Efectivamente, una vez extraído el gran terrón de
sal gema de su lugar primitivo; Quimpa lo metió dentro una
de las sacas o talegas que utilizaba para el transporte del
mineral, en su distribución por la región y
echándoselo a las espaldas, provisto de su cincel, su maza
y provisto de buen ánimo, se dirigió a los
aledaños de la entrada de la mina, donde estaría
mucho más cómodo y disfrutaría de mucha
más luz para llevar a cabo sus propósitos
esculturales.

Se acomodó sentado sobre una piedra
-cuya base rectangular le daba un buen soporte y sin alabeos
posibles a su persona.

Sacando el pedrusco de sal gema de su
envoltura, lo situó frente a sí sobre una roca fija
mucho más grande, que formaba parte de la montaña;
lo estudió un buen rato, hasta que creyó encontrar
el sitio exacto por donde debía empezar su trabajo. Con
máximo cuidado y casi acariciando con el cincel las
pequeñas aristas poliédricas del mineral,
-procurando que no se le desgranase en sus propias manos, si se
arriesgaba a darle golpes más fuertes-: fue transformando
aquella superficie que empezó a perfilar, con una de las
orejas que veía en su imaginación.

Poco a poco fue tomando forma la figura de
la diosa Bachué -que pareciera trasladarse de la mente de
Quimpa al propio pedrusco-.

"Este obrero-artesano: era un verdadera
artista de la escultura; seguramente habría sido
obsequiado con ese don por los dignatarios dioses
conocidos".

Su talla fue terminada casi con el ocaso
del sol y ante la tardanza de su hermano y amigos, decidió
volver a meter la figura tallada dentro de la talega -a la que
agregó los restos del mineral que habían ido
saliendo durante la talla del busto-.

Se adentró de nuevo en la mina y
dirigiéndose a donde se habían quedado los otros
extrayendo la sal para completar los pedidos que debían
distribuir, los encontró a los cuatro a punto de terminar
las cantidades que pretendían conseguir.

Aquella noche habrían de pasarla
todos otra vez en la mina, si no querían pasar las
incomodidades de la intemperie.

No habría pasado, ni media hora,
cuando todos dieron de mano en el trabajo y se dispusieron a
comer algún tente en pié de los que llevaban
aún en sus zurrones, aunque a Humazga y a Tursu, tuvieron
que comer de lo de los demás; al tiempo que iniciaban una
crítica sobre el trabajo efectuado por Quimpa en la
escultura. La tarde ya estaba muy avanzada y con toda seguridad
habrían de permanecer en el interior de la mina para pasar
toda la noche.

Mientras tanto podrían preparar sus
respectivos paquetes -bien ordenados- que constituirían la
carga y transporte del día siguiente por los largos
caminos, hasta llevarlos a los interesados consumidores. Entre
los porteadores de sal, nunca se comentaban de sus recorridos y
mucho menos, los nombres de las aldeas que visitaban para hacer
sus negocios de intercambios. Existía entre ellos el temor
-fundado-: de que, si hablaban más de la cuenta -cuando
tenían ocasión de reunirse- (siempre en contadas
ocasiones), podrían perder los clientes consumidores y, en
muchas ocasiones éstos venían transmitidos por sus
antepasados, como una herencia que les garantizaba el
sustento.

Habían comentado todos, las dotes
tan excelentes que había mostrado Quimpa al confeccionar
tan parecido rostro de la diosa Bachué, y que, al
mostrarlo éste: fue pasando de mano en mano por todos
ellos, que a su vez manifestaban un alto grado de
satisfacción. Lenco, incluso llegó a manifestar su
recomendación, en el sentido de que: tal artista
debería dedicarse con más énfasis a tal
menester y seguramente obtendría mejores provechos -con
menos esfuerzos- que como repartidor de sal.

Las extracciones de sal gema, que
habían recopilado Perco, Lenco y Humazga -mientras Quimpa
talló el busto de Bauché- fue suficiente material
para atender las apetencias comerciales de los cuatro individuos
e incluso a alguno de ellos le pareció demasiado
mercancía -por lo pesada y dificultades que
encontrarían en su transporte-; eso fue lo que pensaba
Lenco y lo manifestó abiertamente -pues se sentía
el más débil de todos ellos-, aunque dicha
objeción fue rápidamente subsanada por Humazga,
ofreciéndose a ayudarle en el transporte de la sal hasta
su propia aldea. Cuando creyó oportuno Perco, el hermano
mayor de Quimpa, y que, parecía llevar la voz cantante de
entre los cinco amigos: aconsejó -de forma coloquial- dar
por terminada la charla y prepararse cada uno sus respectivos
hatos y procurar descansar lo más posible, ya que la
próxima jornada sería dura, porque el transporte:
era más pesado de lo que normalmente acostumbraban y no
era lógico dejar la sal arrancada a merced de otro, que la
quisiera coger.

Antes de acostarse los cuatro mineros se
encaminaron a la entrada de la bocana de la mina, donde se
esparcieron por los alrededores para atender a sus necesidades
mayores, mientras Quimpa se mantuvo en el interior ya acostado y
al cuidado de sus aperos. Cuando volvieron los cuatro, los
ronquidos del escultor ya se oían, casi desde un centenar
de metros. Al alba y casi al unísono, todos se levantaron,
recogieron sus pertenencias y la parte de sal que habían
repartido proporcionalmente la tarde anterior,
encaminándose en fila hacia el exterior del recinto
minero. Hicieron un alto -a unas trescientas varas de la bocana
de la mina- donde se despidieron, deseándose buena
suerte.

Los dos hermanos tomaron el camino que les
llevaría por el noroeste hacía lo que hoy es
considerada La Guajira, pues pensaban atender en breves jornadas
esa ruta, que desde hacía varios meses no habían
atendido y seguramente la sal ya les estaría escaseando a
muchas aldeas de las que visitaban con más
asiduidad.

Lenco, Tursu y Humazga, emprendieron el
camino por el que habían llegado anteriormente, con el fin
de pasar por Sopó -la aldea de Lenco- para dejar en su
cabaña la parte de sal que él no pensaba distribuir
en este viaje -que le llevaría hasta la región de
Quindío-. Humazga se había brindado a portearle a
Lenco parte de la sal, contando con su amigo Tursu y, -que le
había correspondido en el reparto- hasta su
aldea.

Lenco no podría cargar con toda la
mercancía a los lugares que pensaba visitar; por lo que
tendría que dejar parte de ella para distribuirla en
fechas posteriores. El camino de regreso a Sopó se les
hizo bastante más pesado y emplearon casi un día
más que a la venida. Humazga se arrepentía de
haberse brindado a ayudar a Lenco en el transporte de la sal que
él consideró mucha carga, pero no lo
manifestó -en ningún momento a su
acompañante, ni a su amigo de la niñez- y,
sólo se daba cuenta con claridad de su torpeza a medida
que avanzaban por la ruta y sus riñones se
resentían por el esfuerzo que realizaba al no estar
acostumbrado, como no lo estaba a cargar, por largo tiempo,
elementos pesados.

Anduvieron caminando de regreso a la aldea
de Sopó, de donde Lenco era natural, algo más de
una hora sin dar tregua a sus energías pero a la vista de
unos chontaduros que daban una buena sombra sobre el camino que
llevaban, fue Lenco el que conminó a Humazga y a Tursu: a
tomar un descanso y recoger algo de agua fresca que serpenteaba
por un riachuelo que corría sobre la derecha del camino
que llevaban. Asintió el príncipe Humazga, de
estar: de acuerdo, con las manifestaciones de su ya amigo y
acompañante. Con cuidado dejaron sus cargamentos al
pié del grupo de árboles -que aún contaban
con algunos frutos maduros al final de sus ramas más
altas- y, constituían una fuerte tentación a sus
paladares. Después que hubieron satisfecho su sed,
tumbándose de bruces sobre las ruidosas aguas, refrescaron
sus rostros, -casi enterrando sus cabezas y restregado sus caras
en el líquido elemento-, los tres se sentaron y recostaron
sobre la plácida sombra -no sin antes, haber doblado
algunas ramas y recogido el fruto maduro de aquellos chontaduros
que se distribuyeron amistosamente y comenzaron de quitar la piel
-algo tersa y dura- sobre la carne firme, e iban
comiéndoselos a medida que los pelaban. -Aquella fruta
bien hubiera pasado por nísperos, aunque algo más
redondeado.

El color: rojo, amarillo o verde, era
sensiblemente similar -dependiendo del grado de madurez de la
fruta; y si no llega a ser por las diferencias apreciables (a
simple vista) sobre las características diferenciadas que
presentaba el árbol: pues era una especie de palmera, a
cualquiera -neófito, como yo- le hubiera sido
difícil su distinción.

Parece ser que el valor nutricional del
chontaduro es muy alto y de gran aprecio, ya que se haya muy
extendido por toda las zonas tropicales y formando parte de la
dieta temporal de muchas comarcas, cuando se dan los tiempos de
su recolección.

-"El profesor Restrepo, quien ha estudiando
este fruto por más de diez años, explica que el
potencial nutricional del chontaduro es tan alto que como planta
típica de la región del litoral del pacífico
colombiano podría enriquecer la dieta de la
población colombiana. Al chontaduro no se le ha dado
suficiente importancia científica y este fruto es de un
valor nutricional enorme, tanto que los análisis
químicos revelan que posee una composición de
aminoácidos esenciales que lo equipara al huevo y otros
alimentos completos, por esto es que se le puede considerar como
una alternativa para una explotación a escala industrial".
No tuvieron que recurrir al zurrón para conseguir
más alimento, pues quedaron satisfechos con el fruto que
comieron y por estar en su sazón.

Árbol y fruto del
chontaduro.

Descansaron algo más de media hora y
de común acuerdo emprendieron de nuevo la marcha, fijando
un nuevo trecho que andar -para una vez andado-
descansarían nuevamente y poder hacer la comida más
fuerte del día, para lo que habrían de cazar o
pescar alguna pieza que pudieran llevarse a la boca; toda vez,
que las viandas de reserva que habían conservado en el
zurrón, se habían acabado la noche anterior, con la
mesa redonda que hicieron con los dos hermanos dentro de la mina.
Con esa intención emprendieron de nuevo la marcha a buen
ritmo al tiempo que ojeaban cada lado del camino, por si se les
presentaba la ocasión propicia de acechar alguna pieza
-conejo, ave, etc.- que se cruzase en su camino.

Transcurrida casi una legua -fue Lenco-
quien avistó un conejo semiasomado en el lateral de una
gran piedra y tuvo la ocasión de ver: como el animal se
volvía a introducir en su propia madriguera; por lo que
rápidamente -echando sus bultos al suelo- salió
corriendo al lugar donde se había vuelto a esconder el
conejo, al tiempo que gritaba a Humazga que hiciese lo propio
para poder dar caza al pobre animal, que se había delatado
inocentemente. Así lo hizo nuestro príncipe y en
breve instantes estaba justo al lado de Lenco, mientras Tursu, se
situó en la parte de atrás de aquella piedra, por
si trataba de escapar por la parte final de la madriguera, que
también suelen hacerle una salida de escape, para casos
como el que ahora se presentaba; todos estaban tratando de
averiguar la forma más rápida y eficaz de dar
alcance al conejo dentro de su propia madriguera. No resultaba
fácil alcanzarlo bajo tierra, pues ésta estaba
bastante dura y la madriguera, casi en sus comienzos hacía
una curva hacia la izquierda y caía muy en vertical hacia
la profundidad de ¡quien sabe cuantas brazas…!, pero
todos estaban habituados, como estaban desde pequeños a
este tipo de situaciones; sin dudarlo buscaron unos matojos secos
de los alrededores e hicieron una similitud de antorcha, con la
que taponaron la entrada del cubil con ánimos de prenderle
fuego y por asfixia del humo el animalito se vería
obligado a salir nuevamente al exterior. Antes de prender fuego a
los matojos -que ya habían colocado como tapón de
la entrada-, dieron unas rondas de inspección por los
alrededores de la entrada del agujero, con el fin de averiguar si
existía otra salida de emergencia, por donde pudiera
escapase el animal, pues normalmente la inteligencia de estos
roedores: les lleva a hacer un escape -para en caso de peligro-
poner pies el polvorosa y escaparse a todo correr.

Efectivamente, como habían pensado
los tres caminantes a unos cinco pasos de la entrada, muy bien
camuflada y junto a la cepa de una retama estaba la salida de
emergencia que aquel animalito tenía como escape a sus
posibles situaciones de peligro, era justo al lado de donde se
había situado Tursu. Humazga ideó y aconsejó
a Lenco, que debía permanecer cada uno de ellos al
pié de los agujeros con un lazo que habían
confeccionado con una finas ramas de mimbres; para que al salir
el conejo quedase enganchado del cuello y no pudiese
escapárseles en un primer momento -pues bien
sabían, por experiencias anteriores- que de no ser ellos
muy hábiles en el primer momento, el conejo se les
escaparía por falta de reflejos instantáneos al
salir de su madriguera, con todo ímpetu, a sabiendas del
peligro- y era dificilísimo de cogerlo con las
manos.

Prendieron la broza seca que habían
introducido en el primer agujero por donde se había
asomado el bicho y al poco rato el animalito emprendió la
retirada de su cubil por la otra salida que tenía
preparada al efecto y -tan bien armado estaba el lazo- que
quedó atrapado en él. Rápidamente acudieron
todos a sostener al pobre animal que hacía todos los
esfuerzos posibles por soltarse de aquella trampa y, lo hubiese
conseguido de no ser por el certero golpe que recibió de
Tursu, detrás de las orejas; quedando el gazapo sin
conocimiento y casi descoyuntado. Se cercioraron
rápidamente de que estaba totalmente muerto, pues a pesar
del primer golpe, nuevamente lo golpearon contra una roca fija
que estaba sobresaliente un poco a la derecha del boquete por
donde salió el animal; entonces empezó a sangrar
poco a poco por la nariz y la boca. Tursu se puso
rápidamente ha hacer una fogata con unas ramas secas de
arbustos que encontró por los alrededores cercanos,
mientras Lenco -llevándose la pieza al arroyo cercano, lo
desoyó y lavó concienzudamente, en
preparación para asarlo en un pincho de una rama verde de
sauce y ponerlo a cierta distancia del fuego que acababa de
prepara su compañero y de tal forma dieron un buen asado
al conejo que les satisfizo sobremanera, el hambre que acumulaban
-casi desde que se levantaron aquella mañana dentro de la
mina. Dieron buen fin a tan exquisito manjar -como le
había proporcionado aquella pieza. Se recostaron unos
minutos a todo lo largo del aposento -poco mullido, pero bien
hallado-y, estirando sus fornidos cuerpos, desperezaban sus
músculos, con sensible beneplácito. Transcurrido
ese breve espacio de tiempo -que a ellos les pareció
poquísimo-: decidieron, de común acuerdo, ponerse
nuevamente en marcha –marcándose en esta ocasión
llegar a buen ritmo-, hasta las laderas del monte Cajica en su
confluencia con el río Bogotá actual, donde
pasarían la noche. Por el camino se cruzaron con tres o
cuatro viandantes que seguramente llevaban como destino final las
minas de sal gema, pues por sus aspectos parecían
porteadores de dicho mineral y tan sólo en una
ocasión Lenco contestó al saludo de uno de ellos,
pues a lo sumo: se habría cruzado con esta persona en tres
o cuatro ocasiones y nunca habían llegado a mantener el
más mínimo diálogo entre ellos. Cruzaron
-bastante cansados ¡ya…¡-: un recodo del
camino, que empezaba a hacerse algo sinuoso, por los recodos que
empezaba a serpentear las estribaciones del Cajica y apreciaron
la frondosidad de algunos árboles de guanábano con
el fruto aparentemente colgando, que parecían inducir a la
tentación y a un reclamo apetitoso; por lo que los tres,
parecían pensar lo mismo, y coincidieron en hacer un
pequeño alto en el camino -nuevamente- y, recoger algunos
de sus frutos para dar buena cuenta de ellos -más entrada
la tarde- cuando fuesen a preparar sus hatos para pernoctar, como
habían quedado, al llegar a la confluencia con el
río Bogotá.

Hicieron un nuevo alto en el camino, que no
habían previsto, pero que les fue necesario parar recoger
algunas de las frutas más maduras y ensartándolas
por sus rabos a forma de las cuentas de un collar -con una
delgada vareta de mimbre; tras lo cual emprendieron de nuevo la
marcha. Sin pensarlo, se percataron que la meta marcada estaba
bastante cerca, por lo que el último trecho -hasta su
llegada- se les fue en un suspiro.

Tan pronto llegaron: rápidamente
eligieron el sitio adecuado para poner a salvo sus enseres y sus
propias integridades -para pasar la noche- que se presentaba con
grandes síntomas de ser lluviosa, pues los nubarrones de
cúmulos les habían acompañado durante casi
toda la tarde y el ambiente podía notarse de una humedad y
calor sofocante, como cuando se va a desatar un fuerte tormenta.
Frente a ellos y al otro lado del río observaron una
fogata y a otros dos individuos que se aprestaban a acomodarse en
una especie de cueva que a cierta distancia del río
había formado el cauce -quizás siglos
atrás-, pero que era ideal para refugio de los caminantes
y mucho más en ocasiones, como la que se avecinaba: de una
incipiente tormenta. Al confluir el camino que traían con
el cauce del río, tuvieron que bajar una pequeña
cuesta que daba directamente a un puente balanceante hecho con
cañas de bambú o guadua, inteligentemente atadas
con una cintas de cuero de vacuno y sólo llevaba un cuerda
paralela y a una braza del piso como quitamiedos -atada en su
parte media a un pivote de bambú o guadua de forma
vertical- que era como el cordón umbilical para evitar el
cimbreo.

La pasarela o puente artesanal se alzaba a
escasas dos varas de la superficie -el lecho del río no
estaría a más de tres- y por este lugar
parecía que se remansaba el agua, como queriendo recibir a
los transeúntes con bastante benevolencia.

Cruzaron el puente sin dificultad, quedando
la cueva a escasos pasos hacia la izquierda del puentecito -que
ahora de cerca les pareció más grande-; saludaron a
los dos individuos que habían observado anteriormente
desde el otro lado del rio y les manifestaron sus deseos de pasar
la noche en aquel lugar, como queriendo decirles que solicitaban
amablemente sus respectivos consentimientos para tal fin; a lo
que los otros consintieron sin poner objeción alguna. De
cuando en cuando se miraban de reojo, como analizando las
acciones que cada cual acometía. No tardaron mucho en
entablar un diálogo abierto que les llevó a sus
respectivas presentaciones y las procedencias que cada grupo
llevaba o traía.

Los recién llegados -Lenco, Tursu y
Humazga- se maravillaron del cometido que les ocupaba a Chipa y
Pasca -que así se llamaban- los dos llegados primero a la
oquedad o pequeña cueva. Eran de la etnia Chia -el primero
de la familia de los mambitas y el otro de los suroguas. Sobre
sus aldeas ejercía una fuerte influencia el cacique
Menquetá de Guatavita. Ellos se presentaron como amigos y
artesanos comunes que compartían la misma actividad en la
aldea de Chipa zaque (hoy Junin) de donde procedían,
situada más al suroeste de la laguna de Guatavitá.
Desde tiempos muy remotos sus respectivas familias se
habían dedicado a la extracción del zumo del agave
(una especie de jarabe de color verdoso oscuro) que tenía
muy buenas propiedades para ciertos remedios: diarreas,
mitos, estreñimientos y todo aquello que en algo
tuviese que ver con la ingestión de los
alimentos.

Esta actividad había constituido el
medio de subsistencia de sus antepasados -desde tiempo
inmemorial- que ellos había perfeccionado y desde unos
años a esta parte se habían dedicado -con mediano
éxito- a distribuir por las aldeas vecinas de la comarca.
Ninguno de los tres oyentes había oído hablar hasta
entonces de tal remedio y a punto estuvo Humazga de hacerle
compromiso para adquirir uno de esos remedios y llevarlo
directamente como presente a Menquetá; aunque
pensó: seguramente él ya conocería de tal
remedio, pues Chipa había mencionado en su diálogo:
aquello de que en parte estaban sujetos a las decisiones de
Menquetá -al ser el actual cacique de
Guatavitá-.

Pasca ya había mostrado una de las
vasijas en barro cocido, e incluso destapó una de ellas y
dio a probar a los llegados, quienes con cierto recelo llegaron a
probar de aquel líquido, que tenía un cierto sabor
dulzón y que se adhería un tanto al paladar, como
si se tratase de un tipo de miel o melaza acuosa. Después
de que hablaron largamente de sus respectivos cometidos y
actividades, de que consumieron -en mesa redonda- las viandas que
presentaron Chipa y Pasca, junto con las guanábanas, que
habían recolectado por el camino Humazga, Tursu y Lenco:
decidieron a propuesta de Chipa irse a dormir sobre sus
respectivos hatos, ya que, avanzaba la noche y al amanecer ellos
tenían un largo camino que recorrer hacia el actual
Nemocón, donde tenía algunos remedios que repartir
y ofrecerlo a nuevos interesados, como siempre ocurría en
las aldeas donde alguno de los miembros había puesto en
práctica su consumo. Lenco también manifestó
que ellos tenían aun un largo camino hasta llegar a
Sopó, donde le esperaba su familia y haría noche
con sus dos amigos, para proseguir su viaje de regreso a
Guatavitá, donde llevaría el presente ante
Menquetá, Tequendama y su propio padre Soacha, para ganar
la mano de Iruya. Cuando se fueron a dormir, ya llevaba
más de una hora lloviendo -a mares-, de lo que no se
sorprendía ninguno de nuestros amigos, pues era muy
común y frecuente que, en aquella época del
año lloviese copiosamente al caer la noche y, todos los
viajeros -si querían ser precavidos- tenían que
buscar buen abrigo donde pasar la noche -por si acaso se
presentaba de golpe ese tipo de tormenta tropical-. Muy de
madrugada Lenco se despertó, se incorporó y fue
hacia el exterior para -cambiar el agua a sus aceitunas (mear)-
y, se sorprendió de la altura que había alcanzado
el cauce del río, aunque ya no estaba lloviendo, como lo
hizo durante toda la noche. Supuso que al ir subiendo la
temperatura un poco, las nubes restantes se disiparían o
irían a ocupar las alturas de las colinas y cerros
vecinos, abriéndose los cielos de par en par para despejar
y orear los caminos.

Volvió al lecho duro y trató
de dar una última cabezada, antes de que alguno de los
demás se despertase e hiciese ruido reclamando el comienzo
de una nueva jornada. No había terminado de concentrarse
en su relajamiento mental para atraer de nuevo el descanso que
tanto estaba reclamando su cuerpo maltrecho por el trabajo de
porteador; cuando Pasca exclamó con voz seca y cortante
-que sonaba a diana- ¡ya amanece! y, dando una especie de
salto: se incorporó vertical sobre el suelo. Ante esta
actitud, del que parecía ser el más viejo de los
cinco o al menos, el que había sabido imponer un poco
más de autoridad -admitida con beneplácito- todos
los demás se incorporaron. No cabe ninguna duda, que
está clareando el día -manifestó Pasca, como
un susurro- y, sin lugar a ninguna duda, es la mejor hora para
emprender la marcha, antes de que empiece a flamear el sol, que
en breve nos picará en las espaldas.

Las aguas del río -lo que pareciera
la tarde anterior un arroyo- bajaban turbias pero ante los ojos
de Lenco no parecían haber crecido más desde que
las observara poco antes. Humazga no tenía ánimos
de hablar, pues el sueño aun anidaba en él desde la
tarde anterior, quizás porque tenía el cuerpo
dolorido y había empezado a sentir agujetas en sus
músculos, no acostumbrados a soportar tal peso, ni en tan
larga caminata. Lenco, recogió con rapidez todos sus
enseres y ordenó bien la sal que llevaba en
pequeñas talegas, de forma que haciendo dos paquetes
similares los pudiera echar sobre el hombro a especie de alforjas
y de tiempo en tiempo cambiar el peso al otro lado o soportarlo
sobre la cabeza, pues sabía que su acompañante
Tursu, era bastante más fuerte que él -llevando la
otra parte de su sal- mientras Humazga, sólo se
había hecho cargo de la escultura, que llevaba como
presente a los caciques y, seguramente tendría que tomar
la iniciativa, procurando algún alto en el camino, de
vuelta a Sopó. Los cinco hombres se despidieron a la
entrada de la oquedad que les había servido de refugio,
deseándose buena suerte y ofreciéndose para
recibirles en sus respectivas aldeas, donde serían muy
bien recibidos en cualquier momento.

Cuando fueron a pasar Chipa y Pasca el
puentecito: el agua turbia de la corriente -algo más
impetuosa que la tarde anterior- casi rozaba la tarima amarrada
de bambú o guadua que servía de piso a los que
cruzaban, como por una pasarela.

Lenco, Tursu y Humazga, torcieron a la
izquierda y siguieron por la margen -también izquierda- de
río Bogotá que por estar en ciertos tramos
inundado, soslayaban por los bordes del camino y en ocasiones
hasta llegaban a meterse hasta los tobillos en las aguas, por no
salvar las dificultades que ofrecía el tener que
desviarse.

Antes de lo previsto por los tres, tuvieron
que tomar un descanso a sus avances, ya que las dificultades
presentadas se hacían muy penosas y los esfuerzos que
tenían que realizar para sortear ciertos obstáculos
les mermaban las fuerzas en gran manera. Llegaron a tal punto de
cansancio, que a la segunda arengada que hicieron: acordaron
permanecer algún tiempo más largo, descansando de
la carga y esperando que el agua bajase al menos una cuarta. De
forma que pudieran circular con más comodidad de regreso a
Sopó y mientras tanto: tratarían de dar cazar a
alguna pieza que les sirviese para el sustento, con objeto de
reemplazar las energías consumidas, necesarias para
recuperar las fuerzas, pues les había vuelto el hambre y
no debían perder el tiempo para buscar algún tipo
de alimento.

El sol hacía rato que había
salido y lógicamente algunos animalitos se aventuraban a
salir de sus escondites o madrigueras a buscar el alimento
matinal; en ocasiones se les veía fugazmente -en
rápidos movimientos- saltando o dando pequeñas
carreras de sitio en sitio tratando de quitarse de la vista de
los tres amigos y temiendo -con toda lógica– la
depredación de sus cuerpos. De cuando en cuando se
veían algunas aves revolotear por los meandros que en su
curso hacía el río, tratando de otear algunas
hormigas, larvas destacando bajo las hojas de algún
arbusto o insecto de cualquier tipo, al que perseguían sin
piedad.

Cerca de la peña donde habían
dejado momentos antes sus pertenencias y los propios morrales,
observaron que se discurría una serpiente de buen
tamaño y que parecía ser una pequeña boa,
cuya carne es exquisita y no es difícil de
atrapar.

Rápidamente se acercaron y hasta
tener la certeza de que la culebra se trataba de una boa, no
dejaron de ser sumamente precavidos en razón a que
sabían distinguir perfectamente el tipo de ofidio que era
venenoso del no lo era.

Se armaron con sus respectivos machetes,
rápidamente acosaron a la serpiente que apenas pudo
reaccionar y fue partida en dos -casi por su mitad- al primer
machetazo que le dio Humazga. La parte de la cola quedó
atrás dando latigazos y sangrando por el corte mortal,
siendo manipulado y despellejado por Lenco.

Mientras tanto Tursu dio buena cuenta de la
parte de la cabeza que pudo avanzar más de diez brazas
zigzagueando pero que finalmente quedó atrapada,
descabezada y destripada; nuestro príncipe se ocupó
de buscar leña seca, para poder hacer un fuego y asar
aquella gran pieza. Cuando Lenco y Tursu volvían de la
orilla del río, con cada mitad de la serpiente bien
lavada, Humazga, estaba empezando a prender el fuego, al haberse
prestado voluntariamente a buscar algunas ramas con las que hacer
fuego, se acercaron, sus dos compañeros de viaje, con la
mitad del animal cada uno listas para poner al fuego y
ensartadas: en sendas ramas, delgadas, de chontaduro joven.
Clavaron las varetas en el suelo, inclinándolas hacia la
futura hoguera, por su parte superior. Al prenderse el fuego,
hubieron de quitar ambas varas, para que no les diese
directamente las llamas y el humo y cuando ya el fuego se hizo
consistente y se empezaron de ver los rescoldos vivos, Tursu y
Humazga volvieron a clavarlas en el mismo lugar, casi en vertical
-cerca del fuego, pero (ya mucho menos humeante).

Pronto tuvieron la oportunidad de saborear
la carne sabrosa de la boa joven y los tres dieron buena cuenta
de los dos pinchos -de donde iban cortando rodajas de la parte
más cercana al fuego- con la avidez de carnívoros
hambrientos.

Terminado el suculento manjar ojearon los
chontaduros cercanos -de donde Tursu y Lenco, había
arrancado las varas para ensartar el asado- pudiendo recoger
algunos frutos que habían madurado adecuadamente y
aún no se habían caído al suelo;
comiéndolos directamente a medida que los encontraban y
mondando la piel -algo amarga- con los propios dientes incisivos
y tirando de las partes desprendidas con las propias uñas;
finalmente se dieron por satisfechos y se lavaron
concienzudamente en las aguas aún turbias del río.
Se recostaron brevemente algo menos de media hora, sobre la
piedra reseca, donde tenían sus pertenencias y decidieron
proseguir la marcha, pues el nivel de las aguas había
bajado sensiblemente y el camino se encontraba bastante seco,
aunque en pequeñas ondulaciones se habían formado
algunos charcos que eran fácilmente vadeados. A lo largo
del lecho del río el camino era ligeramente cuesta abajo y
bastante más cómo de transitar, que el trecho que
habían traído al comienzo de la mañana, por
lo que les permitió avanzar sin grandes dificultades,
aunque las pesadas cargas que llevaban se les hacían
sentir sobre sus musculosos cuerpos. Sudaban como corsos
perseguidos por los lobos pero el afán de llegar con luz a
Sopó, parecía darles alas y no reclamaban descanso
mínimo, ni tan siquiera para tomar unas buchadas de agua.
Allá pasadas las cinco de la tarde, cuando el sol ya
empezaba de caer sobre la leve humareda de algún
volcán lejano hacia el oeste, atisbaron una especie de
neblina que pululaba sobre la aldea de Lenco, posiblemente debida
a las fogatas que atizaban las mujeres en preparación de
alguna comida para la cena. Llegaron, cuando el sol ya
había traspuesto por el horizonte y empezaban a destacar
en los cielos las primeras luces del firmamento (algunos las
llaman estrellas, otros luceros; pero en realidad son los
planetas vecinos que tenemos los terrícolas -Venus, Marte
y difícilmente visible Mercurio-. Todos se regocijaron de
la llegada de los tres viajeros.

Humazga y Tursu -quizás por ser
extranjeros- recibieron nuevamente las simpatías de todos
los vecinos que se volvieron a congregar alrededor de un buen
fuego en el centro de la plaza de la aldea. La mañana
anterior, cuatro miembros jóvenes de la aldea había
cazado ciervo que constituía un buen ejemplar de siete
puntas y las mujeres ya lo tenían asándolo
ensartado en una resistente caña de bambú -guadua-,
bien aliñado con abundantes hierbas aromáticas, con
las que habían rellenado la cavidad de las entrañas
y, así mismo, lo había tenido sazonándolo en
fresco con continuas refriegas de salmuera durante casi toda la
tarde -después de desollarlo cuidadosamente, para
aprovechar la piel una vez curtida-; sacaron todas las tripas,
menudencias, cortado pezuñas y cornamenta; lo lavaron
concienzudamente hasta que no le quedó ni un pelo adherido
a la dermis. El animal había cambiado totalmente de
aspecto: ahora sólo parecía un montón de
carne ensartada en un palo al que -a forma de tornillo- dos
mozalbetes daban vueltas sobre el fuego, turnándose cada
cierto tiempo.

Mientras tanto Lenco, Tursu y Humazga
relataban a los hombres de la aldea -que permanecían
expectantes con las miradas fijas en los tres llegados- los
acontecimientos que les habían sucedido durante su viaje a
las tierras de las minas de sal de Zipaquirá y de
cómo Perco -el hermano de Quimpa y amigos de Lenco- le
había esculpido el rostro de la diosa Bachué en un
gran trozo de sal gema, para llevarlo como obsequio al cacique
Mentecá, como presente y en competencia con el
príncipe Teuso -de la aldea Guana-, para conseguir la mano
de la princesa Iruya. Allí mismo, sacó la talla de
la talega que la albergaba y con un semblante de orgullo: la
mostró a cuantos ante ellos estaban atónitos y
expectantes.

Los presentes quedaron maravillados de
aquel pedrusco que tan bien representaba a la diosa y todos se
vanagloriaron de ello.

CAPÍTULO XII

Humazga se presenta
ante Menquetá

Aquella noche en Sopó fue de festejo
para todos los miembros de la aldea y en el deseo de querer dejar
la mejor de las impresiones al príncipe Humazga -hijo del
cacique Soacha de la aldea norteña de Sesquilé- y a
su amigo Tursu.

Por ser tan especial el motivo de su visita
a los miembros de esta tribu les tenía muy entusiasmados,
además de por ser todos miembros de la misma etnia Muisca.
La celebración se prolongó hasta la madrugada y la
chicha corrió con más fluidez que de costumbre y,
aunque dieron buena cuenta del ciervo; bastante fue la embriaguez
que apareció entre muchos de los participantes, influyendo
sensiblemente en el estado anímico, pero no así en
sus respectivos comportamientos. En pequeños grupos se
fueron retirando y algunos que no fueron capaces de llegar hasta
sus aposentos para dormir el exceso: se quedaron en la plaza o
alrededor del rescoldo de la lumbre, que ya daba a fin. A pesar
de las insistencias que le hacían a Humazga y a Tursu,
para que bebiesen chicha -en rondas, que se hacían
interminables-: ellos, sin despreciar cada ofrecimiento, supieron
mantenerse precavidos y alertas -por estar en terreno
extraño a los suyos- y sólo mojaban la boca, casi
disipando el alcohol en el propio paladar.

Sólo, después de saborear
cada bocado, haber masticado muy concienzudamente la carne y
mezclarla bien -de seguro que no llegarían a tragar, ni la
mitad del alcohol que cualquiera de los otros comensales-. Cuando
ya había finalizado la fiesta y todos -o
prácticamente todos los participantes- se habían
retirado: nuestro príncipe y su amigo se marcharon a la
misma choza, que les cedieron y ocuparon, la primera vez de sus
llegada, camino de las minas, donde le tenían todo
preparado, para que no tuviesen que deshacer nada de sus
equipajes: hamaca -chinchorro-, un taburete de un tronco de
madera, una vasija de agua para poder asearse y otra con la
bocana pequeña por si deseaban beber agua a media noche;
de tal forma que no tuvieron que perder tiempo, en encaramarse
dentro de sus chinchorros, donde quedaron relajados y dormidos
como troncos.

Estaba Tursu en su primer sueño,
cuando se despertó, algo sobresaltado, al oír un
ruido característico de entreabrir la puerta de la
choza.

Sin embargo Humazga no llego a apreciar ese
ruido.

Apreció el perfil de la jovencita
sobre la penumbra de la plaza, algo iluminada por la luz del
cielo estrellado: -la misma chiquilla que se le había
insinuado la primera vez cuando llegó a Sopó-; en
esta ocasión no admitió el rechazo, ni
esperó ningún tipo de aprobación del hombre
que ella tanto deseaba, y que ya, estaba muy bien acomodado en su
hamaca -chinchorro- al que ella esperaba sorprender. Casi lo
cogió desprevenido cuando se encaramó de un
pequeño salto dentro del habitáculo;
cayéndole encima de tal forma que casi estuvo a punto de
partir uno de los cabos que estaban amarrados al travesaño
lateral de la choza.

No le cogió muy de improviso a
Tursu, la llegada de la moza a su estancia, pues toda la -tarde
noche anterior desde que llegaron del viaje Humazga, Lenco y
él- no se había apartado ni un instante de su
entorno y, bien que él, percibía las miradas
insinuantes de aquella jovencita. Tanto fue el acoso que en
muchas ocasiones llegó a desearla -más que nada por
complacerla y mostrarle abiertamente su masculinidad-.

Como se había percatado de su
entrada sigilosamente en la estancia y no podía ser otro
mortal…, -como quien dice-: se dejo querer hasta el punto
de dejarla satisfecha en todos sus deseos. Ya de madrugada
-nuestro príncipe despertó por la necesidad de
evacuar aguas menores y a la vuelta de la calle: pudo apreciar,
como su amigo Tursu se encontraba bien acompañado. No hizo
nada por evitarlo y mucho menos, trató de que ellos
pudiesen percatarse de que los había visto. Con toda
normalidad, volvió a su red y sin sentirse
incómodo, trató de volver a dormirse nuevamente,
como si nada hubiese pasado.

Tursu, no volvió a conciliar el
sueño, desde que la jovencita se le había metido en
el chinchorro; ella estaba como hipnotizada -muy bien acurrucada
contra su cuerpo- y, en un sueño profundo: parecía
sonreír. Se quedó dubitativo por instantes, sin
saber que hacer…, si la despertaba para que se marchase
del aposento y salía a aquellas horas tan avanzadas de la
madrugada. Ya habría alguien en la plaza -madrugadores que
no habían participado hasta tan tarde en la fiesta- que la
verían salir. Entonces, las murmuraciones irían en
comité y en perjuicio de los dos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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