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Resumen – Lazarillo de Tormes




Enviado por Luis López



  1. Introducción
  2. Prólogo

Introducción

Yo por bien tengo que cosas tan
señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas,
vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del
olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo
que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a
este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que
sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no
son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello.
Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros
no lo son. Y esto, para ninguna cosa se debería romper ni
echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se
comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de
la algún fruto; porque si así no fuese, muy pocos
escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y
quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas
con que vean y lean sus obras, y si hay de qué, se las
alaben; y a este propósito dice Tulio: "La honra
cría las artes." ¿Quién piensa que el
soldado que es primero del escala, tiene más aborrecido el
vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse
en peligro; y así, en las artes y letras es lo mismo.
Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el
provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le
pesa cuando le dicen: "¡Oh, qué maravillosamente lo
ha hecho vuestra reverencia!" Justó muy ruinmente el
señor don Fulano, y dio el sallete de armas al
truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas
lanzas. ¿Qué hiciera si fuera verdad?

Y todo va dista manera: que confesando yo
no ser más santo que mis vecinos, dista nonada, que en
este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte
y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto
hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros
y adversidades.

Suplico a vuestra M. reciba el pobre
servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder
y deseo se conformaran. Y pues V.M. escribe se le escriba y
relate el caso por muy extenso, pareció me no tomarle por
el medio, sino por el principio, porque se tenga entera noticia
de mi persona, y también porque consideren los que
heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues
Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más
hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y
maña remando, salieron a buen puerto.

Prólogo

Cuenta Lázaro su vida, y de cuyo
hijo fue.

Pues sepa V.M. ante todas cosas que a
mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé
González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares,
aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río
Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue dista
manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer
una molienda de una aceña, que está ribera de aquel
río, en la cual fue molinero más de quince
años; y estando mi madre una noche en la aceña,
preñada de mí, tómale el parto y parirme
allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en el
río. Pues siendo yo niño de ocho años,
achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los
costales de los que allí a moler venían, por lo que
fue preso, y confesó y no negó y padeció
persecución por justicia. Espero en Dios que está
en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En
este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales
fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el
desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que
allá fue, y con su señor, como leal criado,
feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin
abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser
uno de los, y vinosa a vivir a la ciudad, y alquiló una
casilla, y metiese a guisar de comer a ciertos estudiantes, y
lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la
Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella
y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban, vinieron
en conocimiento. Éste algunas veces se venía a
nuestra casa, y se iba a la mañana; otras veces de
día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y
entrabase en casa. Yo al principio de su entrada,
pesábamos con él y habítale miedo, viendo el
color y mal gesto que tenía; mas de que vi que con su
venida mejoraba el comer, fusile queriendo bien, porque siempre
traía pan, pedazos de carne, y en el invierno
leños, a que nos calentábamos. De manera que,
continuando con la posada y conversación, mi madre vino a
darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a
calentar. Y acuérdame que, estando el negro de mi padre
trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi
madre y a mí blancos, y a él no, huía del
con miedo para mi madre, y señalando con el dedo
decía: "¡Madre, coco!".

Respondió él riendo:
"¡Niño malo!"

Yo, aunque bien muchacho, noté
aquella palabra de mi hermanuco, y dije entre
mí:

"¡Cuántos debe de haber en el
mundo que huyen de otros porque no se ven a sí
mismos!"

Quiso nuestra fortuna que la
conversación del Zaida, que así se llamaba,
llegó a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa,
hallase que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias
le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles,
y las mantas y sábanas de los caballos hacía
perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias
desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a
mi hermanuco. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile,
porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus
devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el
amor le animaba a esto. Y probó sele cuanto digo y aun
más, porque a mí con amenazas me preguntaban, y
como niño respondía, y descubría cuanto
sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que por mandado
de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro
azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia,
sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho
Comendador no entrase, ni a la lastimada Zaida en la suya
acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la
triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por
evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los
que al presente vivían en el mesón de la Solana; y
allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de
criar mi hermanuco hasta que supo andar, y a mí hasta ser
buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas
y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón
un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para
adiestrarle, me pidió a mi madre, y ella me
encomendó a él, diciéndole como era hijo de
un buen hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en
la de los Geles, y que ella confiaba en Dios no saldría
peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y
mirase por mí, pues era huérfano. Él le
respondió que así lo haría, y que me
recibía no por mozo sino por hijo. Y así le
comencé a servir y adiestrar a mi nuevo y viejo
amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos
días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia
a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos
hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me
dieron su bendición y dijo:

"Hijo, ya sé que no te veré
más. Procura ser bueno, y Dios te guíe. Criado te
he y con buen amo te he puesto. Válete por ti."

Y así me fui para mi amo, que
esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y llegando a la
puente, está a la entrada dela un animal de piedra, que
casi tiene forma de toro, y el ciego mándame que llegase
cerca del animal, y allí puesto, me dijo:

"Lázaro, llega el oído a este
toro, y oirás gran ruido dentro del."

Yo simplemente llegué, creyendo ser
así; y como sintió que tenía la cabeza par
de la piedra, afirmó recio la mano y dime una gran
calabazada en el diablo del toro, que más de tres
días me duró el dolor de la cornada, y
dígame:

"Necio, aprende que el mozo del ciego un
punto ha de saber más que el diablo", y rió mucho
la burla.

Pareció me que en aquel instante
desperté de la simpleza en que como niño dormido
estaba. Dije entre mí: "Verdad dice éste, que
me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar
cómo me sepa valer."

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos
días me mostró jerigonza, y como me viese de buen
ingenio, holgabas mucho, y decía: "Yo oro ni plata no
te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te
mostraré."

 Y fue así, que después
de Dios éste me dio la vida, y siendo ciego me
alumbró y adiestró en la carrera de vivir. Huelgo
de contar a V.M. estas niñerías para mostrar
cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y
dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.

Pues tornando al bueno de mi ciego y
contando sus cosas, V.M. sepa que desde que Dios crió el
mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su
oficio era un águila; ciento y tantas oraciones
sabía de coro: un tono bajo, reposado y muy sonable que
hacía resonar la iglesia donde rezaba, un rostro humilde y
devoto que con muy buen continente ponía cuando rezaba,
sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen
hacer. Allende resto, tenía otras mil formas y maneras
para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y
diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que
estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos
las quisiesen bien; echaba pronósticos a las
preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de
medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él
para muela, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le
decía padecer alguna pasión, que luego no le
decía: "Hacer esto, harás estator, cosed tal yerba,
tomad tal raíz." Con esto andabas todo el mundo tras
él, especialmente mujeres, que cuanto les decían
creían. Distas sacaba él grandes provechos con las
artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en
un año.

Mas también quiero que sepa vuestra
merced que, con todo lo que adquiría, jamás tan
avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me mataba a
mí de hambre, y así no me demediaba de lo
necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas
no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con
todo su saber y aviso le contaminaba de tal suerte que siempre, o
las más veces, me cabía lo más y mejor. Para
esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales
contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.

Él traía el pan y todas las
otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con
una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de
todas las cosas y sacarlas, era con tan gran vigilancia y tanto
por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle
menos una migaja; mas yo tomaba aquella laceria que él me
daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.
Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando
que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura,
que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba
a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan,
mas buenos pedazos, torreznos y longaniza; y así buscaba
conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada
falta que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar
y hurtar, traía en medias blancas; y cuando le mandaban
rezar y le daban blancas, como él carecía de vista,
no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la
tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por
presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio
aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el
mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía
que no era blanca entera, y
decía: "¿Qué diablo es esto, que
después que conmigo estás no me dan sino medias
blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces
me pagaban? En ti debe estar esta desdicha." 

También él abreviaba el rezar
y la mitad de la oración no acababa, porque me
tenía mandado que en yéndose el que la mandaba
rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo
hacía. Luego él tornaba a dar voces, diciendo:
"¿Mandan rezar tal y tal oración?", como suelen
decir.

Usaba poner cabe sí un jarrillo de
vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y
daba un par de besos callados y tornéale a su lugar. Mas
dúrame poco, que en los tragos conocía la falta, y
por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el
jarro, antes lo tenía por el asa asido; mas no
había piedra imán que así trajese así
como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester
tenía hecha, la cual metiéndola en la boca del
jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese
el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y donde en
adelante mudó propósito, y asentaba su jarro entre
las piernas, y atapiale con la mano, y así bebía
seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por
él, y viendo que aquel remedio de la paja no me
aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro
hacerle una fuentecilla y agujero sotol, y delicadamente con una
muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer,
fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas
del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que
teníamos, y al calor de la luego derretida la cera, por
ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca,
la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se
perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada:
espantabas, maldecía, daba al diablo el jarro y el vino,
no sabiendo qué podía ser.

"No diréis, tío, que os lo
bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la
mano."

Tantas vueltas y tiento dio al jarro, que
halló la fuente y cayó en la burla; mas así
lo disimuló como si no lo hubiera sentido, y luego otro
día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no
pensando en el daño que me estaba aparejado ni que el mal
ciego me sentía, senté me como solía,
estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia
el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso
licor, sintió el desesperado ciego que ahora tenía
tiempo de tomar de mí venganza y con toda su fuerza,
alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó
caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su
poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada resto se
guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso,
verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en
él hay, me había caído encima. Fue tal el
golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el
jarrazo tan grande, que los pedazos del se me metieron por la
cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró
los dientes, sin los cuales hasta hoy día me
quedé.

Desde aquella hora quise mal al mal ciego,
y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se
había holgado del cruel castigo. Lávame con vino
las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho,
y sonriéndose decía: "¿Qué te parece,
Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud", y
otros donaires que a mi gusto no lo eran.

Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa
y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel
ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar del; mas no
lo hice tan presto por hacerlo más a mi salvo y provecho.
Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonarle el
jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego donde
allí adelante me hacía, que sin causa ni
razón me hería, dándome coscorrones y
repelándome. Y si alguno le decía por qué me
trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro,
diciendo:

"¿Pensaréis que este mi mozo
es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara
otra tal hazaña."

Santiguándose los que lo
oían, decían: "¡Mira, quién pensara de
un muchacho tan pequeño tal ruindad!", y reían
mucho el artificio, y decídanle: "Castigadlo, castigadlo,
que de Dios lo habréis."

Y él con aquello nunca otra cosa
hacía. Y en esto yo siempre le llevaba por los peores
caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si
había piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto;
que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábamos
a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno
tenía. Con esto siempre con el cabo alto del tiento me
atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de
tolondrones y pelado de sus manos; y aunque yo juraba no lo hacer
con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba
ni me creía más: tal era el sentido y el
grandísimo entendimiento del traidor.

Y porque vea V.M. a cuánto se
extendía el ingenio diste astuto ciego, contaré un
caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me
parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de
Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque
decía ser la gente más rica, aunque no muy
limosnera. Arrimabas a este refrán: "Más da el duro
que el desnudo." Y venimos a este camino por los mejores lugares.
Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamos nos;
donde no, a tercero día hacíamos San
Juan.

Acaeció que llegando a un lugar que
llaman Almaros, al tiempo que cogían las uvas, un
vendimiador le dio un racimo de las en limosna, y como suelen ir
los cestos maltratados y también porque la uva en aquel
tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en
la mano; para echarlo en el fardel tornabas mosto, y lo que a
él se llegaba. Acordó de hacer un banquete,
así por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel
día me había dado muchos rodillazos y golpes.
Sentémonos en un valladar y dijo:

"Ágora quiero yo usar contigo de una
liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que
hayas del tanta parte como yo. Partillo hemos dista
manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal
que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo
haré lo mismo hasta que lo acabemos, y dista suerte no
habrá engaño."

Hecho así el concierto, comenzamos;
mas luego al segundo lance; el traidor mudó de
propósito y comenzó a tomar de dos en dos,
considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que
él quebraba la postura, no me contenté ir a la par
con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres,
y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo
un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza
dijo: "Lázaro, engañado me has: juraré
yo a Dios que has tú comido las uvas tres a
tres."

"No comí -dije yo- mas ¿por
qué sospecháis eso?"

Respondió el sagacísimo
ciego: "¿Sabes en qué veo que las comiste tres
a tres? En que comía yo dos a dos y callabas." A lo cual
yo no respondí. Yendo que íbamos así por
debajo de unos soportales en Escalona, adonde a la sazón
estábamos en casa de un zapatero, había muchas
sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte de las
dieron a mi amo en la cabeza; el cual, alzando la mano,
tocó en ellas, y viendo lo que era
dígame: "Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan
mal manjar, que ahoga sin comerlo."

Yo, que bien descuidado iba de aquello,
miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que no
era cosa de comer, déjele: "Tío, ¿por
qué decís eso?" 

Respondió me: "Calla, sobrino;
según las mañas que llevas, lo sabrás y
verás como digo verdad."

Y así pasamos adelante por el mismo
portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual
había muchos cuernos en la pared, donde ataban los
recueros sus bestias. Y como iba tentando si era allí el
mesón, adonde él rezaba cada día por la
mesonera la oración de la emparedada, asió de un
cuerno, y con un gran suspiro dijo: 

"¡O mala cosa, peor que tienes la
hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre
sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun
oír tu nombre, por ninguna vía!"

Como le oí lo que decía,
dije: "Tío, ¿qué es eso que
decís?"

"Calla, sobrino, que algún
día te dará éste, que en la mano tengo,
alguna mala comida y cena."

"No le comeré yo -dije- y no me la
dará."

"Yo te digo verdad; si no, verlo has, si
vives."

Y así pasamos adelante hasta la
puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca
allá llegáramos, según lo que me
sucedía en él.

Era todo lo más que rezaba por
mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y ansí
por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir
oración.

Ríeme entre mí, y aunque
muchacho noté mucho la discreta consideración del
ciego.

Mas por no ser prolijo dejo de contar
muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi
primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con
él acabar.

Estábamos en Escalona, villa del
duque dela, en un mesón, y dime un pedazo de longaniza que
la asase. Ya que la longaniza había pringado y
comídase las pringadas, sacó un maravedí de
la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la
taberna. Pásame el demonio el aparejo delante los ojos, el
cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que
había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y
ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser
echado allí. Y como al presente nadie estuviese sino
él y yo solos, como me vi con apetito goloso,
habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza,
del cual solamente sabía que había de gozar, no
mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el
temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de
la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto
metí el sobredicho nabo en el asador, el cual mi amo,
dándome el dinero para el vino, tomó y
comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de
ser cocido por sus deméritos había
escapado.

Yo fui por el vino, con el cual no
tardé en despachar la longaniza, y cuando vine
hallé al pecador del ciego que tenía entre dos
rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había
conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las
rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar
parte de la longaniza, hallase en frío con el frío
nabo. Alterase y dijo:

"¿Qué es esto,
Lazarillo?"

"¡Lacerado de mí! -dije yo-.
¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no
vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí, y por burlar
haría esto."

"No, no -dijo él-, que yo no he
dejado el asador de la mano; no es posible"

Yo torné a jurar y perjurar que
estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me
aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se
le escondía. Levantase y asidme por la cabeza, y llegase a
olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de buen
podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran
agonía que llevaba, asiéndome con las manos,
abrígame la boca más de su derecho y
desatentadamente metía la nariz, la cual él
tenía aluenga y afilada, y a aquella sazón con el
enojo se habían aumentado un palmo, con el pico de la cual
me llegó a la guilla. Y con esto y con el gran miedo que
tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza
aún no había hecho asiento en el estómago, y
lo más principal, con el destiento de la cumplid sima
nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se
juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y
lo suyo fuese devuelto a su dueño: de manera que antes que
el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración
sintió mi estómago que le dio con el hurto en ella,
de suerte que su nariz y la negra mal mascada longaniza a un
tiempo salieron de mi boca.

¡Oh, gran Dios, quién
estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue
tal el coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran,
pienso no me dejara con la vida. Sacrones de entre sus manos,
dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que
tenía, arañada la cara y rascuñado el
pescuezo y la garganta; y esto bien lo merecía, pues por
su maldad me venían tantas persecuciones.

Contaba el mal ciego a todos cuantos
allí se allegaban mis desastres, y débales cuenta
una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo,
y ágora de lo presente. Era la risa de todos tan grande
que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la
fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis
hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando,
me parecía que hacía sin justicia en no se las
reír.

Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me
vino una cobardía y flojedad que hice, por que me
maldecía, y fue no dejarle sin narices, pues tan buen
tiempo tuve para ello que la mitad del camino estaba andado; que
con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y con
ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi
estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas
pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho,
que eso fuera así que así. Hiciéramos amigos
la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para
beber le había traído, lavándome la cara y
la garganta, sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires,
diciendo:

"Por verdad, más vino me gasta este
mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A
lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a
tu padre, porque él una vez te engendró, mas el
vino mil te ha dado la vida."

Y luego contaba cuántas veces me
había descalabrado y arpado la cara, y con vino luego
sanaba. 

"Yo te digo -dijo- que si un hombre en el
mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás
tú."

Y reían mucho los que me lavaban con
esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no
salió mentiroso, y después acá muchas veces
me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener
espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores
que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que
aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante V.M.
oirá.

Visto esto y las malas burlas que el ciego
burlaba de mí, determiné de todo en todo dejarle, y
como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con
este postrer juego que me hizo afírmelo más. Y fue
así, que luego otro día salimos por la villa a
pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y
porque el día también llovía, y andaba
rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había,
donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el
llover no cesaba, dígame el ciego: "Lázaro,
esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra,
más recia. Acojámonos a la posada con
tiempo."

Para ir allá, habíamos de
pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le
dije: "Tío, el arroyo va muy ancho; mas si
queréis, yo veo por donde travesemos más aina sin
nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando
pasaremos a pie enjuto."

Pareció le buen consejo y
dijo: "Discreto eres; por esto te quiero bien.
Llévame a ese lugar donde el arroyo se enangosta, que
ágora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar
los pies mojados."

 Yo, que vi el aparejo a mi deseo,
saquéele debajo de los portales, y llévelo derecho
de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la
cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y
dígale: "Tío, éste es el paso
más angosto que en el arroyo hay."

Como llovía recio, y el triste se
mojaba, y con la prisa que llevábamos de salir del agua
que encima de nos caía, y lo más principal, porque
Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme
del venganza), creyese de mí y dijo:  "Ponme
bien derecho, y salta tú el arroyo."

Yo le puse bien derecho enfrente del pilar,
y doy un salto y póngame detrás del poste como
quien espera tope de toro, y déjele: "¡Sus!
Salta todo lo que podáis, porque deis diste cabo del
agua."

Aun apenas lo había acabado de decir
cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda
su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida
para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que
sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y
cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la
cabeza.

"¿Cómo, y olistes la
longaniza y no el poste? ¡Olé! ¡Olé!
-le dije yo.

Y déjele en poder de mucha gente que
lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la
villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di
conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios del hizo, ni
curé de lo saber.

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Autor:

Luis López

 

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