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La historia de Juan: Nopales y Magueyes




Enviado por luis b martinez



    La historia de Juan: Nopales y
    Magueyes

    El ansia siempre deja huellas.

    El llano en llamas. Juan Rulfo.

    Después de recorrer la imponente cordillera que
    se bañaba de malvas y de azules en la distancia, viendo la
    inmensidad del país desde esas alturas en que se
    sobrepasaban otras montañas y se repetían lejanos
    los horizontes bajo las nubes, Juan bajaba sin apuros para
    adentrarse en los caminos no dibujados de los llanos. Y entraba
    al llamado de la planicie, que siempre atraía como posible
    escapatoria hacia un futuro liberador que nunca ha acudía
    a la cita, muy despacioso, desmenuzando el amontonar de la tarde
    y pensando en aquella batalla silenciosa y sin fin de su raza por
    conquistar la tierra que de siempre soñaba como propia. Y
    viendo al frente y a su alrededor pensaba que todo aquello en
    verdad les pertenecía, montañas, y llanos, y
    bosques y ríos, y aires y luces, y cielos y distancias. Y
    al estar por esos campos, andando al frente de la visión
    de un incendio mil veces conocido siguiéndole los pasos,
    que de siglos iba arrasando con lo que se podía a duras
    penas construir, y que sólo él podía
    reconocer, se inflamaba su garganta y se dilataba de espacios la
    gigantesca llanura que observaba y que aún en su calmada
    pero crecida pasión, consumida por el fuego o no,
    sentía que ya no le cabía en el pecho ni en la
    respiración. Pero el fogaje y chisporroteo de esas llamas
    que imaginaba los vivía en el aire de su mirada, dando
    vueltas, y lo escuchaba tal que fuese tan cercano como para
    arrebolarle la cara y secarle la visión que iba
    empequeñeciéndole los ojos con aquellas ondas de
    calor que nada detenía. Ya había conocido esos
    embates llenando las distancias en su eternidad de presencias en
    los llanos impacientes que recorriera en cada territorio de sus
    dolidas caminatas. Y las fogosidades centenarias de tales llamas
    habían ardido en su entorno y dentro de él desde la
    infancia acosada de supersticiones y de otras llamaradas que
    había vivido en su natal Sayula, donde los aparecidos
    andaban como naturales con sus presagios y misterios en la
    intimidad de las habitaciones y en los corredores de oscuros
    zaguanes de todas las casas que había conocido. Cada
    rincón tenía su aparición. Los fantasmas le
    eran más que cotidianos. Estaban presentes con naturalidad
    en las conversaciones y las miradas de los familiares y amigos a
    lo largo de su vida entera. Bastaba nomás estar en la
    caída de la noche alumbrados por farolas en los portales
    de las casas y en los callejones de pueblos enteros para que se
    presentaran con sus voces graves y sus movimientos muchas veces
    furtivos pero siempre dejándose ver. Y se sumaban las
    señales que daban las voces de las ramas de los
    árboles y los matorrales, como zumbidos y murmullos, con
    la prisa del viento y los ruidos de las furias que siempre
    habían traído a empujones esos fuegos y esos
    fantasmas.

    Se movían con él, como propios,
    colocándolos como sombras, haciéndolos
    próximos en bocanadas de misterio mezcladas de calor y
    aparecidos que podía sentir azotándole la piel y el
    corazón sin azoro alguno. Y andando esos llanos, al paso,
    entre él y las llamas de su imperiosa visión, se
    acercaban silenciosos por la pradera los grupos de hombres y
    mujeres de todas las edades de la nación entera.
    Venían a su encuentro en marchas monótonas y
    numerosas, pareciendo seguir a un alguien que no se veía y
    que no era otra cosa que un sueño de demanda y
    reivindicación. Y se acercaban tal que fuesen abejas
    afirmadas a la tierra, derrumbados de trabajar, con las alas
    gachas, afincadas a sus historias, con los sombreros alones
    clavados en las sienes para proteger los ojos y la piel en
    sombras para no desnudar la cara.

    Venían también los impávidos
    machetes sujetos en la cintura sobre los pasos bajos de las
    empolvadas alpargatas. En las espaldas cargaban resúmenes
    infames de cientos de labores, arando, cosechando, removiendo
    surcos y extrayendo viandas, y raspando millares de magueyes
    capados para obtener el aguamiel del pulque, en tareas que se
    dolieron por millones en cinturas que pudieron soportar la fatiga
    sin caer vencidas ni ser humilladas, sin terminar los días
    mordiendo el polvo con las orejas pisoteadas. Las piernas se
    fortalecían ante la rudeza. Y el carácter
    también. Con miles de cansancios presentes. Igual a como
    el peso del maíz sembrado y cosechado para apenas alcanzar
    a comer la mujer y los hijos, se sumaba en los morrales que
    colgaban de los hombros.

    Los saludos humildes, en repetición de cadenas,
    apenas perceptibles, de cabezas gachas al pasar a un lado,
    sonaban a murmullos de miradas entrecerradas, pacientes, por lo
    bajo y por la sombra, sin identificaciones. Un mismo personaje
    repetido, a un paso único, sin romper la fila.

    Pero Juan los conocía y reconocía a todos.
    No necesitaba verles la cara. Eran los mismos de la vida entera.
    Eran sus hermanos y hermanas, los campesinos históricos,
    por siempre juntos, compartiendo las pequeñas
    alegrías y los muchos sinsabores. Los distinguía
    contra el horizonte y contra el fuego. No había colores en
    el paisaje que los acompañaba, tan sólo destacaba
    el hálito rojizo de las llamas en la plana distancia que
    se consumía de calores y en la sequedad de la pradera que
    esos hombres dejaban atrás en su inagotable marcha por los
    llanos. Era el mismo fuego que tenía siglos
    empujándolos por aquellos parajes. Y el cielo del
    día, muy alto, siendo plomo enrollado que amenazaba
    convertirse en negro yunque y caer sobre sus cabezas, apenas se
    movía.

    En cada hombre que llegaba y cruzaba a su lado con su
    andar de silencios, como en oración sin rezos, él
    podía adivinar los caballos de sus mentes correteando al
    final del túnel del recuerdo y de las historias, y de las
    fábulas, y de las realidades ajenas. Y veía a esos
    caballos que soñaban agrupados, impacientes y sobrados,
    relinchando por lo bajo en la fantasía del pensamiento que
    necesitaba la hora de los escapes conocidos tras sus caudillos,
    dispuestos para arrancar montados sobre ellos con la lujuria
    musculosa de los cascos en tropel, fervorosos por entrar en la
    lucha y la carrera, sin miedo a la herida o a la muerte,
    sabiéndose mártires y dispuestos al sacrificio casi
    que con tiste alegría. Con precisión soñaban
    que los rifles se alargarían en sus flancos y en sus
    hábiles manos. Y que en las narices agitadas de esos
    caballos llevarían los recuerdos del olor de la
    pólvora de los que lucharon y terminaron vencidos, pero
    que siempre regresaban, sublevándose, acompañados
    por los calores del sudor y de la sangre de legendarias batallas.
    Y Juan los dibujaba con su amor comprensivo y su orgullo
    auténtico al verlos avanzar hacia las futuras luchas,
    cayendo, cabalgando como locos, sedientos de peleas, gritando sus
    gritos, siempre con las hembras a la vera compartiendo cada lucha
    sin dejar atrás las trompetas y guitarras que
    desencadenarían sus amores y tristezas. Y los encajaba con
    firmeza en su memoria para después sacarlos a la luz en
    las páginas que escribiría. Y miraba hacia el cielo
    de plata manchada y apenas brillante buscando vislumbrar un
    futuro para esa raza dolida y cien veces traicionada. Y con ellos
    pensó que él tampoco nunca moriría
    aún estando presente en todas las batallas. Y con ellos
    grabados en la frente y en lo más profundo de su
    espíritu, jamás se detuvo. Y siguió con
    ellos. Y caminó muchísimo. Y ya muy dentro de esos
    llanos la tarde estaba por caer vencida. Pero todas las marchas
    se movían.

    Y Juan seguía caminando también sin
    descansar, fundido a las filas, desentendido del fuego que ahora
    los rodeaba y que con ellos andaba la llanura y el camino. Y la
    oscuridad naciente de las nubes se confundía con los
    empujes rebeldes y revueltos de la humareda del incendio que se
    ahogaba de espacio y se alegraba de llamas y de ruidos en el
    viento creciente.

    El fuego, y el llano, y los caballos de sueños, y
    la riada de gentes eran uno. Los niños que
    acompañaban a los hombres y mujeres en la marcha, que no
    se asustaban ni lloraban porque ya conocían en su silencio
    los dolores y el mal sabor de todos los filos en el augurar de
    heridas irremediables, caminaban de últimos, impasibles
    ante el alboroto que los rodeaban, también con sus
    sombreros en las manos y sintiendo como propios y en sus carnes
    el calor de las llamas a su alrededor.

    Ellos, que eran como hombres pequeños, sin
    madurar, pero ya endurecidos por los golpes, de ojos grandes y
    achinados que podían verlo todo, avanzaban también
    siguiendo sus sombras, con sus perros asustados y jadeantes, y
    hambrientos, y flacos, sin saber en realidad adónde iban
    ni quiénes los guiaban. Tan sólo caminaban porque
    era lo que se tenía que hacer. Y lo que desde cientos de
    años se había hecho. Lo demás poco
    importaba. Eran los hijos doloridos y menospreciados del trabajo
    duro por generaciones, sin alivios, sin ilusiones.

    Las ropas blancas de algodón, tal que fuesen
    bellos uniformes de combatientes en todos ellos, reflejados de
    una pureza casi virginal en su eterno y muy a la mano amanecer
    indígena, adorador de imágenes y mitos ancestrales,
    cuyas telas fueron hiladas por manos agrietadas y diestras, eran
    al vestirlas el sello que identificaban y portaban con humildad
    como un emblema intrínsecamente propio. Eso, y el amplio
    sombrero, y la fusión en cada paso a la tierra ajena a la
    que amaban y a la que se aferraban como si tuviesen raíces
    en las plantas de los pies, para que su savia corriese por sus
    venas y los abarcase, eran su sostén en el tiempo de
    esperar. Y también lo era el sempiterno machete. Al igual
    que las alpargatas. Y el sobrado sombrero de ala bien ancha que
    aplaca al sol. Y al momento, sintiendo esos mismos elementos como
    luces afincadas a su conciencia, Juan caminaba
    confundiéndose entre todos ellos, sabiéndose un
    resumen, habiendo sido uno más, con la certeza de haber
    consumido todas las historias y experiencias que se hubieron
    desgarrado y que llevaba con dolor en la sangre y en la memoria
    desde los años de la criminal Conquista.

    Él templaba la raza inculta en sus latidos y en
    la tristeza de los ojos pequeños y sombríos con que
    miraba en su mundo de amplitudes y de aparecidos y dolientes,
    mezclándolos con los recuerdos y los desgarros y los
    fantasmas de las revueltas cristeras de la infancia y juventud
    que hubo vivido en su Jalisco natal. Y se amargaba y se
    dolía en el desprecio hacia tanta estulticia avasallante,
    por demás inútil y ciega. Y con ese bagaje revuelto
    arrastraba en sus adentros y en el espesor de sus venas el
    sueño y la espera del surgimiento de un salvaje redentor,
    un gigante aparecido y vestido también con sus algodones
    blancos y puros, un héroe homérico con el olor
    nacional y la estampa orgullosa y abarcadora del nopal y del
    maguey, irguiéndose desafiante frente a la ignominia de
    aquel destino. Soñaba ese paladín que al llamado de
    un nuevo grito arrasara con la Historia y con el maleficio de la
    Nación entera, señalando un camino que
    habría que seguir sin muchas preguntas nomás al
    llamar a la lucha con su grito más esclarecido. Y como
    aquella marcha en respetuosa fila precediendo a las llamas, y
    negándolas pero enriqueciéndose de ellas,
    sería la marcha silenciosa del que no sabe qué
    decir como respuesta a ese grito, pero que lo grita
    también y lo custodia, compacto con los compañeros,
    en un incesante y latente reclamo convencido, con la menor
    cantidad posible de palabras, casi enmudecido, pero como un solo
    hombre. Y lo hace mirando desconfiado hacia los flancos, con la
    tristeza de saber que el enemigo también nacía
    junto con ellos y podía sumarse en traición oscura,
    en las mismas entrañas, y que era su hermano, pero al otro
    lado, en otra fila, y que era siempre el mismo. Y Juan caminaba
    en todos los grupos, en aquél que era el suyo y en otros
    que llegaban a sumarse para fundirse a ellos, conociendo que en
    ese andar hacia la muerte quedarían, irredentos y
    redentores, con los cráneos y los sueños rotos y
    con la piel morena zanjada de heridas y machacada de golpes y de
    sueños ensangrentados.

    Sabía que en esas tierras el hombre es siempre un
    ser que ha sido vencido muchas veces y que tan sólo sabe
    rebelarse para perder las batallas ante el cuello y la corbata,
    que la mayoría de las veces jamás ha montado un
    caballo que no sea la silla de un escritorio, pero que posee la
    labia engañosa que se dispara desde la garganta vil de las
    capitales y la prensa, para al final quedar, éste hundido
    en la ignominia y la mentira del ladrón, y aquél
    salpicado de abandono y de humildad pisoteada, con el sentir de
    la tierra que pisa y del viento que se levanta de ella metido en
    las narices y en los ojos negrísimos y humedecidos y
    brillantes. Tierra que nunca ha poseído y que se le niega.
    Y lo tendría que decir. El mundo entero lo sabría.
    El hombre de ese llano castigador, y caliente, y casi sin fin,
    tal cual él es, con el color de la terracota oscura, sabe
    como nadie del sabor de la amargura y del nudo de la
    traición. Y al pasar por las alfarerías que en sus
    modelos contaban todas las historias, lo veía en los
    gritos de los giros y en las redondeces de maestría del
    barro cocido, y en sus dibujos de simples geometrías
    simétricas y frescos colores, sin rebuscamiento alguno,
    que recuerdan al indio original y legendario. Y la hamaca lo
    acusa en el tejido que la sostiene y le da forma, desde que
    comienza el hilado hasta que las manos cierran el nudo y
    ascienden hasta el horcón o el hico, esperando, quieta,
    sin mecerse, a menos que fuerte sople el viento y se meta por la
    ventana, hasta que el héroe sudoroso de la comarca se
    busque su hembra y la monte en ella, o la visite, o se eche a
    morir o a descansar en sus telas después de una batalla
    innombrable por olvidada y dispersa. Y Juan entrará a la
    choza y se acercará para verlo en su reposo después
    de saber de esa batalla. Y le cerrará los apagados ojos si
    acaso está muerto. Y le acomodará frente a la vista
    apagada el sombrero y el sarape y las carrilleras que portaba
    cruzadas sobre el pecho en un clavo de la pared sin que falte una
    bala ni una sombra ni un calor.

    Con el tiempo ya tampoco faltará un nuevo
    guerrero que las tome para seguir peleando. Y observará al
    guerrero muerto por un largo rato, como en una despedida. Y se
    quedará callado de respeto. Y le repasará la barba
    siempre negra y apuntada como espinas de nopal. Y le
    limpiará el sudor que se ha secado compactado con el polvo
    y la sangre sobre la frente amplia y el bigote espeso. Los
    cacharros en la penumbra de una esquina de la choza, donde beben
    y comen los vivos de la casa alternando con los muertos que la
    ocuparon y que aún deambulan en las noches, comparten sus
    apariciones y murmullos con las esclarecidas apariciones que
    siempre están despiertas. Todo lo presente se consolida
    augurando sus voces de vientos encerrados, haciendo eco en sus
    cavidades contenedoras cuando las lechuzas vuelan en los patios y
    se posan en los tendederos a emitir su sombrío canto de
    horrendos presagios que tan sólo la imaginación
    sabe descifrar. Ululan como el viento, pero más hondo. Los
    espíritus entran y salen por las paredes y puertas y
    ventanas sin mirar atrás y sin dejar ni un rastro de la
    humedad de los cementerios que no visitan ni del vaho de las
    tumbas que ya nunca ocupan pues es a lo único a que ellos
    a su vez temen también. Se alejan de ellas por no quedar
    atrapados. Sólo saben deambular.

    La muerte y los muertos siempre rondan en los pasillos
    de la oscuridad del tiempo de los ambientes que él crea y
    sueña. Porque Juan siempre ha compartido su vida con los
    muertos. Y ha sido un muerto también. Los muertos son sus
    mejores y más confiables compañeros. Él es a
    su vez como una tumba, o como un páramo, o como un
    precipicio en cuyo espacio caben todas las desgracias sin que
    puedan ya producir dolor alguno.

    Desde hace muchísimos años Juan vive con
    ellos en cada uno de sus viajes, y en cada una de sus casas, y en
    cualquiera otra de cualquier llano o monte desamparado, y en su
    mente, pues aquellos que no mueren definitivamente no pueden
    abandonar a la familia ni a sus cacharros y recuerdos y se quedan
    rondando sus querencias. Constituyen lo único que
    tenían y lo único que les queda para paralizar la
    vida y mantenerse en ella sin entrar definitivamente en el
    porvenir. Y Juan convive con ellos. Y se queda en lo oscuro
    adivinando en la penumbra sus propios cachivaches, bebiendo
    tequila con limón en un jarrito y dilucidando espacios
    tanto para los vivos que se acercan como para los muertos que se
    le suman nomás con recordarlos. Vive con esas generaciones
    que aún hablan de la Revolución y sus movimientos,
    y de coroneles y generales ascendentes de antepasados
    misteriosos, de abuelos de abuelos a su vez, y de parientes sin
    final que desfilan incansables y que son perfectamente
    reconocibles entre los rincones y los cuartos de cada
    aparición de las casas fantasmales. Son los residuos
    imborrables de aquellos a los que les dieron la tierra seca y
    dura y marchita, y agrietada, sin un árbol que ofreciera
    sombra y cobijo, para que la labraran casi que con las manos,
    mientras otros se repartían las vegas y los chaparrales y
    las bestias a ambos lados de los ríos y los
    arroyos.

    Los zopilotes esperaban en las alturas con sus vuelos
    negros planeados de silencios. Y esperaban también posados
    en las ramas de los árboles resecos del llano inclemente,
    cabizbajos, con su paciencia olfateadora y trashumante de imagen
    triste y carroñera. Y aún esperan. Porque los hijos
    aún se abrasan de fiebres dentro de las chozas. Y Juan es
    capaz de escuchar las conversaciones de esas sombras que se
    mueven dentro de las habitaciones, rodeadas a su vez de
    penumbras, libres de recovecos y de luces precisas. Y puede
    reconocerlos como testigos de todos los tiempos y miserias. Y,
    testigo él, fantasma de su presente, sin dejar escapar una
    palabra escuchada de las dichas con el significado y la astucia
    del hombre del campo, que le suele dar una maliciosa
    entonación en la garganta y el respirar, escucha con la
    mayor aplicación y anota en su memoria lo que hablan y el
    dejo y la intención que marcan con lo que dicen. Y retrata
    con los ojos sus aspectos y gestos borrosos, y el sudor de la
    frente, y el aliento de tequila y de tabaco, y lo que hacen, y
    cómo se mueven a través de puertas y paredes,
    porque en ese mundo sí que no tienen obstáculos y
    son eternamente libres. Para después, él a solas,
    recostado en sí mismo, fumando su cigarrillo,
    recordándolo todo, redactar su libro y hacerlos conocer
    trascribiendo sus retratos.

    Él es, cual otro aparecido de distintas
    épocas, un espía de la fatalidad y la tragedia que
    los ha arrastrado a todos por generaciones, atrapados en una red,
    hasta lograr por siempre volcarlos desnudos en otros tiempos que
    siempre serán semejantes a los ya vividos. Y en su debido
    momento se dará a la tarea de retocarlos y pintarlos de
    una mejor manera en sus narraciones. Y los hará andar como
    acostumbran, en fila india, y los hará conversar, y
    mostrará sus entrañas carcomidas por la voracidad
    de los que ostentan el bastón de la injusticia. Y
    aún con la tragedia en el semblante que intentará
    dibujar con una humilde pero socarrona sonrisa, sin pasar de una
    mueca de comprensión, los hará comer tortillas y
    cantar corridos y rancheras sin alegría alguna,
    acompañados por tristes y melancólicas guitarras y
    roncos guitarrones. Y así, sin menosprecios, entendiendo
    los fracasos y caídas, por siempre los hará
    universales. Y al final, reconociendo que no es mucho lo que ha
    logrado pero que le ha sido satisfactorio, se resignará,
    y, con el llano incendiado aún, chamuscado el horizonte,
    sin respiros de alivios y de llamas, cumplida la tarea,
    cogerá el camino de regreso, como quien sube por la ladera
    de un infinito monte. Y se irá a descansar y a morir con
    su escritura en la cima del cono de la caldera de un
    volcán para juntarse con sus propios muertos. Y muerto ya,
    como ilusionaba, se tendrá que seguir contando esta
    pequeña historia de este Juan porque el mundo ha cambiado
    muy poco y ayer llovió tanto que el cementerio en que lo
    enterraron se inundó hasta las entrañas y las
    raíces, y el agua abrió y vació las tumbas
    de los que estaban muertos sin regresos, de los que no se le
    aparecen a nadie ni deambulan en las noches.

    Los cadáveres debutantes, emigrando por sobre las
    cercas del cementerio, flotaban a un lado y otro, por caminos y
    veredas, y patios y matorrales, entrando y saliendo de los
    pueblos, rodeándolos, recorriendo las calles, sin rifles
    ni caballos, como en una procesión macabra y circular.
    Apestaban como nunca antes. Eso fue lo que dejó la
    avalancha de tanta lluvia, además de echar abajo las pocas
    flores que este año habían nacido en el cementerio
    y en el chaparral vecino, margaritas y romerillos, de las que
    algunas viajaban como amarillas burlas arrastradas por los
    cadáveres emergentes que flotaban entrechocando con los
    árboles y con las puertas y ventanas de las casas de la
    comarca. Y la gente, que ni remotamente se asustaba y
    podían recibirlos con la mayor naturalidad,
    viéndolos con ojos astutos y sonrientes de callada
    picardía, acostumbrados a ellos, fumando sus ensalivados
    cigarrillos de tabaco negro liados por sí mismos con sus
    dedos cuarteados y sucios de tierra y nicotina, les abrían
    los brazos y los besaban en las frentes descarnadas como si
    fuesen visitas familiares. Sólo el cadáver de Juan
    no salió con la inundación en esa procesión
    de maltratados difuntos con vestiduras campesinas que
    parecían andar buscando un aire. Su tumba quedó
    sellada. Ni tan siquiera amenazó con removerse. La
    lápida se mantuvo firme, sujeta a lo profundo, como
    sembrada.

    Pero quedó cubierta de tierra luciendo decenas de
    todas las flores imaginables, todas frescas y brillantes, como
    queriendo también echar raíces y no desaparecer,
    para multiplicarse sin necesidad de ser fantasmas perfumadas en
    las cerradas memorias de los vecindarios. Vaya Ud. a saber por
    qué tan sólo nuestro Juan se quedó
    quieto.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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