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San Manuel Bueno, mártir: existencia, duda y fe




Enviado por Enrique Castaños



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    La terminación en Salamanca, en
    noviembre de 1930[1]de su novelita San Manuel
    Bueno, mártir
    , hace de Don Miguel de Unamuno y Jugo,
    que se acercaba ya a los setenta, uno de los más
    penetrantes espíritus europeos contemporáneos en
    abordar el insondable problema de la fe cristiana,
    elevándolo a esa altura inmarcesible a la que han llegado
    muy pocos, entre ellos Kierkegaard, Dostoyevski y Carl Theodor
    Dreyer. La novela, que constituye un caso muy poco frecuente de
    encerrar en tan reducido número de páginas tantas y
    tan graves cuestiones —sobre el significado de la fe y el
    sentido o sinsentido de la existencia, sobre el destino, acerca
    de la imposibilidad de engañar a la propia conciencia,
    sobre la autenticidad de la personalidad, la pureza, el sentido
    del sacrificio, la amistad—, está atravesada, desde
    el principio hasta el final, por un hondo simbolismo, que afecta,
    en primer lugar, a los topónimos y a los nombres de los
    personajes. El relato, que narra acontecimientos transcurridos
    muchos años antes, pasa por ser una especie de Memorial
    escrito por uno de los principales personajes, Ángela
    Carballino, que lo redacta con más de cincuenta
    años, aunque los hechos primigenios se remontan a una
    época en que ella era una niña de tan sólo
    diez años. El centro del drama es don Manuel Bueno,
    párroco de la imaginada aldea de Valverde de Lucerna,
    junto al lago de Sanabria, perteneciente a la diócesis de
    Renada, y que frisaba los treinta y siete años cuando
    Ángela tenía diez. El otro personaje central es
    Lázaro Carballino, el hermano de Ángela, que
    regresa de una prolongada estancia en América cuando
    Ángela ha cumplido los veinticuatro. El cómputo del
    tiempo, pues, está meticulosamente medido en la novela,
    aunque no sepamos cuántos años tenía
    exactamente Lázaro más que su hermana y con
    cuántos muere el protagonista.

    Sobre toda la narración planean,
    fundamentalmente, en primer lugar, por supuesto, el Antiguo, y,
    sobre todo, el Nuevo Testamento, pero también, de modo muy
    especial, el Quijote y La vida es sueño.
    Quienes han pretendido detectar influencias diversas, como la de
    la novela El Santo (1905), del italiano Antonio
    Fogazzaro, que es el autor de la mucho más conocida
    Pequeño mundo antiguo (1895), deben ser
    precavidos, pues la novelita de Unamuno es extraordinariamente
    original y, en muchos aspectos, inimitable: si se me permite
    decirlo así, inconfundiblemente «unamuniana».
    Todo aficionado sabe la inmensa cultura literaria europea que
    poseía el eximio catedrático de Salamanca. De todos
    los países y de todas las latitudes. Él mismo se
    permite proporcionarnos algunas pistas, como cuando nombra en su
    simpar prólogo de 1933 (con motivo de una edición
    donde reunía nuestra novela y tres historias más) a
    Santa Lidwine de Schiedam, la ejemplar monja hemipléjica
    holandesa de la Baja Edad Media cuya biografía
    escribió Joris-Karl Huysmans[2]pero que
    había escrito antes Tomás de Kempis. De igual
    manera que nos indica, en ese ejercicio suyo tan
    característico de sincerarse y comunicarse con el lector,
    que en el momento de redactar ese prólogo ha terminado de
    leer Enten-Eller (O lo uno o lo otro), de
    Søren Kierkegaard. Y, aunque no los nombre, cualquier
    lector avisado sabe que ningún escritor o pensador
    cristiano coetáneo se le escapaba a Unamuno, desde
    León Bloy, Vladímir Soloviev y Jules Barbey
    d"Aurevilly hasta Giovanni Papini, Christopher Dawson, Roberto
    Hugo Benson o Gilbert Keith Chesterton. También hay una
    suerte de leitmotiv o motivo conductor que hilvana las
    escenas, vinculándolas a su núcleo más
    íntimo, que no es otro que la duda de la fe o la
    imposibilidad de creer aun queriéndolo. Ese
    leitmotiv son las penúltimas palabras de
    Jesucristo antes de morir en la cruz: «¡Dios
    mío, Dios mío! ¿Por qué me has
    abandonado?» Es importante hacer constar que estas palabras
    (de «mordaz juego de palabras» las califica en una
    nota aclaratoria la Biblia de Jerusalén en lo que se
    refiere a Mt 27, 46, pues corresponden a la expresión
    «¡Elí, Elí ¿lemá
    sabactani?», es decir, que el «juego» se basa
    en la espera de Elías como precursor del Mesías;
    «juego» que desaparece en Mc 15, 34:
    «¡Eloi, Eloi ¿lema sabactani?», que,
    como asimismo indica en nota la Biblia de Jerusalén,
    corresponde a la forma aramea, Elahí, transcrito
    Eloí quizás bajo la influencia del hebreo
    Elohím) no aparecen ni en el evangelio de Lucas ni en el
    de Juan. Naturalmente, están en estrecha relación
    con aquellas otras pronunciadas en Getsemaní, aunque la
    novela no las menciona: «Padre mío, si es posible,
    que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino
    como quieras tú» (Mt 26, 39); muy semejantes en Mc
    14, 36 y en Lc 22, 42; Juan, en cambio, mantiene silencio. El
    leitmotiv, pues, tiene que ver con la fugacísima
    debilidad de Jesús inmediatamente antes de la
    Pasión, como si hubiese «dudado», lo que
    vendría a corroborar la verosimilitud de su naturaleza
    humana, junto a la divina. Bien sabido es, y este es un aspecto
    crucial del «protestantismo» de don Miguel, que a
    Unamuno le atormentaba a veces la duda ante la fe, una duda que
    tiene mucho que ver con otro aspecto de la fe que se menciona de
    modo recurrente en la novela y que no es otro que el de la
    resurrección de la carne, esto es, que cuando la persona
    resucite después de la muerte lo haga con su alma y con su
    espíritu, pero también con su cuerpo, con este
    cuerpo que le ha acompañado en su vida terrenal. Este
    enigma es, sin duda alguna, uno de los dramas religioso
    más íntimos de Unamuno[3]Por eso no
    es nada casual la reproducción de las palabras de San
    Pablo inmediatamente antes del comienzo de la narración:
    «Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los
    más miserables de los hombres todos» (1 Co, 15, 19).
    La traducción de la Biblia de Jerusalén no altera
    el sentido: «Si solamente para esta vida tenemos puesta
    nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos
    de compasión de todos los hombres!» San Pablo aborda
    en el capítulo 15 de esa Carta el asunto medular de toda
    la fe cristiana, y, sin lugar a dudas, el más decisivo
    para el que fuera Rector de la Universidad de Salamanca: la
    resurrección de los muertos. «Si no hay
    resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y
    si no resucitó Cristo, vacía es nuestra
    predicación, vacía también vuestra fe»
    (1 Co, 15, 13-14). Por eso, a las palabras de Pablo que hace
    reproducir Unamuno, comenta en breve pero jugosa nota la
    edición de la Biblia de Jerusalén: «Renunciar
    a los goces del tiempo presente es un engaño, si todo
    termina con la muerte. No se considera la inmortalidad del alma
    fuera de la perspectiva de la resurrección de la
    carne». Por supuesto que Pablo confesará
    inmediatamente, en el versículo 20, su fe en la
    Resurrección de Cristo, verdadera piedra angular de todo
    el Cristianismo. Pero esa resurrección, que no es
    más que el triunfo definitivo sobre la muerte, sobre el
    pecado y sobre el mal, es la que otorga plenitud de sentido y
    perspectiva liberadora a la inmortalidad del alma. Una cosa no
    puede disociarse de la otra. Son inseparables; mejor aún:
    son la misma cosa. Esta es la clave de bóveda del
    individualísimo edificio
    religioso-teológico-filosófico de Unamuno, y lo
    mismo da que nos acerquemos a él a través de sus
    ensayos, especialmente de Del sentimiento trágico de
    la vida
    , como que lo hagamos a través de algunas de
    sus novelas, de manera muy particular esta que ahora sucintamente
    comentamos. Sin resurrección de la carne, del cuerpo, todo
    lo otro se desvanece. Por supuesto que estamos hablando de un
    cuerpo «pneumático», espiritual, pero cuerpo
    al fin y al cabo[4]

    El simbolismo de los nombres no puede
    tampoco escapársele al lector, incluso medianamente
    atento. Pero ese simbolismo es a veces polivalente, o de
    difícil precisión. Renada, como ha sido
    señalado hace tiempo por algunos comentaristas, entre
    otros José Antonio Serrano Segura[5]puede,
    como poco, hacer alusión a tres significados:
    «volver a nacer» (del verbo «renacer»);
    intensificar o redoblar el vocablo «nada»
    («re-nada», es decir, «más que
    nada»); referencia al historiador agnóstico
    francés Ernest Renan, autor de una muy célebre
    Vida de Jesús y de una también famosa
    Historia del pueblo de Israel. No obstante, esta tercera
    hipotética alusión la encuentro demasiado forzada,
    a pesar de la admiración de Unamuno por el erudito galo.
    En cuanto al nombre del protagonista, Manuel Bueno, no puede ser
    más revelador. No sólo era un hombre bueno, que
    hacía lo imposible por llevar consuelo y felicidad a las
    gentes sencillas del pueblo, sino que su nombre de pila es el
    mismo que el que le asigna el profeta Isaías al Salvador
    (Is 7, 14), según nos recuerda Mt 1, 23: «Ved que la
    virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le
    pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa "Dios
    con nosotros"». En lo que se refiere a Lázaro
    Carballino, recordemos que se hizo muy amigo del párroco,
    de igual modo que Jesús era amigo de Lázaro de
    Betania, y que si éste último resucita a los tres
    días de muerto por mediación de Cristo,
    Lázaro Carballino «resucita», por la
    acción infatigable de Manuel Bueno, a una vida de entrega
    y servicio a los demás, una entrega absolutamente
    desinteresada, pues incluso emplea parte de la fortuna
    traída del Nuevo Mundo en socorrer a los necesitados.
    ¡Y qué decir de Ángela Carballino, el
    único personaje de la conmovedora historia cuya fe, siendo
    ya adulta, era la misma que cuando tenía diez años!
    Ángela es, en efecto, un ángel de Dios, un ser
    puro, inocente, en quien no tiene cabida el pecado. Por eso es
    tan difícil dejar de pensar en Nastasia Filíppovna,
    en apariencia tan diametralmente opuesta, una prostituta, una
    «pecadora», pero, paradójicamente,
    absolutamente pura de corazón, limpia e inmaculada,
    gracias a su infinita capacidad para amar. Que Unamuno haya hecho
    carne de su carne El idiota de Fiodor M. Dostoyevski, es
    algo que no admite la más mínima
    vacilación[6]Otro último simbolismo,
    esencial en la novela, es el que proporcionan los elementos de la
    Naturaleza, en especial el lago, el lago de San Martín de
    Castañeda, que no es otro que el de Sanabria, pues San
    Martín de Castañeda es en la realidad el derruido
    monasterio cisterciense al que se alude, sin nombrarlo por su
    nombre, en el relato. Hay constantes alusiones al azul profundo
    del lago en relación con el azul de los ojos, al lago cual
    espejo en que se reflejan las montañas circundantes, y
    cuyo misterio —alimentado por la leyenda de la ciudad
    sumergida que hay en sus profundidades, de donde procede el
    sonido de las campanas de la torre de la iglesia desaparecida en
    los abismos— establece un paralelismo con el misterio de la
    personalidad de cada hombre, con sus secretos más
    escondidos. Porque en Valverde de Lucerna hay un oscuro y enorme
    secreto, sólo conocido por Ángela, que lo
    dejará consignado en su memorial, pero que será
    hurtado al conocimiento de los habitantes del pueblo, a fin de no
    perturbar su felicidad, su ilusión, la imagen que se han
    hecho del hombre que les ha ayudado tanto a sobrellevar el peso
    de la vida, aliviándolos, con su conducta ejemplar, con
    sus palabras, del duro trabajo cotidiano.

    Ese misterio no será conocido por
    Ángela hasta el día en que su hermano, que a todas
    luces parece haberse convertido a la fe de Cristo por la
    acción de don Manuel, hizo la Primera Comunión,
    algún tiempo después de su regreso de
    América, para alegría de su hermana y de toda la
    aldea. Durante las páginas anteriores, se nos describe la
    incansable actividad del párroco, un hombre de
    extraordinario porte y aún más extraordinaria voz,
    aunque humilde, sin un ápice de soberbia, siempre
    dispuesto a ayudar a los demás, incluso colaborando en las
    tareas del campo si es necesario. Sus sermones eran
    verdaderamente memorables, con ese verbo fluido, grave,
    resolutivo, claro, que llegaba a todos los corazones, hasta al
    del tonto del pueblo, Blasillo, una creatura divina que trata de
    imitarlo y que repite una y otra vez lo que el sacerdote dice en
    el púlpito, especialmente eso de «¡Dios
    mío, Dios mío! ¿Por qué me has
    abandonado?» ¿Cómo no evocar aquí a
    ese Francisco Lezcano, ese Niño de Vallecas, que, de
    manera tan penetrante, nos dice Ramón Gaya que
    Velázquez[7]pintó en su ser entero y
    verdadero, en su ser central, pleno como una luna llena? Del
    mismo modo que Velázquez deja estar al
    Niño de Vallecas, reflejando su esencia más
    profunda, el inescrutable misterio de su espíritu, pues
    posee un espíritu muy hondo ese bufón
    oligofrénico de la Corte de Felipe IV de España, de
    ese mismo modo, también Unamuno crea en Blasillo a un
    personaje entrañable y enternecedor, uno de esos
    «pobres de espíritu» de los que habla
    Jesús en el Sermón de la Montaña, es decir,
    no una persona que sea espiritualmente pobre, sino todo lo
    contrario, alguien cuya «pobreza de espíritu»
    está vinculada a la pureza, al desprendimiento de los
    bienes materiales, tal como lo entendía el
    poverello de Asís. Esto de la
    «pobreza» es un misterio, un misterio indescifrable.
    Me refiero, claro está, a esa «pobreza de
    espíritu» de que habla Jesús. Blasillo, en
    cierto modo, la encarna, como la encarnaba San Francisco de
    Asís. Puede servirnos de relativa ayuda para entender su
    significado, aunque la referencia es a Friedrich Hölderlin,
    lo que dijo Martin Heidegger en una conferencia sobre «la
    pobreza» (Die Armut), el 27 de junio de 1945, en
    el castillo de Wildenstein, sobre las alturas del Jura suabo, no
    lejos de su Messkirch natal, en realidad una paráfrasis de
    una sentencia de Hölderlin o atribuida al gran poeta
    alemán: «Entre nosotros, todo se concentra sobre lo
    espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a ser
    ricos». Por supuesto que soy consciente que Hölderlin
    tiene relativamente poco que ver con Kierkegaard y con Unamuno,
    pues su modelo era la Grecia antigua, y el de nuestros dos otros
    pensadores existencialistas la enseñanza de Jesús,
    pero en ese breve texto dice Heidegger algunas cosas muy
    esclarecedoras, también para un cristiano (es muy
    difícil saber si él llegó a conservar hasta
    el final de su vida su inicial fe en Cristo; las opiniones al
    respecto son dispares y el propio filósofo mantuvo sobre
    este punto un impenetrable silencio)[8]. Dice que
    «ser verdaderamente pobre significa: ser de tal manera que
    no carecemos de nada, salvo de lo no-necesario» […]
    «La esencia de la necesidad [apremiante] es la
    coacción» […] «Lo no-necesario es lo
    que no viene de la necesidad [apremiante], es decir, de la
    coacción, sino de lo Libre» […] «Lo
    Libre, frî, es lo indemne, lo preservado, lo que
    se sustrae de toda utilidad» […] «"Liberar"
    significa, original y propiamente: preservar, dejar a algo
    reposar en su propia esencia protegiéndolo. Pero proteger
    es: retener la esencia en el cobijo donde sólo permanece
    si se le permite retornar al reposo de su propia esencia»
    […] «Ser-pobre quiere decir: no carecer de nada,
    salvo de lo no necesario; no carecer de nada más que de lo
    Libre-liberante» […] «Por el hecho mismo de
    que la pobreza no nos hace carecer de nada, tenemos de entrada
    todo, nos mantenemos en la sobreabundancia del Ser…»
    […] «Así como la libertad, en su esencia
    liberante de todas las cosas que por anticipado trastoca la
    necesidad [apremiante], es la Necesidad, así el ser-pobre,
    en tanto no-carecer-de-nada, salvo de lo no-necesario, es en
    sí también ya el ser-rico» […]
    «Pobres, lo somos con la única
    condición de que, entre nosotros, todo se concentre sobre
    lo espiritual»[9].

    Lo que quiere decir Heidegger es que
    «ser verdaderamente pobre», sin ningún doble
    sentido de las palabras y sin ironía alguna, es tenerlo
    todo, esto es, todo tipo de bienes materiales, pero, sin embargo,
    carecer de lo que de verdad importa, que son los bienes
    espirituales. La persona rica en bienes materiales, no se percata
    de que, en el fondo, es pobre, mientras que aquella que posee
    bienes espirituales, esto es, lo no-necesario, lo que no proviene
    de la coacción, sino de la libertad, es la que es
    verdaderamente rica, según la bella sentencia atribuida al
    poeta-filósofo de la región del río Neckar,
    puesto que se ha liberado de lo aparente, de lo
    «útil», de lo que únicamente es
    accesorio[10]

    En cualquier caso, aun sin olvidar este
    clarificador excurso, Jesús se refería a la gente
    sencilla, limpia de corazón, y Blasillo, aunque bobo,
    todavía guardaba en lo más recóndito de su
    ser una pizca de inteligencia que le permite comprender la bondad
    de su benefactor, mejor dicho, de quien repara en él y no
    lo desprecia. Tampoco hace falta insistir en la preeminencia que,
    para Jesús de Nazaret, tienen los bienes espirituales
    sobre los materiales.

    Ángela sabe que Don Manuel se ha
    negado a colaborar con el juez para que un bandido confiese su
    crimen, pues eso supondría exponerlo a la pena capital, y
    también sabe que, para él, la envidia la sienten
    «los que se empeñan en creerse
    envidiados»[11]. Pero rápidamente
    advirtió que la sobreactividad de Don Manuel debía
    responder a algo, que esa ausencia por completo de reposo y de
    ociosidad era como una huida, un evitar estar a solas consigo
    mismo y con sus pensamientos. Con motivo del consuelo que tan
    generosamente ofrece a un titiritero ambulante cuya mujer ha
    muerto en sus propias manos, mientras el marido debía
    cumplir con su obligación de hacer reír a las
    gentes del pueblo (aunque no sabía exactamente que su
    esposa estuviese agonizando), y como ponderase Don Manuel el
    oficio del payaso, que consiste en hacer reír y traer la
    alegría a los demás, Ángela comprende
    más tarde que esa alegría que su San Manuel esparce
    por doquier «era la forma temporal y terrena de una
    infinita y eterna tristeza». No olvidemos que Ángela
    es una joven inteligente e incluso culta, que ha leído a
    Cervantes, a Calderón y a otros autores clásicos
    españoles, así como el Bertoldo de Giulio
    Cesare Croce (1550-1609), libros todos que contenía la
    modesta biblioteca de su padre. Además de inteligente y
    culta, es perspicaz, aguda en sus observaciones y juicios, y, por
    supuesto, muy sincera, incapaz de mentir. Por eso se percata
    pronto de la soledad tremenda que acompaña como una sombra
    a Don Manuel, una soledad de la que quiere escapar, pero que le
    persigue sin tregua, aunque a veces guste de pasear solo por las
    orillas del lago. Él mismo termina confesándoselo
    pronto a la muchacha, cuando ésta le habla de la santidad
    de algunos ermitaños: «Yo no podría soportar
    las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la
    cruz del nacimiento». Le está diciendo que le aterra
    la soledad, aunque ésta última, en realidad, como
    puede comprobar Ángela, nunca lo abandona,
    aferrándose a él como la uña a la carne. Esa
    huida de la soledad es una huida de sí mismo, del terrible
    secreto que esconde en las más inaccesibles profundidades
    de su alma. Ya en el confesionario, ante el ejemplar cura, siente
    Ángela «como una callada confesión suya en el
    susurro sumiso de su voz», esto es, una confesión
    que le brota a Don Manuel sin querer, pues lleva tiempo pugnando
    por escaparse por entre los intersticios de su ser. Si ella le
    planteaba en confesión algunas dudas, dudas en cualquier
    caso inocentes, él las eludía, pero como una vez
    saliera a relucir el Demonio, y Ángela,
    envalentonándose, le preguntase francamente si él
    creía en el Tentador, una vez más Don Manuel evita
    responder, con lo que la joven llega a un primer convencimiento
    de que su queridísimo sacerdote no cree en el Maligno. Lo
    mismo, más adelante, con el Infierno. Y, ante las
    respuestas como maquinales del sacerdote, dirigidas, claro es, a
    no escandalizar o provocar alguna flaqueza en la fe de la
    ferviente muchacha, ésta leyó «no sé
    que honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del
    lago». El simbolismo del lago, como se ha anunciado antes,
    es permanente en la novela. De un lado, los lagos suelen atraer a
    los humanos hacia la muerte. Puede constatarse en la tendencia
    hacia el suicidio, heredada de su padre, de Don Manuel, quien
    lucha por no desaparecer para siempre en las tranquilas aguas del
    lago, aparentemente calmas y serenas, pues la corriente, que no
    es otra que la corriente impetuosa de la vida, serpentea por
    entre sus profundidades. Incluso llega a confesarle a
    Lázaro que la tentación del suicidio es mayor
    aún junto a la quieta superficie del lago, que no junto a
    los torrentes y cascadas. Sin apartarnos todavía del
    simbolismo del lago, no debe pasarse por alto que aquella
    inclinación hacia el suicidio fue una constante en la vida
    del padre de Manuel Bueno, y que tuvo que luchar arduamente para
    vencerla, que fue lo que por fortuna ocurrió finalmente,
    pues murió de muerte natural con cerca de noventa
    años. Esto del suicidio no es, ni mucho menos, cosa
    baladí. El gran escritor francés Albert Camus, en
    las dos primeras frases de su lúcido ensayo El mito de
    Sísifo
    , dice: «No hay más que un
    problema filosófico verdaderamente serio. El suicidio.
    Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder
    a la pregunta fundamental de la
    filosofía»[12]. Para Camus el
    problema del suicidio está estrechamente relacionado con
    su concepción del absurdo de la existencia, esto es, la
    pregunta que el hombre le hace al mundo y el silencio que halla
    por respuesta. Unamuno aborda, en cambio, el problema del
    suicidio como una enfermedad del espíritu, una
    desviación, sin olvidar en ningún momento que
    suicidarse contraviene la ley divina. A pesar de eso, Manuel
    Bueno no le niega tierra sagrada a un suicida, pues piensa que
    pudo arrepentirse en el último instante de su
    agonía. Pero sigamos con el significado del lago, uno de
    los cuales es el temible de ser un paraíso ilusorio,
    simbolizando de este modo las creaciones de la imaginación
    exaltada[13]No perdamos de vista aquella leyenda
    de la ciudad sumergida[14]en las profundidades del
    lago de nuestra narración, así como la mezcolanza
    entre la realidad y la ficción, entre la vida y los
    sueños, o, más precisamente, el deseo de mantener
    la ilusión de vivir entre las gentes que distingue a Don
    Manuel. Sobre aquella confusión, tan calderoniana,
    volveremos un poco más adelante. En cuanto al azul, el
    mismo Diccionario de los símbolos citado, nos
    dice que «es el más profundo de los colores»;
    que «en él la mirada se hunde sin encontrar
    obstáculo y se pierde en lo indefinido» (pág.
    163). De ahí la abismal profundidad que en los ojos del
    párroco descubre Ángela, aumentada por su tristeza
    y por su soledad.

    Con bellísimas palabras describe
    Unamuno cómo se le iba despertando a Ángela en sus
    «entrañas el jugo de la maternidad», y
    cómo «empezaba yo a sentir una especie de afecto
    maternal hacia mi padre espiritual».

    La muerte de la devota madre de
    Ángela y de Lázaro es la principal circunstancia
    que provoca el acercamiento entre éste último y Don
    Manuel. Ya el párroco consiguió del
    incrédulo Lázaro que le prometiese a su madre,
    antes de morir, que rezaría por ella, para contentarla,
    pues «el contento con que tu madre se muera será su
    eterna vida». Aquella aproximación, que podía
    verse crecer día a día, por ejemplo en los
    frecuentes paseos que ambos amigos daban junto a la orilla del
    lago, en los que el párroco conversaba y aleccionaba a su
    cada vez más atento confidente, terminó por dar sus
    frutos, primero consiguiendo que Lázaro acudiese a misa,
    aunque sólo fuese por escuchar al santo varón, y
    después decidiéndole a hacer la Primera
    Comunión, motivo de hondo regocijo para su hermana y de
    gran satisfacción para toda la aldea. Parecía que
    la conversión había sido completada por entero.
    Así, al menos, lo creía sinceramente Ángela.
    Pero, nada más manifestarle ésta a su hermano la
    alegría que a todos les ha dado, empezando por ella misma,
    recibe Ángela un jarro de agua fría cuando
    Lázaro le confiesa que por eso precisamente lo ha hecho,
    por darles alegría. Es decir, que no lo ha hecho por
    convencimiento pleno, sino por agradar a los demás,
    decisión en la que Don Manuel ha jugado un papel
    categórico. Para el párroco, le dice Lázaro
    a su hermana, eso no es fingir; el propio Don Manuel se lo ha
    dicho. Pero es en ese preciso instante cuando Lázaro
    Carballino le arranca al sacerdote su secreto, a saber, que
    él también finge creer. En vez de forjarse, a
    partir de esa confidencia, una imagen negativa de su amigo,
    Lázaro considera más aún a Don Manuel un
    santo, incluso un mártir, pues esa simulación no
    responde a un deseo de medrar, sino que responde a la
    íntima aspiración de que quienes le rodean
    encuentren la paz y la felicidad. Como Lázaro, en medio
    del campo, le interrogase a Don Manuel acerca de la verdad, mejor
    aún, que ésta debiera prevalecer ante todo,
    respondióle: «¿La verdad? La verdad,
    Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo
    mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella».
    Como Lázaro le arguyese que por qué le dejaba
    entrever a él la verdad, Manuel Bueno le responde de nuevo
    con absoluta sinceridad: «Porque si no me
    atormentaría tanto, tanto, que acabaría
    gritándola en medio de la plaza, y eso jamás,
    jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis
    feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se
    sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí
    hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de
    sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que
    vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir.
    ¿Religión verdadera? Todas las religiones son
    verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos
    que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que
    nacer para morir, y para cada pueblo la religión
    más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la
    mía? La mía es consolarme en consolar a los
    demás, aunque el consuelo que les doy no sea el
    mío» (pág. 1215).

    Es ciertamente polimórfica y muy
    compleja, pero también integradora y balsámica la
    respuesta de Don Manuel. La primera y fundamental
    distinción que se impone al lector es la que se deduce de
    esta respuesta y de la personalidad del personaje en su conjunto,
    respecto del enjuto nonagenario de la La leyenda del Gran
    Inquisidor
    . El inquietante individuo que le dibuja
    Iván Karamazov a su querido hermano menor Alioscha,
    extrayéndolo de los pliegues de la Historia, en concreto
    de la Sevilla del siglo XVII, es un alto jerarca de la Iglesia
    católica, el máximo representante de la
    Inquisición española, pero, lejos de creer en
    Jesús de Nazaret, a quien tiene ahora delante suya, porque
    ha vuelto, ha vuelto para volver a incomodar a los
    hombres y a perturbar el orden establecido, lejos de creer, digo,
    es un ateo, un nihilista —como esos nihilistas de la novela
    Demonios—, cuyo principio esencial, fundamental, y
    al que todos los demás han de someterse, es un principio
    totalitario, esto es, que el hombre, para ser feliz, ha de
    renunciar definitivamente a la libertad, no a la libertad en
    abstracto, sino a la libertad individual, que es la única
    y auténtica libertad. Expresado de otro modo: el hombre ha
    de someterse a la consecución de fines estatales, que es
    una de las dos principales características del
    totalitarismo[15]Por eso no soporta que Él
    haya regresado de nuevo, cuando todo estaba ya, con tanto
    esfuerzo, encarrilado por la institución
    eclesiástica, una institución temporal que ha
    comprendido que el hombre no desea la libertad sino el pan.
    «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra
    que sale de la boca de Dios», le había dicho
    Jesús al Demonio en la primera de las tres tentaciones (Mt
    4,4). Esa palabra es la Palabra, el Verbo, la Vida, la Libertad.
    Bien sabido es que el inoportuno visitante no despega los labios,
    permanece mudo, en un clamoroso y ensordecedor silencio, ante el
    Poder terrenal, y que, al final, se le permitirá abandonar
    los calabozos de la Inquisición con la condición de
    que no volverá más.

    La diferencia, pues, entre San Manuel Bueno
    y el Gran Inquisidor, es radical, abismal, pues aunque el primero
    no tenga fe, o haya perdido, más bien, la fe, el
    propósito que le anima a insuflársela a sus
    feligreses no tiene como contrapartida el extirparles su dignidad
    de personas, el arrebatarles la libertad, el convertirlos en
    individuos de un «hormiguero», por emplear de nuevo
    otro término dostoyevskiano. No; Manuel Bueno, a
    través de su conducta ejemplar, les ofrece a los hombres
    la posibilidad de perseverar en la fe en Cristo, para traerles
    paz a sus conciencias y felicidad en sus vidas cotidianas. No
    trata a esos hombres como borregos, como animales de un
    rebaño; los trata como auténticos seres humanos,
    plenamente dignos y libres. Él sólo conoce una
    verdad, la suya; una verdad, por tanto, relativa, en la que,
    desgraciadamente, ha desaparecido la fe. Pero esa verdad
    haría infelices a los hombres, sobre todo a los sencillos
    y humildes, y él no tiene ningún derecho a
    perpetrar semejante crimen. Prefiere tragarse su verdad, aunque
    no pueda ceder al impetuoso deseo de comunicársela a
    alguien, a otro descreído como él, a su ahora amigo
    Lázaro Carballino, pues de lo contrario se volvería
    loco o acabaría pregonándola a los cuatro vientos.
    Su extraordinaria gesta consiste en convencer a su confidente de
    que esa verdad relativa ha de mantenerse oculta, desconocida de
    quienes les rodean. Ambos tienen una misión, y esa
    misión consiste en hacer soportable la vida a los humildes
    en este valle de lágrimas que es la existencia. Su actitud
    no supone ninguna diabólica permuta. Por ejemplo, cambiar
    nada menos que la libertad por la felicidad. Pero incluso en el
    caso de los Karamazov, esa felicidad es una felicidad
    ilusoria, es la felicidad del hormiguero: el igualitarismo. Ni
    siquiera la igualdad, sino la mediocre igualación por
    abajo. La felicidad, en cambio, de la que habla Manuel Bueno es
    una felicidad que se sostiene en el amor, en la
    cooperación, en compartir los esfuerzos, las penalidades,
    pero que en absoluto puede admitir el colectivismo. La justicia
    social no excluye la propiedad privada; lo que sí excluye
    es la codicia y el egoísmo desenfrenado.

    Adviértase, además, que la
    respuesta de Manuel Bueno posee un alto sentido ecuménico;
    de ahí que admita un fondo común a todas las
    grandes creencias religiosas y muestre respeto por ellas.
    Cualquier misionero de hoy en África o en Asia sabe desde
    hace mucho tiempo que la fe cristiana puede conciliarse
    perfectamente con la comprensión, conocimiento y respeto
    de muchas de las costumbres ancestrales de los habitantes de esos
    continentes, y que en buena medida se trata de hallar zonas de
    encuentro y no de divergencia. La religión es un consuelo
    que tiene como finalidad otorgar un sentido a la existencia del
    hombre, un sentido que se impone precisamente por el hecho de que
    esa existencia tiene un acabamiento corporal. Lo que la
    religión viene a enseñarle primordialmente al
    hombre es que su vida, la esencia de su ser, no terminan con la
    muerte, sino que hay otra vida más allá de la
    muerte, otra vida que es la que da pleno sentido a esta otra vida
    terrenal. El sentido trascendente del hombre y de la vida del
    hombre. Esto es, en esencia, lo que viene a enseñarnos la
    religión. En el caso de Manuel Bueno, la concepción
    que tiene de la religión es la misma; lo de menos es que
    él, en su fuero interno, no crea en eso. Lo importante es
    que le transmita al hombre esa noble creencia, pues, haciendo
    eso, comportándose de ese modo, también está
    él mismo creyendo en aquello en que presumiblemente no
    cree. Y aquí nos enfrenta Don Miguel de Unamuno a esas
    difíciles paradojas a que tan dado era Kierkegaard, su
    hermano espiritual. Y digo esto por las preguntas que se hace
    Ángela cuando ya han muerto ambos, Don Manuel y
    Lázaro. ¿No será que Dios les hizo creerse
    incrédulos? ¿No será que en el
    tránsito de una a otra vida, de esta terrena a la otra
    eterna, se les cayese la venda de los ojos? Esto es lo que,
    después de muchos años, viene a pensar
    Ángela Carballino de esos dos hombres que tanto
    significaron en su vida. Más aún, cree que
    entrambos «se murieron creyendo no creer lo que más
    nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una
    desolación activa y resignada» (pág. 1230).
    Es decir, en el fondo no creían en aquello que
    creían creer (la des-creencia). Aún más que
    a Kierkegaard, se aproxima aquí Unamuno a La vida es
    sueño
    de Calderón, al príncipe
    Segismundo, encerrado en su prisión. La propia
    Ángela lo insinúa al final: «Y yo no
    sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo
    que sólo soñé—o mejor lo que
    soñé y lo que sólo vi—, ni lo que supe
    ni lo que creí» (pág. 1230). La vida y el
    sueño se confunden, la vida es sueño y el
    sueño es vida: «¿Es que todo esto es
    más que un sueño soñado dentro de otro
    sueño?» (pág. 1231). Sí, es más
    que un sueño hipotéticamente soñado dentro
    de otro sueño, pues permanecen los que creen, los que
    creyeron en Manuel Bueno. Esta mutua e indestructible
    relación entre la realidad y el sueño, entre la
    vida y la ficción, también se la planteó
    mucho tiempo atrás Unamuno en Niebla, por ejemplo
    cuando Augusto Pérez se pregunta de dónde ha
    surgido Eugenia: «¿Es ella una creación
    mía o soy creación suya yo?, ¿o somos los
    dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de
    ella?»[16]

    «¿Qué es eso de
    creer?», continúa preguntándose
    Ángela. «Por lo menos viven». Vivir es creer;
    creer es vivir. Sin creer no se puede vivir; sin vivir no se
    puede creer. Los habitantes del pueblo creyeron «en San
    Manuel Bueno, mártir, que sin esperar inmortalidad les
    mantuvo en la esperanza de ella». Quién sabe si a lo
    mejor esperaba la inmortalidad, pues la propia Ángela,
    unas líneas antes reflexionaba sobre la posible
    incredulidad de lo que creía creer el sacerdote; en
    cualquier caso, la inmortalidad la ha alcanzado en las almas de
    sus parroquianos, y, a través de éstas, en las de
    las generaciones futuras; más todavía: la
    inmortalidad la ha alcanzado San Manuel Bueno en el alma de sus
    lectores, que nunca dejará de tenerlos. Bueno, esto es,
    inocuo, lo contrario de nocivo, de inicuo. A esta fundamental
    distinción aludía Lázaro en
    conversación con su hermana, cuando se refería a
    los dos principales tipos de hombres nocivos: el fanático
    y el materialista. El fanático, porque, obsesionado con la
    vida de ultratumba, en la que cree creer firmemente, atormenta,
    cual inquisidor que es, a todo el que no cree en ella,
    obligándole a que desprecie la vida en aras de la otra, la
    de más allá. Jamás despreció
    Jesús de Nazaret la vida, esta vida que vivimos
    aquí en la tierra. Jamás atormentó a nadie
    ni se comportó como un inquisidor. Jesús no fue
    nunca un fanático; Juan Calvino, en cambio, sí lo
    fue. El fanático, además, es vengativo, como bien
    demostró Calvino con Miguel Servet. El fanático
    esparce la infelicidad a su alrededor. Lo que sí dice
    Jesús es que esta vida debe ser preparación para la
    vida eterna, que es la vida auténtica; pero Él no
    obliga a nadie a seguirle: sólo invita. Más
    aún: los que creen en Jesús no viven atormentados,
    sino felices y alegres. Esta es la felicidad que quiere
    transmitir San Manuel Bueno. De otro lado están los que
    sólo creen en los bienes materiales, los verdaderos ateos,
    los que se atan exclusivamente a esta vida terrenal, los
    egoístas, los codiciosos, los que son incapaces de
    compartir, de solidarizarse con sus hermanos; estos
    también son inicuos, perversos, porque destruyen la
    felicidad de los hombres, porque les impiden realizarse
    plenamente como personas libres, dignas, plenas y
    dichosas.

    Ante el temor de Lázaro de que el
    pueblo sospeche su secreto, su hermana le tranquiliza,
    diciéndole que no lo entendería aun cuando
    intentase explicárselo: «El pueblo no entiende de
    palabras; el pueblo no ha entendido más que vuestras
    obras». Es decir: el pueblo comprende aquello que ve.
    Aunque el pueblo se quede extasiado oyendo los sermones de Don
    Manuel, lo que de verdad le ha llegado es su modo de comportarse,
    su bondad, su palabra constante de aliento, su confraternidad, su
    compartir los sufrimientos de los demás, su vivir codo a
    codo con ellos, como ese loco de Vincent con los mineros del
    Borinage, que tanto disgustó a sus superiores y que le
    obligaría a abandonar el servicio de pastor de almas por
    el de pintor, aunque entregándose de nuevo por entero,
    dándolo todo, ofreciéndolo todo, como un puro acto
    de amor desinteresado y espiritual.

    En determinadas y contundentes ocasiones,
    el «protestantismo» de Don Miguel se resquebraja por
    completo, como cuando, en el epílogo, el supuesto narrador
    al que ha ido a parar el Memorial de Ángela Carballino,
    añade que «las palabras no sirven para apoyar las
    obras, sino que las obras se bastan». Lo importante es la
    conducta, el modo de conducirse de los hombres. «Ni sabe el
    pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho».
    Podría añadirse: no sólo el pueblo, sino que
    muchos espíritus selectos tampoco ven con claridad a veces
    qué cosa puede ser la fe, la mayor parte de las ocasiones
    algo misterioso y casi impenetrable. Pero ese
    «protestantismo» tampoco le abandona tan
    fácilmente. Una buena prueba de ello es cuando el propio
    Manuel Bueno, después de una sincera, concisa y profunda
    conversación con Ángela, en la que solloza cuando
    ésta le pregunta si cree «que al morir no nos
    moriremos del todo», le pide a ésta, pues es
    palpable que no le ha dado respuesta, que lo absuelva. ¿De
    qué? De no creer con la misma fe con la que ella cree
    desde que era una niña. Los papeles se invierten. Ella
    misma se siente una sacerdotisa y él un pecador que se
    confiesa ante ese dechado de pureza. La referencia al
    protestantismo no se hace aquí por lo de la
    confesión, sacramento no admitido ulteriormente por
    Lutero, aunque en un primer momento, junto al Bautismo y la
    Eucaristía (lo que él llama la Cena), sí
    admite la Penitencia, según podemos leer en su escrito
    teológico La cautividad babilónica de la
    Iglesia
    (1520)[17]; la referencia se hace por
    el hecho de que Unamuno se adelanta notablemente a una
    sensibilidad extendida hoy entre muchos católicos, en el
    sentido de que no verían con malos ojos que las mujeres
    pudiesen acceder plenamente, en igualdad de condiciones que los
    varones, al sacerdocio, como de hecho han admitido ya algunas
    confesiones cristianas, por ejemplo la anglicana.

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