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América latina: entre sombras y luces (análisis)



Partes: 1, 2, 3

  1. Acreedores aterrorizados
  2. El
    Club de los acreedores
  3. En la
    resaca
  4. Un
    continente sin brújula
  5. Subdesarrollo de los
    trópicos
  6. El
    libro del desarrollo
  7. En un
    mundo globalizado
  8. Desempleo y crecimiento
  9. Entre
    el Fisco y la moneda
  10. La
    dolarización y el peso latino
  11. Equidad económica y
    desarrollo
  12. Aquí y ahora
  13. Bibliografía

CAPITULO 1:

Acreedores
aterrorizados

El 21 de marzo de 1983 se celebraba en la Ciudad de
Panamá la XXIV Asamblea del Banco Interamericano de
Desarrollo.

Y el orador dijo:

"Debemos sepultar al liberalismo del siglo pasado, a
Liberalismo manchesteriano. Que un nuevo liberalismo nazca, un
liberalismo moderno, un neoliberalismo…"

Con esas palabras culminaba el discurso del banquero que
allí representaba a uno de los 100 bancos que, entre 1974
y 1982, se habían convertido en los principales acreedores
de América Latina. Con el término Neoliberalismo se
pretendía abrir un camino que permitiese seguir cobrando
las deudas de los países de América Latina que ya
habían confesado que no podían seguir
pagando.

El 13 de agosto de 1982, México anuncia
públicamente que ya no tenía recursos para
continuar pagando su deuda externa. A este se une Brasil
seguidamente de Chile, Argentina, Perú, Bolivia, Ecuador,
Uruguay, Venezuela, Costa Rica, la República Dominicana y
casi toda Centroamérica, también confesaban su
insolvencia.

Para México la crisis financiera por la que
atravesaba se había originado una década antes
cuando Israel sale triunfante en la Batalla de Yom Kipur, este
hecho significó una derrota comercial para Estados Unidos
y para los países que habían apoyado militarmente a
Israel, contra los cuales el mundo árabe impuso un embargo
en sus ventas de petróleo. El embargo –que
sería respaldado por la Organización de
Países Exportadores de Petróleo, OPEP-inició
la gran escalada en los precios del petróleo que
perduró hasta el año de 1980.

Un incremento radical en los precios del
petróleo, era un fenómeno desconocido hasta ese
entonces. A lo largo de muchos años y hasta la batalla del
Yom Kipur, el precio internacional del petróleo se
había mantenido en alrededor de dos dólares por
barril. No obstante, a raíz del embargo y en pocos meses,
su precio trepó hasta colocarse en un nivel cuatro veces
superior. Al principio se creía que el incremento solo
sería un fenómeno temporal; creencia que se apoyaba
en la certeza de que ningún embargo en la venta de
productos primarios podía tener éxito.

El embargo del petróleo logró multiplicar
su precio 20 veces, hasta alcanzar una cotización de
cuarenta dólares por barril en los mercados
internacionales. La multiplicación del ingreso de los
países petroleros superó varias veces la poca
capacidad de consumo del mundo árabe. Al principio los
ingresos sobrantes se destinaron casi de manera exclusiva a
incrementar sus reservas monetarias; reservas que como resultado
de una reacción humanamente lógica, pronto
empezaron a generar inmensas cuentas particulares y estatales en
los bancos más grandes de Estados Unidos, Europa y
Japón. Estos hechos dan origen a un nuevo instrumento
financiero: los petrodólares, la acumulación de
estos comenzó a manifestarse de manera discreta en 1974,
pero en 1975 se tornó agresivamente visible. Los saldos
depositados en los bancos transnacionales crecieron desde 82 mil
millones a principios de 1975 hasta 440 mil millones en 1980. Es
decir, los depósitos de petrodólares se
quintuplicaron en apenas cinco años. Pero el captar
depósitos solo constituye la mitad de la actividad
bancaria. La otra mitad que redondea el negocio, consiste en
prestar esos depósitos para poder cobrar intereses. No
obstante el negocio no podía ser ensamblado en sus dos
mitades porque los países del primer mundo ejercían
un férreo control sobre el flujo internacional de
capitales, lo cual impedía que el dinero que con fluidez
entraba a engrosar los depósitos, pudiera salir con la
misma fluidez a engrosar los préstamos. Así, para
lograr consolidar las utilidades bancarias se empezó a
presionar para que los gobiernos no solo incentiven la libre
entrada de los petrodólares, sino que también
legalicen su libre salida en calidad de préstamos. El
pragmatismo se impuso entre 1975 y 1980. A lo largo de ese
quinquenio Alemania suprimió los limites al pago de
intereses sobre depósitos de no residentes y,
además, les otorgó el derecho a invertir en bonos
estatales; Francia eliminó los obstáculos a la
repatriación de capitales y suprimió el 10 por
ciento de impuesto a las transacciones en euro-francos;
Inglaterra extirpó los controles cambiarios sobre el
movimiento de capitales y, además, facultó a varias
empresas extranjeras para que puedan abrir oficinas y realizar
actividades financieras en el mercado de Londres; Estados Unidos
impuso la Ley de Tratamiento Nacional, la misma que faculta que
la banca extranjera pueda invertir en territorio norteamericano.
En la actualidad –principios del Siglo XXI-más de la
tercera parte de los activos bancarios en Norteamérica son
propiedad de extranjeros; y, finalmente, en 1979 el
hermético Japón aprobó el Estatuto Gensaki,
el cual autoriza que los extranjeros puedan poseer activos
financieros dentro del Japón y en Yenes.

Como telón de fondo y en respaldo a esa nueva
libertad para transferir capitales, oficialmente se empezó
a proteger el dinero de todos aquellos que intervenían en
el mercado: compradores, intermediarios y vendedores. Es decir,
el sistema financiero pasaba a garantizar el funcionamiento de
una gran caja fuerte, en la cual se podría custodiar los
petrodólares hasta que sus dueños aprendieran a
gastarlos.

Adicionalmente, el custodiar petrodólares
proporcionaba a los bancos más agresivos la oportunidad de
internacionalizar sus operaciones, lucrando al mismo tiempo de
una atractiva utilidad. En la década de los 70, más
de 400 bancos privados del primer mundo otorgaron
préstamos al tercer mundo. Desde luego algunos bancos
fueron más agresivos que otros y la mitad de la deuda de
América Latina se originó en apenas 10 bancos:
Manufactures Hanover, Chase Manhattan, Continental Illinois,
First Chicago, Bank of America, Citicorp o Citibank, Bankers
Trust, Chemical, Morgan Guaranty y el Lloyds Bank.

Adicionalmente, los gobiernos de América Latina
podían financiar su déficit fiscal y comercial sin
tener que cobrar nuevos impuestos, emitir dinero o crear
aranceles. Es decir; sin generar ningún malestar entre los
votantes. Desde luego, el monto de los préstamos no se
establecía por la necesidad de financiamiento del deudor,
sino por su capacidad de pago. Así, la deuda de los tres
países que tenían una mayor capacidad de pago en
virtud de sus exportaciones de petróleo –Venezuela,
México y Ecuador– se incrementó en alrededor
del 25 por ciento anual, mientras que para el resto de
América Latina esa tasa no superó el 15 por ciento
anual.

Los gobiernos árabes deseosos de adecuar la
infraestructura productiva; y satisfacer las necesidades de
vivienda, salud y educación de su gente; la
aspiración de modernizar los servicios básicos
otorgados por el soberano; y, quizás ocupando el centro de
las prioridades, la febril tendencia por competir en una abierta
carrera armamentista. Lo provocó una estampida en las
necesidades de inversión, consumo y gasto de los
países árabes. Así, para finales de los
años 70, los gobiernos árabes habían
aprendido técnicas muy ágiles para poder gastar
rápidamente su dinero. Tan ágiles que, en 1981,
varios gobiernos de los países petroleros alcanzaron su
primer déficit en más de una
década.

Por otro lado y en dirección contraria, el Primer
Mundo se había educado para consumir menos
petróleo. El caso más patético de esa
educación se reflejó en el sinuoso camino recorrido
por el primer avión supersónico de pasajeros
civiles, el Concorde, que llegó a constituir el
símbolo del poderío tecnológico del primer
mundo. Para su fabricación Francia e Inglaterra crearon
una empresa binacional: la Aerospatiale. La venta de los primeros
pasajes se publicitó él hasta entonces inconcebible
sueño de volar desde Europa a América en apenas
cuatro horas. Sobre la base de tan prometedoras perspectivas, en
una primera etapa la empresa Aerospatiale proyectó
construir 120 aviones Concorde. Pero la demanda cayó
drásticamente y solo pudieron venderse en total 13
aviones: siete a Inglaterra y seis a Francia. A pesar de que la
campaña publicitaria lograba promocionar de manera muy
convincente todas las realidades virtuales que el Concorde
ofrecía en cada viaje, en la práctica tuvo
más peso un pequeño detalle que no había
sido previsto en las etapas del diseño,
construcción y ensamblaje del Concorde: el vertical
incremento en el precio de la gasolina. Cuando el Concorde fue
concebido, el petróleo era un bien abundante y barato. Por
lo tanto, el precio del combustible no mereció ninguna
atención en su diseño y ensamblaje. Como era
previsible, el aumento vertical del precio del petróleo
generó un incremento también vertical en el costo
de operación y en el precio de los pasajes del Concorde.
En consecuencia, los aviones permanecían en tierra por
falta de pasajeros. La permanencia del Concorde en tierra fue
complementada con las otras estrategias creadas por el mundo
industrializado para consumir menos petróleo:
automóviles más livianos y motores más
pequeños; edificios con ventanas herméticamente
cerradas para ahorrar calefacción en invierno y aire
acondicionado en verano; implantación obligatoria de
horarios diferenciados de trabajo para utilizar más luz
solar; y, en general, la adaptación de nuevos insumos para
sustituir petróleo. Esas estrategias dieron muy buen
resultado. La demanda de petróleo disminuyó y, por
lo tanto, su precio y los ingresos de los exportadores.
Así, al empezar los 80, la banca internacional
constató que los petrodólares estaban fluyendo en
dirección inversa: los países petroleros gastaban
más; los países industrializados consumían
menos; los depósitos decrecían; las arcas bancarias
se secaban y el sistema financiero se hundía en una fuerte
depresión. Para salir de esa depresión la
teoría económica recomienda subir las tasas de
interés. Si estas trepan lo suficiente, se asume que la
gente ahorrará más y por tanto depositará
más. En efecto, entre 1981 y principios de 1982, las tasas
de interés lograron superar la hasta entonces
histórica barrera del 20 por ciento.

Pero contra esa política conspiraba el hecho de
que, si bien las altas tasas de interés restringen la
demanda de nueva deuda, también pueden impedir recuperar
la deuda vieja. Esto último debido a que en la
mayoría de contratos el pago de la deuda se pacta con
tasas de interés variable. Es decir, el interés que
se paga no es el que rige a la fecha en que se otorga el
préstamo, sino el que rige el día en que se lo
cancela. En otras palabras, el deudor conoce el monto que recibe
pero desconoce el monto que tendrá que pagar. Así,
si el incremento en los intereses es tan brusco como el ocurrido
en 1981 y 1982, los depósitos bancarios en lugar de
aumentar disminuyen por cuanto los deudores que no pueden cubrir
sus deudas. Es decir, el deseado superávit se convierte en
un indeseable déficit.

La deuda externa de México que alcanzaba los 80
mil millones de dólares, comprometía a más
de la mitad del capital propio de las siguientes instituciones:
Bank of America, Citibank, First Chicago, Manufactures Hanover,
Continental Illinois y Chase Manhattan. Todos son bancos
norteamericanos. Las peligrosas consecuencias que podrían
generarse por el anuncio del gobierno mexicano provocaron una
visible alarma entre los administradores de los mencionados
bancos, quienes de inmediato se lanzaron a la tarea de evitar que
sus accionistas entrasen en pánico y en humana
reacción, todos a una y en tropel, tratasen de vender en
el mercado todas sus acciones, tal y como había sucedido
en la gran crisis de los años 30.

Teniendo como telón de fondo ese temor y
utilizando como plataforma los preparativos de la reunión
anual del FMI y del Banco Mundial –a efectuarse en Toronto
un par de semanas después del anuncio de México-se
designó un pesado equipo de trabajo integrado por los
gerentes y los abogados de los bancos más grandes,
así como por funcionarios del Banco Federal de la Reserva,
del Banco Mundial, del FMI y de la Oficina del Tesoro de los
Estados Unidos, entre otros. La conformación de ese
embrionario cartel de acreedores tenía dos objetivos,
ambos igual de urgentes. El primer objetivo era el de agrupar los
principales bancos y entidades acreedoras bajo un solo paraguas,
comité o club, ante el cual tendrían que comparecer
los deudores mexicanos. El segundo objetivo era el de lograr que
el gobierno mexicano garantice los pagos de la totalidad de la
deuda mexicana, tanto la del sector público como la del
sector privado. El obtener que el gobierno mexicano incluya bajo
la garantía del Estado la deuda del sector privado
tenía una importancia vital para los acreedores. Por un
lado, la deuda privada constituía la tercera parte del
total de la deuda mexicana y, por otro lado, era casi imposible
recuperar los préstamos otorgados a los bancos privados si
estos –como en efecto sucedió-también
decidían declararse insolventes.

Esos problemas, felizmente, podrían ser
fácilmente resueltos si el gobierno se comprometía
a garantizar el pago total de la deuda privada, con lo cual esta
quedaría sólidamente respaldada por los ingresos de
las solventes empresas estatales, por el oportuno incremento de
los impuestos, aranceles y tarifas, así como por la
explotación más acelerada de las enormes reservas
de petróleo del subsuelo mexicano.

Los bancos transnacionales raramente otorgan sus
préstamos directamente a las personas, familias o empresas
que solicitan el dinero, sino que el crédito es concedido
a través de un banco local que en calidad de intermediario
financiero negocia con el potencial cliente, analiza su solicitud
y su capacidad de pago, examina las garantías y, en
definitiva, se responsabiliza de recuperar el préstamo.
Así, jurídicamente, los deudores de la banca
internacional no son los individuos, las familias o las empresas
que solicitan el dinero, sino los bancos locales que tramitan y
aprueban el préstamo. Ese procedimiento ofrece claras
ventajas al prestamista transnacional. Por un lado, permite
obviar su incapacidad para calificar la solvencia de pago del
deudor; capacidad que si tiene el agente o banco local. Por otro
lado, en la eventualidad de que el deudor quiebre o se declare
insolvente, el banco local se encuentra en una posición
mucho más idónea para realizar las acciones legales
pertinentes a la recuperación del dinero. Sin embargo,
cuando sobreviene una declaración nacional de insolvencia,
las posibilidades de que la banca transnacional pueda recuperar
los préstamos otorgados al sector privado son
extremadamente remotas, por una sencilla razón: en la
práctica lo único que posee son los papeles o
promesas de pago suscritas por los bancos locales que pertenecen
a un sistema financiero que ha sido declarado
insolvente.

Adicionalmente, debe recordarse que los bancos son
dueños solamente de una muy pequeña porción
del dinero que prestan. Cuando un grupo de individuos, familias o
empresas, deciden crear un banco, los integrantes de esa nueva
sociedad solo aportan el dinero que se necesita para realizar los
primeros gastos en las edificaciones, muebles, equipos,
adecuaciones y personal que requiere un banco para empezar a
operar.

Ese dinero inicial –que dependiendo del tipo de
contabilidad practicado puede adoptar nombres como „capital
patrimonial., „capital suscrito., „capital neto.,
„capital accionario., „capital bancario.,
„capital semilla. y otros-usualmente está sujeto a
ciertos límites legales mínimos.

En 1981, el promedio de ese límite legal
mínimo en los países de América Latina,
incluyendo México, podía cubrir apenas el 8 por
ciento del total del crédito entregado al sector privado.
El restante 92 por ciento, debía concederse utilizando el
dinero del público depositante o acudiendo a los
créditos otorgados por la banca internacional. Como la
deuda de México totalizaba 80 mil millones, de los cuales
la tercera parte era deuda privada, los accionistas de los bancos
acreedores podían llegar a perder cerca de 24 mil millones
de dólares. Una perdida tan grande justificaba cualquier
maniobra para tratar de evitarla. Con ese temor en mente, los
acreedores contrataron un selecto grupo de funcionarios y
ex-funcionarios públicos y privados, cuya misión
consistía en ensamblar una serie de argumentos destinados
a demostrar la conveniencia y los potenciales beneficios que
todos lograrían obtener si es que el gobierno mexicano
aceptaba garantizar o asumir el pago de la deuda externa privada.
La ocasión más propicia para exponer esos
argumentos debía presentarse en la asamblea anual del
Banco Mundial y el FMI, programada a realizarse a partir del 6 de
septiembre de 1982 en Toronto.

El martes 31 de agosto de 1982 y sin utilizar
innecesarias sutilezas, el Presidente José López
Portillo decretó la nacionalización de los bancos
privados. La mañana siguiente, ante el Congreso, expresaba
lo siguiente:2 "La banca privada mexicana ha pospuesto el
interés nacional y ha fomentado, propiciado y aún
mecanizado la especulación y la fuga de capitales…
Obviamente, la nacionalización irá
acompañada de la justa compensación
económica a los accionistas….. Las decisiones tomadas
son expresión vital de nuestra Revolución y su
voluntad de cambio. Que nadie vea en ellas influencias de
extremismos políticos. Las circunstancias externas e
internas llevan una vez más al Estado, a sacar de la
cantera de la Constitución inspiración y fuerza
para progresar por el camino de la revolución nacional. El
Estado mexicano nunca ha expropiado por expropiar, sino por
utilidad pública". Se dice que en el mundo aún no
se ha logrado inventar una medida de política
económica que pueda satisfacer a todos. No obstante, con
el decreto de nacionalizar los bancos mexicanos todo el mundo
estaba feliz: primero, los dueños de los bancos locales
recibían una justa compensación por entregar bancos
endeudados que habían sido declarados en quiebra, sin que
a nadie importe que esos mismos banqueros hayan mecanizado la
especulación y la fuga de capitales; segundo, el Gobierno
había logrado progresar por el camino de la
revolución nacional estatizando deudas privadas; tercero,
los bancos extranjeros de un solo plumazo habían logrado
que sus pérdidas –originadas en préstamos
libremente concedidos al sector privado-sean asumidas por el
Estado y el petróleo mexicano; y, finalmente, aunque nadie
supiera el motivo, el pueblo mexicano también estaba
feliz.

Entre el jueves 2 y el domingo 5 de septiembre de 1982,
más de 200 mil trabajadores y campesinos mexicanos
arribaron a la Ciudad de México para, en la plaza del
Zócalo y junto a la plana mayor del gobierno, festejar el
patriótico renacimiento de la revolución
nacionalista del PRI. Lamentablemente la fiesta duró poco.
Aplacada la euforia surgía la inocultable realidad de que
las pérdidas de los bancos acreedores no serían
pagadas por el gobierno mexicano, ni por los individuos que
recibieron los préstamos, ni por los técnicos que
los analizaron, ni por los banqueros que los aprobaron, sino por
quienes habían bailado en la Plaza del Zócalo.
Pocos días después del festejo, apareció una
caricatura que representaba al Presidente José
López Portillo ataviado con un sombrero de cocinero,
mientras sonriendo distribuía entre un famélico
grupo de curiosos, los pedazos de la factura de lo que terminaba
de comer el único y obeso cliente que se encontraba
apoltronado en el centro de la cocina. La nota de pie
decía: es tan generoso que regala hasta sus
deudas.

Hasta el día de hoy se desconoce si el
caricaturista quiso simbolizar la generosidad del cocinero o la
del comensal.

A México se agregaban Brasil, Argentina y Chile,
los nueve bancos más grandes de Norteamérica
tendrían que ser legalmente declarados en quiebra. Por lo
tanto, había llegado la hora de solicitar y, de ser
necesario, exigir la ayuda soberana de los gobiernos y de los
pueblos de América Latina.

El Presidente Reagan viaja a Brasil y es recibido por su
homologo el General Figueiredo en el Palacio de Itamaraty la
misma noche del primero de diciembre, aclaró el objetivo
que tenía su visita utilizando las siguientes
palabras:

"Los problemas que la deuda ocasiona a muchos
países nos obliga a actuar juntos y así asegurar
que tenemos las herramientas necesarias. Los recursos del Fondo
Monetario Internacional constituyen una de las más
importantes de esas herramientas. Estados Unidos ha propuesto
incrementar las cuotas del FMI, para asegurar que esos recursos
sean los adecuados a la demanda de los países…
"

Nuestras economías están entrelazadas y
podemos crecer actuando concertadamente y no aisladamente. Nada
es más destructivo que la decisión unilateral que
pueda tomar un país para individualmente cortar el
comercio y los flujos financieros… Felicitamos a usted,
Presidente Figueiredo, y a su fuerte liderazgo… Del estilo
transparente y directo del discurso emergían tres
sencillos consejos: el primero sugería al gobierno del
Brasil –y a los otros gobiernos de América
Latina-que acudan al FMI, cuyos funcionarios ya habían
recibido las debidas ordenes de otorgar a los países
deudores, en calidad de nuevos préstamos, los recursos
necesarios para que puedan continuar pagando su deuda
externa.

En el segundo consejo se exhortaba a reconocer la mutua
dependencia entre las economías del norte y las del sur.
Una década después, esa interdependencia
sería más conocida con el nombre de
globalización. Con el tercer consejo se prohibía de
manera firme y directa, aunque usando un léxico
diplomático, la posibilidad de que los países
deudores manejen unilateralmente las políticas para el
pago de la deuda, sino que tendrían que hacerlo de acuerdo
a un plan previamente concertado por los propios
acreedores.

Desde luego ningún presidente norteamericano se
tomaría la molestia de visitar un país sudamericano
con el único fin de enumerar tres consejos, pero
calificarlos de otra manera sería machacar en el poder de
quien los emitía. Por otro lado, aún en el caso de
que en efecto hubieran sido meros consejos, ninguno de los
gobernantes de los tres grandes deudores de Sudamérica
–Brasil, Argentina y Chile-hubiera encontrado en sus
propios países el apoyo suficiente como para atreverse a
expresar una opinión contraría. En Chile,
después de casi una década del férreo
gobierno del General Pinochet, la mayoría de la gente le
exigía un plebiscito. En Brasil, de entre todos los
generales de esa época, al General Figueiredo el destino
le tenía deparado el final más triste. En
Argentina, el fracaso de los gobiernos de los generales Videla,
Viola, Galtiere y Bignone, los conduciría a declarar la
Guerra de las Malvinas y a su humillante derrota.

El FMI hasta fines de la década de los 70
había permanecido limitado a la discreta y apacible tarea
de examinar datos estadísticos y elaborar índices
económicos, en el Palacio de Itamaraty se lo
ascendió a la categoría de juez supremo en el
proceso de renegociación de los pagos de las deudas que
debería comenzar a efectuarse entre los bancos acreedores
y los países deudores. El FMI parecía cumplir con
todas las condiciones de ecuanimidad e imparcialidad que debe
tener cualquier juez: la diversidad de sus 182 países
miembros parecía garantizar una perspectiva imparcial y
universal; la ubicación de sus funcionarios guardaba
ecuanimidad con el tamaño y número de sus
países miembros; en sus 38 años de existencia, en
el FMI no se había producido ninguna acción
discriminatoria contra alguno de sus miembros; y, en general, sus
recursos habían sido equitativamente
distribuidos.

Mientras que en la Plaza del Zócalo la
nacionalización de los bancos se festejó como un
acto exclusivo del revolucionario gobierno mexicano, en un par de
meses se hizo evidente que en Brasil, Argentina, Chile y
quizá en otros países, se necesitaría
aplicar la misma receta. Y fue esa evidencia la que
transformó a los propios banqueros en revolucionarios
defensores de la tesis de nacionalizar los bancos locales. El FMI
se enfrentó a la decisión de autorizar o no que
Brasil, Argentina y Chile, repitan el experimento de
México y nacionalicen la banca.

En un primer bando se alinearon las fuerzas opuestas a
nacionalizar la banca. Ocupando el liderazgo se encontraban los
organismos financieros que tienen su sede en Washington. Junto a
ellos, aunque no en un sitio demasiado llamativo, se ubicaron los
gobiernos de Brasil, Argentina y Chile, probablemente tratando de
justificar el hecho de que las tres dictaduras habían
tomado el poder y permanecido en él, blandiendo una
bandera de lucha contra los grupos de tendencia socialista, que
pugnaban por nacionalizar la economía de América
Latina.

En el segundo bando se congregaban los grupos
económicos cuyas ganancias podían desaparecer si no
se nacionalizaban los bancos. Por último, aunque parezca
insólito, en este bando también se ubicaban los
propios accionistas de los bancos amenazados con la
nacionalización. Debido a la influencia económica y
política que ejercían cada uno de los dos bandos,
la disyuntiva de nacionalizar o no los bancos locales
había dejado de ser un problema doméstico para
transformarse en un problema continental.

Además, cuando se celebró el baile del
Zócalo en septiembre de 1982, México era el
único país oficialmente declarado en moratoria. No
obstante, antes de que finalice ese año también
suspendieron sus pagos Brasil, Argentina y Chile y, poco
después, seis países más. Para el mes de
marzo de 1983, cuando se efectuó la reunión del BID
en Panamá, 12 países de América Latina ya
habían suspendido los pagos de su deuda
externa.

El primer aspecto –ya lo vimos-fue solucionado por
el Presidente Reagan durante su visita a Itamaraty cuando, el 1
de diciembre de 1982, reveló que el FMI ya había
sido nombrado juez supremo de la deuda. Con relación al
segundo aspecto, lo procedente hubiera sido que también se
utilice al FMI como el paraguas bajo el cual puedan dialogar los
dos litigantes. Pero existía un obstáculo de
logística: la próxima Asamblea del FMI debía
efectuarse recién en el mes de septiembre de 1983, fecha
demasiado distante.

Esa distancia y la urgencia de resolver el problema,
sugería que la ocasión más propicia para que
los bandos se reúnan, se presentaría en la Asamblea
Anual del BID, que ya había sido convocada para el 21 de
marzo de 1983 en Panamá.

Utilizar como paraguas la asamblea del BID,
además, ofrecía la ventaja diplomática de
que -a diferencia del FMI-el Banco Interamericano de Desarrollo
tiene un perfil continental que es más adecuado para
tratar un problema latinoamericano. Así y debido a la
especial importancia que tendría esa reunión, a la
lista inicial de asistentes integrada por los Gobernadores del
BID y sus principales funcionarios, se agregaron los demás
miembros del bando oficial., así como un sinnúmero
de voceros de la banca, de los gremios y los organismos
regionales y, desde luego, de los bancos acreedores. En base a
esos antecedentes, desde principios de 1983 los acreedores
–inspirados en el mecanismo ya utilizado por el gobierno
mexicano-comenzaron a manejar sus contactos de „lobby. o
„de pasillo., para lograr que en la agenda de Panamá
se incluya el análisis de la conveniencia de nacionalizar
los bancos domésticos que no podían pagar su deuda
externa. La propuesta, obviamente, solo era formulada de manera
verbal y con el carácter de informal. Sin embargo, desde
un inicio fue rechazada por la mayoría de los principales
directivos del FMI, del Banco Mundial y del propio
BID.

El rechazo a nacionalizar la banca, se fundamentaba en
el argumento de que ninguna forma de estatización era
compatible con la filosofía del mercado liberal que
supuestamente se estaba intentando implantar en las
economías de Latinoamérica.

CAPITULO 2

El Club de los
acreedores

La unión de los acreedores alrededor de un
objetivo común se facilitaba por el hecho de que, desde
hace varios años, entre ellos ya habían logrado
organizar algunos gremios, incluyendo los siguientes: el "Club de
París", que representa a los 17 países acreedores
que tienen el mayor grado de bienestar y riqueza a nivel mundial;
el "Club de Londres?, que protege los intereses de los
principales bancos transnacionales y que actualmente ya no se
reúne en Londres sino en Nueva York; y, el "Grupo
Multilateral?, que aglutina al FMI, al Banco Mundial y a los
principales bancos regionales, incluyendo al BID. Para mirar en
perspectiva el sendero que tuvieron que transitar esos tres
grupos hasta lograr una estrategia común, debemos recordar
brevemente las circunstancias de su nacimiento y
evolución.

El Club de París.

Este club se funda en 1956 cuyo objetivo era gestionar
el cobro de la deuda de 700 millones de dólares que
Argentina había contraído con varios países
europeos. El origen de esa deuda se remonta a 1946, año en
el que Juan Domingo Perón gana las elecciones
presidenciales. Una vez que asume el poder, Perón
encuentra que Inglaterra adeudaba a la Argentina 500 millones de
libras esterlinas por concepto de las toneladas de carne y de
granos que habían sido entregadas a Inglaterra por
Argentina durante la Segunda Guerra Mundial.

Por otro lado, en esos mismos años de guerra y
ante la imposibilidad de importar maquinaria de Europa, Argentina
se había endeudado en una cantidad similar pero en
dólares por maquinarias y equipos comprados a
Norteamérica. En vista de que Argentina tenía que
pagar intereses por el monto adeudado a los Estados Unidos,
mientras que no recibía ningún interés por
su préstamo a Inglaterra, Perón solicitó
consolidar los créditos entre los tres países con
el objeto de que Inglaterra pague directamente a los Estados
Unidos el correspondiente valor de la deuda que debía a la
Argentina. A pesar de que la triangulación financiera es
un mecanismo de negociación internacionalmente aceptado,
el mecanismo se trabó en virtud de que Inglaterra
dictaminó que pagaría su deuda únicamente
con bonos denominados en libras esterlinas y, por otro lado,
Estados Unidos dictaminó que solo aceptaría los
pagos que sus deudores realicen en dólares. Ante la
imposibilidad de pagar sus deudas con el mecanismo de
triangulación, Perón decidió nacionalizar el
servicio telefónico, los ferrocarriles, la
producción y distribución de gas, así como
otras industrias menores que jurídicamente
pertenecían a varias empresas de capital inglés.
Para indemnizar a los dueños de las firmas nacionalizadas,
Perón decidió utilizar los bonos en libras
esterlinas que habían sido entregados por Inglaterra en
pago de la deuda. Además, con los ingresos generados por
las tarifas de los servicios nacionalizados, empieza a cancelar
su deuda a los Estados Unidos. Pero el proceso se detuvo en 1955,
cuando Domingo Perón es derrocado por el General Pedro
Eugenio Aramburu. El nuevo gobierno intenta reactivar el
deteriorado comercio, para lo cual adquiere un nuevo
préstamo externo para financiar sus importaciones de
Europa. Así, contrata con varios bancos europeos un
crédito de 700 millones de dólares, que se
suponía podría ser amortizado en el transcurso de
un año.

Pero como es obvio suponer, el presupuesto argentino
–que por casi una década había logrado
funcionar sin incrementar su deuda externa- encuentra insalvables
dificultades para cancelar en el corto plazo de un año esa
abultada nueva deuda de 700 millones de dólares. Ante esa
imposibilidad, los países de la Comunidad Económica
Europea deciden refinanciar la deuda de Argentina. Así, el
Ministerio del Tesoro Francés organiza con varios de sus
funcionarios radicados en París, una oficina para que
efectúe las futuras gestiones de cobro a nombre de los
países acreedores: es esta oficina la que eventualmente
llega a ser conocida bajo el nombre de Club de París.
Después de su fundación en 1956 y por casi tres
décadas, las relaciones del Club de París con
América Latina – además de las gestiones con
Argentina- se limitaron a pocas y esporádicas actividades
de renegociación con Brasil en 1961, con Chile en 1965 y
con Perú en 1968. Sin embargo, a raíz de la
reunión de Panamá en marzo de 1983, el Club de
París se transformó en la Meca que en peregrinaje
deben visitar puntualmente y por lo menos una vez cada
año, todos los ministros de economía y finanzas de
América Latina.

El Club de Londres.

El nacimiento de este Club comienza a gestarse el 31 de
octubre de 1968, día en el cual se asocian el Citibank y
su principal accionista, el Citicorp en virtud del visible
éxito entre estos dos grandes bancos, pronto se le unieron
otras entidades bancarias. Cuando la crisis financiera se
destapó con la declaración de

México, esta asociación conocida como
Steering Committee ya era un ser independiente y maduro, con
capacidad para reaccionar ágil y eficientemente ante
cualquier circunstancia; como en efecto reaccionó cuando
tuvo que hacerlo -ya lo veremos- en Panamá. Las
actividades de este club incluían las negociaciones con
los deudores latinoamericanos, así como con los otros
deudores de África, Asia y Europa del Este.

El Grupo Multilateral.

Este grupo está conformado por el FMI y el Banco
Mundial en calidad de fundadores y socios principales.
Actualmente se han integrado también los tres bancos
regionales más importantes: el Banco Interamericano de
Desarrollo, el Banco Africano de Desarrollo y el Banco
Asiático de Desarrollo.

El Fondo y el Banco, comparten los mismos 182
países miembros que tienen en la actualidad. Hasta el mes
de agosto de 1982, el FMI mantuvo un crecimiento conventual
dedicado exclusivamente a hacer honor a sus siglas. Es decir, a
colectar las cuotas de sus miembros y con ellas mantener un fondo
para financiar las necesidades monetarias de los países
que tuviesen problemas en balancear su comercio internacional. El
FMI supo cumplir su papel de manera eficiente, discreta y
honesta, mientras otorgaba préstamos relativamente
pequeños y recuperables. Por el contrario, el Banco
Mundial mucho antes de la crisis del 82 ya había hecho
sentir su presencia en los cinco continentes, especialmente entre
1968 y 1981 bajo la dirección del Coronel Robert McNamara,
quien impulsó la más agresiva política de
distribución de préstamos en la historia de esa
institución. Para enfrentar la crisis de la deuda, el FMI,
por intermedio de los „préstamos estructurales?, se
encarga de fijar las tasas de interés, las tasas de cambio
y el financiamiento presupuestario de los países deudores;
el Banco Mundial, por intermedio de los „préstamos
sectoriales?, se encarga de normar en los países deudores
las políticas de ajuste al consumo, así como las
políticas en „el lado de la oferta? o
„políticas neoliberales?, como también se las
denomina.

El Sindicato de Acreedores.

La alianza conformada por el Club de París, el
Club de Londres y el Grupo Multilateral, tiene como objetivo
fundamental el de persuadir a los gobiernos de los países
deudores a adoptar las políticas necesarias para asegurar
una suficiente disponibilidad de divisas con las cuales continuar
pagando la deuda externa. Suele asumirse que la formación
de este sindicato fue una acción cuidadosamente
planificada entre los gobiernos de los países acreedores,
los bancos prestamistas y los organismos multilaterales. El Grupo
Multilateral rechazaban de plano la idea de nacionalizar
más bancos, los miembros del Club de Londres creían
que ese era el único camino disponible para recuperar el
dinero adeudado por el sector privado.

Esa discrepancia entre acreedores no había podido
ser resuelta, por lo menos a la luz pública, en los seis
meses transcurridos desde la declaración de insolvencia de
México y la reunión de Panamá. Así,
desde un punto de vista humano, sí se justificaba la
indignación del banquero orador que acusaba de liberales
manchesterianos a los acreedores que se oponían a
nacionalizar más bancos.

El club de Deudores.

De conformidad al tamaño de la deuda de cada
país se podían diferenciar cuatro grupos: el
primero integrado por México, con una deuda superior a los
80 mil millones de dólares, Brasil con 83 mil millones,
Argentina con 43 mil millones y Venezuela con 32 mil millones. Un
segundo grupo podría formarse con Chile, Perú,
Colombia, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Costa Rica, países
que tenían deudas de tamaño intermedio, entre los
tres mil y los quince mil millones de dólares. Un tercer
grupo formado por Paraguay, Nicaragua, Honduras, El Salvador,
Guatemala, Panamá y la República Dominicana, con
deudas de alrededor de 2 mil millones de dólares cada uno.
Y, un cuarto grupo, el formado por aquellos países que, no
obstante su ubicación geográfica, sus gobiernos
preferían excluirlos de la geopolítica de
América Latina, tales como Belice, las Guayanas holandesa,
inglesa y francesa, Haití y las colonias caribeñas.
En el caso de Cuba, resultaba osado inscribirla en alguno de esos
grupos. Por un lado, Cuba no constaba en la información
financiera entregada por el FMI, el Banco Mundial o el BID. Por
otro lado, quizás precisamente por esa falta de
información, se presumía que Cuba no tenía
ninguna deuda pendiente con la banca internacional. De todas
maneras, cualquier elucubración habría resultado
inútil. Ningún delegado cubano había sido
invitado a la reunión de Panamá.

Al principio creímos que los 4 países
ubicados en el primer grupo -México, Brasil, Argentina y
Venezuela- serían los más entusiastas en apoyar una
negociación conjunta. Al tener las deudas más
grandes, en una acción global cosecharían los
mayores beneficios. No obstante, la situación particular
de sus gobernantes los predisponía en contra de nuestra
propuesta. En el caso de México, la nacionalización
había convertido a su gobierno en la vedette mimada por la
banca internacional. Esa luna de miel podría agriarse al
integrar un bloque con el resto de América Latina. En el
caso de los regímenes militares de Brasil y Argentina,
estos se encontraban en franca retirada y, es de suponer,
preferían que sean sus sucesores quienes asuman la
responsabilidad de unirse con otros gobiernos civiles. Por
último, en el caso de Venezuela, a pesar del gran
tamaño de su deuda, esta podía ser
fácilmente amortizada con sus abultados ingresos
petroleros. Por lo tanto, su gobierno no visualizaba ninguna
ventaja para integrarse al resto de América Latina. El
cuarto grupo también tenía que descartarse, por
cuanto sus países se excluían de la
geopolítica de América Latina o porque oficialmente
carecían de deuda externa. Así, nuestra tarea
tendiente a tratar de unificar a los deudores alrededor de una
propuesta global, tendría que concentrarse en los catorce
países que conformaban el segundo y tercer grupo. De
acuerdo a la nómina de los participantes, cada
delegación estaba presidida por el "Gobernador ante el
BID?, que había adquirido ese status por ser el ministro
de finanzas de su país. En cada delegación,
además, participaba algún funcionario
técnico que, por su trabajo, era quien más
conocía las cifras y la problemática de la deuda
externa. Decidimos que nuestro primer contacto debía
efectuarse a través de esos funcionarios técnicos
porque -así suponíamos- su conocimiento los tornaba
sensibles a las ventajas económicas que cada país
obtendría al ser parte de una estrategia
común.

Nuestro primer objetivo se limitaba a conseguir que los
jefes de delegación o "gobernadores?, acepten asistir a
una sesión conjunta en donde -así
esperábamos- pudiésemos persuadirlos de la
conveniencia de analizar entre todos la posibilidad de formar un
Consorcio de Deudores que, eventualmente, fuese capaz de negociar
con el Sindicato de Acreedores en un mismo nivel
jerárquico, diplomático, técnico y
político.

La mayoría de los funcionarios que contactamos
expresaron estar dispuestos a asistir a dicha reunión.
Además, ofrecieron informar lo más pronto posible a
sus „gobernadores? sobre el propósito que
tendría la reunión a fin de que tuviesen tiempo
para, desde Panamá, comunicarse con sus respectivos
países en caso deseasen realizar cualquier consulta
técnica o política. De esta manera, cada
delegación podría contar con algún criterio
oficial de manera previa a la reunión que, así se
programó, se efectuaría a las tres de la tarde del
jueves, antes de la clausura de la Asamblea del BID.

La propuesta.

Partes: 1, 2, 3

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