Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Una rosa para Emily – William Faulkner




Enviado por chino2000




    William Faulkner (1897-1962)Una rosa para EmiliaI –
    Monografias.com

    William Faulkner
    (1897-1962)

    Una rosa para EmiliaI

          Cuando
    murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la
    ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie
    de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece;
    las mu-jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de
    curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie
    había entrado en los últimos diez años,
    salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y
    jardinero a la vez.       La casa
    era una construcción cuadrada, pesada, que había
    sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas,
    espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada
    en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se
    construyó, se había visto invadida más tarde
    por garajes y fábricas de algodón, que
    habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los
    ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había
    quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su
    permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de
    algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre
    las demás cosas que también la ofendían. Y
    ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con
    los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban
    en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas
    tumbas de los soldados de la Unión, que habían
    caído en la batalla de
    Jefferson.     

     Mientras vivía, la
    señorita Emilia había sido para la ciudad una
    tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada
    tradición, que databa del día en que el coronel
    Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna
    mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, le
    eximió de sus impuestos, dispensa que había
    comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue
    otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia
    fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris
    inventó un cuento, diciendo que el padre de la
    señorita Emilia había hecho un préstamo a la
    ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar
    la deuda contraída. Sólo un hombre de la
    generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera
    sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una
    mujer como la señorita Emilia podría haber dado por
    buena esta historia.    

      la siguiente generación,
    con ideas más modernas, maduró y llegó a ser
    directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas
    dificultades.

    Al comenzar el año enviaron a la
    señorita Emilia por correo el recibo de la
    contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le
    escribieron, citándola en el despacho del sheriff
    para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el
    Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a
    visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con
    comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de
    corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una
    floreada caligrafía, comunicándole que no
    salía jamás de su casa. Así pues, la nota de
    la contribución fue archivada sin más
    comentarios.      Convocaron,
    entonces, una junta de regidores, y fue designada una
    delegación para que fuera a
    visitarla.     

     Allá fueron, en efecto, y
    llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado
    desde que aquélla había dejado de dar lecciones de
    pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron
    recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del
    cual arrancaba una escalera que subía en dirección
    a unas sombras aún más densas. Olía
    allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo.
    El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro
    descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero
    estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una
    nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras
    motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana.
    Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del
    padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco
    dorado.      

    Todos se pusieron en pie cuando la
    señorita Emilia entró -una mujer pequeña,
    gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al
    cuello que le descendía hasta la cintura y que se
    perdía en el cinturón-; debía de ser de
    pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra
    mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era
    obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera
    estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos,
    perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos
    pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de
    terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los
    visitantes, que le explicaban el motivo de su
    visita.      

    No les hizo sentar; se detuvo en la puerta
    y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba
    terminó su exposición. Pudieron oír entonces
    el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el
    cinturón.     

     Su voz fue seca y
    fría.     

     -Yo no pago contribuciones en
    Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes
    dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a
    su
    satisfacción.      

    -De allí venimos; somos autoridades
    del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del
    sheriff, firmado por
    él?      

    -Sí, recibí un papel
    -contestó la señorita Emilia-. Quizá
    él se considera sheriff. Yo no pago
    contribuciones en
    Jefferson.      

    -Pero en los libros no aparecen datos que
    indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. .
    .      

    -Vea al coronel Sartoris. Yo no pago
    contribuciones en Jefferson.
         

     -Pero, señorita
    Emilia…     

     -Vea al coronel Sartoris (el coronel
    Sartoris había muerto hacía ya casi diez
    años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson.
    ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la
    salida a estos señores.

    II

          Así pues, la
    señorita Emilia, venció a los regidores que fueron
    a visitarla del mismo modo que treinta años antes
    había vencido a los padres de los mismos regidores, en
    aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años
    después de la muerte de su padre y poco después de
    que su prometido -todos creímos que iba a casarse con
    ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas
    si vol-ió a salir a la calle; después que su
    prometido desapareció, casi dejó de vérsela
    en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a
    visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida
    en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la
    sazón-, que entraba y salía con la cesta del
    mercado al brazo.     

     "Como si un hombre -cualquier hombre-
    fuera capaz de tener la cocina limpia", comentaban las
    señoras, así que no les extrañó
    cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto
    constituyó otro motivo de relación entre el bajo y
    prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los
    Grierson.      

    Una vecina de la señorita Emilia
    acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano
    de ochenta años.     

     -¿Y qué quiere usted
    que yo haga? -dijo el
    Mayor.      

    -¿Qué quiero que haga? Pues
    que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que
    no hay una ley?      

    -No creo que sea necesario -afirmó
    el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna
    culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré
    acerca de ello.      

    Al día siguiente, recibió dos
    quejas más, una de ellas partió de un hombre que le
    rogó cortésmente:
         

    -Tenemos que hacer algo, señor juez;
    por nada del mundo querría yo molestar a la
    señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
         

     Por la noche, el tribunal de los
    regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo
    más joven- se encontró con un hombre de la joven
    generación, al que hablaron del
    asunto.    

      -Es muy sencillo -afirmó
    éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el
    jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo
    y si no lo hace…    

      -Por favor, señor
    -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la
    señorita Emilia de que huele
    mal?     

    Al día siguiente por la noche,
    después de las doce, cuatro hombres cruzaron el
    césped de la finca de la señorita Emilia y se
    deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos,
    husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo,
    y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos
    hacía un acompasado movimiento, como si estuviera
    sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que
    pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y
    allí esparcieron cal, y también en las
    construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y
    emprendían el regreso, detrás de una iluminada
    ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
    señorita Emilia, rígida e inmóvil como un
    ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los
    algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o
    dos más tarde, aquel olor había
    desaparecido.     

     Así fue cómo el pueblo
    empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos
    en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt,
    había acabado completamente loca, y creían que los
    Grierson se tenían en más de lo que realmente eran.
    Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno
    para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado
    a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la
    esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco;
    en primer término, su padre, dándole la espalda,
    con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la
    puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella
    llegó a sus 30 años en estado de soltería,
    no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que
    hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de
    la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
    señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera
    querido
    aprovecharlas..      

    Cuando murió su padre, se supo que a
    su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto
    modo, esto alegró a la gente; al fin podían
    com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se
    había quedado sola y empobrecida, sin duda se
    humanizaría; ahora aprendería a conocer los
    temblores y la desesperación de tener un penique de
    más o de menos..     

     Al día siguiente de la muerte
    de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la
    señorita Emilia. y darle el pésame, como es
    costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de
    pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que
    su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres
    días, visitándola los ministros de la Iglesia y
    tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar
    para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban
    dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita
    Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a
    enterrar al padre..     

     No decimos que entonces estuviera
    loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer
    esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre
    había desechado, y sabiendo que no le había quedado
    ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría
    más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo
    había despreciado.

    III

          La
    señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la
    volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía
    aparecer más joven que una muchacha, con una vaga
    semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de
    colores de las iglesias, de expresión a la vez
    trágica y serena…    

      Por entonces justamente la
    ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las
    calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre
    empezaron los trabajos. La compañía constructora
    vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
    capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso,
    activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro.
    Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos,
    por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a
    éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico.
    Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la
    ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera
    reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a
    equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la
    reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo
    acompañando a la señorita Emilia en las tardes del
    domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de
    caballos bayos de
    alquiler…      

    Al principio todos nos sentimos alegres de
    que la señorita Emilia tuviera un interés en la
    vida, aunque todas las señoras decían: "Una
    Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre
    del Norte, y capataz por añadidura." Había otros, y
    éstos eran los más viejos, que afirmaban que
    ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a
    una verdadera señora aquello de noblesse oblige
    -claro que sin decir noblesse oblige– y
    exclamaban:     

     "¡Pobre Emilia! ¡Ya
    podían venir sus parientes a acompañarla!", pues la
    señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque
    ya hacía muchos años que su padre se había
    enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que
    se volvió loca, y desde entonces se había roto toda
    relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera
    habían venido al
    funeral.     

     Pero lo mismo que la gente
    empezó a exclamar: "¡Pobre Emilia!", ahora
    empezó a cuchichear: "Pero ¿tú crees que se
    trata de…?" "¡Pues claro que sí!
    ¿Qué va a ser, si no?", y para hablar de ello,
    ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos
    por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para
    evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero
    clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo,
    podía oírse a las señoras exclamar una vez
    más, entre un rumor de sedas y satenes: "¡Pobre
    Emilia!"      

    Por lo demás, la señorita
    Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos
    creíamos que había motivos para que la llevara
    humillada. Parecía como si, más que nunca,
    recla-mara el reconocimiento de su dignidad como última
    representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este
    contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
    impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando
    adquirió el arsénico, el veneno para las ratas;
    esto ocurrió un año más tarde de cuando se
    empezó a decir: "¡Pobre Emilia!", y mientras sus dos
    primas vinieron a
    visitarla.     

     -Necesito un veneno -dijo al
    droguero. Tenía entonces algo más de los 30
    años y era aún una mujer esbelta, aunque algo
    más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros
    brillando en un rostro del cual la carne parecía haber
    sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como
    debe parecer el rostro del que se halla al pie de una
    farola.      

    -Necesito un veneno
    -dijo.     

     -¿Cuál quiere,
    señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le
    recom…     

    -Quiero el más fuerte que tenga
    -interrumpió-. No importa la
    clase.      

    El droguero le enumeró
    varios.      

    -Pueden matar hasta un elefante. Pero
    ¿qué es lo que usted desea. .
    .?      

    -Quiero arsénico. ¿Es
    bueno?      

    -¿Que si es bueno el
    arsénico? Sí, señora. Pero
    ¿qué es lo que
    desea…?      

    -Quiero
    arsénico.    

      El droguero la miró de
    abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo,
    rígida, con la faz
    tensa.     

     -¡Sí, claro
    -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley
    ordena que hay que decir para qué se va a
    emplear.     

     La señorita Emilia continuaba
    mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos
    en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su
    mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó.
    El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se
    metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando
    la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio
    que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito:
    "Para las ratas".

    IV

    Al día siguiente, todos nos
    preguntábamos: "¿Se irá a suicidar?" y
    pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando
    empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: "Se casará
    con él". Más tarde dijimos: "Quizás ella le
    convenga aún", pues Homer, que frecuentaba el trato de los
    hombres y se sabía que bebía bastante, había
    dicho en el "Elks Club" que él no era un hombre de los que
    se casan. Y repetimos una vez más: "¡Pobre Emilia!"
    desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de
    do-mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia
    con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un
    cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las
    manos cubiertas con guantes
    amarillos….     

     Fue entonces cuando las
    señoras empezaron a decir que aquello constituía
    una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud.
    Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin
    las damas convencieron al ministro de los baptistas -la
    señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal-
    de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu-rrió en
    aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso
    volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo
    que siguió a la visita del ministro, la pareja
    cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente
    la es-posa del ministro escribió a los parientes que la
    señorita Emilia tenía en
    Alabama….      

    De este modo, tuvo a sus parientes bajo su
    techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al
    principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin
    iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia
    había estado en casa del joyero y había encargado
    un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B.
    Dos días más tarde nos enteramos de que
    había encargado un equipo completo de trajes de hombre,
    incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: "Van a casarse" y
    nos sentíamos realmente contentos. Y nos
    alegrábamos más aún, porque las dos
    parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran
    todavía más Grierson de lo que la señorita
    Emilia había
    sido….      

    Así pues, no nos sorprendimos mucho
    cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las
    calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos
    sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido
    una notificación pública; pero creímos que
    iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de
    facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por
    este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de
    la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus
    primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como
    esperábamos, tres días después volvió
    Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la
    cocina, en un oscuro atardecer….
         

     Y ésta fue la última
    vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la
    señorita Emilia por algún tiempo. El negro
    salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la
    puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez
    en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella
    noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por
    espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos
    comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella
    condición de su padre, que había arruinado la vida
    de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado
    virulenta y furiosa para morir con
    él….     

     Cuando vimos de nuevo a la
    señorita Emilia, había engordado, y su cabello
    empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue
    acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando
    murió, a los 74 años, tenía aún el
    cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un
    hombre joven….     

     Todos estos años, la puerta
    principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos
    seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio
    lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en
    una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y
    nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la
    misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu
    con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento
    veinticinco para la
    colecta.     

     Entretanto, se le había
    dispensado de pagar las contribuciones.
          

    Cuando la generación siguiente se
    ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas
    de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no
    enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a
    que la señorita Emilia les enseñara a pintar,
    según las manidas imágenes representadas en las
    revistas para señoras. La puerta de la casa se
    cerró de nuevo y así permaneció en adelante.
    Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia
    fue la única que se negó a permitirles que
    colocasen encima de su puerta los números
    metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No
    quería ni oir hablar de
    ello.      Día tras
    día, año tras año, veíamos al negro
    ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado.
    Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a
    la señorita Emilia el recibo de la contribución,
    que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo
    sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las
    habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el
    piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su
    nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de
    nuestra presencia, eso na-die podía decirlo; y de este
    modo la señorita Emilia pasó de una a otra
    generación, respetada, inasequible, impenetrable,
    tranquila y perversa.     

     Y así murió. Cayo
    enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo
    para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni
    siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo
    que habíamos renunciado a obtener alguna
    información del negro. Probablemente este hombre no
    hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y
    áspera, como si la tuviera en
    desuso.      

    Murió en una habitación del
    piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con
    la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el
    paso del tiempo y la falta de sol.

    IV

          El
    negro encontró a las primeras señoras que llegaron
    a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar
    curioseándolo todo y hablando en voz baja, y
    desapareció; atravesó la casa, salió por la
    puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos
    primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente,
    dispusieron el funeral para el día siguiente, y
    allá fue la ciudad entera, a contemplar a la
    señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el
    retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el
    ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y
    macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos,
    los más viej-os, vestidos con su cepillado uniforme de
    confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
    contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y
    hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su
    matemática progresión, como suelen hacerlo las
    personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se
    aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace
    variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha
    unión de los últimos diez años.
        

      Sabíamos ya todos que en
    el piso superior había una habitación que nadie
    había visto en los últimos cuarenta años y
    cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron,
    para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su
    tumba..      

    Al echar abajo la puerta, la
    habitación se llenó de una gran cantidad de polvo,
    que pareció invadirlo todo. En esta habitación,
    preparada y adornada como para una boda, por doquiera
    parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de
    tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre
    las pantallas, también rosadas, situadas sobre la
    mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos
    de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se
    distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre
    estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si
    se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el
    tocador, resplandecían con una pálida blancura en
    medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje
    de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los
    calcetines y los
    zapatos..      

    El hombre yacía en la
    cama..    

      Por un largo tiempo nos
    detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia
    misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la
    actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura
    más que el amor, que vence al gesto del amor, le
    había aniquilado. Lo que quedaba de él,
    pudriéndose bajo lo que había sido camisa de
    dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama
    en que yacía y sobre él y sobre la almohada que
    estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y
    tenaz polvo..    

      Entonces nos dimos cuenta de
    que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión
    dejada por otra cabeza. Uno de los que allí
    estábamos levantó algo que había sobre ella
    e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en
    nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y
    acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

     

     

    Autor:

    Chino 2000

     

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter