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Errantes y condenados. Barcos fantasmas



  1. Introducción
  2. Abandonados, muertos y al
    garete
  3. Bibliografía sugerida

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Introducción

Hoteles, fábricas y hospitales, teatros,
estaciones ferroviarias y manicomios, mansiones e incluso pueblos
y ciudades, acumulan a lo largo del mundo el polvo y la
decadencia propias del abandono.

También los barcos.

Por múltiples motivos, que van desde decisiones
empresariales, guerras locales, accidentes, crisis
económicas o simple desidia, centenares de buques se
desmoronan poco a poco ante nuestros ojos, despertando
sensaciones ambivalentes; mezclando la extraña belleza que
todas las decadencias exhiben junto a la tristeza y
desazón que nacen frente a la inexorable impermanencia de
todas las cosas.

Y de todo ello, nacen también las
leyendas.

Abandonados,
muertos y al garete

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Imposible no pensar en el esfuerzo invertido cuando nos
detenemos frente a un barco abandonado. Cada pátina de
herrumbre es como una batalla perdida. Como un tumor ocre que
fagocita de a poco lo que fuera un símbolo
inequívoco de lujo, placer o trabajos infatigables en
plena mar.

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Ni siquiera sus pomposos nombres, augurios fallidos de
un poderío a la sazón vencido, pueden minimizar la
soberbia estampa de esos gigantes muertos. Encallados,
semihundidos o al garete, sin que nadie los controle. Convertidos
en mohosos cadáveres que exhiben sin pudor sus destinos de
decadencia.

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Imponentes.

Impotentes.

Pantagruélicos testimonios de lo que fue. Inertes
y al mismo tiempo artificialmente vivos por el oleaje del mar
que, ola tras ola, pareciera insuflarles una vitalidad que en
realidad han perdido para siempre.

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Fantasmas del mar.

Espectros móviles.

Zarandeantes moles metálicas sin vida.
Cadáveres flotantes que no terminan definitivamente su
proceso de muerte.

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Malditos. Eso son. Barcos maldecidos
por el destino. Meras carcachas vacías.

Silentes.

Oscuros.

Ladeadas estructuras de hierro y tornillos; madera y
clavos. Soledad y mutismo.

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Ante ellos toda acción humana se relativiza.
Sólo el poder de las palabras puede arrancarles sus
historias olvidadas, sus heroicas odiseas. Su movilizante y
antiguo señorío.

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Paralizados, los barcos abandonados o encallados en
playas remotas, se convierten en misteriosos signos de lo que
alguna vez seremos.

Descarnados.

Despintados.

Roídos. Comidos por secciones. Cuerpos dispuestos
a perderse de la memoria de todos. Desperdicios de glorias y
grandezas. De heroísmos, miserias y
cotidianeidad.

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Cáscaras huecas, repletas de bacterias y
óxido. Esqueletos de acero que rechinan y se quejan por el
viento. Masas chillantes que con cada embate de las olas anuncian
una fallida resurrección que nunca se concreta.

Porque todas la resurrecciones son falsas.

Mitos.

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Los barcos muertos nos convocan. Llaman nuestra
atención. No es posible obviarlos. Como imposible es
obviar un cuerpo muerto.

Aún sin luz, sus oquedades nos hipnotizan. Nos
tragan como si fueran agujeros negros. Como si toda la fuerza de
la gravedad se concentrara en ellos, imposibilitando que les
quitemos los ojos de encima. Y así, nos devoran la mirada.
La reclaman en silencio. Piden a gritos inaudibles que nos
acerquemos. Que los indaguemos. Que exploremos sus contornos y
sus heridas para arrancarles sus enigmas. Para descifrarlos y
darles voz.

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Los barcos muertos en el fondo del mar semejan cuerpos
enterrados. Fuera de la mirada curiosa de las
mayorías, se consumen lentamente, devorados por la salitre
del mar y la acción de los elementos.

En ellos no hay momificación que tenga sentido.
Sus estructuras se carcomen irremediablemente, dependiendo, claro
está, del tamaño. Convirtiéndolos en el
hábitat de otros seres que los pueblan inconscientes.
Peces, cangrejos, tiburones o corales les insuflan un encanto
fantasmagórico. Sobrenatural. Inolvidable. Disfrazan el
proceso de desaparición gradual al que están
sometidos, convocando a la imaginación y el
morbo.

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Los barcos abandonados arrastran historias tan viejas
como la humanidad. Historias de desastres y muertes. Almas
perdidas y condenadas. Relatos de vagabundeos eternos y
maldiciones. Monstruos y fantasmas. Imposible que no
estén. Son como las rémoras a los tiburones. Van
pegados a ellos. Se alimentan de ellos. Viven a sus expensas.
Dependen del libreto nunca escrito que cada barco posee. De las
supersticiones que el mar ha inventado a lo largo de los
siglos.

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Cada barco olvidado es una exigencia de respeto
al poder del océano.

No hay nada que pueda contra él.

Por eso los hombres inventan mil y una tretas para
convivir con el mar, rogando que sus barcos se mantengan a
flote.

"No silbar a bordo" (atrae
tormentas).

"No llevar mujeres" (trae mala
suerte).

"No matar gaviotas" (porque llevan a los
espíritus de los muertos).

"No zarpar los viernes" (ya que Jesús
murió ese día).

Los barcos olvidados refuerzan nuestro sentido
mágico de contacto con el entorno. Nos anuncian
cuán indefensos estamos en el medio del mar y cómo,
en un planeta que tiene menos tierras emergidas que sumergidas,
es lógico que tengamos que acudir a gestos y palabras que
nos retrotraen a las épocas de las cavernas.

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Cofres de secretos olvidados.

Memoria ausente.

Intrigas que el verdín se devora ante la vista de
todos. Así se muestran los barcos abandonados en las
playas del mundo.

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Ante lo desconocido (y la mayoría de los barcos
abandonados eso representan) solemos dejar fluir nuestra
imaginación. No nos conforta la ignorancia y nos
esforzamos por explicar lo que en principio parece inexplicable.
Respuestas salidas de las fantasías y de nuestros temores
que nos llevan a especular y organizar en la mente mil y una
hipótesis en la que lo posible y lo imposible se amalgaman
de un modo inextricable, perdiendo el sentido de lo que es
lógico y racional; o llevando a la razón por
caminos tan tortuosos que terminan convirtiéndola en lo
que no es: irracional.

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¿Hay alguna situación más
enigmática que la de un enorme barco navegando solo, sin
pasajeros ni tripulantes, por el medio del mar?

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No agregamos nada nuevo si decimos que el mar ha sido y
es una fuente inagotable de temores y fantasías. Desde que
el hombre se lanzó a explorarlo se convirtió en el
escenario predilecto de historias raras, de eventos
imposibles. Todo pareciera indicar que es la mejor y más
fructífera materia prima con la que se construyen los
sueños y las pesadillas. Inmersos en él, sometidos
a sus caprichos inestables, los seres humanos se sienten
indefensos. Las barreras entre lo real y lo imaginario se
disuelven. Todo allí es posible. Desde la existencia de
sirenas, tritones y monstruos, hasta
la presencia de buques fantasmas, tripulados por las
almas en pena de sus marinos desaparecidos.

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Atiborrados de tecnología satelital, GPS y
radares de última generación, podríamos
llegar a creer que la existencia de barcos perdidos en
los océanos del mundo es cosa del pasado; pero la
experiencia nos dice que no es así.

El mundo sigue siendo algo inmenso y aún hoy las
historias de barcos desafortunados, al garete, que
navegan en solitario desde hace años, es un hecho que, de
tanto en tanto, impacta nuestro adormecida capacidad de
asombro.

Las quimeras no se disuelven de un día
para otro.

En el fondo, la confianza que depositamos en nuestros
avances tecnológicos no deja de ser más que una
expresión de deseos. Meros salvavidas que mantienen a
flote la racionalidad, ante un mundo lleno de
extrañezas.

En la inconmensurable soledad del mar todo es
posible.

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Como sucede con las mansiones abandonadas, los
barcos a la deriva se llevan muy bien con los
fantasmas. Igual que ellos, son almas en pena que
deambulan en la soledad arrastrando historias inconclusas o mal
contadas, suscitando denuncias ante una moralidad perdida que nos
quita el sueño y alimenta nuestro sentimiento de
culpa.

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A popa, en la estela que dejan al surcar los mares, se
esconden sucesos e historias que, casi siempre, anuncian actos de
violencia, desapariciones y traiciones.

En el fondo, no hay nada más humano que un barco
flotando o navegando solo por la mar.

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Naves condenadas.

Así se las denomina en muchos relatos y leyendas.
Condenadas a vagar eternamente. Sin pausa. Fuera del tiempo.
Engullidas por un océano al margen de toda temporalidad.
Una pesadilla sin fin. Un estar en el mundo sin muerte. Sin
sentido. Un deambular infinito que no lleva nunca a ninguna
parte. Es la principal maldición que esos barcos
arrastran. Por eso nos hipnotizan. Por eso meten miedo: por abrir
una hendija a una inmortalidad que tortura y angustia.

Un cuento sin fin, zarandeando en medio de un
océano eternamente embravecido.

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Sobre la cubierta de los barcos abandonados se
arremolinan las hipótesis sin confirmación
clara.

Motines. Piratas. Enloquecimiento colectivo y conflictos
interpersonales nunca han faltado a la hora de explicar los
misteriosos sucesos que les dan identidad.

Es justamente esa falta de respuestas las que los vuelve
intrigantes. La que nos atrae y nos lleva a elucubrar sucesos que
quizás nunca ocurrieron.

Potencialidad en estado puro.

Es son.

Eso personifican. Y lo seguirán haciendo en tanto
los mares, como la soledad y el fracaso, sigan
insuflándonos miedo.

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En un mundo ávido de fenómenos
paranormales, de búsquedas electrónicas de
espíritus e investigaciones pseudo-científicas que
persiguen monstruos mitológicos, no podían dejar de
estar los consabidos barcos fantasmas.

Sus historias se remontan al origen de la
navegación misma. Tanto los griegos como los romanos de la
antigüedad consignaron sus espectrales apariciones en
más de un texto. El paso del tiempo no las amilanó
y cuando Europa se lanzó en su gran aventura ultramarina
en pos del continente americanos, los barcos encantados
acompañaron a españoles y portugueses tanto como el
mito áureo de El Dorado.

Nunca dejaron de estar en las historias de las tabernas,
ni en las ruedas realizadas por las noches en las cubiertas de
otros barcos no condenados. Tampoco en la literatura de alto
nivel. Por tal motivo no resultó extraño que el
movimiento romántico del siglo XIX los convirtiera en tema
de sesudos análisis espiritistas o en protagonistas de
más de una aventura de corte siniestro.

En una época donde el espíritu
burgués resultaba dominante y sus valores impregnaban a
toda la sociedad, el barco fantasma pasó a
simbolizar la ruptura de la seguridad y del orden, que la
razón y el progreso habían entronizado.

La noche era su aliada favorita. Contexto ideal para
combinar superstición y fantasía con los temores e
inseguridades que la industrialización no había
podido erradicar.

Y así, siguieron surcando los oníricos
mares de la imaginación hasta la actualidad.

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Técnicamente hablando un barco fantasmas
no es en sí mismo un fantasma, sino una
aparición.

Los folcloristas, siempre inclinados a desmenuzar los
términos hasta las últimas consecuencias, tienden a
diferenciar entre ambos conceptos: en tanto que los
fantasmas serían las almas de las personas
muertas que regresan a este mundo, la apariciones
involucrarían a objetos inanimados que, de alguna
extraña forma, también han muerto o
desaparecido.

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"Fugitivo y vagabundo serás sobre la
tierra
" (Génesis 4:12).

Con esta frase el Dios del Antiguo Testamento
maldice a Caín por haber asesinado a su hermano
Abel.

Los relatos y leyendas sobre vagabundos condenados
por la divinidad
a causa de un acto de soberbia (uno de los
siete pecados capitales), han recorrido los fogones del planeta
desde hace siglos. Existen variaciones al respecto. Algunas no
hablan de carruajes perdidos que vagan eternamente por los
caminos, seguidos siempre por tormentas y conducidos por
chóferes tercos que desoyen las indicaciones que les dan
los sorprendidos transeúntes a quienes consultan antes de
desvanecerse.

Otras versiones ubican este mismo hecho en el
mar.

Por ende, ya no son carruajes sus protagonistas sino
barcos dirigidos por capitanes orgullosos y pendencieros, capaces
de desafiar a Dios, en tanto soportan la peor de la
tempestades.

Esta es la matriz básica de la leyenda más
conocida sobre barcos fantasmas: la del Holandés
Volador
, un barco que navegaba por el Cabo de la Buena
Esperanza (Sudáfrica) cuando sorpresivamente se topa con
una tormenta de dimensión inusitada. El capitán se
rehúsa a dirigirse a puerto seguro y reta al
Supremo a hundir su barco.

Ese acto impío es el que lo condena a navegar sin
descanso, "pues serás el espíritu maligno del
mar y tu barco traerá infortunio a quien lo vea
"
(Daniel Cohen, Enciclopedia de los fantasmas,
Pág. 232).

La versión más antigua conocida de esta
leyenda data de 1821 y fue publicada, según el folclorista
Daniel Cohen, en una revista británica de esa
época. Más tarde fue la base para un cuento, una
obra de teatro y una ópera de Richard Wagner.

Pero todo parece indicar que la cosa no quedó
ahí. El relato debió tocar alguna fibra
íntima de todos nosotros ya que el argumento principal de
la leyenda fue adaptado a centenares de enigmáticos
sucesos ocurridos en el mar; en los que barcos malditos aparecen
y desaparecen sin causa aparente alguna.

La eternidad resulta siempre una
maldición.

Y la transgresión a una ley, en este caso divina,
es la que habilita la irrupción de lo
sobrenatural.

Como dijera Tzvetan Todorov:

"Ya sea dentro de la vida social o del relato, la
intervención del acontecimiento sobrenatural constituye
siempre una ruptura en el sistema de reglas preestablecidos y
encuentra en eso su justificación
"
(Introducción a la Literatura Fantástica,
Paidós, 2006, pág. 172).

Los relatos de barcos condenados son una herida abierta
que se forma al lado de lo que consideramos real.

Una ilusión desafiante.

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Fantasía.

Sueño.

Espejismo.

Cualquiera sea la explicación secular que le
demos a los relatos de barcos fantasmas, una cosa es
clara: ninguno de ellos está libre de condicionamientos
sino, por el contrario, moldeados por determinado contexto
histórico-social que, lógicamente, cambia
según el tiempo y el lugar.

Puede que en ciertas épocas se haya convivido con
ellos sin conflictos ni temores por demás perturbadores.
Del mismo modo que se coexistía con ángeles y
demonios, paraísos e infiernos terrenales. Nada
parecía apartarse de la naturaleza. Lo insólito era
un componente de la realidad. Pero más tarde, a partir del
siglo XVIII, la creencia en barcos fantasmas se
convirtió en una verdadera excursión al desorden
científico. A un mundo que se tornaba cada vez más
siniestro. Entonces sí los barcos condenados
empezaron a perturbar; y los más espiritualistas
(proto-románticos) los transformaron en una herramienta de
denuncia, retórica y alambicada, casi artística, a
los efectos negativos de un mundo cada vez más racional y
materialista. Cada vez más asentado en lo inmanente que en
lo trascendente.

Los barcos fantasmas se transformaron,
inconcientemente, en reclamos y quejas ante una sociedad que sea
alejaba de lo espiritual y lo milagroso..

En fondo, no dejaban de ser (como todo relato de
fantasmas) meras fábulas moralizantes.

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El negocio del miedo se ha extendido por todos
lados.

Ya no se le reclama al cliente estar
cómodamente sentado en una butaca de cine para
experimentarlo. Lo que ahora se busca es vender experiencias
directas e interactuar con supuestos sucesos
paranormales reales. Por eso, no es inhabitual que se
ofrezcan, en el mercado del turismo, tours
fantasmagóricos
a mansiones, hoteles, hospitales y
barcos encantados.

El Queen Mary, en Long Island (California), es
un buen ejemplo de lo que decimos. Una muestra clara de
cómo los guías de turismo se han convertido en las
principales usinas de leyendas contemporáneas. Tanto es
así que, muchos de ellos, se presentan con el
título de cazafantasmas o
parapsicólogos. Credenciales no oficializadas por
ninguna universidad, pero que mucha gente reclama a la hora de
querer sentir cómo corre la adrenalina por sus
cuerpos.

De todos los barcos encantados que conozco, el Queen
Mary
, varado desde hace décadas en un muelle
especialmente construido para él, es, sin duda, el
más famoso y alrededor del cual se ha montado una
verdadera industria del miedo.

Recorrer sus enormes entrañas implica (dentro del
contexto del negocio del que hablamos) toparse con los antiguos
habitantes (hoy fallecidos) del buque. Y no son pocos.

La oficina de turismo que organiza estas visitas promete
comunicación con el más allá.
Contactos con marineros, oficiales, pasajeros y
técnicos que alguna vez estuvieron en él y que
siguen vagando como almas en pena por las oscuras
oquedades del señorial trasatlántico.

Niebla.

Oscuridad.

Tormentas. Condiciones climáticas inestables y
poco propicias para el claro discernimiento son el telón
de fondo habitual a la hora de recrear (actualizar) las
historias de las que hablamos.

Partiendo de las brumas, uno se interna (muchas veces
voluntariamente) en brumas aún más
oscuras.

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Los relatos sobre buques fantasmas se alimentan de los
conflictos que nacen del choque entre lo real y lo irreal. Se
refuerzan con el miedo, ya que sus tramas y testigos los
introducen en un mundo reglado cuyas leyes los rechazan,
considerándolos errores. Aún así, ahí
están. Permanecen, agregándole una cuota de
romántico encantamiento a un mundo desencantado.
Desangelado. Quizás por eso los barcos fantasmas quedan
ligados siempre a algún tipo de escándalo, ruptura
o conflicto.

Todavía hoy, una época en la cual las
explicaciones dominan el panorama general, lo "no
explicado
" persiste, introduciendo la vacilación:
imprescindible a la hora de disfrutar de una buena historia de
naves condenadas.

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La tragedia y los barcos fantasmas son partes de un
combo inseparable.

Lo trágico acompaña siempre a estos
navíos, condenados a un destino morboso que convierte sus
historias en algo fascinante. Ya sea por sus tramas, detalles y
misterios.

También el arte plástico contribuye a todo
esto. Ya sea en una pintura o en una fotografía moderna,
el barco arrumbado, o soportando en solitario tormentas
imposibles, promueve la emoción, internándonos en
el dominio del ocultismo. Ello nos perturba y a arrastra a creer
en sucesos raros. Pero, claro, algo es cierto: lo
narrado conlleva a una mayor credulidad. El buen cine de terror,
por ejemplo, que combina imagen y relato de forma extraordinaria,
transforma cualquier delirio en algo verosímil (mucho
más si la película se inicia con la frase
"Basado en hechos reales").

De este modo, muchos ven que la realidad se desdibuja y
todo en ella se vuelve factible. Mucho más si el drama se
da en los océanos.

Es que el mar es el lugar del miedo desde hace
milenios

Como afirma un antiguo dicho latino:
Qué locura confiarse a
él
!".

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A principios del siglo XVI, en pleno Renacimiento, el
artista italiano Giorgione pintó una tela en la que puede
observarse un bajel fantasma sobre el viaja una
tripulación de esqueletos y demonios.

Desde ese momento, el Diablo se apoderó del
océano y, aliado con las olas, los torbellinos, huracanes
y mucha oscuridad, desnaturalizó la muerte en el
mar.

La demencia y el caos navegaron en barcos condenados,
convertidos en anuncios de desgracias. En presagios de muerte. En
vaticinios nefastos, para las almas perdidas del
océano.

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Un barco al garete, sin tripulación ni pasajeros,
despierta inquietud. Ya lo hemos dicho. Pero la realidad se
impone porque, la mayor parte de la veces, detrás del
derrelicto no hay otra cosa que un problema judicial,
originado por deudas, mala administración, errores o
corrupción.

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Los barcos fantasmas, en el sentido más racional
del término, es decir, buques hallados a la deriva en
completo estado de conservación a pesar del tiempo
transcurrido, no son cosas del pasado o únicamente de la
literatura de horror.

En el año 2006, un buque tanque, el JIAN SENG, y
un enorme velero, el BEL AMICA, fueron avistados y abordados,
encontrándolos completamente desiertos. El primero muy
cerca de las costas de Queensland (Australia). El segundo en
aguas vecinas a las costas de la isla de Cerdeña. En ambos
casos no había un alma a bordo, pero investigaciones
posteriores probaron que no se debía recurrir a secuestros
de extraterrestres, o extraños vórtices marinos, ni
mucho menos a puertas que llevan a otras dimensiones, como varios
delirantes sugirieron oportunamente para explicar sucesos
similares del pasado. El asunto se debía a cuestiones
mucho más prosaicas: robos y evasión
fiscal.

El Jian Seng, por ejemplo, era un nombre falso
pintado sobre el original del buque (totalmente ilegible). Por
ende nadie lo reclamó como propio. El Bel Amica
había sido abandonado por su dueño (un millonario
de Luxemburgo) con la intensión (según dijo
más tarde) de recuperarlo después. Todo indica que
quería evadir los impuesto impagos (una fortuna) de su
velero. Resultaba menos oneroso perder el barco que saldar las
deudas con la dirección general impositiva.

En abril de 2007, otro navío, un
catamarán, el Kaz II, zarpó de Airlie
Beach (Australia). Tres días más tarde fue
encontrado a la deriva sin nadie a bordo, pero (según reza
en la crónica periodística, y ya todos sabemos
cuán exagerados e imaginativos puede ser los cronistas de
periódicos) con la comida servida sobre la mesa, una
notebook prendida y todos los chalecos salvavidas en su
sitio.

Era como reeditar la historia del Mary Celeste,
famosa goleta encontrada en similar situación en
1872.

Respecto de este caso se han escrito kilómetros
de tinta. Es el barco fantasma más famoso; y si bien
aún se desconocen las causas de la desaparición de
todos sus pasajeros y tripulantes, se sabe que los sucesos
más impactantes (entre ellos el de la comida aún
caliente sobre la mesa de la goleta) fue un invento literario
publicado y difundido por un joven escritor que empezaba a dar
sus primeros pasos: Arthur Conan Doyle. Quien unos
años más tarde crearía a su personaje
más famoso, Sherlock Holmes.

Pero la historia del Kaz II no resultó
tan taquillera como la del Mary Celeste; y aunque se
supone que fue la piratería la causante de la desgracia,
no faltan los especialistas en misterios que pretenden
convertirla en uno de los grandes enigmas del
universo
.

FJSR

AGOSTO 2013

Bibliografía
sugerida

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Autor:

Fernando Jorge Soto Roland*

 

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