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Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

En tal caso, a ella la
señalarían de por vida por yacer con un invitado
extranjero, sin el consentimiento del cacique y de su propia
familia; y a él, lo enemistarían de por vida por
haber roto una de las normas más sagradas de la
hospitalidad: respeto a todas las pertenencias de los
anfitriones, seducción y hasta quizás abuso.
Después de meditar brevemente la situación
comprometida en la que se encontró: optó por no
interrumpir el sueño de la adolescente y con mucho sigilo
-sin hacer el más mínimo ruido-, tomó
cuantos enseres llevaba consigo y salió de la estancia.
Efectivamente, al salir al centro de la plaza ya se
encontró con tres miembros de la aldea que había
conocido y estaban preparando algunos útiles de labranza
para ponerse en marcha hacia sus respectivas faenas.

Humazga, que había observado a su
amigo Tursu salir, lo siguió de inmediato, para caer en
sospecha, si llegaban a sorprender a la chica en aquél
habitáculo. También aprovechó la
ocasión para saludarlos y a modo de despido, les
indicó que tenían que partir, sin pérdida de
tiempo, pues el camino se le hacía largo, para una jornada
y quería llegar a Sesquilé aquella misma noche;
antes de partir para Guatavitá para presentar su obsequio
a los caciques.

Indicaron a los presentes: que les
sirviesen de portavoces ante el cacique y los demás
miembros de la aldea, en forma de despedida, para no perder mucho
tiempo: a lo que ellos asintieron. De esta forma partieron
nuestro príncipe y su amigo, sin mediar muchas más
palabras de por medio y, como el que bien dice: -pusieron pies en
polvorosa-, huyendo del fuego y el compromiso que les
podía pisar los talones; ya se las arreglaría la
moza, para justificar su estancia allí, si la llegaban a
coger por sorpresa sus convecinos; pero también
podría tener suerte y se despertaba a tiempo,
podría salir, con tanto sigilo, como lo hizo a la entrada,
la madrugada anterior. Quizás por haberse aligerado mucho
del peso, Humazga, al pasar su escultura a su amigo Tursu -al
haber dejado en Sopó el cargamento de sal que llevaba y
que pertenecía a Lenco; o por el cargo de conciencia y
preocupación que le embargaba -que le había
acarreado la actitud de Tursu la noche anterior- pues se
sentía responsable, como consentidor de los actos de su
amigo: al permitirle yacer con la chiquilla -de cuyo
acontecimiento, no podía distraer su mente ni un momento,
ni se atrevía a encarar a su amigo; apretó el paso,
como queriendo castigarlo.

La cuestión es que más que
andar por aquellos caminos de la Cundinamarca verde y
húmeda, parecía volar.

Mientras tanto, Tursu -de cuando en cuando-
cambiaba de hombro la talega que albergaba el busto de la diosa
Bauché. Y parecía ir renqueando, notaba cansancio,
pero sus zancadas se hacían rítmicas y largas, casi
hasta alcanzar, la vara y media por paso. Ambos amigos, para
hacer su camino más corto hasta su aldea, en cuanto
hubieron desaparecido de los alrededores de Sopó;
enfilaron un ramal del camino que giraba por la parte sur de
dicha aldea y prosiguieron en dirección noreste bordeando
la laguna de Guatavitá y atravesando los territorios de
Tocancipa y de Gachancipá, llegando a las tierras de
Sesquilé -que conocían como las palmas de sus
manos- al tener todo su territorio muy bien escudriñado,
como consecuencia de sus múltiples cacerías.
Llegaron a su aldea ya anochecido y muchos de sus vecinos estaban
alrededor de los fuegos que habían atizado para preparar
el asado de la noche, tostar alguna que otra remesa de arepas,
asar algunas mazorcas de maíz -en preparación de
algún sancocho para el día siguiente-; de cuyo
caldo sacarían alguna sopa para la noche
-agregándole algunas verduras- o, para mantener una vasija
con agua caliente, que según lo casos, sería
utilizada a conveniencia de cada momento: para infusiones de
hierbas medicinales, para curar alguna herida en
supuración, ulceras mal curadas, para hacer el rico
café y, para cualquier otro menester necesario. La
cuestión era: que siempre había en cada rescoldo o
fuego vivo una vasija de barro cubierta de una costra de
hollín exterior, de medianas proporciones que
atendía cualquier necesidad de agua caliente.

Casi nunca se movía del sitio donde
estaba situada sobre una trebenes formada por tres piedras con
buena base -bien fijadas y formando un triángulo casi
equilátero-, de forma tal: que su superficie era
prácticamente horizontal y con pocas posibilidades de
volcar su contenido. El paso del tiempo, también
había hecho más firme su estructura.

Soacha, hacía días que le
esperaba impaciente y se alegró mucho de velos llegar y en
tan buen estado. Padre e hijo, platicaron largamente durante la
comida nocturna y, el resto de su familia -madre y dos hermanos
menores que él -no pegaban puntada de lo atento que
estaban a todo aquello que él relataba- y, ni se
atrevían a interrumpirle en ningún momento;
así que solamente el padre pareciera su interlocutor. Al
final de todo el diálogo quedaron en salir de madrugada
camino de Guatavitá -la aldea de Iruya- y presentar ante
Menquetá el presente que había traído en
obsequio y competencia con Teuso para conseguir a la princesa
Iruya. Seguramente el otro competidor no habría vuelto de
su viaje -pensaban y manifestaron padre e hijo- casi a un mismo
tiempo.

Al día siguiente, fue Soacha quien
hubo de llamar a su hijo para iniciar rápidamente la
marcha en dirección a la aldea vecina de
Menquetá.

Un tanto a regañadientes, se
despertó Humazga, desperezándose a todo lo largo y
tendido que estaba sobre su chinchorro -hamaca-; se le notaba
claramente que la larga caminata sin descanso del día
anterior le había hecho mucha mella a su musculatura y
sentía profundamente la pinchazón de sus agujetas.
Ambos tomaron unos sorbetes de café clarito que
acompañaron de unas arepas y un trago de chicha antes de
emprender la marcha.

Su madre les había provisto en los
zurrones de cada cuál de algunas vituallas para el posible
retraso, que calculaban en dos días.

Emprendieron la marcha en dirección
oeste y después de más de una hora de caminata
llegaron a la orilla sur de la laguna Guatavitá, donde se
reflejaba el sol en sus aguas cristalinas y totalmente en calma;
allí hicieron un alto en camino y con una habilidad
inusitada Soacha ensartó un pez de mediano tamaño
en su vara -que usaba para apoyarse en la caminata- a la que
había sacado una buena punta que le servía a forma
de lanza.

Descabezó, destripó y
enjuagó muy cuidadosamente aquél
surubí.

Cuando se oreó lo envolvió en
una hoja de platanero y lo metió en el zurrón de
Humazga y comentó con su hijo: ya tenemos la comida de
medio día.

Mientras tanto el hijo se metió en
la laguna, donde estuvo tumbado encima de las aguas todo el
tiempo que su padre estuvo pescando.

Finalmente emprendieron la marcha de nuevo
y a buen ritmo, anduvieron como otras cuatro leguas hasta llegar
a la confluencia de un pequeño riachuelo que desembocaba
en la laguna. Escogieron un lugar apropiado para descansar y
preparar una fogata donde asar al pez. Bajo un enorme ficus
prepararon fuego que rápidamente se fue transformando en
rescoldo de ascuas vivas y mientras tanto se convertía el
fuego en ascuas el padre había trenzado unas parrillas con
algunas varetas de mimbres de mediano tamaño, donde
colocó el pez -en ellas sobre las brasas- hasta que estuvo
perfectamente asado. Al olor del asado -a ambos- se les
despertaron un apetito inusual y, es que: el ritmo de la marcha
que habían traído hasta ese momento les
hacía parecer leones en ayuno. Debió estar muy
sabroso el pez, porque a pesar ser un ejemplar de más de
cinco libras Humazga quedó chupando los jugos y briznas
que aún quedaban pegadas a la espina dorsal. Ambos
permanecieron descansando -tumbados bajo el ficus- casi otro
tiempo similar al que tardaron en la preparación y dar
buena cuenta de surubí.

Al cabo de ese buen rato: fue el padre
quién despertó a Humazga de la siesta reparadora en
la que había caído después de la comida que
habían acompañado de abundante chicha y
emprendieron la marcha subiendo una ligera colina, cuyo camino
estaba escalonado hasta llegar a la planicie de una cima cubierta
por un bosque bien tupido que hacía resaltar su verdor
sobre la raya amarillenta -que como una herida descolorida
pareciera ser el camino recto y profundo- que volvió
nuevamente a desembocar en la orilla de la laguna.

Tan pronto como llegaron a la laguna,
nuevamente volvieron a hacer un alto en el camino. A lo lejos se
veían las chozas de la aldea que iban a visitar y lugar
donde vivían los súbditos y familia de
Menquetá.

El sol parecía estar parado en lo
alto -sobre su zenit- pareciera que las aguas tersas de la laguna
quisieran escapar volando por los aires.

Un fuego plomizo destilaba el ambiente y al
llegar estuvieron largo rato tumbados sobre la laguna con la
cabeza metida hasta las orejas y bebiendo de cuando en cuando
algún sorbo de agua fresca. Finalmente terminaron ambos
metidos dentro de la laguna, tomando un buen baño. Ya
había traspuesto el sol las últimas montañas
de su horizonte y sólo se apreciaban el flamear de la
luminaria del ocaso, cuando llegaron a la entrada de la aldea de
Menquetá; éste, coincidiendo que se encontraba
esperándoles desde hacía dos días, se
encontraba acompañado del otro cacique Tequendama -padre
de Teuso-, de su hija Iruya -que no apartaba los ojos ni un
instante de Teuso que había llegado en la fecha prevista y
según acordaron por los tres caciques antes de la partida.
La llegada de Humazga y su padre por más esperada, fue muy
jovial entre todos los asistentes y pronto se encontraron en
corrillo comentando las incidencias de la jornada y celebrando la
buena armonía con un buen zancocho con abundantes arepas y
zumos de maracuyá.

CAPÍTULO XIII.

Retorno de
Teuso

Aquella mañana, Teuso se
había despertado muy de madrugada; el fuego aún
calentaba pero se había extinguido y ni tan siguiera
brillaban sus rescoldos.

Los atizó brevemente con la punta
del resto de la antorcha -que estaba apagada- y, le sopló
con fuerzas las cenizas para que despabilaran las tenues brasas,
hasta que consiguió hacer un tímido fuego, donde
pudo arrimar la antorcha y prenderla consiguiendo hacer la luz
suficiente que le proporcionaba la visión necesaria para
salir de aquél recinto. Le costó algún
esfuerzo y mucha atención poner en funcionamiento de nuevo
la antorcha, pero lo consiguió. Tomó su hatillo y
emprendió con mucho sigilo el retorno hasta la bocana de
la chimenea, dejando atrás todo un cúmulo de
sobresaltos y preocupaciones.

Realmente se sintió libre y seguro
al llegar a la superficie y mucho más cuando
consiguió bajar hasta el lecho del arroyo, donde pudo
lavar bien las tres piedras que había sacado de aquella
ciénaga, tan ocultas en la penetrante mazmorra.
Consiguió dejarlas libre de todas las impurezas que
traían adheridas; es más: las dejó libres de
obstáculos, como si fuesen otros guijarros del lecho del
riachuelo, dejando que el agua cristalina se remansase sobre
ellas, dándoles un brillo pertinaz e imperecedero, para su
mayor sorpresa. Se aseó largamente de pies a cabeza, pues
se sentía sucio y mal oliente, al haber permanecido tanto
tiempo encerrado bajo tierra.

Sintió hambre a medida que se fue
secando tumbado sobre una roca donde le acariciaban los primeros
rayos del sol, que acababa de salir por encima de los cerros
colindantes del este; buscó alguna reserva de comida -que
pudiese quedar dentro del zurrón- pero no encontró
nada que pudiese mitigar su hambre; pudiendo apreciar el mal olor
que se desprendía del interior del mismo, por lo que sin
pensarlo le introdujo un buen peñasco dentro, dejando
abierta su solapada tapa y lo metió dentro del arroyo, de
forma favorable a la corriente del agua, para que por su propio
impulso fuese llevándose toda la inmundicia, que pudiera
tener en su interior, sin que ésta pudiera tener
obstáculo, ni le sirviesen de filtro el material de su
confección, al tiempo que se ablandaban todas las costras
y restos de comidas que pudiera tener adherida en su
interior.

Posteriormente se dedicó por los
alrededores a buscar algún frutal que pudiese
suministrarle algunas piezas con las que aliviar su apetito
matutino.

No perdió mucho tiempo en ello, ya
que al volver de un recodo -bajando, según iba la
corriente- en un lateral de las eses del camino: se alzaban
varios naranjos que mostraban buenos ramilletes colgando a escasa
distancia del suelo, repletos de fruto amarillo radiante, otros
más verdosos y algunas piezas que ya habían
caído al suelo por su madurez prematura. Arrancó
uno de aquellos ramos, quizás con el ánimo de que
las naranjas que no fuesen consumidas esa mañana, pudiesen
quedar adheridas al ramo, para seguir chupando la sabia de los
tallos y preservarlas -las más verdes- para una
duración mayor, hasta querer utilizarlas por el camino.
Volvió al lugar donde tenía todos sus
útiles; sacó el zurrón de la corriente y lo
estrujó y enjuagó varias veces en el agua, hasta
que creyó oportuno que le había quitado toda mugre
que lo empañaba y la pestilencia que tanto lo
denotaba.

Lo extendió en la misma piedra donde
él momentos antes había estado tumbado y
secándose -expuesto a la brisa y a los aún leves
rayos del sol-, sacó las tres piedras verdes de la
pequeña oquedad que había formado la corriente a su
alrededor y, también las puso con mucho cuidado junto al
zurrón, para que a un tiempo se fuesen secando y tomo una
naranja del ramillete -la que aparentemente estaba más
madura, llevado por su color más amarillo intenso- y la
fue descascarando: clavándole la uña de su dedo
pulgar diestro -que arrastrándolo hacia su polo distal-
sacaba la cáscara sin gran dificultad y sin estropear los
gajos de su interior. Tenía buen zumo y estaba muy
apetitosa, por lo que siguió la misma tarea con tres
más de aquellas naranjas.

Cuando se sintió completamente
satisfecho: ordenó todos sus enseres -metió las
tres piedras verdes en el fondo del zurrón- y
emprendió la marcha de regreso a la aldea de
Guatavitá, donde debería llegar dos días
después, para cumplir con la fecha establecida por los
tres caciques. Anduvo a buen paso; aquella mañana se
sentía muy ágil y contento, pues consideraba que el
presente que llevaba para conseguir a Iruya, difícilmente
podría ser superado por el que pudiera presenta Humazga y
sentía ansiedad por presentarlo cuanto antes. Llegó
con rapidez al actual río Suarez -afluente del Magdalena,
cuyas aguas van al Caribe- pero no pudo cruzarlo, como era su
deseo, pues venía bastante crecido y algo turbio
-seguramente habría sido alimentado por la lluvia pertinaz
de días anteriores, que él no pudo observar, por
encontrarse dentro de la cueva-; siguió andando por su
margen izquierda hasta llegar a la altura de la aldea de
Chiquinquirá, donde pudo cruzar a la otra margen por un
puente artesanal hecho de bambú -guadua-, cuya base se
cimbreaba no lejos de la corriente.

Al final de la travesía se
encontró con una pareja de aldeanos que cultivaban una
hermosa parcela de terreno y estaban sembrando
patatas.

Los saludó y solicitó su
ayuda, por si podían informarle sobre el camino más
corto para llegar a Guatavitá.

La pareja atendió a su
requerimiento, manifestándole: que debía bordear la
aldea por su parte norte y proseguir el camino, que sin desviarse
a ningún otro sentido le llevaría directamente a la
población de Sesquilé, estando entonces a escasas
leguas de la laguna. Agradeció profusamente a la pareja su
información -obsequiándola con sendas naranjas, que
sacó del zurrón- y, sin más pérdida
de tiempo prosiguió su camino, para aprovechar todo el
tiempo que le quedaba con luz e idear la forma de pasar la noche
por el camino, sin verse a la intemperie y al abrigo de cualquier
peligro; por lo que debería ir ojeando -a medida que
avanzaba- para encontrar el lugar apropiado, donde haría
alto y tendría que proporcionarse de nuevo un alimento
sustancial que reconfortase sus energías. Recordaba en
muchas ocasiones haber pasado -días atrás- por ese
mismo camino y deseaba llegar con tiempo y claridad de luz para
alcanzar las orillas de la laguna de Fúquene en la
desembocadura con el río Susa, donde había pasado
la noche, días atrás. Aligeró el paso y se
animó -así mismo- con la expresión de viva
voz, de muchos de los sentimientos que pululaban por su mente
idealizando a su amada Iruya: la sentía cerca de si,
cuando repasaba las contadas ocasiones en que la había
tenido cerca e imaginaba -colmado de dicha- cómo
serían los momentos futuros cuando se encontrasen ambos en
la intimidad de sus caricias; verdaderamente la deseaba con un
énfasis, jamás sentido en algunas otras ocasiones,
en las que se había sentido atraído por alguna otra
mujer -precisamente de su aldea-: un año atrás, con
motivo de las fiestas de celebración durante los
desposorios de su mejor amigo Edgar con su pareja escogida Tur;
conoció de cerca de la hermana pequeña de
ésta, Susta.

Desde hacía algún tiempo
-siempre que se cruzaban -la chiquilla le mantenía la
mirada y casi siempre insinuante-. Teuso, se había sentido
muy atraído por ella -desde el primer momento-,
especialmente cuando empezó a notar su desarrollo
femenino.

Susta era una jovencita morocha de aspecto
muy agradable, pues sus facciones la hacían parecer
siempre sonriente.

Siempre adornada con alguna flor silvestre
clavada en su gran trenza negra azabache, muy bien
confeccionada.

Su piel era más blanca que la de las
demás quinceañeras de la zona, pues llamaba la
atención de toda la comarca y especialmente destacaba su
belleza juvenil por el contraste que le hacían el verdor
claro de sus grandes ojos rasgados, que parecían almendras
al mes de acabar de cuajar la flor. Se desenvolvía con la
agilidad de un cervatillo y siempre con movimientos
gráciles que desparramaban por doquier las energías
propias de su edad.

En muchas ocasiones Teuso,
intencionadamente había salido de su cabaña al
centro de la plaza de la aldea, tan sólo por verla en sus
múltiples desplazamientos por los alrededores de aquel
entorno: cuando no estaba cerca de la fogata aliñando
algún guiso o asando algún trozo de carne o
pescado, se encontraba transportando alguna vasija de barro o
cántaro lleno de agua, limpiando con una escoba de ramas
los alrededores de su cabaña.

Casi siempre podía verla en la
realización de alguna tarea doméstica, pero nunca
tuvo el valor suficiente de acercarse a ella desde que ambos
entraron en la pubertad y asomaron o empezaron a notar sus
apetencias sexuales.

Aquella chiquilla -Susta- sin lugar a dudas
era la mujer que más le había inquietado en su
vida, hasta que conoció a Iruya y en las circunstancias
que anteriormente he relatado. En algunas otras -pero contadas
ocasiones-, se había sentido atraído
físicamente por alguna otra chiquilla -casi siempre de su
aldea- y en varias de ellas, aunque con menor intensidad, lo
fueron con mayor pasión; llegando a imaginarlas a su
merced en los momentos de profunda intimidad y como consecuencia
de la seducción producida por algún momento
lujurioso: al verla bañarse en la laguna cercana a la
aldea, casi siempre en la penumbra de la tarde o cuando alguna de
ellas, descuidadamente había dejado ver algunos de sus
atributos femeninos. Todos esos sentimientos y estímulos
sensoriales dejaron de existir, tan pronto como entró en
su mente la imagen de su princesa Iruya, quien arrasó con
todas la telarañas emocionales que venía padeciendo
el joven desde su pubertad. Finalmente Teuso llegó a la
orilla más oriental de la laguna y la fue bordeando a lo
largo de la misma hasta allegar a la confluencia con el
río Susa, donde observó el entorno y eligió
rápidamente el lugar donde podría pasar la noche
que se avecinaba a pasos agigantados. Situó su hamaca
-chinchorro-, como lo hiciera la noche que por primera vez
pasó por aquellos lares – amarrando sus extremos a los dos
grandes árboles que ya conocía y en la hondonada
existente entre ambos, reunió una buena cantidad de
leña seca y algunos troncos más grandes, con los
que pensaba alimentar el fuego para que durase hasta bien
avanzada la noche y con ello mantener lejos cualquier animal
salvaje, que pretendiese curiosear por los alrededores mientras
el dormía. Antes de que se hiciese más tarde
armó la trampa con las losas y los mismos palillos que lo
hubiera hecho la vez anterior, con el ánimo de verse
favorecido en poco tiempo con la captura de algún conejo
-pues era la hora propicia en que dichos animalitos salen de su
madriguera a comer alguna yerba fresca-. Al terminar de armarla
se volvió hacia donde había establecido su majada y
procedió con presteza a encender el fuego, que no
tardó en tener bien atizado y al que había rodeado
de un buen anillo de piedras alrededor, para evitar posible
comunicación con los pastos del entorno y, en
evitación de un incendio indeseado. Se desnudó
completamente y se dirigió a darse un chapuzón en
las aguas de la orilla, pues aquella tarde sudó bastante
al aligerar la marcha para llegar al lugar donde ahora se
encontraba. Después de tomar un placentero baño y
antes de volver sobre sus pasos, se dirigió al lugar donde
tenía armada la trampa y fue mayúscula su sorpresa
al comprobar que había atrapado un pájaro perdiz
que aún estaba dando los últimos aletazos y
patadas, tratando de escapar. Lo cogió con todo cuidado
-procurando que no se le escapase en uno de aquellos movimientos
desesperados que el animalito hacía por escapar- y lo
remató estrellándolo contra la losa superior,
quedando la perdiz totalmente inmovilizada.

Volvió a armar la trampa -que
pensaba revisar a la mañana siguiente- y se volvía
nuevamente hacia donde ardía el fuego, lo reavivó y
echó en el centro el pájaro, removiéndolo de
cuando en cuando con la punta de un palo largo, de tal forma que
en poco tiempo la perdiz perdió todo su plumaje y
parecía haberse consumido más allá de la
mitad de su volumen. Sacó la pieza fuera del fuego y con
una pequeña rama -de menor calibre que la anterior-
pinchó la pieza por entre las patas y se dirigió a
la laguna nuevamente, donde destripó y lavó
cuidadosamente al animal, para volverlo al fuego -bien ensartado
por las pechugas, entreabiertas, para que pudiese asarse
adecuadamente toda la parte interna del vicho-; cuando
consideró que estaba bien cocinado poco a poco fue
consumiéndolo -empezando por una pata, después la
otra…,etc.; pero siempre permaneciendo con el resto cerca
de la lumbre, hasta que quedó finalmente satisfecho.
Pareció coincidir su apetito con el asado que le
proporcionó aquel animalito. Nuevamente se encaminó
a la orilla de la laguna y se lavó concienzudamente las
manos y todo el rostro, restregándose con el dedo
índice de la mano derecha toda la fila de dientes de ambas
mandíbulas, que afortunadamente -pensaba él-
estaban perfectos y a los que cuidaba con bastante esmero; ya
había observado a muchos miembros de su aldea, como
adolecían de los dientes y posiblemente por no observar un
buen cuidado de ellos, sobre todo después de haber comido
copiosamente. Finalmente -después de revisar el fuego- se
encaramó al chinchorro -hamaca- desde donde se
quedó contemplando largamente el reflejo que la luna
hacía sobre las aguas quietas de la laguna. Tan
sólo en una ocasión pareciole ver unos borbotones
surgentes del agua, como a unas cien varas de la orilla, pero
rápidamente le invadió el sueño y a la
mañana siguiente -aunque recordaba en incidente-, no
sabía distinguir los hechos: de la realidad o
pertenecientes al sueño que había tenido, en el que
él se situaba pescando en ese lugar.

Al despertar, aún no había
salido el sol y una ligera brisa refrescante cruzaba la laguna de
este a oeste, como empujada por el resplandor del amanecer que ya
estaba preparando el camino al rey sol. Volvió a voltearse
sobre la hamaca -chinchorro- y con ojos entreabiertos se
quedó largamente contemplando la superficie de la laguna
hasta donde alcazaba su vista.

Se sentía retenido por aquel lugar,
pareciera que todo su entorno le invitaba a tener una jornada de
asueto o de relajamiento personal, tratando de conocerse
mutuamente mejor. Como un relámpago volvió a pasar
por su mente la idea de establecerse -algún día
futuro- en los alrededores de la laguna y lo más cerca
posible de la desembocadura del río Susa; pero antes de
que se convirtiera en una ilusión -momentáneamente
irrealizable-, se bajó de la hamaca -chinchorro- y se
dirigió hacia donde había dejado armada la trampa
aquella noche anterior; con sorpresa vio que había
atrapado a un conejo de mediano tamaño y que el animalito
ya estaba hasta frío, por lo que debió caer
después de armarla, cuando atrapó a la perdiz.
Destripó al conejo en la orilla del río y mientras
desmontaba y recogía sus pertenencias, lo dejó
oreándose sobre unas ramas que extendió encima de
los rescoldos del fuego, al que no volvió a reavivar.
Cuando estaba dispuesto para iniciar la marcha roció los
rescoldos que pudieran quedar con abundante agua, recogida del
río con su cuerno y llenándolo de nuevo para el
camino, ató el cabo del cuerno por su parte distal -de
diámetro superior- y al conejo -por sus patas traseras-,
pasándolo a forma de horquilla por la correa del
zurrón, para poder transportarlo sin dificultad y para que
produjesen los mínimos movimientos al andar.

No se cruzó con ningún
caminante hasta llegó a las inmediaciones de la aldea
situada en la actual Cucunubá, cuya sierra -conocida con
el mismo nombre- empezaba a dar sombra en algunos recodos del
camino.

Ya llevaba tiempo el sol radiante en todo
lo alto del firmamento y Teuso había consumido todo el
agua que contenía en reserva el cuerno y había dado
buena cuenta del resto de las naranjas que traía del
día anterior -cuatro de ellas, que se había comido
sin hacer ningún alto en el camino- le habían
servido de refresco ideal para el resto de la calurosa
mañana.

A la altura de una fuente -que tenía
recogida su pequeña corriente en una caña de
bambú -guadua, perfectamente adaptada en altura y
distancia para ofrecer comodidad a cualquier transeúnte y,
situada en el terraplén lateral derecho del camino, que
iniciaba la cuesta de la sierra citada-, como para poder beber de
ella sin dificultad y sin tener que apoyarse en la tierra; hizo
un alto en su marcha y se descargó cuidadosamente de todas
sus pertenencias, tomó directamente una buena cantidad de
agua -que salía limpísima y fresca-, llenó
su cuerno de aquella bendita agua y esperó la llegada de
un caminante que se acercaba lentamente, como a un cuarto de
legua de donde el permanecía sentado. Aprovechó
aquella parada y espera para aderezarse el conejo que llevaba
como equipaje, previamente lo desolló y lavó al
chorro de la propia fuente.

Cuando llegó el caminante, ya
tenía él casi aderezado el conejo en un fuego que
con gran facilidad había hecho y sobre el que daba vueltas
a la pieza que tenía ensartado entre dos horquillas de
adelfas, sobre las que apoyo una más larga y gruesa a la
que había atado patas y manos del conejo. Después
del saludo habitual de dos desconocidos, con un misma lengua para
poder comunicarse y aparentemente de la misma etnia, que en casi
todos los casos se esmeran en mostrarse locuaces y
simpáticos.

El recién llegado se presentó
y mostrando gran interés por Teuso -quizás con algo
de interés vagando en su subconsciente: al ver el
apetitoso festín que nuestro príncipe se estaba
preparando-; pudo informar adecuadamente a todas las preguntas
que le formuló Teuso -mientras se terminaba de asar el
conejo a las vueltas que el otro le daba sobre un fuego ya
menguante- e incluso aceptó una buena tajada del conejo
asado que le ofreció nuestro príncipe,
correspondiendo el hombre -que a la sazón se llamaba
Persua- con unos buenos tragos de chicha que llevaba en una
especie de cantimplora de barro, cuyo tapón lo
constituía un hueso de aguacate, -que traspasado por su
eje central con un cordelillo, terminaba la parte que quedaba en
el tapón anudado y el otro extremo atado al asa de la
vasija. Hablaron largamente de todo el entorno, -especialmente
del camino y del recorrido que Teuso debía llevar para
retornar hasta el poblado de Guatavitá.

También le habló de que en
los alrededores de la laguna Fúquene no existía
aldea alguna, al menos que él conociera.

Persua se sorprendió de la historia
que le contó el príncipe sobre el recorrido que
llevaba y incluso se sorprendió mucho más, cuando
le mostró las tres piedras que llevaba como obsequio a su
futuro suegro Menquetá para que le fuese otorgada su hija
Iruya, de la que estaba perdidamente enamorado. Sin duda, -Persua
no le vio mucha utilidad a aquellas tres piedras verdes- pues
aunque nunca había visto algo similar y, el poco
interés que mostró su interlocutor:
desilusionó totalmente a Teuso, quien mentalmente
ponía en duda la eficacia que pudiera tener su presente
ante los caciques. A partir de ese instante se volvió algo
taciturno y perdió todo interés en la
conversación que le ofrecía Persua, por lo que
rápidamente fue cortando la conversación y
recogiendo sus cosas para proseguir la marcha.

Se despidió amablemente de Persua,
quien se ofreció para cuanto desease en fechas posteriores
-advirtiéndole que a partir de ahora estaría a su
entera disposición y podría buscarle en su aldea
denominada Simijaca o mandarle un recado -en la seguridad de que
él acudiría a servirle en lo que pudiese-, donde
podría preguntar por él y seguro que siempre
sería bien acogido. Nada más salir del entorno de
la fuente aligeró el paso de forma tal que casi llegaba a
iniciar la carrera -quería llegar a toda costa hasta la
aldea de Guatavitá-, donde seguro que le estaban esperando
desde esa mañana.

No podía apartar de su pensamiento
el poco interés mostrado por aquel personaje -que acababa
de dejar atrás- hacia las piedras verdes; se contentaba al
pensar que como nunca había visto otras parecidas:
seguramente su interés menguó de tal forma que las
creyó muy vulgares para un presente. Sin embargo, cuando
se miraban con atención hacia el centro de las mismas: se
podía ver un mundo de ilusiones aleatorias que formaban
las imágenes del entorno, pues adquirían mucho
más brillo, luminosidad y un verde claro de encantamiento.
Tendría que hacer hincapié a los caciques para que
mirasen atentamente a través de las piedras, hasta
conseguir encontrar esa chispa de ilusión que hacía
más bello todo aquello que aparecía plasmado en su
interior.

Pasó a media tarde -casi en el
atardecer de aquél día luminoso- por las tierras de
la aldea de Sesquilé, -donde tenía sus dominios
Soacha, el padre de su contrincante Humazga-; cruzó dicho
territorio con más avidez si cabe de la que traía,
pues no quería tener ningún encuentro con
algún aldeano y, a pesar de su precaución en un par
de ocasiones -con bastante éxito– tubo que soslayar su
presencia: escabullendo el bulto.

Estaba anocheciendo cuando empezó a
divisar la aldea de Iruya casi al mismo tiempo que se acercaba a
la orilla de la laguna de Guatavitá.

Ahora sólo le quedaban unas dos
leguas para llegar a su destino, por lo que fue bordeando la
orilla de la laguna con algo más tranquilidad y
relajamiento físico del que traía. Empezó a
notar en el horizonte las pequeñas hogueras, que siempre
permanecían encendidas en el centro de la plaza y se le
hicieron más patentes al ver las columnas de humo que
ascendían, como consecuencia de que los rescoldos eran
avivados o atizados previamente a la preparación de la
comida para la noche. Apreciaba algunos ladridos de perros en un
eco que se diluía con la leve brisa que desde la laguna
subía hasta la copa de los grandes árboles
adyacentes, mientras el bullicio de todo el entorno se
hacía más patente por momentos.

Cuando llegó a la plaza, los tres
caciques estaban reunidos en torno a una hoguera central donde
también se encontraba la familia al completo de
Menquetá.

La luna brillaba ya en todo lo alto con
todo su esplendor, no dejando rincón ausente, ni camino
intransitable.

La madre e Iruya se disponían a
poner al fuego una bandeja llena de arepas, extendidas sobre su
superficie negra del uso que había llevado anteriormente;
al propio tiempo, otra de las mujeres de la aldea: había
traído una cesta con más de una docena de mazorcas
de maíz -choclo- que venían envueltas en hojas de
plátano y atadas con un junco; de forma que al ponerlas en
el rescoldo del fuego: pudieran asarse, sin quemarse los granos
sabrosos del maíz. Finalmente la cacique colocó
sobre unas horquillas -que firmemente estaban fijadas al suelo-
una vara metálica (similar a manivelas de los autos
actuales), que llevaba ensartados grandes trozos de carne de
cerdo, simultaneándolos con cebollas, pimientos y tomates;
similar a las brochetas actuales, pero de proporciones más
desmesuradas.

Sin sorpresas para los asistentes: por lo
esperado; Teuso llegó hasta donde estaban reunidos los
caciques y la familia del anfitrión.

Todos se alegraron de verle regresar, pero
nadie de los allí presente, como la princesa Iruya; cuyo
rostro se transformaba por momentos al darle el resplandor de la
luna, cuya luz de -cuando en cuando- parecían tajadas del
astro salpicando el lugar, cada vez que movía.
Indudablemente todos estaban deseosos de conocer el presente que
Teuso traía en el zurrón como presente -para
conseguir a Iruya- en la competición con Humazga y
así, conseguir el beneplácito de los caciques a tal
enlace; pero el príncipe no consintió en mostrarlo
a esas horas: argumentándoles a todos que habría de
mostrarse a plena luz del día, ya que sus encantos estaban
a estas alturas de la jornada adormecidos o cansados del largo
viaje.

Todos lo entendieron perfectamente y
consintieron -sin manifestar muchos reproches o contrariedad-,
esperar hasta el día siguiente para verlo; por otra parte
Humazga aún no había regresado y sería
prudente mostrar ambos presentes a un mismo tiempo. La noche
transcurrió sin más contratiempos aunque se notaba
en el ambiente la ansiedad que ambos jóvenes -Iruya y
Teuso- mostraban por encontrar un momento de intimidad, pues no
sabían ocultar el ansiado amor que se profesaban. Cuando
los caciques acordaron retirarse a sus respectivas chozas, Teuso
siguió a su padre Tequendama y colgó su chichorro
-hamaca- en el lateral derecho donde él tenía
colocado el suyo: -Menquetá había previsto chozas
individuales para sus invitados Tequendama y Soacha-.
Después de manifestarse nuevamente la alegría de su
encuentro: padre e hijo, dejaron de dialogar y ante el silencio
del poblado, ambos entraron en los brazos de Morfeo. Al
día siguiente, los gallos despertaban a la mayoría
de la población, pero Teuso, que había caído
exhausto en la maya de su hamaca -chichorro- la noche anterior,
tardó algo más de una hora en salir por la puerta
de la choza y dirigirse a la cercana laguna donde se
acicaló lo mejor que pudo, para estar bien vistoso a los
ojos de su amada Iruya.

De vuelta hacía el centro de la
plaza de la aldea, acudió Iruya con una vasija de barro
mediana llena de café con leche y una bandeja con trozos
de de panela, algunas arepas, mantequilla y queso,
sirviéndoselo de desayuno al príncipe.

Aquella mañana, Lenco se
había despertado muy de madrugada; el fuego aún
calentaba pero se había extinguido y ni tan siguiera
brillaban sus rescoldos.

Los atizó breve mente con la punta
del resto de la antorcha -que estaba apagada- y, le sopló
con fuerzas a las cenizas para que despabilaran las tenues
brasas, hasta que consiguió hacer un tímido fuego,
donde pudo arrimar la antorcha y prenderla consiguiendo hacer la
luz suficiente que le proporcionaba la visión necesaria
para salir de aquél recinto. Le costó algún
esfuerzo y mucha atención poner en funcionamiento de nuevo
la antorcha, pero lo consiguió. Tomó su hatillo y
emprendió con mucho sigilo el retorno hasta la bocana de
la chimenea, dejando atrás todo un cúmulo de
sobresaltos y preocupaciones. Realmente se sintió libre y
seguro al llegar a la superficie y mucho más cuando
consiguió bajar hasta el lecho del arroyo, donde pudo
lavar bien las dos piedras que había sacado de aquella
ciénaga, tan oculta en la penetrante mazmorra.
Consiguió dejarlas libre de todas las impurezas que
traían adheridas; es más: las dejó libres de
obstáculos, como si fuesen otros guijarros del lecho del
riachuelo, dejando que el agua cristalina se remansase sobre
ellas, dándoles un brillo pertinaz e imperecedero, para su
mayor sorpresa.

Se aseó él largamente de pies
a cabeza, pues se sentía sucio y mal oliente, al haber
permanecido tanto tiempo encerrado bajo tierra.

Sintió hambre a medida que se fue
secando tumbado sobre una roca donde le acariciaban los primeros
rayos del sol, que acababa de salir por encima de los cerros
colindantes del este; buscó alguna reserva de comida -que
pudiese quedar dentro del zurrón- pero no encontró
nada que pudiese mitigarla; pudiendo apreciar el mal olor que se
desprendía del interior del mismo, por lo que sin pensarlo
le introdujo un buen peñasco dentro, dejando abierta su
solapada tapa y lo metió dentro del arroyo, de forma
favorable a la corriente del agua, para que por su propio impulso
fuese llevándose toda la inmundicia, que pudiera tener en
su interior, sin que ésta pudiera tener obstáculo,
ni le sirviesen de filtro el material de su confección, al
tiempo que se ablandaban todas las costras y restos de comidas
que pudiera tener adherida en su interior. Posteriormente se
dedicó por los alrededores a buscar algún frutal
que pudiese suministrarle algunas piezas con las que aliviar su
apetito matutino.

No perdió mucho tiempo en ello, ya
que al volver de un recodo -bajando, según iba la
corriente- en un lateral de las eses del camino: se alzaban
varios naranjos que mostraban buenos ramilletes colgando a escasa
distancia del suelo, repletos de fruto amarillo radiante, otros
más verdosos y algunas piezas que ya habían
caído al suelo por su madurez prematura.

Arrancó uno de aquellos ramos,
quizás con el ánimo de que las naranjas que no
fuesen consumidas esa mañana, pudiesen quedar adheridas al
ramo, para seguir chupando la sabia de los tallos y preservarlas
-las más verdes- para una duración mayor, hasta
querer utilizarlas por el camino. Volvió al lugar donde
tenía todos sus útiles; sacó el
zurrón de la corriente y lo estrujó y
enjuagó varias veces en el agua, hasta que creyó
oportuno que le había quitado toda mugre que lo
empañaba y la pestilencia que tanto lo
denotaba.

Lo extendió en la misma piedra donde
él momentos antes había estado tumbado y
secándose -expuesto a la brisa y a los aún leves
rayos del sol-, sacó las dos piedras verdes de la
pequeña oquedad que había formado la corriente a su
alrededor y, también las puso con mucho cuidado junto al
zurrón, para que a un tiempo se fuesen secando y tomo una
naranja del ramillete -la que aparentemente estaba más
madura, llevado por su color más amarillo intenso- y la
fue descascarando: clavándole la uñas de su dedo
diestro -que arrastrándolo hacia su polo distal- sacaba la
cáscara sin gran dificultad y sin estropear los gajos de
su interior.

Tenía buen zumo y estaba muy
apetitosa, por lo que siguió la misma tarea con tres
más de aquellas naranjas.

Cuando se sintió completamente
satisfecho: ordenó todos sus enseres -metió las dos
piedras verdes en el fondo del zurrón- y emprendió
la marcha de regreso a la aldea de Guatavitá, donde
debería llegar dos días después, para
cumplir con la fecha establecida por los tres caciques de: -al
cabo de dos lunas-. Anduvo a buen paso; aquella mañana se
sentía muy ágil y contento, pues consideraba que el
presente que llevaba para conseguir a Iruya, difícilmente
podría ser superado por el que pudiera presenta Humazga y
sentía ansiedad por presentarlos cuanto antes.
Llegó con rapidez al actual río Suarez -afluente
del Magdalena, cuyas aguas van al Caribe- pero no pudo cruzarlo,
como era su deseo, pues venía bastante crecido y algo
turbio -seguramente habría sido alimentado por la lluvia
pertinaz de días anteriores, que él no pudo
observar, por encontrarse dentro de la cueva-; siguió
andando por su margen izquierda hasta llegar a la altura de la
aldea de Chiquinquirá, donde pudo cruzar a la otra margen
por un puente artesanal hecho de bambú -guadua-, cuya base
se cimbreaba no lejos de la corriente. Al final de la
travesía se encontró con una pareja de aldeanos que
cultivaban una hermosa parcela de terreno y estaban sembrando
patatas.

Los saludó y solicitó su
ayuda, por si podían informarle sobre el camino más
corto para llegar a Guatavitá.

La pareja atendió a su
requerimiento, manifestándole: que debía bordear la
aldea por su parte norte y proseguir el camino, que sin desviarse
a ningún otro sentido le llevaría directamente a la
población de Sesquilé, estando entonces a escasas
leguas de la laguna. Agradeció profusamente a la pareja su
información -obsequiándola con sendas naranjas, que
sacó del zurrón- y, sin más pérdida
de tiempo prosiguió su camino, para aprovechar todo el
tiempo que le quedaba con luz e idear la forma de pasar la noche
por el camino, sin verse a la intemperie y al abrigo de cualquier
peligro; por lo que debería ir ojeando -a medida que
avanzaba- para encontrar el lugar apropiado, donde haría
alto y tendría que proporcionarse de nuevo un alimento
sustancial que reconfortase sus energías. Recordaba en
muchas ocasiones haber pasado -días atrás- por ese
mismo camino y deseaba llegar con tiempo y claridad de luz para
alcanzar las orillas de la laguna de Fúquene en la
desembocadura con el río Susa, donde había pasado
la noche, días atrás. Aligeró el paso y se
animó -así mismo- con la expresión de viva
voz, de muchos de los sentimientos que pululaban por su mente
idealizando a su amada Iruya: la sentía cerca de si,
cuando repasaba las contadas ocasiones en que la había
tenido cerca e imaginaba -colmado de dicha- cómo
serían los momentos futuros cuando se encontrasen ambos en
la intimidad de sus caricias; verdaderamente la deseaba con un
énfasis, jamás sentido en algunas otras ocasiones,
en las que se había sentido atraído por alguna otra
mujer -precisamente de su aldea-: un año atrás, con
motivo de las fiestas de celebración durante los
desposorios de su mejor amigo Edgar con su pareja escogida Tur;
conoció de cerca de la hermana pequeña de
ésta, Susta.

Desde hacía algún tiempo
-siempre que se cruzaban -la chiquilla le mantenía la
mirada y casi siempre insinuante-.

Teuso, se había sentido muy
atraído por ella -desde el primer momento-, especialmente
cuando empezó a notar su desarrollo femenino. Susta era
una jovencita morocha de aspecto muy agradable, pues sus
facciones la hacían parecer siempre sonriente. Siempre
adornada con alguna flor silvestre clavada en su gran trenza
negra azabache, muy bien confeccionada.

Su piel era más blanca que la de las
demás quinceañeras de la zona, pues llamaba la
atención de toda la comarca y especialmente destacaba su
belleza juvenil por el contraste que le hacían el verdor
claro de sus grandes ojos rasgados, que parecían almendras
al mes de acabar de cuajar la flor. Se desenvolvía con la
agilidad de un cervatillo y siempre con movimientos
gráciles que desparramaban por doquier las energías
propias de su edad.

En muchas ocasiones Teuso,
intencionadamente había salido de su cabaña al
centro de la plaza de la aldea, tan sólo por verla en sus
múltiples desplazamientos por los alrededores de aquel
entorno: cuando no estaba cerca de la fogata aliñando
algún guiso o asando algún trozo de carne o
pescado, se encontraba transportando alguna vasija de barro o
cántaro lleno de agua, limpiando con una escoba de ramas
los alrededores de su cabaña.

Casi siempre podía verla en la
realización de alguna tarea doméstica, pero nunca
tuvo el valor suficiente de acercarse a ella desde que ambos
entraron en la pubertad y asomaron o empezaron a notar sus
apetencias sexuales.

Aquella chiquilla -Susta- sin lugar a dudas
era la mujer que más le había inquietado en su
vida, hasta que conoció a Iruya y en las circunstancias
que anteriormente he relatado. En algunas otras -pero contadas
ocasiones-, se había sentido atraído
físicamente por alguna otra chiquilla -casi siempre de su
aldea- y en varias de ellas, aunque con menor intensidad, lo
fueron con mayor pasión; llegando a imaginarlas a su
merced en los momentos de profunda intimidad y como consecuencia
de la seducción producida por algún momento
lujurioso: al verla bañarse en la laguna cercana a la
aldea, casi siempre en la penumbra de la tarde o cuando alguna de
ellas, descuidadamente había dejado ver algunos de sus
atributos femeninos. Todos esos sentimientos y estímulos
sensoriales dejaron de existir, tan pronto como entró en
su mente la imagen de su princesa Iruya, quien arrasó con
todas la telarañas emocionales que venía padeciendo
el joven desde su pubertad. Finalmente Teuso llegó a la
orilla más oriental de la laguna y la fue bordeando a lo
largo de la misma hasta allegar a la confluencia con el
río Susa, donde observó el entorno y eligió
rápidamente el lugar donde podría pasar la noche
que se avecinaba a pasos agigantados.

Situó su hamaca -chinchorro-, como
lo hiciera la noche que por primera vez pasó por aquellos
lares – amarrando sus extremos a los dos grandes árboles
que ya conocía y en la hondonada existente entre ambos,
reunió una buena cantidad de leña seca y algunos
troncos más grandes, con los que pensaba alimentar el
fuego para que durase hasta bien avanzada la noche y con ello
mantener lejos cualquier animal salvaje, que pretendiese
curiosear por los alrededores mientras el
dormía.

Antes de que se hiciese más tarde
armó la trampa con las losas y los mismos palillos que lo
hubiera hecho la vez anterior, con el ánimo de verse
favorecido en poco tiempo con la captura de algún conejo
-pues era la hora propicia en que dichos animalitos salen de su
madriguera a comer alguna yerba fresca-. Al terminar de armarla
se volvió hacia donde había establecido su majada y
procedió con presteza a encender el fuego, que no
tardó en tener bien atizado y al que había rodeado
de un buen anillo de piedras alrededor, para evitar posible
comunicación con los pastos del entorno y, en
evitación de un incendio indeseado. Se desnudó
completamente y se dirigió a darse un chapuzón en
las aguas de la orilla, pues aquella tarde sudó bastante
al aligerar la marcha para llegar al lugar donde ahora se
encontraba. Después de tomar un placentero baño y
antes de volver sobre sus pasos, se dirigió al lugar donde
tenía armada la trampa y fue mayúscula su sorpresa
al comprobar que había atrapado un pájaro perdiz
que aún estaba dando los últimos aletazos y
patadas, tratando de escapar. Lo cogió con todo cuidado
-procurando que no se le escapase en uno de aquellos movimientos
desesperados que el animalito hacía por escapar- y lo
remató estrellándolo contra la losa superior,
quedando la perdiz totalmente inmovilizada. Volvió a armar
la trampa -que pensaba revisar a la mañana siguiente- y se
volvía nuevamente hacia donde ardía el fuego, lo
reavivó y echó en el centro el pájaro,
removiéndolo de cuando en cuando con la punta de un palo
largo, de tal forma que en poco tiempo la perdiz perdió
todo su plumaje y parecía haberse consumido más
allá de la mitad de su volumen. Sacó la pieza fuera
del fuego y con una pequeña rama -de menor calibre que la
anterior- pinchó la pieza por entre las patas y se
dirigió a la laguna nuevamente, donde destripó y
lavó cuidadosamente al animal, para volverlo al fuego
-bien ensartado por las pechugas, entreabiertas, para que pudiese
asarse adecuadamente toda la parte interna del vicho-; cuando
consideró que estaba bien cocinado poco a poco fue
consumiéndolo -empezando por una pata, después la
otra…,etc.; pero siempre permaneciendo con el resto cerca
de la lumbre, hasta que quedó finalmente satisfecho.
Pareció coincidir su apetito con el asado que le
proporcionó aquel animalito. Nuevamente se encaminó
a la orilla de la laguna y se lavó concienzudamente las
manos y todo el rostro, restregándose con el dedo
índice de la mano derecha toda la fila de dientes de ambas
mandíbulas, que afortunadamente -pensaba él-
estaban perfectos y a los que cuidaba con bastante esmero; ya
había observado a muchos miembros de su aldea, como
adolecían de los dientes y posiblemente por no observar un
buen cuidado de ellos, sobre todo después de haber comido
copiosamente. Finalmente -después de revisar el fuego- se
encaramó al chinchorro -hamaca- desde donde se
quedó contemplando largamente el reflejo que la luna
hacía sobre las aguas quietas de la laguna. Tan
sólo en una ocasión pareciole ver unos borbotones
surgentes del agua, como a unas cien varas de la orilla, pero
rápidamente le invadió el sueño y a la
mañana siguiente -aunque recordaba en incidente-, no
sabía distinguir los hechos: de la realidad o
pertenecientes al sueño que había tenido, en el que
él se situaba pescando en ese lugar.

Al despertar, aún no había
salido el sol y una ligera brisa refrescante cruzaba la laguna de
este a oeste, como empujada por el resplandor del amanecer que ya
estaba preparando el camino al rey sol. Volvió a voltearse
sobre la hamaca -chinchorro- y con ojos entreabiertos se
quedó largamente contemplando la superficie de la laguna
hasta donde alcazaba su vista. Se sentía retenido por
aquel lugar, pareciera que todo su entorno le invitaba a tener
una jornada de asueto o de relajamiento personal, tratando de
conocerse mutuamente mejor.

Como un relámpago volvió a
pasar por su mente la idea de establecerse -algún
día futuro- en los alrededores de la laguna u lo
más cerca posible de la desembocadura del río Susa;
pero antes de que se convirtiera en una ilusión
-momentáneamente irrealizable-, se bajó de la
hamaca -chinchorro- y se dirigió hacia donde había
dejado armada la trampa aquella noche anterior; con sorpresa vio
que había atrapado a un conejo de mediano tamaño y
que el animalito ya estaba hasta frío, por lo que
debió caer después de armarla, cuando atrapó
a la perdiz.

Destripó al conejo en la orilla del
río y mientras desmontaba y recogía sus
pertenencias, lo dejó oreándose sobre unas ramas
que extendió encima de los rescoldos del fuego, al que no
volvió a reavivar. Cuando estaba dispuesto para iniciar la
marcha roció los rescoldos que pudieran quedar con
abundante agua, recogida del río con su cuerno y
llenándolo de nuevo para el camino, ató el cabo del
cuerno por su parte distal -de diámetro superior- y al
conejo -por sus patas traseras-, pasándolo a forma de
horquilla por la correa del zurrón, para poder
transportarlo sin dificultad y para que produjesen los
mínimos movimientos al andar.

No se cruzó con ningún
caminante hasta llegó a las inmediaciones de la aldea
situada en la actual Cucunubá, cuya sierra -conocida con
el mismo nombre- empezaba a dar sombra en algunos recodos del
camino.

Ya llevaba tiempo el sol radiante en todo
lo alto del firmamento y Teuso había consumido todo el
agua que contenía en reserva el cuerno y había dado
buena cuenta del resto de las naranjas que traía del
día anterior -cuatro de ellas, que se había comido
sin hacer ningún alto en el camino- le habían
servido de refresco ideal para el resto de la calurosa
mañana. A la altura de una fuente -que tenía
recogida su pequeña corriente en una caña de
bambú -guadua, perfectamente adaptada en altura y
distancia para ofrecer comodidad a cualquier transeúnte y,
situada en el terraplén lateral derecho del camino, que
iniciaba la cuesta de la sierra citada-, como para poder beber de
ella sin dificultad y sin tener que apoyarse en la tierra; hizo
un alto en su marcha y se descargó cuidadosamente de todas
sus pertenencias, tomó directamente una buena cantidad de
agua -que salía limpísima y fresca-, llenó
su cuerno de aquella bendita agua y esperó la llegada de
un caminante que se acercaba lentamente, como a un cuarto de
legua de donde el permanecía sentado.

Aprovechó aquella parada y espera
para aderezarse el conejo que llevaba como equipaje, previamente
lo desolló y lavó al chorro de la propia
fuente.

Cuando llegó el caminante, ya
tenía él casi aderezado el conejo en un fuego que
con gran facilidad había hecho y sobre el que daba vueltas
a la pieza que tenía ensartado entre dos horquillas de
adelfas, sobre las que apoyo una más larga y gruesa a la
que había atado patas y manos del conejo. Después
del saludo habitual de dos desconocidos, con un misma lengua para
poder comunicarse y aparentemente de la misma etnia, que en casi
todos los casos se esmeran en mostrarse locuaces y
simpáticos.

El recién llegado se presentó
y mostrando gran interés por Teuso -quizás con algo
de interés vagando en su subconsciente: al ver el
apetitoso festín que nuestro príncipe se estaba
preparando-; pudo informar adecuadamente a todas las preguntas
que le formuló Teuso -mientras se terminaba de asar el
conejo a las vueltas que el otro le daba sobre un fuego ya
menguante- e incluso aceptó una buena tajada del conejo
asado que le ofreció nuestro príncipe,
correspondiendo el hombre -que a la sazón se llamaba
Persua- con unos buenos tragos de chicha que llevaba en una
especie de cantimplora de barro, cuyo tapón lo
constituía un hueso de aguacate, -que traspasado por su
eje central con un cordelillo, terminaba la parte que quedaba en
el tapón anudado y el otro extremo atado al asa de la
vasija. Hablaron largamente de todo el entorno, -especialmente
del camino y del recorrido que Teuso debía llevar para
retornar hasta el poblado de Guatavitá.

También le habló de que en
los alrededores de la laguna Fúquene no existía
aldea alguna, al menos que él conociera. Persua se
sorprendió de la historia que le contó el
príncipe sobre el recorrido que llevaba y incluso se
sorprendió mucho más, cuando le mostró las
dos piedras que llevaba como obsequio a su futuro suegro
Menquetá para que le fuese otorgada su hija Iruya, de la
que estaba perdidamente enamorado. Sin duda, -Persua no le vio
mucha utilidad a aquellas dos piedras verdes- pues aunque nunca
había visto algo similar y, el poco interés que
mostró su interlocutor: desilusionó totalmente a
Teuso, quien mentalmente ponía en duda la eficacia que
pudiera tener su presente ante los caciques.

A partir de ese instante se volvió
algo taciturno y perdió todo interés en la
conversación que le ofrecía Persua, por lo que
rápidamente fue cortando la conversación y
recogiendo sus cosas para proseguir la marcha.

Se despidió amablemente de Persua,
quien se ofreció para cuanto desease en fechas posteriores
-advirtiéndole que a partir de ahora estaría a su
entera disposición y podría buscarle en su aldea
denominada Simijaca o mandarle un recado -en la seguridad de que
él acudiría a servirle en lo que pudiese-, donde
podría preguntar por él y seguro que siempre
sería bien acogido. Nada más salir del entorno de
la fuente aligeró el paso de forma tal que casi llegaba a
iniciar la carrera -quería llegar a toda costa hasta la
aldea de Guatavitá-, donde seguro que le estaban esperando
desde esa mañana.

No podía apartar de su pensamiento
el poco interés mostrado por aquel personaje -que acababa
de dejar atrás- hacia las piedras verdes; se contentaba al
pensar que como nunca había visto otras parecidas:
seguramente su interés menguó de tal forma que las
creyó muy vulgares para un presente. Sin embargo, cuando
se miraban con atención hacia el centro de las mismas: se
podía ver un mundo de ilusiones aleatorias que formaban
las imágenes del entorno, pues adquirían mucho
más brillo, luminosidad y un verde claro de encantamiento.
Tendría que hacer hincapié a los caciques para que
mirasen atentamente a través de las piedras, hasta
conseguir encontrar esa chispa de ilusión que hacía
más bello todo aquello que aparecía plasmado en su
interior.

Pasó a media tarde -casi en el
atardecer de aquél día luminoso- por las tierras de
la aldea de Sesquilé, -donde tenía sus dominios
Soacha, el padre de su contrincante Humazga-; cruzó dicho
territorio con más avidez si cabe de la que traía,
pues no quería tener ningún encuentro con
algún aldeano y, a pesar de su precaución en un par
de ocasiones -con bastante éxito- tubo que soslayar su
presencia: escabullendo el bulto.

Estaba anocheciendo cuando empezó a
divisar la aldea de Iruya casi al mismo tiempo que se acercaba a
la orilla de la laguna de Guatavitá.

Ahora sólo le quedaban unas dos
leguas para llegar a su destino, por lo que fue bordeando la
orilla de la laguna con algo más tranquilidad y
relajamiento físico del que traía. Empezó a
notar en el horizonte las pequeñas hogueras, que siempre
permanecían encendidas en el centro de la plaza y se le
hicieron más patentes al ver las columnas de humo que
ascendían, como consecuencia de que los rescoldos eran
avivados o atizados previamente a la preparación de la
comida para la noche. Apreciaba algunos ladridos de perros en un
eco que se diluía con la leve brisa que desde la laguna
subía hasta la copa de los grandes árboles
adyacentes, mientras el bullicio de todo el entorno se
hacía más patente por momentos.

Cuando llegó a la plaza, los tres
caciques estaban reunidos en torno a una hoguera central donde
también se encontraba la familia al completo de
Menquetá.

La luna brillaba ya en todo lo alto con
todo su esplendor, no dejando rincón ausente, ni camino
intransitable.

Iruya y su madre se disponían a
poner al fuego una bandeja llena de arepas, extendidas sobre su
superficie negra del uso que había llevado anteriormente;
al propio tiempo, otra de las mujeres de la aldea: había
traído una cesta con más de una docena de mazorcas
de maíz -choclo- que venían envueltas en hojas de
plátano y atadas con un junco; de forma que al ponerlas en
el rescoldo del fuego: pudieran asarse, sin quemarse los granos
sabrosos del maíz.

Finalmente la cacique colocó sobre
unas horquillas -que firmemente estaban fijadas al suelo- una
vara metálica (similar a manivelas de los autos actuales),
que llevaba ensartados grandes trozos de carne de cerdo,
simultaneándolos con cebollas, pimientos y tomates;
similar a las brochetas actuales, pero de proporciones más
desmesuradas.

Sin sorpresas para los asistentes: por lo
esperado; Teuso llegó hasta donde estaban reunidos los
caciques y la familia del anfitrión.

Todos se alegraron de verle regresar, pero
nadie de los allí presente, como la princesa Iruya; cuyo
rostro se transformaba por momentos al darle el resplandor de la
luna, cuya luz de -cuando en cuando- parecían tajadas del
astro salpicando el lugar, cada vez que movía.
Indudablemente todos estaban deseosos de conocer el presente que
Teuso traía en el zurrón como presente -para
conseguir a Iruya- en la competición con Humazga y
así, conseguir el beneplácito de los caciques a tal
enlace; pero el príncipe no consintió en mostrarlo
a esas horas: argumentándoles a todos que habría de
mostrarse a plena luz del día, ya que sus encantos estaban
a estas alturas de la jornada adormecidos o cansados del largo
viaje.

Todos lo entendieron perfectamente y
consintieron -sin manifestar muchos reproches o contrariedad-,
esperar hasta el día siguiente para verlo; por otra parte
Humazga aún no había regresado y sería
prudente mostrar ambos presentes a un mismo tiempo. La noche
transcurrió sin más contratiempos aunque se notaba
en el ambiente la ansiedad que ambos jóvenes -Iruya y
Teuso- mostraban por encontrar un momento de intimidad, pues no
sabían ocultar el ansiado amor que se profesaban. Cuando
los caciques acordaron retirarse a sus respectivas chozas, Teuso
siguió a su padre Tequendama y colgó su chichorro
-hamaca- en el lateral derecho donde él tenía
colocado el suyo: -Menquetá había previsto chozas
individuales para sus invitados Tequendama y Soacha-.
Después de manifestarse nuevamente la alegría de su
encuentro: padre e hijo, dejaron de dialogar y ante el silencio
del poblado, ambos entraron en los brazos de Morfeo. Al
día siguiente, los gallos despertaban a la mayoría
de la población, pero Teuso, que había caído
exhausto en la maya de su hamaca -chichorro- la noche anterior,
tardó algo más de una hora en salir por la puerta
de la choza y dirigirse a la cercana laguna donde se
acicaló lo mejor que pudo, para estar bien vistoso a los
ojos de su amada Iruya.

De vuelta hacía el centro de la
plaza de la aldea, acudió Iruya con una vasija de barro
mediana llena de café con leche y una bandeja con trozos
de panela, algunas arepas, mantequilla y queso,
sirviéndole el desayuno a su príncipe.

CAPÍTULO XIV.

Valoración de
los presentes

La llegada de Humazga por más
esperada, no fue muy jovial entre todos los asistentes y su
propio padre Soacha le llamó la atención
severamente -delante de Menquetá y Tequendama- como
consecuencia de su retraso -de casi un día en volver de su
viaje-, como todos habían acordado para el día
anterior. Pronto se encontraron en corrillo comentando las
incidencias de la jornada, celebrando en buena armonía y
apetito: un bien aderezado zancocho de espinazo de cerdo,
guarnicionado de abundantes arepas, queso y zumos de
maracuyá.

Al terminar la comida -como al
unísono- los tres caciques interrogaron a los dos
pretendientes sobre sus respectivos viajes y finalmente sobre las
características de los presentes que había
conseguido para pretender alcanzar el consentimiento de
Menquetá en la concesión de la mano de su hija
Iruya. Ambos príncipes se encaminaron a las respectivas
chozas que habían sido asignadas a sus padres por
Menquetá y trajeron al lugar de la reunión sus
presentes: Humazga algo distraído y temeroso
desenfundó del zurrón el busto de Bachué
esculpido en sal gema y todos los presentes quedaron maravillados
del parecido tan exacto que éste tenía con otras
figuras talladas en madera que se veneraban en algunos templos de
la zona.

Especial parecido tenía con una
figura que había aparecido muchos años atrás
en las orillas de la laguna Fúquene.

Por su parte Teuso había sacado las
tres piedras simétricas que traía ocultas y con
poco orgullo en el fondo de su zurrón -desde que tuvo el
tropiezo con Persua al lado de la fuente, compartiendo el
conejo-; las puso cuidadosamente sobre el suelo y casi
avergonzado miró a Iruya, como solicitando su
perdón; esta se sonrió con gran sinceridad en su
semblante y rápidamente miró a su padre, que
relampagueó su mirada sobre ella: apreciando
inteligentemente su predilección por el presente que
había traído Teuso. Todos los presentes se
sorprendieron de aquellas tres piedras, por su rareza y a las que
no encontraban cualidades o características especiales,
más en esos momentos uno de los aldeanos -que ya era de
edad avanzada, con respecto a la mayoría de los
asistentes-y, observador inteligente del cruce de miradas entre
Menquetá y su hija; exclamó: son unas piedras
preciosas, -esmeraldas-: emanadas de las profundidades de la
laguna, donde nuestra diosa las tiene como picaportes en su
palacio; para que, aquellos que alcancen a hacerlas sonar sobre
su palacio, éste se abrirá como la flor más
preciada de la Cordillera Andina y así, podrían ser
favorecidos con todas las bondades de su corazón. Los tres
caciques -al oír estas palabras provenientes de uno de los
más ancianos de la aldea- pusieron toda su atención
en ellas y las observaron con más detenimiento y con ello,
alcanzaron a vislumbrar las entrañas de las piedras
verdes- y, fue a partir de ese momento: cuando empezaron a
adquirir valor ante los ojos de los hombres.

Todo los objetos que podían ver y
captar a través de las piedras -si las mirabas de cerca y
con intencionalidad en sus entrañas- se convertía,
infinitamente más atractivo, más real y
producía una sensación más profunda de
felicidad en el interior del que las contemplaba, que aquellas
percepciones provenientes de la visión normal -diluida por
todos los objetos del entorno- y que producía la
observación del busto en su conjunto.

De todas formas, no fue suficiente el
primer análisis de los caciques ante las primeras
impresiones de ambos presentes y, decidieron dejar para el
día siguiente el dictamen de sus respectivos criterios
-una vez que hubiesen tenido tiempo suficiente y tranquilidad de
espíritu para sacar unas conclusiones concretas al
respecto-.

Los tres caciques deberían estar de
acuerdo y conceder por parte de Menquetá, la mano de su
hija Iruya al proveedor y ganador del mejor presente.

No sería cosa fácil y aunque
no debían privar intereses particulares al respecto, la
decisión habría de llevarse a cabo por
mayoría absoluta, toda vez que, al no poder existir
empates de determinación, ni abstención posible; de
producirse un solo desacuerdo: inevitablemente llevaría,
la situación, a una enemistad -aún más
profunda- que la actual existente, por lo que los caciques
-inteligentemente habían previsto la posibilidad de esa
situación- y, -para que no se diese-, previamente
acordaron: la citada mayoría absoluta.

Conscientemente los tres caciques
sabían, que de los dos príncipes: era Humazga el
menos interesado en adquirir lazos de obligación
matrimonial, no solamente con la princesa Iruya, sino con
cualquier otra mujer; pues a lo largo de sus últimos
años, había dado muestras de estar bastante feliz
en su mundo de conquistas amorosas superficiales, donde nunca se
comprometía a nada en concreto y, -por demás: todos
sabían; aunque mejor dicho: los tres caciques
sabían los problemas de enredos amorosos que Humazga
arrastraba con otras jovencitas, llegando a tener varios hijos,
no reconocidos, especialmente en su aldea. En esta
situación, el dictamen a favor de Teuso, quizás
sería el más acertado; así pensaban
conscientemente los tres árbitros e incluso Soacha (padre
de Humazga), que ya estaba muy interesado en ser poseedor de una
de aquellas piedras verdes. Él no pondría mucho
descontento para que ganase el reto el príncipe Teuso, que
además de estar -apreciablemente a la vista de cualquiera,
poco entendido en sentimientos- muy enamorado de la princesa
Iruya: había traído el mejor presente de los dos en
cuestión, gozaba de casi todas las simpatías de los
miembros de la tribu y especialmente era a todas luces el elegido
por la más interesada: Iruya.

Al día siguiente, se conoció
el dictamen de los tres caciques, que personalmente fue Soacha el
darlo a conocer a todos los presentes; recayendo la
elección en el príncipe Teuso, para
satisfacción de todos los presentes, incluso del propio
príncipe Humazga, quien también se vio muy
interesado en la contemplación de las piedras verdes y
sonrió de verse libre del compromiso que su padre
-años atrás- había contraído con el
cacique de Guatavitá.

En su fuero interno, desde entonces se
sintió aún más libre para ir dando zarpazos
y liviandades por todos los rincones de la región; incluso
se cruzó por su mente visitar en breves fechas a sus
amigos de Sopó, cosa que haría tan pronto como se
le presentase la primera ocasión para ello.

Todos satisfechos con la
manifestación y acuerdo de los tres caciques. -Bastante
tuvo que ver la opinión de los más viejos y sabios
de la aldea, quienes dieron su parecer a favor de Teuso-. Aquella
misma tarde se acordó celebrar los esponsales de la
princesa Iruya y del príncipe Teuso, que impacientes
estaban por tomarlos.

Algunos de los miembros jóvenes de
la aldea de Menquetá: habían construido una nueva
cabaña y acondicionado su interior, para que pudiese se
habitada de inmediato por ambos enamorados, que al efecto
ocuparon desde aquella misma fecha. Las celebraciones del enlace
duró hasta tres días y vinieron muchos de los
caciques de las aldeas del contorno con sus familia y algunos
miembros importantes de sus clanes y aportaron presentes, como
regalo a los contrayentes y algunos de ellos hasta llegaron a
traer consigo a sus propios hijos para establecer compromisos de
enlaces para un futuro no lejano. A partir del tercer día,
casi todas las visitas se habían retirado a sus
respectivos poblados y retomando sus quehaceres cotidianos, dando
por finalizada la ceremonia de esponsales. Cuando Soacha y
Humazga, llegaron a su aldea: se encontraron la sorpresa, de una
visita inesperada: les visitaban el cacique de Sopó,
acompañado de tres miembros respetables de la aldea vecina
y de la jovencita que había se había encaprichado
de Tursu, amigo del el príncipe Humazga, en su
última noche de estancia, cuando regresaban de las minas
de sal.

La visita inesperada, tenía todos
los aditamentos de comprometer al príncipe Humazga, ya que
la jovencita había equivocado a los visitantes y creyendo
que había yacido con el príncipe de
Sesquilé, realmente lo había hecho con el sirviente
más allegado. Aclarada la situación, se
normalizaron los diálogos ofensivos, algo tensos y
reinó de nuevo cierta jovialidad, porque Soacha al
informarse de todo lo ocurrido y al tratarse de la propia hija
menor del cacique de Sopó; casi obligó a Tursu a
tomarla por compañera allí mismo y seguidamente se
celebraron superficialmente los esponsales de ambos, sin que
hubiese mucha algarabía. Algunos meses después,
Humazga tomó como compañera a Hispe, que
había quedado embarazada anteriormente de sus encuentros
clandestinos y resultó ser bastante prolífica. Con
el paso de los años, las respectivas descendencias de
estas tres parejas de príncipes, llegaron a unirse en por
lo menos ocho ocasiones y nunca volvió ha haber discordia
en la región tan encantadora de Cundinamarca.

 

 

Autor:

Francisco Molina Infante

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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