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Borgestrasse




Enviado por luis b martinez




    "un lugar donde están, sin confundirse, –
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    "Un lugar donde están, sin
    confundirse,

    todos los lugares del Orbe"

    El Aleph. J.L.Borges

    Esta narración es un trazo sobredibujado que
    libremente serpentea, no muy brillante por cierto, siguiendo la
    senda y husmeando a la sombra de otra que arribó a nuestro
    ámbito enriquecida de alarmantes imaginaciones y
    maestrías. A esa otra, que voló desde el extremo
    Sur, se le otorgan más que merecidos sitiales de grandeza.
    Pero este transitar que aquí se emprende, sin mayores
    pretensiones, es sencillo, y puede pecar de ligereza y de sobrada
    admiración. Aquél, el cuento sólido en el
    que éste se apoya, es El Aleph, que abarca en pocas
    páginas la plenitud de un Universo concentrado en una
    pequeña esfera que flota en la Nada de un sótano
    oscuro y que es reconocido por los llamados especialistas del
    género como el relato cimero de Borges.

    Y siendo palabras mayores con tan sólo esa firma
    ciega llena de visiones, hasta para la inteligencia de los
    más conocedores, entonces se debe entender que para leer a
    un mago como él, que no a este subproducto ineficiente que
    soy yo, si lo intentas por quedar intrigado y con deseos de
    desenmarañar esa historia que nos contó, y
    ojalá sea así, debes estar a tono y coger al
    unísono altura y profundidad, pues en esos menesteres
    andarás en ocasiones por el aire, rodeado de luces y
    horizontes lejanos, y en otras por pendientes y túneles
    con tan sólo la insana oscuridad al alcance de la mano,
    minados ambos de huecos y de rocas donde con toda facilidad
    puedes ir tropezando hasta caer en múltiples
    estrépitos. Y sabiendo causarlo mejor que lo casual de un
    cierto desvarío, él te hará tropezar y caer,
    con toda intención, para que sepas de errores y de
    posibles desconfianzas, pero sin soltar tu brazo. Y te
    sujetará, y te levantará para guiarte en la
    penumbra. O llevándote de la mano te hará girar en
    un torbellino, haciéndote soñar que asciendes y
    luego te despeñas entre espirales, por otros tipos de
    mundos, por veredas donde no se advierten señales ni
    orientaciones, unas derechas y despejadas, o curvas, o de todos
    los ángulos, y otras diametralmente opuestas y tenebrosas,
    o multiplicadas, o embriagantes, o sobrenaturales, pero siempre
    con el rigor de ser inesperadas y fantásticas. Tan
    sólo necesitas decidirte a penetrar en la amplitud de
    rutas y destinos del delta de su imaginación, donde
    desembocan todos los ríos, y tener el deseo de asimilar
    tanto lo dicho como lo sutil y engañosamente insinuado,
    para no perderte entre las paradojas insólitas del mundo
    que te mostrará. Y ya allí, siempre juntos,
    acompañarlo con la atención bien despierta,
    escrutador y libre en tus adentros, deseoso de conocer, pero sin
    dudas ni temores, siempre apoyado en la seguridad y
    convicciónde de que arribarás a un buen refugio
    aún en medio de la ventisca y los relámpagos con
    este incomparable compañero de aventuras. Sentirás
    entonces, cuando leas las últimas palabras del magistral
    recorrido, la satisfacción de haber degustado y agotado en
    excelente compañía de unas copas del mejor licor
    para el gusto del intelecto que puedas imaginar. Te
    embriagarás de vuelos y contrastes, y de nuevos
    horizontes, y de las sorpresas de su pertinaz y profusa
    imaginación. Su débil mano te guiará por los
    caminos de la inteligencia y de los impecables razonamientos,
    salpicados ambos de una inmensa cultura.

    Y cuando avances con Borges por las oquedades de sus
    laberintos, tomados del brazo como amigos y confidentes de toda
    la vida, recorriendo sus ominosas ideas, como dice él, y
    como las anduve yo, o creí hacerlo (después de esa
    experiencia ya no puedo estar seguro de nada) podrás
    aceptar la cierta posibilidad donde caben todas las posibilidades
    que anteriormente pudiste haber negado. Y si acaso alcanzas a
    culminar la travesía en su compañía,
    tú tampoco podrás alcanzar esa seguridad que se
    tornará vaga y confusa, porque en incontrolables giros
    dudarás de cuanto has aprendido. Y entonces
    conocerás los escenarios donde se enlazan la realidad y la
    fantasía de un mundo mágico que contiene numerosas
    enseñanzas y certezas, y desvaríos, y refutaciones.
    Y vislumbro también que, quizás por el vicio de la
    admiración, lo hago aquí de nuevo en este zigzagueo
    entre su vocabulario y sus símbolos, siempre atado a su
    maestría y total influencia, pero sabiendo que de seguro
    él me estará observando con indulgencia y sin
    alarma alguna por entender mis tropiezos al recordar los suyos de
    otros tiempos, cuando hacía lo mismo que hago, al calcar y
    andar otros caminos sin perder detalle cuando buscaba los suyos
    recolectando ideas y maneras. Andaré pisando
    débilmente y con extremo cuidado sobre sus pisadas, no
    siendo excepción porque siempre ha sido así, sin
    causar asombro y sin molestar a nadie. Las mismas historias se
    han contado miles de veces, simplemente cambiando de paisajes y
    de tonos y de tiempos.

    Y estando ya en la madeja de sus ideas, por momentos
    neblinosa pero al final siempre esclarecida e infalible, aunque
    se juegue a la verdad y al engaño de recorrer varios
    senderos simultáneamente, no podrás evitar el
    sentimiento de transitar por un lóbrego laberinto de
    misterios y de sortilegios y atrocidades, y asaz de
    engaños, donde él lo ve todo y tú no ves
    prácticamente nada. Y en verdad que tanto para ti como
    para los personajes que encontrarás en esos andares, y que
    allí conviven sin confundirse ni asombrarse, muchas veces
    con el propio Borges incluido, porque fueron colocados por
    él en esos caminos como auxiliares de sus figuraciones
    dialécticas y de sí mismo, estarás en una
    cerrada espesura de tinieblas donde se encuentran y aparecen las
    personalidades más transcendentales de la Historia junto a
    los objetos más inauditos. En esas páginas
    hallarás, desde puntos brillantes flotando en el espacio,
    que pasan en segundos de quietos y anodinos a un loco movimiento
    que puede dibujar líneas pasmosas que en loca
    simultaneidad son y no son paralelas con sólo mirarlas,
    hasta genios mudos que deambulan y se esconden sin sentido como
    sombras cobardes huyendo del manantial de las tinieblas de donde
    proceden, y trogloditas desnudos y sapientes que te hablan en
    cualquier lengua, conocedores de todos los temas, y astrolabios y
    telescopios sin espejos ni escalas, ni otras formas de medir que
    no sean el pensamiento y la intuición, pero que son
    precisos hasta el límite de las infinitudes que no son
    fáciles de aceptar.

    En ese idioma y esas formas que tendrás que
    aprender a descifrar (experiencia sin igual si pones toda tu
    inteligencia y empeño en lograrlo) lo más sencillo
    puede llegar a ser absurdo y sobrenatural. Pero aún
    así, y por el conjunto inusitado de detalles, y por otros
    millones de millones más (porque él no cuenta los
    siglos y los hombres y los hechos sino por números
    infinitos de repeticiones cíclicas donde reina la
    interrogante admirable del Eterno Regreso que fue su
    obsesión), esas lecturas serán una experiencia
    integral y aleccionadora. No en balde allí
    conocerás a Heráclito, y a Nietzsche, y a Mahoma, y
    a Kafka, y a Averroes, y a Homero y a Ulises y a Platón, y
    a Leonardo, y oirás hablar en un rincón dictando su
    Diccionario al ciego Abensida (quizá un precursor del
    regreso cíclico para el posible futuro duplicado
    sureño que fue Borges), y a Buddha, y a Galileo, y a
    Newton, y a Shakespeare, y a los nunca existidos Hamlet y el
    Quijote, y al divinizado y encantador Nazareno.

    Y entonces percibirás que todos estos
    protagonistas sin igual te estarán observando y te
    sonreirán sin extrañeza alguna, como si fuesen tus
    vecinos y conocidos de toda la vida. Para él, lo eran. Y
    con ellos alternaba. Y tú lo harás y contigo lo
    serán por la magia de otra realidad paralela que él
    te irá mostrando. Pero antes, una vez ubicado en el
    naciente del laberinto, y después de poco andar,
    verás cómo los senderos a elegir se bifurcan en
    cientos de rutas con aspecto de irreconciliables. Rutas ante las
    que, si acaso él te deja por un instante a solas frente a
    ellas, comenzarás a desvariar en desconcierto. Y
    seguirás delirando hasta el aturdimiento casi total,
    porque, sin poderlo eludir, al irlas andando y
    extraviándote, te llevarán en otro tipo de regreso
    circular al mismísimo punto de partida, desde el que te
    enfrentarás, en caótica confusión de
    repeticiones y ciclos, no a uno sino a cientos de nuevos
    laberintos con iguales condiciones de confusión. Y no
    terminará ahí. Porque éstos, a su vez, se
    multiplicarán como el primero, tal que fuesen galaxias
    infinitas, hasta traerte de nuevo tras miles de traspiés y
    de extravíos, al punto donde comenzaste a andar y
    tropezar. Y de ahí tendrás que partir sin escape ni
    alternativas de fugas que puedan aliviarte, por caminos que
    simularán ser los mismos pero que siempre serán
    diferentes. Y en esas multiplicadas sendas, si pierdes la
    atención y anidas en el desvarío, quedarás
    convertido en una réplica del perpetuo Sísifo, con
    tu particular condena de mantenerte vagando, con las manos
    vacías y las visiones negras, sin laderas eternas que
    subir ni rocas que empujar, pero abandonado y sin
    orientación posible en el vacío de la
    repetición que ni siquiera conoce la muerte como punto
    final de alivio.

    En cualquier laberinto uno se extravía de
    primeras, pero Borges no, porque él anda clarividente y a
    sus anchas, como si percibiese el enredo de vías desde la
    altura de una atalaya, asomándose sonriente con su mente
    infalible y escrutadora de escondrijos y subterfugios, con sus
    piernas endebles y sus ojos apagados que pueden ver todo con la
    imaginación y el conocimiento, cual un oráculo diez
    veces pitoniso que pudiese reorganizar y armar todas las
    historias con todos sus finales. Para nosotros, la senda es
    inextricable y amurallada, y amenaza ser abismo después de
    cada paso incierto frente a nuestra mirada perdida de ojos que
    supuestamente pueden ver con claridad. Para él, el
    más intrincado laberinto es superfluo y fácil, y es
    luz, y es nítida visión, y es su mundo feliz, y es
    línea recta dentro de un mapa perfectamente delineado con
    el que es imposible desorientarse.

    No importa que al abrir y leer uno de sus cuentos
    él te haya llevado, siguiendo sus pasos, por los arrabales
    de Buenos Aires, o los bulliciosos bazares de Estambul, o los
    bulevares lluviosos de árboles y cielos borrados del
    París de Pissarro, o los caminos indefinidos del Sahara, o
    las aguas del Danubio. Andarás con él siempre
    siguiendo la absurda ruta que haya escogido y que para ti
    será de imágenes y situaciones insólitas
    pero que para él serán como la línea de un
    pensamiento. O que tal vez, para su preferencia hayan transitado
    un tormentoso recorrido de planicies deliberadas en los extremos
    de Suramérica, a largo y cansado andar, hasta arribar a
    una chacra en medio de la Pampa, donde el viento silba su
    frío y soledad al arrastrar el aire seco del Sur, y donde
    es necesario conocer el lenguaje y la actitud de los malencarados
    gauchos para poder peligrosamente compartir una noche con ellos
    sin parecer debilucho ni afeminado, aunque se sienta el poncho
    caliente y el facón esté bien afilado entre la faja
    y la cintura y la voz sea grave, y cañosa, y aparentemente
    segura y bravía. Él estará a tu alcance,
    observándote, más será inaccesible por la
    acción de un estiramiento bochornoso de distancias que lo
    irá alejando dentro de la noche si acaso intentas
    alcanzarlo, transformándote, en proporciones, en casi una
    nada imperceptible ante la magnitud de la noche que te rodea. Y
    aún así te sentirás extrañamente
    protegido bajo su mirada vacía de una dualidad y suave
    fuerza apenas concebible. Pero igualmente, aparentando no darle
    mayor importancia, te situará y te dejará
    abandonado y a tu suerte, indefenso, entre un coro de alcoholes
    pendencieros y risas sin bochornos que se apuran en largos tragos
    que enturbian la mirada y enredan la lengua y retan de primeras.
    Y te obligarán al mate circular que va de mano en mano
    entre silbidos y refranes mil veces repetidos, y prostitutas
    montaraces que sudan sexo y alcohol, y negros desafiantes, y
    guitarras y bravatas de tangos y milongas y miradas torvas desde
    el brocal del desafío. Y en esa noche y ese ambiente
    aprenderás y sentirás dónde y cómo se
    muere más de una vez en historias repetidas a manos de un
    malevo (que al final se desdoblará e inevitablemente
    será una imagen del eterno Martín Fierro), que hace
    presente a la muerte siempre de una certera puñalada
    desgarrando el filo profundo de la noche y jamás de un
    disparo surgiendo de las sombras. La muerte allí es oscura
    y silenciosa, de sangre a borbotones y con el tiempo
    anónima y anodina, o de varias identificaciones que se
    pierden en diferentes historias y leyendas y nombres criollos de
    antiguas batallas, o borrada de las fábulas en peleas no
    contadas ni sucedidas de barracas y boliches sin importancia
    alguna.

    O puede ser que te lleve y te enrede con lo absurdo y
    misterioso de la vieja moneda que por instantes tiene una sola
    cara, y que, ya reconocida, se deja abandonada en una mano sudada
    o en un mostrador en cualquier tienda del enjambre de las calles
    más apartadas de los suburbios de Buenos Aires, con la
    intención de que pase de mano en mano y no regrese
    jamás. Moneda que es imposible gastar, ni olvidar, ni
    perder una vez vista. Porque en sagrada obstinación
    siempre vuelve para ser reconocida. O que te lleve de la mente y
    sin voluntad hasta un paciente banco, frente a una mesa que se
    alarga sin fin, rodeado y abarcado por una Biblioteca sin
    dimensiones de tan alta y grande que es, donde se entrecruzan
    miles de escaleras que se cortan en afluencias y tejidos
    escabrosos en todos los ángulos imaginables. Allí
    perderás la conciencia del reloj y de la brújula y
    de las dimensiones. Y ya en ella, sabiéndose el
    dueño del ambiente, en manos del encantamiento,
    amablemente te inste a sentarte, dándote palmadas ciegas
    en la espalda, frente a un libro de polvo y de infinitas
    páginas que se repiten y se borran y se desmenuzan sin
    cesar al ser leídas, cayendo las palabras como arena fina,
    mientras relatan historias diferentes para cada lector y para
    cada lectura. Y todo esto es así porque él prefiere
    y no descarta el disponer del sortilegio y los peligros de los
    entreveros para jugar con tu pensamiento y para trasponer las
    fantasías y las ideas que se apoderarán de tu
    mente, que a su merced quedará sin defensa
    alguna.

    Y de una a otra, como estando junto a él en una
    máquina del tiempo, abriéndose el espacio del
    relato, no podrás evitar en un instante el aparecer en un
    camino azaroso en cualquier punto de esa travesía rodeado
    de herejes y de piras de Inquisición en un día de
    lluvia gris en plena Edad Media, con los pies en el fango,
    sumergido en la neblina, andando un camino entre
    montículos pedregosos iluminados por cruces y
    cadáveres desplomados en llamas que no se apagan nunca,
    como residuos y testigos del abominable Santo Oficio. O
    estarás ubicado entre claustros donde sólo se
    escuchan cantos gregorianos que no pueden cesar,
    acompañados por las notas de un órgano estremecedor
    que llena el espacio con sus graves y agudos previsibles,
    mientras los monjes se desplazan en filas y coros con sus
    túnicas sin botones, con su lentitud de anochecer y las
    caras ocultas entre las sombras hondas de las capuchas. Y
    entonces, de repente, en otro recorrido de alucinaciones,
    regresándote, aparecerás rodeado de libros sagrados
    o prohibidos que se ubican en polvorientos entrepaños, que
    no tienen fin de alto ni de largo, flanqueando los corredores de
    una biblioteca que reconocerás como la Biblioteca
    Universal en que no falta nada que haya sido escrito. O
    estarás frente a un conjunto de derviches que sincronizan
    sus danzas milenarias de movimientos y detenciones súbitas
    en una llanura del Turkestán; o esperando la
    aparición del Minotauro que escuchas amenazante al final
    del túnel del Laberinto sin saber si grita o brama o se
    queja de su destino mientras avanza atropellador hacia ti en una
    distancia y una carrera que no puedes definir; o
    aparecerás en una carpa en medio del desierto, sobre
    alfombras de equilibrados arabescos y colores, rodeado de
    huríes y de danzas alucinantes que anuncian perfumes y
    abandonos junto a guerreros moriscos de nombres hermosos y
    sonoros, presumiendo estar en Arabia, o en Marruecos, o en
    Damasco o en Al-Ándalus. Y allí verás y sin
    saber cómo reconocerás a Abenjacán el
    Bojarí, a Hakim Zahid, a Mohamed El Magrebí, a
    Zolthan el Nunca Duplicado, a Abdul-Halil y cientos de nombres y
    de hombres más, montados en briosos, sudorosos e
    incansables caballos, armados de cimitarras y portando sus
    turbantes de purísimas telas sostenidas en la frente con
    broches incrustados de piedras preciosas donde predomina la
    sangre encendida del rubí. Hombres oscuros de sol y de
    tiempo y de música de percusión, y de laúd y
    de desierto que sin cesar recitan y veneran el Korán y
    nombran con la máxima devoción y respeto y
    sumisión a su Profeta Muhámmad (porque él
    conoce todos los nombres), el Elegido, el Único, el
    Apóstol, el Verdadero, el Mensajero de
    Alá.

    Ya inmerso y entregado en brazos de aquel mundo que
    él va creando y regando de personajes en cada pasaje de su
    propio laberinto, sin quitarte de encima los ojos que ya no
    serán ciegos y que sentirás como manos que te
    guían, puedes perder la noción de la realidad que
    crees conocer y de la Historia encubierta y mentida que te
    pudieron contar. Y en ese recorrido, en cualquier parada de esos
    vericuetos que engañan y extravían, o en cada
    rincón sin salida que crees haber visitado imnumerables
    veces en las vueltas y vueltas que has dibujado en tu viaje por
    las marañas y las armillas del laberinto donde él
    te abandonó, se encuentran, si acaso sabes ver y leer en
    la penumbra y en el misterio, los vislumbres de los argumentos de
    que se nutre la Imaginación sin fin que pertenece por
    derecho a él y a otro tipo de elegidos y visionarios de
    creación, que comparten el enjambre y la cerrazón
    de los laberintos, de los que logran extraer la luz sin matar la
    oscuridad. Es el mundo de los chispazos repentinos que los
    hombres que no saben descansar atrapan para convertirlos en
    claridad permanente en brazos de sus amantes. "Pero Alá es
    más grande y conoce más palabras", como aguda y
    sutilmente sentencia en repetidas oportunidades el propio Borges
    en sus páginas y en su eterno soñar arábigo,
    con la histórica y oriental autoridad de su buen
    gusto.

    Y quizá lo dice burlándose de sí
    mismo, para empequeñecerse en simulacro de humildad ante
    un Dios del que duda, y así, por siempre irónico y
    ladino y exacto, ir borrando sin un ápice de
    pedantería, que fácilmente se le adivina desde que
    dio sus primeros pasos, pero que muy honestamente expone, toda
    posible interpretación de saberse superior y no la de ser
    un mísero esclavo de lo desconocido. Grande es
    también el amado surtidor que brinda el agua aún en
    medio de la sed de las arenas del desierto, sin vanagloriarse de
    ello y más que muy agradecido de poder hacerlo. Pero
    igualmente Alá es más grande.

    Y andar con Borges por sus caminos, y sentirlo sin
    sombras con el paso seguro que da la Razón al recorrer los
    serrallos e infiernos de sus múltiples carmenes, es
    develarlo y saber de sus memorias, y respetarlo con
    devoción aún en presencia y conocimiento de sus
    numerosas trampas y escondrijos y ardides de dominante escritor.
    Y es saber que con él no te perderás porque a pesar
    de lo dicho su paso es cierto como pocos. Y que si acaso te
    extravías por tu cuenta, por alejarte o detenerte en un
    descuido ante uno cualquiera de los personajes que
    encontrarás, él siempre aparecerá en auxilio
    para rectificarte y enseñarte el camino a seguir. Y andar
    así es ser también su cómplice en el
    silencio, (como cuando callas al leer esa historia del Aleph
    donde estamos serpenteando con torpes pisadas desde el principio
    con este relato sin identificaciones y locos personajes) donde
    existen todos los mundos contenidos en un solo punto, como
    él lo dibujó en esa
    narración-cúspide. Y yo, como me corresponde, soy
    también su secuaz y encubridor en ese tema donde niega su
    conocimiento previo de ese punto, porque ya habíamos visto
    juntos ese asentamiento del pasmoso lugar hace muchos
    años, antes de yo nacer y mucho antes de conocer el nombre
    de Borges y el de esa primera letra semítica que
    terminó conteniendo al Universo entero y que he sabido
    callar sin pronunciarla para no denunciarlo en su mentira, hasta
    su nueva muerte, y la mía. Porque en un principio lo
    negó. Para después, conocido el punto infinito de
    la letra mágica, retornar ambos a la vida (obsesivo es el
    eterno regreso), y con él presente y admirado caminando
    por las calles de Buenos Aires en un nuevo ciclo, y sabiendo de
    él y sus quehaceres, acompañarlo en sus recorridos
    por las bibliotecas y los parques. Y con el tiempo, rompiendo su
    silencio de amargura más que adivinado en sus expresiones,
    conocer más de aquella soñada e inaccesible
    Beatríz de la que no podía apartarse y de la
    narrada visita que hizo a su morada, hermoso dolor y nostalgia
    que nunca pudo arrancar de su interior. Allí
    reencontró el Aleph debajo del piso de esa casa tantas
    veces amargamente recorrida, antes en su plena frescura, y
    posteriormente, después de la muerte de ella. Beatriz por
    siempre fue para él mucho más que el encuentro con
    el Aleph que latía en las entrañas de su casa con
    su inconmensurable misterio.

    Junto con él en esa perdida y remota
    ocasión, en esa casa de Beatriz en la calle Garay, sin
    mentar de lo ocurrido y contado después en el relato que
    lleva ese nombre por tanto tiempo impronunciable, por vetado y
    por secreto, vi, junto a él, sin que se percatara, todas
    las maravillas del Aleph (ya pronunciable) en el laberinto 19 que
    derivaba del camino central de su imaginación y que
    constituía un ramal más de sus maravillosos y
    cuidados secretos. Todos los laberintos secundarios más
    importantes y conquistados por esa su imaginación
    portentosa, como éste del escalón 19 de una oscura
    escalera donde estaba el Aleph, se identificaban con un
    número primo cuyo significado nunca se pudo conocer ni se
    conocerá. Él sabría explicarlo, pero nunca
    lo hizo. (Quizá lo haga cuando regrese, y sea el mismo
    Borges, o sea Homero, o Abensida, o Platón, o
    Sócrates; y entonces Buenos Aires vuelva a ser lo que fue
    para él y para cada uno de sus personajes; y la casa de
    Beatríz, y ella misma, o quien ella representa, vuelvan a
    ser las que él conoció en todo detalle, con su
    espíritu, sus muebles y sus perfumes, indefensos todos
    ante las fuerzas del eterno regreso). Seguramente cada
    número primo pertenecía a una cábala de
    identificación y relación que sólo él
    conocía y podía descifrar. Y quién sabe a
    cuáles otras aventuras más que extraordinarias que
    reservó para sí nos hubiera llevado por una
    multiplicación de peldaños que nos llevase al 31, o
    37, o 53, o 607 o uno cualquiera de los restantes e infinitos
    números primos de otra a su vez infinita escalera. En otra
    ocasión será, cuando regrese. Euclides y
    Eratóstenes, reyes antiguos de los números primos,
    seguidos por el asombrado Fermat, lo
    agradecerán.

    De ahí el recuerdo del número preciso del
    escalón observado y disfrutado por él desde aquel
    ángulo debajo de la escalera, estando acostado en el
    suelo, mirando el punto donde se encontraba ese mundo absoluto
    ubicado en el sótano de la misma casa compartida por
    Beatríz y su primo. Personaje éste que ingenuamente
    le reveló su hallazgo en el mágico escalón.
    Para que después, esclavo de una baja pasión,
    extrañamente, Borges en la historia que magistralmente
    escribió saliera de la situación negando esa
    visión y esa existencia, tildándola de una locura
    de este primo, para enajenar aún más a este buen
    hombre que fuera tan honesto con él al mostrársela.
    Y a todo eso sin hacer referencia a que ya la conocía y
    así decidiera que intentaba callarlo para siempre,
    obstinado, sin reconocer el casual triunfo de aquél, ni
    alimentado su alegría al haberlo sin pretenderlo
    visualizado y generoso posteriormente compartido con él y
    sólo con él. Tal fue una ridícula y egoista
    venganza donde el amor celoso y sufrido por la punzada de
    Beatríz, actuando sin justificación alguna, y
    ahogado en timidez durante tanto tiempo, estuvo involucrado y
    hundido en la carne como una aguja, pasando a ser definitivo en
    esa decisión de sangre dolida y rencorosa, en apariencia
    tan incongruente por vil, y tan desjustada con su
    personalidad.

    Pero, gigante como ha sido, quizá
    sacudiéndose de un peso de culpabilidad, con descarada y
    amarga honradez lo reconoce ulteriormente en el mismo relato
    sobre el que hemos caminado. Grande es el corazón ciego
    que sangra después de la muerte y el desespero y sigue
    amando en su pobre latir sin esperanza alguna. Posiblemente
    así hubiera dicho el mismo Borges, con dolor propio pero
    con mejores palabras, sin nombrar para nada a esa mujer de
    sufrimiento que causó tan terrible desgarradura ni a
    Alá al estar bajo esa pasión apegado a los dolidos
    asuntos terrenales. Y jamás sabremos algo más de la
    tan mentada Beatríz (hay quienes la recuerdan como
    sustituta de otra realidad femenina, sedienta, de carne y hueso,
    bajo otro nombre, Estela Canto, y otras circunstancias que
    esconden la miseria humana de su apagada virilidad y que recubren
    el rechazo y la distancia y el posterior desprecio repetido de
    ella hacia él). Y tampoco sabremos lo que verdaderamente
    pudo significar esta renunciada mujer en su vida, que es igual a
    decir en sus creaciones, y en sus sueños, y en sus
    callados y oscuros sufrimientos de una manifiesta impotencia
    emocional y mojigata que nunca se intentó ocultar y que
    siempre se entendió. A partir de ahí el Amor
    quedó proscrito, de su vida y de sus
    creaciones.

    Y al fin, ya de regreso de este viaje, con sus asomos de
    juguetona y no escabrosa realidad atrapada entre el mundo de lo
    prodigioso y fantástico, (con Borges cualquier historia
    paralela o superpuesta que cuentes, como ésta, es
    más fácil de desarrollar porque nada que imagines,
    o que digas o que sientas deja de ser posible si él viene
    a tu lado y apoya su indecisa mano sobre tu hombro o sobre tu
    imaginada pluma y te sopla tras el cuello las debidas y
    tartamudas palabras como un sabueso conocedor y cómplice).
    Sus amantes palabras suelen ser las mejores y siempre suenan y
    encajan perfectas al dibujar y clarificar las ideas, aún
    hasta de lo más inverosímil. Y si por esta
    pretensión de laberíntica historia, que
    terminó siendo un relato de acompañante pobremente
    duplicado, sin importancia alguna, sustentándose en otra
    historia mejor contada, y a su vez posiblemente en otras que
    existieron amontonadas antes del mismo Borges, si alguien
    preguntara por qué se escogió este tema del
    "laberinto", bástele con saber que ésta fue, dentro
    de su léxico y su imaginación, junto con el
    singular uso de "atroz", una de las palabras más preciadas
    para este argentino universal. Palabras que entretejieron ideas
    que al leerlas siempre dan la impresión de haberse dictado
    con facilidad de iluminado, como susurradas en vuelos de
    colibrí, transportadas en ese aletear invisible por las
    venas hacia las manos y descargadas en la escritura del
    amanuense. Pero, como él mismo ha dicho una y otra vez en
    su siempre latente y particular dibujo oriental de citas y
    recuerdos, y de notables ironías, y de 1001 noches
    estrelladas sobre el laberinto sin paredes ni caminos de las
    arenas de un desierto que no puede faltar y que por años
    temperó en su pecho: Alá es más grande
    aún.

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