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La mañosa




Enviado por hilario perez



Partes: 1, 2

    PRIMERA PARTE

    LA
    REVOLUCIÓN

    I

    Esto nos lo contó el viejo Dimas,
    cierta noche agujereada de estrellas:

    —Yo andaba con uno de mis muchachos
    buscando caoba; ya teníamos buen trecho
    caminando cuando topamos la culebra. . .

    Estábamos en la cocina. Las llamas
    del fogón se alzaban y removían incansablemente.
    Pepito y yo atendíamos a Dimas, mientras papá
    hacía chistes sobre la lentitud con que mamá
    preparaba el café.

    El viejo Dimas explicaba:

    — Dende la madrugada habíamos
    cogido el camino, porque yo sabía que la caoba no
    se orillaba mucho.

    Se detuvo, miró la tierra dorada del
    piso y prosiguió:

    —Dicen que si uno ve a un animal de
    ésos y no lo mata, el animal lo maldice.
    Asigún cuentan, son obra del Enemigo
    Malo.

    Mamá, que iba vaciando el
    café en el colador, exclamó, con la mirada clavada
    en Dimas:

    — ¡Jesús! Ave
    María Purísima…

    Allí, sobre el hombro de la madre,
    estaba la cara del papá, y una sonrisilla maliciosa
    rompió a bailar entre sus labios.

    Eran mansas como vacas viejas aquellas
    noches estrelladas del Pino. A veces, iba Simeón;
    tarde, después de ver a la novia, se detenía
    en la puerta Mero; una que otra noche no iban ni el
    uno ni el otro; pero jamás faltaba Dimas. Si
    llovía, entraba el agua en la cocina y se tertuliaba en la
    casa; bebían café, hablaban de la cosecha, de los
    malos tiempos, de la muerte de algún
    compadre. De mes en mes reventaba la luna por encima de la
    Encrucijada. Una luz verde y pálida nadaba
    entonces sobre los potreros, subía las lomas distantes de
    Cortadera y Pedregal, engrasaba las hojas de los árboles
    que orillaban el Yaquecillo y pintaba de azul las tablas de
    la vieja casa.

    Aquella noche estaba dorado el cielo. Unas
    nubes berrendas salían por detrás de las lomas y se
    tragaban las estrellas. Dimas contaba:

    —Asina que vide ese animal tan
    tremendo, tan negro, desenvainé el machete y le
    tiré dos veces; pero la maldita tenía
    el cuero duro y nada más le partí el espinazo sin
    cortarla. Verdá es que el machete no estaba bien afilado,
    por mucho que el muchacho estuvo dándole en una

    piedrecita vieja que hay en casa. Bueno, se
    fue el bicho, yo creía que a morirse lejos, y como
    yo no lo diba a seguir entre tanto matojo, le dije
    al muchacho: "Sigue, hijo, que horitica se mete la noche". "Taita
    —me respondió—, pa mí que esa culebra
    no está bien muerta". "Ni te apures…

    Esa condenada ha dío a morirse por
    ahí…". ¿Morirse? . . . Bueno.

    La cocina estaba llenándose con el
    olor del café que humeaba. Las llamas se ahogaban bajo la
    marmita, se sacudían, se alzaban y caían. En todas
    las paredes bailaban esas llamas diminutas; y
    bailaban también en la frente, en las cejas y en las manos
    del viejo Dimas.

    —Bueno. . . — el viejo
    parecía estar rezando—. Yo apuraba el paso, porque
    estábamos a boquita e noche y no quería que nos
    cogiera en el monte. Asina que, ya cansado, alcanzamos el
    rancho del viejo Matías. "Vamos a dormir en la
    cumbrera, muchacho". "Taita, no tenemos ni una
    yagua, y ahí nada más hay varejones
    podridos.

    El rancho del viejo Matías no era
    rancho ni pertenecía a nadie. Atrás, muy
    atrás, cuando aún estaba joven el
    padre de Dimas, Matías había construido aquella
    vivienda, bien metida en la loma. Vivía cazando,
    persiguiendo reses cimarronas. Pero los animales fueron
    abandonando lentamente el sitio, seguidos por manadas de perros
    jíbaros, y un día el hombre se vio forzado a dejar
    el rancho. Tomó los firmes de la cordillera, siempre tras
    las huellas de las reses, barbudo, silencioso y recio; bajaba de
    año en año, en busca de pólvora o a vender
    pieles. Después descubrió que el Bonao le quedaba
    más cerca, y ya no volvió. Se sabía de
    él en el lugar por las noticias que traían las
    escasas recuas; poco a poco se destiñó su figura y
    con el tiempo desaparecieron cuantos le habían
    conocido.

    Matías se fue; pero su rancho quedó. A la
    cuenta de días, el viento vagabundo le perdió el
    respeto y empezó a arrancarle yaguas, reblandecidas por
    las lluvias; comenzaron después a caérsele tablas;
    al principio en pedazos, más tarde enteras. Iban y
    venían por los espeques los hilos de
    comején; gateaban los bejucos por los palos. Cuando los
    monteros descubrieron que allí se
    podía pernoctar, le limpiaron el frente, trozaron los
    arbustos que se entrometían por las rendijas, le amarraron
    pedazos de yaguas. Sin embargo, se monteaba poco: el mismo
    Matías había empujado las reses hacia
    el sur, hacia el monte tupido, cerrado, bruto.

    "El rancho del viejo Matías", decía la
    gente. Pero ya no era rancho ni tenía dueño. No era
    rancho, por lo menos, la noche que llegaron Dimas y su muchacho.
    Gateando por los espeques ganaron el techo, donde
    las varas desnudas, ennegrecidas por las lluvias, se derrengaban
    bajo el pie cauteloso. Pudieron arreglar algo como
    una cama, casi en la cumbrera. Lo hacían tanteando, porque
    entre ellos y las escasas estrellas estaba la tramazón del
    monte.

    A media noche despertó Dimas.
    Había oído, entre sueños, un golpe seco. A
    poco, otra vez, tac. Alzó la
    cabeza.

    —Despierta, hijo _
    recomendó.

    Aquel golpe sonó de nuevo, y de
    nuevo, y de nuevo. Parecía medido el tiempo entre uno
    y otro.

    —Alguno de esos varejones
    rompiéndose aventuró el muchacho-.

    — ¿
    Rompiéndose?.

    Dimas no era hombre de engañarse.
    Conocía todos los ruidos del bosque. Nunca había
    oído aquél. Era como algo que
    caía. A veces, los árboles rozan entre sí,
    cuando hay viento; pero no sucedía eso, o por lo menos, el
    ruido era distinto.

    La voz de Dimas tenía alzadas y caídas.
    Bajo las cejas tupidas los ojos se le hacían diminutos. No
    nos miraba, sino que parecía estar acechando algo que
    pasaba más allá de alguna
    pequeña rendija.

    — ¡Hola! dijo padre.

    Entonces, Dimas alzó la mirada. En
    la puerta estaba Simeón, alto, simple, rojo.

    *

    * *

    En un banco corto y pulido por el uso, frente al
    fogón, tomó asiento el alcalde. Era hombre bueno,
    manso. Tenía entre los dientes un roñoso cachimbo
    de madera. Cruzó los brazos por encima del vientre y
    saludó echando humo con cada palabra.

    Pepito y yo le veíamos con odio,
    casi: allí estaba meciéndose entre nuestros
    oídos la historia de Dimas. Simeón la
    había roto en lo mejor.

    —Horitica habló el
    recién llegado me dijeron que andan tiznados por
    aquí.

    Impasible, quieto e indiferente como una
    piedra, ni soltaba el cachimbo para hablar ni se
    tragaba el humo. Restregándose ambas manos, lo
    sostuvo un instante entre los dedos para lanzar al rincón
    un escupitajo negro.

    Dimas se acariciaba la blanca barba y
    miraba al alcalde; padre, lleno de recelos, comenzó a
    ojearlo. Suspensa sobre todos, ardía la mirada de mi
    madre.

    Papá rompió el
    silencio:

    —Dudo que sean tiznados.

    Simeón cruzó una pierna sobre
    la otra.

    —En lo mismo estoy yo. Nadie sabe
    atrás de qué andan…

    Elevó el techo su mirada clara. En
    el cobrizo bigote alentaba la llama.

    —De todos modos, Pepe, no conviene
    descuidarse…

    Mamá había hablado. Toda la
    cara de mi madre era filosa. En ese momento se le llenaba
    con el rejuego de la luz.

    —Ni tiznados ni nada.

    Dimas había puesto los codos en las
    rodillas y tenía el cuerpo echado casi sobre las
    piernas.

    Las palabras le hacían temblar la
    barba.

    —Ni tiznados ni nada. Están
    diciendo que de noche tirotean el pueblo.

    Papá empezó a encender un
    cigarro. Disimulaba su impaciencia. El, como todos, sabía
    que de un día a otro estallaba la revuelta.
    Con la cara metida entre las manos, envuelto en el humillo y en
    la lumbre de fósforo, medio dijo:

    —Vagabunderías,
    Dimas.

    Y después, sacudiendo el palillo
    encendido:

    —Mejor siga con su cuento; me estaba
    interesando.

    Simeón pareció apretarse el
    vientre. Tenía los ojos entrecerrados, y sobre la nariz y
    el bigote se alzaba el humo espeso de su
    cachimbo.

    —Me tenían escambroso esos
    golpecitos. "Muchacho, haz candela". Pero el muchacho no
    quería. "Eso es algún palo, taita". Estaba bregando
    con él, cuando. . . itac! Ya yo sentía frío
    en la espalda.
    "¡Hum!_.dije_. Por aquí
    debe estar penando un muerto".

    No era muerto, no. Cuando el hijo rayó el
    fósforo, vieron, casi pegado a los pies de Dimas, un
    brillo como de carne recién cortada. Algo grueso, rojizo,
    pegajoso y pesado se movía entre los varejones. El viejo
    observó detenidamente aquello que parecía estar
    colgando de mitad abajo. Sin duda alguna, lo que fuera
    retrocedía. Después… Dimas sintió que la
    mano de su hijo le apretaba el hombro, le desgarraba la camisa.
    En los dedos de la otra le temblaba la lucecilla, que se
    disolvía en la oscuridad. Ahí mismo, ahí
    enfrente, echándoles encima el calor sofocante de su
    mirada, un par de ojillos crueles relampagueaban llenos de duros
    reflejos. Parecían filos de machetes o de puñal.
    Dimas sintió la sangre subirle a la cabeza y
    hacérsela crecer, como cuando se emborrachaba. De pronto
    volvió la cara: el hijo tenía la boca
    retorcida.

    —Taita, taita, taita
    —resollaba.

    Recuerdo todavía la palabra con que
    esa noche comentó Dimas la actitud de su hijo:

    —Muchacho pendejo… ¡ A
    quién habrá salido! . Prosiguió
    después su historieta:

    —Ese animal caminó
    atrás de nosotros, sabaneándonos como a gallinas.
    Si no hubiera tenido el espinazo roto, nos ahorca.
    Pero como tenía que enderezarse para saltar los varejones,
    al llegar al pedazo roto, se le caía. Esos eran los golpes
    que yo asuntaba.

    De pronto Dimas se agarró la barba
    blanca.

    —Para mí esa culebra no era culebra, porque
    nosotros anduvimos largo y en camino cerrado. Yo creo que era el
    Enemigo Malo. . . ¡Tenía los ojos muy
    encandilados!.

    Yo levanté los desnudos piececitos,
    los puse en la silla y con las manos frías y
    enrojecidas, los sujeté
    fuertemente.

    Trepado en su banco, Simeón
    sonreía con malicia por entre el humo de su
    cachimbo.

    —Vea, compadre -dijo -, con esas
    pájaras se pasan sustos grandes. Dígale a mi
    compadre

    Pepé que le cuente lo que nos
    pasó aquí mismo.

    Su mano zurda indicaba la casa; con la otra
    se echaba sobre las cejas el sudado sombrero de
    fieltro.

    Papá se puso de pie. Su sombra se
    quebró y subió por la pared de tablas de
    palma.

    —No me gusta contar eso, porque me
    pone nervioso recordarlo. Pasé una noche
    endiablada.

    Tomó asiento de nuevo y se
    quedó con la mirada sucia, como quien piensa en cosas
    amargas. Después rompió a
    decir.

    Padre hablaba en voz alta. Simeón,
    oyéndole, cerraba los ojos y parecía dormir.
    Contaba papá su experiencia de la primera noche pasada en
    la casa.

    Viajando con la recua había visto
    repetidas veces el caserón vacío; le gustó
    el tamaño y el sitio le resultaba conveniente. Un
    día salió dispuesto a conocerla mejor. Ya en El
    Pino solicitó informes del alcalde.
    ¡Buen amigo le salió aquel hombre simple, alto y
    rojo! La propiedad era de cierto rico viejo que
    vivía en el pueblo. Padre estuvo recorriendo los potreros,
    viendo las palizadas, las aguadas, los árboles frutales:
    todo lo observó y midió. Atardecido salieron al
    camino real, y con la noche cayéndole encima
    tomó el camino de la vuelta. Durmió en el pueblo.
    Al otro día, recién salido el sol,
    buscó al viejo. Era persona complicada y papá
    explicó que le encontró junto al fogón, en
    pantuflas y tocado con gorra de lana. Le estuvo sacando muchas
    vueltas al negocio; pero de repente se sintió
    cansado y le dijo a papá:

    —Cójasela por lo que le
    dé la gana. Tráigame el dinero cuando le
    parezca.

    —Entonces voy donde el notario
    —argumentó papá.

    —Si usté quiere, vaya; a
    mí no me hace falta. A usté se le ve la honradez
    por encima de la ropa.

    Papá se esponjaba de orgullo cuando
    contaba aquello. Siguió el relato, tras algunas
    consideraciones sobre su seriedad.

    Con una recua que pasaba le envió
    recado a mamá para que fuera preparando los "corotos". El
    tornó al Pino. Su primer cuidado fue buscar al alcalde de
    nuevo. Al abrir el caserón lo encontraron
    lleno de tusas, aparejos viejos, y una gruesa camada de polvo que
    apagaba las pisadas. Simeón buscó a
    unas cuantas mujeres para que lo limpiaran, y en el primer
    día apenas pudieron arreglar la habitación mayor,
    la misma que después serviría de
    almacén.

    Escasa ya la lumbre del sol, listos para
    salir, sintieron ruido en el interior.

    —¿Qué suena ahí?
    -inquirió padre.

    Era como el canto de un gallo; pero un
    canto ronco, extraño, impresionante.

    El alcalde pretendió ver; pero se
    devolvió de la puerta, porque estaba demasiado oscuro.
    El padre le dijo que buscara un trozo de cuaba, y
    Simeón salió. Pero papá, hombre desesperado,
    no quiso aguardar y se metió en la habitación. Lo
    primero que sintió fue que había puesto el pie
    en algo blando y resbaloso. Pensó
    rápidamente que había pisado alguna gallina; pero a
    seguidas sintió que aquello se le
    envolvía en las piernas y le apretaba. Una desagradable
    sensación de frío le mordía el vientre.
    Aquel nudo se hacía estrecho; creía que iba a caer.
    De pronto sintió que otro nudo se le estaba
    formando más arriba de la rodilla. ¡Dios!
    ¿Qué diablo era aquello?

    — ¡Simeón!
    ¡Simeón! —gritó.

    Tuvo que agarrarse a las tablas. Recordó que
    tenía fósforos. Rayó uno, preso de sus
    nervios. Simeón entraba ya. El hacho se revolvía
    como copa de árbol en día de viento. Al reflejo de
    la luz vio padre al animal y le vio los ojillos, fijos y
    criminales. De pronto aquello dejó caer la
    cabeza contra el piso. ¡Concho, concho! ¡Y qué
    culebra! Larga, negra, negra y gruesa como un tronco!

    — ¡Maldita!
    ¡Maldita!

    Simeón lanzaba palabrotas mientras
    sacudía el machete, que al choque de la luz se veía
    también rojo, como otro bicho.

    El animal buscó un rincón y
    ya estaba metiendo la cabeza por allí cuando el alcalde
    la alcanzó con el filo del arma. Al sentirse
    golpeada se volvió a su perseguidor. Allí en el
    suelo estaba el hacho, apagándose casi, mientras
    papá seguía la lucha a ojos, como persona ajena a
    todo. De pronto comprendió, echó a correr y
    sujetó la tea. Sintiéndose acorralada, la culebra
    abrió la boca para repeler de algún modo el ataque.
    Simeón se impresionó.

    —Corra, don Pepe; corra, que me
    bajea!

    Una rabia sorda le encendió la
    sangre y empezó a lanzar machetazos. Parecía loco:
    tirando golpes, los dos brazos abiertos, las piernas
    torcidas, mecido el tronco, ya en sombras, ya en luz, enrojecido
    y oscuro, Simeón daba la impresión de un fantasma
    que hubiera roto en un baile dislocado de
    borracho.

    Al otro día revisaron toda la casa, hasta los
    aleros; limpiaron el Yaquecillo y quemaron los pendones, para
    matarles los nidos a las compañeras.

    Silenciábamos todos. Pepito,
    preocupado, preguntó:

    —¿Estaba en nuestro cuarto esa
    culebra, papá?

    Pero padre apenas le oyó. Estaba tendiendo la
    mano para coger la taza de café que le servía
    madre.

    A través de la ventana se mecía una
    estrella desflecada, medio escondida en el humo que huía
    por encima de Simeón.

    II

    Papá era sujeto de pasiones más que de
    pensamientos. Rojo, de frente alta, nariz gruesa y labios duros,
    hubiera parecido criollo a no ser por los ojos. Menudos y azules,
    de mirada hiriente y honda, los ojos de padre se imponían
    solos. Tenía el bigote y los cabellos rubios. La palabra
    se le enredaba entre los dientes, y a veces necesitaba uno verle,
    además de oírle, para entender lo que
    decía.

    Las ideas se le traducían en tormentos. Todo
    cuanto pensaba lo veía; y nunca buceaba en un hecho, sino
    que se dirigía de éste a las consecuencias. Si le
    decían: "Tal mulo se quebró una pata", veía
    al animal renqueando, dolorido, silencioso y derrengado.
    Sufría enormemente, más, de seguro, que la propia
    bestia. Pensaba: "Se morirá; habrá que matarlo".
    Veía al mulo en el instante de la agonía; y
    sentía la muerte de su carne, ese arrugamiento largo que
    sufre el cuerpo cuando se le pega un tiro. Si era de noche no
    dormía, porque le perseguía la mirada desolada del
    animal.

    Madre no distaba mucho de papá, si bien era
    más fuerte en sus sentimientos: había que odiar
    esto o amar aquello; con eso le bastaba. No podía, como
    padre, ver lo que pensaba. Apegada a lo viejo, la mujer,
    según ella, debía hablar poco, trabajar sin
    descanso y vivir de puertas adentro.

    Mamá era de estatura aventajada. Tenía el
    cabello gris, anudado siempre en pequeño moño sobre
    la nuca. La quijada cuadrada le llenaba la cara de rudeza;
    así como los ojos pardos, casi negros, y la boca ancha, y
    la frente plana. aunque alta. Era escasa de cejas y abundante de
    canas.

    Tenía complexión robusta; pero la color
    desteñida y vacía. Sabíamos que no era
    saludable; pero lo disimulaba a maravilla, porque
    trabajaba de sol a sol.

    A veces mamá se endulzaba y nos entretenía
    contándonos historias o dibujando malos muñecos en
    papel de estraza. Sucedía esto pocas veces: le
    placía más rezar, lo que hacía con
    sincero fervor.

    Padre parecía más cariñoso, sobre
    todo cuando volvía de algún viaje largo.
    Sabía cientos de juegos, miles de cuentos, y cantaba
    motivos de su tierra con una voz bella, gruesa, dulce,
    acariciadora. De mañana nos llamaba a su cama y nos
    hacía relatos maravillosos de los mulos que hablaban, del
    río que se iba volando, de las golondrinas que le contaban
    lo que hacíamos Pepito y yo. Todo esto lo
    sazonaba con cosquillas, con mordiscos y apretujones que nos
    hacían reventar de risa. Nada en casa tan
    alegre, tan jubiloso como los amaneceres. Los
    aprovechábamos bien, porque al romper el día se
    hacía papá serio, y empezaba a pensar en sus
    negocios, a trajinar, a dar voces. ¡Oh! ¡Cómo
    hería la voz de papá cuando no se hacían las
    cosas según ordenaba! Durante todo el día no
    descansaba; correteaba de un sitio a otro, del potrero a la casa,
    de la casa al camino. Y así hasta caer la noche. En la
    mesa hablaba poco y le gustaba que callaran los demás.
    Sólo al anochecer volvía a ser el padre
    cariñoso.

    Recuerdo que gustaba, metida ya la
    oscuridad, de tirarse en el piso y levantar brazos y
    piernas.

    —¡Vengan! —nos
    decía.

    Madre regañaba; hablaba de la ropa
    sucia, de trabajo, de niñadas y tonterías; pero
    nosotros no la oíamos, ni la oía papá, que
    nos tomaba por la cintura y nos sostenía en vilo,
    dándonos empellones hasta que caíamos
    revueltos en el suelo.

    Yo quería entrañablemente a
    mi padre, porque, a ser sincero, tenía por mí
    marcada predilección. Decía que yo haría
    carrera, y sufría lo indecible cuando enfermaba. De los
    dulces, trajes y zapatos, sombreritos o juguetes que
    traía de sus viajes, lo mejor era para mí. Nunca
    hería a Pepito, porque mi hermano
    tenía predilección por cosas distintas: por
    ejemplo, reventaba de gozo si papá le traía
    cornetas, sables o tambores, cosas de que yo detestaba; mis
    grandes placeres me los producían una
    pizarra, un lápiz, un libro con
    láminas…

    ¡Oh, la vida aquella, tranquila,
    fresca y satisfecha como una tinaja! Todo el campo
    haciéndose ondulado, ancho y luminoso frente a nosotros;
    el sustento traído y llevado en aparejos de
    mulos y serones claros; la salud en risas, el día en
    trabajos y la noche en cuentos…!

    Antes habíamos sufrido largo: si no
    era algo más que sufrir aquello de vivir en perenne huida,
    amasando la oscuridad y el lodo de los caminos reales, ya sobre
    la Frontera, ya cruzándola, volviendo y
    saliendo. Dos veces estuvimos refugiados en las lomas, mientras
    la tierra se quemaba al cruce de soldados.
    Extranjero padre y extranjera madre, ignoraban que en estas
    tierras mozas de América hay que vivir cavando un hoyo y
    pregonar a voces que es la propia sepultura. Altivos
    y trabajadores, el éxito les sonreía en toda
    empresa. Llegaba la revolución en triunfos,
    les pedía más de lo que tenían, se negaban a
    dar, y los perseguía; entraba vencedor el gobierno, y
    terminaba en lo mismo.

    Cansados, transidos, caímos en
    Río Verde, donde mi abuelo había echado
    raíces y florecía como árbol de
    tierra criolla. Hombre de pocas palabras y de muchos hechos, de
    trabajo largo, de arrogante figura; alto, oscuro, imponente, mi
    abuelo se hizo en pocos años el alma del lugar. A
    su amparo empezó para nosotros la paz anhelada, o,
    lo que es lo mismo, podía papá echarse por
    esos caminos de Dios en busca del sustento, mientras
    nosotros permanecíamos en casa. Padre levantó recua
    y con ella llegaba a los confines del país. Se iba cargado
    de andullos de tabaco, de cacao, y retornaba con
    lienzos, jabón, azúcar. . . Muy de tarde en tarde
    se hablaba de revueltas; pero en general se
    vivía dulcemente, sin que nos sacudieran malas noticias ni
    persecuciones.

    A Río Verde llegó padre un
    día con una mulita nueva, incapaz todavía para la
    brega de la recua. Era un animalito vivo, inquieto, casi todo
    cabeza, que movía nerviosamente las orejas y el
    rabo cuando le molestaba algún ruido. El vecindario
    entero desfiló por casa para verla.

    —Es de San Juan —explicaba
    padre a las preguntas de los hombres.

    Con esto lo decía todo. Le retozaba
    el orgullo en los ojos y en los labios cuando la
    veía, cuando le acariciaba el anca, mientras
    la mulita temblaba de miedo bajo su mano.

    Era oscura como la hoja seca del cacao;
    pero recién llegada estaba todavía lanuda, y
    aquella lana tenía un color rojizo que la hacía
    feúcha aunque graciosa. Padre decía que
    procedía de un hato de renombre y que
    había dado por ella sesenta pesos "así tan chiquita
    como la veían".

    Como se crió entre nosotros,
    soportó pacientemente el primer contacto con la realidad:
    la aparejaron, la ensillaron luego. Estaba ya grandecita, y a la
    lana había sucedido una piel parda,
    brillante, que reflejaba limpiamente la luz. La silla fue
    para ella como una caricia más;
    pero…¡cómo pateó, se
    resistió, tiró mordiscos y corcoveó cuando
    la quisieron enfrenar! La asustaba el tintineo de los hierros y
    correteaba enloquecida entre las flores, que le desgarraban las
    patas con las espinas, entre las pilas de cacao, cuyos granos
    saltaban como chispas. Se tiraba sobre las mayas que orillaban el
    camino y espumeaba por la boca, mientras los ojos parecían
    salírsele a saltos.

    — ¡Ah mañosa!
    —gritaba padre.— ¡Ah mañosa!

    Abuelo reía estrepitosamente desde
    la galería; madre se sujetaba las sienes, arrimada a la
    ventana; Pepito se asustaba, se recogía entre una enorme
    mecedora donde estaba sentado. Papá
    volvió a medio día, sudado, rojo y
    fatigado.

    No sé cuántos días
    duró la lucha entre el hombre y la bestezuela. Sólo
    que cuando se acostumbró al freno ya tenía nombre:
    la Mañosa.

    Y que fue para nosotros como el de alguien de la
    familia.

    Para el tiempo en que llegamos al Pino la
    Mañosa era ya imprescindible. En ella hacía padre
    los viajes de negocios y los viajes veloces al pueblo, en busca
    de medicinas, de ropas o de cartas. Mero, que
    había dejado Río Verde para seguirnos, la
    quería entrañablemente. Anduvo
    enamorado por el Pino Arriba, lo que lo alejaba de las
    tertulias en la cocina; pero confesaba que entre comprarle
    creolina al animal o esencia a la novia, prefería lo
    primero si el dinero no le alcanzaba para las dos
    cosas.

    El vaso de potrero más cercano a la
    casa era el suyo. Yerba lozana, joven, tierna: era bocado digno
    de bestia consentida.

    *

    * *

    Se derretía la tarde en los caminos
    reales, a los pies de Mero, y él no lo notaba. Reparaba
    los aparejos sentado en el quicio de la puerta, ultimando los
    detalles del viaje.

    En el oscuro almacén estaba el viejo
    Dimas cosiendo los serones, mientras uno de sus hijos
    tejía sogas de majagua. El viejo escupía y se
    limpiaba la barba con el dorso de la mano.

    Mero hablaba, pero seguía con la
    cabeza gacha, mordisqueando la cuerda con que
    reparaba los aparejos:

    —Digo yo que como la Mañosa no
    hay otra, viejo Dimas. El interlocutor decía:

    —Pero de este viaje viene con las
    ancas afuera. ¿Usté no ha visto las señales
    del tiempo? Asunte esto: dende que tuve juicio vengo haciendo las
    cabañuelas, y lo que es este octubre…

    iCristiano! Ni quiera usté saber el
    agua que le espera por esos caminos viejos. Yo como don
    Pepe, hasta dejara el viaje.

    La cara de mi padre asomó por la
    puerta del comedor, mientras su voz alta y tranquila
    respondía:

    —En noviembre tenemos más
    agua, Dimas, y cuando hay que comer no se espera para
    mañana.

    —Asina es, don Pepe; yo no lo
    discuto; pero si hay que dir, yo no llevara la Mañosa.
    Un animalito como ése no es para meterlo en
    caminos tan endiablados.

    Mero regó los ojos al
    decir:

    —Su mejor recomendación es
    ésa, viejo Dimas. Nuevecitica taba ella cuando nos
    tiramos a la Frontera, ¡Y eso sí era sol
    tupío y bravo!.

    Usté no más topaba espina y espina.
    iConcho! Ni an sé yo cómo vive la gente en esa
    Línea mentada.

    Padre aprobaba con la cabeza, los labios
    llenos de sonrisas. Mero se entusiasmaba y
    manoteaba.

    —Solamente pechamos una recua, y eso
    fue ya dentrando a Dajabón. Anduvimos en el
    Guarico, como quien dice. A mí me dolían los
    huesos de la espalda, y la Mañosa fresquecita,
    como si hubiera estado en potrero.

    Papá explicaba:

    —Sí, sí, aquel fue un
    viaje duro y largo.

    —Ello… Dimas detenía la palabrahay
    monturas legítimas, donde Pepe. En Almacén
    compré yo una vez un caballo alazano que con el paso con
    que cogía un camino lo terminaba.

    Ese no conocía sesteo.

    Los hombres de campo se entusiasman
    hablando de cosas queridas. Mero alzó la voz:

    —Asina es esa Mañosa, viejo Dimas. De
    día y de noche, en loma y en tierra llana, no hay apuros
    con ella.

    Padre remachaba:

    —¿Mi mula? Por todos los cuartos del mundo
    no la doy. Y no es sólo porque me desempeñe, sino
    porque le tengo cariño, como si fuera persona.

    —¿Cariño? Asunte: a mi mujer le he
    dicho que no quiero perros en casa, porque a la hora de morirse
    me dan más pena que si fueran cristianos. La gente dice
    que son ángeles.. . Yo estoy en
    creerlo.

    Dimas siguió cosiendo serones. Por la sombra del
    almacén trajinaba su hijo, y en los caminos reales, sobre
    el techo de la casa, entre las hojas de los árboles, el
    sol se iba haciendo espeso con la llegada de la
    noche.

    Pero ni padre, ni Mero, ni Dimas ni su hijo
    lo notaban.

    *

    * *

    Al otro día vino Simeón a recortar la
    mula. Simeón era la autoridad del lugar; sin embargo,
    sentía placer en servir a papá como cualquier
    peón. Quizás se debía ello a que papá
    le regalaba los zapatos que ya él no usaba, uno que otro
    pedazo de andullo y hasta los pardos, viejos y
    estrechos pantalones de paño que el alcalde
    lucía con desmedido orgullo.

    Mero tenía que sujetar por la jáquima la
    mula mientras Simeón le hurgaba entre las orejas con las
    tijeras, cortándole los crecidos pelos,
    emparejándole la escasa crin o embelleciéndole
    el rabo. La Mañosa se mecía
    constantemente de atrás alante, de un lado a otro,
    nerviosa como muchacha. Tenía figura de estampa, limpia,
    brillante, pequeña, rellena. Era oscura como la
    madera a medio quemar; tenía la mirada
    inteligente y cariñosa; las patas finas y seguras; las
    pezuñas menudas, redondas, negras y duras.
    Todo en ella era vistoso y simpático. Simeón se
    esmeraba en hacerla más linda, más digna del amor
    que le profesábamos en casa.

    Mero la acariciaba, le hablaba como a
    persona. La Mañosa acechaba con ojos de susto la
    sombra de una mula que se removía en el camino, bajo
    sus patas.

    *

    * *

    Yo estaba en el comedor, desmenuzando restos del
    desayuno. Un rayo de sol caía sobre el blanco mantel y el
    aire sano parecía mecerlo. Simeón entró en
    silencio. Papá venía del patio cuando vio al
    alcalde.

    —Ya tiene la mula nuevecita -dijo
    él satisfecho.

    Tomó asiento en una silla vieja; sacó el
    roñoso cachimbo de un bolsillo, tabaco del otro y un sucio
    palo de fósforo de entre el sombrero.

    —Quiero recordarle, don Pepe
    decía a la vez que encendía que ande con cuidado en
    este viaje.

    Padre puso la cara gruesa, la mirada
    muerta.

    —¿Cuidado?

    Entonces Simeón se levantó,
    se echó el sombrero sobre la nuca, abrazó a
    papá de lado, estrechamente, y como quien sabe lo que
    habla, susurró:

    —Hay malas noticias.

    Padre preguntó, haciéndose el
    desinteresado:

    —¿Usté cree?

    ¿Que si lo creo? Bueno…

    Simeón se hacía el
    importante. Sobre los bigotes rojos se le desteñían
    los ojos mansos.

    —Don Pepe, póngame caso. Ya se
    está juntando la gente de Monsito Peña.

    Papá tomó una
    silla:

    —Óigame, compadre, no es bueno
    llevarse de las apariencias.

    Ya iba el alcalde a contestar algo
    definitivo cuando Morillo sopló un saludo. Era
    hombre bajetón, anegrado y bruto de cara.
    Estaba henchido de malicia.

    —¿Cuándo es el
    viaje?

    Venía preguntando, tontamente al
    parecer, pero papá era hombre arisco como lagarto:
    Le clavó aquellos ojos azules, tenaces y
    desconfiados:

    —Estamos preparándolo, amigo;
    nadie sabe cuándo saldremos.

    Simeón miraba a papá de
    reojo, bajo el ala del sombrero. El humo de su cachimbo
    cruzaba el rayo de sol que se iba retirando poco a
    poco de la mesa.

    Morillo dijo:

    —Yo tengo necesidá de mandar
    una recuita de tabaco al pueblo, y quisiera hacerlo con
    los muchachos de Dimas; pero asigún entiendo
    los asuntos están al voltiarse.

    ¿Usté cree?

    Simeón había hecho la
    pregunta como si nunca hubiera oído hablar de tal
    cosa.

    —Yo no creo nada, compadre; se
    conversan muchos embustes… Pero por si acaso, pasado
    mañana tengo ese tabaquito andando.

    Bueno… _ Simeón se miraba los pies
    _. Cada cual hace lo que le conviene.

    Papá se incorporó. Afuera
    estaba Mero adulando a la Mañosa.

    De madrugada se llenó la casa con
    los gritos de padre, las voces de Mero y los relinchos de las
    bestias. De los potreros emergía un olor fragante, que se
    confundía en el patio con el que exhalaba el
    estiércol reciente.

    Los mulos se movían sin cesar. Eran
    sólo montones de sombras y luces verdes. Uno
    pretendió morder a otro, y papá corrió dando
    gritos, le sujetó por la jáquima y la
    emprendió a bofetones con el
    agresor.

    Pepito hablaba bajito y reía. Por
    allí andaba Mero, manoteando entre los serones, silbando
    merengues, mientras arriba, hacia el este, la luna atravesaba
    velozmente una inmensa nube morada.

    Papá cruzó en
    dirección a la cocina. Parecía alegre, aunque
    apenas le podíamos distinguir la cara; pero le vimos
    acercarse a la Mañosa y palmotear sus redondas ancas. El
    animal estaba sujeto al portón, cabecigacha,
    reposada, serena. La luna hacía esfuerzos por aclarar su
    calor de hierro mohoso.

    Con una taza de café en la mano
    salió papá al patio, conversó con Mero y se
    acercó a la cocina.

    —Me voy, Ángela
    _dijo.

    Cargó conmigo, entró al viejo
    comedor, me puso de pie sobre la silla y, alumbrándose con
    la lámpara, penetró en su habitación. Cuando
    salió estaba tocado con sombrero de fieltro y
    armado de revólver. La luz rascaba el cobre de las
    cápsulas, arrancándoles brillo. Mi padre se puso en
    cuclillas, nos llamó a Pepito y a mí y nos sostuvo
    largo rato con las caras pegadas a sus mejillas.

    —Pórtense como hombrecitos,
    que les voy a traer muchos regalos _aseguró sonriendo.
    Después se incorporó. Madre miró a
    papá con ojos desolados. Cuando él la besó y
    abrazó, se hicieron un montón confuso,
    que entre los reflejos de la luz parecía surgir de un
    incendio.

    — ¡Adiós!
    _repitió él _, deshaciéndose de
    mamá.

    Nos fuimos a la ventana para verle montar.
    Lo hizo de un salto, con asombrosa agilidad;
    removió una mano, volviéndonos el frente, y
    clavó a la mula. Llevaba la rienda entre los dedos
    diestros.

    Nosotros salimos al patio justamente al
    tiempo que el último mulo atravesaba el portal. Iba sobre
    él Mero. Gritaba con voz honda; y hacía restallar
    el fuete que resonaba en la casa con fragor de
    tiro.

    A la orilla del camino, mientras la luna
    rodaba, llevada por el viento, pegados Pepito y yo a la falda de
    mamá veíamos la recua alejarse al trote. Padre nos
    decía adiós, erguido en la
    Mañosa.

    Pero en la Encrucijada había
    árboles que se agrupaban en sombras. Y la Encrucijada se
    arremolinó sobre el saco negro de papá,
    robándoselo a nuestro cariño.

    III

    Nuestra casa estaba pegada al camino. Era
    grande, de madera, techada de zinc, y el sol le había dado
    ese color de suela tostada que tenía.

    Antes de llegar a ella había que
    cruzar el Yaquecillo y poco más adelante, el Jagüey.
    El

    Jagüey era misterioso, porque cuando
    llovía era río, y cuando no, se lo tragaba la arena
    quemada del cauce, para reaparecer bastante lejos, en la vuelta
    que daba por nuestros potreros. El Yaquecillo es hoy
    una charca, poblada de cañas lozanas, en la que se
    crían mosquitos y sanguijuelas.

    El lado norte de la casa daba al camino.
    Tenía ese frente cuatro puertas anchas y altas; las dos
    que estaban más cerca del Yaquecillo no se abrían.
    En la pared que recibía el primer sol
    había tan sólo una puerta y una ventana; la
    puerta correspondía a la habitación esquinera
    que servía de almacén y
    pulpería en la cual, medio hundidos en la penumbra, se
    amontonaban siempre serones de andullos, cargas de maíz,
    sacos de frijoles; un mostradorcillo mal parado se
    apoyaba en la esquina, pegado a la puerta que daba al este.
    La ventana correspondía al comedor que estaba
    justamente detrás del almacén-pulpería; y el
    sol tibio que se metía por la ventana, antes de la tarde,
    se echaba a dormir sobre la mesa, igual que muchacho mal
    educado.

    En el lado sur, casi pegada a la esquina
    sureste, se vaciaba una puerta, desde la que salía
    la naciente calzada de piedras que conducía a
    la cocina. Esta se alzaba frente a ella, y era un humilde
    ranchito de yaguas con aspecto de cosa provisional. En las noches
    claras era, a pesar de su pobreza, el lugar
    más prestigiado de toda la casa.

    El comedor tenía también una
    ventana abierta a la contemplación perenne del cielo. Le
    seguían dos puertas más, que se enfilaban en el
    mismo lado y que eran salidas al patio de la
    habitación paterna. El cuarto que ocupábamos
    Pepito y yo tenía vistas al sur por una puerta y
    una ventana, y una claraboya alta de persianas que
    daba al oeste. Esa claraboya estaba cubierta con retazos de
    telas, porque miraba al Yaquecillo, que ya en esa época
    empezaba a arrastrarse penosamente por entre lodo y
    yerbajos, y mamá decía que por ella se
    metían los mosquitos.

    El frente norte de la casa parecía
    tostado; el sur era pálido, manchado de verde.
    Sucedía esto porque en él se restregaba la lluvia
    larga de los inviernos.

    Nuestro patio estaba encerrado entre una
    palizada de alambres de púas que empezaba en la
    esquina noroeste y se cortaba a poco para dejar subir el
    cuadro del portón, que consistía en dos
    espeques gruesos y cuadrados de guayacán, puestos a
    cerca de tres varas uno del otro. Encima tenía un techito
    de zinc, gracioso por lo pequeño, que parecía techo
    de casa de muñecas. Después del segundo espeque
    seguía el alambre de púas, para doblar en
    ángulo recto a los veinte pasos y enfilarse hasta tropezar
    con el primer "vaso", la parte de potrero que cercaba el patio
    por el sur y la cual reservaba papá para echar en ella la
    Mañosa, cuando retornaba de viajes largos.

    El patio, en la parte este, como era camino
    obligado del portón al potrero, estaba dorado de menudo y
    seco polvo, huérfano de grama; pero la yerba se amontonaba
    en la caseta de desperdicios, que estaba al borde
    del potrero.

    En el ángulo suroeste había
    un naranjal oscuro, de árboles nervudos y pequeños,
    con las cortezas blanqueadas de hongos. En esas cortezas
    grabábamos Pepito y yo las letras que papá
    nos enseñaba las primas noches.

    Vista de lejos, nuestra casa parecía
    una eminencia mohosa, con corona de plata, porque el
    zinc brillaba a todos los soles. No había caminante
    que no se detuviera un segundo a saludarnos o que, si era
    desconocido, no hiciera más lento el paso de su montura al
    cruzar el trozo de camino que se echaba frente a
    casa como perro sato.

    Desde la puerta veíamos el tupido
    monte que orillaba el Yaquecillo: pomares, palmas
    reales, guayabales, algunos robles florecidos; a la
    izquierda se hacía alta y sólida la tierra en las
    lomas de Cortadera y Pedregal; a la derecha, siempre pegado al
    camino como potranca a yegua, se iba el monte
    haciendo pequeño, pequeño, cada vez más,
    hasta arremolinarse en la fronda que cubría la primera
    curva.

    En esa fronda se ahogaba papá cuando
    se iba; y al lugar, que llamábamos la Encrucijada porque
    allí cruzaba la vereda de Jagüey Adentro,
    íbamos a esperarle cuando pensábamos que ya
    era tiempo de volver. Pero si la lluvia roncaba sobre el
    Pino, teníamos que conformarnos con esperar en la
    puerta.

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