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Por que los accidentes no existen en teoria – VII




Enviado por Felix Larocca



  1. Definamos, entonces nuestra tesis
    final
  2. Bibliografía

El Imperativo Territorial y el Instinto
Adquisitivo, como módulos son parte intrínseca de
nuestra constitución. Como tales, representan tendencias
ineluctables que gobiernan nuestras vidas y matizan nuestras
actividades mentales.

Todos nacemos con ellas. Aunque
negándolas parece ser la mejor de nuestras opciones de
hombre civilizado.

Nadie se jacta de ser avaro, egoísta
o rapaz. Todos, por el contrario, pretendemos generosidad
magnánima y desinterés infinitos — aún los
políticos y los prelados se proyectan como seres humildes
devotos al bienestar colectivo.

Definamos,
entonces nuestra
tesis final

La mayoría de los seres vivos se
hallan en un estado de dependencia ecológica; es decir,
que hay una íntima relación entre sus logros, sus
posibilidades de desarrollo y la presencia (o ausencia) de un
entorno específico al que se encuentran adaptados. Fuera
de ese medio natural, al que deben sus modalidades de
inserción en la cadena evolutiva, y en el que sus
potencialidades hallan modo de actualizarse, las especies
degeneran o perecen. Esta dependencia puede ser, más o
menos acentuada. En la esfera del comportamiento se traduce, de
forma general por un instinto (en el animal) o una
disposición instintiva, innata (en el hombre), que algunos
etólogos, siguiendo a Robert Ardrey, denominan
«imperativo territorial». La existencia de este
«imperativo» es bien conocida. Se sabe, por ejemplo,
que no son posibles las relaciones ordenadas entre los miembros
de un grupo sin una clara definición del territorio de
cada uno. Se sabe también que la indefinición de
los hábitats deteriora las relaciones sociales y provoca
el aumento de la rebeldía y de los actos de violencia sin
objetivo material concreto. Robert Ardrey llega incluso a decir
que «las investigaciones actualmente en curso no dejan la
menor duda en cuanto, a la realidad de la existencia de un lazo
fisiológico entre el comportamiento territorial y el
instinto sexual».

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El imperativo territorial es esencialmente
defensivo, y en eso se distingue de las tendencias agresivas y
expansionistas. A éste se debe que una intrusión
sea siempre rechazada con mayores probabilidades de éxito
que las que se tienen en cualquier otro tipo de conflicto.
«El hombre posee un instinto territorial, y si defendemos
nuestro hogar y nuestra patria es por razones biológicas;
no porque decidamos hacerlo, sino porque debemos
hacerlo».

De ahí el vigor y el empecino de las
guerras de liberación y los levantamientos coloniales, que
son los modelos por excelencia. Su fuerza se debe a que tienen
raíces profundas, y a que movilizan los poderes de la
desesperación. La actualidad ofrece miríada de
ejemplos de puesta en acción del imperativo territorial:
La guerra de Biafra, la secesión de Pakistán, la
separación de los dos Congos, el conflicto del Cercano
Oriente… En todo el mundo, las etnias plantean reivindicaciones
y bullen inquietas las regiones. La tendencia al poli centrismo
cuartea las Internacionales. Durante la última guerra
mundial, el Ejército Rojo sólo se hizo
verdaderamente ofensivo a partir del día en que Stalin,
renunciando a apelar a su «conciencia de clase»,
pidió a sus tropas que defendiesen la "Madre Rusia". Al
proclamar ayer su derecho a disponer de sí mismos, los
pueblos colonizados expresaban ante todo el deseo de ser
dueños en su propia casa. En Vietnam, el himno del FNL se
titulaba: La llamada del país natal.

Porque, la madre es la más
importante de nuestras imágenes mentales, y la
única que realmente, inspira el sacrificio de los hombres
y su renunciación final.

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Despertar de las regiones y eterno renacer
de los nacionalismos. Sean o no fundadas tales aspiraciones, algo
permanece: quienesquiera que sean y vivan donde vivan, los
hombres sienten apego por una tierra que consideran suya y
están dispuestos a luchar por su independencia e
integridad. Si la humanidad no constituyese más que una
gran familia indistinta, ¿qué nos importaría
vivir aquí o allá? Los mismos que hoy pretenden que
no existan fronteras, sino sólo unos «seres
humanos» tan impalpables como las entidades
escolásticas, han llamado a la lucha contra el ocupante y
apoyado a los nacionalismos más inquietos. Esa edad
lírica de la vida de los Estados que fue la época
de las «liberaciones nacionales», ha terminado —
aunque la tendencia a su retorno aún persiste. Plus
ça change…

Como animal social, el hombre tiene una
disposición instintiva a identificarse con quienes se le
semejan. Esto le hace en una primera etapa supervalorar el grupo
al que pertenece, y en otra segunda intentar racionalizar los
fundamentos psicosociales de esa asociación preferente.
Pero el hombre no se contenta con identificarse con respecto a su
grupo. Necesita también hacerlo dentro de ese grupo; es
decir, puesto que es a la vez semejante y único,
determinar su sitio y su identidad. El doble sentido del verbo
identificarse viene a resumir esa doble disposición,
sólo en apariencia contradictoria: «Parecerse
a» y «distinguirse de». Es preciso, pues, que
el individuo sea miembro de un grupo, pero también que
esté claramente situado dentro de ese grupo, consciente de
su individualidad. De la misma manera, el grupo ha de integrarse
en un conjunto mayor, que puede ser la especie, pero
también debe estar claramente situado con relación
a sí mismo. Diversidad en la semejanza, divergencia en la
repetición.

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Un doble peligro acecha a quien trata de
liberarse de ese equilibrio: excesivamente semejante, no
podrá imponerse; demasiado diferente, se verá
excluido. Muy adaptado, masificado; y muy inadaptado,
desarraigado. Son extremos que se tocan. Precisamente porque se
siente excesivamente heterogéneo con respecto a su medio,
heterogeneidad que le desconcierta y que su sistema
neuro-psíquico no controla, el individuo desarraigado
aspira a una homogeneidad, juguete del instituto de la muerte. No
cabe dudar de la existencia de un nexo entre el paisaje y la
personalidad. Es un hecho, extraño sin duda y
difícil de abarcar, que los hombres están atados
carnalmente a la tierra que los ha visto nacer y con la que se
fundirán cuando mueran. Ha podido afirmarse que el
psiquismo de la estepa segrega de un modo natural la idea de lo
Absoluto, y que el psiquismo del desierto no incita a la
organización social. La Arabia Saudita está
«abocada a la disgregación política desde el
momento en que la retirada de una mano de hierro la abandone a su
temperamento». No otra cosa decía Ibn Jaldum en sus
Prolegómenos: «La historia del califato pertenece a
otros climas.» La autoridad debe venir de fuera cuando no
nace del -fondo del corazón, pero entonces mata la
verdadera libertad. El equilibrio de lo mental, el sentido de la
medida y los matices, florecen mejor en los paisajes
eminentemente variados de los climas templados.

Por lo menos, así piensan
muchos…

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Cada romano lleva a Roma consigo. Movidos
por el espíritu de aventura, los hombres de Europa no han
cesado de emprender viajes, de explorar el mundo, de lanzarse al
descubrimiento de tierras desconocidas, pero siempre con la
preocupación de instalarse, de fundar algo que les
perteneciese y que pudiesen llamar suyo. Sólo aspiraban a
lo nuevo para recrear en ello lo familiar: «cierto calor de
hogar, que designa tanto el entorno próximo como el yo
íntimo, y que, más allá de la inutilidad de
cualquier discurso a su propósito, se define precisamente
por su carácter inefable».

«El lugar desempeña un papel
en la identificación: piénsese en el sudista
borracho que llora su güisqui con acentos de Dixie, en el
perro que vuelve a la casa de la que le ha echado su amo, en el
salmón del Pacífico que regresa, tras pasar
años en el mar, al arroyo donde nació, e incluso en
Leonardo tomando el nombre de su ciudad natal: Vinci».
Cuando llega a adulto, el adolescente vuelve a sentirse solidario
de la generación de hombres hechos a la que ayer se
oponía, cuando de lo que se trataba para él era de
personalizarse; se solidariza después de haberse
insolidarizado. Igualmente, por lejos que haya ido, el hombre
experimenta un día la necesidad de volver a su casa. El
perro, el salmón, y el hombre vuelven. El pueblo
judío, al que en la época de los ghettos se
suponía de natural vagabundo, ha dado al mundo una
admirable lección de energía al volver a la tierra
que tenía por suya y al resucitar una lengua, el hebreo,
en la que se reconocía. El 14 de mayo de 1948, día
de Pessah, David Ben Gurion proclamaba la Ley del retorno y
declaraba abolida la diáspora. Esta ley tiene un valor
ejemplar. Los hombres, como los acontecimientos, vuelven
eternamente a sí mismos. De ese modo se
realizan.

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Hay, en La ley natural, una bella
página en la que Robert conjuga la critica
anti-igualitaria con la de la sociedad de consumo.
"Lúgubre será la mañana -dice- en la que al
despertarnos ya no estén ahí los leopardos, en la
que ya no gorjeen las bandadas de gorriones en los
árboles, no vuelva el gato solitario de sus aventuras
nocturnas y los pardillos no emitan su grito de desafío
hacia los matorrales que hay más allá del
césped; cuando ya no haya alondras en el cielo ni conejos
en el monte, cuando los halcones dejen de describir sus giros y
las rocas de resonar con el grito de las gaviotas, cuando la
diversidad de las especies no iluminen ya el amanecer y se haya
borrado la diversidad de los,-hombres. ¡Si tal es la
mañana que nos aguarda, quiera Dios que muera durante el
sueño!" Sin embargo, tal es la mañana que, a
sabiendas o no preparamos, todos, capitalistas, socialistas,
blancos, amarillos y negros. Es la mañana que reclaman
profesores y policías, que los filósofos llevan dos
siglos exaltando, la mañana de la uniformidad, del reflejo
condicionado, del mejor de los mundos, del orden absoluto, de la
realidad igualitaria, de lo gris, de la reacción uniforme
a unos mismos estímulos, la mañana en que
sonará la campana que hará tomar al rebaño
el camino del pasto. Es también la mañana por cuyo
advenimiento rogamos en nuestras organizaciones sindicales,
nuestras granjas colectivas, nuestros concilios
eclesiásticos, nuestros sistemas de gobierno, nuestras
relaciones entre Estados, nuestras nobles peticiones de un
gobierno mundial. Es la mañana a que aspiramos cuando
rezamos para que llegue el día en que seamos los mismos
siempre. Es la mañana contra cuya venida, lo sepan o no,
alzan los jóvenes su protesta. Es una mañana que
esperemos no llegue nunca.

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Cuando el hombre queda desconectado de sus
orígenes, cuando vive a un ritmo que ya no es el suyo,
inmerso en estructuras que no le van, persiguiendo objetivos
carentes para él de sentido, cuando ya no logra reconocer
su herencia entre la niebla tenaz que forman el aturdimiento y
las obsesiones, cuando se convierte en un extraño en su
propio mundo, es cuando está, en el verdadero sentido,
alienado. La mayor parte de las enfermedades mentales, si no
todas, se reducen a alteraciones de la personalidad y es sin duda
una enfermedad mental lo que provoca el desarraigo. Inestabilidad
permanente; política, económica, social, de las
regiones y de los pueblos alienados, a quienes han robado su
alma, y que vacilan a todas horas entre su propio ritmo, del que
sólo les llega un eco sordo, y el que les han impuesto.
Comunidades cuyo ego no es ya lo -bastante fuerte para volver a
quedar encima en la lucha y cuya constitución, aunque
robusta, se hunde ante unas agresiones que ya no sirven para
fortalecerla. Poblaciones confundidas, que oscilan sin tregua
entre la insuficiencia del ego y su excesiva afirmación,
compensadora de la personalidad; entre la amnesia y la
provocación, la auto-humillación y el
desafío. En sus Nuevas Conferencias Sobre el
Psicoanálisis
, Freud observaba que entre los
colonizados abundan los impulsos «masoquistas».
Más tarde, otros muchos autores han descrito los estragos
de la colonización en el equilibrio mental de los pueblos
conquistados. ¿Cómo no ha de sentirse el hombre
alienado, desarraigado, inclinado a rechazar una existencia con
la que ya no puede identificarse? En ciertos pueblos llamados
«primitivos», la aculturación ha provocado un
debilitamiento de la energía que equivale a un deseo de
morir. Es entonces cuando entran en acción los
inmuno-depresores del psiquismo, cuando interviene la
ilusión dualista con el consuelo de los
«trasmundos», cuando surgen las visiones deseantes
que tienden a la homogeneidad definitiva. ¿Qué es
la muerte sino el instante en que, al no actualizarse ya los
potenciales biológicos, el organismo cae en la materia
que, siempre presente de manera potencial, era hasta ayer tenida
a raya por la actividad energética del sistema viviente?
«A lo que aspira el candidato al suicidio -dice Stephan
Lupasco- es precisamente a la paz, a la desaparición de
una existencia presa de las vicisitudes; es decir, de unas
heterogeneidades que han llegado a serle insoportables, a las que
ya no puede adaptarse por múltiples razones, que, a fin de
cuentas, se reducen a la imposibilidad de aceptar la
agresión, el conflicto, lo contradictorio. A lo que
aspira, de una u otra forma, es a la homogeneidad. Si quiere
morir, es porque no puede seguir viviendo. Desea la homogeneidad,
en la que todo, él y el mundo, se borrará, porque
es ya presa de esa homogeneidad». También los
pueblos, como los individuos, pueden llegar a ser
«candidatos al suicidio». En nuestros días
falta un marco para la afirmación del individuo. La patria
es el territorio de un pueblo y la tierra de los padres. El
pueblo no es un concepto abstracto, ni la patria una escuela
filosófica. Se trata de realidades concretas. Pero, como
en Francia sucede, para las minorías étnicas, la
patria no puede identificarse por entero con una nación
que a lo largo de la historia les ha robado tantas veces su alma.
Esta evidencia es la que, desde fines del siglo pasado, encarna
el regionalismo. "La palabra región -dice Eric Le Naour-
marcha hoy en vanguardia de las ideas renovadoras de Europa."
Esto se debe a que la región es en concreto algo que la
nación no es siempre: el marco en que se afirman las
culturas minoritarias. Regionalismo y étnico son los
nombres modernos del eterno renacer de las patrias
carnales.

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Somos partidarios del regionalismo, e
incluso del autonomismo, pero les asignamos límites. Ante
todo, la región no es un fin en sí. Lo es
sólo en la medida en que permite un verdadero arraigo;
aunque este arraigo puede adoptar múltiples formas, que en
último extremo se reducen a cierta autenticidad. Una
región que toma conciencia de sí misma tiende a
volver a encontrar, por definición, su personalidad; es
decir, sus rasgos distintivos y sus afinidades. A este respecto,
cualquier política, cualquier vía de acceso puede
ser buena. Excepto, por supuesto, la que contradice por su propia
naturaleza tales intenciones. Sin embargo, como nuestra
época no repara en contradicciones, a veces asistimos a
ese curioso espectáculo. Movimientos que dicen buscarse a
sí mismos se entregan a corrientes ideológicas que
les son extrañas. Los mismos grupos que proclaman el
derecho a la diferencia y hacen de su región un caso
particular, se alienan con segundas intenciones o sin ellas, a
ideologías igualitarias, niveladoras, cuyos principios se
oponen radicalmente a sus ideas de diferencia y autenticidad. Hay
en esto algo tan chocante como inadmisible. Regionalismo y
marxismo, más que concordar, pugnan entre ellos. No es
posible arraigar en el desarraigo. Se podría decir: las
ideologías ponen en marcha un proceso que pronto no
podrán ya dominar y que se volverá contra ellas. O
que también: más valen marxismo y región que
marxismo a secas. La verdad es lo contrario: vale más el
jacobinismo más obtuso que un marxismo imperial. No es
difícil comprenderlo. Cuanto más contra natura es
un sistema, menos probabilidades tiene de durar, y viceversa.
Das Kapital sigue siendo Das Kapital, aunque se
traduzca a la Langue d'oc. Otro tanto ocurre con La
Internacional, aunque la interprete una gaita bretona. Siguen
siendo lo que son, pero no como son: se hacen más nocivas
al ser en apariencia más aceptables. En otras palabras, el
«regionalismo marxista» es «mejor», y,
por tanto, es peor. Desde una perspectiva marxista, el peor
patrono es el buen patrono, pues suscita la aprobación, y
esta aprobación recae sobre el sistema que representa. Por
el contrario, el mal patrono justifica las críticas al
capitalismo; es, al contrario, el «aliado objetivo»
de sus adversarios, quienes se regocijan por ello. Lo temible no
es la ideología violenta, provocadora, que se desacredita
por sí misma y crea las condiciones para su reemplazo,
sino la sutil y epidémica, que juega con la
ambigüedad y se sirve de lo aceptable para hacer pasar de
contrabando lo perjudicial. Una ideología así es
irreprimible, puesto que se disfraza. No muerde, sólo roe
lentamente.

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Confiar en la inevitable
«reacción» es de una gran ingenuidad.
Sólo las situaciones claras producen efectos definidos.
Las demás van trampeando a base de medias tintas, de
compromisos. El paganismo sufrió al verse desafiado, pero
murió cuando fue asimilado. La evangelización lo
habría debilitado, el sincretismo lo mató.
También Luis XVI jugaba a la política de lo peor, y
acabó bajo la cuchilla de monsieur Guillotin. Hoy hay
quienes apuestan por una Apocalipsis. Olvidan que la decadencia
no es una plaga que acomete súbitamente, sino un
cáncer que va royendo. La vieja historia del león
devorado por las pulgas. La riqueza de la humanidad está
en la personalización de los individuos en el seno de su
comunidad; la riqueza de Europa, en la personalización de
las regiones en el seno de la cultura y la civilización de
que son hijas. Unos y otras sólo existen en
relación: la pluralidad es necesariamente
dialéctica.

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Podríamos ampliar el paralelismo.
Una comunidad se encuentra siempre amenazada a un tiempo por el
individualismo y el colectivismo. De igual modo, el repliegue
total sobre una región no es menos nefasto para Europa que
el estatismo a lo Richelieu, ese absolutismo jacobino que tanto
mal hizo a Francia. Hay, a este propósito, una
relación evidente entre autonomismo y
personalización, de una parte, y separatismo e
individualismo, jacobinismo y colectivismo, de otra. El genio de
Europa es esencialmente comunitario. Una Europa
«unitaria», enfrentada a las diferencias de
temperamento, mentalidad y costumbres de las regiones,
sería tan perjudicial como sería utópica la
coexistencia de mini-naciones, independientes, supuestamente
ignorantes unas de otras. Nunca ha sido menos posible que hoy,
para cualquiera, la secesión. Reencontrar su personalidad
supone para un individuo o una región tomar conciencia de
lo que es, pero también de cómo y dónde
está situado. La pertenencia forma parte de su
definición. Demasiados individuos y grupos parecen creer
hoy que para conocerse les basta con buscar en qué
difieren radicalmente de los demás, con determinar en
qué son acomunitarios, anacionales o asociales. Semejante
individualismo nada tiene que ver con la personalización.
Por el contrario, la enmascara y la borra. Así, ciertos
«nacionalistas occitanos», en su afán de
distinguirse de los «francianos», han acabado, en
aras de su «antinordismo», por exaltar de manera
exclusiva su origen mediterráneo. Se trata de una actitud
muy peligrosa, pues conduce con la mayor naturalidad a arrojar a
las tinieblas exteriores a todos los demás, ya sean
individuos o regiones. Sería inadmisible que el movimiento
regional se emancipase del nacionalismo jacobino para llevar sus
taras a una escala menor. La revuelta es quizás una etapa
inevitable; pero tras ella viene la hora de las realidades, de
las actitudes adultas. Es preciso que, resueltos los
«complejos de Edipo geográficos», las
diferentes personalidades se afirmen dentro de la tolerancia y el
mutuo respeto. Es no sólo normal, sino necesario, exaltar
los caracteres de cada región; pero esta exaltación
sería intolerable a partir del momento en que condujese a
un enfrentamiento. No otra cosa expresa Eric Le Naour cuando
escribe, desde su punto de vista bretón: «Hay una
Europa del Norte y una Europa del Sur, la una vuelta hacia el
canal de la Mancha, el Atlántico Norte y el
Báltico, la otra hacia el Mediterráneo. Pero esta
realidad, que no podemos subestimar, no debe cegarnos hasta el
punto de hacernos olvidar que el Norte y el Sur constituyen las
dos caras de un mismo conjunto, de una misma unidad de
civilización: Europa. Bretaña pertenece a la Europa
del Norte. Debe, pues, tener en cuenta sus afinidades. Pero
¿por qué habríamos de imponer a los
demás el dogma de un "nordismo" obligatorio? Si
fuésemos occitanos, si hubiésemos nacido en Nimes o
en Martigues, en el país de la cigarra y el olivo, "ser
latino" significaría mucho para nosotros. Pero somos hijos
del país de las landas y los manzanos. Seremos europeos a
nuestro modo, a nuestro ritmo, y encontraremos muy natural que
los sardos, los catalanes y los noruegos lo sean también
al suyo. Eso es todo No hay peor deficiencia mental que la
incapacidad para concebir a los demás como diferentes de
uno. Esto es algo tan cierto en el plano individual como en el
étnico. El interés superior de Europa exige una
mutua tolerancia. Tal es el precio de la libertad de nuestros
pueblos.»

Nuestra próxima lección: Las
riquezas humanas y sus consecuencias
psicológicas…

Bibliografía

Suministrada al final de esta serie de
ponencias

 

 

Autor:

Dr. Félix E. F.
Larocca

 

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