William Faulkner (1897-1962)Una rosa para EmiliaI –
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William Faulkner
(1897-1962)
Una rosa para EmiliaI
Cuando
murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la
ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie
de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece;
las mu-jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de
curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie
había entrado en los últimos diez años,
salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y
jardinero a la vez. La casa
era una construcción cuadrada, pesada, que había
sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas,
espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada
en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se
construyó, se había visto invadida más tarde
por garajes y fábricas de algodón, que
habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los
ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había
quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su
permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de
algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre
las demás cosas que también la ofendían. Y
ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con
los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban
en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas
tumbas de los soldados de la Unión, que habían
caído en la batalla de
Jefferson.
Mientras vivía, la
señorita Emilia había sido para la ciudad una
tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada
tradición, que databa del día en que el coronel
Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna
mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, le
eximió de sus impuestos, dispensa que había
comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue
otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia
fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris
inventó un cuento, diciendo que el padre de la
señorita Emilia había hecho un préstamo a la
ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar
la deuda contraída. Sólo un hombre de la
generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera
sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una
mujer como la señorita Emilia podría haber dado por
buena esta historia.
la siguiente generación,
con ideas más modernas, maduró y llegó a ser
directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas
dificultades.
Al comenzar el año enviaron a la
señorita Emilia por correo el recibo de la
contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le
escribieron, citándola en el despacho del sheriff
para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el
Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a
visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con
comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de
corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una
floreada caligrafía, comunicándole que no
salía jamás de su casa. Así pues, la nota de
la contribución fue archivada sin más
comentarios. Convocaron,
entonces, una junta de regidores, y fue designada una
delegación para que fuera a
visitarla.
Allá fueron, en efecto, y
llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado
desde que aquélla había dejado de dar lecciones de
pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron
recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del
cual arrancaba una escalera que subía en dirección
a unas sombras aún más densas. Olía
allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo.
El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro
descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero
estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una
nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras
motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana.
Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del
padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco
dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la
señorita Emilia entró -una mujer pequeña,
gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al
cuello que le descendía hasta la cintura y que se
perdía en el cinturón-; debía de ser de
pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra
mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era
obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera
estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos,
perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos
pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de
terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los
visitantes, que le explicaban el motivo de su
visita.
No les hizo sentar; se detuvo en la puerta
y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba
terminó su exposición. Pudieron oír entonces
el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el
cinturón.
Su voz fue seca y
fría.
-Yo no pago contribuciones en
Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes
dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a
su
satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades
del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del
sheriff, firmado por
él?
-Sí, recibí un papel
-contestó la señorita Emilia-. Quizá
él se considera sheriff. Yo no pago
contribuciones en
Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que
indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. .
.
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago
contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita
Emilia…
-Vea al coronel Sartoris (el coronel
Sartoris había muerto hacía ya casi diez
años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson.
¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la
salida a estos señores.
II
Así pues, la
señorita Emilia, venció a los regidores que fueron
a visitarla del mismo modo que treinta años antes
había vencido a los padres de los mismos regidores, en
aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años
después de la muerte de su padre y poco después de
que su prometido -todos creímos que iba a casarse con
ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas
si vol-ió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsela
en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a
visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida
en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la
sazón-, que entraba y salía con la cesta del
mercado al brazo.
"Como si un hombre -cualquier hombre-
fuera capaz de tener la cocina limpia", comentaban las
señoras, así que no les extrañó
cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto
constituyó otro motivo de relación entre el bajo y
prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los
Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia
acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano
de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted
que yo haga? -dijo el
Mayor.
-¿Qué quiero que haga? Pues
que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que
no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó
el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna
culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré
acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos
quejas más, una de ellas partió de un hombre que le
rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez;
por nada del mundo querría yo molestar a la
señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los
regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo
más joven- se encontró con un hombre de la joven
generación, al que hablaron del
asunto.
-Es muy sencillo -afirmó
éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el
jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo
y si no lo hace…
-Por favor, señor
-exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la
señorita Emilia de que huele
mal?
Al día siguiente por la noche,
después de las doce, cuatro hombres cruzaron el
césped de la finca de la señorita Emilia y se
deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos,
husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo,
y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos
hacía un acompasado movimiento, como si estuviera
sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que
pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y
allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y
emprendían el regreso, detrás de una iluminada
ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emilia, rígida e inmóvil como un
ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los
algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o
dos más tarde, aquel olor había
desaparecido.
Así fue cómo el pueblo
empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos
en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt,
había acabado completamente loca, y creían que los
Grierson se tenían en más de lo que realmente eran.
Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno
para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado
a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la
esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco;
en primer término, su padre, dándole la espalda,
con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la
puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella
llegó a sus 30 años en estado de soltería,
no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que
hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de
la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera
querido
aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a
su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto
modo, esto alegró a la gente; al fin podían
com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se
había quedado sola y empobrecida, sin duda se
humanizaría; ahora aprendería a conocer los
temblores y la desesperación de tener un penique de
más o de menos..
Al día siguiente de la muerte
de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la
señorita Emilia. y darle el pésame, como es
costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de
pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que
su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres
días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar
para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban
dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita
Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a
enterrar al padre..
No decimos que entonces estuviera
loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer
esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre
había desechado, y sabiendo que no le había quedado
ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría
más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo
había despreciado.
III
La
señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la
volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía
aparecer más joven que una muchacha, con una vaga
semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de
colores de las iglesias, de expresión a la vez
trágica y serena…
Por entonces justamente la
ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las
calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre
empezaron los trabajos. La compañía constructora
vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso,
activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro.
Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos,
por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a
éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico.
Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la
ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera
reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a
equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la
reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo
acompañando a la señorita Emilia en las tardes del
domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de
caballos bayos de
alquiler…
Al principio todos nos sentimos alegres de
que la señorita Emilia tuviera un interés en la
vida, aunque todas las señoras decían: "Una
Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre
del Norte, y capataz por añadidura." Había otros, y
éstos eran los más viejos, que afirmaban que
ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a
una verdadera señora aquello de noblesse oblige
-claro que sin decir noblesse oblige– y
exclamaban:
"¡Pobre Emilia! ¡Ya
podían venir sus parientes a acompañarla!", pues la
señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque
ya hacía muchos años que su padre se había
enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que
se volvió loca, y desde entonces se había roto toda
relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera
habían venido al
funeral.
Pero lo mismo que la gente
empezó a exclamar: "¡Pobre Emilia!", ahora
empezó a cuchichear: "Pero ¿tú crees que se
trata de…?" "¡Pues claro que sí!
¿Qué va a ser, si no?", y para hablar de ello,
ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos
por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para
evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero
clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo,
podía oírse a las señoras exclamar una vez
más, entre un rumor de sedas y satenes: "¡Pobre
Emilia!"
Por lo demás, la señorita
Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos
creíamos que había motivos para que la llevara
humillada. Parecía como si, más que nunca,
recla-mara el reconocimiento de su dignidad como última
representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este
contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando
adquirió el arsénico, el veneno para las ratas;
esto ocurrió un año más tarde de cuando se
empezó a decir: "¡Pobre Emilia!", y mientras sus dos
primas vinieron a
visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al
droguero. Tenía entonces algo más de los 30
años y era aún una mujer esbelta, aunque algo
más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros
brillando en un rostro del cual la carne parecía haber
sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como
debe parecer el rostro del que se halla al pie de una
farola.
-Necesito un veneno
-dijo.
-¿Cuál quiere,
señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le
recom…
-Quiero el más fuerte que tenga
-interrumpió-. No importa la
clase.
El droguero le enumeró
varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero
¿qué es lo que usted desea. .
.?
-Quiero arsénico. ¿Es
bueno?
-¿Que si es bueno el
arsénico? Sí, señora. Pero
¿qué es lo que
desea…?
-Quiero
arsénico.
El droguero la miró de
abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo,
rígida, con la faz
tensa.
-¡Sí, claro
-respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley
ordena que hay que decir para qué se va a
emplear.
La señorita Emilia continuaba
mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos
en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su
mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó.
El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se
metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando
la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio
que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito:
"Para las ratas".
IV
Al día siguiente, todos nos
preguntábamos: "¿Se irá a suicidar?" y
pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando
empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: "Se casará
con él". Más tarde dijimos: "Quizás ella le
convenga aún", pues Homer, que frecuentaba el trato de los
hombres y se sabía que bebía bastante, había
dicho en el "Elks Club" que él no era un hombre de los que
se casan. Y repetimos una vez más: "¡Pobre Emilia!"
desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de
do-mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia
con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un
cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las
manos cubiertas con guantes
amarillos….
Fue entonces cuando las
señoras empezaron a decir que aquello constituía
una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud.
Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin
las damas convencieron al ministro de los baptistas -la
señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal-
de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu-rrió en
aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso
volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo
que siguió a la visita del ministro, la pareja
cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente
la es-posa del ministro escribió a los parientes que la
señorita Emilia tenía en
Alabama….
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su
techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al
principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin
iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia
había estado en casa del joyero y había encargado
un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B.
Dos días más tarde nos enteramos de que
había encargado un equipo completo de trajes de hombre,
incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: "Van a casarse" y
nos sentíamos realmente contentos. Y nos
alegrábamos más aún, porque las dos
parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran
todavía más Grierson de lo que la señorita
Emilia había
sido….
Así pues, no nos sorprendimos mucho
cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las
calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos
sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido
una notificación pública; pero creímos que
iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de
facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por
este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de
la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus
primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como
esperábamos, tres días después volvió
Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la
cocina, en un oscuro atardecer….
Y ésta fue la última
vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la
señorita Emilia por algún tiempo. El negro
salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la
puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez
en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella
noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por
espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos
comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella
condición de su padre, que había arruinado la vida
de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado
virulenta y furiosa para morir con
él….
Cuando vimos de nuevo a la
señorita Emilia, había engordado, y su cabello
empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue
acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando
murió, a los 74 años, tenía aún el
cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un
hombre joven….
Todos estos años, la puerta
principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos
seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio
lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en
una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y
nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la
misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu
con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento
veinticinco para la
colecta.
Entretanto, se le había
dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se
ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas
de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no
enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a
que la señorita Emilia les enseñara a pintar,
según las manidas imágenes representadas en las
revistas para señoras. La puerta de la casa se
cerró de nuevo y así permaneció en adelante.
Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia
fue la única que se negó a permitirles que
colocasen encima de su puerta los números
metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No
quería ni oir hablar de
ello. Día tras
día, año tras año, veíamos al negro
ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado.
Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a
la señorita Emilia el recibo de la contribución,
que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo
sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las
habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el
piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su
nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de
nuestra presencia, eso na-die podía decirlo; y de este
modo la señorita Emilia pasó de una a otra
generación, respetada, inasequible, impenetrable,
tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo
enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo
para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni
siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo
que habíamos renunciado a obtener alguna
información del negro. Probablemente este hombre no
hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y
áspera, como si la tuviera en
desuso.
Murió en una habitación del
piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con
la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el
paso del tiempo y la falta de sol.
IV
El
negro encontró a las primeras señoras que llegaron
a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar
curioseándolo todo y hablando en voz baja, y
desapareció; atravesó la casa, salió por la
puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos
primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente,
dispusieron el funeral para el día siguiente, y
allá fue la ciudad entera, a contemplar a la
señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el
retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el
ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y
macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos,
los más viej-os, vestidos con su cepillado uniforme de
confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y
hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su
matemática progresión, como suelen hacerlo las
personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se
aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace
variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha
unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en
el piso superior había una habitación que nadie
había visto en los últimos cuarenta años y
cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron,
para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su
tumba..
Al echar abajo la puerta, la
habitación se llenó de una gran cantidad de polvo,
que pareció invadirlo todo. En esta habitación,
preparada y adornada como para una boda, por doquiera
parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de
tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre
las pantallas, también rosadas, situadas sobre la
mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos
de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se
distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre
estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si
se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el
tocador, resplandecían con una pálida blancura en
medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje
de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los
calcetines y los
zapatos..
El hombre yacía en la
cama..
Por un largo tiempo nos
detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia
misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la
actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura
más que el amor, que vence al gesto del amor, le
había aniquilado. Lo que quedaba de él,
pudriéndose bajo lo que había sido camisa de
dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama
en que yacía y sobre él y sobre la almohada que
estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y
tenaz polvo..
Entonces nos dimos cuenta de
que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión
dejada por otra cabeza. Uno de los que allí
estábamos levantó algo que había sobre ella
e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en
nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y
acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
Autor:
Chino 2000