Hoy amaneció jueves – Monografias.com
Hoy amaneció
jueves
Sintiendo lo crudo de un "Dulce Jueves" de
Salinas,
al andar por los caminos de Steinbeck.
Hoy amaneció jueves. Más jueves que nunca
antes. Y estando en mi pueblo, que se aletargaba castigado por el
sol, creí estar en el Salinas de principios del siglo
pasado, el que siempre imaginé durante la Gran
Depresión en las lecturas voraces que de niño me
desvelaban en las noches y madrugadas. Salinas, cuyas calles de
jornaleros tanto quise visitar y disfrutar y que tanto me
recordaba al pueblo de mis padres, con su polvareda, con su lento
pasar de horas, con sus automóviles antiguos, todos
negros, y con sus primeros camiones transportando las
mercancías que venían de los campos de
interminables sembradíos.
El mismo cielo, alto y sin blanco de nubes está
ahora aquí, a mi alrededor, hasta donde no se puede ver
más, cubriéndonos a todos cual si fuese una capa
transparente, con la sensación de que estuviésemos
también cerca del mar en tierras fértiles.
Sí, una atmósfera igual a la de Steinbeck
está ahí, abarcando al pueblo, y a mucho
más, luciendo su limpieza de claro azul de verano
blanquecino con una refulgencia que penetra y traspasa todos los
aires. Sólo faltan los corpulentos sicomoros para que
fuese lo mismo.
Y además, como lo dicho, aquí
también es jueves, impuesto a la fuerza, pero lo es. Y ya
son muchos los jueves que han pasado con esta tranquilidad
aniquiladora en que el poblado es siempre igual y la gente anda
silenciada de un lado a otro, sudando su tedio mientras buscan
una sombra para cobijarse y largamente conversar. Y ante tanto
calor se presiente que algo extraordinario está por
suceder. El ambiente lo grita. Tiene que ser. Y por seguro que
sucederá. El perro callejero de cada tarde está
echado en la esquina menos abrasada del portal de la tienda del
señor Meyer, el supuesto polaco pelirrojo que se
apareció un día sin preámbulos ni
vínculo alguno y que se ha quedado por años en el
mismo local que originalmente rentó, con sus ropas
repetidas y su corbata de lacito, viviendo como apartado, apenas
aproximándose sin llegar a asimilarse por completo a las
usuales costumbres de la gente. Y que jamás ha dejado de
abrir su mediano almacén.
Y ahí está el flaco y oscuro perro
marrón de manchas claras, de largas orejas caídas y
ojos llorones de párpados rojizos, cual un borrón
inmóvil en su portal, dormido por sesiones con las largas
patas estiradas donde es más densa la sombra, y desde
donde, a ratos, perezosamente, abre la mirada, lento y abatido,
igual que sube un telón, sin fijarse en nada. Es su
esquina preferida. Si acaso pasas a su lado subiéndote
desde la acera hasta el portal, evadiendo el castigo del sol, y
llega a mirarte desde el piso con lejana languidez, con
débil fijeza levantada, como suele hacerlo, verás
que en ese momento pareciera que te pidiese algo, pero siempre
con humildad, sin exigencia alguna, sin voces, con abandono, sin
moverse y sin abrir la mirada de un todo. Quizá espera que
te inclines y le pases una mano cariñosa por la cabeza
para entonces con una escasa atención menear la cola y
subir los párpados, para mirarte como si estuviese de
regreso de un llanto de sueños donde te modela que se
sintió y sigue muy desvalido. Es un viejo perro,
socarrón, vago y noble y cansino, que, como por milagro, a
pesar del polvo en el aire, todavía conserva parte del
brillo de su pelo.
Y no sería nada extraño que hoy haya
amanecido jueves como lo hizo si no fuese porque hace dos
días no fue martes. Y porque ayer no fue miércoles.
Y que por lo tanto mañana no se puede reconocer que
día será. En este lugar, y sobre todo en verano,
los días pierden el ritmo natural y de buenas a primeras
se desordenan. Habrá que esperar a que este jueves de hoy
se muera para quizás alcanzar a saber lo que
amanecerá mañana con certeza. A veces el calendario
del pueblo hace esas cosas y anda como dando brincos de caprichos
entre su verdadera nomenclatura de fechas y de días de la
semana. Y la gente, por lo general, ya no confía en lo que
dicen sus apretados papeles presillados, colgando en las paredes
con fotos o propagandas llamativas o posados como tacos incoloros
sobre los escritorios. Y nada, en esta materia simplemente la
gente se guía por sus intuiciones. Pero nadie se
desconcierta ni pierde sus costumbres. Sólo se sabe, y lo
acepta la mayoría, como de común acuerdo, y no se
discute, que hoy el día tiene color y ritmo y sabor de
jueves. Se siente a jueves, se respira jueves en todas partes y
en todas las cosas.
Y como prueba, alguien lo anunció desde temprano
en el centro del pueblo cuando estiró los brazos y la
espalda en medio de la radiación, botando la pereza camino
del trabajo, y dijo: hoy parece jueves de nuevo, y lo es. Y
entonces ya fue así. La luz, la lentitud de la
monotonía, el cansancio, el poco movimiento en los
soportales y las calles donde no se veían niños
corriendo con sus juegos, ni mujeres haciendo mercado. Todo lo
decía. Y lo demás, poco que importaba. Simplemente
hoy es jueves. Y punto.
Y para rematar es un interminable jueves de agosto,
porque el sol se luce allá arriba, implacable, y limpio, y
brillante, y agotador, sobrado de estío, a sabiendas de
que tiene que comportarse como es debido para no desentonar y ser
un sol de jueves de agosto a como dé lugar. Y mejor
aún, es un jueves de un agosto en ciernes, no muy
avanzado, seco y marchito, lejano de la posibilidad de un poco de
frescura, con el aire vibrando en ondas de calor que se ven
flotando en el espacio a la altura de los ojos, sobre las calles
y a cualquier distancia. Las sombras en el cemento de las aceras,
y las que caen imborrables y trepan sobre las fachadas de las
construcciones, son precisas, como copias exactas del contorno de
las casas y los techos y los árboles y de todas las cosas
que se dibujan en sus movimientos y siluetas contra ellas. Esas
sombras se riegan así que hubiesen sido trazadas con la
precisión de tiralíneas.
Y el polvo se levanta en la calle con un impulso
improvisado y caliente, y de interrupciones, creado por el paso
de los pocos vehículos que circulan congestionados de
prudencia y de flojera. El que más polvo levanta es el
esporádico y único autobús provincial de la
zona, con su peso de anchura y con sus ruidos de engranajes
sumados a los de sus traseras ruedas mellizas. Los camiones hacen
lo mismo, pero más ruidosos y con muchas más
ruedas. Pero los camiones apenas cuentan. El autobús es la
base y el alma de la circulación del pueblo,
uniéndolo con el mundo, con sus cuatro visitas diarias
recorriendo las poblaciones vecinas y moviendo a la gente entre
ellas.
Y aquí en el pueblo todos los jueves se celebra
Misa a las dos de la tarde. Los demás días se rezan
dos, una a las siete y media de la mañana y otra a las
ocho de la noche. Un capricho, será un capricho, un
soberano capricho del señor cura, pero cuando es jueves se
reverencia siempre una simple Misa a las dos en punto de la tarde
y la de la noche se suspende. Y se hace así, lo diga o no
lo diga el programa clerical y aunque llueva y relampaguee. Y si
acaso caen dos jueves seguidos en la misma semana, que en el
verano sucede con frecuencia, pues, no importa, él las
oficia sin falta y quizá con mayor vehemencia a las dos de
la tarde en punto, despacioso, asfixiante, con la más
gruesa sotana negra de que disponga y aunque la Iglesia parezca
un horno y no haya fieles presentes y bien dispuestos en la
planta para escucharlas. Y ya está. Cuando llega la hora
señalada, el señor cura arranca con la Misa y ya no
tiene nada más que ver con nadie. Ni tan siquiera se
voltea a mirar. Y dicen que a partir de esa hora suda a chorros y
tiene que cuidarse de que el sudor que le gotea de la punta de la
nariz y de la barbilla no caiga sobre hostias y vinos.
Y este horario lo cumple soberbio y estricto.
Además, a las dos y diez, extrañamente, ordena con
una señal al sacristán que cierre todos los accesos
a la Iglesia, para que aprendan los que no llegaron y tengan que
esperar afuera, hasta que la ofrenda finalice con el consabido
beso inclinado dado al altar. Dicen que cuando no cuenta con la
presencia de sus feligreses es cuando más elocuente y
emocionado gesticula y sermonea. Parece una locura, y
quizás lo sea, pero es así, aquí suceden
esas cosas. Y a todas éstas, esto ocurre sin que en el
parque de la Iglesia haya dónde refugiarse, los creyentes
retardados tienen que arreglárselas como puedan, pero al
descampado, dando vueltas, deambulando con sus sombrillas y
haciendo tiempo para poder entrar a rezar, cabizbajos, sin poder
mirarle la cara al cura.
En el parque de la iglesia están los renunciados
bancos de madera y metales oxidados de pinturas verdes y de
barnices descascarados, ardientes, a la intemperie, pero
prácticamente nadie se sienta en ellos hasta que llegue la
noche. Los árboles y sus sombras quedan lejos, inamovibles
a todo ruego. Ni el cura ha logrado que trasplanten o siembren
otros, más cercanos a los asientos, o que trasplanten
algunos de los pocos que ya están en los alrededores para
aprovecharlos de alguna manera. Nada, inútil, los tiempos
no están para eso y en realidad a este cura las
autoridades ya le hacen poco caso.
Y el almacén de Jacobo Meyer, en la calle
principal, tiene como siempre la puerta entreabierta y el
caprichoso zaguán a medias a la sombra, sin asientos ni
resquicios para que se pueda descansar por un buen rato protegido
del sol, viendo el movimiento de los carros y el pasar de la
gente. Los tuvo, pero no, el mentado señor Meyer, que vive
en la trastienda los retiró, y ya no está pendiente
de nada de eso. No le importan los árboles, ni el sol, ni
el Alcalde, ni le interesan las Misas, ni le importan los
asientos en el parque o en su portal. Al menos no como le
interesaban los asuntos del pueblo y de la tienda en un
principio, cuando llegó para abrir su negocio, nadie sabe
de dónde, aunque lo identificaran como "el polaco" desde
que extremadamente pulcro y organizado la inauguró
luciendo aquellos pantalones brincapozos sostenidos desde los
hombros por los endebles tirantes que tanto llamaron la
atención. Y pulcro en extremo se mantuvo por años
al igual que su almacén. Y memorables perduraron esos
tirantes que a la larga resultaron eternos.
Y polaco se quedó fichado, porque su aspecto, con
la piel tan blanca y pecosa, y el pelo colorado, eran muy
alejados del estampado criollo que lo rodeaba. A lo que siempre
ha estado atento este polaco es a la calle y al movimiento de la
esquina de la calle a su izquierda, más allá del
perro echado, y un poco más allá del final de la
cuadra, donde queda la parada del autobús. Hacia
allá mira con máxima atención, atisbando
entre el cortinaje que lo oculta tras la ventana, por donde raras
veces saca la capirra cabeza de facciones apagadas y de ojillos
de ratón acucioso aumentados por las gafas, para indagar
profusamente también en ambas direcciones. Eso es lo que
hace, vigila y espera. Y ansioso se truena los nudillos con sus
huesudos dedos, como pocos podrían hacerlo. Duele ver y
escuchar cuando lo hace tras el mostrador de la tienda al
manipular el dinero o andando por la calle. Los suena secos, como
dados y martillos.
Pero la ansiedad de ese tronar le ha sido en vano.
Porque, aunque desde allí puede ver las cuatro arribadas
diarias del autobús, ya lleva algunos años en esa
espera sin que se presente lo único que le podría
interesar para volver a la vida. Igualmente revisa la calle y las
galerías de portalones que se comunican contiguos
bordeando la vía, más altos que las aceras, una y
otra vez, insistiendo, por si en un momento se hubiese descuidado
y ella hubiese arribado de algún otro modo sin que lo
advirtiera. Pero no, no está, ella no está. No
está parada a un lado, ni se escurre entre la gente con su
habitual andar rapidito que a él tanto le molestaba cuando
la veía desplazándose allá afuera o cuando
salían juntos a caminar y apenas podía seguirle el
paso. Y esa ausencia y ese andar no tenían remedio.
Simplemente no estaba. De nuevo le tocaba resignarse hasta la
esperanza del próximo autobús.
Y parado en la ventana pensaba igualmente que desde que
abrió en la mañanita, hasta esa hora, con el sol
tan alto, la venta había sido nula de nuevo. Ni un
caramelo se ha movido. Las campanillas de las puertas no
habían sonado. Y recordó con vano orgullo que a lo
largo de los años, no importando dónde estuviese,
tanto en la tienda como en las otras habitaciones, o escuchando
la radio, y hasta estando en el patio, él siempre las
podía escuchar al más ligero batir de las puertas.
Y podía también identificar cuándo era la
brisa quien las hacía tintinear. Pero todo sigue
igual.
Y ella, siempre ella, su mujer, la que trajo al pueblo y
lo dejó, sin hijos y sin tranquilidad, incrustada
allí en medio de la frente, que lo abandonó desde
hacía más de cuatro años, sin anunciarlo ni
despedirse, no regresaba. La hubiera escuchado. Ante el sonar de
las campanillas él siempre sabría cuándo
pudiese tratarse de ella y lo abandonaría todo para ir a
recibirla. Y no le importaría y hasta se alegraría
de que lo dejase atrás cuando caminaran. Pero no. Ahora
ella vive en otro pueblo. Y en otra tienda. Y en otra cama. Y
escucha otras campanas. Y nunca más regresó en el
autobús. Y seguramente no regresará.
Pero el que sí está es el perro. Echado en
su esquina. Ése no le fallaba. Y desde su rudimentario
escondite tras la cortina, llevaba rato entre sus pensamientos
observándolo también, con su acostumbrada
desazón, como a diario. Y de vez en cuando el perro
igualmente lo mira, al menor movimiento de telas que perciba en
la ventana enseguida mira hacia allí, sabiendo que
él está escondido detrás de la ventana. De
siempre, pero ya no, le había provocado espantarlo y
arrojarle algunas piedras, para que no volviera, igual a como
hubiera querido echarla a ella de sus adentros, a pedradas, pero
al final nunca lo hizo. No pudo. Día a día le
faltó el coraje. Y ya era tarde. Quizá el perro
también ha estado esperando por algo que sólo
él lo sueña y eso los encompincha un poco, nadie lo
sabe. Pero allí han convivido por mucho tiempo,
compartiendo sus desgracias. Y es posible que en los eslabones de
la desgracia que los unía fuese que en algún
momento pudo haber llegado a contactar y encariñarse un
poco con el piojoso animal.
Volvió a revisar la calle, con una mirada larga,
esta vez por su cuadra completa y otra cuadra más hacia
ambos lados. Nada. Resignado y cansado de estar triste se
sonrió con amargura y silencio. "Claro, pensó, hoy
es jueves, y los jueves son así. Los jueves no son
días de llegadas. De un jueves no se puede esperar nada
mejor". Y siempre supo que las cosas importantes de su vida
tendrían que determinarse y ocurrir un jueves. Lo supo con
la precisión que le otorgaba el haber vivido montones de
ellos como su día especial y más odioso de posibles
calamidades. Y ya había esperado demasiado tiempo. Y
encima de todo, muy por encima del pensamiento y de la espera, y
de lo ruinosamente imaginado, el calor era aplastante
también, mucho más de lo acostumbrado. Y el exceso
de calor lo mareaba en su debilidad.
Y era un sofoco de jueves. Siempre el maldito jueves de
por medio. Y lo seguiría siendo por el resto del
día. Y quizá mañana absurdamente lo sea
también. Y mirando por la ventana la exuberancia del
resplandor ahora le hería. Y el aburrimiento lo aplastaba.
Y el exceso de jueves también. Miró una vez
más hacia el remoto perro dormido, que ya iba a ser
alcanzado por la línea de avance del sol sobre el piso, y
sin quitarle la vista, casi sin articular palabras le
susurró algo, despidiéndose, apenas moviendo los
labios. En ese instante el perro lo miró también,
como si imposiblemente lo hubiera escuchado, esta vez con los
ojos bien abiertos y levantando y volteando extrañado la
cabeza. Las orejas le cayeron a lo largo del pescuezo hasta los
bordes de la boca jadeante de verano y de saliva.
Al verlo en esa pose incrédula y sorprendida de
interrogación, a Meyer hasta le pareció que en
realidad era un perro hermoso, y por única ocasión
se dio cuenta que nunca lo había escuchado gruñir o
ladrar corriendo tras los carros ni amenazando a alguien.
Sí, era un perro raro. Le quitó la vista.
Detalló a su alrededor los escasos muebles de la
habitación y las ropas de la cama. Y aún
miró de nuevo una última vez hacia el inútil
punto de parada del autobús. No había nadie. Ni tan
siquiera estaba el autobús que debió llegar a las
cuatro. Nada. Seguía estando solo. Y no esperaría
por la próxima llegada. Y ya, que se sentía muy
fatigado de tanta pesadumbre y no estaba dispuesto a continuar en
esa espera. Había llegado la hora y el
día.
A paso lento se alejó de la ventana, tronando
también lento los nudillos de ambas manos a la altura del
abdomen, para sin agitación alguna darle la vuelta a la
vieja cama, bien atento, concentrado. Y abrió la gaveta
del viejo cajón que dormía junto a la vieja pared
de tablas. Y sacó el viejo revólver. Sí,
así es, tranquilamente pensaba que todo era viejo. Un poco
de óxido le manchó los dedos. Y sin que le
importara, sin miedo, persuadido, como si estuviese muerto de
mucho antes, parado frente al espejo con su acostumbrada
debilidad levantó con convicción el revólver
sin quitarse la vista. Viendo sus movimientos en el espejo, y
precisando un sitio bajo la camisa, tanteando con los dedos, con
suave manera y sin rechazo alguno en el brazo se dio un tiro
perpendicular y seco, y definitivo, en medio del
pecho.
No, no fue un jueves cualquiera, por supuesto que no.
Pero sin lugar a dudas que sí fue como un jueves demasiado
cálido de agosto donde algo extraordinario tendría
que suceder. Y sucedió. Después se
recordaría cuando alguien preguntara por la historia de
aquel local que quedó vacío por tanto tiempo. Y
tendrían que decirlo con justicia: fue lo que quedó
de un jueves de un agosto muy caliente cuando murió Jacobo
Meyer. Un jueves. No importando en absoluto lo que dijese de ese
día y esa fecha un verdadero calendario con su
añadido santoral y su deshumanizada y pretendida
exactitud. Fue un jueves.
Autor:
Luis B Martinez