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Hoy amaneció jueves




Enviado por luis b martinez




    Hoy amaneció jueves – Monografias.com

    Hoy amaneció
    jueves

    Sintiendo lo crudo de un "Dulce Jueves" de
    Salinas,

    al andar por los caminos de Steinbeck.

    Hoy amaneció jueves. Más jueves que nunca
    antes. Y estando en mi pueblo, que se aletargaba castigado por el
    sol, creí estar en el Salinas de principios del siglo
    pasado, el que siempre imaginé durante la Gran
    Depresión en las lecturas voraces que de niño me
    desvelaban en las noches y madrugadas. Salinas, cuyas calles de
    jornaleros tanto quise visitar y disfrutar y que tanto me
    recordaba al pueblo de mis padres, con su polvareda, con su lento
    pasar de horas, con sus automóviles antiguos, todos
    negros, y con sus primeros camiones transportando las
    mercancías que venían de los campos de
    interminables sembradíos.

    El mismo cielo, alto y sin blanco de nubes está
    ahora aquí, a mi alrededor, hasta donde no se puede ver
    más, cubriéndonos a todos cual si fuese una capa
    transparente, con la sensación de que estuviésemos
    también cerca del mar en tierras fértiles.
    Sí, una atmósfera igual a la de Steinbeck
    está ahí, abarcando al pueblo, y a mucho
    más, luciendo su limpieza de claro azul de verano
    blanquecino con una refulgencia que penetra y traspasa todos los
    aires. Sólo faltan los corpulentos sicomoros para que
    fuese lo mismo.

    Y además, como lo dicho, aquí
    también es jueves, impuesto a la fuerza, pero lo es. Y ya
    son muchos los jueves que han pasado con esta tranquilidad
    aniquiladora en que el poblado es siempre igual y la gente anda
    silenciada de un lado a otro, sudando su tedio mientras buscan
    una sombra para cobijarse y largamente conversar. Y ante tanto
    calor se presiente que algo extraordinario está por
    suceder. El ambiente lo grita. Tiene que ser. Y por seguro que
    sucederá. El perro callejero de cada tarde está
    echado en la esquina menos abrasada del portal de la tienda del
    señor Meyer, el supuesto polaco pelirrojo que se
    apareció un día sin preámbulos ni
    vínculo alguno y que se ha quedado por años en el
    mismo local que originalmente rentó, con sus ropas
    repetidas y su corbata de lacito, viviendo como apartado, apenas
    aproximándose sin llegar a asimilarse por completo a las
    usuales costumbres de la gente. Y que jamás ha dejado de
    abrir su mediano almacén.

    Y ahí está el flaco y oscuro perro
    marrón de manchas claras, de largas orejas caídas y
    ojos llorones de párpados rojizos, cual un borrón
    inmóvil en su portal, dormido por sesiones con las largas
    patas estiradas donde es más densa la sombra, y desde
    donde, a ratos, perezosamente, abre la mirada, lento y abatido,
    igual que sube un telón, sin fijarse en nada. Es su
    esquina preferida. Si acaso pasas a su lado subiéndote
    desde la acera hasta el portal, evadiendo el castigo del sol, y
    llega a mirarte desde el piso con lejana languidez, con
    débil fijeza levantada, como suele hacerlo, verás
    que en ese momento pareciera que te pidiese algo, pero siempre
    con humildad, sin exigencia alguna, sin voces, con abandono, sin
    moverse y sin abrir la mirada de un todo. Quizá espera que
    te inclines y le pases una mano cariñosa por la cabeza
    para entonces con una escasa atención menear la cola y
    subir los párpados, para mirarte como si estuviese de
    regreso de un llanto de sueños donde te modela que se
    sintió y sigue muy desvalido. Es un viejo perro,
    socarrón, vago y noble y cansino, que, como por milagro, a
    pesar del polvo en el aire, todavía conserva parte del
    brillo de su pelo.

    Y no sería nada extraño que hoy haya
    amanecido jueves como lo hizo si no fuese porque hace dos
    días no fue martes. Y porque ayer no fue miércoles.
    Y que por lo tanto mañana no se puede reconocer que
    día será. En este lugar, y sobre todo en verano,
    los días pierden el ritmo natural y de buenas a primeras
    se desordenan. Habrá que esperar a que este jueves de hoy
    se muera para quizás alcanzar a saber lo que
    amanecerá mañana con certeza. A veces el calendario
    del pueblo hace esas cosas y anda como dando brincos de caprichos
    entre su verdadera nomenclatura de fechas y de días de la
    semana. Y la gente, por lo general, ya no confía en lo que
    dicen sus apretados papeles presillados, colgando en las paredes
    con fotos o propagandas llamativas o posados como tacos incoloros
    sobre los escritorios. Y nada, en esta materia simplemente la
    gente se guía por sus intuiciones. Pero nadie se
    desconcierta ni pierde sus costumbres. Sólo se sabe, y lo
    acepta la mayoría, como de común acuerdo, y no se
    discute, que hoy el día tiene color y ritmo y sabor de
    jueves. Se siente a jueves, se respira jueves en todas partes y
    en todas las cosas.

    Y como prueba, alguien lo anunció desde temprano
    en el centro del pueblo cuando estiró los brazos y la
    espalda en medio de la radiación, botando la pereza camino
    del trabajo, y dijo: hoy parece jueves de nuevo, y lo es. Y
    entonces ya fue así. La luz, la lentitud de la
    monotonía, el cansancio, el poco movimiento en los
    soportales y las calles donde no se veían niños
    corriendo con sus juegos, ni mujeres haciendo mercado. Todo lo
    decía. Y lo demás, poco que importaba. Simplemente
    hoy es jueves. Y punto.

    Y para rematar es un interminable jueves de agosto,
    porque el sol se luce allá arriba, implacable, y limpio, y
    brillante, y agotador, sobrado de estío, a sabiendas de
    que tiene que comportarse como es debido para no desentonar y ser
    un sol de jueves de agosto a como dé lugar. Y mejor
    aún, es un jueves de un agosto en ciernes, no muy
    avanzado, seco y marchito, lejano de la posibilidad de un poco de
    frescura, con el aire vibrando en ondas de calor que se ven
    flotando en el espacio a la altura de los ojos, sobre las calles
    y a cualquier distancia. Las sombras en el cemento de las aceras,
    y las que caen imborrables y trepan sobre las fachadas de las
    construcciones, son precisas, como copias exactas del contorno de
    las casas y los techos y los árboles y de todas las cosas
    que se dibujan en sus movimientos y siluetas contra ellas. Esas
    sombras se riegan así que hubiesen sido trazadas con la
    precisión de tiralíneas.

    Y el polvo se levanta en la calle con un impulso
    improvisado y caliente, y de interrupciones, creado por el paso
    de los pocos vehículos que circulan congestionados de
    prudencia y de flojera. El que más polvo levanta es el
    esporádico y único autobús provincial de la
    zona, con su peso de anchura y con sus ruidos de engranajes
    sumados a los de sus traseras ruedas mellizas. Los camiones hacen
    lo mismo, pero más ruidosos y con muchas más
    ruedas. Pero los camiones apenas cuentan. El autobús es la
    base y el alma de la circulación del pueblo,
    uniéndolo con el mundo, con sus cuatro visitas diarias
    recorriendo las poblaciones vecinas y moviendo a la gente entre
    ellas.

    Y aquí en el pueblo todos los jueves se celebra
    Misa a las dos de la tarde. Los demás días se rezan
    dos, una a las siete y media de la mañana y otra a las
    ocho de la noche. Un capricho, será un capricho, un
    soberano capricho del señor cura, pero cuando es jueves se
    reverencia siempre una simple Misa a las dos en punto de la tarde
    y la de la noche se suspende. Y se hace así, lo diga o no
    lo diga el programa clerical y aunque llueva y relampaguee. Y si
    acaso caen dos jueves seguidos en la misma semana, que en el
    verano sucede con frecuencia, pues, no importa, él las
    oficia sin falta y quizá con mayor vehemencia a las dos de
    la tarde en punto, despacioso, asfixiante, con la más
    gruesa sotana negra de que disponga y aunque la Iglesia parezca
    un horno y no haya fieles presentes y bien dispuestos en la
    planta para escucharlas. Y ya está. Cuando llega la hora
    señalada, el señor cura arranca con la Misa y ya no
    tiene nada más que ver con nadie. Ni tan siquiera se
    voltea a mirar. Y dicen que a partir de esa hora suda a chorros y
    tiene que cuidarse de que el sudor que le gotea de la punta de la
    nariz y de la barbilla no caiga sobre hostias y vinos.

    Y este horario lo cumple soberbio y estricto.
    Además, a las dos y diez, extrañamente, ordena con
    una señal al sacristán que cierre todos los accesos
    a la Iglesia, para que aprendan los que no llegaron y tengan que
    esperar afuera, hasta que la ofrenda finalice con el consabido
    beso inclinado dado al altar. Dicen que cuando no cuenta con la
    presencia de sus feligreses es cuando más elocuente y
    emocionado gesticula y sermonea. Parece una locura, y
    quizás lo sea, pero es así, aquí suceden
    esas cosas. Y a todas éstas, esto ocurre sin que en el
    parque de la Iglesia haya dónde refugiarse, los creyentes
    retardados tienen que arreglárselas como puedan, pero al
    descampado, dando vueltas, deambulando con sus sombrillas y
    haciendo tiempo para poder entrar a rezar, cabizbajos, sin poder
    mirarle la cara al cura.

    En el parque de la iglesia están los renunciados
    bancos de madera y metales oxidados de pinturas verdes y de
    barnices descascarados, ardientes, a la intemperie, pero
    prácticamente nadie se sienta en ellos hasta que llegue la
    noche. Los árboles y sus sombras quedan lejos, inamovibles
    a todo ruego. Ni el cura ha logrado que trasplanten o siembren
    otros, más cercanos a los asientos, o que trasplanten
    algunos de los pocos que ya están en los alrededores para
    aprovecharlos de alguna manera. Nada, inútil, los tiempos
    no están para eso y en realidad a este cura las
    autoridades ya le hacen poco caso.

    Y el almacén de Jacobo Meyer, en la calle
    principal, tiene como siempre la puerta entreabierta y el
    caprichoso zaguán a medias a la sombra, sin asientos ni
    resquicios para que se pueda descansar por un buen rato protegido
    del sol, viendo el movimiento de los carros y el pasar de la
    gente. Los tuvo, pero no, el mentado señor Meyer, que vive
    en la trastienda los retiró, y ya no está pendiente
    de nada de eso. No le importan los árboles, ni el sol, ni
    el Alcalde, ni le interesan las Misas, ni le importan los
    asientos en el parque o en su portal. Al menos no como le
    interesaban los asuntos del pueblo y de la tienda en un
    principio, cuando llegó para abrir su negocio, nadie sabe
    de dónde, aunque lo identificaran como "el polaco" desde
    que extremadamente pulcro y organizado la inauguró
    luciendo aquellos pantalones brincapozos sostenidos desde los
    hombros por los endebles tirantes que tanto llamaron la
    atención. Y pulcro en extremo se mantuvo por años
    al igual que su almacén. Y memorables perduraron esos
    tirantes que a la larga resultaron eternos.

    Y polaco se quedó fichado, porque su aspecto, con
    la piel tan blanca y pecosa, y el pelo colorado, eran muy
    alejados del estampado criollo que lo rodeaba. A lo que siempre
    ha estado atento este polaco es a la calle y al movimiento de la
    esquina de la calle a su izquierda, más allá del
    perro echado, y un poco más allá del final de la
    cuadra, donde queda la parada del autobús. Hacia
    allá mira con máxima atención, atisbando
    entre el cortinaje que lo oculta tras la ventana, por donde raras
    veces saca la capirra cabeza de facciones apagadas y de ojillos
    de ratón acucioso aumentados por las gafas, para indagar
    profusamente también en ambas direcciones. Eso es lo que
    hace, vigila y espera. Y ansioso se truena los nudillos con sus
    huesudos dedos, como pocos podrían hacerlo. Duele ver y
    escuchar cuando lo hace tras el mostrador de la tienda al
    manipular el dinero o andando por la calle. Los suena secos, como
    dados y martillos.

    Pero la ansiedad de ese tronar le ha sido en vano.
    Porque, aunque desde allí puede ver las cuatro arribadas
    diarias del autobús, ya lleva algunos años en esa
    espera sin que se presente lo único que le podría
    interesar para volver a la vida. Igualmente revisa la calle y las
    galerías de portalones que se comunican contiguos
    bordeando la vía, más altos que las aceras, una y
    otra vez, insistiendo, por si en un momento se hubiese descuidado
    y ella hubiese arribado de algún otro modo sin que lo
    advirtiera. Pero no, no está, ella no está. No
    está parada a un lado, ni se escurre entre la gente con su
    habitual andar rapidito que a él tanto le molestaba cuando
    la veía desplazándose allá afuera o cuando
    salían juntos a caminar y apenas podía seguirle el
    paso. Y esa ausencia y ese andar no tenían remedio.
    Simplemente no estaba. De nuevo le tocaba resignarse hasta la
    esperanza del próximo autobús.

    Y parado en la ventana pensaba igualmente que desde que
    abrió en la mañanita, hasta esa hora, con el sol
    tan alto, la venta había sido nula de nuevo. Ni un
    caramelo se ha movido. Las campanillas de las puertas no
    habían sonado. Y recordó con vano orgullo que a lo
    largo de los años, no importando dónde estuviese,
    tanto en la tienda como en las otras habitaciones, o escuchando
    la radio, y hasta estando en el patio, él siempre las
    podía escuchar al más ligero batir de las puertas.
    Y podía también identificar cuándo era la
    brisa quien las hacía tintinear. Pero todo sigue
    igual.

    Y ella, siempre ella, su mujer, la que trajo al pueblo y
    lo dejó, sin hijos y sin tranquilidad, incrustada
    allí en medio de la frente, que lo abandonó desde
    hacía más de cuatro años, sin anunciarlo ni
    despedirse, no regresaba. La hubiera escuchado. Ante el sonar de
    las campanillas él siempre sabría cuándo
    pudiese tratarse de ella y lo abandonaría todo para ir a
    recibirla. Y no le importaría y hasta se alegraría
    de que lo dejase atrás cuando caminaran. Pero no. Ahora
    ella vive en otro pueblo. Y en otra tienda. Y en otra cama. Y
    escucha otras campanas. Y nunca más regresó en el
    autobús. Y seguramente no regresará.

    Pero el que sí está es el perro. Echado en
    su esquina. Ése no le fallaba. Y desde su rudimentario
    escondite tras la cortina, llevaba rato entre sus pensamientos
    observándolo también, con su acostumbrada
    desazón, como a diario. Y de vez en cuando el perro
    igualmente lo mira, al menor movimiento de telas que perciba en
    la ventana enseguida mira hacia allí, sabiendo que
    él está escondido detrás de la ventana. De
    siempre, pero ya no, le había provocado espantarlo y
    arrojarle algunas piedras, para que no volviera, igual a como
    hubiera querido echarla a ella de sus adentros, a pedradas, pero
    al final nunca lo hizo. No pudo. Día a día le
    faltó el coraje. Y ya era tarde. Quizá el perro
    también ha estado esperando por algo que sólo
    él lo sueña y eso los encompincha un poco, nadie lo
    sabe. Pero allí han convivido por mucho tiempo,
    compartiendo sus desgracias. Y es posible que en los eslabones de
    la desgracia que los unía fuese que en algún
    momento pudo haber llegado a contactar y encariñarse un
    poco con el piojoso animal.

    Volvió a revisar la calle, con una mirada larga,
    esta vez por su cuadra completa y otra cuadra más hacia
    ambos lados. Nada. Resignado y cansado de estar triste se
    sonrió con amargura y silencio. "Claro, pensó, hoy
    es jueves, y los jueves son así. Los jueves no son
    días de llegadas. De un jueves no se puede esperar nada
    mejor". Y siempre supo que las cosas importantes de su vida
    tendrían que determinarse y ocurrir un jueves. Lo supo con
    la precisión que le otorgaba el haber vivido montones de
    ellos como su día especial y más odioso de posibles
    calamidades. Y ya había esperado demasiado tiempo. Y
    encima de todo, muy por encima del pensamiento y de la espera, y
    de lo ruinosamente imaginado, el calor era aplastante
    también, mucho más de lo acostumbrado. Y el exceso
    de calor lo mareaba en su debilidad.

    Y era un sofoco de jueves. Siempre el maldito jueves de
    por medio. Y lo seguiría siendo por el resto del
    día. Y quizá mañana absurdamente lo sea
    también. Y mirando por la ventana la exuberancia del
    resplandor ahora le hería. Y el aburrimiento lo aplastaba.
    Y el exceso de jueves también. Miró una vez
    más hacia el remoto perro dormido, que ya iba a ser
    alcanzado por la línea de avance del sol sobre el piso, y
    sin quitarle la vista, casi sin articular palabras le
    susurró algo, despidiéndose, apenas moviendo los
    labios. En ese instante el perro lo miró también,
    como si imposiblemente lo hubiera escuchado, esta vez con los
    ojos bien abiertos y levantando y volteando extrañado la
    cabeza. Las orejas le cayeron a lo largo del pescuezo hasta los
    bordes de la boca jadeante de verano y de saliva.

    Al verlo en esa pose incrédula y sorprendida de
    interrogación, a Meyer hasta le pareció que en
    realidad era un perro hermoso, y por única ocasión
    se dio cuenta que nunca lo había escuchado gruñir o
    ladrar corriendo tras los carros ni amenazando a alguien.
    Sí, era un perro raro. Le quitó la vista.
    Detalló a su alrededor los escasos muebles de la
    habitación y las ropas de la cama. Y aún
    miró de nuevo una última vez hacia el inútil
    punto de parada del autobús. No había nadie. Ni tan
    siquiera estaba el autobús que debió llegar a las
    cuatro. Nada. Seguía estando solo. Y no esperaría
    por la próxima llegada. Y ya, que se sentía muy
    fatigado de tanta pesadumbre y no estaba dispuesto a continuar en
    esa espera. Había llegado la hora y el
    día.

    A paso lento se alejó de la ventana, tronando
    también lento los nudillos de ambas manos a la altura del
    abdomen, para sin agitación alguna darle la vuelta a la
    vieja cama, bien atento, concentrado. Y abrió la gaveta
    del viejo cajón que dormía junto a la vieja pared
    de tablas. Y sacó el viejo revólver. Sí,
    así es, tranquilamente pensaba que todo era viejo. Un poco
    de óxido le manchó los dedos. Y sin que le
    importara, sin miedo, persuadido, como si estuviese muerto de
    mucho antes, parado frente al espejo con su acostumbrada
    debilidad levantó con convicción el revólver
    sin quitarse la vista. Viendo sus movimientos en el espejo, y
    precisando un sitio bajo la camisa, tanteando con los dedos, con
    suave manera y sin rechazo alguno en el brazo se dio un tiro
    perpendicular y seco, y definitivo, en medio del
    pecho.

    No, no fue un jueves cualquiera, por supuesto que no.
    Pero sin lugar a dudas que sí fue como un jueves demasiado
    cálido de agosto donde algo extraordinario tendría
    que suceder. Y sucedió. Después se
    recordaría cuando alguien preguntara por la historia de
    aquel local que quedó vacío por tanto tiempo. Y
    tendrían que decirlo con justicia: fue lo que quedó
    de un jueves de un agosto muy caliente cuando murió Jacobo
    Meyer. Un jueves. No importando en absoluto lo que dijese de ese
    día y esa fecha un verdadero calendario con su
    añadido santoral y su deshumanizada y pretendida
    exactitud. Fue un jueves.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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